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Piotr Kropotkin El apoyo mutuo
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Prólogo a la Edición Rusa - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 -Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 - Conclusión | |
Capítulo 6LA AYUDA MUTUA EN LA CIUDAD MEDIEVAL (Continuación)
Las ciudades medievales no estaban
organizadas según un plano trazado de
antemano por voluntad de algún
legislador extraño a la población: Cada
una de estas ciudades era fruto del
crecimiento natural, en el sentido pleno
de la palabra- era el resultado, en
constante variación de la lucha entre
diferentes fuerzas, que se ajustaban
mutuamente una y otra vez, de
conformidad con la fuerza viva de cada
una de ellas, y también según las
alternativas de la lucha y según el
apoyo que hallaban en el medio que las
circundaba. Debido a esto, no se
hallarán dos ciudades cuya organización
interna y cuyos destinos históricos
fueran idénticos; y cada una de ellas,
-tomada en particular-, cambia su
fisonomía de siglo en siglo. Sin
embargo, si echamos un vistazo amplio
sobre todas las ciudades de Europa, las
diferencias locales y nacionales
desaparecen y nos sorprendemos por la
similitud. asombrosa que existe entre
todas ellas, a pesar de que cada una de
ellas se desarrolló por sí misma,
independientemente de las otras, y en
condiciones diferentes. Cualquiera
pequeña ciudad del Norte de Escocia,
poblada por trabajadores y pescadores
pobres, o las ricas ciudades de Flandes,
con su comercio mundial, con su lujo,
amor a los placeres y con su vida
animada; una ciudad italiana enriquecida
por sus relaciones con Oriente y que
elaboró dentro de sus muros un gusto
artístico refinado y una civilización
refinada, y, por último, una ciudad
pobre, de la región pantanosolacustre de
Rusia, dedicada principalmente a la
agricultura, parecería que poco tienen
de común entre sí. Y, sin embargo, las
líneas dominantes de su organización y
el espíritu de que están impregnadas
asombran por su semejanza familiar.
Por doquier hallamos las mismas
federaciones de pequeñas comunas o
parroquias o guildas; los mismos
"suburbios" alrededor de la "ciudad"
madre; la misma asamblea popular; los
mismos signos exteriores de
independencia; el sello, el estandarte,,
etc. El protector (defensor) de
la ciudad bajo distintas denominaciones,
y distintos ropajes, representa a una
misma autoridad defendiendo los mismos
intereses; el abastecimiento de víveres,
el trabajo, el comercio, están
organizados en las mismas líneas
generales; los conflictos interiores y
exteriores nacen de los mismos motivos;
más aún, las mismas consignas
desplegadas durante estos conflictos y
hasta las fórmulas utilizadas en los
anales de la ciudad, ordenanzas,
documentos, son las mismas; y los
monumentos arquitectónicos, ya sean de
estilo gótico, romano o bizantino,
expresan las mismas aspiraciones y los
mismos ideales; estaban concebidos para
expresar el mismo pensamiento y se
construían del mismo modo. Muchas
disimilitudes son simplemente el
resultado de las diferencias de edad de
dos ciudades, y esas disimilitudes entre
ciudades de la misma región, por
ejemplo, Pskof y Novgorod, Florencia y
Roma, que tenían un carácter real, se
repiten en distintas partes de Europa.
La unidad de la idea dominante y las
razones idénticas del nacimiento allanan
las diferencias aparecidas como
resultado del clima, de la posición
geográfica, de la riqueza, del lenguaje
y de la religión. He aquí por qué
podemos hablar de la ciudad medieval
en general, como de una fase
plenamente definida de la civilización;
y a pesar de que son de desear en grado
superlativo las investigaciones que
señalen las particularidades locales. e
individuales de las ciudades, podemos,
no obstante, señalar. los rasgos.
principales del desarrollo que eran
comunes a todas ellas.
No cabe duda alguna de que la protección
que habitual y universalmente se
acordaba al mercado, ya desde las
primeras épocas bárbaras, desempeñó un
papel importante, a pesar de no ser
exclusivo, en la obra de la liberación
de las ciudades medievales. Los bárbaros
del período antiguo no conocían el
comercio dentro de, sus comunas
aldeanas; comerciaban solamente con los
extranjeros en ciertos lugares
determinados y ciertos días fijados de
antemano. Y para que el extranjero,
pudiera presentarse en el lugar de
trueque, sin riesgo de ser muerto en
cualquier altercado sostenido por dos
clanes, a causa de una venganza de
sangre, el mercado se ponía siempre bajo
la protección especial de todos los
clanes. También era inviolable, como el
lugar de veneración religiosa bajo cuya
sombra se organizaba generalmente. Entre
los kabilas, el mercado hasta ahora es
anaya, lo mismo que el sendero
por el cual las mujeres acarrean el agua
de los pozos; no era posible aparecer
armado en el mercado ni en el sendero,
ni siquiera durante las guerras
intertribales. En la época medieval, el
mercado gozaba por lo común exactamente
de la misma protección. La venganza
tribal nunca debía proseguirse hasta la
plaza donde se reunía el pueblo con
propósitos de comerciar, y, del mismo
modo, en determinado radio alrededor de
esta plaza; y si en la abigarrada
multitud de vendedores y compradores se
producía alguna riña, era menester
someterla al examen de aquéllos bajo
cuya protección se encontraba el
mercado; es decir, al tribunal de la
comuna, o al juez del obispado, del
señor feudal o del rey. El extranjero
que se presentara con fines comerciales
era huésped, y hasta usaba este
hombre; en el mercado era inviolable.
Hasta el barón feudal, que sin
escrúpulos despojaba a los comerciantes
en el camino real, trataba con respeto
al Weichbild, la señal de la
asamblea popular, es decir, la pértiga
que se elevaba en la plaza del mercado,
en cuyo tope se hallaban las armas
reales! o un guante de caballero, o la
imagen del santo local, o simplemente la
cruz, según estuviera el mercado bajo la
protección del rey, de la asamblea
popular, viéche, o de la iglesia
local.
Es fácil comprender de qué modo el poder
judicial propio de la ciudad, pudo
originarse en el poder judicial especial
del mercado, cuando este poder fue
cedido, de buen grado o no, a la ciudad
misma. Es comprensible, también, que tal
origen de las libertades urbanas, cuyas
huellas se pueden seguir en muchos
casos, imprimió tu seno inevitablemente.
a su desarrollo ulterior. Dio el
predominio a la parte comercial de la
comuna. Los burgueses que poseían en
aquellos tiempos una casa en la ciudad y
que eran copropietarios de las tierras
de ella, muy a menudo organizaban
entonces una guilda comercial, la cual
tenía en sus manos también el comercio
de la ciudad, y a pesar de que al
principio cada ciudadano, pobre o rico,
podía ingresar en la guilda comercial, y
hasta el comercio mismo era efectuado en
interés de toda la ciudad, por medio de
sus apoderados, no obstante la guilda
comercial paulatinamente se convertía en
un género de corporación privilegiada.
Llena de celo, no admitió en sus filas a
la población advenediza, que pronto
comenzó a afluir a las ciudades libres y
todas las ventajas derivadas del
comercio las conservaban en beneficio de
unas pocas "familias" (les familles,
los staroyíby, viejos habitantes)
que eran ciudadanos cuando la ciudad
proclamó su independencia. De tal modo,
evidentemente, amenazaba el peligro del
surgimiento de una oligarquía comercial.
Pero, ya en el siglo X, y aún más, en
los siglos XI y XII, los oficios
principales también se organizaban en
guildas, que en la mayoría de los casos
podían limitar las tendencias
oligárquicas de los comerciantes.
La guilda de artesanos de aquellos
tiempos, generalmente vendía por sí
misma los productos que sus miembros
elaboraban, y compraban en común las
materias primas para ellos, y de este
modo sus miembros eran, al mismo tiempo,
tanto comerciantes corno artesanos.
Debido a esto, el predominio alcanzado
por las viejas guildas de artesanos
desde el principio mismo de la vida
libre de las ciudades dio al trabajo de
artesano aquella elevada posición que
ocupó posteriormente en la ciudad. En
realidad, en la ciudad medieval, el
trabajo del artesano no era signo de
posición social inferior, por lo
contrario, no sólo conservaba huellas
del profundo respeto con que se le
trataba antes, en la comuna aldeana,
sino que el rápido desarrollo de la
habilidad artística en la producción de
todos los oficios: de la joyería, del
tejido, de la cantería, de la
arquitectura, etcétera, hacía que todos
los que estaban en el poder en las
repúblicas libres de aquella época,
trataran con profundo respeto personal
al artesano-artista.
En general, el trabajo manual se
consideraba en: los "misterios"
(artiéti, guildas) medieval es como
un deber piadoso hacia los
conciudadanos, corno una función (Amt)
social, tan honorable corno cualquier
otra. La idea de "justicia" con respecto
a la comuna y de "verdad" con respecto
al productos y al consumidor, que nos
parecería tan extraña en nuestra época,
entonces impregnaba todo el proceso de
producción y trueque. El trabajo del
curtidor, calderero, zapatero, debía ser
"justo", Concienzudo escribían entonces.
La madera, el cuero o los hilos
utilizados por los artesanos, debían ser
"honestos"; el pan debía ser amasado "a
conciencia", etcétera. Transportado este
lenguaje a nuestra vida moderna,
aparecerá artificioso y afectado; pero
entonces era completamente natural y
estaba desprovisto de toda afectación,
pues que el artesano medieval no
producía para un comprador que no
conocía, no arrojaba sus mercancías en
un mercado desconocido; antes que nada
producía para su propia guilda, que al
principio vendía ella misma, en su
cámara de tejedores, de cerrajeros,
etcétera, la mercancía elaborada por los
hermanos de la guilda; para una
hermandad de hombres en la que todos se
conocían, en la que todos conocían la
técnica del oficio y, al estabais el
precio al producto, cada uno podía
apreciar la habilidad puesta en la
producción de un objeto determinado y el
trabajo empleado en él. Además, no era
un, productor aislado que ofrecía a la
comuna la mercancía pala la compra, la
ofrecía la guilda; la comuna misma, a su
vez, ofrecía a la hermandad de las
comunas confederadas aquellas mercancías
que eran exportadas por ella y por cuya
calidad respondía ante ellas.
Con tal organización para cada oficio,
era cuestión de amor propio no ofrecer
mercancía de calidad inferior; los
defectos técnicos de la mercancía o
adulteraciones afectaban a toda la
comuna, pues, según las palabras de una
ordenanza, "destruyen la confianza
pública" De tal modo la producción era
un deber social y estaba puesta
bajo el control de toda las amitas
-de toda la hermandad-; debido a lo
cual, el trabajo manual, mientras
existieron las ciudades libres, no podía
descender a la posición inferior a la
cual, a menudo, llega ahora.
LA diferencia entre el maestro y el
aprendiz, o entre el maestro y el. medio
oficial (compayne, Geselle) ha
existido ya desde la época misma del
establecimiento de las ciudades
medievales libres; pero al principio
esta diferencia era sólo diferencia de
edad y de grado de habilidad, y no de
autoridad y riqueza. Después de haber
estado siete años como aprendiz y de
haber demostrado conocimiento y
capacidad en un determinado oficio, por
medio de una obra hecha especialmente,
el aprendiz se convertía, en maestro a
su vez. Y solamente bastante más tarde,
en e! siglo XVI, cuando la autoridad
real ya había destruido la organización
de la ciudad y de los artesanos, se
podía llegar a maestro simplemente por
herencia o en virtud de la riqueza. Pero
ésta ya era la época de la decadencia
general de la industria y del arte de la
Edad Media.
En el primer período, floreciente, de
las ciudades medievales, no había en
ellas mucho lugar para el trabajo
alquilado y para los alquiladores
individuales. El trabajo de los
tejedores, armeros, herreros, panaderos,
etcétera, efectuábase para la guilda y
la ciudad; y cuando en los oficios de la
construcción se alquilaban artesanos
extraños, éstos trabajaban como
corporación temporal (como se observa
también en la época presente en los
artiéli rusos) cuyo trabajo se pagaba a
todo el artiél, en bloque. El trabajo
para un patrón individual empezó a
extenderse más tarde; pero también en
estas circunstancias se pagaba al
trabajador mejor de lo que se paga
ahora, aun en Inglaterra, y
considerablemente mejor de lo que se
pagaba comúnmente en toda Europa en la
primera mitad del siglo XIX. Thorold
Rogers hizo conocer este hecho en grado
suficiente a los lectores ingleses; pero
es menester decir lo mismo de la Europa
continental, como lo demuestran las
investigaciones de Falke y Schónberg, y
también muchas indicaciones ocasionales.
Aún en el siglo XV, el albañil,
carpintero o herrero, recibía en Amiens
un salario diario a razón de cuatro
sols, que correspondían a 48 libras
de pan o a una octava parte de un buey
pequeño (bouverd). En Sajonia, el
salario de un Geselle (medio
oficial) en el oficio de la construcción
era tal que, expresándonos con las
palabras de Falke, el obrero podía
comprar con su sueldo de seis días tres
ovejas y un par de botas. Las ofrendas
de los obreros (Geselle) en los
distintos templos son también
testimonios de su relativo bienestar,
sin hablar ya de las ofrendas suntuosas
de algunas guildas de artesanos y de sus
gastos para las festividades y sus
procesiones pomposas. Realmente, cuanto
más estudiamos las ciudades medievales,
tanto más nos convencemos que nunca el
trabajo ha sido tan bien pagado y ha
gozado de respeto general como en la
época en que la vida de las ciudades
libres se hallaba en su punto máximo de
desarrollo. Más aún. No sólo, muchas
aspiraciones de nuestros radicales
modernos habían sido realizadas ya en la
Edad media, sino que hasta mucho de lo
que ahora se considera utópico se
aceptaba entonces como algo
completamente natural. Se burlan de
nosotros cuando decimos que el trabajo
debe ser agradable, pero, según las
palabras de la ordenanza de la Edad
Media de Kuttenberg, "cada uno debe
hallar placer en su trabajo y nadie
debe, pasando el tiempo en holganza
(mit nichts thun), apropiarse de lo
que ha sido producido con la aplicación
y el trabajo ajeno, pues las leyes deben
ser un escudo para la defensa de la
aplicación y del trabajo". Y entre todas
las charlas modernas sobre la jornada de
ocho horas de trabajo, no sería
inoportuno recordar la ordenanza de
Fernando I, relativa a las minas
imperiales de carbón; según esta
ordenanza se establece la jornada de
trabajo del minero en ocho horas "como
se ha hecho desde antiguo" (wie vor
Alters herkommen), y que estaba
completamente prohibido trabajar después
del medio día del sábado . Una jornada
de trabajo más larga era muy rara, dice
Janssen, mientras que se daban con
bastante frecuencia las más cortas.
Según las palabras de Rogers, en
Inglaterra, en el siglo XV, los
trabajadores trabajaban solamente
cuarenta y ocho "horas por semana". El
semiferiado del sábado, que consideramos
una conquista moderna, en realidad era
una antigua institución medieval; era
ese el día de baño de una parte
considerable de los miembros de la
comuna, y los jueves, después del
mediodía, lo era para todos los medios
oficiales (Geselle). Y a pesar de
que en aquella época no existían aun los
comedores escolares -probablemente
porque no enviaban hambrientos los niños
a la escuela- se había establecido, en
diversas ciudades, el distribuir dinero
a los niños para el baño, si este gasto
constituía una carga para sus padres.
En cuanto a los congresos de
trabajadores, eran un fenómeno corriente
en la Edad Media. En algunas partes de
Alemania, los artesanos de un mismo
oficio, pero que pertenecían a
diferentes comunas, generalmente se
reunían para determinar el plazo del
aprendizaje, el salario, la condición
del viaje por su país, que se
consideraba entonces obligatorio para
todo trabajador que había terminado su
aprendizaje, etcétera. En el año 1572,
las ciudades que pertenecían a la liga
hanseática formalmente reconocían a los
artesanos el derecho de reunirse
periódicamente en asamblea y adoptar
cualquier género de resoluciones,
siempre que estas últimas no se
opusieran a las ordenanzas de las
ciudades, que determinaban la calidad de
las mercancías. Es sabido que tales
congresos de trabajadores, en parte
internacionales (como la misma Hansa),
eran convocados por los panaderos,
fundadores, curtidores, herreros,
espaderos, toneleros.
La organización de las guildas requería,
naturalmente, una supervisión cuidadosa
de ellas sobre los artesanos, y para
este fin se designaban jurados
especiales. Es notable, sin embargo, el
hecho de que mientras las ciudades
llevaban una vida libre, no se oían
quejas sobre supervisión; mientras que
cuando el Estado intervino y confiscó la
propiedad de las guildas y violó su
independencia en beneficio de su propia
burocracia, las quejas se hicieron
simplemente innumerables. Por otra
parte, el enorme progreso en el campo de
todas las artes, alcanzado bajo el
sistema de la guilda medieval, es la
mejor demostración de que este sistema
no era un obstáculo para el desarrollo
de la iniciativa personal. El hecho es
que la guilda medieval, como la
parroquia medieval, la ulitsa o
el koniets, no era una
Corporación de ciudadanos puestos bajo
en control de los funcionarios del
Estado; era una confederación de todos
los hombres unidos para una determinada
producción, y en su composición entraban
compradores jurados de materias primas,
vendedores de mercancías manufacturadas
y maestros artesanos, medio oficiales,
compaynes y aprendices. Para la
organización interna de una determinada
producción, la asamblea de todas estas
personas era soberana, mientras no
afectara a las otras guildas, en cuyo
caso el asunto se sometía a la
consideración de la guilda de las
guildas, es decir, de la ciudad. Aparte
de las funciones recién indicadas, la
guilda representaba aún algo más. Tenía
su jurisdicción propia, es decir, el
derecho propio de justicia en sus
asuntos, y su propia fuerza armada;
tenía sus asambleas generales o
viéche, propias tradiciones de
lucha, gloria e independencia, y sus
relaciones propias con las otras guildas
del mismo oficio u ocupación de otras
ciudades. En una palabra, llevaba una
vida orgánica plena, que provenía de que
abrazaba en un conjunto la vida toda de
esta unión. Cuando la ciudad era
convocada a las urnas, la guilda
marchaba como una compañía separada (Schaar),
equipada con las armas que le
pertenecían (y en una época más
avanzada, con sus cañones propios,
adornados amorosamente por la guilda),
bajo el mando de los jefes elegidos por
ella misma. En una palabra, la guilda
era la misma unidad independiente, era
la federación, como lo era la república
de Uri, o Ginebra, cincuenta años atrás,
en la confederación suiza. Por esta
razón, comparar las guildas con los
sindicatos modernos o las uniones
profesionales, despojados de todos los
atributos de la soberanía del Estado y
reducidos al cumplimiento de dos o tres
funciones secundarias, es tan
irrazonable corno comparar Florencia y
Brujas con cualquier comuna aldeana
francesa que arrastra una vida
desgraciada, bajo la opresión del
prefecto y del código napoleónico, o con
una ciudad rusa administrada según las
ordenanzas municipales de Catalina II.
La aldehuela francesa y la ciudad rusa
tienen también su alcalde electo, como
lo tenían Florencia y Brujas, y la
ciudad rusa hasta tenía las
corporaciones de aduanas; pero la
diferencia entre ellos es toda la
diferencia que existe entre Florencia,
por una parte, y cualquier aldehuela de
Fontenay-les Oises, en Francia, o
Tsarevokokshaisk, por otra; o bien,
entre el dux veneciano y el alcalde de
aldea moderno, que se inclina ante el
escribiente del señor subprefecto.
Las guildas de la Edad Media estaban en
condición de sostener su independencia,
y cuando más tarde especialmente en el
siglo XIV, debido a varias razones que
indicaremos en seguida, la antigua vida
de la ciudad empezó a sufrir profundos
cambios, entonces los oficios más
jóvenes demostraron ser lo bastante
fuertes para conquistarse, a su vez, la
parte que les correspondía en la
dirección de los asuntos de la ciudad.
Las masas organizadas en guildas
"menores" se rebelaron para arrancar el
poder de manos de la oligarquía
creciente, y en la mayoría de los casos
obtuvieron éxito, y entonces abrieron
una nueva era de florecimiento de las
ciudades libres. Verdad es que, en
algunas ciudades, la rebelión de las
guildas menores fue ahogada en sangre, y
entonces se decapitó sin piedad a los
trabajadores, como sucedió en el año
1306 m París y en 1374 en Colonia. En
esos casos, las libertades urbanas,
después de tales derrotas, se
encaminaron hacia la decadencia, y la
ciudad cayó bajo el yugo del poder
central. Pero en la mayoría de las
ciudades existían fuerzas vitales
suficientes como para salir de la lucha
renovadas y con energías nuevas. Un
nuevo período de renovación juvenil fue
entonces su recompensa. Se infundió a
las ciudades una ola de vida nueva, que
halló también su expresión en magníficos
monumentos arquitectónicos nuevos y en
un- nuevo período de prosperidad, en el
progreso repentino de la técnica y de
los inventos, y en el nuevo movimiento
intelectual que condujo pronto a la
época del Renacimiento y de la Reforma.
La vida de la ciudad medieval era una
serie completa de luchas que tenían que
librar los burgueses para obtener la
libertad y conservarla. Verdad es que
durante esta dura lucha se desarrolló la
raza de los ciudadanos fuerte y tenaz;
verdad es que esta lucha creó el amor y
la adoración por la ciudad natal y que
los grandes hechos realizados por las
comunas, medievales estaban inspirados
precisamente por este amor. Pero los
sacrificios que tuvieron que hacer las
comunas en las luchas por la libertad
eran, sin embargo, muy duros, y la lucha
sostenida por las comunas introdujo
fuentes profundas de disensiones en su
vida interior misma. Muy pocas ciudades
consiguieron, gracias al concurso de
circunstancias favorables, alcanzar la
libertad inmediatamente, y en la mayoría
de los casos la perdieron con la misma
facilidad. La enorme mayoría de las
ciudades hubo de luchar durante
cincuenta y cien años, y a veces más,
para alcanzar el primer reconocimiento
de sus derechos a una vida libre, y otro
siglo más antes de que consiguieran
afirmar su libertad sobre una base
sólida; las Cartas del siglo XII fueron
solamente los primeros pasos hacia la
libertad. En realidad, la ciudad
medieval era un oasis fortificado en un
país hundido en la sumisión feudal, y
tuvo que afirmar con la fuerza de las
armas su derecho a la vida.
Debido a las razones expuestas
brevemente en el capítulo que precede,
toda comuna aldeana cayó gradualmente
bajo el yugo de algún señor laico o
clérigo. La casa de tal señor poco a
poco se transformó en castillo, y sus
hermanos de armas se convirtieron
entonces en la peor clase de vagabundos
mercenarios, siempre dispuestos a
despojar a los campesinos. A más de la
barchina, es decir, de los tres
días semanales que los campesinos debían
trabajar para el señor, imponíanles
ahora iodo género de contribuciones por
todo: por el derecho de sembrar y
cosechar por el derecho de estar triste
o de alegrarse, por el derecho de vivir,
casarse y morir. Pero lo peor de todo
era que constantemente los despojaban
los hombres armados que pertenecían a
las mesnadas de los terratenientes
feudales vecinos, quienes miraban a los
campesinos cómo si fueran familiares.
del señor, y por ello, si estallaba
entre sus señores una guerra tribal por
venganza de sangre, ejercían su venganza
sobre sus campesinos, sus ganados y sus
sembrados. Además, todos los prados,
todos los campos, todos los ríos y
caminos, todo alrededor de la ciudad y
todo hombre asentado sobre la tierra
estaban bajo la autoridad de algún señor
feudal.
El odio de los burgueses contra los
terratenientes feudales halló una
expresión muy precisa en algunas Cartas
que obligaron a firmar a sus ex-señores.
Enrique V, por ejemplo, debió firmar, en
la Carta acordada a la ciudad de Speier,
en el año 1111, que libraba a los
burgueses de "la ley horrible e indigna
de la posesión de manomuerta, por la
cual la ciudad fue llevada a la miseria
más profunda (von dem Scheusslichen
und nichtswurdigen Gesetze, welches
gemein Budel genannt wird. Kallsen,
T. I. 397 .). En la coutume, es
decir, ordenanza de la ciudad de Bayona,
existen tales líneas: "El pueblo es
anterior al señor. El. pueblo, que
sobrepasa por su número a las otras
clases, deseando la paz, creó a los
señores para frenar y reprimir a los
poderosos", etc. (Giry,
Etablissements de Rouen, T. I., 117,
citado por Luchairel pág. 24). Una carta
sometida a la firma del rey Roberto no
es menos característica. Le obligaron a
decir en ella: "No robaré bueyes ni
otros animales. No me apoderaré de los
comerciantes ni les quitaré su dinero,
ni les impondré rescate. Desde la
Anunciación hasta el día de Todos los
Santos, no me apoderaré, en los prados,
de caballos, yeguas ni potros. No
incendiaré los molinos y no robaré la
harina... No prestaré protección a los
ladrones", etc. (Pfister publicó este
documento, reproducido también por
Luchaire). La Carta "otorgada" por el
obispo de Besangon, Hugues, a la ciudad
que se había rebelado contra él, en la
cual debió enumerar todas las
calamidades causadas por sus derechos a
la posesión feudal, no es menos
característica. Se podrían citar muchos
otros ejemplos.
Conservar la libertad entre la
arbitrariedad de los barones feudales
que las rodeaban hubiera sido imposible,
y por esto las ciudades libres se vieron
obligadas a iniciar una guerra fuera de
sus muros. Los burgueses comenzaron a
enviar sus hombres para levantar a las
aldeas contra los terratenientes y
dirigir la insurrección; aceptaron a las
aldeas en la organizaci6n de sus
corporaciones; y por último iniciaron la
guerra directa contra la nobleza. En
Italia, donde la tierra estaba
densamente poblada de castillos
feudales, la guerra asumió proporciones
heroicas y era librada por ambas partes
con extrema dureza. Florencia tuvo que
sostener, durante setenta y siete años
enteros guerras sangrientas para liberar
su contado (es decir, su
provincia) de los nobles, pero, cuando
la lucha se terminó victoriosamente (en
el año 1181), hubo que empezar de nuevo.
La nobleza reunió sus fuerzas y formó
sus propias ligas en contraposición a
las ligas de las ciudades, y recibió el
apoyo creciente ya sea de parte del
emperador o del papa, y prolongó la
guerra aún ciento treinta años más. Lo
mismo sucedió en la región de Roma, en
Lombardía, en la región de Génova, por
toda Italia.
Prodigios de valor, audacia y tenacidad
fueron real izados por los burgueses
durante estas guerras. Pero el arco y
las segures de guerra de los artesanos
de las ciudades no siempre se impusieron
a lo! caballeros vestidos de armaduras,
y muchos castillos resistieron el asedio
con éxito, a pesar de las ingeniosas
máquinas agresivas y la tenacidad de los
burgueses que lo sitiaban. Algunas
ciudades, como por ejemplo Florencia,
Bolonia y muchas otras en Francia,
Alemania y Bohemia, consiguieron liberar
a las aldeas que las rodeaban, y la
recompensa de sus esfuerzos fue una
notable prosperidad y tranquilidad. Pero
aun en estas ciudades, y más aún en las
ciudades menos poderosas o menos
emprendedoras, los comerciantes y los
artesanos, agotados por la guerra y
comprendiendo falsamente sus propios
intereses, concertaron la paz con lo
barones, vendiéndoles, por así decirlo,
los campesinos. Obligaron al barón a
prestar juramento de lealtad a la
ciudad; su castillo fue derruido hasta
los cimientos y él dio su conformidad
para construir una casa y vivir en la
ciudad, donde se convirtió entonces en
conciudadano (combourgeois,
concittadino), pero en cambio,
conservó la mayoría de sus derechos
sobre los campesinos, quienes de tal
modo recibieron sólo un alivio parcial
de la carga servil que pesaba sobre
ellos. Los burgueses no comprendieron
que les era menester dar iguales
derechos de ciudadanía al campesino, en
quien tenían que confiar en materia de
aprovisionamiento de productos
alimenticios para la ciudad; y debido a
esta incomprensión entre la ciudad y la
aldea se abrió entre ellos, desde
entonces, un profundo abismo. En algunas
ocasiones, los campesinos solamente
cambiaron de señores, puesto que la
ciudad compraba los derechos al
barón y los vendía en parte a sus
propios ciudadanos. La servidumbre se
mantuvo de tal modo, y sólo
considerablemente más tarde, al final
del siglo XIII, revolución de los
oficios menores le puso fin; pero,
habiendo destruido la servidumbre
personal, esta revolución, al mismo
tiempo, quitaba no pocas veces al
campesino sus tierras. Apenas es
necesario agregar que las ciudades
sintieron pronto en carne propia las
consecuencias fatales de tal política
miope: la aldea se convirtió en enemiga
de la ciudad.
La guerra contra los castillos tuvo
todavía una consecuencia perniciosa más:
arrojó a las ciudades a guerras
prolongadas, lo que permitió que se
formara entre los historiadores la
teoría que estuvo en boga hasta tiempos
recientes, y según la cual las ciudades
perdieron su libertad debido a la
envidia recíproca y a la lucha entre sí.
Sostenían esta teoría especialmente los
historiadores imperialistas, pero fue
sacudida fuertemente por las recientes
investigaciones. Es indudable que en
Italia las ciudades lucharon entre sí
con animosidad obstinada; pero en
ninguna parte, fuera de Italia, las
guerras urbanas, especialmente en el
período antiguo, tuvieron sus causas
especiales. Fueron (como lo han
demostrado ya Sismondi y Ferrari) la
prolongación de la lucha contra los
castillos, la prolongación inevitable de
la lucha del principio del municipio
libre y federativo en contra del
feudalismo, del imperialismo y del
papado; es decir, en contra de los
partidarios de la servidumbre, apoyados
unos por el emperador germano y otros
por el papa. Muchas ciudades que se
habían liberado sólo en parte del poder
del obispo, del señor feudal o del
emperador, fueron arrastradas por la
fuerza a la lucha contra las ciudades
libres, por los nobles, el emperador y
la Iglesia, cuya política tendía a no
permitir que las ciudades se unieran, y
a armarlas una contra la otra. Estas
condiciones especiales (que parcialmente
se habían reflejado también sobre
Alemania) explican por qué las ciudades
italianas, de las cuales algunas
buscaron el apoyo del emperador para
luchar contra el papa, otras el de la
Iglesia para luchar contra el emperador,
Pronto se dividieron en dos campos,
gibelinos y güelfos, y por qué la misma
división apareció también dentro de cada
ciudad. El enorme progreso económico
alcanzado por la mayoría de las ciudades
italianas justamente en la época en que
estas guerras estaban en su apogeo, y la
ligereza con que se concertaban las
alianzas entre las ciudades, dan una
idea aún más fiel de la lucha de las
ciudades y socava más aún la teoría
arriba citada. Y en los años 1130-1150
empezaron a formarse poderosas
alianzas o ligas de ciudades; y
transcurridos algunos años, cuando
Federico Barbarroja atacó a Italia, y,
apoyado por la nobleza y algunas
ciudades retardadas marchó contra Milán,
el entusiasmo del pueblo se despertó con
fuerza en muchas ciudades, bajo la
influencia de los predicadores
populares. Cremona, Piacenza, Brescia,
Tortona y otras se lanzaron al rescate;
los estandartes de las guildas de
Verona, Padua, Vicenzia y Trevisso,
llameaban juntos en el campamento de las
ciudades contra los estandartes del
emperador y de la nobleza. El año
siguiente se formó la alianza
lombarda, y sesenta años después
vemos ya que esta liga se fortificó con
las alianzas de muchas otras ciudades, y
constituyó una organización durable que
guardaba la mitad de sus fondos de
guerra en Génova y la mitad en Venecia.
En Toscana, Florencia encabezaba otra
liga poderosa, la de Toscana, a
la que pertenecían Lucea, Bologna,
Pistoia y otras ciudades, y la cual
desempeñó un papel importante en la
derrota de la nobleza de Italia central.
Ligas más reducidas eran, en aquella
misma época, el fenómeno más corriente.
De tal modo, es indudable que a pesar de
que existía rivalidad entre las
ciudades, y no era difícil sembrar la
discordia entre ellas, esta rivalidad no
impedía a las ciudades unirse para la
defensa común de su libertad. Solamente
más tarde, cuando cada una de las
ciudades se convirtió en un pequeño
Estado, empezaron entre ellas guerras,
como sucede siempre que los Estados
comienzan a luchar entre sí por el
predominio o por las colonias.
Ligas semejantes se formaron, con el
mismo fin, en Alemania. Cuando, bajo los
herederos de Conrado, el país se
convirtió en un campo de interminables
guerras de venganza entre los barones,
las ciudades de Westfalia
formaron una liga contra los caballeros,
y uno de los puntos del pacto era la
obligación de no dar nunca préstamo de
dinero al caballero que continuara
ocultando mercancías robadas. En los
tiempos en que "los caballeros y la
nobleza vivían de la rapiña y mataban a
quienes querían", como dice la queja de
Worms (Wormser Zorn), las
ciudades del Rhin (Mainz, Colonia,
Speier, Strassbourg y Basel) tomaron la
iniciativa de formar una liga para
perseguir a los saqueadores y mantener
la paz; pronto contó con sesenta
ciudades que habían ingresado en la
alianza. Más tarde, la liga de las
ciudades de Suabia, divididas en
tres círculos de paz- (Augsburg,
Constanza y Ulm) perseguía el mismo
objeto. Y a pesar de que estas alianzas
fueron rotas se prolongaron el tiempo
suficiente como para demostrar que
mientras los pretendidos pacificadores
-los reyes, emperadores y la Iglesia-
fomentaban la discordia, y ellos mismos
eran impotentes contra los rapaces
caballeros, el impulso para el
establecimiento de la paz y la unión
provino de las ciudades. Las ciudades -y
no los emperadores- fueron los
verdaderos creadores de la unión
nacional.
Alianzas similares, mejor dicho,
federaciones, con fines semejantes, se
organizaron también entre las aldeas, y
ahora que Luchaire ha llamado la
atención sobre este fenómeno es de
esperar que pronto conoceremos más
detalles de estas federaciones. Sabemos
que las aldeas se unieron en pequeñas
ligas en el distrito (contado) de
Florencia; también en los distritos
sometidos a Novgorod y Pskof. En cuanto
a Francia, existe el testimonio positivo
de la federación de diecisiete aldeas
campesinas que ha existido en el
Laonnais durante casi cien años (hasta
el año 1256) y que han luchado
obstinadamente por su independencia.
Además, en las vecindades de la ciudad
de Laon existían tres repúblicas
campesinas que tenían tartas juradas,
según el modelo de la Carta de Laon y
Soissons, y como sus tierras lindaban,
se apoyaban mutuamente en sus guerras de
liberación. En general, Luchaire opina
que muchas de tales uniones se formaron
en Francia en los siglos XII y XIII,
pero en la mayoría de los casos se han
perdido las noticias documentales sobre
ellas. Naturalmente, no estando
protegidas por muros, como las ciudades,
las uniones aldeanas fueron fácilmente
destruidas por los reyes y barones, pero
bajo algunas condiciones favorables,
cuando hallaron apoyo en las uniones de
las ciudades, o protección en sus
montañas, semejantes repúblicas
campesinas se hicieron independientes,
como ocurrió en la Confederación Suiza.
En cuanto a las uniones concertadas por
las ciudades con fines especiales, eran
un fenómeno muy corriente. Las
relaciones establecidas en el período de
liberación, cuando las ciudades se
copiaban mutuamente las cartas, no se
interrumpieron posteriormente. A veces
cuándo los seabini de cualquier
ciudad alemana debían pronunciar una
sentencia, en un caso para ellos nuevo y
complejo, y declaraban que no podían
hallar la resolución (des Urtheiles
nieht weise zu sean), enviaban
delegados a otra ciudad con el fin de
buscar una solución oportuna. Lo mismo
sucedía también en Francia. Sabemos
también que Forli y Ravenna
naturalizaban recíprocamente a sus
ciudadanos y les daban plenos derechos
en ambas ciudades.
Someter una disputa surgida entre dos
ciudades, o dentro de la ciudad, a la
resolución de otra comuna, a la que
incitaban a actuar en calidad de
árbitro, estaba también en el espíritu
de la época. En cuanto a los pactos
comerciales entre las ciudades eran cosa
muy corriente. Las uniones para la
regulación de la producción y la
determinación del volumen de los toneles
utilizados en el comercio de vinos, las
"uniones de los arenqueros", etc.,
fueron precursores de la gran federación
comercial de la Hansa flamenca, y más
tarde, de la gran Hansa germánica del
Norte, en la cual ingresaron la soberana
Novgorod y algunas ciudades polacas. La
historia de estas dos vastas uniones es
interesante en grado sumo, e
instructiva, pero se requerirían muchas
páginas para relatar su vida compleja y
multiforme. Observaré, solamente, que
gracias a las Uniones de la Edad Media
hicieron más por el desarrollo de las
relaciones internacionales, de la
navegación marítima y de los
descubrimientos marítimos que todos los
Estados de los primeros diecisiete
siglos de nuestra era.
Resumiendo lo dicho, las ligas y las
uniones entre pequeñas unidades
territoriales, lo mismo que entre los
hombres que se unían con fines comunes
en sus guildas correspondientes, y
también las federaciones entre las
ciudades y grupos de ciudades,
constituyó la esencia misma de la
vida y del pensamiento de todo este
período. Los primeros cinco siglos
del segundo milenio de nuestra era
(hasta el XVI) pueden ser considerados,
de tal modo, una colosal tentativa de
asegurar la ayuda mutua y el apoyo mutuo
en gran escala, sobre los principios de
la unión y de la colaboración, llevados
a través de todas las manifestaciones de
la vida humana y en todos los grados
posibles. Este intento fue coronado por
el éxito en grado considerable. Unió a
los hombres, antes divididos, les
aseguró una libertad considerable,
decuplicó sus fuerzas. En aquella época
en que multitud de toda clase de
influencias creaban en los hombres la
tendencia a aislarse de los otros en su
célula, y existía tal abundancia de
causas de discordia, es consolador ver y
observar que las ciudades diseminadas
por toda Europa tuvieran tanto en común
y que con tal presteza se unieran para
la persecución de tan numerosos
objetivos comunes. Verdad es que, al
final de cuentas, no resistieron ante,
enemigos poderosos. Practicaban
ampliamente los principios de ayuda
mutua, pero, sin embargo, separándose de
los campesinos labradores, aplicaron
estos principios a la vida de una manera
que no fue suficientemente amplia, y
privadas del apoyo de los campesinos,
las ciudades no pudieron resistir la
violencia de los reinos e imperios
nacientes. Pero no perecieron debido a
la enemistad recíproca, y sus errores no
fueron la consecuencia del desarrollo
insuficiente del espíritu federativo
entre ellos.
La nueva dirección tomada por la vida
humana en la ciudad de la Edad Media
tuvo enormes consecuencias en el
desarrollo de toda la civilización. A
comienzos del siglo XI, las ciudades de
Europa constituían solamente pequeños
grupos de miserables chozas, que se
refugiaban alrededor de iglesias bajas y
deformes, cuyos constructores apenas si
sabían trazar un arco. Los oficios, que
se reducían principalmente a la
tejeduría y a la forja, se hallaban en
estado embrionario; la ciencia
encontraba refugio sólo en algunos
monasterios. Pero trescientos cincuenta
años más tarde el aspecto mismo de
Europa cambió por completo. La tierra
estaba ya sembrada de ricas ciudades, y
estas ciudades hallábanse rodeadas por
muros dilatados y espesos que se
hallaban adornados por torres y puertas
ostentosas cada una de, las cuales
constituía una obra de arte. Catedrales
concebidas en estilo grandioso y
cubiertas por numerosos ornamentos
decorativos, elevaban a las nubes sus
altos campanarios, y en su arquitectura
se manifestaba tal audacia de
imaginación y tal pureza de forma, que
vanamente nos esforzamos en alcanzar en
la época presente. Los oficios y las
artes se elevaron a tal perfección que
aun, ahora apenas podemos decir que las
hemos superado en mucho, si no colocamos
la velocidad de la fabricación por
encima del talento inventiva del
trabajador y de la terminación de su
trabajo. Las naves de las ciudades
libres surcaban en todas direcciones el
mar Mediterráneo norte y sur; un
esfuerzo más y cruzarían el océano. En
vastas extensiones, el bienestar ocupó
el lugar de la miseria anterior; se
desarrolló y se extendió la educación.
Junto con esto se elaboró el método
científico de investigación -positivo y
natural en lugar de la escolástica
anterior- y fueron establecidas las
bases de la mecánica y de las ciencias
físicas. Más aún: estaban preparados
todos aquellos inventos mecánicos de que
tanto se enorgullece el siglo XIX. Tales
fueron los cambios mágicos que se habían
producido en Europa en menos de
cuatrocientos años. Y las pérdidas
sufridas por Europa cuando cayeron sus
ciudades libres pueden ser plenamente
apreciadas si se compara el siglo
diecisiete con el catorce o hasta con el
trece. En el siglo dieciocho desapareció
el bienestar que distinguía a Escocia,
Alemania, las llanuras de Italia. Los
caminos decayeron, las ciudades se
despoblaron, el trabajo libre se
convirtió en esclavitud, las artes se
marchitaron, y hasta el comercio decayó.
. Si tras las ciudades medievales no
hubiera quedado monumento escrito
alguno, por los cuales se pudiera juzgar
el esplendor de su vida, si hubieran
quedado tras ellas solamente los
monumentos de su arte arquitectónico,
que hallamos dispersos por toda Europa,
de Escocia a Italia, y de Gerona, en
España, hasta Breslau, en el territorio
eslavo, aun entonces podríamos decir que
la época de las ciudades independientes
fue la del máximo florecimiento del
intelecto humano durante todos los
siglos del cristianismo, hasta el fin
del siglo XVIII. Mirando, por ejemplo,
el cuadro medieval que representa
Nuremberg, con sus decenas de torres y
elevados campanarios que llevaban en si
cada una el sello del arte creador
libre, apenas podemos imaginar que sólo
trescientos años antes Nuremberg era
únicamente un montón de chozas
miserables.
Lo mismo con respecto a todas las
ciudades libres de la Edad Media, sin
excepción. Y nuestro asombro aumenta a
medida que observamos en detalle la
arquitectura y los ornatos de cada una
de las innumerables iglesias,
campanarios, puertas de las ciudades y
casas consistoriales, diseminados por
toda Europa, empezando por Inglaterra,
Holanda, Bélgica, Francia e Italia, y
llegando, en el Este, hasta Bohemia y
hasta las ciudades de la Galitzia
polaca, ahora muertas. No solamente
Italia -madre del arte-, sino toda
Europa, estaba repleta de semejantes
monumentos. Es extraordinariamente
significativo, además, el hecho de que
de todas las artes, la arquitectura arte
social por excelencia alcanzara en esta
época el más elevado desarrollo. Y
realmente, tal desarrollo de la
arquitectura fue posible sólo como
resultado de la sociabilidad altamente
desarrollada en la vida de entonces.
La arquitectura medieval alcanzó tal
grandeza no sólo porque era el
desarrollo natural de un oficio
artístico, como insistió sobre esto
justamente Ruskin; no solamente porque
cada edificio y cada ornato
arquitectónico fueron concebidos por
hombres que conocían por la experiencia
de sus propias manos cuáles efectos
artísticos pueden producir la piedra, el
hierro, el bronce o simplemente las
vigas y el cemento mezclado con
guijarros; no sólo porque cada monumento
era el resultado de la experiencia
colectiva reunida, acumulada en cada
arte u oficio, la arquitectura medieval
era grande porque era la expresión de
una gran idea. Como el arte griego,
surgió de la concepción de la
fraternidad y unidad alentadas por la
ciudad. Poseía una audacia que pudo ser
lograda sólo merced a la lucha atrevida
de las ciudades contra sus opresores y
vencedores; respiraba energía porque
toda la vida de la ciudad estaba
impregnada de energía. La catedral o la
casa consistorial de la ciudad
encarnaba, simbolizaba, el organismo en
el cual cada albañil y picapedrero eran
constructores. El edificio medieval
nunca constituía el designio de un
individuo, para cuya realización
trabajan miles de esclavos, desempeñando
un trabajo determinado por una idea
ajena: toda la ciudad tomaba parte en su
construcción. El alto campanario era
parte de un gran edificio; en el que
palpitaba la vida de la ciudad; no
estaba colocado sobre una plataforma que
no tenla sentido como la torre Eiffel de
París; no era una construcción falsa, de
piedra: erigida con objeto de ocultar la
fealdad del armazón de hierro que le
servía de base, como fue hecho
recientemente en el Towér Bridge,
Londres. Como la Acrópolis de Atenas, la
catedral de la ciudad medieval tenía por
objeto glorificar las grandezas de la
ciudad victoriosa; encarnaba y
espiritualizaba la unión de los oficios,
era la expresión del sentimiento de cada
ciudadano, que se enorgullecía de su
ciudad, puesto que era su propia
creación. No raramente ocurría también
que la ciudad, habiendo realizado con
éxito la segunda: resolución de los
oficios menores, comenzaba a construir
una nueva catedral con objeto de
expresar la unión nueva, más profunda y
amplia, que había aparecido en su vida.
Las catedrales y casas consistoriales de
la Edad Media tienen un rasgo asombroso
más. Los recursos efectivos con que las
ciudades empezaron sus grandes
construcciones solían secar en la
mayoría de los casos,
desproporcionadamente reducidos. La
catedral de Colonia, por ejemplo, fue
iniciada con un desembolso anual de 500
marcos en total; una donación de 100
marcos se inscribió como dádiva
importante. Hasta cuando la obra se
aproximaba a su fin, el gasto anual
apenas avanzaba a 5.000 marcos, y nunca
sobrepasó los 14.000. La catedral de
Basilea fue construida con los mismos
insignificantes medios. Pero cada
corporación ofrendaba para su
monumento común tu parte de
piedra de trabajo y de genio decorativo.
Cada guilda expresaba en ese momento sus
opiniones políticas, refiriendo, en la
piedra o el bronce, la historia de la
ciudad, glorificando los principios de
libertad, igualdad y fraternidad;
ensalzando a los aliados de la ciudad y
condenando al fuego eterno a sus
enemigos. Y cada guilda expresaba su
amor al monumento común ornándolo
ricamente con ventanas y vitrales,
pinturas, "con puertas de iglesia dignas
de ser las puertas del cielo" -según la
expresión de Miguel Angel- o con ornatos
de piedra en todos los más pequeños
rincones de la construcción. Las
pequeñas ciudades, y hasta las más
pequeñas parroquias, rivalizaban en este
género de trabajos con las grandes
ciudades, y las catedrales de Lyon o de
Saint Ouen apenas ceden a la catedral de
Reims, a la Casa Consistorial de Bremen
o al campanario del Consejo Popular de
Breslau. "Ninguna obra debe ser
comenzada por la comuna si no ha sido
concebida en consonancia con el gran
corazón del la comuna, formada por los
corazones de todos sus ciudadanos,
unidos en una sola voluntad común"
-tales eran las palabras del Consejo de
la Ciudad, en Florencia-; y este
espíritu se manifiesta en todas las
obras comunales que están destinadas a
la utilidad pública, como por, ejemplo,
en los canales, las terrazas, los
plantíos de viñedos y frutales alrededor
de Florencia, o en los canales de
regadío que atravesaban las llanuras de
Lombardía, en el puerto y en el
acueducto de Génova, y, en suma, en
todas las construcciones comunales que
se emprendían en casi todas las ciudades
Todas las artes tenían el mismo éxito en
las ciudades medievales, y nuestras
adquisiciones actuales en este campo, en
la mayoría de los casos, no. son nada
más que la prolongación de lo que había
crecido entonces. El bienestar de las
ciudades flamencas se fundaba en la
fabricación de los finos tejidos de
lana., Florencia, a comienzos del siglo
XIV hasta la epidemia de la "muerte
negra", fabricaba de 70.000 a 100.000
piezas de lana, que se evaluaban en
1.200.000 florines de oro. El cincelado
de metales preciosos, el arte de la.
fundición, la forja artística del
hierro, fueron creación de las guildas
medievales (misterios), que alcanzaron
en sus respectivos dominios todo cuanto
se podia lograr mediante el trabajo
manual, sin, recurrir a la ayuda de un
motor mecánico poderoso; por medio del
traba o manual y la inventiva, pues,
sirviéndose de las palabras de Whewell,
"recibimos el pergamino y el papel, la
imprenta y el grabado, el vidrio
perfeccionado y el acero, la pólvora, el
reloj, el telescopio, la brújula
marítima, el calendario reformado, el
sistema decimal, el álgebra, la
trigonometría, la química, el
contrapunto (descubrimiento que equivale
a una nueva creación de la música):
hemos heredado todo esto de aquella
época que tan despreciativamente
llamamos "período de estancamiento"".
Verdad es que, como observó Whewell,
ninguno, de estos descubrimientos
introdujo un principio nuevo; pero la
ciencia medieval alcanzó algo más que el
descubrimiento real de nuevos
principios. Preparó al descubrimiento de
todos aquellos nuevos principios que
conocemos actualmente en el dominio de
las ciencias mecánicas: enseñó al
investigador a observar los hechos y
extraer conclusiones. Entonces se creó
la ciencia inductiva, y a pesar de que
no había captado aún plenamente el
sentido y la fuerza de la inducción,
echó las bases tanto de la mecánica como
de la física. Francis Bacon, Galileo y
Copérnico, fueron descendientes directos
de Roger Bacon y Miguel Scott, como la
máquina de vapor fue el producto directo
de las investigaciones sobre la presión
atmosférica- realizadas en las
universidades italianas y de la
educación matemática y técnica que
distinguía a Nurember.
Pero, ¿es necesario, en verdad,
extenderse y demostrar el progreso de
las ciencias y de las artes en las
ciudades de la Edad Media? ¿No basta
mencionar simplemente las catedrales, en
el campo de las artes, y la lengua
italiana y el poema de Dante, en el
dominio del pensamiento, para dar en
seguida la medida de lo que creó la
ciudad medieval durante los cuatro
siglos de su existencia?
No cabe duda alguna de que las ciudades
medievales prestaron un servicio inmenso
a la civilización europea. Impidieron
que Europa cayera en los estados
teocráticos y despóticos que se crearon
en la antigüedad en Asia; diéronle
variedad de manifestaciones vivientes,
seguridad en sí misma, fuerza de
iniciativa y aquella enorme energía
intelectual y moral que posee ahora y
que es la mejor garantía de que la
civilización europea podrá rechazar toda
nueva invasión de Oriente.
Pero, ¿por qué estos centros de
civilización que trataron de hallar
respuestas a las exigencias de la
naturaleza humana y que se distinguieron
por tal plenitud de vida no pudieron
prolongar su existencia? ¿Por qué en el
siglo XVI fueron atacadas de debilidad
senil y por qué, después de haber
rechazado tantas invasiones exteriores y
de haber sabido extraer una nueva
energía aun de sus discordias
interiores, estas ciudades, al final de
cuentas, cayeron víctimas de los ataques
exteriores y de las disensiones
intestinas?
Diferentes causas provocaron esta caída,
algunas de las cuales tuvieron su raíz
en el pasado lejano, mientras que las
otras fueron el resultado de errores
cometidos por las ciudades mismas. El
impulso en este sentido fue dado
primeramente por las tres invasiones de
Europa: la mogol a Rusia en el siglo
XIII, la turca a la península balcánica
y a los eslavos del Este, en el siglo
XV, y la invasión de los moros a España
y Sur de Francia, desde el siglo IX
hasta el XII. Detener estás invasiones
fue muy difícil; y se consiguió arrojar
a los mogoles, turcos y moros, que se
habían afirmado en diferentes lugares de
Europa, solamente cuando en España y
Francia, Austria y Polonia, en Ucrania y
en Rusia, los pequeños y débiles
knyaziá, condes, príncipes, etc.,
sometidos por los más fuertes de ellos,
comenzaron a formar, estados capaces de
mover ejércitos numerosos contra los
conquistadores orientales.
De tal modo, a fines del siglo XV, en
Europa, comenzó a surgir una serie de
pequeños estados, formados según el
modelo romano antiguo. En cada país y en
cada dominio, cualquiera de los señores
feudales que fuera más astuto que los
otros, más inclinado a la codicia y, a
menudo, menos escrupuloso que su vecino,
lograba adquirir en propiedad personal
patrimonios más ricos, con mayor
cantidad de campesinos, y también reunir
en tomo a sí mayor cantidad de
caballeros y mesnaderos y acumular más
dinero en sus arcas. Un barón, rey o
knyaz, generalmente escogía como
residencia no una ciudad administrativa
con el consejo popular, sino un grupo de
aldeas, de posición geográfica
ventajosa, que no se habían
familiarizado aún con la vida libre de
la ciudad; París, Madrid, Moscú, que sé,
convirtieron en centros de grandes
Estados, se hallaban justamente en tales
condiciones; y con ayuda del trabajo
servil se creó aquí la ciudad real
fortificada, a la cual atraía, mediante
una distribución generosa de aldeas
"para alimentarse", a los compañeros de
hazañas, y también a los comerciantes,
que gozaban de la protección que él
ofrecía al comercio.
Así se citaron, mientras se hallaban aún
en condición embrionaria, los futuros
estados, qué comenzaron gradualmente a
absorber a otros centros iguales. Los
jurisconsultos, educados en el estudio
del derecho romano, afluían de buen
grado a tales ciudades; una raza de
hombres, tenaz y ambiciosa, surgida de
entre los burgueses y que odiaba por
igual la altivez de los feudales Ala
manifestación de lo que llamaban
iniquidad de los campesinos. Ya las
formas mismas de la comuna aldeana,
desconocidas en sus códigos, los mismos
principios del federalismo, les eran
odiosos, como herencia de los
bárbaros. Su ideal era el cesarismo,
apoyado por la ficción del consenso
popular y -especialmente- por la fuerza
de las armas; y trabajaban celosamente
para aquellos en quienes confiaban para
la realización de este ideal.
La Iglesia cristiana, que antes se había
rebelado contra el derecho romano y que
ahora se había convertido en su aliada,
trabajaba en el mismo sentido. Puesto
que la tentativa de formar un imperio
teocrático en Europa, bajo la supremacía
del Papa, no fue coronada por el éxito,
los obispos más inteligentes y
ambiciosos comenzaron a ofrecer entonces
apoyo a los que consideraban capaces de
reconstituir el poder de los reyes de
Israel y el de los emperadores de
Constantinopla. La Iglesia investía a
los gobernantes que surgían con su
santidad; los coronaba como
representantes de Dios sobre la tierra,
ponía a su servicio la erudición y el
talento estadista de sus servidores; les
traía sus bendiciones y, sus
maldiciones, sus riquezas y la simpatía
que ella conservaba entre los pobres.
Los campesinos, a los cuales las
ciudades no pudieron o no quisieron
liberar, viendo a los burgueses
impotentes para poner fin a las guerras
interminables entre los caballeros -por
las cuales los campesinos hubieron de
pagar tan caro- depositaron entonces sus
esperanzas en el rey, el emperador, el
gran knyaz; y ayudándoles a
destruir el poder de los señores
feudales, al mismo tiempo les ayudaron a
establecer el Estado Centralizado. Por
último, las guerras que tuvieron que
sostener durante dos siglos contra los
mogoles y los turcos, y la guerra santa
contra los moros en España, y del mismo
modo también aquellas guerras terribles
que pronto comenzaron dentro de cada
pueblo entre los centros crecientes de
soberanía: Ile de France y Borgogne,
Escocia e Inglaterra, Inglaterra y
Francia, Lituania y Polonia, Moscú y
Tver, etc., condujeron finalmente, a lo
mismo. Surgieron estados poderosos y las
ciudades tuvieron que entablar lucha no
sólo con las federaciones, débilmente
unidas entre sí, de los barones feudales
o knyaziá, sino con
centrosfuertemente organizados que
tenían a su disposición ejércitos
enteros de siervos.
Lo peor de todo era, sin embargo, que
los centros crecientes de la monarquía
hallaron apoyo en las disensiones que
surgían dentro de las ciudades mismas.
Una gran idea, sin duda, constituía la
base de la ciudad medieval, pero fue
comprendida con insuficiente amplitud.
La ayuda y el apoyo mutuo no pueden ser
limitados por las fronteras de una
asociación pequeña; deben extenderse a
todo lo circundante, de lo contrario, lo
circundante absorbe a la asociación; y
en este respecto, el ciudadano medieval,
desde el principio mismo, cometió un
error enorme. En lugar de considerar a
los campesinos y artesanos que se
reunían bajo la protección de sus muros,
como colaboradores que podían aportar su
parte en la obra de creación de la
ciudad -lo que han hecho en realidad-,
"las familias" de los viejos burgueses
se apresuraron a separarse netamente de
los nuevos inmigrantes. A los primeros,
es decir, a los fundadores de la ciudad,
se les dejaba todos los beneficios del
comercio comunal de ella, y el usufructo
de sus tierras, y a los segundos no se
les dejaba más, que el derecho de
manifestar libremente la habilidad de
sus manos. La ciudad, de tal modo, se
dividió en "burgueses". o "comuneros" y
en "residentes" o "habitantes". El
comercio, que tenía antes carácter
comunal, se convirtió ahora en
privilegio de las familias de los.
comerciantes y artesanos: de la guilda
mercantil y de algunas guildas de los
llamados "viejos oficios"; y el paso
siguiente: la transición al comercio
personal o a los privilegios de las
compañías capitalistas opresoras -de los
trusts- se hizo inevitable.
La misma división surgió también entre
la ciudad, en el sentido propio de la
palabra, y las aldeas que la rodeaban.
Las comunas medievales trataron, pues,
de liberar a los campesinos; pero, sus
guerras contra los feudales, poco a
poco, se convirtieron, como se ha dicho
antes, más bien en guerras por liberar
la ciudad misma del poder, de los
feudales que por liberar a los
campesinos. Entonces las ciudades
dejaron a los feudales sus derechos
sobre los campesinos, con la condición
de que no causarían más daño a la ciudad
y se hicieron "conciudadanos". Pero la
nobleza "adoptada" por la ciudad
introdujo sus viejas guerras familiares,
en los límites de ella. No se conformaba
con la idea de qué los nobles debían
someterse al tribunal de simples
artesanos y comerciantes, y continuó
librando en las calles de las ciudades
sus viejas guerras tribales por venganza
de sangre. En cada ciudad existían sus
Colonnas y Orsinis, sus Montescos y
Capuletos, sus Overtolzes y Wises.
Extrayendo mayores rentas de las
posesiones que consiguieron conservar,
los señores feudales se rodearon de
numerosos clientes e introdujeron
hábitos y costumbres feudales en la vida
de la ciudad misma. Cuando en las
ciudades comenzó a surgir el descontento
entre las clases artesanas contra las
viejas guildas y familias, los feudales
comenzaron a ofrecer a ambas partes sus
espadas y sus numerosos servidores para
resolver, por medio de la guerra, los
conflictos que surgían, en lugar de dar
al descontento una salida pacífica
valiéndose de los medios que hasta
entonces había hallado siempre, sin
recurrir a las armas.
El error más grande y más fatal cometido
por la mayoría de las ciudades fue
también el basar sus riquezas en el
comercio y la industria, junto con un
trato despectivo hacia la agricultura.
De tal modo, repitieron el error
cometido ya una vez por las ciudades de
la antigua Grecia y debido al cual
cayeron en los mismos crímenes. Pero el
distanciamiento entre las ciudades y la
tierra las arrastró, necesariamente, a
una política hostil hacia. las clases
agrícolas, que se hizo especialmente
visible en Inglaterra. durante Eduardo
III, en Francia durante las
jacqueries (las grandes rebeliones
campesinas), en Bohemia en las guerras
hussitas, y en Alemania durante la
guerra de los campesinos del siglo XVI.
Por otra parte, la política comercial
arrastró también a las autoridades
populares urbanas a empresas lejanas, y
desarrolló la pasión' por enriquecerse
con las colonias. Surgieron las colonias
fundadas por las repúblicas italianas,
en, el sureste, en Asia Menor y a
orillas del mar Negro; por los alemanes
en el Este, en tierras eslavas, y por
los eslavos, es decir, por Novgorod y
Pskof, en el lejano noroeste. Entonces
fue necesario mantener ejércitos de
mercenarios para las guerras coloniales,
y luego esos mercenarios fueron
utilizados también para oprimir a los
mismos burgueses. Merced a esto,
ciudades enteras comenzaron a concertar
empréstitos en tales proporciones que
pronto tuvieron una influencia
profundamente desmoralizadora sobre los
ciudadanos; las ciudades se convirtieron
en tributarías y no raramente en
instrumentos obedientes en manos de
algunos de sus capitalistas. Asumir el
poder fue cosa muy ventajosa, y las
disensiones internas se desarrollaron en
mayores proporciones en cada elección,
durante las cuales la política colonial
desempeñaba un papel importante en
interés de unas pocas familias. La
división entre ricos y pobres, entre los
hombres "mejores" y "peores", se
extendió más y más, y en el siglo XVI el
poder real halló en cada ciudad aliados
y colaboradores dispuestos, a veces
entre "las familias" que luchaban por el
poder, y muy a menudo también entre los
pobres, a quienes prometían apaciguar a
los ricos.
Sin embargo, existía todavía una razón
de la decadencia de las instituciones
comunales, que era más profunda que las
restantes. La historia de las ciudades
medievales constituye uno de los
ejemplos más asombrosos de la poderosa
influencia de las ideas y de los
principios ,fundamentales
reconocidos por los hombres, sobre
el destino de la humanidad. Del mismo
modo nos enseña también que ante un
cambio radical en las ideas dominantes
de la sociedad, se producen resultados
completamente nuevos que encauzan la
vida en una nueva dirección. La fe en
sus fuerzas y en el federalismo, el
reconocimiento de la libertad y de la
administración propia a cada grupo
separado y en general, la estructura del
cuerpo político de lo simple a lo
complejo, tales fueron los pensamientos
dominantes del siglo XI., Pero desde
aquélla época, las concepciones
sufrieron un cambio completo., Los
eruditos jurisconsultos (legistas) que
habían estudiado, derecho romano y los
prelados de la Iglesia, estrechamente
unidos desde la época de Inocencio III,
lograron paralizar la idea la antigua
idea griega de la libertad y de la
federación que predominaba en la época
de la liberación de las ciudades y
existía primeramente en la fundación de
estas repúblicas.
Durante dos o tres siglos, los
jurisconsultos y el clero comenzaron a
enseñar, desde el púlpito, desde la
cátedra universitaria y en los
tribunales, que la salvación de los
hombres se encuentra en un estado
fuertemente centralizado, sometido al
poder semidivino de uno o de unos pocos;
que un hombre puede y debe
ser el salvador de la sociedad, y en
nombre de la salvación pública puede
realizar cualquier acto de violencia:
quemar a los hombres en las hogueras,
matarlos con muerte lenta en medio de
torturas indescriptibles, sumir
provincias enteras en la miseria más
abyecta. Y no escatimaron el dar
lecciones visuales en gran escala, y con
una crueldad inaudita se daban estas
lecciones donde quiera que pudiese
llegar la espada del rey o la hoguera de
la Iglesia Debido a estas lecciones y a
los ejemplos correspondientes,
constantemente repetidos e inculcados
por la fuerza en la conciencia pública
bajo el signo de la fe, del poder y de
lo que consideraba ciencia, la mente
misma de los hombres comenzó a adquirir
una nueva forma. Los ciudadanos
comenzaron a encontrar que ningún poder
puede ser desmedido, ningún asesinato
lento demasiado cruel cuando se trata de
la "seguridad pública". Y en esta nueva
dirección de las mentes, y en esta nueva
fe en la fuerza de un gobernante único,
el antiguo principio federal perdió su
fuerza, y junto con él murió también el
genio creador de las masas. La idea
romana venció, y en tales circunstancias
los estados militares centralizados
hallaron en las ciudades una presa
fácil.
La Florencia del siglo XV constituye el
modelo típico de semejante cambio.
Anteriormente, la revolución popular
solía ser el comienzo de un progreso
nuevo y más grande. Pero entonces,
cuando el pueblo, reducido a la
desesperación, se rebeló, ya no poseía
el espíritu constructivo v creador, y el
movimiento popular no produjo idea nueva
alguna. En lugar de los anteriores
cuatrocientos representantes ante el
consejo popular, se introdujeron en ella
cien. Pero esta revolución en los
números no condujo a nada. El
descontento popular crecía, y siguió una
serie de nuevas revueltas. Entonces se
buscó la salvación en el "tirano", que
recurrió a la masacre de los rebeldes,
pero la desintegración del organismo
comunal prosiguió. Y cuando, después de
una nueva revuelta, el pueblo florentino
solicitó consejo a su favorito, Jerónimo
Savonarola, el monje respondió: "Oh,
pueblo mío, tú sabes que no puedo
intervenir en los asuntos del estado...
Purifica tu alma, y si en tal
disposición de mente reformas la ciudad,
entonces tú, pueblo de Florencia, debes
comenzar la reforma de toda Italia". Se
quemaron las máscaras que se ponían
durante los paseos en carnaval y los
libros tentadores; se promulgó una ley
de ayuda a los pobres y otra dirigida
contra los usureros, pero la democracia
de Florencia quedó donde estaba. El
antiguo espíritu creador había
desaparecido. Debido a la excesiva
confianza en el gobierno, los
florentinos cesaron de confiar en sí
mismos; y demostraron ser impotentes
para renovar su vida. El estado no tuvo
más que avanzar y destruir sus últimas
libertades. Y así lo hizo. Y sin embargo, la corriente de ayuda y apoyo mutuo no se apagó en las masas, y continuó fluyendo aún después de esta derrota de las ciudades libres. Pronto surgió de nuevo, con fuerza poderosa, en respuesta al llamado comunista de los primeros propagandistas de la reforma, y siguió viviendo aún después de que las masas, que hablan sufrido de nuevo el fracaso en su tentativa de construir una nueva vida, inspirada por una religión reformada, cayeron bajo el poder de la monarquía. Fluye hoy todavía y busca los caminos para una nueva expresión que no será ya el estado, ni la ciudad medieval, ni la comuna aldeana de los bárbaros, ni la organización tribal de los salvajes, sino que, procediendo de todas estas formas, será más perfecta que ellas, por su profundidad y por la amplitud de sus principios humanos. |
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© Helios Buira
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