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Piotr Kropotkin El apoyo mutuo
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Prólogo a la Edición Rusa - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 -Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 - Conclusión | |
Capítulo 4LA AYUDA MUTUA EN LA CIUDAD MEDIEVAL
La sociabilidad y la necesidad de ayuda
y apoyo mutuo son cosas tan innatas de
la naturaleza humana, que no encontramos
en la historia épocas en que los hombres
hayan vivido dispersos en pequeñas
familias individuales, luchando entre sí
por los medios de subsistencia. Por el
contrario, las investigaciones modernas
han demostrado, como hemos visto en los
dos capítulos precedentes, que desde los
tiempos más antiguos de su vida
prehistórica, los hombres se unían ya en
clanes mantenidos juntos por la idea de
la unidad de origen de todos los
miembros del clan y por la veneración de
los antepasados comunes. Durante muchos
milenios, la organización tribal sirvió,
de tal modo, para unir a los hombres, a
pesar de que no existía en ella
decididamente ninguna autoridad para
hacerla obligatoria; y esta organización
de vida dejó una impresión profunda en
todo el desarrollo subsiguiente de la
humanidad.
Cuando los lazos del origen común
comenzaron a debilitarse a causa de las
migraciones frecuentes y lejanas, y el
desarrollo de la familia separada dentro
del clan mismo, también destruyó la
antigua unidad tribal; entonces, una
nueva forma de unión, fundada en el
principio territorial -es
decir, la comuna aldeana' fue llamada a
la vida por el genio social creador del
hombre. Esta institución, a su vez,
sirvió para unir a los hombres durante
muchos siglos, dándoles la posibilidad
de desarrollar más y más sus
instituciones sociales, y junto con eso,
ayudándalos a atravesar los períodos más
sombríos de la historia sin haberse
desintegrado en conglomerados de
familias e individuos a quienes nada
ligaba entre sí. Gracias a esto, como
hemos visto en los dos capítulos
precedentes, el hombre pudo avanzar al
máximo en su desarrollo y elaborar una
serie de instituciones sociales
secundarias, muchas de las cuales han
sobrevivido hasta el presente.
Ahora tenemos que seguir el desarrollo
más avanzado de aquella tendencia a la
ayuda mutua, siempre inherente al
hombre. Tomando las comunas aldeanas de
los llamados bárbaros en la época en que
entraron en el nuevo período de
civilización, después de la caída del
imperio romano de Occidente, debemos
estudiar ahora las nuevas formas en que
se encauzaron las necesidades sociales
de las masas durante la edad media, y
especialmente, las guildas medievales
en la ciudad medieval
Los así llamados bárbaros de los
primeros siglos de nuestra era, lo mismo
que muchas tribus mogólicas, africanas,
árabes, etc., que aún ahora se
encuentran en el mismo nivel de
desarrollo, no sólo no se parecían a los
animales sanguinarios con los que se les
compara a menudo, sino que, por el
contrario, invariablemente preferían la
paz a la guerra. Con excepción de
algunas pocas tribus, que durante las
grandes migraciones fueron arrojadas a
los desiertos estériles o a las altas
zonas montañosas, y de tal modo se
vieron obligadas a vivir de incursiones
periódicas contra sus vecinos más
afortunados; con excepción de estas
tribus, decíamos, la gran mayoría de los
germanos, sajones, celtas, eslavos,
etc., en cuanto se asentaron en sus
tierras recién conquistadas,
inmediatamente se volvieron al arado, o
al pico, y a sus rebaños. Los códigos
bárbaros más antiguos nos describen ya
sociedades compuestas de comunas
agrícolas pacíficas, y de ninguna manera
hordas desordenadas de hombres que se
hallaban en guerra ininterrumpida entre
sí.
Estos bárbaros cubrieron los piases
ocupados por ellos de aldeas y granjas;
desbrozaron los bosques, construyeron
puentes sobre los torrentes bravíos,
levantaron senderos de tránsito sobre
los pantanos, colonizaron el desierto
completamente inhabitable hasta
entonces, y dejaron las arriesgadas
ocupaciones guerreras a las hermandades,
scholae, mesnadas de hombres inquietos
que se reunían alderedor de caudillos
temporarios, que iban de lugar en lugar
ofreciendo su pasión de aventuras, sus
armas y conocimientos de los asuntos
militares para proteger la población que
deseaba sólo una cosa: que la
permitieran vivir en paz. Bandas de
tales guerreros iban y venían, librando
entre sí guerras tribales por venganzas
de sangre; pero la masa principal de la
población continuaba arando la tierra,
prestando muy poca atención a sus
pretendidos caudillos, mientras no
perturbara la independencia de las
comunas aldeanas. Y esta masa de nuevos
pobladores. de Europa elaboró, ya
entonces, sistemas de posesión de la
tierra y métodos de cultivo que hasta
ahora permanecen en vigor y en uso entre
centenares de millones de hombres.
Elaboraron su sistema de compensación
por las ofensas inferidas, en lugar de
la antigua venganza de sangre;
aprendieron los primeros oficios; y
después de haber fortificado sus aldeas
con empalizadas, ciudadelas de tierra y
torres, en donde podían ocultarse en
caso de nuevas incursiones, pronto
entregaron la protección de estas torres
y ciudadelas a quienes hacían de la
guerra un oficio.
Precisamente este pacifismo de los
bárbaros, y de ningún modo los supuestos
instintos bélicos, se convirtió de tal
manera en la fuente del sojuzgamiento de
los pueblos por los caudillos militares
que siguió a este período. Es evidente
que el mismo modo de vida de las
hermandades armadas daba a las mesnadas
oportunidades considerablemente mayores
para el enriquecimiento que las que
podrían presentárselas a los labradores
que llevaban una vida pacífica en sus
comunas agrícolas. Aun hoy vemos que los
hombres armados, de tanto en tanto,
emprenden incursiones de piratería para
matar a los matabeles africanos y
quitarles sus rebaños, a pesar de que
los matabeles sólo aspiran a la paz y
están dispuestos a comprarla aunque sea
a un precio elevado; así en la
antigüedad los mesnaderos evidentemente
no se distinguían por una escrupulosidad
mayor que sus descendientes
contemporáneos. De este modo se
apropiaron de ganado, hierro (que tenía
en aquellos tiempos un valor muy
elevado) y esclavos; y a pesar de que la
mayor parte de los bienes saqueados se
gastaba allí mismo en los gloriosos
festines que canta la poesía épica, de
todos modos una cierta parte quedaba y
contribuía a un enriquecimiento mayor.
En aquellos tiempos existían aún
abundancia de tierras incultas y no
había escasez de hombres dispuestos a
cultivarla siempre que pudieran
conseguir el ganado necesario y los
instrumentos de trabajo. Aldeas enteras
llevadas a la miseria por las
enfermedades, las epizootias del ganado,
los incendios o ataques de nuevos
inmigrantes, abandonaban sus casas y se
iban a la desbandada en búsqueda de
nuevos lugares de residencia lo mismo
que en Rusia aún en el presente hay
aldeas que vagan dispersas por las
mismas causas. Y he aquí que si algunos
de los hirdmen, es decir, jefes
de mesnaderos, ofrecían entregar a los
campesinos algún ganado para iniciar su
nuevo hogar, hierro para forjar el
arado, si no el arado mismo, y también
protección contra las incursiones y los
saqueos, y si declaraba que por algunos
años los nuevos colonos estarían exentos
de toda paga antes de comenzar a
amortizar la deuda, entonces los
inmigrantes de buen grado se asentaban
en su tierra. Por consiguiente, cuando
después de una lucha obstinada con las
malas cosechas, inundaciones y fiebres,
estos pioneros comenzaban a reembolsar
sus deudas, fácilmente se convertían en
siervos del protector del distrito.
Así se acumulaban las riquezas; y detrás
de las riquezas sigue siempre el poder.
Pero, sin embargo, cuanto más penetramos
en la vida de aquellos tiempos -siglo
sexto y séptimo- tanto más nos
convencemos de que para el
establecimiento del poder de la minoría
se requería, además de la riqueza y de
la fuerza militar, todavía un elemento.
Este elemento fue la ley y el derecho,
el deseo de las masas de mantener la paz
y establecer lo que consideraban
justicia; y este deseo dio a los
caudillos de las mesnadas, a los
knyazi, príncipes, reyes, etc., la
fuerza que adquirieron dos o tres siglos
después. La misma idea de la justicia,
nacida en el período tribal, pero
concebida ahora como la compensación
debida por la ofensa causada, pasé como
un hilo rojo a través de la historia de
todas las instituciones siguientes; y en
medida considerablemente mayor que las
causas militares o económicas, sirvió de
base sobre la cual se desarrolló la
autoridad de los reyes y de los señores
feudales.
En realidad, la principal preocupación
de las comunas aldeanas bárbaras era
entonces (como también ahora en los
pueblos contemporáneos nuestros,
situados en el mismo nivel de
desarrollo) la rápida suspensión de las
guerras familiares, surgidas de la
venganza de sangre, debidas a las
concepciones de la justicia, corrientes
entonces. No bien se producía una riña
entre dos comuneros, inmediatamente la
comuna, y la asamblea comunal, después
de escuchar el caso, fijaba la
compensación monetaria (wergeld),
es decir, la compensación que debía
pagar al perjudicado o a su familia, y
de modo igual también el monto de la
multa (fred) por la perturbación
de la paz, que se pagaba a la comuna.
Dentro de la misma comuna las
disensiones se arreglaban fácilmente de
este modo. Pero cuando se producía un
caso de venganza de sangre entre dos
tribus diferentes, o dos confederaciones
de tribus -entonces, a pesar de todas
las medidas tomadas para conjurar tales
guerras- era difícil encontrar el
árbitro o conocedor del derecho común,
cuya decisión fuera aceptable para ambas
partes, por confianza en su
imparcialidad y en su conocimiento de
las leyes más antiguas. La dificultad se
Complicaba aún más porque el derecho
común de las diferentes tribus y
confederaciones no determinaba
igualmente el monto de la compensación
monetaria en los diferentes casos.
Debido a esto, apareció la costumbre de
tomar un juez de entre las familias o
clanes conocidos por que conservaban la
ley antigua en toda su pureza, y poseían
el conocimiento de las canciones,
versos, sagas, etcétera, con cuya ayuda
se retenía la ley en la memoria. La
conservación de la ley, de este modo, se
hizo un género de arte, "misterio",
cuidadosamente transmitido de generación
en generación, en determinadas familias.
Así, por ejemplo, en Islandia y en los
otros países escandinavos, en cada
Alithing o asamblea nacional, el
lövsögmathr (recitador de los
derechos) cantaba de memoria todo el
derecho común, para edificación de los
reunidos, y en Irlanda, como es sabido,
existía una clase especial de hombres
que tenían la reputación de ser
conocedores de las tradiciones antiguas,
y debido a esto gozaban de gran
autoridad en calidad de jueces. Por
esto, cuando encontramos en los anales
rusos noticias de que algunas tribus de
Rusia noroccidental, viendo los
desórdenes que iban en aumento y que
tenían su origen en el hecho de que "el
clan se levanta contra el clan",
acudieron a los varingiar
normandos y les pidieron que se
convirtiesen en sus jueces y en
comandantes de sus mesnadas; cuando
vemos más tarde a los knyazi,
elegidos invariablemente durante los
dos siglos siguientes de una misma
familia normanda, debemos reconocer que
los eslavos admitían en estos normandos
un mejor conocimiento de las leyes de
derecho común, el cual los diferentes
clanes eslavos reconocían como
conveniente para ellos. En este caso, la
posesión de las runas, que servían para
anotar las antiguas costumbres, fue
entonces una ventaja positiva en favor
de los normandos; a pesar de que en
otros casos existen también indicaciones
de que acudían en procura de jueces al
clan más "antiguo", es decir, a la rama
que se consideraba materna, y que las
resoluciones de estos jueces eran
consideradas justísimas. Por último, en
una época posterior vemos la
inclinación más notoria a elegir jueces
entre el clero cristiano, que entonces
se atenta aún al principio fundamental
del cristianismo, ahora olvidado: que la
venganza no constituye un acto de
justicia. Entonces el clero cristiano
abría sus iglesias como lugar de refugio
a los hombres que huían de la venganza
de sangre, y de buen grado intervenía en
calidad de mediador en los asuntos
criminales, oponiéndose siempre al
antiguo principio tribal: "vida por vida
y sangre por sangre".
En una palabra, cuanto más profundamente
penetramos en la historia de las
antiguas instituciones, tanto menos
encontramos fundamentos para la teoría
del origen militar de la autoridad que
sostiene Spencer. Juzgando por todo eso
hasta la autoridad que más tarde se
convirtió en fuente de opresión tuvo su
origen en las inclinaciones pacíficas de
las masas.
En todos los casos jurídicos, la multa
(fred) que a menudo alcanzaba a la mitad
del monto de la compensación
monetaria (wergeld) se ponía a
disposición de la asamblea comunal, y
desde tiempos inmemoriales se empleaba
en obras de utilidad común, o que
servían para la defensa. Hasta ahora
tiene el mismo destino (erección de
torres) entre los kabilas y algunas
tribus mogólicas; y tenemos testimonios
históricos directos de que aun bastante
más tarde, las multas judiciales, en
Pskov y en algunas ciudades francesas y
alemanas, se empleaban en la reparación
de las murallas de la ciudad. Por esto
era perfectamente natural que las multas
se confiaran a los jueces (knyaziá),
condes, etc., quienes, al mismo tiempo,
debían mantener la mesnada de hombres
armados para la defensa del territorio,
y también debían hacer cumplir la
sentencia. Esto se hizo costumbre
general en los siglos octavo y noveno,
hasta en los casos en que actuaba como
juez un obispo electo. De tal modo
aparecieron los gérmenes de la fusión en
una misma persona de lo que ahora
llamamos poder judicial y ejecutivo.
Además, la autoridad del rey, knyaz,
conde, etc., estaba estrictamente
limitada, a estas dos funciones. No era,
de ningún modo, el gobernador del
pueblo, el poder supremo pertenecía aún
a la asamblea popular; no era ni
siquiera comandante de la milicia
popular, puesto que cuando el pueblo
tomaba las armas se hallaba bajo el
comando de un caudillo también electo,
que no estaba sometido al rey o al
knyaz, sino que era considerado su
igual. El rey o el knyaz era
señor todopoderoso sólo en sus dominios
personales. Prácticamente, en la lengua
de los bárbaros la palabra knung,
konung, koning o cyning -sinónimo
del rex latino-, no tenía otro
significado que el de simple caudillo
temporal o jefe de un destacamento de
hombres. El comandante de una flotilla
de barcos, o hasta de un simple navío
pirata, era también konung; aun ahora en
Noruega, el pescador que dirige la pesca
local se llama Not-kcing (rey de
las redes). Los honores con que más
tarde comenzaron a rodear la
personalidad del rey aún no existían
entonces, y mientras que el delito de
traición al clan se castigaba con la
muerte, por el asesinato del rey se
imponía solamente una compensación
monetaria, en cuyo caso solamente se
valoraba el rey tantas veces más que un
hombre libre común. Y cuando el rey (o
Kanut) mató a uno de los miembros de su
mesnada, la saga le representa
convocándolos a la asamblea (thing),
durante la cual se puso de rodillas
suplicando perdón. Su culpa fue
perdonada, pero sólo después de haber
aceptado pagar una compensación
monetaria nueve veces mayor que la
habitual, y de esta compensación recibió
él mismo una tercera parte, por la
pérdida de su hombre, una tercera parte
fue entregada a los parientes del muerto
y una tercera parte (en calidad de
fred, es decir multa) a la mesnada.
En realidad, fue necesario que se
efectuara el cambio más completo en las
concepciones corrientes, bajo la
influencia de la Iglesia y el estudio
del derecho romano, antes de que la idea
de la sagrada inviolabilidad comenzara a
aplicarse a la persona del rey.
Me saldría yo, sin embargo, de los
límites de los ensayos presentes si
quisiera seguir desde los elementos
arriba citados el desarrollo paulatino
de la autoridad. Historiadores tales
como Green y la señora de Green con
respecto a Inglaterra; Agustin Thierry,
Michelet y Luchaire en Francia;
Kaufmann, Janssen y hasta Nitzsch en
Alemania; Leo y Botta en Italia, y
Bielaief, Kostomarof y sus continuadores
en Rusia, y muchos otros, nos han
referido esto detalladamente. Han
mostrado cómo la población, plenamente
libre y que había acordado solamente
"alimentar" a determinada cantidad de
sus protectores militares,
paulatinamente se convirtió en sierva de
estos protectores; cómo el entregarse a
la protección de la Iglesia, o del señor
feudal (commendation), se convirtió en
una onerosa necesidad para los
ciudadanos libres, siendo la única
protección contra los otros depredadores
feudales; cómo el castillo del señor
feudal y del obispo se convirtió en un
nido de asaltantes, en una palabra, cómo
se introdujo el yugo del feudalismo y
cómo las cruzadas, librando a todos los
que llevaban la cruz, dieron el primer
impulso para la liberación del pueblo.
Pero no tenemos necesidad de referir
aquí todo esto, pues nuestra tarea
principal es seguir ahora la obra del
genio constructor de las masas
populares, en sus instituciones, que
servían a la obra de ayuda mutua.
En la misma época en que parecía que las
últimas huellas de la libertad habían
desaparecido entre los bárbaros, y que
Europa, caída bajo el poder de mil
pequeños gobernantes, se encaminaba
directamente al establecimiento de los
Estados teocráticos y despóticos que
comúnmente seguían al período bárbaro en
la época precedente de civilización, o
se encaminaba a la creación de las
monarquías bárbaras, como las que ahora
vemos en Africa, en esta misma época,
decíamos, la vida en Europa tomaba una
nueva dirección. Se encaminó en
dirección semejante a la que ya había
sido tomada una vez por la civilización
de las ciudades de la antigua Grecia.
Con unanimidad que nos parece ahora casi
incomprensible, y que durante mucho
tiempo realmente no ha sido observada
por los historiadores, las poblaciones
urbanas, hasta los burgos más pequeños,
comenzaron a sacudir el yugo de sus
señores temporales y espirituales. La
villa fortificada se rebeló contra el
castillo del señor feudal; primeramente
sacudió su autoridad, luego atacó al
castillo, y finalmente lo destruyó. El
movimiento se extendió de una ciudad a
otra, y en breve tiempo participaron de
él todas las ciudades europeas. En menos
de cien años, las ciudades libres
crecieron a orillas del Mediterráneo,
del mar del Norte, del Báltico, el
océano Atlántico y de los fiordos de
Escandinavia; al pie de los Apeninos,
Alpes Schwarzenwald, Grampianos,
Cárpatos; en las llanuras de Rusia,
Hungría, Francia y España. Por doquier
ardían las mismas rebeliones, que tenían
en todas partes los mismos caracteres,
pasando en todas partes aproximadamente
a través de las mismas formas y
conduciendo a los mismos resultados.
En cada ciudad pequeña, en cualquier
parte donde los hombres encontraban o
pensaban encontrar cierta protección
tras las murallas de la ciudad,
ingresaban en las "conjuraciones"
(cojurations), "hermandades y
amistades" (amicia), unidas por un
sentimiento común, e iban atrevidamente
al encuentro de la nueva vida de ayuda
mutua y de libertad. Y lograron realizar
sus aspiraciones tanto que, en
trescientos o cuatrocientos años cambió
por completo el aspecto de Europa.
Cubrieron el país de ciudades, en las
que se elevaron edificios hermosos y
suntuosos que eran expresión del genio
de las uniones libres de hombres libres,
edificios cuya belleza y expresividad
aún no hemos superado. Dejaron en
herencia a las generaciones siguientes,
artes y oficios completamente nuevos, y
toda nuestra educación moderna, con
todos los éxitos que ha obtenido y todos
los que se esperan en lo futuro,
constituyen solamente un desarrollo
ulterior de esta herencia. Y cuando
ahora tratamos de determinar qué fuerzas
produjeron estos grandes resultados, las
encontramos no en el genio de los héroes
individuales ni en la poderosa
organización de los grandes Estados, ni
en el talento político de sus
gobernantes, sino en la misma corriente
de ayuda mutua y apoyo mutuo, cuya obra
hemos visto en la comuna aldeana, y que
se animó y renovó en la Edad Media
mediante un nuevo género de uniones, las
guildas, inspiradas por el mismo
espíritu, pero que se había encauzado ya
en una nueva forma.
En la época presente, es bien sabido que
el feudalismo no implica la
descomposición de la comuna aldeana, a
pesar de que los gobernantes feudales
consiguieron imponer el yugo de la
servidumbre a los campesinos y
apropiarse de los derechos que antes
pertenecían a la comuna aldeana
(contribuciones, mano-muerta, impuestos
a la herencia y casamientos), los
campesinos, a pesar de todo, conservaron
dos derechos comunales fundamentales: la
posesión comunal de la tierra y la
jurisdicción propia. En tiempos pasados,
cuando el rey enviaba a su vogt Guez) a
la aldea, los campesinos iban al
encuentro del nuevo juez con flores en
una mano y un arma en la otra, y le
preguntaban qué ley tenía intención de
aplicar, si la que él hallaba en la
aldea o la que él traía. En el primer
caso, le entregaban las flores y lo
aceptaban, y en el segundo, entablaban
guerra contra él. Ahora los campesinos
habían de aceptar al juez enviado por el
rey o el señor feudal, puesto que no
podían rechazarlo; pero a pesar de todo,
retenían el derecho de jurisdicción para
la asamblea comunal, y ellos mismos
designaban seis, siete o doce jueces que
actuaban conjuntamente con el juez del
señor feudal, en presencia de la
asamblea comunal, en calidad de
mediadores o personas que "hallaban las
sentencias". En la mayoría de los casos,
ni siquiera quedaba al juez real o
feudal más que confirmar la resolución
de los jueces comunales y recibir la
multa (fred) habitual.
El preciso derecho al procedimiento
judicial propio, que en aquel tiempo
implicaba el derecho a la administración
propia y a la legislación propia, se
conserva en medio de todas las guerras y
conflictos. Ni siquiera los
jurisconsultos que rodeaban a Carlomagno
pudieron destruir este derecho; se
vieron obligados a confirmarlo. Al mismo
tiempo, en todos los asuntos relativos a
las posesiones comunales, la asamblea
comunal conservaba la soberanía y, como
ha sido demostrado por Maurer, a menudo
exigía la sumisión de parte del mismo
señor feudal en los asuntos relativos a
la tierra. El desarrollo más fuerte del
feudalismo no pudo quebrantar la
resistencia de la comuna aldeana: se
aferraba firmemente a sus derechos; y
cuanto, en el siglo noveno y en el
décimo, las invasiones de los normandos,
árabes y húngaros, mostraron claramente
que las mesnadas guerreras en realidad
eran impotentes para proteger el país de
las incursiones, por toda Europa los
campesinos mismos comenzaron a
fortificar sus poblaciones con muros de
piedras y fortines. Miles de centros
fortificados fueron erigidos entonces,
gracias a la energía de las comunas
aldeanas; y una vez que alrededor de las
comunas se erigieron baluartes y
murallas, y en este nuevo santuario se
crearon nuevos intereses comunales, los
habitantes comprendieron en seguida que
ahora, detrás de sus muros, podían
resistir no sólo los ataques de los
enemigos exteriores, sino también los
ataques de. los enemigos interiores, es
decir, los señores feudales. Entonces
una nueva vida libre comenzó a
desarrollarse dentro de estas
fortalezas. Había nacido la ciudad
medieval.
Ningún período de la historia sirve de
mejor confirmación de las fuerzas
creadoras del pueblo que los siglos
décimo y undécimo, en que las aldeas
fortificadas y las villas comerciales
que constituían un género de "oasis en
la selva feudal" comenzaron a liberarse
del yugo de los señores feudales y a
elaborar lentamente la organización
futura de la ciudad. Por desgracia, los
testimonios históricos de este período
se distinguen por su extrema escasez:
conocemos sus resultados, pero muy poco
ha llegado hasta nosotros sobre los
medios con que estos resultados fueron
obtenidos. Bajo la protección de sus
muros, las asambleas urbanas -algunas
completamente independientes, otras bajo
la dirección de las principales familias
de nobles o de comerciantes-
conquistaron y consolidaron el derecho a
elegir el protector militar de la ciudad
(defensor municipit) y el del
juez supremo, o por lo menos el derecho
de elegir entre aquellos que expresaran
sus deseos de ocupar este puesto. En
Italia, las comunas jóvenes expulsaban
continuamente a sus protectores
(defensores o domina) y hasta
sucedió que las comunas debieron luchar
con los que no consentían en irse de
buen grado. Lo mismo sucedía en el Este.
En Bohemia, tanto los pobres como los
ricos (Bohemicae gentis magni
et parvi, nobiles et ignobiles),
tomaban igualmente parte en las
elecciones; y las asambleas populares
(viéche) de las ciudades rusas
regularmente elegían, ellas mismas, a
sus knyaz -siempre de una misma
familia, los Rurik-; contraían pactos
(convenciones) y expulsaban al knyaz
si provocaba descontento. Al mismo
tiempo, en la mayoría de las ciudades
del Oeste y Sur de Europa existía la
tendencia a designar en calidad de
protector de la ciudad (defensor)
al obispo, que la ciudad misma elegía; y
los obispos a menudo sobresalieron tanto
en la defensa de los privilegios
(inmunidades) y de las libertades
urbanas, que muchos de ellos, después de
muertos, fueron reconocidos como santos
o patronos especiales de sus diferentes
ciudades. San Uthelred de Winchester,
San Ulrico de Augsburg, San Wolfgang de
Ratisbona, San Heriberto de Colonia, San
Adalberto de Praga, etc., y numerosos
abates y monjes se convirtieron en
santos de sus ciudades por haber
defendido sus derechos populares. Y con
la ayuda de estos nuevos defensores,
laicos y clérigos, los ciudadanos
conquistaron para su asamblea popular
plenos derechos a la independencia en la
jurisdicción y administración.
Todo el proceso de liberación fue
avanzando poco a poco, gracias a una
serie ininterrumpida de actos en que se
manifestaba su fidelidad a la obra común
y que eran realizados por hombres
salidos de las masas populares, por
héroes desconocidos, cuyos mismos
nombres no han sido conservados por la
historia. El asombroso movimiento,
conocido bajo el nombre de "paz de Dios
(treuga Dei)", con cuya ayuda las
masas populares trataban de poner límite
a las interminables guerras tribales por
venganza de sangre que se prolongaba
entre las familias de los notables,
nació en las jóvenes ciudades libres, y
los obispos y los ciudadanos se
esforzaban por extender a la nobleza la
paz que establecieron entre ellos,
dentro de sus murallas urbanas.
Ya en este período, las ciudades
comerciales de Italia, y en especial
Amalfi (que tenía cónsules electos desde
el año 844) y a menudo cambiaban a su
dux en el siglo décimo, elaboraron el
derecho común marítimo y comercial, que
más tarde sirvió de ejemplo para toda
Europa. Ravenna elaboró, en la misma
época, su organización artesanal, y
Milán, que hizo su primera revolución en
el año 980, se convirtió en centro
comercial importante y su comercio
gozaba de una completa independencia ya
en el siglo undécimo. Lo mismo puede
decirse con respecto a Brujas y Gante, y
también a varias ciudades francesas en
las que el Mahl o forum (asamblea
popular) se había hecho ya una
institución completamente independiente.
Ya durante este período comenzó la obra
de embellecimiento artístico de las
ciudades con las producciones de la
arquitectura que admiramos aún, y que
atestiguan elocuentemente el movimiento
intelectual que se producía entonces.
"Casi por todo el mundo se renovaban los
templos" -escribía en su crónica Raúl
Cylaber, y algunos de los monumentos más
maravillosos de la arquitectura medieval
datan de este período: la asombrosa
iglesia antigua de Bremen fue construida
en el siglo noveno; la catedral de San
Marcos, en Venecia, fue terminada en el
año 1071, y la hermosa catedral de Pisa,
en el año 1063. En realidad, el
movimiento intelectual que se ha
descrito con el nombre de Renacimiento
del siglo duodécimo y de racionalismo
del siglo duodécimo, que fue precursor
de la Reforma, tiene su principio en
este período en que la mayoría de las
ciudades constituían aún simples
aglomeraciones de pequeñas comunas
aldeanas, rodeadas por una muralla
común, y algunas se convirtieron ya en
comunas independientes.
Pero se requería todavía otro elemento,
a más de la comuna aldeana, para dar a
estos centros nacientes de libertad e
ilustración la unidad de pensamiento y
acción y la poderosa fuerza de
iniciativa que crearon su poderío en el
siglo duodécimo y decimotercero. Bajo la
creciente diversidad de ocupaciones,
oficios y artes, y el aumento del
comercio con países lejanos, se requería
una forma de unión que no había dado aún
la comuna aldeana, y este nuevo elemento
necesario fue encontrado en las
guildas. Muchos volúmenes se han
escrito sobre estas uniones que, bajo el
nombre de guildas, hermandades,
drúzhestva, minne, artiél, en Rusia;
esnaf en Servía y Turquía,
amkari en Georgia, etc., adquirieron
gran desarrollo en la Edad Media. Pero
los historiadores hubieron de trabajar
más de sesenta años sobre esta cuestión
antes de que fuera comprendida la
universalidad de esta institución y
explicado su verdadero carácter. Sólo
ahora, que ya están impresos y
estudiados centenares de estatutos de
guildas y se ha determinado su relación
con los collegia romana, y
también con las uniones aún más antiguas
de Grecia e India, podemos afirmar con
plena seguridad que estas hermandades
son solamente el desarrollo mayor de
aquellos mismos principios cuya
aparición hemos visto ya en la
organización tribal y en la comuna
aldeana.
Nada puede ilustrar mejor estas
hermandades medievales que las guildas
temporales que se formaban en las naves
comerciales. Cuando la nave hanseática
se había hecho a la mar, solía ocurrir
que, pasado el primer medio día desde la
salida del puerto, el capitán o
skiper (Schiffer) generalmente
reunía en cubierta a toda la tripulación
y a los pasajeros y les dirigía, según
el testimonio de un contemporáneo, el
discurso siguiente:
"Como nos hallamos ahora a merced de la
voluntad de Dios y de las olas -decía-
debemos ser iguales entre nosotros. Y
puesto que estamos rodeados de
tempestades, altas olas, piratas
marítimos y otros peligros, debemos
mantener un orden estricto, a fin de
llevar nuestro viaje a un feliz término.
Por esto debemos rogar que haya viento
favorable y buen éxito y, según la ley
marítima, elegir a aquellos que ocuparán
el asiento de los jueces
(Schöffenstellen)". Y luego la
tripulación elegía a un Vogt y
cuatro scabini que se convertían
en jueces. Al final de la navegación, el
Vogt y los scabini se
despojaban de su obligación y dirigían a
la tripulación el siguiente discurso:
"Debemos perdonarnos todo lo que sucedió
en la nave y considerarlo muerto
(todt und ab sein lassen). Hemos
juzgado con rectitud y en interés de la
justicia. Por esto, rogamos a todos
vosotros, en nombre de la justicia
honesta, olvidar toda animosidad que
podáis albergar el uno contra el otro y
jurar sobre el pan y la sal que no
recordaréis lo pasado con rencor. Pero
si alguno se considera ofendido, que se
dirija al Landvogt (juez de
tierra) y, antes de la caída del sol,
solicite justicia ante él". "Al
desembarcar a tierra todas las multas
(fred) cobradas en el camino se
entregaban al Vogt portuario para ser
distribuidas entre los pobres".
Este simple relato quizá caracterice
mejor que nada el espíritu de las
guildas medievales. Organizaciones
semejantes brotaban doquiera apareciese
un grupo de hombres unidos por alguna
actividad común: pescadores, cazadores,
comerciantes, viajeros, constructores, o
artesanos asentados, etc. Como hemos
visto, en la nave ya existía una
autoridad, en manos del capitán, pero,
para el éxito de la empresa común, todos
los reunidos en la nave, ricos y pobres,
los amos y la tripulación, el capitán y
los marineros, acordaban ser iguales en
sus relaciones personales -acordaban ser
simplemente hombres obligados a ayudarse
mutuamente- y se obligaban a resolver
todos los desacuerdos que pudieran
surgir entre ellos con la ayuda de los
jueces elegidos por todos. Exactamente
lo mismo cuando cierto número de
artesanos, albañiles, carpinteros,
picapedreros, etc., se unían para la
construcción, por ejemplo, de una
catedral, a pesar de que todos ellos
pertenecían a la ciudad, que tenía su
organización política, y a pesar de que
cada uno de ellos, además, pertenecía a
su corporación, sin embargo, al juntarse
para una empresa común -para una
actividad que conocían mejor que las
otras- se unían además en una
organización fortalecida por lazos más
estrechos, aunque fuesen temporarios:
fundaban una guilda, un artiél, para la
construcción de la catedral. Vemos lo
mismo, también actualmente, en el
kabileño. Los kabilas tienen su comuna
aldeana, pero resulta insuficiente para
la satisfacción de todas sus necesidades
políticas, comerciales y personales de
unión, debido a lo cual se constituye
una hermandad más estrecha en forma de
cof.
En cuanto al carácter fraternal de las
guildas medievales, para su explicación,
puede aprovecharse cualquier estatuto de
guilda. Si tomamos, por ejemplo, la
skraa de cualquier guilda danesa
antigua, leemos en ella, primeramente,
que en las guildas deben reinar
sentimientos fraternales generales;
siguen luego las reglas relativas a la
jurisdicción propia en las guildas, en
caso de riña entre dos hermanos de las
guildas o entre un hermano y un extraño,
y por último, se enumeran los deberes de
los hermanos. Si la casa de un hermano
se incendia, si pierde su barca, si
sufre durante una peregrinación, todos
los demás hermanos deben acudir en su
ayuda. Si el hermano se enferma de
gravedad, dos hermanos deben permanecer
junto a su lecho hasta que pase el
peligro; si muere, los hermanos deben
enterrarlo -un deber de no poca
importancia en aquellos tiempos de
epidemias frecuentes- y acompañarlo
hasta la iglesia y la sepultura. Después
de la muerte de un hermano, si era
necesario, debían cuidarse de sus hijos;
muy a menudo, la viuda se convertía en
hermana de la guilda.
Los dos importantes rasgos arriba
citados se encuentran en todas las
hermandades, cualquiera que fuera la
finalidad para la cual han sido
fundadas. En todos los casos, los
miembros precisamente se trataban así y
se llamaban mutuamente hermano y
hermana. En las guildas, todos eran
iguales. Las guildas tenían en común
alguna propiedad (ganado, ,tierra,
edificios, iglesias o "ahorros
comunales"). Todos los hermanos juraban
olvidar todos los conflictos tribales
anteriores por venganza de sangre; y,
sin imponerse entre sí el deber
incumplible de no reñir nunca, llegaban
a un acuerdo para que la riña no pasara
a ser enemistad familiar con
todas las consecuencias de la venganza
tribal, y para que, en la solución de la
riña, los hermanos no se dirigieran a
ningún otro tribunal fuera del
tribunal de la guilda de los
mismos hermanos. En el caso de que un
hermano fuera arrastrado a una riña con
una persona ajena a la guilda,
los hermanos estaban obligados a
apoyarlo a cualquier precio; y si fuera
él acusado, justa o injustamente, de
inferir la ofensa, los hermanos debían
ofrecerle apoyo y tratar de llevar el
asunto a una solución pacífica. Siempre
que la violencia ejercida por un hermano
no fuera secreta -en este último caso
estaría fuera de la ley- la hermandad
salía en su defensa. Si los parientes
del hombre ofendido quisieran vengarse
inmediatamente del ofensor con una
agresión, la hermandad lo proveería de
caballo para la huida, o de un bote, o
de un par de remos, de un cuchillo y un
acero para producir fuego; si permanecía
en la ciudad, lo acompañaba por todas
partes una guardia de doce hermanos; y
durante este tiempo la hermandad trataba
por todos los medios de arreglar la
reconciliación (composition).
Cuando el asunto llegaba a los
tribunales, los hermanos se presentaban
al tribunal para confirmar, bajo
juramento, la veracidad de las
declaraciones del acusado; si el
tribunal lo hallaba culpable, no le
dejaban caer en la ruina completa, o ser
reducido a la esclavitud debido a la
imposibilidad de pagar la indemnización
monetaria reclamada: todos participaban
en el pago de ella, exactamente lo mismo
que lo hacía en la antigüedad todo el
clan. Sólo en el caso de que el hermano
defraudara la confianza de sus hermanos
de guilda, o hasta de otras personas,
era expulsado de la hermandad con el
nombre de "inservible" (tha scal han
maeles af brödrescap met
nidings nafn). La
guilda era, de tal modo, prolongación
del "clan" anterior.
Tales eran las ideas dominantes de estas
hermandades que gradualmente se
extendieron a toda la vida medieval. En
realidad, conocemos guildas surgidas
entre personas de todas las profesiones
posibles: guildas de esclavos, guildas
de ciudadanos libres y guildas mixtas,
compuestas de esclavos y ciudadanos
libres; guildas organizadas con fines
especiales: la caza, la pesca o
determinada expedición comercial y que
se disolvían cuando se había logrado el
fin propuesto, y guildas que existieron
durante siglos en determinados oficios o
ramos de comercio. Y a medida que la
vida desarrollaba una variedad de fines
cada vez mayor, crecía, en proporción,
la variedad de las guildas. Debido a
esto, no sólo los comerciantes,
artesanos, cazadores y campesinos se
unían en guildas, sino que encontramos
guildas de sacerdotes, pintores,
maestros de escuelas primarias y
universidades; guildas para la
representación escénica de "La Pasión
del Señor", para la construcción de
iglesias, para el desarrollo de los
"misterios" de determinada escuela de
arte u oficio; guildas para
distracciones especiales, hasta guildas
de mendigos, verdugos y prostitutas, y
todas estas guildas estaban organizadas
según el mismo doble principio de
jurisdicción propia y de apoyo mutuo. En
cuanto a Rusia, poseemos testimonios
positivos que indican que el hecho mismo
de la formación de Rusia fue tanto obra
de los artieli de pescadores, cazadores
e industriales como del resultado del
brote de las comunas aldeanas. Hasta en
los días presentes, Rusia está cubierta
por artieli.
Se ve ya por las observaciones
precedentes cuán errónea era la opinión
de los primeros investigadores de las
guildas cuando consideraban como esencia
de esta institución la festividad anual
que era organizada comúnmente por los
hermanos. En realidad, el convite común
tenía lugar el mismo día, o el día
siguiente, después de realizada la
elección de los jefes, la deliberación
de las modificaciones necesarias en los
reglamentos y, muy a menudo, el juicio
de las riñas surgidas entre hermanos;
por último, en este día, a veces, se
renovaba el juramento de fidelidad a la
guilda. El convite común, como el
antiguo festín de la asamblea comunal de
la tribu -mahl o mahlum- o la
aba de los buriatos, o la fiesta
parroquias y el festín al finalizar la
recolección, servían simplemente para
consolidar la hermandad. Simbolizaba los
tiempos en que todo era del dominio
común del clan. En ese día, por lo
menos, todo pertenecía a todos; se
sentaban todos a una misma mesa. Hasta
en un período considerablemente más
avanzado, los habitantes de los asilos
de una de las guildas de Londres, ese
día, se sentaban a una mesa común junto
con los ricos alderpnen.
En cuanto a la diferencia que algunos
investigadores trataron de establecer
entre las viejas -guildas de paz"
sajonas (frith guild) y las
llamadas guildas "sociales" o
"religiosas", con respecto a esto puede
decirse que todas eran guildas de paz en
el sentido ya dicho y todas ellas eran
religiosas en el sentido en que la
comuna aldeana o la ciudad puesta bajo
la protección de un santo especial son
sociales y religiosas. Si la institución
de la guilda tuvo tan vasta difusión en
Asia, Africa y Europa, si sobrevivió un
milenio, surgiendo nuevamente cada vez
que condiciones similares la llamaban a
la vida, se explica porque la guilda
representaba algo considerablemente
mayor que una simple asociación para la
comida conjunta, o para concurrir a la
iglesia en determinado día, o para
efectuar el entierro por cuenta común.
Respondía a una necesidad hondamente
arraigada en la naturaleza humana;
reunía en sí todos aquellos atributos de
que posteriormente se apropió el Estado
por medio de su burocracias su policía,
y aun mucho más. La guilda era una
asociación para el apoyo mutuo "de hecho
y de consejo", en todas las
circunstancias y en todas las
contingencias de la vida; y era una
organización para el afianzamiento de la
justicia, diferenciándose del gobierno,
sin embargo, en que en lugar del
elemento formal, que era el rasgo
esencial característico de la
intromisión del Estado. Hasta cuando el
hermano de la guildas aparecía ante el
tribunal de la misma, era juzgado por
personas que le conocían bien, estaban a
su lado en el trabajo conjunto, se
habían sentado con él más de una vez en
el convite común, y juntos cumplían toda
clase de deberes fraternales; respondía
ante hombres que eran sus iguales y sus
hermanos verdaderos, y no ante teóricos
de la ley o defensores de ciertos
intereses ajenos.
Es evidente que una institución tal como
la guilda, bien dotada para la
satisfacción de la necesidad de unión,
sin privar por eso al individuo de su
independencia e iniciativa, debió
extenderse, crecer y fortalecerse. La
dificultad residía solamente en hallar
una forma que permitiera a las
federaciones de guildas unirse entre sí,
sin entrar en conflicto con las
federaciones de comunas aldeanas, y
uniera unas y otras en un todo
armonioso. Y cuando se halló la forma
conveniente -en la ciudad libre- y una
serie de circunstancias favorables dio a
las ciudades la posibilidad de declarar
y afirmar su independencia, la
realizaron con tal unidad de
pensamiento, que habría de provocar
admiración aun en nuestro siglo de los
ferrocarriles, las comunicaciones
telegráficas y la imprenta. Centenares
de Cartas con las que las ciudades
afirmaron su unión llegaron hasta
nosotros; y en todas estas Cartas
aparecen las mismas ideas dominantes, a
pesar de la infinita diversidad de
detalles que dependían de la mayor o
menor plenitud de libertad. Por doquier
la ciudad se organizaba como una
federación doble, de pequeñas comunas
aldeanas y de guildas.
"Todos los pertenecientes a la amistad
de la ciudad -como dice, por ejemplo, la
Carta acordada en 1188 a los ciudadanos
de la ciudad de Aire, por Felipe, conde
de Flandes- han prometido y confirmado,
bajo juramento, que se ayudarán
mutuamente como hermanos en todo lo útil
y honesto; que si el uno ofende al otro,
de palabra o de hecho, el ofendido no se
vengará por sí mismo ni lo harán sus
allegados... presentará una queja y el
ofensor pagará la debida indemnización
por la ofensa, de acuerdo con la
resolución dictada por doce jueces
electos que actuarán en calidad de
árbitros. Y si el ofensor o el ofendido,
después de la tercera advertencia, no se
somete a la resolución de los árbitros,
será excluido de la amistad como hombre
depravado y perjuro.
"Todo miembro de la comuna será fiel a
sus conjurados, y les prestará ayuda y
consejo de acuerdo con lo que dicte la
justicia" -así dicen las Cartas de
Amiens y Abbeville-. "Todos se ayudarán
mutuamente, cada uno según sus fuerzas,
en los límites de la comuna, y no
permitirán que uno tome algo a otro
comunero, o que obligue a otro a pagar
cualquier clase de contribución", leemos
en las cartas de Soissons, Compiégne,
Senlis, y de muchas otras ciudades del
mismo tiempo.
"La comuna -escribió el defensor del
antiguo orden, Guilbert de Nogent- es un
juramento de ayuda mutua (mutui
adjutori conjuratio)"... "Una
palabra nueva y detestable. Gracias a
ella, los siervos (capite
sensi) se liberan de toda
servidumbre; gracias a ella, se liberan
del pago de las contribuciones que
generalmente pagaban los siervos".
Esta misma ola liberadora rodó en los
siglos décimo, undécimo y duodécimo por
toda Europa, arrollando tanto las
ciudades ricas como las más pobres. Y si
podemos decir que, hablando en general,
primero se liberaron las ciudades
italianas (muchas aún en el siglo
undécimo y algunas también en el siglo
décimo), sin embargo no podemos dejar de
señalar el centro menudo, un pequeño
burgo de un punto cualquiera de Europa
central se ponía a la cabeza del
movimiento de su región, y las grandes
ciudades tomaban su Carta como modelo.
Así, por ejemplo, la Carta de la pequeña
ciudad de Lorris fue aceptada por
ciudades del sureste de Francia, y la
Carta de Beaumont sirvió de modelo a más
de quinientas ciudades y villas de
Bélgica y Francia. Las ciudades enviaban
continuamente diputados especiales a la
ciudad vecina, para obtener copia de su
Carta, y sobre esa base elaboraban su
propia constitución. Sin embargo, las
ciudades no se conformaban con la simple
transcripción de las Cartas: componían
sus cartas en conformidad con las
concesiones que conseguían arrancar a
sus señores feudales; resultando, como
observó un historiador, que las cartas
de las comunas medievales se distinguen
por la misma diversidad que la
arquitectura gótica de sus iglesias y
catedrales. La misma idea dominante en
todas, puesto que la catedral de la
ciudad representaba simbólicamente la
unión de las parroquias o de las comunas
pequeñas y de las guildas en la ciudad
libre, y en cada catedral había una
infinita riqueza de variedad en los
detalles de su ornamento.
El punto más esencial para las ciudades
que se liberaban era su jurisdicción
propia, que implicaba también la
administración propia. Pero la ciudad no
era simplemente una parte "autónoma" del
Estado -tales palabras ambiguas no
habían sido inventadas-, constituía un
Estado por sí mismo. Tenía derecho a
declarar la guerra y negociar la paz, el
derecho de establecer alianzas con sus
vecinos y de federarse con ellos. Era
soberana en sus propios asuntos y no se
inmiscuía en los ajenos.
El poder político supremo de la ciudad
se encontraba, en la mayoría de los
casos, íntegramente en manos de la
asamblea popular (forum) democrática,
como sucedía, por ejemplo, en Pskof,
donde la viéche enviaba y recibía
los embajadores, concluía tratados,
invitaba y expulsaba a los knyaziá,
o prescindía por completo de ellos
durante décadas enteras. 0 bien, el alto
poder político era transferido a manos
de algunas familias notables,
comerciantes o hasta de nobles; o era
usurpado por ellos, como sucedía en
centenares de ciudades de Italia y
Europa central. Pero los principios
fundamentales continuaban siendo los
mismos: la ciudad era un Estado y, lo
que es quizá aún más notable, si el
poder de la ciudad había sido usurpado,
o se habían apropiado paulatinamente de
él la aristocracia comercial o hasta la
nobleza, la vida interior de la ciudad y
el carácter democrático de sus
relaciones cotidianas sufrían por ello
poca mengua: dependía poco de lo que se
puede llamar forma política del Estado.
El secreto de esta contradicción
aparente reside en que la ciudad
medieval no era un Estado centralizado.
Durante los primeros siglos de su
existencia, la ciudad apenas se podía
llamar Estado, en cuanto se refería a su
organización interna, puesto que la edad
media, en general, era ajena a nuestra
centralización moderna de las funciones,
como también a nuestra centralización de
las provincias y distritos en manos de
un gobierno central. Cada grupo tenía,
entonces, su parte de soberanía.
Comúnmente la ciudad estaba dividida en
cuatro barrios, o en cinco, seis o siete
kontsi (sectores) que irradiaban
de un centro donde estaba situada la
catedral y a menudo la fortaleza
(krieml). Y cada barrio o koniets
en general representaba un determinado
género de comercio o profesión que
predominaban en él, a pesar de que en
aquellos tiempos en cada barrio o
koniets podían vivir personas que
ocupaban diferentes posiciones sociales
y que se entregaban a diversas
ocupaciones: la nobleza, los
comerciantes, los artesanos y aún los
semisiervos. Cada koniets o
sector, sin embargo, constituía una
unidad enteramente independiente. En
Venecia, cada isla constituía una comuna
política independiente, que tenía su
organización propia de oficios y
comercios, su comercio de sal y pan, su
administración y su propia asamblea
popular o forum. Por esto, la
elección por toda Venecia de uno u otro
dux, es decir, el jefe militar y
gobernador supremo, no alteraba la
independencia interior de cada una de
estas comunas individuales.
En Colonia, los habitantes se dividían
en Geburschaften y Heimschaften
(viciniae), es decir, guildas
vecinales cuya formación data del
periodo de los francos, y cada una de
estas guildas tenía en juez
(Burgrichter) y los doce jurados
electos corrientes (Schóffen), -su
Vogt (especie de jefe policial) y
su greve o jefe de la milicia de
la guilda.
La historia del Londres antiguo, antes
de la conquista normanda del siglo XII,
dice Green, es la historia de algunos
pequeños grupos, dispersos en una
superficie rodeada por los muros de la
ciudad, y donde cada grupo se
desarrollaba por sí solo, con sus
instituciones, guildas, tribunales,
iglesias, etc.; sólo poco a poco estos
grupos se unieron en una confederación
municipal. Y cuando consultamos los
anales de las ciudades rusas, de
Novgorod y de Pskof, que se distinguen
tanto los unos como los otros por la
abundancia de detalles puramente
locales, nos enteramos de que también
los kontsi, a su vez, consistían
en calles (ulitsy)
independientes, cada una de las cuales,
a pesar de que estaba habitada
preferentemente por trabajadores de un
oficio determinado, contaba, sin
embargo, entre sus habitantes también
comerciantes y agricultores, y
constituía una comuna separada. La
ulitsa asumía la responsabilidad comuna¡
por todos sus miembros, en caso de
delito. Poseía tribunal y administración
propios en la persona de los magistrados
de la calle (ulitchánske stárosty)
tenía sello propio (el símbolo
del poder estatal) y en caso de
necesidad, se reunía su viéche
(asamblea) de la calle. Tenía, por
último, su propia milicia, los
sacerdotes que ella elegía, y tenía su
vida colectiva propia y sus empresas
colectivas. De tal modo, la ciudad
medieval era una federación doble:
de todos los jefes de familia
reunidos en pequeñas confederaciones
territoriales -calle, parroquia,
koniets- y de individuos unidos por
un juramento común en guildas, de
acuerdo con sus profesiones. La primera
federación era fruto del crecimiento
subsiguiente, provocado por las nuevas
condiciones.
En esto residía toda la esencia de la
organización de las ciudades medievales
libres, a las que debe Europa el
desarrollo esplendoroso tomado por su
civilización.
El objeto principal de la ciudad
medieval era asegurar la libertad, la
administración propia y la paz; y
la base principal de la vida de la
ciudad, como veremos en seguida, al
hablar de las guildas artesanos, era
el trabajo. Pero la "producción- no
absorbía toda la atención del economista
medieval. Con su espíritu práctico
comprendía que era necesario garantizar
el "consumo" para que la producción
fuera posible; y por esto el proveer a
"la necesidad común de alimento y
habitación para pobres y ricos- (gemeine
notdurft und gemach armer und richer),
era el principio fundamental de toda
ciudad. Estaba terminantemente prohibido
comprar productos alimenticios y otros
artículos de primera necesidad (carbón,
leña, etc.) antes de ser entregados al
mercado, o comprarlos en condiciones
especialmente favorables -no accesibles
a otros-, en una palabra, el
preempcio, la especulación. Todo
debía ir primeramente al mercado, y allí
ser ofrecido para que todos pudieran
comprar hasta que el sonido de la
campana anunciara la clausura del
mercado. Sólo entonces podía el
comerciante minorista comprar los
productos restantes: pero aun en este
caso, su beneficio debía ser "un
beneficio honesto". Además, si un
panadero, después de la clausura del
mercado, compraba grano al por mayor,
entonces cualquier ciudadano tenía
derecho a exigir determinada cantidad de
este grano (alrededor de medio quarter)
al precio por mayor si hacía tal demanda
antes de la conclusión definitiva de la
operación; pero, del mismo modo,
cualquier panadero podía hacer la
demanda si un ciudadano compraba centeno
para la reventa. Para moler el grano
bastaba con llevarlo al molino de la
ciudad, donde era molido por turno, a un
precio determinado; se podía cocer el
pan en el four banal, es decir,
el horno comunal. En una palabra, si la
ciudad sufría necesidad, la sufrían
entonces más o menos todos; pero, aparte
de tales desgracias, mientras existieron
las ciudades Ubres, dentro de sus muros
nadie podía morir de hambre. como sucede
demasiado a menudo en nuestra época.
Además, todas estas reglas datan ya del
período más avanzado de la vida de las
ciudades, pues al principio de su vida
las ciudades libres generalmente
compraban por sí mismas todos los
productos alimenticios para el consumo
de los ciudadanos. Los documentos
publicados recientemente por Charles
Gross contienen datos plenamente
precisos sobre este punto, y confirman
su conclusión de que las cargas de
productos alimenticios llegadas a la
ciudad "eran compradas por funcionarios
civiles especiales, en nombre de la
ciudad, y luego distribuidas entre los
comerciantes burgueses, y a nadie se
permitía comprar mercancía descargada en
el puerto a menos que las autoridades
municipales hubieran rehusado comprarla.
Tal era -agrega Gross- según parece, la
práctica generalizada en Inglaterra,
Irlanda, Gales y Escocia. Hasta en el
siglo XVI vemos que en Londres se
efectuaba la compra común de grano -para
comodidad y beneficio en todos los
aspectos, de la ciudad y del Palacio de
Londres y de todos los ciudadanos y
habitantes de ella en todo lo que de
nosotros depende", como escribía el
alcalde en l565.
En Venecia, todo el comercio de granos,
como se sabe bien ahora, se hallaba en
manos de la ciudad, y de los "barrios",
al recibir el grano de la oficina que
administraba la importación, debían
distribuir por las casas de todos los
ciudadanos del barrio la cantidad que
corresponda a cada uno. En Francia, la
ciudad de Amiens compraba sal y la
distribuía entre todos los ciudadanos al
precio de compra; y aún en la época
presente encontramos en muchas ciudades
francesas las halles que antes
eran el depósito municipal para el
almacenamiento del grano y de la sal. En
Rusia, era esto un hecho corriente en
Novgorod y Pskof.
Necesario es decir que toda esta
cuestión de las compras comunales para
consumo de los ciudadanos y de los
medios con que eran realizadas no ha
recibido aún la debida atención de parte
de los historiadores; pero aquí y allá
se encuentran hechos muy instructivos
que arrojan nueva luz sobre ella. Así,
entre los documentos de Gross existe un
reglamento de la ciudad de Kilkenny, que
data del año 1367, y por este documento
nos enteramos de qué modo se establecían
los precios de las mercaderías. "Los
comerciantes y los marinos -dice Gross-
debían mostrar, bajo juramento, el
precio de compra de su mercadería y los
gastos originados por el transporte.
Entonces el alcalde de la ciudad y dos
personas honestas fijaban el precio
(named the price) a que debía
venderse la mercadería." La misma regla
se observaba en Thurso para las
mercaderías que llegaban "por mar y por
tierra". Este método "de fijar precio"
armoniza tan justamente con el concepto
que sobre el comercio predominaba en la
Edad Media que debe haber sido
corriente. El que una tercera persona
fijara el precio era costumbre muy
antigua; y para todo género de
intercambio dentro de la ciudad
indudablemente se recurría muy a menudo
a la determinación del precio, no por el
vendedor o el comprador, sino por una
tercera persona -una persona "honesta"-.
Pero este orden de cosas nos remonta a
un período aún más antiguo de la
historia del comercio, precisamente al
período en que todo el comercio de
productos importantes era efectuado
por la ciudad entera, y los
compradores eran sólo comisionistas
apoderados de la ciudad para las ventas
de la mercadería que ella exportaba. Así
el reglamento de Waterford, publicado
también por Gross, dice que "todas las
mercaderías, de cualquier género que
fueran... debían ser compradas por
el alcalde (el jefe de la ciudad) y los
ujieres (balives), designados
compradores comunales (para la ciudad)
para el caso, y debían ser distribuidas
entre todos los ciudadanos libres de la
ciudad (exceptuando solamente las
mercancías propias de los ciudadanos y
habitantes libres"). Este estatuto
apenas se puede interpretar de otro modo
que no sea admitiendo que todo el
comercio exterior de la ciudad era
efectuado por sus agentes apoderados.
Además, tenemos el testimonio directo de
que precisamente así estaba establecido
en Novgorod y Pskof. El soberano señor
Novgorod y el soberano señor Pskof
enviaban ellos mismos sus caravanas de
comerciantes a los países lejanos.
Sabemos también que en casi todas las
ciudades medievales de Europa central y
occidental, cada guilda de artesanos
habitualmente compraba en común todas
las materias primas para sus hermanos y
vendía los productos de su trabajo por
medio de sus delegados; y apenas es
admisible que el comercio exterior no se
realizara siguiendo este orden, tanto
más cuanto que, como bien saben los
historiadores, hasta el siglo XIII todos
los compradores de una determinada
ciudad en el extranjero no sólo se
consideraban responsables, como
corporación, de las deudas contraídas
por cualquiera de ellos, sino que
también la ciudad entera era responsable
de las deudas contraídas por cada uno de
sus ciudadanos comerciantes. Solamente
en los siglos XII y XIII las ciudades
del Rhin concertaron pactos especiales
que anulaban esta caución solidaria. Y
por último, tenemos el notable documento
de Ipswich, publicado por Gross, en el
cual vemos que la guilda comercial de
esta ciudad se componía de todos
aquellos que se contaban entre los
hombres libres de la ciudad, y
expresaban conformidad en pagar su cuota
(su "hanse") a la guildas, y toda la
comuna juzgaba en común cuál era el
mejor modo de apoyar a la guilda
comercial y qué privilegios debía darle.
La guilda comercial (the Merchant
guild) de Ipswich resultaba de tal
modo más bien una corporación de
apoderados de la ciudad que una guilda
común privada.
En una palabra. cuanto más conocemos la
ciudad medieval, tanto más nos
convencemos de que no era una simple
organización política para la protección
de ciertas libertades políticas.
Constituía una tentativa -en mayor
escala de lo que se había hecho en la
comuna aldeana- de unión estrecha con
fines de ayuda y apoyo mutuos, para el
consumo y la producción y para la vida
social en general, sin imponer a los
hombres, por ello, los grillos del
Estado, sino, por el contrario, dejando
plena libertad a la manifestación del
genio creador de cada grupo individual
de hombres en el campo de las artes, de
los oficios, de la ciencia, del comercio
y de la organización política. Hasta dónde tuvo éxito esta tentativa lo veremos, mejor que nada, examinando en el capítulo siguiente la organización del trabajo en la ciudad medieval y las relaciones de las ciudades con la población campesina que las rodeaba. |
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