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			 Piotr Kropotkin El apoyo mutuo 
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| Prólogo a la Edición Rusa - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 -Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 - Conclusión | |
Capítulo 3LA AYUDA MUTUA ENTRE LOS SALVAJES
										Hemos considerado rápidamente, en los 
										dos capítulos precedentes, el enorme 
										papel de la ayuda mutua y del apoyo 
										mutuo en el desarrollo progresivo del 
										mundo animal. Ahora tenemos que echar 
										una mirada al papel que los mismos 
										fenómenos desempeñaron en la evolución 
										de la humanidad. Hemos visto cuán 
										insignificante es el número de especies 
										animales que llevan una vida solitaria, 
										y, por lo contrario, cuán innumerables 
										la cantidad de especies que viven en 
										sociedades, uniéndose con fines de 
										defensa mutua, o bien para cazar y 
										acumular depósitos de alimentos, para 
										criar la descendencia o, simplemente, 
										para el disfrute de la vida en común. 
										Hemos visto, también, que aunque la 
										lucha que se libra entre las diferentes 
										clases de animales, diferentes especies, 
										aun entre los diferentes grupos de la 
										misma especie, no es poca, sin embargo, 
										hablando en general, dentro del grupo y 
										de la especie reinan la paz y el apoyo 
										mutuo; y aquellas especies que poseen 
										mayor inteligencia para unirse y evitar 
										la competencia y la lucha, tienen 
										también mejores oportunidades para 
										sobrevivir y alcanzar el máximo 
										desarrollo progresivo. Tales especies 
										florecen mientras que las especies que 
										desconocen la sociabilidad van a la 
										decadencia. 
										Evidente es que el hombre seria la 
										contradicción de todo lo que sabemos de 
										la naturaleza si fuera la excepción a 
										esta regla general: si un ser tan 
										indefenso como el hombre en la aurora de 
										su existencia hubiera hallado protección 
										y un camino de progreso, no en la ayuda 
										mutua, como en los otros animales, sino 
										en la lucha irrazonada por ventajas 
										personales, sin prestar atención a los 
										intereses de todas las especies. Para 
										toda inteligencia identificada con la 
										idea de la unidad de la naturaleza, tal 
										suposición parecerá completamente 
										inadmisible. Y sin embargo, a pesar de 
										su inverosimilitud y su falta de lógica, 
										ha encontrado siempre partidarios. 
										Siempre hubo escritores que han mirado a 
										la humanidad como pesimistas. Conocían 
										al hombre, más o menos superficialmente, 
										según su propia experiencia personal 
										limitada: en la historia se limitaban al 
										conocimiento de lo que nos contaban los 
										cronistas que siempre han prestado 
										atención principalmente a las guerras, a 
										las crueldades, a la opresión; y estos 
										pesimistas llegaron a la conclusión de 
										que la humanidad no constituye otra cosa 
										que una sociedad de seres débilmente 
										unidos y siempre dispuestos a pelearse 
										entre sí, y que sólo la intervención de 
										alguna autoridad impide el estallido de 
										una contienda general. 
										Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, 
										el primero después de Bacon que se 
										decidió a explicar que las concepciones 
										morales del hombre no habían nacido de 
										las sugestiones religiosas, se colocó, 
										como es sabido, precisamente en tal 
										punto de vista. Los hombres primitivos, 
										según su opinión, vivían en una eterna 
										guerra intestina, hasta que aparecieron 
										entre ellos los legisladores, sabios y 
										poderosos que asentaron el principio de 
										la convivencia pacífica. 
										En el siglo XVIII, naturalmente, había 
										pensadores que trataron de demostrar que 
										en ningún momento de su existencia -ni 
										siquiera en el período más primitivo- 
										vivió la humanidad en estado de guerra 
										ininterrumpida, que el hombre era un ser 
										social aún en "estado natural" y que más 
										bien la falta de conocimientos que las 
										malas inclinaciones naturales llevaron a 
										la humanidad a todos los horrores que 
										caracterizaron su vida histórica pasada. 
										Pero, los numerosos continuadores de 
										Hobbes prosiguieron, sin embargo, 
										sosteniendo que el llamado "estado 
										natural" no era otra cosa que una lucha 
										continua entre los hombres agrupados 
										casualmente por las inclinaciones de su 
										naturaleza de bestia. 
										Naturalmente, desde la época de Hobbes 
										la ciencia ha hecho progresos y nosotros 
										pisamos ahora un terreno más seguro que 
										el que pisaba él, o el que pisaban en la 
										época de Rousseau. Pero la filosofía de 
										Hobbes aún ahora tiene bastantes 
										adoradores, y en los últimos tiempos se 
										ha formado toda una escuela de 
										escritores que, armados, no tanto de las 
										ideas de Darwin como de su terminología, 
										se han aprovechado de esta última para 
										predicar en favor de las opiniones de 
										Hobbes sobre el hombre primitivo; y 
										consiguieron hasta dar a esta prédica un 
										cierto aire de apariencia científica. 
										Huxley, como es sabido, encabezaba esta 
										escuela, y en su conferencia, leída en 
										el año 1888, presentó a los hombres 
										primitivos como algo a modo de tigres o 
										leones, desprovistos, de toda clase de 
										concepciones sociales, que no se 
										detenían ante nada en la lucha por la 
										existencia, y cuya vida entera 
										transcurría en una -"pendencia 
										continua". "Más allá de los límites 
										familiares orgánicos y temporales, la 
										guerra hobbesiana de cada uno contra 
										todos era -dice- el estado normal de su 
										existencia". 
										Ha sido observado más de una vez que el 
										error principal de Hobbes, y en general 
										de los filósofos del siglo XVIII, 
										consistía en que se representaban el 
										género humano primitivo en forma de 
										pequeñas familias nómadas, a semejanza 
										de las familias -limitadas y temporales" 
										de los animales carnívoros algo más 
										grandes. Sin embargo, se ha establecido 
										ahora positivamente que semejante 
										hipótesis es por completo incorrecta. 
										Naturalmente, no tenemos hechos directos 
										que testimonien el modo de vida de los 
										primeros seres antropoides. Ni siquiera 
										la época de la primera aparición de 
										tales seres está aún establecida con 
										precisión, puesto que los geólogos 
										contemporáneos están inclinados a ver 
										sus huellas ya en los depósitos 
										plicénicos y hasta en los miocénicos del 
										período terciario. Pero tenemos a 
										nuestra disposición el método indirecto, 
										que nos da la posibilidad de iluminar 
										hasta cierto grado aun ese período 
										lejano. Efectivamente, durante los 
										últimos cuarenta años se han hecho 
										investigaciones muy cuidadosas de las 
										instituciones humanas de las razas más 
										inferiores, y estas investigaciones 
										revelaron, en las instituciones actuales 
										de los pueblos primitivos, las huellas 
										de instituciones más antiguas, hace 
										mucho desaparecidas, pero que, sin 
										embargo, dejaron signos indudables de su 
										existencia. Poco a poco, una ciencia 
										entera, la etnología, consagrada al 
										desarrollo de las instituciones humanas, 
										fue creada por los trabajos de Bachofen, 
										Mac Lennan, Morgan, Edward B. Tylor, 
										Maine, Post, Kovalevsky y muchos otros. 
										Y esta ciencia ha establecido ahora, 
										fuera de toda duda, que la humanidad no 
										comenzó su vida en forma de pequeñas 
										familias solitarias. 
										La familia no sólo no fue la forma 
										primitiva de organización, sino que, por 
										lo contrario, es un producto muy tardío 
										de la evolución de la humanidad. Por más 
										lejos que nos remontemos en la 
										profundidad de la historia más remota 
										del hombre, encontramos por doquier que 
										los hombres vivían ya en sociedades, en 
										grupos, semejantes a los rebaños de los 
										mamíferos superiores. Fue necesario un 
										desarrollo muy lento y prolongado para 
										llevar estas sociedades hasta la 
										organización del grupo (o clan), que a 
										su vez debió sufrir otro proceso de 
										desarrollo también muy prolongado, antes 
										de que pudieran aparecer los primeros 
										gérmenes de la familia, polígama o 
										monógama. 
										Sociedades, bandas, clanes, tribus -y no 
										la familia- fueron de tal modo la forma 
										primitiva de organización de la 
										humanidad y sus antecesores más 
										antiguos. A tal conclusión llegó la 
										etnología, después de investigaciones 
										cuidadosas, minuciosas. En suma, esta 
										conclusión podrían haberla predicho los 
										zoólogos, puesto que ninguno de los 
										mamíferos superiores, con excepción de 
										bastantes pocos carnívoros y algunas 
										especies de monos que indudablemente se 
										extinguen (orangutanes y gorilas), viven 
										en pequeñas familias, errando solitarias 
										por los bosques. Todos los otros 
										viven en sociedades y Darwin 
										comprendió también que los monos que 
										viven aislados nunca podrían haberse 
										desarrollado en seres antropoides, y 
										estaba inclinado a considerar al hombre 
										como descendiente de alguna especie de 
										mono, comparativamente débil, pero 
										indefectiblemente social, como el 
										chimpancé, y no de una especie más 
										fuerte, pero insociable, como el gorila. 
										La zoología y la paleontología (ciencia 
										del hombre más antiguo) llegan, de tal 
										modo, a la misma conclusión: la forma 
										más antigua de la vida social fue el 
										grupo, el clan y no la familia. Las 
										primeras sociedades humanas simplemente 
										fueron un desarrollo mayor de aquellas 
										sociedades que constituyen la esencia 
										misma de la vida de los animales 
										superiores. 
										Si pasamos ahora a los datos positivos, 
										veremos que las huellas más antiguas del 
										hombre, que datan del período glacial o 
										posglacial más remoto, presentan pruebas 
										indudables de que el hombre vivía ya 
										entonces en sociedades. Muy raramente 
										suele encontrarse un instrumento de 
										piedra aislado, aun en la edad de piedra 
										más antigua; por el contrario, donde 
										quiera que se ha encontrado uno o dos 
										instrumentos de piedra, pronto se 
										encontraron allí otros, casi siempre en 
										cantidades muy grandes. En aquellos 
										tiempos en que los hombres vivían 
										todavía en cavernas o en las hendiduras 
										de las rocas, como en Hastings, o 
										solamente se refugiaban bajo las rocas 
										salientes, junto con mamíferos desde 
										entonces desaparecidos, y apenas sabían 
										fabricar hachas de piedra de la forma 
										más tosca, ya conocían las ventajas de 
										la vida en sociedad. En Francia, en los 
										valles de los afluentes del Dordogne, 
										toda la superficie de las rocas está 
										cubierta, de tanto en tanto, de cavernas 
										que servían de refugio al hombre 
										paleolítico, es decir, al hombre de la 
										edad de piedra antigua. A veces las 
										viviendas de las cavernas están 
										dispuestas en pisos, y, sin duda, 
										recuerdan más los nidos de una colonia 
										de golondrinas que la madriguera de 
										animales de presa. En cuanto a los 
										instrumentos de sílice hallados en estas 
										cavernas, según la expresión de Lubbock, 
										"sin exageración puede decirse que son 
										innumerables". Lo mismo es verdad con 
										respecto a todas las otras estaciones 
										paleolíticas. A juzgar por las 
										exploraciones de Lartet, los habitantes 
										de la región de Aurignac, en el sur de 
										Francia, organizaban festines tribales 
										en los entierros de sus muertos. De tal 
										modo, los hombre vivían en sociedades, y 
										en ellas aparecieron los gérmenes del 
										rito religioso tribal, ya en aquella 
										época muy lejana, en la aurora de la 
										aparición de los primeros antropoides. 
										Lo mismo se confirma, con mayor 
										abundancia aún de pruebas respecto al 
										periodo neolítico, más reciente, de la 
										edad de piedra. Las huellas del hombre 
										se encuentran aquí en enormes 
										cantidades, de modo que por ellas se 
										pudo reconstituir en grado considerable 
										toda su manera de vivir. Cuando la capa 
										de hielo (que en nuestro hemisferio 
										debía extenderse de las regiones polares 
										hasta el centro de Francia, Alemania y 
										Rusia, y cubría el Canadá y también una 
										parte considerable del territorio 
										ocupado ahora por los Estados Unidos), 
										comenzó a derretirse, las superficies 
										libradas del hielo se cubrieron primero 
										de ciénagas y pantanos, y luego de 
										innumerables lagos. 
										En aquella época los lagos, 
										evidentemente, llenaban las depresiones 
										y los ensanchamientos de los valles 
										antes de que las aguas cavaran los 
										cauces permanentes, que en la época 
										siguiente se convirtieron en nuestros 
										ríos. Y dondequiera nos dirijamos ahora, 
										a Europa, Asia o América, encontramos 
										que las orillas de los innumerables 
										lagos de este periodo -que con justicia 
										deberíase llamar período lacustre-, 
										están cubiertas de huellas del hombre 
										neolítico. Estas huellas son tan 
										numerosas que sólo podemos asombrarnos 
										de la densidad de la población en 
										aquella época. En las terrazas que ahora 
										marcan las orillas de los antiguos 
										lagos, las "estaciones" del hombre 
										neolítico se siguen de cerca, y en cada 
										una de ellas se encuentran instrumentos 
										de piedra en tales cantidades que no 
										queda ni la menor duda de que durante un 
										tiempo muy largo estos lugares fueron 
										habitados por tribus de hombres bastante 
										numerosas' Talleres enteros de 
										instrumentos de sílice que, a su vez, 
										atestiguan la cantidad de trabajadores 
										que se reunían en un lugar, fueron 
										descubiertos por los arqueólogos. 
										Hallamos los rastros de un período más 
										avanzado, caracterizado ya por el uso de 
										productos de alfarería, en los llamados 
										"desechos culinarios" de Dinamarca. Como 
										es sabido, estos montones de conchas, de 
										5 a 10 pies de espesor, de 100 a 200 
										pies de anchura y 1.000 y más pies de 
										longitud, están tan extendidos en 
										algunos lugares del litoral marítimo de 
										Dinamarca que durante mucho tiempo 
										fueron considerados como formaciones 
										naturales. Y, sin embargo, se componen
										"exclusivamente de los materiales 
										que fueron usados de un modo u otro por 
										el hombre", y están de tal modo repletos 
										de productos del trabajo humano, que 
										Lubbock, durante una estancia de sólo 
										dos días en Milgaard, halló 191 piezas 
										de instrumentos de piedra y cuatro 
										fragmentos de productos de alfarería. 
										Las medidas mismas y la extensión de 
										estos montones de restos culinarios 
										prueban que, durante muchas y muchas 
										generaciones, en las orillas de 
										Dinamarca se asentaron centenares de 
										pequeñas tribus o clanes que sin ninguna 
										duda vivían tan pacíficamente entre sí 
										como viven ahora los habitantes de 
										Tierra del Fuego, quienes también 
										acumulan ahora semejantes montones de 
										conchas y toda clase de desechos. 
										En cuanto a las construcciones 
										lacuestres de Suiza, que representan un 
										grado muy avanzado en el camino de la 
										civilización, constituyen aún mejores 
										pruebas de que sus habitantes vivían en 
										sociedades y trabajaban en común. Sabido 
										es que, ya en la edad de piedra, las 
										orillas de los lagos suizos estaban 
										sembradas de series de aldeas, 
										compuestas de varias chozas, construidas 
										sobre una plataforma sostenida por 
										numerosos pilotes clavados en el fondo 
										del lago. No menos de veinticuatro 
										aldeas, la mayoría de las cuales 
										pertenecían a la edad de piedra, fueron 
										descubiertas en los últimos años en las 
										orillas del lago de Ginebra, treinta y 
										dos en el lago Costanza, y cuarenta y 
										seis en el lago de Neufehatel, etc., 
										cada una como testimonio de la inmensa 
										cantidad de trabajo realizado en común, 
										no por la familia, sino por la tribu 
										entera. Algunos investigadores hasta 
										suponen que la vida de estos habitantes 
										de los lagos estaba en grado notable 
										libre de choques bélicos; y esta 
										hipótesis es muy probable si se toma en 
										consideración la vida de las tribus 
										primitivas, que aún ahora viven en 
										aldeas semejantes, construidas sobre 
										pilotes a orillas del mar. 
										Se desprende de tal modo, aun del breve 
										esbozo precedente, que al final de 
										cuenta, nuestros conocimientos del 
										hombre primitivo de ningún modo son tan 
										pobres, y en todo caso refutan más que 
										confirman las hipótesis de Hobbes y de 
										sus continuadores contemporáneos. 
										Además, pueden ser completadas en medida 
										considerable si se recurre a la 
										observación directa de las tribus 
										primitivas que en el presente se hallan 
										todavía en el mismo nivel de 
										civilización en que estaban los 
										habitantes de Europa en los tiempos 
										prehistóricos. 
										Ya ha sido plenamente probado por Ed. B. 
										Tylor y J. Lubbock que los pueblos 
										primitivos que existen ahora de ningún 
										modo representan -como afirmaron algunos 
										sabios- tribus que han degenerado y que 
										en otros tiempos han conocido una 
										civilización más elevada, que luego 
										perdieron. Por otra parte, a las pruebas 
										alegadas contra la teoría de la 
										degeneración se puede agregar todavía lo 
										siguiente: con excepción de pocas tribus 
										que se mantienen en las regiones 
										montañosas poco accesibles, los llamados 
										"salvajes" ocupan una zona que rodea a 
										naciones más o menos civilizadas, 
										preferentemente los extremos de nuestros 
										continentes, que en su mayor parte 
										conservaron hasta ahora el carácter de 
										la época posglacial antigua o que hace 
										poco aún lo tenía. A estos pertenecen 
										los esquimales y sus congéneres en 
										Groenlandia, América Artica y Siberia 
										Septentrional, y en el hemisferio Sur, 
										los indígenas australianos, papúes, los 
										habitantes de Tierra de Fuego y, en 
										parte, los bosquímanos; y en los límites 
										de la extensión ocupada por pueblos más 
										o menos civilizados, semejantes tribus 
										primitivas se encuentran sólo en el 
										Himalaya, en las tierras altas del 
										Sureste de Asia y en la meseta 
										brasileña. No se debe olvidar que el 
										periodo glacial no terminó de golpe en 
										toda la superficie del globo terrestre; 
										se prolonga hasta ahora en Groenlandia. 
										Debido a esto, en la época en que las 
										regiones litorales del océano Indico, 
										del mar Mediterráneo, del golfo de 
										México gozaban ya de un clima más 
										templado y en ellos se desarrollaba una 
										civilización más elevada, inmensos 
										territorios de Europa Central, Siberia y 
										América del Norte, y también de la 
										Patagonia, Sur del Africa, Sureste de 
										Asia y Australia, permanecían todavía en 
										las condiciones del período posglacial 
										antiguo, que las hicieron inhabitables 
										para las naciones civilizadas de la zona 
										tórrida y templada. En esa época, las 
										zonas citadas constituían algo así como 
										los actuales y terribles "urman" de la 
										Siberia del Noroeste, y su población, 
										inaccesible a la civilización y no 
										tocada por ella, conservó el carácter 
										del hombre posglacial antiguo. 
										Solamente más tarde, cuando la 
										desecación hizo estos territorios más 
										aptos para la agricultura, comenzaron a 
										poblarse de inmigrantes más civilizados; 
										y entonces, parte de los habitantes 
										anteriores se fundieron poco a poco con 
										los nuevos colonos, mientras que otra 
										parte se retiraba más y más lejos en 
										dirección a las zonas subglaciales y se 
										asentaba en los lugares donde los 
										encontramos ahora. Los territorios 
										habitados por ellos en el presente 
										conservaron hasta ahora, o conservaban 
										hasta una época no muy lejana, en su 
										aspecto físico, un carácter casi 
										glacial; y las artes y los instrumentos 
										de sus habitantes hasta ahora no 
										salieron aún del período neolítico, es 
										decir, la edad de piedra posterior. Y a 
										pesar de las diferencias de raza y de la 
										extensión que separa estas tribus entre 
										sí, su modo de vida y sus instituciones 
										sociales son asombrosamente parecidos. 
										Por esto podemos considerar a estos 
										"salvajes" como resto de la población 
										del posglacial antiguo. 
										Lo primero que nos asombra, no bien 
										comenzamos a estudiar a los pueblos 
										primitivos, es la complejidad de la 
										organización de las relaciones maritales 
										en que viven. En la mayoría de ellos, la 
										familia, en el sentido como la 
										comprendemos nosotros, existe solamente 
										en estado embrionario. Pero al mismo 
										tiempo, los "salvajes" de ningún modo 
										constituyen "una turba de hombres y 
										mujeres poco unidos entre sí, que se 
										reúnen desordenadamente bajo la 
										influencia de caprichos del momento". 
										Todos ellos, por el contrario, se 
										someten a una organización determinada, 
										que Luis Morgan describió en sus rasgos 
										típicos y llamó organización "tribalo de 
										clan". 
										Exponiendo brevemente esta materia, muy 
										amplia, podemos decir que actualmente no 
										existen más dudas sobre el hecho de que 
										la humanidad, en el principio de su 
										existencia, ha pasado por la etapa de 
										las relaciones conyugales que puede 
										llamarse "matrimonio tribal o comunal"; 
										es decir, los hombres o las mujeres, en 
										tribus enteras, vivían entre sí como los 
										maridos con sus esposas, prestando muy 
										poca atención al parentesco sanguíneo. 
										Pero es indudable también que algunas 
										restricciones a estas relaciones entre 
										los sexos fueron establecidas por la 
										costumbre ya en un período muy antiguo. 
										Las relaciones conyugales fueron pronto 
										prohibidas entre los hijos de una misma 
										madre y la hermana de ella, sus nietas y 
										tías. Mas tarde tales relaciones fueron 
										prohibidas entre los hijos e hijas de 
										una misma madre, y siguieron pronto 
										otras restricciones. 
										Poco a poco se desarrolló la idea de 
										clan (gens) que abarcaba a todos 
										los descendientes reales o supuestos de 
										una raíz común (más bien a todos los 
										unidos en un grupo de clan por el 
										supuesto parentesco). Y cuando el clan 
										se multiplicó por la subdivisión en 
										algunos clanes, cada uno de los cuales 
										se dividía, a su vez, en clases 
										(habitualmente en cuatro clases), el 
										matrimonio era permitido sólo entre 
										clases determinadas, estrictamente 
										definidas. Se puede observar un estado 
										semejante aun ahora entre los indígenas 
										de Australia, sus primeros gérmenes 
										aparecieron en la organización de clan. 
										La mujer hecha prisionera durante la 
										guerra con cualquier otro clan, en un 
										período más tardío, el que la había 
										tomado prisionera la guardaba para sí, 
										bajo la observación, además, de 
										determinados deberes hacia el clan. 
										Podía ser ubicada por él en una cabaña 
										separada después de haber pagado ella 
										cierto género de tributo a cada miembro 
										del clan; entonces ella podía fundar 
										dentro del clan una familia separada, 
										cuya aparición evidentemente, abrió una 
										nueva fase de la civilización. Pero en 
										ningún caso la esposa que asentaba la 
										base de la familia especialmente 
										patriarcal podía ser tomada de su propio 
										clan. Podía provenir solamente de un 
										clan extraño. 
										Si consideramos que esta organización 
										compleja se ha desarrollado entre 
										hombres que ocupaban los peldaños más 
										bajos de desarrollo que conocemos, y que 
										se mantuvo en sociedades que no conocían 
										más autoridad que la autoridad de la 
										opinión pública, comprenderemos en 
										seguida cuán profundamente arraigados 
										debían estar los instintos sociales en 
										la naturaleza humana hasta en los 
										peldaños más bajos de su desarrollo. El 
										salvaje, que podía vivir en tal 
										organización, sometiéndose por propia 
										voluntad a las restricciones que 
										constantemente chocaban con sus deseos 
										personales, naturalmente no se parecía a 
										un animal desprovisto de todo principio 
										ético y cuyas pasiones no conocían 
										freno. Pero este hecho se hace aún más 
										asombroso si tomamos en consideración la 
										antigüedad inconmensurablemente lejana 
										de la organización de clan. 
										Actualmente es sabido que los semitas 
										primitivos, los griegos de Homero, los 
										romanos prehistóricos, los germanos de
										Tácito, los antiguos celtas y 
										eslavos, pasaron todos por el período de 
										organización de clan de los 
										australianos, los indios pieles rojas, 
										esquimales y otros habitantes del 
										"cinturón de salvajes". 
										De tal modo, debemos admitir una de dos: 
										o bien el desarrollo de las costumbres 
										conyugales, por algunas razones, se 
										encaminó en una misma dirección en todas 
										las razas humanas; o bien los rudimentos 
										de las restricciones de clan se 
										desarrollaron entre algunos antepasados 
										comunes que fueron el tronco genealógico 
										de los semitas, arios, polinesios, etc., 
										antes de que estos antepasados se 
										dividieran en razas separadas, y estas 
										restricciones se conservaron hasta el 
										presente entre razas que mucho ha se 
										separaron de la raíz común. Ambas 
										posibilidades, en igual grado, señalan, 
										sin embargo, la asombrosa tenacidad de 
										esta institución -tenacidad que no pudo 
										destruir durante muchas decenas de 
										milenios ningún atentado que contra ella 
										perpetrara el individuo-. Pero la misma 
										fuerza de la organización del clan 
										demuestra hasta dónde es falsa la 
										opinión en virtud de la cual se 
										representa a la humanidad primitiva en 
										forma de una turba desordenada de 
										individuos que obedecen sólo a sus 
										propias pasiones y que se sirve cada uno 
										de su propia fuerza personal y su 
										astucia para imponerse a todos los 
										otros. El individualismo desenfrenado es 
										manifestación de tiempos más modernos, 
										pero de ninguna manera era propio del 
										hombre primitivo. 
										Pasando ahora a los salvajes existentes 
										en el presente, podemos comenzar con los 
										bosquímanos, que ocupan un peldaño muy 
										bajo de desarrollo, tan bajo que ni 
										siquiera tienen viviendas y duermen en 
										cuevas cavadas en la tierra o, 
										simplemente, bajo la cubierta de ligeras 
										mamparas de hierbas y ramas que los 
										protegen del viento. Es sabido que 
										cuando los europeos comenzaron a 
										colonizar sus territorios y destruir 
										enormes rebaños salvajes de ciervos que 
										pacían hasta entonces en las llanuras, 
										los bosquimanos comenzaron a robar 
										ganado cornúpeta a los colonos, y estos 
										emigrantes iniciaron entonces una guerra 
										desesperada contra aquéllos; comenzaron 
										a exterminarlos con una bestialidad de 
										la que prefiero no hablar aquí. 
										Quinientos bosquimanos fueron 
										exterminados de tal modo en 1774; en los 
										años 1801 - 1809, la unión de granjeros 
										destruyó tres mil, etc. Los exterminaban 
										como a ratas, dejándoles carne 
										envenenada, a estos hombres llevados al 
										hambre, o los cazaban a tiros como 
										bestias, emboscándose detrás del cadáver 
										de un animal puesto como cebo; los 
										mataban donde los encontraban. De tal 
										modo, nuestro conocimiento de los 
										bosquimanos, recibido, en la mayoría de 
										los casos de los mismos que los 
										exterminaban, no puede destacarse por 
										una especial simpatía. Sin embargo, 
										sabemos que durante la aparición de los 
										europeos, los bosquimanos vivían en 
										pequeños clanes que a veces se reunían 
										en federaciones; que cazaban en común y 
										se repartían la presa, sin peleas ni 
										disputas; que nunca abandonaban a los 
										heridos y demostraban un sólido afecto 
										hacia sus camaradas. Lichtenstein 
										refiere un episodio sumamente conmovedor 
										de un bosquímano que estuvo a punto de 
										ahogarse en el río y fue salvado por sus 
										camaradas. Se quitaron de encima sus 
										pieles de animales para cubrirlo 
										mientras ellos temblaban de frío; lo 
										secaron, lo frotaron ante el fuego y le 
										untaron el cuerpo con grasa tibia, hasta 
										que por fin le volvieron a la vida. Y 
										cuando los bosquímanos encontraron, en 
										la persona de Johann van der Walt, un 
										hombre que los trataba bien, le 
										expresaron su reconocimiento con 
										manifestaciones del afecto más 
										conmovedor. Burchell y Moffat los 
										describen como de buen corazón, 
										desinteresados, fieles a sus promesas y 
										agradecidos cualidades todas ellas que 
										pudieron desarrollarse sólo siendo 
										constantemente practicadas en el seno de 
										la tribu. En cuanto a su amor a los 
										niños, bastará recordar que cuando un 
										europeo quería tener a una mujer 
										bosquímana como esclava, le arrebataba 
										el hijo; la madre siempre se presentaba 
										por sí misma y se hacía esclava para 
										compartir la suerte de su niño. 
										La misma sociabilidad se encuentra entre 
										los hotentotes, que sobrepasan un poco a 
										los bosquímanos en el desarrollo. 
										Lubbock habla de ellos como de los 
										"animales más sucios", y realmente son 
										muy sucios. Toda su vestimenta consiste 
										en una piel de animal colgada al cuello, 
										que llevan hasta que cae a pedazos; y 
										sus chozas consisten en algunas varillas 
										unidas por las puntas y cubiertas por 
										esteras: en el interior de las chozas no 
										hay mueble alguno. A pesar de que crían 
										bueyes y ovejas, y, según parece, 
										conocían el uso del hierro antes de 
										encontrarse con s europeos, sin embargo, 
										están hasta ahora en uno de los más 
										bajos peldaños del desarrollo humano. No 
										obstante eso, los europeos que conocían 
										de cerca sus vidas, mencionaban con 
										grandes elogios su sociabilidad y su 
										presteza en ayudarse mutuamente. Si se 
										da algo a un hotentote, en seguida 
										divide lo recibido entre todos los 
										presentes, cuya costumbre, como es 
										sabido, asombró también a Darwin en los 
										habitantes de la Tierra de Fuego. El 
										hotentote no puede comer solo, y por más 
										hambriento que esté, llama a los que 
										pasan y comparte con ellos su alimento. 
										Y cuando Kolben, por esta causa, expresó 
										su asombro, le contestaron: "Tal es la 
										costumbre de los hotentotes". Pero esta 
										costumbre no es propia solamente de los 
										hotentotes: es una costumbre casi 
										universal, observada por los viajeros en 
										todos los "salvajes". Kolben, que 
										conocía bien a los hotentotes y que no 
										pasaba en silencio sus defectos, no 
										puede dejar de elogiar su moral tribal. 
										"La palabra dada es sagrada para ellos" 
										-escribe-. "Ignoran por completo la 
										corrupción y la deslealtad de los 
										europeos". "Viven muy pacíficamente y 
										raramente guerrean con sus vecinos"... 
										Uno de los más grandes placeres para los 
										hotentotes es el cambio de regalos y 
										servicios>, ... "Por su honestidad, por 
										la celeridad y exactitud en el ejercicio 
										de la justicia, por su castidad, los 
										hotentotes sobrepasan a todos, o casi 
										todos los otros pueblos. 
										Tachart, Barrow y Moodie confirman 
										plenamente las palabras de Kolben. Sólo 
										es necesario notar que cuando Kolben 
										escribió de los hotentotes que "en sus 
										relaciones mutuas son el pueblo más 
										amistoso, generoso y benévolo, que jamás 
										haya existido en la tierra" (I, 332), 
										dio la definición que repiten 
										continuamente, desde entonces, los 
										viajeros, en sus descripciones de los 
										más diferentes salvajes. Cuando los 
										europeos incultos chocaron por primera 
										vez con las razas primitivas, 
										habitualmente presentaban sus vidas de 
										modo caricaturesco; pero bastó que un 
										hombre inteligente viviera entre 
										salvajes un tiempo más prolongado, para 
										que los describiera como el pueblo "más 
										manso" o -más noble- del mundo. 
										Justamente con esas mismas palabras, los 
										viajeros más dignos de fe caracterizaron 
										a los ostiakos samoyedos, esquimales, 
										dayacos, aleutas, papúes, etc. Semejante 
										declaración tuve ocasión de leer sobre 
										los tunguses, los chukchis, los indios 
										sioux y algunas otras tribus salvajes. 
										La repetición misma de semejantes 
										elogios dice más que tomos enteros de 
										investigaciones especiales. 
										Los indígenas de Australia ocupan, por 
										su desarrollo, un lugar no más alto que 
										sus hermanos surafricanos. Sus chozas 
										tienen el mismo carácter, y muy a menudo 
										los hombres se conforman hasta con 
										simples mamparas o biombos de ramas 
										secas para protegerse de los vientos 
										fríos. En su alimento no se destacan por 
										su discernimiento; en caso de necesidad 
										devoran carroña en completo estado de 
										putrefacción, y cuando sobreviene el 
										hambre recurren entonces hasta al 
										canibalismo. Cuando los indígenas 
										australianos fueron descubiertos por vez 
										primera por los europeos, se vio que no 
										tenían ningún otro instrumento que los 
										hechos, en la forma más grosera, de 
										piedra o hueso. Algunas tribus no tenían 
										siquiera piraguas y desconocían por 
										completo el trueque comercial. Y sin 
										embargo, después de un estudio cuidadoso 
										de sus costumbres y hábitos, se vio que 
										tienen la misma organización elaborada 
										de clan de la que se habló más arriba. 
										El territorio en que viven está dividido 
										habitualmente entre diferentes clanes, 
										pero la región en la cual cada clan 
										realiza la caza o la pesca permanece 
										siendo de dominio común, y los productos 
										de la caza y la pesca van a todo el 
										clan. También pertenecen al clan los 
										instrumentos de caza y de pesca. La 
										comida se realiza en común. Como muchos 
										otros salvajes, los indígenas 
										australianos se atienen a determinadas 
										reglas respecto a la época en que se 
										permite recoger diversas especies de 
										gomeros y hierbas. En cuanto a su moral 
										en general, lo mejor es citar aquí las 
										siguientes respuestas a las preguntas de 
										la Sociedad Antropológica de París, 
										dadas por Lumholtz, un misionero que 
										vivió en North Queesland. 
										"Conocen el sentimiento de amistad; está 
										fuertemente desarrollado en ellos. Los 
										débiles gozan de la ayuda común; cuidan 
										mucho a los enfermos. Nunca los 
										abandonan al capricho de la suerte y no 
										los matan. Estas tribus son 
										antropófagas, pero raramente comen a los 
										miembros de su propia tribu (si no me 
										equivoco, solamente cuando matan por 
										razones religiosas); comen sólo a los 
										extraños. Los padres aman a sus hijos 
										juegan con ellos y los miman. Se 
										practica el infanticidio sólo con el 
										consentimiento común. Tratan a los 
										ancianos muy bien y nunca los matan. No 
										tienen religión ni ídolos, y solamente 
										existe el temor a la muerte. El 
										matrimonio es polígamo. Las disputas 
										surgidas dentro de la tribu se resuelven 
										por duelos con espadas de madera y 
										escudos de madera. No existe la 
										esclavitud; no tienen agricultura 
										alguna; no poseen productos de 
										alfarería; no tienen vestidos, 
										exceptuando un delantal que a veces usan 
										las mujeres. El clan se compone de 
										doscientas personas divididas en cuatro 
										clases de hombres y cuatro clases de 
										mujeres; se permite el matrimonio 
										solamente entre las clases habituales, 
										pero nunca dentro del mismo clan". 
										Respecto a los papúes, parientes 
										cercanos de los australianos, tenemos el 
										testimonio de G. L. Bink, que vivió en 
										Nueva Guinea, principalmente en Geelwink 
										Bay, desde 1871 hasta 1883. Traemos la 
										esencia de sus respuestas a las mismas 
										preguntas. 
										"Los papúes son sociables y de un humor 
										muy alegre. Se ríen mucho. Más bien 
										tímidos que valientes. La amistad es 
										bastante fuerte entre miembros de los 
										diferentes clanes y aún más fuerte 
										dentro del mismo clan. El papú, a menudo 
										paga las deudas de su amigo, a condición 
										de que este último pague esta deuda, sin 
										intereses, a sus hijos. Cuidan a los 
										enfermos y ancianos; nunca abandonan a 
										los ancianos, ni los matan, con 
										excepción de los esclavos que han estado 
										enfermos mucho tiempo. A veces devoran a 
										los prisioneros de guerra. Miman y aman 
										a los niños. Matan a los prisioneros de 
										guerra ancianos y débiles, y venden a 
										los restantes como esclavos. No tienen 
										religión, ni dioses, ni ídolos, ni clase 
										alguna de autoridad; el miembro más 
										anciano de la familia es el juez. En 
										caso de adulterio (es decir, violación 
										de sus costumbres matrimoniales) el 
										culpable paga una multa, parte de la 
										cual va a favor de la "negoria" 
										(comunidad). La tierra es dominio común, 
										pero los frutos de la tierra pertenecen 
										a aquél que los ha cultivado. Los papúes 
										tienen vasijas de arcilla y conocen el 
										trueque comercial, y según una costumbre 
										elaborada, el comerciante les da 
										mercancía y ellos vuelven a sus casas y 
										traen los productos indígenas que 
										necesita el comerciante; si no pueden 
										obtener los productos necesarios, 
										entonces devuelven al comerciante su 
										mercancía europea. Los papúes "cazan 
										cabezas" -es decir, practican la 
										venganza de sangre-. Además, "a veces 
										-dice Finsch-, el asunto se somete a la 
										consideración del Rajah de Namototte, 
										quien lo resuelve imponiendo una multa". 
										Cuando se trata bien a los papúes, 
										entonces son muy bondadosos. 
										Mikluho-Maclay desembarcó, como es 
										sabido, en la costa orienta] de Nueva 
										Guinea, en compañía de un solo marinero, 
										vivió allí dos años enteros entre tribus 
										consideradas antropófagas y se separó de 
										ellas con pesar; prometió volver y 
										cumplió su palabra, y pasó de nuevo un 
										año, y durante todo ese tiempo no tuvo 
										ningún choque con los indígenas. Verdad 
										es que mantuvo la regla de no decirles 
										nunca, bajo ningún pretexto, algo que no 
										fuera cierto, ni hacer promesas que no 
										pudiera cumplir. Estas pobres criaturas, 
										que no sabían siquiera hacer fuego y que 
										por esto conservaban cuidadosamente el 
										fuego en sus chozas, viven en 
										condiciones de un comunismo primitivo, 
										sin tener jefe alguno, y en sus poblados 
										casi nunca se producen disputas de las 
										que valga la pena hablar. Trabajan en 
										común, sólo lo necesario para obtener el 
										alimento de cada día; crían a sus hijos 
										en común; y por las tardes se atavían lo 
										más coquetamente que pueden y se 
										entregan a las danzas. Como todos los 
										salvajes, gustan apasionadamente de las 
										danzas, que constituyen un género de 
										misterios tribales. Cada aldea tiene su 
										"barla" o "barlai" -casa "larga" o 
										"grande"- para los solteros, en las que 
										se realizan reuniones sociales y se 
										juzgan los sucesos públicos, un rasgo 
										más que es común a todos los habitantes 
										de las islas del océano Pacífico, y 
										también a los esquimales, indios pieles 
										rojas, etc. Grupos enteros de aldeas 
										mantienen relaciones amistosas, y se 
										visitan mutuamente concurriendo toda la 
										comunidad. 
										Por desgracia, entre las aldeas, a 
										menudo surge enemistad, no por "el 
										exceso de densidad de la población" o 
										"de la competencia agudizada" y otros 
										inventos semejantes de nuestro siglo 
										mercantilista, sino principalmente 
										debido a la superstición. Si enferma 
										alguno, se reúnen sus amigos y parientes 
										y del modo más cuidadoso discuten el 
										problema de quién puede ser el culpable 
										de la enfermedad. Entonces, consideran a 
										todos los posibles enemigos, cada uno 
										confiesa su mínima disputa y finalmente 
										se halla la causa verdadera de la 
										enfermedad. La mandó algún enemigo de la 
										aldea vecina, y por esto resuelven hacer 
										alguna incursión a esa aldea. Debido a 
										ello, las riñas son corrientes, aun 
										entre las aldeas del litoral, sin hablar 
										ya de los antropófagos, que viven en las 
										montañas, a los que se considera como 
										verdaderos brujos y enemigos, a pesar de 
										que un conocimiento más estrecho 
										demuestra que no se distinguen en nada 
										de su vecino que vive en las costas 
										marítimas. 
										Muchas páginas asombrosas se podrían 
										escribir sobre la armonía que reina en 
										las aldeas de los habitantes polinesios 
										de las islas del Océano Pacífico. 
										Pero ellos ocupan ya un peldaño más 
										elevado de civilización, y por esto 
										tomaremos otros ejemplos de la vida de 
										los habitantes del lejano norte. 
										Agregaré solamente, antes de abandonar 
										el hemisferio sur; que hasta los 
										habitantes de Tierra del Fuego, que 
										gozan de tan mala fama, comienzan a ser 
										iluminados con luz más favorable a 
										medida que los conocemos mejor. Algunos 
										misioneros franceses, que viven entre 
										ellos, "no pueden quejarse de ningún 
										acto hostil". Viven en clanes de ciento 
										veinte a ciento cincuenta almas, y 
										también practican el comunismo primitivo 
										como los papúes. Se reparten todo entre 
										ellos, y tratan bien a los ancianos. La 
										paz completa reina entre estas tribus. 
										En los esquimales y sus más próximos 
										congéneres, los thlinkets, koloshes y 
										aleutas, hallamos una semejanza más 
										aproximada a lo que era el hombre 
										durante el período glacial. Los 
										instrumentos que ellos emplean apenas se 
										diferencian de los instrumentos del 
										paleolítico, y algunas de estas tribus 
										hasta ahora no conocen el arte de la 
										pesca: simplemente matan a los peces con 
										el arpón. Conocen el uso del hierro, 
										pero lo obtienen solamente de los 
										europeos o de lo que encuentran en los 
										esqueletos de los barcos después de los 
										naufragios. Su organización social se 
										distingue por su primitivismo completo, 
										a pesar de que ya han salido del estadio 
										del "matrimonio comunal", aun con sus 
										restricciones de "clase". Viven ya en 
										familias, pero los lazos familiares 
										todavía son débiles, puesto que de tanto 
										en tanto se produce en ellos un cambio 
										de esposas y esposos. Sin embargo, las 
										familias permanecen reunidas en clanes, 
										y no puede ser de otro modo. ¿Cómo 
										hubieran podido soportar la dura lucha 
										por la existencia si no reunieran sus 
										fuerzas del modo más estrecho? Así se 
										portan ellos, Y los lazos de clan son 
										más estrechos allí donde la lucha por la 
										vida es más dura, a saber, en el 
										nordeste de Groenlandia. Viven 
										habitualmente en una "casa larga. en la 
										que se alojan varias familias, separadas 
										entre sí por pequeños tabiques de pieles 
										desgarradas, pero con un corredor común 
										para todos. A veces la casa tiene la 
										forma de una cruz, y en tal caso, en su 
										centro colocan un hogar común. La 
										expedición alemana que pasó un invierno 
										cerca de una de esas "casas largas" se 
										pudo convencer de que durante todo el 
										invierno ártico no perturbó la paz ni 
										una pelea, y que no se produjo discusión 
										alguna por el uso de estos "espacios 
										estrechos". No se admiten las 
										amonestaciones, y ni siquiera las 
										palabras inamistosas de otro modo que no 
										sea bajo la forma legal de una canción 
										burlesca (nigthsong), que cantan las 
										mujeres en coro. De tal manera, la 
										convivencia estrecha y la estrecha 
										dependencia mutua son suficientes para 
										mantener, de siglo en siglo, el respeto 
										profundo a los intereses de la 
										comunidad, que es característico de la 
										vida de los esquimales. Aun en las 
										comunas más vastas de los esquimales "la 
										opinión pública es un verdadero tribunal 
										y el castigo habitual consiste en 
										avergonzar al culpable ante todos". 
										La vida de los esquimales está basada en 
										el comunismo. Todo lo que obtienen por 
										medio de la caza o pesca pertenece a 
										todo el clan. Pero, en algunas tribus, 
										especialmente en el Occidente, bajo la 
										influencia de los daneses, comienza a 
										desarrollarse la propiedad privada. Sin 
										embargo, emplean un medio bastante 
										original para disminuir los 
										inconvenientes que surgen del 
										acumulamiento personal de la riqueza, 
										que pronto podría perturbar la unidad 
										tribal. Cuando el esquimal empieza a 
										enriquecerse excesivamente, convoca a 
										todos los miembros de su clan a un 
										festín, y cuando los huéspedes se 
										sacian, distribuye toda su riqueza. En 
										el río Yukon, en Alaska, Dall vio que 
										una familia aleutiana repartió de tal 
										modo diez fusiles, diez vestidos de 
										pieles completos, doscientos hilos de 
										cuentas, numerosas frazadas, diez pieles 
										de lobo, doscientas pieles de castor y 
										quinientas de armiño. Luego, los dueños 
										se quitaron sus vestidos de fiesta y los 
										repartieron, vistiéndose sus viejas 
										pieles, dirigieron a los miembros de su 
										clan un breve discurso diciendo que a 
										pesar de que ahora se habían vuelto más 
										pobres que cada uno de sus huéspedes, 
										sin embargo habían ganado su amistad. 
										Tales distribuciones de riqueza se 
										convirtieron aparentemente en costumbre 
										arraigada entre los esquimales, y se 
										practica en una época determinada todos 
										los años, después de una 
										exhibición preliminar de todo lo que ha 
										sido obtenido durante el año. 
										Constituye, aparentemente, una 
										costumbre. La costumbre de enterrar con 
										el muerto, o de destruir sobre su tumba, 
										todos sus bienes personales -que 
										encontramos en todas las razas 
										primitivas-, aparentemente debe tener el 
										mismo origen. En realidad, mientras que 
										todo lo que pertenecía personalmente 
										al muerto se quema o se rompe sobre su 
										tumba, las cosas que le pertenecieron 
										conjuntamente con toda su tribu; como, 
										por ejemplo, las piraguas, redes de la 
										comuna, etc., se dejan intactas. Está 
										sujeta a la destrucción sólo la 
										propiedad personal. En una época 
										posterior, esta costumbre se convierte 
										en un rito religioso: se le da 
										interpretación mística, y la destrucción 
										es prescrita por la religión cuando la 
										opinión pública, sola, se muestra ya 
										carente de fuerzas para imponer a todos 
										la observación obligatoria de la 
										costumbre. Finalmente, la destrucción 
										real se reemplaza por un rito simbólico, 
										que consiste en quemar sobre la tumba 
										simples modelos de papel, o 
										representaciones, de los bienes del 
										muerto (así se hace en la China); o se 
										llevan a la tumba los bienes del muerto 
										y traen de vuelta a la casa al finalizar 
										la ceremonia funeraria; en esta forma, 
										se ha conservado la costumbre hasta 
										ahora, como es sabido, entre los 
										europeos con respecto a los caballos de 
										los jefes militares, las espadas, cruces 
										y otros signos de distinción oficial. 
										El alto nivel de la moral tribal de los 
										esquimales se menciona bastante a menudo 
										en la literatura general. Sin embargo, 
										las observaciones siguientes de las 
										costumbres de los aleutas -congéneres 
										próximos de los esquimales- no están 
										desprovistas de interés, tanto más 
										cuanto que pueden servir de buena 
										ilustración de la moral de los salvajes 
										en general. Pertenecen a la pluma de un 
										hombre extraordinariamente distinguido, 
										el misionero ruso Venlaminof, que las 
										escribió después de una permanencia de 
										diez años entre los aleutas y de tener 
										relaciones estrechas con ellos. 
										Las resumo, conservando en lo posible 
										las expresiones propias del autor. 
										"La resistencia -escribió- en su rasgo 
										característico, y, en verdad, es 
										colosal. No sólo se bañan todas las 
										mañanas en el mar cubierto de hielo y 
										luego se quedan desnudos en la playa, 
										respirando el aire helado, sino que su 
										resistencia, hasta en un trabajo pesado 
										y con alimento insuficiente, sobrepasa 
										todo lo que se puede imaginar. Si 
										sobreviene una escasez de alimento, el 
										aleuta se ocupa, ante todo, de sus 
										hijos; les da todo lo que tiene, y él 
										mismo ayuna. No se inclinan al robo, 
										como fue observado ya por los primeros 
										inmigrantes rusos. No es que no hayan 
										robado nunca; todo aleuta reconoce que 
										alguna vez ha robado algo, pero se trata 
										siempre de alguna fruslería, y todo esto 
										tiene carácter completamente infantil. 
										El afecto de los padres por los hijos es 
										muy conmovedor, a pesar de que nunca lo 
										expresan con caricias o palabras. El 
										aleuta difícilmente se decide a hacer 
										alguna promesa, pero una vez hecha, la 
										mantiene cueste lo que cueste. 
										Un aleuta regaló a Venlaminof un haz de 
										pescado seco, pero, en el apresuramiento 
										de la partida, fue olvidado en la 
										orilla, y el aleuta se lo llevó de 
										vuelta a su casa. No se presentó la 
										oportunidad de enviarlo a Venlaminof 
										hasta enero, y mientras tanto, en 
										noviembre y diciembre, entre estos 
										aleutas, hubo una gran escasez de 
										víveres. Pero los hambrientos no tocaron 
										el pescado ya regalado, y en enero fue 
										enviado a su destino. Su código moral es 
										variado y severo. Así por 
										ejemplo, se considera vergonzoso: temer 
										la muerte inevitable; pedir piedad al 
										enemigo; morir sin haber matado ningún 
										enemigo; ser sorprendido en robo; 
										zozobrar la canoa en el puerto; temer 
										salir al mar con tiempo tempestuoso; 
										desfallecer antes que los otros 
										camaradas si sobreviene una escasez de 
										alimentos durante un viaje largo: 
										manifestar codicia durante el reparto de 
										la presa -en cuyo caso, para avergonzar 
										al camarada codicioso, los restantes le 
										ceden su parte. Se estima vergonzoso 
										también: divulgar un secreto público a 
										su esposa; siendo dos en la caza, no 
										ofrecer la mejor parte de la presa al 
										camarada; jactarse de sus hazañas, y 
										especialmente de las imaginadas; 
										insultarse con malicia; también 
										mendigar, acariciar a su esposa en 
										presencia de los otros y danzar con 
										ella; comerciar personalmente; toda 
										venta debe ser hecha por medio de una 
										tercera persona, quien determina el 
										precio. Se estima vergonzoso para la 
										mujer: no saber coser y, en general, 
										cumplir torpemente cualquier trabajo 
										femenino; no saber danzar; acariciar a 
										su esposo y a sus niños, o hasta hablar 
										con el esposo en presencia de extraños"
										 
										Tal es la moral de los aleutas, y una 
										confirmación mayor de los hechos podría 
										ser tomada fácilmente de sus cuentos y 
										leyendas. Sólo agregaré que cuando 
										Venlaminof escribió sus Memorias 
										(el año 1840), entre los aleutas, que 
										constituían una población de sesenta mil 
										hombres, en sesenta años hubo solamente 
										un homicidio, y durante cuarenta años, 
										entre 1.800 aleutas no se produjo ningún 
										delito criminal. Esto, por otra parte, 
										no parecerá extraño si se recuerda que 
										todo género de querellas y expresiones 
										groseras son absolutamente desconocidas 
										en la vida de los aleutas. Ni siquiera 
										sus hijos pelean, y jamás se insultan 
										mutuamente de palabra. La expresión más 
										fuerte en sus labios son frases como: 
										"Tu madre no sabe coser", o "tu padre es 
										tuerto". 
										Muchos rasgos de la vida de los salvajes 
										continúan siendo, sin embargo, un enigma 
										para los europeos. En confirmación del 
										elevado desarrollo de la solidaridad 
										tribal entre los salvajes y sus buenas 
										relaciones mutuas, se podría citar los 
										testimonios más dignos de fe en la 
										cantidad que se quiera. Y, sin embargo, 
										no es menos cierto que estos mismos 
										salvajes practican el infanticidio, y 
										que en algunos casos matan a sus 
										ancianos, y que todos obedecen 
										ciegamente a la costumbre de la venganza 
										de sangre. Debemos, por esto, tratar de 
										explicar la existencia simultánea de los 
										hechos que para la mente europea 
										parecen, a primera vista, completamente 
										incompatibles. 
										Acabamos de mencionar cómo el aleuta 
										ayunará días enteros, y hasta semanas, 
										entregando todo comestible a su niño; 
										cómo la madre bosquímana se hace esclava 
										para no separarse de su hijo, y se 
										podrían llenar páginas enteras con la 
										descripción de las relaciones realmente
										tiernas existentes entre los 
										salvajes y sus hijos. En los relatos de 
										todos los viajeros se encuentran 
										continuamente hechos semejantes. En uno 
										leéis sobre el tierno, amor de la madre; 
										en otro, el relato de un padre que corre 
										locamente por el bosque, llevando sobre 
										sus hombros a un niño mordido por una 
										serpiente; o algún misionero narra la 
										desesperación de los padres ante la 
										pérdida de un niño, al que ya habían 
										salvado de ser llevado al sacrificio 
										inmediatamente después de haber nacido; 
										o bien, os enteráis de que las madres 
										"salvajes" amamantan habitualmente a sus 
										niños hasta el cuarto año de edad, y que 
										en las islas de la Nuevas Hébridas, en 
										caso de la muerte de un niño 
										especialmente querido, su madre o tía se 
										suicidan para cuidar a su amado en el 
										otro mundo. Y así sin fin. 
										Hechos semejantes se citan en cantidad; 
										y por ello, cuando vemos que los mismos 
										padres amantes practican el 
										infanticidio, debemos reconocer 
										necesariamente que tal costumbre 
										(cualesquiera que sean sus ulteriores 
										transformaciones) surgió bajo la presión 
										directa de la necesidad, como resultado 
										del sentimiento de deber hacia la tribu, 
										y para tener la posibilidad de criar a 
										los niños ya crecidos. Hablando en 
										general, los salvajes de ningún modo "se 
										reproducen sin medida", como expresan 
										algunos escritores ingleses. Por lo 
										contrario, toman todo género de medidas 
										para disminuir la natalidad. Justamente 
										con éste objeto existe entre ellos una 
										serie completa de las más diversas 
										restricciones, que a los europeos 
										indudablemente hasta les parecerían 
										molestas en exceso, y que son, sin 
										embargo, severamente observadas por los 
										salvajes. Pero, con todo, los pueblos 
										primitivos no pueden criar a todos los 
										niños que nacen, y entonces recurren al 
										infanticidio. Por otra parte, ha sido 
										observado más de una vez que si bien 
										consiguen aumentar sus recursos 
										corrientes de existencia, en seguida 
										dejan de recurrir a esta medida, que, en 
										general, los padres cumplen muy a 
										disgusto, y en la primera posibilidad 
										recurren a todo género de compromisos 
										con tal de conservar la vida de sus 
										recién nacidos. Como ha sido dicho ya 
										por mi amigo Elíseo Reclus en su hermoso 
										libro sobre los salvajes, por desgracia 
										insuficientemente conocido, ellos 
										inventan, por esta razón, los días de 
										nacimientos faustos y nefastos, para 
										salvar siquiera la vida de los niños 
										nacidos en los días faustos; tratan de 
										tal modo de posponer la ejecución 
										algunas horas y dicen después que si el 
										niño ya ha vivido un día, está destinado 
										a vivir toda la vida. Oyen los gritos de 
										los niños pequeños como si vinieran del 
										bosque, y aseguran que si se oye tal 
										grito anuncia desgracia para toda la 
										tribu; y puesto que no tienen nodrizas 
										especiales ni casa de expósitos que los 
										ayuden a deshacerse de los niños, cada 
										uno se estremece ante la idea de cumplir 
										la cruel sentencia, y por eso prefieren 
										exponer al niño en el bosque, antes que 
										quitarle la vida por un medio violento. 
										El infanticidio es sostenido, de este 
										modo, por la insuficiencia de 
										conocimientos, y no por crueldad; y en 
										lugar de llenar a los salvajes con 
										sermones, los misioneros harían mucho 
										mejor si siguieran el ejemplo de 
										Venlaminof, quien todos los años, hasta 
										una edad muy avanzada, cruzaba el mar de 
										Ojots en una miserable goleta para 
										visitar a los tunguses y kamchadales, o 
										viajaba, llevado por perros, entre los 
										chukchis, aprovisionándolos de pan y 
										utensilios para la caza. De tal modo 
										consiguió realmente extirpar el 
										infanticidio. 
										Lo mismo es cierto, también, con 
										respecto al fenómeno que observadores 
										superficiales llamaron parricidio. 
										Acabamos de ver que la costumbre de 
										matar a los viejos no está de ningún 
										modo tan extendida como la han referido 
										algunos escritores. En todos estos 
										relatos hay muchas exageraciones; pero 
										es indudable que tal costumbre se 
										encuentra temporalmente entre casi todos 
										los salvajes, y tales casos se explican 
										por las mismas razones que el abandono 
										de los niños. Cuando el viejo salvaje 
										comienza a sentir que se convierte en 
										una carga para su tribu; cuando todas 
										las mañanas ve que quitan a los niños la 
										parte de alimento que le toca -y los 
										pequeños que no se distinguen por el 
										estoicismo de sus padres, lloran cuando 
										tienen hambre-; cuando todos los días 
										los jóvenes tienen que cargarlo sobre 
										sus hombros para llevarlo por el litoral 
										pedregoso o por la selva virgen, ya que 
										los salvajes no tienen sillones con 
										ruedas para enfermos ni indigentes para 
										llevar tales sillones entonces el viejo 
										comienza a repetir lo que hasta ahora 
										repiten los campesinos viejos de Rusia:
										Chuyoi viék zaidaiu: pora na pokoi
										(literalmente: vivo la vida ajena, 
										es hora de irme a descansar). Y se van a 
										descansar. Obra de la misma forma que 
										obra un soldado, en tales casos. Cuando 
										la salvación de un destacamento depende 
										de su máximo avance, y el soldado no 
										puede avanzar más, y sabe que debe morir 
										si queda rezagado, suplica a su mejor 
										amigo que le preste el último servicio 
										antes de que el destacamento avance. Y 
										el amigo descarga, con mano temblorosa, 
										su fusil en el cuerpo moribundo. 
										Así obran también los salvajes. El 
										salvaje viejo pide la muerte; él mismo 
										insiste en el cumplimiento de este 
										último deber suyo hacia su tribu. Recibe 
										primero la conformidad de los miembros 
										de su tribu para esto. Entonces él mismo 
										se cava la fosa e invita a todos los 
										congéneres a su último festín de 
										despedida. Así, en su momento, obró su 
										padre, ahora llególe su turno, y 
										amistosamente se despide de todos, antes 
										de separarse de ellos. El salvaje, hasta 
										tal punto considera semejante muerte 
										como el cumplimiento de un deber 
										hacia su tribu, que no sólo se rehúsa a 
										que lo salven de la muerte (como refirió 
										Moffat), sino que ni aun reconoce tal 
										liberación si llegara a realizarse. Así, 
										cuando una mujer que debía morir sobre 
										la tumba de su esposo (en virtud del 
										rito mencionado antes) fue salvada de la 
										muerte por los misioneros y llevada por 
										ellos a una isla, huyó durante la noche, 
										atravesando a nado un amplio estrecho, y 
										se presentó ante su tribu para morir 
										sobre la tumba. La muerte en tales casos 
										se hace para ellos una cuestión de 
										religión. Pero, hablando en general, es 
										tan repulsivo para los salvajes verter 
										sangre fuera de las batallas, que aun en 
										estos casos ninguno de ellos se encarga 
										del homicidio, y por eso recurren, a 
										toda clase de medios indirectos que los 
										europeos no comprendieron y que 
										interpretaron de un modo completamente 
										falso. En la mayoría de los casos dejan 
										en el bosque al viejo que se ha decidido 
										a morir, dándole una porción de comida, 
										mayor que la debida, de la provisión 
										común. ¡Cuántas veces las partidas 
										exploradoras de las expediciones polares 
										hubieron de obrar exactamente del mismo 
										modo cuando no tenían fuerzas para 
										llevar a un camarada enfermo! "Aquí 
										tienes provisiones. Vive todavía algunos 
										días. Tal vez llegue de alguna 
										parte una ayuda inesperada". 
										Los sabios de Europa occidental, 
										encontrándose ante tales hechos, se 
										muestran decididamente incapaces de 
										comprenderlos; no pueden reconciliarlos 
										con los hechos que testimonian el 
										elevado desarrollo de la moral tribal, y 
										por eso prefieren arrojar una sombra de 
										duda sobre las observaciones 
										absolutamente fidedignas, referentes a 
										la última, en lugar de buscar 
										explicación para la existencia paralela 
										de un doble género de hechos: la elevada 
										moral tribal y, junto a ella, el 
										homicidio de los padres muy ancianos y 
										los recién nacidos. Pero si los mismos 
										europeos, a su vez, refirieran a un 
										salvaje que personas sumamente amables, 
										afectos a sus niños, y tan 
										impresionables que lloran cuando ven en 
										el escenario de un teatro una desgracia 
										imaginaria, viven en Europa al lado de 
										zaquizamíes donde los niños mueren 
										simplemente por insuficiencia de 
										alimentos, entonces el salvaje tampoco 
										los comprendería. Recuerdo cuán 
										vagamente me empeñé en explicar a mis 
										amigos tunguses nuestra civilización 
										construida sobre el individualismo; no 
										me comprenden y recurrían a las 
										conjeturas más fantásticas. El hecho es 
										que el salvaje educado en las ideas de 
										solidaridad tribal, practicada en todas 
										las ocasiones, malas y buenas, es tan 
										exactamente incapaz de comprender al 
										europeo "moral" que no tiene ninguna 
										idea de tal solidaridad, como el europeo 
										medio es incapaz de comprender al 
										salvaje. Además, si nuestro sabio 
										tuviera que vivir entre una tribu 
										semihambrienta de salvajes, cuyo 
										alimento total disponible no alcanzara 
										para alimentar algunos días a un hombre, 
										entonces comprendería quizá qué es lo 
										que guía a los salvajes en sus actos. 
										Del mismo modo, si un salvaje viviera 
										entre nosotros y recibiera nuestra 
										"educación", quizá comprendiera la 
										insensibilidad europea hacia nuestros 
										semejantes y esas comisiones reales que 
										se ocupan de la cuestión de la 
										prevención de las diversas formas 
										legales de homicidio que se practican en 
										Europa. "En casa de piedra, los 
										corazones se vuelven de piedra", dicen 
										los campesinos rusos; pero el "salvaje" 
										tendría que haber vivido primero en una 
										casa de piedra. 
										Observaciones semejantes podrían hacerse 
										también respecto a la antropofagia. Si 
										se toman en cuenta todos los hechos que 
										fueron dilucidados recientemente, 
										durante la consideración de este 
										problema, en la Sociedad Antropológica 
										de París, y también muchas observaciones 
										casuales diseminadas en la literatura 
										sobre los "salvajes", estaremos 
										obligados a reconocer que la 
										antropofagia fue provocada por la 
										necesidad apremiante; y que sólo bajo la 
										influencia de los prejuicios y de la 
										religión se desarrolló hasta alcanzar 
										las proporciones espantosas que alcanzó 
										en las islas de Fiji y en México, sin 
										ninguna necesidad, cuando se convirtió 
										en un rito religioso. 
										Es sabido que hasta la época presente 
										muchas tribus de salvajes suelen verse 
										obligadas, de tiempo en tiempo, a 
										alimentarse con carroña casi en completo 
										estado de putrefacción, y en casos de 
										carencia completa de alimentos, algunas 
										tuvieron que violar sepulturas y 
										alimentarse con cadáveres humanos, aun 
										en épocas de epidemia. Tales hechos son 
										completamente fidedignos. Pero si nos 
										trasladamos mentalmente a las 
										condiciones que tuvo que soportar el 
										hombre durante el período glacial, en un 
										clima húmedo y frío, no teniendo a su 
										disposición casi ningún alimento 
										vegetal; si tenemos en cuenta las 
										terribles devastaciones producidas aún 
										hoy por el escorbuto entre los pueblos 
										semisalvajes hambrientos y recordamos 
										que la carne y la sangre fresca eran los 
										únicos medios conocidos por ellos para 
										fortificarse, deberemos admitir que el 
										hombre, que fue primeramente un animal 
										granívoro, se hizo carnívoro, con toda 
										probabilidad, durante el período 
										glacial, en que desde el norte avanzaba 
										lentamente una capa enorme de hielo, y 
										con su hálito frío, agotaba toda la 
										vegetación. 
										Naturalmente, en aquellos tiempos 
										probablemente había abundancia de toda 
										clase de bestias; pero es sabido que en 
										las regiones árticas las bestias a 
										menudo emprenden grandes migraciones, y 
										a veces desaparecen por completo durante 
										algunos años de un territorio 
										determinado. Con el avance. de la capa 
										glacial las bestias, evidentemente, se 
										alejaron hacia el sur, como lo hacen 
										ahora los corzos, que huyen, en caso de 
										grandes nevadas, de la orilla norte del 
										Amur a la meridional. En tales casos, el 
										hombre se veía privado de los últimos 
										medios de subsistencia. Sabemos, además, 
										que hasta los europeos, durante duras 
										experiencias semejantes, recurrieron a 
										la antropofagia; no es de extrañar que 
										recurrieran a ella también los salvajes. 
										Hasta en la época presente suelen verse 
										obligados, temporalmente. a devorar los 
										cadáveres de sus muertos, y en épocas 
										anteriores, en tales casos, se veían 
										obligados a devorar también a los 
										moribundos. Los ancianos morían entonces 
										convencidos de que con su muerte 
										prestaban el último servicio a su tribu. 
										He aquí por qué algunas tribus atribuyen 
										al canibalismo origen divino, 
										representándolo como algo sugerido por 
										orden de un enviado del cielo. 
										Posteriormente, la antropofagia perdió 
										el carácter de necesidad y se convirtió 
										en una "supervivencia" supersticiosa. 
										Necesario era devorar a los enemigos 
										para heredar su coraje; luego, en una 
										época posterior, con ese propósito sólo 
										se devoraba el corazón del enemigo o sus 
										ojos. Al mismo tiempo, en otras tribus, 
										en las que se había desarrollado un 
										clero numeroso y elaborado una mitología 
										compleja, se inventaron dioses malignos, 
										sedientos de sangre humana, y los 
										sacerdotes exigieron sacrificios humanos 
										para apaciguar a los dioses. En esta 
										fase religiosa de su existencia, el 
										canibalismo alcanzó su forma más 
										repulsiva. México es bien conocido en 
										este sentido como ejemplo, y en las 
										Fiji, donde el rey podía devorar a 
										cualquiera de sus súbditos, encontramos 
										también una casta poderosa de 
										sacerdotes, una compleja teología y un 
										desarrollo complejo del poder ilimitado 
										de los reyes. De tal modo el 
										canibalismo, que nació por la fuerza de 
										la necesidad, se convirtió en un período 
										posterior en institución religiosa, y en 
										esta forma existió durante mucho tiempo, 
										después de haber desaparecido, hacía 
										mucho, entre tribus que indudablemente 
										lo practicaban en épocas anteriores, 
										pero que no alcanzaron la forma 
										religiosa de desarrollo. Lo mismo puede 
										decirse con respecto al infanticidio y 
										al abandono de los padres muy ancianos a 
										los caprichos de la suerte. En algunos 
										casos estos fenómenos se mantuvieron 
										también como supervivencia de tiempos 
										antiguos, en forma de tradición 
										conservada religiosamente. 
										Finalmente, citaré aquí todavía una 
										costumbre extraordinariamente importante 
										y generalizada que ha dado motivo, en la 
										literatura, a las conclusiones más 
										erróneas. Me refiero a la costumbre de 
										la venganza de sangre. Todos los 
										salvajes están convencidos de que la 
										sangre vertida debe ser vengada con 
										sangre. Si alguien ha sido herido y su 
										sangre vertida, entonces la sangre del 
										que produjo la herida también debe ser 
										vertida. No se admite excepción alguna a 
										esta regla; se extiende hasta a los 
										animales; si un cazador ha vertido 
										sangre -matando a un oso o a una 
										ardilla-, su sangre debe ser vertida a 
										su vuelta de la caza. Tal es la 
										concepción que hasta ahora se conserva 
										en la Europa occidental con respecto al 
										homicidio.  
										Mientras el ofensor y el ofendido 
										pertenecen a la misma tribu, el asunto 
										se resuelve muy simplemente: la tribu y 
										las personas afectadas resuelven por sí 
										mismas el asunto. Pero cuando el 
										delincuente pertenece a otra tribu, y 
										esta tribu, por cualquier razón, se 
										rehúsa a dar satisfacción, entonces la 
										tribu ofendida se encarga de la 
										venganza. Los hombres primitivos 
										conciben los actos de cada uno en 
										particular como asuntos de toda su 
										tribu, que han recibido la aprobación de 
										ella y, por eso, estiman a toda la tribu 
										responsable de los actos de cada uno de 
										sus miembros. Debido a esto, la venganza 
										puede caer sobre cualquier miembro de la 
										tribu a que pertenece el ofensor. Pero a 
										menudo sucede que la venganza ha 
										sobrepasado a la ofensa. Con intención 
										de producir sólo una herida, los 
										vengadores pudieron matar al ofensor o 
										herirlo más gravemente de lo que habían 
										supuesto; entonces se produce una nueva 
										ofensa, de la otra parte, que exige una 
										nueva venganza tribal; el asunto se 
										prolonga de este modo, sin fin. Y, por 
										eso, los primitivos legisladores 
										establecían muy cuidadosamente los 
										límites exactos del desquite: ojo por 
										ojo, diente por diente y sangre por 
										sangre. Pero, ¡no más! Es notable, sin 
										embargo, que en la mayoría de los 
										pueblos primitivos, semejantes casos de 
										venganza de sangre son incomparablemente 
										más raros de lo que se podría esperar, a 
										pesar de que en ellos alcanzan un 
										desarrollo completamente anormal, 
										especialmente entre los montañeses, 
										arrojados a la montaña por los 
										inmigrantes extranjeros, como, por 
										ejemplo, en los montañeses del Cáucaso y 
										especialmente entre los dayacos en 
										Borneo. Entre los dayacos -según las 
										palabras de algunos viajeros 
										contemporáneos- se habría llegado a tal 
										punto que un hombre joven no puede 
										casarse ni ser declarado mayor de edad 
										antes de haber traído siquiera una 
										cabeza de enemigo. Así, por lo menos, 
										refirió con todos los detalles cierto 
										Carl Bock. Parece, sin embargo, que los 
										informes publicados al respecto son 
										exagerados en extremo. En todo caso, lo 
										que los ingleses llaman "cazar cabezas" 
										se presenta bajo una luz completamente 
										distinta cuando nos enteramos que el 
										supuesto "cazador" de ningún modo 
										"caza", y ni siquiera se guía por un 
										sentimiento personal de venganza. Obra 
										de acuerdo con lo que estima una 
										obligación moral hacia su tribu, y por 
										eso obra lo mismo que el juez europeo, 
										que obedeciendo evidentemente al mismo 
										principio falso: "sangre por sangre", 
										entrega al condenado por él en manos del 
										verdugo. Ambos -tanto el dayaco como 
										nuestro juez experimentarían hasta 
										remordimiento de conciencia si por un 
										sentimiento de compasión perdonaran al 
										homicida. He aquí por qué los dayacos, 
										fuera de esta esfera de los homicidios 
										cometidos bajo la influencia de sus 
										concepciones de la justicia, son, según 
										el testimonio ecuánime de todos los que 
										los conocen bien, un pueblo 
										extraordinariamente simpático. El mismo 
										Carl Bock, que hizo tan terrible pintura 
										de la "caza de cabezas", escribe: 
										"En cuanto a la moral de los dayacos, 
										debo asignarles el elevado lugar que 
										merecen en el concierto de los otros 
										pueblos... El pillaje y el robo son 
										completamente desconocidos entre ellos. 
										Se distinguen también por una gran 
										veracidad... Si no siempre llegué a 
										obtener de ellos 'toda la verdad', sin 
										embargo, nunca les oí decir nada salvo 
										la verdad. Por desgracia, no se puede 
										decir lo mismo de los malayos"... (págs. 
										209 y 210). 
										El testimonio de Bock es corroborado 
										totalmente por Ida Pfeiffer: "comprendí 
										plenamente -escribió ésta- que 
										continuaría con placer viajando entre 
										ellos. Generalmente los hallaba 
										honestos, buenos y modestos... en grado 
										bastante mayor que cualquiera de los 
										otros pueblos que yo conocía". Stoltze, 
										hablando de los dayacos, usa casi las 
										mismas expresiones. Habitualmente los 
										dayacos no tienen más que una sola 
										esposa, y la tratan bien. Son muy 
										sociables, y todas las mañanas el clan 
										entero va en partidas numerosas a 
										pescar, a cazar o a realizar sus labores 
										de huerta. Sus aldeas se componen de 
										grandes chozas, en cada una de las 
										cuales se alojan alrededor de una docena 
										de familias, y a veces un centenar de 
										hombres, y todos ellos viven entre sí 
										muy pacíficamente. Con gran respeto 
										tratan a sus esposas Y aman mucho a sus 
										hijos; cuando alguno enferma, las 
										mujeres lo cuidan por turno. En general, 
										son muy moderados en la comida y en la 
										bebida. Tales son los dayacos en su vida 
										cotidiana real. 
										Citar más ejemplos de la vida de los 
										salvajes significaría solamente repetir, 
										una y otra vez, lo que se ha dicho ya. 
										Dondequiera que nos dirijamos, hallamos 
										por doquier las mismas costumbres 
										sociales, el mismo espíritu comunal. Y 
										cuando tratamos de penetrar en las 
										tinieblas de los siglos pasados, vemos 
										en ellos la misma vida tribal, y las 
										mismas uniones de hombres, aunque muy 
										primitivas, para el apoyo mutuo. Por 
										esto Darwin tuvo perfecta razón cuando 
										vio en las cualidades sociales de los 
										hombres la principal fuerza activa de su 
										desarrollo máximo, y los expositores de 
										Darwin de ningún modo tienen razón 
										cuando afirman lo contrario. 
										"La debilidad comparativa del hombre y 
										la poca velocidad de sus movimientos 
										-escribió-, y también la insuficiencia 
										de sus armas naturales, etcétera, fueron 
										más que compensadas en primer lugar por 
										sus facultades mentales (las que, como 
										observó Darwin en otro lugar, se 
										desarrollaron principalmente, o casi 
										exclusivamente, en interés de la 
										sociedad); y en segundo lugar, por sus
										cualidades sociales, en virtud de 
										las cuales prestó ayuda. " 
										En el siglo XVIII estaba en boga 
										idealizar "a los salvajes" y la "vida en 
										estado natural". Ahora los hombres de 
										ciencia han caído en el extremo opuesto, 
										en especial desde que algunos de ellos, 
										pretendiendo demostrar el origen animal 
										del hombre, pero no conociendo la 
										sociabilidad de los animales, comenzaron 
										a acusar a los salvajes de todas las 
										inclinaciones "bestiales" posibles e 
										imaginables. Es evidente, sin embargo, 
										que tal exageración es más científica 
										que la idealización de Rousseau. El 
										hombre primitivo no puede ser 
										considerado como ideal de virtud ni como 
										ideal de "salvajismo". Pero tiene una 
										cualidad elaborada y fortificada por las 
										mismas condiciones de su dura lucha por 
										la existencia: identifica su propia 
										existencia con la vida de su tribu; y, 
										sin esta cualidad, la humanidad nunca 
										hubiera alcanzado el nivel en que se 
										encuentra ahora. 
										Los hombres primitivos, como hemos dicho 
										antes, hasta tal punto identifican su 
										vida con la vida de su tribu, que cada 
										uno de sus actos, por más insignificante 
										que sea en si mismo, se considera como 
										un asunto de toda la tribu. Toda su 
										conducta está regulada por una serie 
										completa de reglas verbales de decoro, 
										que son fruto de su experiencia general, 
										con respecto a lo que debe considerarse 
										bueno o malo; es decir, beneficioso o 
										pernicioso para su propia tribu. 
										Naturalmente, los razonamientos en que 
										están basadas estas reglas de decencia 
										suelen ser, a veces, absurdos en 
										extremo. Muchos de ellos tienen su 
										principio en las supersticiones. En 
										general, haga lo que haga un salvaje 
										sólo ve las consecuencias más inmediatas 
										de sus hechos; no puede prever sus 
										consecuencias indirectas y más lejanas; 
										pero en esto sólo exageran el error que 
										Bentham reprochaba a los legisladores 
										civilizados. Podemos encontrar absurdo 
										el derecho común de los salvajes, pero 
										obedecen a sus prescripciones, por más 
										que les sean embarazosas. Las obedecen 
										más ciegamente aún de lo que el hombre 
										civilizado obedece las prescripciones de 
										sus leyes. El derecho común del salvaje 
										es su religión; es el carácter mismo de 
										su vida. La idea del clan está siempre 
										presente en su mente; y por eso las 
										autolimitaciones y el sacrificio en 
										interés del clan es el fenómeno más 
										cotidiano. Si el salvaje ha infringido 
										algunas de las reglas menores 
										establecidas por su tribu, las mujeres 
										lo persiguen con sus burlas. Si la 
										infracción tiene carácter más serio, lo 
										atormenta entonces, día y noche, el 
										miedo de haber atraído la desgracia 
										sobre toda su tribu, hasta que la tribu 
										lo absuelve de su culpa. Si el salvaje 
										accidentalmente ha herido a alguien de 
										su propio clan, y de tal modo ha 
										cometido el mayor de los delitos, se 
										convierte en hombre completamente 
										desdichado: huye al bosque y está 
										dispuesto a terminar consigo si la tribu 
										no lo absuelve de la culpa, provocándole 
										algún dolor físico o vertiendo cierta 
										cantidad de su propia sangre. Dentro de 
										la tribu todo es distribuido en común; 
										cada trozo de alimento, como hemos 
										visto, se reparte entre los presentes; 
										hasta en el bosque el salvaje invita a 
										todos los que desean compartir su 
										comida. 
										Hablando con más brevedad, dentro de la 
										tribu, la regla: "cada uno para todos", 
										reina incondicionalmente hasta que el 
										surgimiento de la familia separada 
										empieza a perturbar la unidad tribal. 
										Pero esta regla no se extiende a los 
										clanes o tribus vecinas, ni siquiera si 
										se han aliado para la defensa mutua. 
										Cada tribu o clan representa una unidad 
										separada. Así como entre los mamíferos y 
										las aves, el territorio no queda 
										indiviso, sino que es repartido entre 
										familias separadas, del mismo modo se le 
										distribuye entre las tribus separadas y, 
										exceptuando épocas de guerra, estos 
										límites se observan religiosamente. Al 
										penetrar en territorio vecino, cada uno 
										debe mostrar que no tiene malas 
										intenciones; cuanto más ruidosamente 
										anuncia su aproximación, tanto más goza 
										de confianza; si entra en una casa, debe 
										entonces dejar su hacha a la entrada. 
										Pero ninguna tribu está obligada a 
										compartir sus alimentos con otras 
										tribus; libre es de hacerlo o no. Debido 
										a esto, toda la vida del hombre 
										primitivo se descompone en dos géneros 
										de relaciones, y debe ser considerada 
										desde dos puntos de vista éticos: las 
										relaciones dentro de la tribu y las 
										relaciones fuera de ella; y (como 
										nuestro derecho internacional) el 
										derecho "intertribal" se diferencia 
										mucho del derecho tribal común. Debido a 
										esto, cuando se llega hasta la guerra 
										entre dos tribus, las crueldades más 
										indignantes hacia el enemigo pueden ser 
										consideradas como algo merecedor del 
										mayor elogio. 
										Tal doble concepción de la moral 
										atraviesa, por otra parte, todo el 
										desarrollo de la humanidad, y se ha 
										conservado hasta los tiempos presentes. 
										Nosotros, europeos, hemos hecho algo -no 
										mucho, en todo caso- para apartamos de 
										esta doble moral; pero necesario es, 
										también, decir que si hasta un cierto 
										grado hemos extendido nuestras ideas de 
										solidaridad -por lo menos en teoría- a 
										toda la nación, y a veces también a 
										otras naciones, al mismo tiempo hemos 
										debilitado los lazos de solidaridad 
										dentro de nuestra nación y hasta dentro 
										de nuestra misma familia. 
										La aparición de las familias separadas 
										dentro del clan perturbó de manera 
										inevitable la unidad establecida. La 
										familia aislada conduce, 
										inevitablemente, a la propiedad privada 
										y a la acumulación de riqueza personal. 
										Hemos visto, sin embargo, cómo los 
										esquimales tratan de obviar los 
										inconvenientes de este nuevo principio 
										en la vida tribal. En un desarrollo más avanzado de la humanidad, la misma tendencia toma nuevas formas: y seguir las huellas de las diferentes instituciones vitales (las comunas aldeanas, guildas, etc.), con ayuda de las cuales las masas populares se empeñaron en mantener la unidad tribal, a pesar de las influencias que se habían empeñado en destruirla, constituiría una de las investigaciones más instructivas. Por otra parte, los primeros rudimentos de conocimientos aparecidos en épocas extremadamente lejanas, en que se confundían con la hechicería, también se hicieron en manos del individuo una fuerza que podía dirigirse contra los intereses de la tribu. Estos rudimentos de conocimientos se conservaban entonces en gran secreto, y se transmitían solamente a los iniciados en las sociedades secretas de hechiceros, shamanes y sacerdotes que encontramos en todas las tribus decididamente primitivas. Además, al mismo tiempo, las guerras e incursiones creaban el poder militar y también la casta de los guerreros, cuyas asociaciones y "clubs" poco a poco adquirieron enorme fuerza. Pero con todo, nunca, en ningún período de la vida de la humanidad, las guerras fueron la condición normal de la vida. Mientras los guerreros se destruían entre sí, y los sacerdotes glorificaban estos homicidios, las masas populares proseguían llevando la vida cotidiana y haciendo su trabajo habitual de cada día. Y seguir esta vida de la masa, estudiar los métodos con cuya ayuda mantuvieron su organización social, basada en sus concepciones de la igualdad, de la ayuda mutua y del apoyo mutuo -es decir, su derecho común-, aun entonces, cuando estaban sometidos a la teocracia o aristocracia más brutal en el gobierno, estudiar esta faz del desarrollo de la humanidad es muy importante actualmente para una verdadera ciencia de la vida.  | 
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