|
|
DIVULGACIÓN CULTURAL | |
FILOSOFÍA | |
Anarquismo | |
Piotr Kropotkin El apoyo mutuo
|
|
Prólogo a la Edición Rusa - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 -Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 - Conclusión | |
Capítulo 3LA AYUDA MUTUA ENTRE LOS SALVAJES
Hemos considerado rápidamente, en los
dos capítulos precedentes, el enorme
papel de la ayuda mutua y del apoyo
mutuo en el desarrollo progresivo del
mundo animal. Ahora tenemos que echar
una mirada al papel que los mismos
fenómenos desempeñaron en la evolución
de la humanidad. Hemos visto cuán
insignificante es el número de especies
animales que llevan una vida solitaria,
y, por lo contrario, cuán innumerables
la cantidad de especies que viven en
sociedades, uniéndose con fines de
defensa mutua, o bien para cazar y
acumular depósitos de alimentos, para
criar la descendencia o, simplemente,
para el disfrute de la vida en común.
Hemos visto, también, que aunque la
lucha que se libra entre las diferentes
clases de animales, diferentes especies,
aun entre los diferentes grupos de la
misma especie, no es poca, sin embargo,
hablando en general, dentro del grupo y
de la especie reinan la paz y el apoyo
mutuo; y aquellas especies que poseen
mayor inteligencia para unirse y evitar
la competencia y la lucha, tienen
también mejores oportunidades para
sobrevivir y alcanzar el máximo
desarrollo progresivo. Tales especies
florecen mientras que las especies que
desconocen la sociabilidad van a la
decadencia.
Evidente es que el hombre seria la
contradicción de todo lo que sabemos de
la naturaleza si fuera la excepción a
esta regla general: si un ser tan
indefenso como el hombre en la aurora de
su existencia hubiera hallado protección
y un camino de progreso, no en la ayuda
mutua, como en los otros animales, sino
en la lucha irrazonada por ventajas
personales, sin prestar atención a los
intereses de todas las especies. Para
toda inteligencia identificada con la
idea de la unidad de la naturaleza, tal
suposición parecerá completamente
inadmisible. Y sin embargo, a pesar de
su inverosimilitud y su falta de lógica,
ha encontrado siempre partidarios.
Siempre hubo escritores que han mirado a
la humanidad como pesimistas. Conocían
al hombre, más o menos superficialmente,
según su propia experiencia personal
limitada: en la historia se limitaban al
conocimiento de lo que nos contaban los
cronistas que siempre han prestado
atención principalmente a las guerras, a
las crueldades, a la opresión; y estos
pesimistas llegaron a la conclusión de
que la humanidad no constituye otra cosa
que una sociedad de seres débilmente
unidos y siempre dispuestos a pelearse
entre sí, y que sólo la intervención de
alguna autoridad impide el estallido de
una contienda general.
Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII,
el primero después de Bacon que se
decidió a explicar que las concepciones
morales del hombre no habían nacido de
las sugestiones religiosas, se colocó,
como es sabido, precisamente en tal
punto de vista. Los hombres primitivos,
según su opinión, vivían en una eterna
guerra intestina, hasta que aparecieron
entre ellos los legisladores, sabios y
poderosos que asentaron el principio de
la convivencia pacífica.
En el siglo XVIII, naturalmente, había
pensadores que trataron de demostrar que
en ningún momento de su existencia -ni
siquiera en el período más primitivo-
vivió la humanidad en estado de guerra
ininterrumpida, que el hombre era un ser
social aún en "estado natural" y que más
bien la falta de conocimientos que las
malas inclinaciones naturales llevaron a
la humanidad a todos los horrores que
caracterizaron su vida histórica pasada.
Pero, los numerosos continuadores de
Hobbes prosiguieron, sin embargo,
sosteniendo que el llamado "estado
natural" no era otra cosa que una lucha
continua entre los hombres agrupados
casualmente por las inclinaciones de su
naturaleza de bestia.
Naturalmente, desde la época de Hobbes
la ciencia ha hecho progresos y nosotros
pisamos ahora un terreno más seguro que
el que pisaba él, o el que pisaban en la
época de Rousseau. Pero la filosofía de
Hobbes aún ahora tiene bastantes
adoradores, y en los últimos tiempos se
ha formado toda una escuela de
escritores que, armados, no tanto de las
ideas de Darwin como de su terminología,
se han aprovechado de esta última para
predicar en favor de las opiniones de
Hobbes sobre el hombre primitivo; y
consiguieron hasta dar a esta prédica un
cierto aire de apariencia científica.
Huxley, como es sabido, encabezaba esta
escuela, y en su conferencia, leída en
el año 1888, presentó a los hombres
primitivos como algo a modo de tigres o
leones, desprovistos, de toda clase de
concepciones sociales, que no se
detenían ante nada en la lucha por la
existencia, y cuya vida entera
transcurría en una -"pendencia
continua". "Más allá de los límites
familiares orgánicos y temporales, la
guerra hobbesiana de cada uno contra
todos era -dice- el estado normal de su
existencia".
Ha sido observado más de una vez que el
error principal de Hobbes, y en general
de los filósofos del siglo XVIII,
consistía en que se representaban el
género humano primitivo en forma de
pequeñas familias nómadas, a semejanza
de las familias -limitadas y temporales"
de los animales carnívoros algo más
grandes. Sin embargo, se ha establecido
ahora positivamente que semejante
hipótesis es por completo incorrecta.
Naturalmente, no tenemos hechos directos
que testimonien el modo de vida de los
primeros seres antropoides. Ni siquiera
la época de la primera aparición de
tales seres está aún establecida con
precisión, puesto que los geólogos
contemporáneos están inclinados a ver
sus huellas ya en los depósitos
plicénicos y hasta en los miocénicos del
período terciario. Pero tenemos a
nuestra disposición el método indirecto,
que nos da la posibilidad de iluminar
hasta cierto grado aun ese período
lejano. Efectivamente, durante los
últimos cuarenta años se han hecho
investigaciones muy cuidadosas de las
instituciones humanas de las razas más
inferiores, y estas investigaciones
revelaron, en las instituciones actuales
de los pueblos primitivos, las huellas
de instituciones más antiguas, hace
mucho desaparecidas, pero que, sin
embargo, dejaron signos indudables de su
existencia. Poco a poco, una ciencia
entera, la etnología, consagrada al
desarrollo de las instituciones humanas,
fue creada por los trabajos de Bachofen,
Mac Lennan, Morgan, Edward B. Tylor,
Maine, Post, Kovalevsky y muchos otros.
Y esta ciencia ha establecido ahora,
fuera de toda duda, que la humanidad no
comenzó su vida en forma de pequeñas
familias solitarias.
La familia no sólo no fue la forma
primitiva de organización, sino que, por
lo contrario, es un producto muy tardío
de la evolución de la humanidad. Por más
lejos que nos remontemos en la
profundidad de la historia más remota
del hombre, encontramos por doquier que
los hombres vivían ya en sociedades, en
grupos, semejantes a los rebaños de los
mamíferos superiores. Fue necesario un
desarrollo muy lento y prolongado para
llevar estas sociedades hasta la
organización del grupo (o clan), que a
su vez debió sufrir otro proceso de
desarrollo también muy prolongado, antes
de que pudieran aparecer los primeros
gérmenes de la familia, polígama o
monógama.
Sociedades, bandas, clanes, tribus -y no
la familia- fueron de tal modo la forma
primitiva de organización de la
humanidad y sus antecesores más
antiguos. A tal conclusión llegó la
etnología, después de investigaciones
cuidadosas, minuciosas. En suma, esta
conclusión podrían haberla predicho los
zoólogos, puesto que ninguno de los
mamíferos superiores, con excepción de
bastantes pocos carnívoros y algunas
especies de monos que indudablemente se
extinguen (orangutanes y gorilas), viven
en pequeñas familias, errando solitarias
por los bosques. Todos los otros
viven en sociedades y Darwin
comprendió también que los monos que
viven aislados nunca podrían haberse
desarrollado en seres antropoides, y
estaba inclinado a considerar al hombre
como descendiente de alguna especie de
mono, comparativamente débil, pero
indefectiblemente social, como el
chimpancé, y no de una especie más
fuerte, pero insociable, como el gorila.
La zoología y la paleontología (ciencia
del hombre más antiguo) llegan, de tal
modo, a la misma conclusión: la forma
más antigua de la vida social fue el
grupo, el clan y no la familia. Las
primeras sociedades humanas simplemente
fueron un desarrollo mayor de aquellas
sociedades que constituyen la esencia
misma de la vida de los animales
superiores.
Si pasamos ahora a los datos positivos,
veremos que las huellas más antiguas del
hombre, que datan del período glacial o
posglacial más remoto, presentan pruebas
indudables de que el hombre vivía ya
entonces en sociedades. Muy raramente
suele encontrarse un instrumento de
piedra aislado, aun en la edad de piedra
más antigua; por el contrario, donde
quiera que se ha encontrado uno o dos
instrumentos de piedra, pronto se
encontraron allí otros, casi siempre en
cantidades muy grandes. En aquellos
tiempos en que los hombres vivían
todavía en cavernas o en las hendiduras
de las rocas, como en Hastings, o
solamente se refugiaban bajo las rocas
salientes, junto con mamíferos desde
entonces desaparecidos, y apenas sabían
fabricar hachas de piedra de la forma
más tosca, ya conocían las ventajas de
la vida en sociedad. En Francia, en los
valles de los afluentes del Dordogne,
toda la superficie de las rocas está
cubierta, de tanto en tanto, de cavernas
que servían de refugio al hombre
paleolítico, es decir, al hombre de la
edad de piedra antigua. A veces las
viviendas de las cavernas están
dispuestas en pisos, y, sin duda,
recuerdan más los nidos de una colonia
de golondrinas que la madriguera de
animales de presa. En cuanto a los
instrumentos de sílice hallados en estas
cavernas, según la expresión de Lubbock,
"sin exageración puede decirse que son
innumerables". Lo mismo es verdad con
respecto a todas las otras estaciones
paleolíticas. A juzgar por las
exploraciones de Lartet, los habitantes
de la región de Aurignac, en el sur de
Francia, organizaban festines tribales
en los entierros de sus muertos. De tal
modo, los hombre vivían en sociedades, y
en ellas aparecieron los gérmenes del
rito religioso tribal, ya en aquella
época muy lejana, en la aurora de la
aparición de los primeros antropoides.
Lo mismo se confirma, con mayor
abundancia aún de pruebas respecto al
periodo neolítico, más reciente, de la
edad de piedra. Las huellas del hombre
se encuentran aquí en enormes
cantidades, de modo que por ellas se
pudo reconstituir en grado considerable
toda su manera de vivir. Cuando la capa
de hielo (que en nuestro hemisferio
debía extenderse de las regiones polares
hasta el centro de Francia, Alemania y
Rusia, y cubría el Canadá y también una
parte considerable del territorio
ocupado ahora por los Estados Unidos),
comenzó a derretirse, las superficies
libradas del hielo se cubrieron primero
de ciénagas y pantanos, y luego de
innumerables lagos.
En aquella época los lagos,
evidentemente, llenaban las depresiones
y los ensanchamientos de los valles
antes de que las aguas cavaran los
cauces permanentes, que en la época
siguiente se convirtieron en nuestros
ríos. Y dondequiera nos dirijamos ahora,
a Europa, Asia o América, encontramos
que las orillas de los innumerables
lagos de este periodo -que con justicia
deberíase llamar período lacustre-,
están cubiertas de huellas del hombre
neolítico. Estas huellas son tan
numerosas que sólo podemos asombrarnos
de la densidad de la población en
aquella época. En las terrazas que ahora
marcan las orillas de los antiguos
lagos, las "estaciones" del hombre
neolítico se siguen de cerca, y en cada
una de ellas se encuentran instrumentos
de piedra en tales cantidades que no
queda ni la menor duda de que durante un
tiempo muy largo estos lugares fueron
habitados por tribus de hombres bastante
numerosas' Talleres enteros de
instrumentos de sílice que, a su vez,
atestiguan la cantidad de trabajadores
que se reunían en un lugar, fueron
descubiertos por los arqueólogos.
Hallamos los rastros de un período más
avanzado, caracterizado ya por el uso de
productos de alfarería, en los llamados
"desechos culinarios" de Dinamarca. Como
es sabido, estos montones de conchas, de
5 a 10 pies de espesor, de 100 a 200
pies de anchura y 1.000 y más pies de
longitud, están tan extendidos en
algunos lugares del litoral marítimo de
Dinamarca que durante mucho tiempo
fueron considerados como formaciones
naturales. Y, sin embargo, se componen
"exclusivamente de los materiales
que fueron usados de un modo u otro por
el hombre", y están de tal modo repletos
de productos del trabajo humano, que
Lubbock, durante una estancia de sólo
dos días en Milgaard, halló 191 piezas
de instrumentos de piedra y cuatro
fragmentos de productos de alfarería.
Las medidas mismas y la extensión de
estos montones de restos culinarios
prueban que, durante muchas y muchas
generaciones, en las orillas de
Dinamarca se asentaron centenares de
pequeñas tribus o clanes que sin ninguna
duda vivían tan pacíficamente entre sí
como viven ahora los habitantes de
Tierra del Fuego, quienes también
acumulan ahora semejantes montones de
conchas y toda clase de desechos.
En cuanto a las construcciones
lacuestres de Suiza, que representan un
grado muy avanzado en el camino de la
civilización, constituyen aún mejores
pruebas de que sus habitantes vivían en
sociedades y trabajaban en común. Sabido
es que, ya en la edad de piedra, las
orillas de los lagos suizos estaban
sembradas de series de aldeas,
compuestas de varias chozas, construidas
sobre una plataforma sostenida por
numerosos pilotes clavados en el fondo
del lago. No menos de veinticuatro
aldeas, la mayoría de las cuales
pertenecían a la edad de piedra, fueron
descubiertas en los últimos años en las
orillas del lago de Ginebra, treinta y
dos en el lago Costanza, y cuarenta y
seis en el lago de Neufehatel, etc.,
cada una como testimonio de la inmensa
cantidad de trabajo realizado en común,
no por la familia, sino por la tribu
entera. Algunos investigadores hasta
suponen que la vida de estos habitantes
de los lagos estaba en grado notable
libre de choques bélicos; y esta
hipótesis es muy probable si se toma en
consideración la vida de las tribus
primitivas, que aún ahora viven en
aldeas semejantes, construidas sobre
pilotes a orillas del mar.
Se desprende de tal modo, aun del breve
esbozo precedente, que al final de
cuenta, nuestros conocimientos del
hombre primitivo de ningún modo son tan
pobres, y en todo caso refutan más que
confirman las hipótesis de Hobbes y de
sus continuadores contemporáneos.
Además, pueden ser completadas en medida
considerable si se recurre a la
observación directa de las tribus
primitivas que en el presente se hallan
todavía en el mismo nivel de
civilización en que estaban los
habitantes de Europa en los tiempos
prehistóricos.
Ya ha sido plenamente probado por Ed. B.
Tylor y J. Lubbock que los pueblos
primitivos que existen ahora de ningún
modo representan -como afirmaron algunos
sabios- tribus que han degenerado y que
en otros tiempos han conocido una
civilización más elevada, que luego
perdieron. Por otra parte, a las pruebas
alegadas contra la teoría de la
degeneración se puede agregar todavía lo
siguiente: con excepción de pocas tribus
que se mantienen en las regiones
montañosas poco accesibles, los llamados
"salvajes" ocupan una zona que rodea a
naciones más o menos civilizadas,
preferentemente los extremos de nuestros
continentes, que en su mayor parte
conservaron hasta ahora el carácter de
la época posglacial antigua o que hace
poco aún lo tenía. A estos pertenecen
los esquimales y sus congéneres en
Groenlandia, América Artica y Siberia
Septentrional, y en el hemisferio Sur,
los indígenas australianos, papúes, los
habitantes de Tierra de Fuego y, en
parte, los bosquímanos; y en los límites
de la extensión ocupada por pueblos más
o menos civilizados, semejantes tribus
primitivas se encuentran sólo en el
Himalaya, en las tierras altas del
Sureste de Asia y en la meseta
brasileña. No se debe olvidar que el
periodo glacial no terminó de golpe en
toda la superficie del globo terrestre;
se prolonga hasta ahora en Groenlandia.
Debido a esto, en la época en que las
regiones litorales del océano Indico,
del mar Mediterráneo, del golfo de
México gozaban ya de un clima más
templado y en ellos se desarrollaba una
civilización más elevada, inmensos
territorios de Europa Central, Siberia y
América del Norte, y también de la
Patagonia, Sur del Africa, Sureste de
Asia y Australia, permanecían todavía en
las condiciones del período posglacial
antiguo, que las hicieron inhabitables
para las naciones civilizadas de la zona
tórrida y templada. En esa época, las
zonas citadas constituían algo así como
los actuales y terribles "urman" de la
Siberia del Noroeste, y su población,
inaccesible a la civilización y no
tocada por ella, conservó el carácter
del hombre posglacial antiguo.
Solamente más tarde, cuando la
desecación hizo estos territorios más
aptos para la agricultura, comenzaron a
poblarse de inmigrantes más civilizados;
y entonces, parte de los habitantes
anteriores se fundieron poco a poco con
los nuevos colonos, mientras que otra
parte se retiraba más y más lejos en
dirección a las zonas subglaciales y se
asentaba en los lugares donde los
encontramos ahora. Los territorios
habitados por ellos en el presente
conservaron hasta ahora, o conservaban
hasta una época no muy lejana, en su
aspecto físico, un carácter casi
glacial; y las artes y los instrumentos
de sus habitantes hasta ahora no
salieron aún del período neolítico, es
decir, la edad de piedra posterior. Y a
pesar de las diferencias de raza y de la
extensión que separa estas tribus entre
sí, su modo de vida y sus instituciones
sociales son asombrosamente parecidos.
Por esto podemos considerar a estos
"salvajes" como resto de la población
del posglacial antiguo.
Lo primero que nos asombra, no bien
comenzamos a estudiar a los pueblos
primitivos, es la complejidad de la
organización de las relaciones maritales
en que viven. En la mayoría de ellos, la
familia, en el sentido como la
comprendemos nosotros, existe solamente
en estado embrionario. Pero al mismo
tiempo, los "salvajes" de ningún modo
constituyen "una turba de hombres y
mujeres poco unidos entre sí, que se
reúnen desordenadamente bajo la
influencia de caprichos del momento".
Todos ellos, por el contrario, se
someten a una organización determinada,
que Luis Morgan describió en sus rasgos
típicos y llamó organización "tribalo de
clan".
Exponiendo brevemente esta materia, muy
amplia, podemos decir que actualmente no
existen más dudas sobre el hecho de que
la humanidad, en el principio de su
existencia, ha pasado por la etapa de
las relaciones conyugales que puede
llamarse "matrimonio tribal o comunal";
es decir, los hombres o las mujeres, en
tribus enteras, vivían entre sí como los
maridos con sus esposas, prestando muy
poca atención al parentesco sanguíneo.
Pero es indudable también que algunas
restricciones a estas relaciones entre
los sexos fueron establecidas por la
costumbre ya en un período muy antiguo.
Las relaciones conyugales fueron pronto
prohibidas entre los hijos de una misma
madre y la hermana de ella, sus nietas y
tías. Mas tarde tales relaciones fueron
prohibidas entre los hijos e hijas de
una misma madre, y siguieron pronto
otras restricciones.
Poco a poco se desarrolló la idea de
clan (gens) que abarcaba a todos
los descendientes reales o supuestos de
una raíz común (más bien a todos los
unidos en un grupo de clan por el
supuesto parentesco). Y cuando el clan
se multiplicó por la subdivisión en
algunos clanes, cada uno de los cuales
se dividía, a su vez, en clases
(habitualmente en cuatro clases), el
matrimonio era permitido sólo entre
clases determinadas, estrictamente
definidas. Se puede observar un estado
semejante aun ahora entre los indígenas
de Australia, sus primeros gérmenes
aparecieron en la organización de clan.
La mujer hecha prisionera durante la
guerra con cualquier otro clan, en un
período más tardío, el que la había
tomado prisionera la guardaba para sí,
bajo la observación, además, de
determinados deberes hacia el clan.
Podía ser ubicada por él en una cabaña
separada después de haber pagado ella
cierto género de tributo a cada miembro
del clan; entonces ella podía fundar
dentro del clan una familia separada,
cuya aparición evidentemente, abrió una
nueva fase de la civilización. Pero en
ningún caso la esposa que asentaba la
base de la familia especialmente
patriarcal podía ser tomada de su propio
clan. Podía provenir solamente de un
clan extraño.
Si consideramos que esta organización
compleja se ha desarrollado entre
hombres que ocupaban los peldaños más
bajos de desarrollo que conocemos, y que
se mantuvo en sociedades que no conocían
más autoridad que la autoridad de la
opinión pública, comprenderemos en
seguida cuán profundamente arraigados
debían estar los instintos sociales en
la naturaleza humana hasta en los
peldaños más bajos de su desarrollo. El
salvaje, que podía vivir en tal
organización, sometiéndose por propia
voluntad a las restricciones que
constantemente chocaban con sus deseos
personales, naturalmente no se parecía a
un animal desprovisto de todo principio
ético y cuyas pasiones no conocían
freno. Pero este hecho se hace aún más
asombroso si tomamos en consideración la
antigüedad inconmensurablemente lejana
de la organización de clan.
Actualmente es sabido que los semitas
primitivos, los griegos de Homero, los
romanos prehistóricos, los germanos de
Tácito, los antiguos celtas y
eslavos, pasaron todos por el período de
organización de clan de los
australianos, los indios pieles rojas,
esquimales y otros habitantes del
"cinturón de salvajes".
De tal modo, debemos admitir una de dos:
o bien el desarrollo de las costumbres
conyugales, por algunas razones, se
encaminó en una misma dirección en todas
las razas humanas; o bien los rudimentos
de las restricciones de clan se
desarrollaron entre algunos antepasados
comunes que fueron el tronco genealógico
de los semitas, arios, polinesios, etc.,
antes de que estos antepasados se
dividieran en razas separadas, y estas
restricciones se conservaron hasta el
presente entre razas que mucho ha se
separaron de la raíz común. Ambas
posibilidades, en igual grado, señalan,
sin embargo, la asombrosa tenacidad de
esta institución -tenacidad que no pudo
destruir durante muchas decenas de
milenios ningún atentado que contra ella
perpetrara el individuo-. Pero la misma
fuerza de la organización del clan
demuestra hasta dónde es falsa la
opinión en virtud de la cual se
representa a la humanidad primitiva en
forma de una turba desordenada de
individuos que obedecen sólo a sus
propias pasiones y que se sirve cada uno
de su propia fuerza personal y su
astucia para imponerse a todos los
otros. El individualismo desenfrenado es
manifestación de tiempos más modernos,
pero de ninguna manera era propio del
hombre primitivo.
Pasando ahora a los salvajes existentes
en el presente, podemos comenzar con los
bosquímanos, que ocupan un peldaño muy
bajo de desarrollo, tan bajo que ni
siquiera tienen viviendas y duermen en
cuevas cavadas en la tierra o,
simplemente, bajo la cubierta de ligeras
mamparas de hierbas y ramas que los
protegen del viento. Es sabido que
cuando los europeos comenzaron a
colonizar sus territorios y destruir
enormes rebaños salvajes de ciervos que
pacían hasta entonces en las llanuras,
los bosquimanos comenzaron a robar
ganado cornúpeta a los colonos, y estos
emigrantes iniciaron entonces una guerra
desesperada contra aquéllos; comenzaron
a exterminarlos con una bestialidad de
la que prefiero no hablar aquí.
Quinientos bosquimanos fueron
exterminados de tal modo en 1774; en los
años 1801 - 1809, la unión de granjeros
destruyó tres mil, etc. Los exterminaban
como a ratas, dejándoles carne
envenenada, a estos hombres llevados al
hambre, o los cazaban a tiros como
bestias, emboscándose detrás del cadáver
de un animal puesto como cebo; los
mataban donde los encontraban. De tal
modo, nuestro conocimiento de los
bosquimanos, recibido, en la mayoría de
los casos de los mismos que los
exterminaban, no puede destacarse por
una especial simpatía. Sin embargo,
sabemos que durante la aparición de los
europeos, los bosquimanos vivían en
pequeños clanes que a veces se reunían
en federaciones; que cazaban en común y
se repartían la presa, sin peleas ni
disputas; que nunca abandonaban a los
heridos y demostraban un sólido afecto
hacia sus camaradas. Lichtenstein
refiere un episodio sumamente conmovedor
de un bosquímano que estuvo a punto de
ahogarse en el río y fue salvado por sus
camaradas. Se quitaron de encima sus
pieles de animales para cubrirlo
mientras ellos temblaban de frío; lo
secaron, lo frotaron ante el fuego y le
untaron el cuerpo con grasa tibia, hasta
que por fin le volvieron a la vida. Y
cuando los bosquímanos encontraron, en
la persona de Johann van der Walt, un
hombre que los trataba bien, le
expresaron su reconocimiento con
manifestaciones del afecto más
conmovedor. Burchell y Moffat los
describen como de buen corazón,
desinteresados, fieles a sus promesas y
agradecidos cualidades todas ellas que
pudieron desarrollarse sólo siendo
constantemente practicadas en el seno de
la tribu. En cuanto a su amor a los
niños, bastará recordar que cuando un
europeo quería tener a una mujer
bosquímana como esclava, le arrebataba
el hijo; la madre siempre se presentaba
por sí misma y se hacía esclava para
compartir la suerte de su niño.
La misma sociabilidad se encuentra entre
los hotentotes, que sobrepasan un poco a
los bosquímanos en el desarrollo.
Lubbock habla de ellos como de los
"animales más sucios", y realmente son
muy sucios. Toda su vestimenta consiste
en una piel de animal colgada al cuello,
que llevan hasta que cae a pedazos; y
sus chozas consisten en algunas varillas
unidas por las puntas y cubiertas por
esteras: en el interior de las chozas no
hay mueble alguno. A pesar de que crían
bueyes y ovejas, y, según parece,
conocían el uso del hierro antes de
encontrarse con s europeos, sin embargo,
están hasta ahora en uno de los más
bajos peldaños del desarrollo humano. No
obstante eso, los europeos que conocían
de cerca sus vidas, mencionaban con
grandes elogios su sociabilidad y su
presteza en ayudarse mutuamente. Si se
da algo a un hotentote, en seguida
divide lo recibido entre todos los
presentes, cuya costumbre, como es
sabido, asombró también a Darwin en los
habitantes de la Tierra de Fuego. El
hotentote no puede comer solo, y por más
hambriento que esté, llama a los que
pasan y comparte con ellos su alimento.
Y cuando Kolben, por esta causa, expresó
su asombro, le contestaron: "Tal es la
costumbre de los hotentotes". Pero esta
costumbre no es propia solamente de los
hotentotes: es una costumbre casi
universal, observada por los viajeros en
todos los "salvajes". Kolben, que
conocía bien a los hotentotes y que no
pasaba en silencio sus defectos, no
puede dejar de elogiar su moral tribal.
"La palabra dada es sagrada para ellos"
-escribe-. "Ignoran por completo la
corrupción y la deslealtad de los
europeos". "Viven muy pacíficamente y
raramente guerrean con sus vecinos"...
Uno de los más grandes placeres para los
hotentotes es el cambio de regalos y
servicios>, ... "Por su honestidad, por
la celeridad y exactitud en el ejercicio
de la justicia, por su castidad, los
hotentotes sobrepasan a todos, o casi
todos los otros pueblos.
Tachart, Barrow y Moodie confirman
plenamente las palabras de Kolben. Sólo
es necesario notar que cuando Kolben
escribió de los hotentotes que "en sus
relaciones mutuas son el pueblo más
amistoso, generoso y benévolo, que jamás
haya existido en la tierra" (I, 332),
dio la definición que repiten
continuamente, desde entonces, los
viajeros, en sus descripciones de los
más diferentes salvajes. Cuando los
europeos incultos chocaron por primera
vez con las razas primitivas,
habitualmente presentaban sus vidas de
modo caricaturesco; pero bastó que un
hombre inteligente viviera entre
salvajes un tiempo más prolongado, para
que los describiera como el pueblo "más
manso" o -más noble- del mundo.
Justamente con esas mismas palabras, los
viajeros más dignos de fe caracterizaron
a los ostiakos samoyedos, esquimales,
dayacos, aleutas, papúes, etc. Semejante
declaración tuve ocasión de leer sobre
los tunguses, los chukchis, los indios
sioux y algunas otras tribus salvajes.
La repetición misma de semejantes
elogios dice más que tomos enteros de
investigaciones especiales.
Los indígenas de Australia ocupan, por
su desarrollo, un lugar no más alto que
sus hermanos surafricanos. Sus chozas
tienen el mismo carácter, y muy a menudo
los hombres se conforman hasta con
simples mamparas o biombos de ramas
secas para protegerse de los vientos
fríos. En su alimento no se destacan por
su discernimiento; en caso de necesidad
devoran carroña en completo estado de
putrefacción, y cuando sobreviene el
hambre recurren entonces hasta al
canibalismo. Cuando los indígenas
australianos fueron descubiertos por vez
primera por los europeos, se vio que no
tenían ningún otro instrumento que los
hechos, en la forma más grosera, de
piedra o hueso. Algunas tribus no tenían
siquiera piraguas y desconocían por
completo el trueque comercial. Y sin
embargo, después de un estudio cuidadoso
de sus costumbres y hábitos, se vio que
tienen la misma organización elaborada
de clan de la que se habló más arriba.
El territorio en que viven está dividido
habitualmente entre diferentes clanes,
pero la región en la cual cada clan
realiza la caza o la pesca permanece
siendo de dominio común, y los productos
de la caza y la pesca van a todo el
clan. También pertenecen al clan los
instrumentos de caza y de pesca. La
comida se realiza en común. Como muchos
otros salvajes, los indígenas
australianos se atienen a determinadas
reglas respecto a la época en que se
permite recoger diversas especies de
gomeros y hierbas. En cuanto a su moral
en general, lo mejor es citar aquí las
siguientes respuestas a las preguntas de
la Sociedad Antropológica de París,
dadas por Lumholtz, un misionero que
vivió en North Queesland.
"Conocen el sentimiento de amistad; está
fuertemente desarrollado en ellos. Los
débiles gozan de la ayuda común; cuidan
mucho a los enfermos. Nunca los
abandonan al capricho de la suerte y no
los matan. Estas tribus son
antropófagas, pero raramente comen a los
miembros de su propia tribu (si no me
equivoco, solamente cuando matan por
razones religiosas); comen sólo a los
extraños. Los padres aman a sus hijos
juegan con ellos y los miman. Se
practica el infanticidio sólo con el
consentimiento común. Tratan a los
ancianos muy bien y nunca los matan. No
tienen religión ni ídolos, y solamente
existe el temor a la muerte. El
matrimonio es polígamo. Las disputas
surgidas dentro de la tribu se resuelven
por duelos con espadas de madera y
escudos de madera. No existe la
esclavitud; no tienen agricultura
alguna; no poseen productos de
alfarería; no tienen vestidos,
exceptuando un delantal que a veces usan
las mujeres. El clan se compone de
doscientas personas divididas en cuatro
clases de hombres y cuatro clases de
mujeres; se permite el matrimonio
solamente entre las clases habituales,
pero nunca dentro del mismo clan".
Respecto a los papúes, parientes
cercanos de los australianos, tenemos el
testimonio de G. L. Bink, que vivió en
Nueva Guinea, principalmente en Geelwink
Bay, desde 1871 hasta 1883. Traemos la
esencia de sus respuestas a las mismas
preguntas.
"Los papúes son sociables y de un humor
muy alegre. Se ríen mucho. Más bien
tímidos que valientes. La amistad es
bastante fuerte entre miembros de los
diferentes clanes y aún más fuerte
dentro del mismo clan. El papú, a menudo
paga las deudas de su amigo, a condición
de que este último pague esta deuda, sin
intereses, a sus hijos. Cuidan a los
enfermos y ancianos; nunca abandonan a
los ancianos, ni los matan, con
excepción de los esclavos que han estado
enfermos mucho tiempo. A veces devoran a
los prisioneros de guerra. Miman y aman
a los niños. Matan a los prisioneros de
guerra ancianos y débiles, y venden a
los restantes como esclavos. No tienen
religión, ni dioses, ni ídolos, ni clase
alguna de autoridad; el miembro más
anciano de la familia es el juez. En
caso de adulterio (es decir, violación
de sus costumbres matrimoniales) el
culpable paga una multa, parte de la
cual va a favor de la "negoria"
(comunidad). La tierra es dominio común,
pero los frutos de la tierra pertenecen
a aquél que los ha cultivado. Los papúes
tienen vasijas de arcilla y conocen el
trueque comercial, y según una costumbre
elaborada, el comerciante les da
mercancía y ellos vuelven a sus casas y
traen los productos indígenas que
necesita el comerciante; si no pueden
obtener los productos necesarios,
entonces devuelven al comerciante su
mercancía europea. Los papúes "cazan
cabezas" -es decir, practican la
venganza de sangre-. Además, "a veces
-dice Finsch-, el asunto se somete a la
consideración del Rajah de Namototte,
quien lo resuelve imponiendo una multa".
Cuando se trata bien a los papúes,
entonces son muy bondadosos.
Mikluho-Maclay desembarcó, como es
sabido, en la costa orienta] de Nueva
Guinea, en compañía de un solo marinero,
vivió allí dos años enteros entre tribus
consideradas antropófagas y se separó de
ellas con pesar; prometió volver y
cumplió su palabra, y pasó de nuevo un
año, y durante todo ese tiempo no tuvo
ningún choque con los indígenas. Verdad
es que mantuvo la regla de no decirles
nunca, bajo ningún pretexto, algo que no
fuera cierto, ni hacer promesas que no
pudiera cumplir. Estas pobres criaturas,
que no sabían siquiera hacer fuego y que
por esto conservaban cuidadosamente el
fuego en sus chozas, viven en
condiciones de un comunismo primitivo,
sin tener jefe alguno, y en sus poblados
casi nunca se producen disputas de las
que valga la pena hablar. Trabajan en
común, sólo lo necesario para obtener el
alimento de cada día; crían a sus hijos
en común; y por las tardes se atavían lo
más coquetamente que pueden y se
entregan a las danzas. Como todos los
salvajes, gustan apasionadamente de las
danzas, que constituyen un género de
misterios tribales. Cada aldea tiene su
"barla" o "barlai" -casa "larga" o
"grande"- para los solteros, en las que
se realizan reuniones sociales y se
juzgan los sucesos públicos, un rasgo
más que es común a todos los habitantes
de las islas del océano Pacífico, y
también a los esquimales, indios pieles
rojas, etc. Grupos enteros de aldeas
mantienen relaciones amistosas, y se
visitan mutuamente concurriendo toda la
comunidad.
Por desgracia, entre las aldeas, a
menudo surge enemistad, no por "el
exceso de densidad de la población" o
"de la competencia agudizada" y otros
inventos semejantes de nuestro siglo
mercantilista, sino principalmente
debido a la superstición. Si enferma
alguno, se reúnen sus amigos y parientes
y del modo más cuidadoso discuten el
problema de quién puede ser el culpable
de la enfermedad. Entonces, consideran a
todos los posibles enemigos, cada uno
confiesa su mínima disputa y finalmente
se halla la causa verdadera de la
enfermedad. La mandó algún enemigo de la
aldea vecina, y por esto resuelven hacer
alguna incursión a esa aldea. Debido a
ello, las riñas son corrientes, aun
entre las aldeas del litoral, sin hablar
ya de los antropófagos, que viven en las
montañas, a los que se considera como
verdaderos brujos y enemigos, a pesar de
que un conocimiento más estrecho
demuestra que no se distinguen en nada
de su vecino que vive en las costas
marítimas.
Muchas páginas asombrosas se podrían
escribir sobre la armonía que reina en
las aldeas de los habitantes polinesios
de las islas del Océano Pacífico.
Pero ellos ocupan ya un peldaño más
elevado de civilización, y por esto
tomaremos otros ejemplos de la vida de
los habitantes del lejano norte.
Agregaré solamente, antes de abandonar
el hemisferio sur; que hasta los
habitantes de Tierra del Fuego, que
gozan de tan mala fama, comienzan a ser
iluminados con luz más favorable a
medida que los conocemos mejor. Algunos
misioneros franceses, que viven entre
ellos, "no pueden quejarse de ningún
acto hostil". Viven en clanes de ciento
veinte a ciento cincuenta almas, y
también practican el comunismo primitivo
como los papúes. Se reparten todo entre
ellos, y tratan bien a los ancianos. La
paz completa reina entre estas tribus.
En los esquimales y sus más próximos
congéneres, los thlinkets, koloshes y
aleutas, hallamos una semejanza más
aproximada a lo que era el hombre
durante el período glacial. Los
instrumentos que ellos emplean apenas se
diferencian de los instrumentos del
paleolítico, y algunas de estas tribus
hasta ahora no conocen el arte de la
pesca: simplemente matan a los peces con
el arpón. Conocen el uso del hierro,
pero lo obtienen solamente de los
europeos o de lo que encuentran en los
esqueletos de los barcos después de los
naufragios. Su organización social se
distingue por su primitivismo completo,
a pesar de que ya han salido del estadio
del "matrimonio comunal", aun con sus
restricciones de "clase". Viven ya en
familias, pero los lazos familiares
todavía son débiles, puesto que de tanto
en tanto se produce en ellos un cambio
de esposas y esposos. Sin embargo, las
familias permanecen reunidas en clanes,
y no puede ser de otro modo. ¿Cómo
hubieran podido soportar la dura lucha
por la existencia si no reunieran sus
fuerzas del modo más estrecho? Así se
portan ellos, Y los lazos de clan son
más estrechos allí donde la lucha por la
vida es más dura, a saber, en el
nordeste de Groenlandia. Viven
habitualmente en una "casa larga. en la
que se alojan varias familias, separadas
entre sí por pequeños tabiques de pieles
desgarradas, pero con un corredor común
para todos. A veces la casa tiene la
forma de una cruz, y en tal caso, en su
centro colocan un hogar común. La
expedición alemana que pasó un invierno
cerca de una de esas "casas largas" se
pudo convencer de que durante todo el
invierno ártico no perturbó la paz ni
una pelea, y que no se produjo discusión
alguna por el uso de estos "espacios
estrechos". No se admiten las
amonestaciones, y ni siquiera las
palabras inamistosas de otro modo que no
sea bajo la forma legal de una canción
burlesca (nigthsong), que cantan las
mujeres en coro. De tal manera, la
convivencia estrecha y la estrecha
dependencia mutua son suficientes para
mantener, de siglo en siglo, el respeto
profundo a los intereses de la
comunidad, que es característico de la
vida de los esquimales. Aun en las
comunas más vastas de los esquimales "la
opinión pública es un verdadero tribunal
y el castigo habitual consiste en
avergonzar al culpable ante todos".
La vida de los esquimales está basada en
el comunismo. Todo lo que obtienen por
medio de la caza o pesca pertenece a
todo el clan. Pero, en algunas tribus,
especialmente en el Occidente, bajo la
influencia de los daneses, comienza a
desarrollarse la propiedad privada. Sin
embargo, emplean un medio bastante
original para disminuir los
inconvenientes que surgen del
acumulamiento personal de la riqueza,
que pronto podría perturbar la unidad
tribal. Cuando el esquimal empieza a
enriquecerse excesivamente, convoca a
todos los miembros de su clan a un
festín, y cuando los huéspedes se
sacian, distribuye toda su riqueza. En
el río Yukon, en Alaska, Dall vio que
una familia aleutiana repartió de tal
modo diez fusiles, diez vestidos de
pieles completos, doscientos hilos de
cuentas, numerosas frazadas, diez pieles
de lobo, doscientas pieles de castor y
quinientas de armiño. Luego, los dueños
se quitaron sus vestidos de fiesta y los
repartieron, vistiéndose sus viejas
pieles, dirigieron a los miembros de su
clan un breve discurso diciendo que a
pesar de que ahora se habían vuelto más
pobres que cada uno de sus huéspedes,
sin embargo habían ganado su amistad.
Tales distribuciones de riqueza se
convirtieron aparentemente en costumbre
arraigada entre los esquimales, y se
practica en una época determinada todos
los años, después de una
exhibición preliminar de todo lo que ha
sido obtenido durante el año.
Constituye, aparentemente, una
costumbre. La costumbre de enterrar con
el muerto, o de destruir sobre su tumba,
todos sus bienes personales -que
encontramos en todas las razas
primitivas-, aparentemente debe tener el
mismo origen. En realidad, mientras que
todo lo que pertenecía personalmente
al muerto se quema o se rompe sobre su
tumba, las cosas que le pertenecieron
conjuntamente con toda su tribu; como,
por ejemplo, las piraguas, redes de la
comuna, etc., se dejan intactas. Está
sujeta a la destrucción sólo la
propiedad personal. En una época
posterior, esta costumbre se convierte
en un rito religioso: se le da
interpretación mística, y la destrucción
es prescrita por la religión cuando la
opinión pública, sola, se muestra ya
carente de fuerzas para imponer a todos
la observación obligatoria de la
costumbre. Finalmente, la destrucción
real se reemplaza por un rito simbólico,
que consiste en quemar sobre la tumba
simples modelos de papel, o
representaciones, de los bienes del
muerto (así se hace en la China); o se
llevan a la tumba los bienes del muerto
y traen de vuelta a la casa al finalizar
la ceremonia funeraria; en esta forma,
se ha conservado la costumbre hasta
ahora, como es sabido, entre los
europeos con respecto a los caballos de
los jefes militares, las espadas, cruces
y otros signos de distinción oficial.
El alto nivel de la moral tribal de los
esquimales se menciona bastante a menudo
en la literatura general. Sin embargo,
las observaciones siguientes de las
costumbres de los aleutas -congéneres
próximos de los esquimales- no están
desprovistas de interés, tanto más
cuanto que pueden servir de buena
ilustración de la moral de los salvajes
en general. Pertenecen a la pluma de un
hombre extraordinariamente distinguido,
el misionero ruso Venlaminof, que las
escribió después de una permanencia de
diez años entre los aleutas y de tener
relaciones estrechas con ellos.
Las resumo, conservando en lo posible
las expresiones propias del autor.
"La resistencia -escribió- en su rasgo
característico, y, en verdad, es
colosal. No sólo se bañan todas las
mañanas en el mar cubierto de hielo y
luego se quedan desnudos en la playa,
respirando el aire helado, sino que su
resistencia, hasta en un trabajo pesado
y con alimento insuficiente, sobrepasa
todo lo que se puede imaginar. Si
sobreviene una escasez de alimento, el
aleuta se ocupa, ante todo, de sus
hijos; les da todo lo que tiene, y él
mismo ayuna. No se inclinan al robo,
como fue observado ya por los primeros
inmigrantes rusos. No es que no hayan
robado nunca; todo aleuta reconoce que
alguna vez ha robado algo, pero se trata
siempre de alguna fruslería, y todo esto
tiene carácter completamente infantil.
El afecto de los padres por los hijos es
muy conmovedor, a pesar de que nunca lo
expresan con caricias o palabras. El
aleuta difícilmente se decide a hacer
alguna promesa, pero una vez hecha, la
mantiene cueste lo que cueste.
Un aleuta regaló a Venlaminof un haz de
pescado seco, pero, en el apresuramiento
de la partida, fue olvidado en la
orilla, y el aleuta se lo llevó de
vuelta a su casa. No se presentó la
oportunidad de enviarlo a Venlaminof
hasta enero, y mientras tanto, en
noviembre y diciembre, entre estos
aleutas, hubo una gran escasez de
víveres. Pero los hambrientos no tocaron
el pescado ya regalado, y en enero fue
enviado a su destino. Su código moral es
variado y severo. Así por
ejemplo, se considera vergonzoso: temer
la muerte inevitable; pedir piedad al
enemigo; morir sin haber matado ningún
enemigo; ser sorprendido en robo;
zozobrar la canoa en el puerto; temer
salir al mar con tiempo tempestuoso;
desfallecer antes que los otros
camaradas si sobreviene una escasez de
alimentos durante un viaje largo:
manifestar codicia durante el reparto de
la presa -en cuyo caso, para avergonzar
al camarada codicioso, los restantes le
ceden su parte. Se estima vergonzoso
también: divulgar un secreto público a
su esposa; siendo dos en la caza, no
ofrecer la mejor parte de la presa al
camarada; jactarse de sus hazañas, y
especialmente de las imaginadas;
insultarse con malicia; también
mendigar, acariciar a su esposa en
presencia de los otros y danzar con
ella; comerciar personalmente; toda
venta debe ser hecha por medio de una
tercera persona, quien determina el
precio. Se estima vergonzoso para la
mujer: no saber coser y, en general,
cumplir torpemente cualquier trabajo
femenino; no saber danzar; acariciar a
su esposo y a sus niños, o hasta hablar
con el esposo en presencia de extraños"
Tal es la moral de los aleutas, y una
confirmación mayor de los hechos podría
ser tomada fácilmente de sus cuentos y
leyendas. Sólo agregaré que cuando
Venlaminof escribió sus Memorias
(el año 1840), entre los aleutas, que
constituían una población de sesenta mil
hombres, en sesenta años hubo solamente
un homicidio, y durante cuarenta años,
entre 1.800 aleutas no se produjo ningún
delito criminal. Esto, por otra parte,
no parecerá extraño si se recuerda que
todo género de querellas y expresiones
groseras son absolutamente desconocidas
en la vida de los aleutas. Ni siquiera
sus hijos pelean, y jamás se insultan
mutuamente de palabra. La expresión más
fuerte en sus labios son frases como:
"Tu madre no sabe coser", o "tu padre es
tuerto".
Muchos rasgos de la vida de los salvajes
continúan siendo, sin embargo, un enigma
para los europeos. En confirmación del
elevado desarrollo de la solidaridad
tribal entre los salvajes y sus buenas
relaciones mutuas, se podría citar los
testimonios más dignos de fe en la
cantidad que se quiera. Y, sin embargo,
no es menos cierto que estos mismos
salvajes practican el infanticidio, y
que en algunos casos matan a sus
ancianos, y que todos obedecen
ciegamente a la costumbre de la venganza
de sangre. Debemos, por esto, tratar de
explicar la existencia simultánea de los
hechos que para la mente europea
parecen, a primera vista, completamente
incompatibles.
Acabamos de mencionar cómo el aleuta
ayunará días enteros, y hasta semanas,
entregando todo comestible a su niño;
cómo la madre bosquímana se hace esclava
para no separarse de su hijo, y se
podrían llenar páginas enteras con la
descripción de las relaciones realmente
tiernas existentes entre los
salvajes y sus hijos. En los relatos de
todos los viajeros se encuentran
continuamente hechos semejantes. En uno
leéis sobre el tierno, amor de la madre;
en otro, el relato de un padre que corre
locamente por el bosque, llevando sobre
sus hombros a un niño mordido por una
serpiente; o algún misionero narra la
desesperación de los padres ante la
pérdida de un niño, al que ya habían
salvado de ser llevado al sacrificio
inmediatamente después de haber nacido;
o bien, os enteráis de que las madres
"salvajes" amamantan habitualmente a sus
niños hasta el cuarto año de edad, y que
en las islas de la Nuevas Hébridas, en
caso de la muerte de un niño
especialmente querido, su madre o tía se
suicidan para cuidar a su amado en el
otro mundo. Y así sin fin.
Hechos semejantes se citan en cantidad;
y por ello, cuando vemos que los mismos
padres amantes practican el
infanticidio, debemos reconocer
necesariamente que tal costumbre
(cualesquiera que sean sus ulteriores
transformaciones) surgió bajo la presión
directa de la necesidad, como resultado
del sentimiento de deber hacia la tribu,
y para tener la posibilidad de criar a
los niños ya crecidos. Hablando en
general, los salvajes de ningún modo "se
reproducen sin medida", como expresan
algunos escritores ingleses. Por lo
contrario, toman todo género de medidas
para disminuir la natalidad. Justamente
con éste objeto existe entre ellos una
serie completa de las más diversas
restricciones, que a los europeos
indudablemente hasta les parecerían
molestas en exceso, y que son, sin
embargo, severamente observadas por los
salvajes. Pero, con todo, los pueblos
primitivos no pueden criar a todos los
niños que nacen, y entonces recurren al
infanticidio. Por otra parte, ha sido
observado más de una vez que si bien
consiguen aumentar sus recursos
corrientes de existencia, en seguida
dejan de recurrir a esta medida, que, en
general, los padres cumplen muy a
disgusto, y en la primera posibilidad
recurren a todo género de compromisos
con tal de conservar la vida de sus
recién nacidos. Como ha sido dicho ya
por mi amigo Elíseo Reclus en su hermoso
libro sobre los salvajes, por desgracia
insuficientemente conocido, ellos
inventan, por esta razón, los días de
nacimientos faustos y nefastos, para
salvar siquiera la vida de los niños
nacidos en los días faustos; tratan de
tal modo de posponer la ejecución
algunas horas y dicen después que si el
niño ya ha vivido un día, está destinado
a vivir toda la vida. Oyen los gritos de
los niños pequeños como si vinieran del
bosque, y aseguran que si se oye tal
grito anuncia desgracia para toda la
tribu; y puesto que no tienen nodrizas
especiales ni casa de expósitos que los
ayuden a deshacerse de los niños, cada
uno se estremece ante la idea de cumplir
la cruel sentencia, y por eso prefieren
exponer al niño en el bosque, antes que
quitarle la vida por un medio violento.
El infanticidio es sostenido, de este
modo, por la insuficiencia de
conocimientos, y no por crueldad; y en
lugar de llenar a los salvajes con
sermones, los misioneros harían mucho
mejor si siguieran el ejemplo de
Venlaminof, quien todos los años, hasta
una edad muy avanzada, cruzaba el mar de
Ojots en una miserable goleta para
visitar a los tunguses y kamchadales, o
viajaba, llevado por perros, entre los
chukchis, aprovisionándolos de pan y
utensilios para la caza. De tal modo
consiguió realmente extirpar el
infanticidio.
Lo mismo es cierto, también, con
respecto al fenómeno que observadores
superficiales llamaron parricidio.
Acabamos de ver que la costumbre de
matar a los viejos no está de ningún
modo tan extendida como la han referido
algunos escritores. En todos estos
relatos hay muchas exageraciones; pero
es indudable que tal costumbre se
encuentra temporalmente entre casi todos
los salvajes, y tales casos se explican
por las mismas razones que el abandono
de los niños. Cuando el viejo salvaje
comienza a sentir que se convierte en
una carga para su tribu; cuando todas
las mañanas ve que quitan a los niños la
parte de alimento que le toca -y los
pequeños que no se distinguen por el
estoicismo de sus padres, lloran cuando
tienen hambre-; cuando todos los días
los jóvenes tienen que cargarlo sobre
sus hombros para llevarlo por el litoral
pedregoso o por la selva virgen, ya que
los salvajes no tienen sillones con
ruedas para enfermos ni indigentes para
llevar tales sillones entonces el viejo
comienza a repetir lo que hasta ahora
repiten los campesinos viejos de Rusia:
Chuyoi viék zaidaiu: pora na pokoi
(literalmente: vivo la vida ajena,
es hora de irme a descansar). Y se van a
descansar. Obra de la misma forma que
obra un soldado, en tales casos. Cuando
la salvación de un destacamento depende
de su máximo avance, y el soldado no
puede avanzar más, y sabe que debe morir
si queda rezagado, suplica a su mejor
amigo que le preste el último servicio
antes de que el destacamento avance. Y
el amigo descarga, con mano temblorosa,
su fusil en el cuerpo moribundo.
Así obran también los salvajes. El
salvaje viejo pide la muerte; él mismo
insiste en el cumplimiento de este
último deber suyo hacia su tribu. Recibe
primero la conformidad de los miembros
de su tribu para esto. Entonces él mismo
se cava la fosa e invita a todos los
congéneres a su último festín de
despedida. Así, en su momento, obró su
padre, ahora llególe su turno, y
amistosamente se despide de todos, antes
de separarse de ellos. El salvaje, hasta
tal punto considera semejante muerte
como el cumplimiento de un deber
hacia su tribu, que no sólo se rehúsa a
que lo salven de la muerte (como refirió
Moffat), sino que ni aun reconoce tal
liberación si llegara a realizarse. Así,
cuando una mujer que debía morir sobre
la tumba de su esposo (en virtud del
rito mencionado antes) fue salvada de la
muerte por los misioneros y llevada por
ellos a una isla, huyó durante la noche,
atravesando a nado un amplio estrecho, y
se presentó ante su tribu para morir
sobre la tumba. La muerte en tales casos
se hace para ellos una cuestión de
religión. Pero, hablando en general, es
tan repulsivo para los salvajes verter
sangre fuera de las batallas, que aun en
estos casos ninguno de ellos se encarga
del homicidio, y por eso recurren, a
toda clase de medios indirectos que los
europeos no comprendieron y que
interpretaron de un modo completamente
falso. En la mayoría de los casos dejan
en el bosque al viejo que se ha decidido
a morir, dándole una porción de comida,
mayor que la debida, de la provisión
común. ¡Cuántas veces las partidas
exploradoras de las expediciones polares
hubieron de obrar exactamente del mismo
modo cuando no tenían fuerzas para
llevar a un camarada enfermo! "Aquí
tienes provisiones. Vive todavía algunos
días. Tal vez llegue de alguna
parte una ayuda inesperada".
Los sabios de Europa occidental,
encontrándose ante tales hechos, se
muestran decididamente incapaces de
comprenderlos; no pueden reconciliarlos
con los hechos que testimonian el
elevado desarrollo de la moral tribal, y
por eso prefieren arrojar una sombra de
duda sobre las observaciones
absolutamente fidedignas, referentes a
la última, en lugar de buscar
explicación para la existencia paralela
de un doble género de hechos: la elevada
moral tribal y, junto a ella, el
homicidio de los padres muy ancianos y
los recién nacidos. Pero si los mismos
europeos, a su vez, refirieran a un
salvaje que personas sumamente amables,
afectos a sus niños, y tan
impresionables que lloran cuando ven en
el escenario de un teatro una desgracia
imaginaria, viven en Europa al lado de
zaquizamíes donde los niños mueren
simplemente por insuficiencia de
alimentos, entonces el salvaje tampoco
los comprendería. Recuerdo cuán
vagamente me empeñé en explicar a mis
amigos tunguses nuestra civilización
construida sobre el individualismo; no
me comprenden y recurrían a las
conjeturas más fantásticas. El hecho es
que el salvaje educado en las ideas de
solidaridad tribal, practicada en todas
las ocasiones, malas y buenas, es tan
exactamente incapaz de comprender al
europeo "moral" que no tiene ninguna
idea de tal solidaridad, como el europeo
medio es incapaz de comprender al
salvaje. Además, si nuestro sabio
tuviera que vivir entre una tribu
semihambrienta de salvajes, cuyo
alimento total disponible no alcanzara
para alimentar algunos días a un hombre,
entonces comprendería quizá qué es lo
que guía a los salvajes en sus actos.
Del mismo modo, si un salvaje viviera
entre nosotros y recibiera nuestra
"educación", quizá comprendiera la
insensibilidad europea hacia nuestros
semejantes y esas comisiones reales que
se ocupan de la cuestión de la
prevención de las diversas formas
legales de homicidio que se practican en
Europa. "En casa de piedra, los
corazones se vuelven de piedra", dicen
los campesinos rusos; pero el "salvaje"
tendría que haber vivido primero en una
casa de piedra.
Observaciones semejantes podrían hacerse
también respecto a la antropofagia. Si
se toman en cuenta todos los hechos que
fueron dilucidados recientemente,
durante la consideración de este
problema, en la Sociedad Antropológica
de París, y también muchas observaciones
casuales diseminadas en la literatura
sobre los "salvajes", estaremos
obligados a reconocer que la
antropofagia fue provocada por la
necesidad apremiante; y que sólo bajo la
influencia de los prejuicios y de la
religión se desarrolló hasta alcanzar
las proporciones espantosas que alcanzó
en las islas de Fiji y en México, sin
ninguna necesidad, cuando se convirtió
en un rito religioso.
Es sabido que hasta la época presente
muchas tribus de salvajes suelen verse
obligadas, de tiempo en tiempo, a
alimentarse con carroña casi en completo
estado de putrefacción, y en casos de
carencia completa de alimentos, algunas
tuvieron que violar sepulturas y
alimentarse con cadáveres humanos, aun
en épocas de epidemia. Tales hechos son
completamente fidedignos. Pero si nos
trasladamos mentalmente a las
condiciones que tuvo que soportar el
hombre durante el período glacial, en un
clima húmedo y frío, no teniendo a su
disposición casi ningún alimento
vegetal; si tenemos en cuenta las
terribles devastaciones producidas aún
hoy por el escorbuto entre los pueblos
semisalvajes hambrientos y recordamos
que la carne y la sangre fresca eran los
únicos medios conocidos por ellos para
fortificarse, deberemos admitir que el
hombre, que fue primeramente un animal
granívoro, se hizo carnívoro, con toda
probabilidad, durante el período
glacial, en que desde el norte avanzaba
lentamente una capa enorme de hielo, y
con su hálito frío, agotaba toda la
vegetación.
Naturalmente, en aquellos tiempos
probablemente había abundancia de toda
clase de bestias; pero es sabido que en
las regiones árticas las bestias a
menudo emprenden grandes migraciones, y
a veces desaparecen por completo durante
algunos años de un territorio
determinado. Con el avance. de la capa
glacial las bestias, evidentemente, se
alejaron hacia el sur, como lo hacen
ahora los corzos, que huyen, en caso de
grandes nevadas, de la orilla norte del
Amur a la meridional. En tales casos, el
hombre se veía privado de los últimos
medios de subsistencia. Sabemos, además,
que hasta los europeos, durante duras
experiencias semejantes, recurrieron a
la antropofagia; no es de extrañar que
recurrieran a ella también los salvajes.
Hasta en la época presente suelen verse
obligados, temporalmente. a devorar los
cadáveres de sus muertos, y en épocas
anteriores, en tales casos, se veían
obligados a devorar también a los
moribundos. Los ancianos morían entonces
convencidos de que con su muerte
prestaban el último servicio a su tribu.
He aquí por qué algunas tribus atribuyen
al canibalismo origen divino,
representándolo como algo sugerido por
orden de un enviado del cielo.
Posteriormente, la antropofagia perdió
el carácter de necesidad y se convirtió
en una "supervivencia" supersticiosa.
Necesario era devorar a los enemigos
para heredar su coraje; luego, en una
época posterior, con ese propósito sólo
se devoraba el corazón del enemigo o sus
ojos. Al mismo tiempo, en otras tribus,
en las que se había desarrollado un
clero numeroso y elaborado una mitología
compleja, se inventaron dioses malignos,
sedientos de sangre humana, y los
sacerdotes exigieron sacrificios humanos
para apaciguar a los dioses. En esta
fase religiosa de su existencia, el
canibalismo alcanzó su forma más
repulsiva. México es bien conocido en
este sentido como ejemplo, y en las
Fiji, donde el rey podía devorar a
cualquiera de sus súbditos, encontramos
también una casta poderosa de
sacerdotes, una compleja teología y un
desarrollo complejo del poder ilimitado
de los reyes. De tal modo el
canibalismo, que nació por la fuerza de
la necesidad, se convirtió en un período
posterior en institución religiosa, y en
esta forma existió durante mucho tiempo,
después de haber desaparecido, hacía
mucho, entre tribus que indudablemente
lo practicaban en épocas anteriores,
pero que no alcanzaron la forma
religiosa de desarrollo. Lo mismo puede
decirse con respecto al infanticidio y
al abandono de los padres muy ancianos a
los caprichos de la suerte. En algunos
casos estos fenómenos se mantuvieron
también como supervivencia de tiempos
antiguos, en forma de tradición
conservada religiosamente.
Finalmente, citaré aquí todavía una
costumbre extraordinariamente importante
y generalizada que ha dado motivo, en la
literatura, a las conclusiones más
erróneas. Me refiero a la costumbre de
la venganza de sangre. Todos los
salvajes están convencidos de que la
sangre vertida debe ser vengada con
sangre. Si alguien ha sido herido y su
sangre vertida, entonces la sangre del
que produjo la herida también debe ser
vertida. No se admite excepción alguna a
esta regla; se extiende hasta a los
animales; si un cazador ha vertido
sangre -matando a un oso o a una
ardilla-, su sangre debe ser vertida a
su vuelta de la caza. Tal es la
concepción que hasta ahora se conserva
en la Europa occidental con respecto al
homicidio.
Mientras el ofensor y el ofendido
pertenecen a la misma tribu, el asunto
se resuelve muy simplemente: la tribu y
las personas afectadas resuelven por sí
mismas el asunto. Pero cuando el
delincuente pertenece a otra tribu, y
esta tribu, por cualquier razón, se
rehúsa a dar satisfacción, entonces la
tribu ofendida se encarga de la
venganza. Los hombres primitivos
conciben los actos de cada uno en
particular como asuntos de toda su
tribu, que han recibido la aprobación de
ella y, por eso, estiman a toda la tribu
responsable de los actos de cada uno de
sus miembros. Debido a esto, la venganza
puede caer sobre cualquier miembro de la
tribu a que pertenece el ofensor. Pero a
menudo sucede que la venganza ha
sobrepasado a la ofensa. Con intención
de producir sólo una herida, los
vengadores pudieron matar al ofensor o
herirlo más gravemente de lo que habían
supuesto; entonces se produce una nueva
ofensa, de la otra parte, que exige una
nueva venganza tribal; el asunto se
prolonga de este modo, sin fin. Y, por
eso, los primitivos legisladores
establecían muy cuidadosamente los
límites exactos del desquite: ojo por
ojo, diente por diente y sangre por
sangre. Pero, ¡no más! Es notable, sin
embargo, que en la mayoría de los
pueblos primitivos, semejantes casos de
venganza de sangre son incomparablemente
más raros de lo que se podría esperar, a
pesar de que en ellos alcanzan un
desarrollo completamente anormal,
especialmente entre los montañeses,
arrojados a la montaña por los
inmigrantes extranjeros, como, por
ejemplo, en los montañeses del Cáucaso y
especialmente entre los dayacos en
Borneo. Entre los dayacos -según las
palabras de algunos viajeros
contemporáneos- se habría llegado a tal
punto que un hombre joven no puede
casarse ni ser declarado mayor de edad
antes de haber traído siquiera una
cabeza de enemigo. Así, por lo menos,
refirió con todos los detalles cierto
Carl Bock. Parece, sin embargo, que los
informes publicados al respecto son
exagerados en extremo. En todo caso, lo
que los ingleses llaman "cazar cabezas"
se presenta bajo una luz completamente
distinta cuando nos enteramos que el
supuesto "cazador" de ningún modo
"caza", y ni siquiera se guía por un
sentimiento personal de venganza. Obra
de acuerdo con lo que estima una
obligación moral hacia su tribu, y por
eso obra lo mismo que el juez europeo,
que obedeciendo evidentemente al mismo
principio falso: "sangre por sangre",
entrega al condenado por él en manos del
verdugo. Ambos -tanto el dayaco como
nuestro juez experimentarían hasta
remordimiento de conciencia si por un
sentimiento de compasión perdonaran al
homicida. He aquí por qué los dayacos,
fuera de esta esfera de los homicidios
cometidos bajo la influencia de sus
concepciones de la justicia, son, según
el testimonio ecuánime de todos los que
los conocen bien, un pueblo
extraordinariamente simpático. El mismo
Carl Bock, que hizo tan terrible pintura
de la "caza de cabezas", escribe:
"En cuanto a la moral de los dayacos,
debo asignarles el elevado lugar que
merecen en el concierto de los otros
pueblos... El pillaje y el robo son
completamente desconocidos entre ellos.
Se distinguen también por una gran
veracidad... Si no siempre llegué a
obtener de ellos 'toda la verdad', sin
embargo, nunca les oí decir nada salvo
la verdad. Por desgracia, no se puede
decir lo mismo de los malayos"... (págs.
209 y 210).
El testimonio de Bock es corroborado
totalmente por Ida Pfeiffer: "comprendí
plenamente -escribió ésta- que
continuaría con placer viajando entre
ellos. Generalmente los hallaba
honestos, buenos y modestos... en grado
bastante mayor que cualquiera de los
otros pueblos que yo conocía". Stoltze,
hablando de los dayacos, usa casi las
mismas expresiones. Habitualmente los
dayacos no tienen más que una sola
esposa, y la tratan bien. Son muy
sociables, y todas las mañanas el clan
entero va en partidas numerosas a
pescar, a cazar o a realizar sus labores
de huerta. Sus aldeas se componen de
grandes chozas, en cada una de las
cuales se alojan alrededor de una docena
de familias, y a veces un centenar de
hombres, y todos ellos viven entre sí
muy pacíficamente. Con gran respeto
tratan a sus esposas Y aman mucho a sus
hijos; cuando alguno enferma, las
mujeres lo cuidan por turno. En general,
son muy moderados en la comida y en la
bebida. Tales son los dayacos en su vida
cotidiana real.
Citar más ejemplos de la vida de los
salvajes significaría solamente repetir,
una y otra vez, lo que se ha dicho ya.
Dondequiera que nos dirijamos, hallamos
por doquier las mismas costumbres
sociales, el mismo espíritu comunal. Y
cuando tratamos de penetrar en las
tinieblas de los siglos pasados, vemos
en ellos la misma vida tribal, y las
mismas uniones de hombres, aunque muy
primitivas, para el apoyo mutuo. Por
esto Darwin tuvo perfecta razón cuando
vio en las cualidades sociales de los
hombres la principal fuerza activa de su
desarrollo máximo, y los expositores de
Darwin de ningún modo tienen razón
cuando afirman lo contrario.
"La debilidad comparativa del hombre y
la poca velocidad de sus movimientos
-escribió-, y también la insuficiencia
de sus armas naturales, etcétera, fueron
más que compensadas en primer lugar por
sus facultades mentales (las que, como
observó Darwin en otro lugar, se
desarrollaron principalmente, o casi
exclusivamente, en interés de la
sociedad); y en segundo lugar, por sus
cualidades sociales, en virtud de
las cuales prestó ayuda. "
En el siglo XVIII estaba en boga
idealizar "a los salvajes" y la "vida en
estado natural". Ahora los hombres de
ciencia han caído en el extremo opuesto,
en especial desde que algunos de ellos,
pretendiendo demostrar el origen animal
del hombre, pero no conociendo la
sociabilidad de los animales, comenzaron
a acusar a los salvajes de todas las
inclinaciones "bestiales" posibles e
imaginables. Es evidente, sin embargo,
que tal exageración es más científica
que la idealización de Rousseau. El
hombre primitivo no puede ser
considerado como ideal de virtud ni como
ideal de "salvajismo". Pero tiene una
cualidad elaborada y fortificada por las
mismas condiciones de su dura lucha por
la existencia: identifica su propia
existencia con la vida de su tribu; y,
sin esta cualidad, la humanidad nunca
hubiera alcanzado el nivel en que se
encuentra ahora.
Los hombres primitivos, como hemos dicho
antes, hasta tal punto identifican su
vida con la vida de su tribu, que cada
uno de sus actos, por más insignificante
que sea en si mismo, se considera como
un asunto de toda la tribu. Toda su
conducta está regulada por una serie
completa de reglas verbales de decoro,
que son fruto de su experiencia general,
con respecto a lo que debe considerarse
bueno o malo; es decir, beneficioso o
pernicioso para su propia tribu.
Naturalmente, los razonamientos en que
están basadas estas reglas de decencia
suelen ser, a veces, absurdos en
extremo. Muchos de ellos tienen su
principio en las supersticiones. En
general, haga lo que haga un salvaje
sólo ve las consecuencias más inmediatas
de sus hechos; no puede prever sus
consecuencias indirectas y más lejanas;
pero en esto sólo exageran el error que
Bentham reprochaba a los legisladores
civilizados. Podemos encontrar absurdo
el derecho común de los salvajes, pero
obedecen a sus prescripciones, por más
que les sean embarazosas. Las obedecen
más ciegamente aún de lo que el hombre
civilizado obedece las prescripciones de
sus leyes. El derecho común del salvaje
es su religión; es el carácter mismo de
su vida. La idea del clan está siempre
presente en su mente; y por eso las
autolimitaciones y el sacrificio en
interés del clan es el fenómeno más
cotidiano. Si el salvaje ha infringido
algunas de las reglas menores
establecidas por su tribu, las mujeres
lo persiguen con sus burlas. Si la
infracción tiene carácter más serio, lo
atormenta entonces, día y noche, el
miedo de haber atraído la desgracia
sobre toda su tribu, hasta que la tribu
lo absuelve de su culpa. Si el salvaje
accidentalmente ha herido a alguien de
su propio clan, y de tal modo ha
cometido el mayor de los delitos, se
convierte en hombre completamente
desdichado: huye al bosque y está
dispuesto a terminar consigo si la tribu
no lo absuelve de la culpa, provocándole
algún dolor físico o vertiendo cierta
cantidad de su propia sangre. Dentro de
la tribu todo es distribuido en común;
cada trozo de alimento, como hemos
visto, se reparte entre los presentes;
hasta en el bosque el salvaje invita a
todos los que desean compartir su
comida.
Hablando con más brevedad, dentro de la
tribu, la regla: "cada uno para todos",
reina incondicionalmente hasta que el
surgimiento de la familia separada
empieza a perturbar la unidad tribal.
Pero esta regla no se extiende a los
clanes o tribus vecinas, ni siquiera si
se han aliado para la defensa mutua.
Cada tribu o clan representa una unidad
separada. Así como entre los mamíferos y
las aves, el territorio no queda
indiviso, sino que es repartido entre
familias separadas, del mismo modo se le
distribuye entre las tribus separadas y,
exceptuando épocas de guerra, estos
límites se observan religiosamente. Al
penetrar en territorio vecino, cada uno
debe mostrar que no tiene malas
intenciones; cuanto más ruidosamente
anuncia su aproximación, tanto más goza
de confianza; si entra en una casa, debe
entonces dejar su hacha a la entrada.
Pero ninguna tribu está obligada a
compartir sus alimentos con otras
tribus; libre es de hacerlo o no. Debido
a esto, toda la vida del hombre
primitivo se descompone en dos géneros
de relaciones, y debe ser considerada
desde dos puntos de vista éticos: las
relaciones dentro de la tribu y las
relaciones fuera de ella; y (como
nuestro derecho internacional) el
derecho "intertribal" se diferencia
mucho del derecho tribal común. Debido a
esto, cuando se llega hasta la guerra
entre dos tribus, las crueldades más
indignantes hacia el enemigo pueden ser
consideradas como algo merecedor del
mayor elogio.
Tal doble concepción de la moral
atraviesa, por otra parte, todo el
desarrollo de la humanidad, y se ha
conservado hasta los tiempos presentes.
Nosotros, europeos, hemos hecho algo -no
mucho, en todo caso- para apartamos de
esta doble moral; pero necesario es,
también, decir que si hasta un cierto
grado hemos extendido nuestras ideas de
solidaridad -por lo menos en teoría- a
toda la nación, y a veces también a
otras naciones, al mismo tiempo hemos
debilitado los lazos de solidaridad
dentro de nuestra nación y hasta dentro
de nuestra misma familia.
La aparición de las familias separadas
dentro del clan perturbó de manera
inevitable la unidad establecida. La
familia aislada conduce,
inevitablemente, a la propiedad privada
y a la acumulación de riqueza personal.
Hemos visto, sin embargo, cómo los
esquimales tratan de obviar los
inconvenientes de este nuevo principio
en la vida tribal. En un desarrollo más avanzado de la humanidad, la misma tendencia toma nuevas formas: y seguir las huellas de las diferentes instituciones vitales (las comunas aldeanas, guildas, etc.), con ayuda de las cuales las masas populares se empeñaron en mantener la unidad tribal, a pesar de las influencias que se habían empeñado en destruirla, constituiría una de las investigaciones más instructivas. Por otra parte, los primeros rudimentos de conocimientos aparecidos en épocas extremadamente lejanas, en que se confundían con la hechicería, también se hicieron en manos del individuo una fuerza que podía dirigirse contra los intereses de la tribu. Estos rudimentos de conocimientos se conservaban entonces en gran secreto, y se transmitían solamente a los iniciados en las sociedades secretas de hechiceros, shamanes y sacerdotes que encontramos en todas las tribus decididamente primitivas. Además, al mismo tiempo, las guerras e incursiones creaban el poder militar y también la casta de los guerreros, cuyas asociaciones y "clubs" poco a poco adquirieron enorme fuerza. Pero con todo, nunca, en ningún período de la vida de la humanidad, las guerras fueron la condición normal de la vida. Mientras los guerreros se destruían entre sí, y los sacerdotes glorificaban estos homicidios, las masas populares proseguían llevando la vida cotidiana y haciendo su trabajo habitual de cada día. Y seguir esta vida de la masa, estudiar los métodos con cuya ayuda mantuvieron su organización social, basada en sus concepciones de la igualdad, de la ayuda mutua y del apoyo mutuo -es decir, su derecho común-, aun entonces, cuando estaban sometidos a la teocracia o aristocracia más brutal en el gobierno, estudiar esta faz del desarrollo de la humanidad es muy importante actualmente para una verdadera ciencia de la vida. |
|
▲Subir |
© Helios Buira
San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017
Mi correo: yo@heliosbuira.com
Este Sitio se aloja en REDCOMEL Un Servidor Argentino