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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
Nicolás Berdiaev
El sentido de la historia
 
Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 - Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 -Capítulo 9 - Capítulo 10 - Apéndice
 
Capitulo 9
 
Experiencia de la filosofía del destino humano

EL FIN DEL RENACIMIENTO Y LA CRISIS DEL HUMANISMO

La disolución del ideal humano


Ante todo, quisiéramos detenernos en el examen de la crisis a la que llega el Renacimiento en el socialismo, una crisis cuyos rasgos son realmente singulares y característicos.

El socialismo es un fenómeno de enorme trascendencia y ocupa un lugar importante en la vida de la sociedad humana durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Es un fenómeno que no sólo afecta a la vida económica, sino también al destino de la vida europea, cuyos procesos interiores pone de manifiesto. A nuestro entender, el socialismo es un fenómeno integral, un fenómeno del espíritu, y no un acontecimiento específicamente económico. Pues bien, todos los principios inspiradores del socialismo son profundamente opuestos a los del Renacimiento. La esencia del Renacimiento radica en el hecho de que en él se manifestó la libre sobreabundancia de la creatividad del hombre; en cambio, el socialismo es un fenómeno que se basa no en la sobreabundancia, sino en la indigencia y en la miseria. En él no tiene lugar la puesta en libertad de las energías creadoras del hombre, sino su encadenamiento y su sumisión a un principio coactivo. En el socialismo, el hombre, que había sido liberado, viene encadenado de nuevo a una existencia organizada y regulada de un modo coercitivo. El socialismo es un fenómeno opuesto, por su misma naturaleza, a los slogans del individualismo, pero el terreno en que apareció el socialismo y aquél en que surgió el individualismo tienen muchas cosas en común.

En nuestra opinión, en la base del socialismo hay una profunda disociación de la persona, de la sociedad humana, de la sociabilidad; en definitiva, se encuentra en él aquella soledad del hombre que es expresión del individualismo. El socialismo es el reverso de la más profunda desunión entre los hombres. Es justamente el horror de quedar abandonados y entregados a merced del propio destino, sin posibilidad de recibir auxilio y sin ninguna vinculación a los demás, lo que impulsa a los hombres a organizar la vida social y el destino de un modo coactivo. Esto indica que el socialismo nace sobre el mismo terreno que el individualismo, que es a su vez el resultado de la atomización de la sociedad humana y de todo el proceso histórico. Si el pathos del Renacimiento fue el impulso dado a la individualidad humana, el del socialismo es la creación de un colectivo nuevo, mecánico, que lo somete todo a sí mismo, que dirige la vida toda y la subordina a sus propios fines. El nacimiento de semejante colectivo sobre el terreno de una sociedad atomizada significa el final del Renacimiento y el principio de una nueva época en la vida de la sociedad humana.

No existe ya una vida libre y creadora de la individualidad humana. En el socialismo quedan en segundo plano los principios griegos de la cultura humana. Si en la base de nuestra cultura está el acoplamiento entre los principios judíos y griegos, en el socialismo predominan claramente los principios judíos. El proceso inaugurado con el advenimiento, la victoria y la difusión del socialismo en la cultura europea significa el comienzo de una servidumbre que se mueve en dirección opuesta a la del proceso que dio origen a la historia moderna.

Este proceso de esclavización es análogo al que se inició bajo el emperador Diocleciano a principios del medioevo. El principio del que es portador el socialismo es muy semejante al que tiene vigencia en los albores de la edad media. En los principios socialistas más progresistas y revolucionarios encontramos los mismos procesos acontecidos en el mundo antiguo (cuando éste va ya a la deriva) en la época del emperador Diocleciano. En el socialismo se manifiesta un cierto principio reactivo, una reacción interior contra toda la historia moderna, contra todo el período renacentista, caracterizado por el proceso de liberación del hombre, y contra la Revolución francesa. Es importante partir de aquí si queremos comprender el proceso del que nos ocupamos ahora.

La inclinación hacia el socialismo no sólo es característica entre nosotros, sino también en toda Europa, en donde, quizá en forma diversa, tendrán lugar procesos de socialización que han de ser considerados como una reacción frente a los procesos de liberación de la historia moderna, que otorgaron la libertad a la individualidad humana. Aquí acontece la autonegación de la individualidad, comienza la huida de sí mismo y la búsqueda de una nueva reunión, de una nueva sobornost', que, en realidad, es una pseudosobornost', pues la época del Renacimiento comenzó por aislar al hombre y abandonarlo a sus propias fuerzas. Aquí se está comenzando a someter todos los sectores de la vida social y cultural a un nuevo centro coactivo. Los fundamentos sobre los que se basaba la sociedad del siglo XIX habían de revelarse contradictorios, inconsistentes, y provocaron la reacción. El humanismo y el individualismo no podían dar solución satisfactoria al destino de la sociedad humana y, por consiguiente, habían de derrumbarse; el ideal renacentista del hombre libre había de ser reemplazado por el ideal antirrenacentista de un nuevo organismo, o mejor, mecanismo, que lo somete todo a sí mismo y lo devora todo.

Si el final del Renacimiento se manifiesta en el socialismo, también lo hace en el anarquismo, que es una corriente extremista dentro de los destinos de la cultura europea. También el anarquismo es, por su misma esencia y por su espíritu, antirrenacentista. Visto desde fuera, el anarquismo da la impresión de ser una teoría animada por el pathos de la libertad, que reivindica la libertad, que defiende el principio de la autoafirmación de la persona humana. No obstante, no ha nacido de una sobreabundancia de libertad, ni posee una naturaleza creadora en consonancia con ello, sino que, por el contrario, ha surgido del odio y del deseo de venganza. Para el anarquismo es esencial el pathos de la venganza, del odio al pasado, a la cultura pretérita, a lo «histórico». Ahora bien, esta actitud vengativa, este pathos del sufrimiento y de la indigencia, es antirrenacentista, no conoce la alegría de la creación propia del Renacimiento. Por esta misma razón, el anarquismo no posee una naturaleza creadora; tal naturaleza no es posible encontrarla en la negación crispada, perversa y vengativa. Esta negación no deja lugar para la creatividad positiva; el anarquismo no conoce ni puede conocer la alegría de la libre creación y por eso, al igual que el socialismo, no tiene nada que ver con el espíritu renacentista.

En el anarquismo se lleva a cabo un proceso extremadamente interesante de autonegación de la libertad, en él se afirma una libertad que, en cierto modo, se devora y se aniquila a sí misma desde dentro. No se trata de la libertad que lleva consigo la alegría ante el florecimiento de la individualidad creadora, la alegría del humanismo idealista; es una especie de libertad extremada, sombría y tormentosa, en la cual la individualidad humana se marchita y muere, que traumatiza al individuo y, al final, se transforma en violencia. Gran parte de las teorías anarquistas tienden a afirmar formas de colectivismo o de comunismo, véanse, por ejemplo, los programas de Bakunin y Kropotkin. A nuestro modo de ver, es bien evidente que en el anarquismo, corriente extremista de la sociedad europea, se manifiesta también el agotamiento y el final del Renacimiento: el anarquismo no tiene rasgos humanísticos. En él, toda la moral y toda la valoración de las relaciones entre los hombres no es humanística en el sentido en que lo era en Herder, Goethe o Humboldt. En el anarquismo, al igual que en el socialismo, se manifiesta el principio íntimo reactivo, la reacción interior contra el período humanístico renacentista que caracteriza a la historia moderna. En último extremo, el anarquismo es una forma de rebelión contra la cultura, un rechazo de la cultura, con todos sus sufrimientos y desigualdades, pero también con sus grandes logros y conquistas; se la rechaza en nombre de un proceso nivelador que barre todo aquello que se eleva por encima de la media.

Esta corriente reactiva, que se manifiesta en el anarquismo y en el socialismo, es una de las formas que adopta la crisis del humanismo y el final del Renacimiento. Los síntomas del final del Renacimiento se manifiestan con singular claridad en las corrientes artísticas más recientes. Se trata de un fenómeno que comenzó hace bastante tiempo; ya en el impresionismo se anunciaba el final del Renacimiento. Todos los procesos analíticos-disociativos que tienen lugar en el arte poseen este carácter antirrenacentista. Pero el verdadero final del Renacimiento, el abandono definitivo de las tradiciones renacentistas lo encontramos en las diferentes tendencias del futurismo. Toda esta gama de tendencias posee como rasgo característico el distanciamiento de todo lo antiguo y significa el final del Renacimiento en el ámbito de la creación artística. El rasgo distintivo de todas estas tendencias futuristas es una profunda convulsión y un desmembramiento de las formas humanas, una separación de la naturaleza. El pathos del Renacimiento era la búsqueda de una naturaleza perfecta, de la perfección de las formas humanas, y en esto consistía su vínculo con la antigüedad. En el futurismo desaparece el hombre como tema supremo del arte y queda desmembrado y desintegrado. Todas las realidades del mundo abandonan su lugar, y el orden global queda trastornado. En la figura humana comienzan a entrar objetos, lámparas, divanes, calles, destruyendo la integridad de su ser, de su imagen, de su personalidad irrepetible, y el hombre se disuelve en el mundo objetivado que lo circunda. Las formas precisas quedan destruidas, cuando era justamente la precisión de la forma lo que constituía el fundamento del arte antiguo e inspiró después la creación artística del hombre moderno.

Este profundo distanciamiento de la antigüedad y del Renacimiento es reconocible en un artista como Picasso, en su período más interesante, el del cubismo. En Picasso contemplamos el proceso de división, de pulverización, de achatamiento cubista de las formas integrales del hombre, la descomposición del hombre en sus partes constitutivas para penetrar en su interior y buscar allí las formas elementales que lo componen. En el Renacimiento, en cambio, el arte era apercepción integral de las formas del hombre; en la búsqueda de estas formas integrales se imitaba a la naturaleza, en la cual tales formas han sido creadas por el divino Artista; en definitiva, se imitaba al arte antiguo. Picasso se distancia de los modelos de la naturaleza y de la antigüedad y ya no busca el hombre perfecto, integral; ha perdido la capacidad de una apercepción integral y rompe uno tras otro los velos que ocultan la estructura interior del ser natural, excavando cada vez más profundamente y sacando a la luz verdaderos monstruos, que su arte crea con tanta fuerza y expresividad. Puede decirse que todas las corrientes futuristas son mucho menos significativas que la pintura de Picasso y que avanzan cada vez más en el camino de la descomposición. Cuando en un cuadro pegan trozos de papel o anuncios de periódico, o cuando vemos en él trozos de objetos procedentes de la basura, queda totalmente claro que la descomposición ha ido muy lejos y que está en marcha un proceso de deshumanización. La forma humana, al igual que todas las demás formas naturales, muere definitivamente y desaparece.

Esta desaparición de las formas humanas integrales es también característica de la obra de Belyi. Esta se parece en muchos aspectos al futurismo, si bien es incomparablemente más significativa que la de la mayor parte de los futuristas; ella marca un profundo distanciamiento de las tradiciones de la antigüedad. En la obra de Belyi, en su importante novela «Peterburg», el hombre se disuelve en la desmesura cósmica, se derrumban y se confunden sus formas, que lo distinguen del mundo de los objetos, comienza un cierto proceso de deshumanización, de mescolanza del hombre con lo no humano, con los espíritus elementales de la vida cósmica. En este arte desaparece la perfección de la forma tal como la entendían la antigüedad y el Renacimiento, y se inicia un proceso nuevo de pulverización del universo: éstos son los principios indudablemente antihumanísticos de la obra de Belyi, en donde avanza cada vez más el proceso de achatamiento y de desintegración del hombre en las cimas del arte más reciente. En los últimos productos de la creación artística, el hombre llega a la negación de su propia imagen, deja de ser tema del arte en cuanto ser individualizado, se sumerge y desaparece devorado por las colectividades sociales y cósmicas.

Idéntico final del Renacimiento e idénticos principios antihumanísticos pueden descubrirse también en otras corrientes de la cultura. Por ejemplo, la teosofía tiene un carácter antirrenacentista y antihumanístico, cosa que a primera vista puede no parecer clara, pero que resulta fácil de descubrir si reflexionamos sobre las corrientes teosóficas y ocultistas. En ellas, la individualidad humana queda sometida a las jerarquías cósmicas de los espíritus. El hombre deja de desempeñar el papel central y específico que tenía en el período renacentista y humanístico de la historia, entra en diferentes planos cósmicos, comienza a sentirse guiado por ángeles y demonios. Esta sensación de dependencia de las jerarquías cósmicas crea en el hombre una postura, una concepción de la vida, que hacen imposible, interiormente injustificable e ilícito el juego libre y vivaz de las energías tan característicos del Renacimiento. En una doctrina teosófica y ocultista como la de Steiner, no hay un puesto central y exclusivo para el hombre; en último extremo, el hombre es simplemente el instrumento de la evolución cósmica, el resultado de la acción de las diferentes fuerzas cósmicas, el punto de intersección de las diversas evoluciones planetarias en el que se reúnen fragmentos de diferentes mundos; el hombre es un momento de la evolución del mundo. Aplicado a la doctrina de Steiner, el término «antroposofía» carece de justificación, pues el carácter y la actitud antirrenacentistas de aquélla están perfectamente claros.

Si comparamos al teósofo actual Steiner con Paracelso, teósofo del Renacimiento, veremos con toda claridad la contraposición entre el espíritu renacentista y el antirrenacentista. En Paracelso contemplamos la alegría sobreabundante y creadora de conocer los misterios de la naturaleza, de arrancarle a ésta sus más recónditos secretos; Steiner no vive esta desbordante alegría creadora, sino que, por el contrario, describe el áspero camino de un adiestramiento al final del cual el hombre descubre la propia dependencia de las jerarquías cósmicas. Aparece aquí el sentimiento de una gran esclavitud del hombre, de un proceso vital muy complicado, de su dificultad desmesurada, así como el sentimiento de decepción característico de todos los fenómenos de la sociedad y de la cultura de nuestro tiempo. Incluso en los movimientos religiosos y místicos de finales del siglo XIX y principios del XX, que son muy característicos de la época y sustituyen a las corrientes positivistas y materialistas, se revelan rasgos típicamente antirrenacentistas y antihumanísticos. Contemplamos en ellos la búsqueda apasionada de un centro espiritual de la vida, la conciencia de la necesidad de subordinarse a algo y de la imposibilidad de continuar viviendo en un libre despliegue de fuerzas creadoras no sujetas a nada ni reguladas por nada; aquí tiene lugar la conversión a fundamentos espirituales semejantes a los del medioevo, en oposición a aquellos principios que habían dominado todo el período de la historia moderna renacentista. Si una característica fundamental de este período era la gran libertad intelectual que había ido desarrollándose progresivamente, al final esta libertad se pierde. A través del ejercicio de esta libertad intelectual ilimitada, el hombre ha agotado, por así decirlo, sus energías intelectuales, y comienza a esclavizarse a sí mismo, a negar los resultados del esfuerzo intelectual realizado por él a lo largo de toda la historia moderna.

Comienza así la gran crisis de creatividad y de cultura cuyos síntomas continúan multiplicándose en los últimos decenios. Una crisis de creatividad que muestra, por una parte, un ansia temeraria, quizá nunca vista, de crear, y, por otra, una impotencia y una incapacidad de llevar a cabo una creación, juntamente con un sentimiento de envidia hacia las épocas más integrales de la historia de la cultura.

Se descubren las contradicciones interiores que resultaron del período renacentista, en virtud de las cuales todos los frutos de la creatividad resultan insatisfactorios y no conformes al propósito creador. Esto último supone un rudo golpe a la posibilidad de crear una vida y un ser nuevos; por el contrario, las realizaciones creadoras denuncian una caída en vertical motivada por su deseo de fabricar los productos diferenciados de la cultura. Mientras que el impulso creador tiende a producir un ser nuevo, el resultado es una poesía, un cuadro, una obra científica o filosófica, una nueva legislación, una nueva ética. Todos los productos de la actividad creadora del hombre llevan la impronta de la pesantez terrestre, no tienen nada que ver con un ser superior o la vida superior y adoptan formas que no responden al impulso creador y decepcionan profundamente a su creador. Aquí está la contradicción fundamental de la creatividad humana, que en nuestro tiempo se ha vuelto especialmente aguda. En nuestra opinión, es evidente que el aspecto más válido y profundo de nuestra época es el haber tomado conciencia hasta el fondo de esta crisis de la creatividad. Los hombres del Renacimiento crearon jubilosamente sin advertir la amargura que lleva consigo el que la creación humana no sea capaz de aquello que se propone. Cuando los grandes artistas del Renacimiento pintaban sus cuadros, experimentaban un gozo ante su creación no envenenado aún por la dicotomía de la conciencia, y esto les otorgaba la posibilidad de ser grandes artistas. En cambio, las más importantes corrientes de nuestro tiempo llevan la impronta de una profunda insatisfacción interior, de un intento atormentado de romper las cadenas que aprisionan a la creatividad humana.

Grandes personalidades creadoras, como Nietzsche, Dostoievsky e Ibsen, tuvieron conciencia de la tragedia de la creatividad, fueron atormentadas por esta crisis interior de la creatividad, por esta imposibilidad de crear aquello que se propone el impulso creador. Son los síntomas del final del Renacimiento, manifestaciones de la contradicción interior que hace ya imposible el libre juego renacentista de las fuerzas humanas que crearon la ciencia y el arte, las formas del estado, de la ética, de la legislación y todo aquello que apareció en el Renacimiento. En la actualidad aflora un desdoblamiento y una desintegración interiores desconocidos en la época anterior, en el período renacentista. Desde el fondo de la cultura humana se alzan ciertos elementos de barbarie que impiden una creación ulterior de cultura clásica, de formas clásicas en el arte, en la ciencia, en el estado, así como en los usos y costumbres. Se aproxima el final del reino de la cultura; hay explosiones internas, erupciones volcánicas, que ponen de manifiesto las deficiencias de la cultura y el final del Renacimiento en sus diferentes formas. Sobre Europa, que con tanto esplendor floreció durante siglos, que creía detentar el monopolio de la cultura más elevada y la imponía al resto del mundo, a menudo por la violencia, se proyectan las sombras del crepúsculo. La Europa humanística se acerca a su fin y comienza el retorno al medioevo; estamos entrando en la noche de una nueva edad media. Una nueva mescolanza de razas y de modelos culturales va a producirse: ésta es una de las conclusiones de la filosofía de la historia que debemos asimilar para saber cuál será el destino de todos los pueblos europeos y de Rusia, y cuál es el significado de este final de la Europa humanística y de esta entrada en una época nocturna de la historia.

En todos los campos y en todos los sectores, la historia moderna, que ha llegado a su fin, experimenta tremendas decepciones en lo que se refiere a sus aspiraciones, ilusiones y sueños fundamentales. En cada línea de la historia moderna puede leerse esta desilusión: ninguna de sus aspiraciones se ha realizado, ni en el ámbito del conocimiento (ciencia y filosofía), ni en el de la creación artística, ni en el de la vida estatal, ni en el de la vida económica, ni en el de las tentativas por adquirir un genuino poder sobre la naturaleza. Los sueños maravillosos que impulsaban al hombre del período renacentista se han derrumbado. El hombre ha perdido su impulso, ha tenido que adaptarse a la realidad de un modo muy particular. Los sueños del hombre de adquirir un conocimiento ilimitado de la naturaleza le llevaron a descubrir los límites del conocimiento, la incapacidad de la ciencia para desvelar los misterios del ser. La ciencia se banaliza y es destruida por la reflexión crítica.

La filosofía queda definitivamente paralizada por el virus de la crítica, del constante dudar de las posibilidades cognoscitivas del hombre. Las corrientes gnoseológicas más recientes no alcanzan ya el conocimiento del ser y se detienen sobre el umbral de un genuino conocimiento filosófico del mundo. La filosofía se desdobla y ya no cree en la posibilidad de alcanzar un conocimiento integral a través del método filosófico. En el ámbito de la filosofía comienza la crisis, la impotencia interior, la búsqueda de fundamentos religiosos, como ocurrió en el período final del mundo antiguo, en el que la filosofía comenzó a teñirse de mística.

Lo mismo acontece en el sector del arte. Da la impresión de que el arte sublime y majestuoso de los tiempos pasados ha desaparecido para no volver nunca más; comienza un período de desmembración analítica, de vulgarización, nace el arte futurista, en el cual empieza a disolverse el acto creador y que ya no tiene nada que ver con la auténtica creatividad.

La misma dicotomía se manifiesta en las corrientes sociales. Ni la libertad vacía, ni la fraternidad forzada llevan consigo la menor alegría, y los hombres de mayor sensibilidad lo comprenden en seguida. Los ideales de la Revolución francesa se han derrumbado, cada vez se es más consciente de la vaciedad e inutilidad de la democracia, y la humanidad se desengañará pronto del socialismo y del anarquismo. Por ninguno de estos caminos se procurará una solución satisfactoria al destino de la sociedad humana.

En una palabra, todos los caminos de la historia moderna llevan consigo un amargo sentimiento de desilusión, un desgarrador contraste entre el ímpetu creador con el que el hombre ha entrado en la historia moderna lleno de energía y de audacia, y la impotencia creadora con la que abandona este período. El hombre llega al final de este período profundamente desilusionado, desintegrado, dividido y agotado en su capacidad creadora. Este agotamiento, que va unido al ansia de crear, es un resultado muy característico de la impotencia a la que ha conducido la voluntad de autoafirmación desplegada a lo largo de la historia moderna, una autoafirmación humanística a través de la cual el hombre, que no había querido someterse a nada sobrehumano, pierde su rostro humano y disipa sus fuerzas. Este es un rasgo que nos muestra la semejanza entre el hombre del final de la era moderna y el del final del mundo antiguo. También entonces se advertía una especie de nostalgia por una creatividad superior, por una vida superior diferente, y, al mismo tiempo, la imposibilidad de realizarla. Todo ello nos lleva a la conclusión de que en la historia humana hay un retorno periódico de los mismos momentos; no es que se dé propiamente una repetición, pues nada de lo que es individual puede repetirse, pero existe una semejanza formal que nos permite comprender nuestra época yuxtaponiéndola a la del final del mundo antiguo y el comienzo de la nueva era cristiana.

Hemos intentado ya explicar este despilfarro de fuerzas realizado por el hombre moderno al hablar del tránsito del medioevo al Renacimiento. Mientras que el medioevo, a través de la ascética, el monacato y la caballería, supo preservar las fuerzas humanas de la disipación y de la disolución, para que pudiesen florecer creativamente al principio del Renacimiento, todo el período humanístico rechazó la disciplina ascética y la subordinación a los supremos principios sobrehumanos. Una característica de este período es justamente el derroche de las energías humanas.

Ahora bien, esto había de provocar necesariamente un agotamiento, el cual había de llevar, en último extremo, a una pérdida del centro de gravedad en el hombre que ha dejado de imponerse una disciplina. Una persona de esta clase pierde gradualmente su autoconciencia, su individualidad, su carácter específico, y esto lo percibimos claramente en todas las corrientes de la cultura actual, en el socialismo, en el régimen monárquico, en el imperialismo, en las nuevas corrientes del arte y del ocultismo. En todas se percibe claramente la ruina del ideal humano, la disolución de la personalidad que había sido forjada en el cristianismo y que la cultura europea tenía el deber de seguir forjando. La persona comienza a debilitarse y a perder su configuración interior, su autoconciencia, su sostén espiritual.

Así empieza la búsqueda de un centro espiritual al cual ligarse para recuperar las energías perdidas. La individualidad humana siente que a lo largo de los caminos de libertad recorridos por ella durante el período renacentista le amenazan un creciente agotamiento y la pérdida de la libertad, y busca principios que estén por encima de ella y le sirvan de guía. La persona humana busca para sí algo sagrado, anhela someterse libremente para reencontrarse a sí misma. Se confirma así la paradójica verdad de que el hombre sólo se conquista y se afirma a sí mismo cuando se somete a un principio superior; sólo en esta dimensión sagrada y sobrehumana encuentra el sentido de su propia vida; por el contrario, el hombre se pierde a sí mismo cuando se desembaraza del contenido sobrehumano y supremo; cuando hace esto, ya no encuentra en sí más que un mundo insignificante y cerrado. La afirmación de la individualidad presupone el universalismo; lo demuestran todos los resultados de la cultura y de la historia moderna en el ámbito de la ciencia, de la filosofía, del arte, de la moral, del estado, de la vida económica, de la técnica. Está probado y demostrado que el ateísmo humanístico lleva a la autonegación del humanismo, a la degeneración del humanismo en antihumanismo, a la negación de la libertad.

Así termina la historia moderna y comienza una historia diferente a la que, por analogía, hemos dado la denominación de «nueva edad media». En ella, el hombre ha de ligarse de nuevo para poder integrarse, ha de someterse a aquello que está por encima de él para no perderse definitivamente. Es preciso recuperar, desde una perspectiva nueva, algunos elementos del ascetismo medieval para que la persona humana vuelva a encontrarse a sí misma, para que pueda proseguir en el futuro el esfuerzo cristiano por forjar al hombre, que constituye un momento esencial en el destino de la humanidad. Lo que la edad media ha experimentado desde una perspectiva trascendente ha de ser experimentado ahora de un modo inmanente. Un esfuerzo por parte del hombre para autolimitarse libremente, para imponer libremente una disciplina, para subordinarse de un modo voluntario a la dimensión sagrada que está por encima de él evitará el agotamiento definitivo de sus energías creadoras, llevará a acumular nuevas fuerzas y hará posible un nuevo renacimiento cristiano; para la porción elegida de la humanidad, este renacimiento sólo puede llegar partiendo de un robustecimiento de la persona humana.

La edad media se fundamentaba en la renuncia interior al mundo, y en esto consistía su esencia espiritual y su pathos supremo. Esta renuncia hizo posible la grandiosa cultura medieval. La idea medieval del Reino de Dios es una idea de renuncia al mundo que conduce al dominio sobre el mundo: es la paradoja fundamental del medioevo, la cual ha sido puesta de relieve por algunos historiadores de la cultura medieval, como Eincken; la negación del mundo por parte de la Iglesia llevó a la idea del imperio universal de la Iglesia. Hemos dicho anteriormente que este propósito no podía ser llevado a término felizmente: la conciencia medieval no había descubierto realmente la libertad del espíritu, y el drama de la historia moderna era inevitable. Pero el proyecto del hombre moderno de dominar el mundo lo hizo esclavo de él. Esta esclavitud le llevó a perder sus rasgos humanos y, por eso, para vencer al mundo exterior y al que lleva en sí, para dejar de ser siervo y llegar a ser realmente señor de sí mismo, ha de pasar por una nueva renuncia. Tal es la situación espiritual del hombre al final de la historia moderna, en el umbral de una nueva era.

A nuestro entender, el hombre tiene ahora ante sí dos caminos. En las cimas de la historia tiene lugar la opción definitiva. El hombre es libre de emprender el camino de la autosubordinación a los principios divinos superiores, robusteciendo así su personalidad, y es libre igualmente de someterse a otros principios, no-divinos y no-humanos (aunque suprahumanísticos), principios que son perversos y tienden a esclavizarlo.

He aquí por qué la historia universal es como un despliegue íntimo del Apocalipsis. La personalidad humana, una vez llegada a la cumbre de la historia, no puede soportar el ser esclava de la sociedad y de la naturaleza y, al mismo tiempo, es cada vez más consciente de tal esclavitud. Ella queda esclavizada a la naturaleza y al ambiente social. Mediante la máquina, a través del desarrollo de las fuerzas productivas materiales, el hombre intentó dominar los elementos de la naturaleza y, en cambio, se volvió esclavo de la máquina y del ambiente social por él creados. Todo esto es ya visible en el capitalismo y se pondrá también de manifiesto en el socialismo, y es el trágico resultado de toda la historia reciente, su trágico fracaso. Pero este fracaso no significa que la nueva historia carezca de sentido, no implica una valoración definitivamente trágica del destino de la historia; si se entiende la historia universal como una tragedia (y así hay que entenderla), el fracaso tiene un significado profundo. Si se admite que el desenlace de la historia no puede ser inmanente a la misma historia, sino que se sitúa más allá de sus confines, todos los fracasos de la historia cobran un sentido interior profundo y empezamos a comprender que el sentido de la historia no es el de alcanzar las metas que le asignan sus diferentes períodos. Justamente el hecho de que la historia sólo pueda realizar sus designios más allá de sus límites revela su profundísimo sentido interior; en efecto, si en un momento cualquiera de la historia fuesen alcanzadas todas sus metas y el hombre llegase a un estado de satisfacción definitiva, este éxito revelaría por sí mismo la insensatez de la historia.

Por muy paradoxal que parezca, lo propio de la historia no es encontrar su resolución en un cierto instante, en un cierto período de tiempo, sino permitir manifestarse a todas las energías espirituales y a todas las contradicciones, para que se despliegue la tragedia que ella encierra en todos sus matices y sólo al final se revele plenamente la verdad que da sentido a todo. Sólo entonces este sentido proyectará una luz retrospectiva sobre todos los períodos precedentes; en cambio, el sentido parcial de una de las épocas de la historia nunca podría abarcar la totalidad de la misma. A este respecto hemos de hacer una importante observación: nuestra concepción de la historia como fracaso no significa en absoluto que consideremos a aquélla como absurda, pues, en nuestra opinión, tal fracaso es realmente providencial; él nos indica que la vocación suprema del hombre y de la humanidad es metahistórica, que sólo en la metahistoria es posible resolver todas las contradicciones fundamentales de la historia.

Conviene hacer notar, por otra parte, que en este final del Renacimiento, Rusia desempeña un papel absolutamente único. En Rusia experimentamos el final del Renacimiento y la crisis del humanismo de un modo mucho más agudo que en cualquier otro país de Occidente, pues no hemos vivido el Renacimiento mismo. Aquí radica la originalidad singular del destino histórico de Rusia. A nosotros no nos fue dado experimentar la alegría del Renacimiento, entre nosotros nunca existió un verdadero pathos por el humanismo, ni hemos sentido jamás aquel goce ante el libre despliegue de las desbordantes energías creadoras. La gran literatura rusa, que es la creación más importante de que podemos enorgullecemos frente a Occidente, no tiene nada de renacentista en su inspiración.

En la literatura y en la cultura rusas sólo hubo un instante, como una llamarada, en la que se vislumbró la posibilidad de un renacimiento: el fenómeno Pushkin, la época cultural de Alejandro I. Entonces se abrió en Rusia una ventana al Renacimiento. Pero sólo fue un breve período, que no llegó a ser determinante en el destino del espíritu ruso. La literatura rusa del siglo XIX, en cuyos comienzos se sitúa el genio fascinante de Pushkin, no fue pushkiniana, reveló la imposibilidad de un arte y un espíritu pushkinianos. Las creaciones del espíritu ruso han partido siempre del dolor y del sufrimiento; en la base de nuestra literatura hubo siempre un sentimiento de compasión, un anhelo de redención de los pecados del mundo y un ansia de salvación. Nunca hemos experimentado la alegría de la creación gratuita. Recordemos a Gogol y las características de toda su obra; contemplamos en ella un destino atormentado y trágico, y lo mismo puede decirse de Dostoievsky y de Tolstoi, los dos genios más grandes de la literatura rusa. Su obra no tiene nada de humanística ni de renacentista. Todo el pensamiento ruso, su filosofía, su actitud moral, el destino del estado ruso, tienen en sí algo de atormentado y de opuesto al espíritu gozoso del Renacimiento y del humanismo. Aquí radica la tremenda paradoja de nuestro destino y se pone de manifiesto una especie de característica fundamental de nuestra naturaleza. A nosotros nos ha sido dado el descubrir la contradicción y la insatisfacción que lleva consigo el humanismo de un modo quizá más agudo que el de los pueblos europeos. Dostoievsky es el personaje más característico y más importante en lo que se refiere a la toma de conciencia del fracaso interior del humanismo. En Dostoievsky, el humanismo sufre su mayor derrota; en este campo, él ha hecho enormes descubrimientos. Precisamente él, que tanto sufrió por el hombre y por su destino, que hizo del hombre el tema central de su obra, pone de manifiesto la inconsistencia interior del humanismo, su tragedia íntima. Toda la dialéctica de Dostoievsky va dirigida contra la esencia del humanismo. Su humanismo trágico es radicalmente opuesto al humanismo histórico sobre el que estaba fundado el Renacimiento y que profesaron los grandes humanistas de Europa.

Estas particularidades específicas del Oriente ruso configuran también su misión singular en la constatación del final del Renacimiento y del humanismo. Fue justamente a Rusia a la que le fue dado descubrir aquí algo peculiar, fue precisamente en ella en donde encuentra su expresión un pensamiento que tiene como tema fundamental el destino final de la historia. No es casual que, en las cimas de la filosofía religiosa rusa, el pensamiento se haya vuelto siempre hacia el Apocalipsis. Comenzando por Caadaev y los eslavófilos, y continuando con Vladimir Soloviev, Leontiev y Dostoievsky, el pensamiento ruso se ocupó siempre de la filosofía de la historia, y esta filosofía tuvo siempre una orientación apocalíptica. También la revolución rusa representa, en su misma esencia, el fracaso del humanismo, y, con ello, nos lleva a la temática apocalíptica. Así nos acercamos a los problemas últimos de la metafísica de la historia, es decir, a los problemas relacionados con el progreso y a los referentes al final de la historia.

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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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