Experiencia de la filosofía del destino humano
SOBRE LA ESENCIA DE LO HISTÓRICO
Lo metafísico y lo histórico
La historia no es un dato empírico objetivo, sino un mito. A su vez,
el mito no es una invención, sino una realidad, una realidad de
orden diferente al del llamado dato empírico objetivo. El mito es el
relato (conservado en la memoria popular) de un acontecimiento
pasado, un relato que trasciende los límites de la facticidad
objetiva exterior y revela la facticidad ideal subjetivo-objetiva.
La mitología, de acuerdo con las profundas enseñanzas de Schelling,
es la historia primordial de la humanidad. Pero, frente a los mitos
que se sumergen en el pasado, nos encontramos con elementos míticos
creados por cada época histórica.
Toda gran época histórica, incluso la moderna (tan desfavorable a la
mitología) está saturada de mitos, por ejemplo, la época de la
Revolución francesa, realizada en un pasado reciente a la clara luz
del racionalismo. Su historia está llena de mitos, el primero de los
cuales es el mito de la gran Revolución Francesa, que los
historiadores respetaron durante mucho tiempo y que sólo más tarde
comenzaron a destruir, como hizo, por ejemplo, Taine en su historia
de la Revolución. Existen mitos análogos sobre el Renacimiento, la
Reforma, el medioevo, para no hablar de épocas históricas más
remotas en las que el pensamiento aún no había sido iluminado por la
clara luz de la razón.
Es imposible comprender la historia cuando la consideramos como una
realidad puramente objetiva, es necesario un nexo interior,
profundo, misterioso, con el objeto histórico. No es sólo el objeto
el que ha de ser histórico, también ha de serlo el sujeto; es
preciso, pues, que el sujeto del conocimiento histórico sienta y
descubra en sí mismo lo «histórico». Sólo en la medida en que
descubre en sí mismo lo «histórico», comienza a comprender los
grandes períodos de la historia. Sin este nexo, sin una
«historicidad» interior, le resultará imposible comprender la
historia. La historia exige una fe, no es simplemente una violencia
ejercida sobre el sujeto cognoscente por los hechos objetivos
exteriores; es un cierto acto de transfiguración del gran pasado
histórico, un acto en el cual se realiza la conquista interior del
objeto histórico, un proceso interior que crea una unión profunda
entre el sujeto y el objeto. Si ambos están separados no puede haber
conquista alguna.
Todo esto nos ha llevado a la convicción de que la concepción
platónica del conocimiento como reminiscencia ha de ser extendida,
con algunas modificaciones, al conocimiento histórico. En efecto,
toda aproximación a cualquier gran época histórica sólo es fecunda
cuando existe un conocimiento auténtico, cuando es una rememoración
interior, una reminiscencia de todo lo que de grande se ha realizado
en la historia de la humanidad, cuando tiene lugar una especie de
vinculación interior y de identificación entre lo que se realiza en
lo más profundo del espíritu cognoscente y lo que ha acontecido en
las diferentes épocas históricas.
En virtud de su naturaleza interior, cada hombre es una especie de
universo, de microcosmos, en el cual se refleja y habita todo el
mundo real y todas las grandes épocas históricas. No es simplemente
un exiguo fragmento del universo, sino una especie de vasto mundo,
que, para el estado de conciencia de una determinada persona, puede
ser aún inaccesible, pero que se abre interiormente a medida que se
ilumina y se amplía su conciencia. En este proceso de profundización
de la conciencia se revelan todas las grandes épocas históricas,
toda la historia del mundo de la que se ocupa la ciencia histórica,
que lo criba todo a través de la crítica de las fuentes, de las
inscripciones, de la arqueología, etc. Existen motivos externos,
ayudas, puntos de partida para la rememoración, pero el hombre ha de
conocer la historia en sí mismo. Por ejemplo, para comprender
realmente la historia de Grecia ha de sacar a la luz en sí mismo los
estratos más profundos del mundo helénico, y lo mismo ha de hacer
para entender la historia de Israel. Podemos decir, pues, que en el
microcosmos humano se hallan encerradas todas las épocas históricas
del pasado y que el hombre no puede sepultarlas bajo los escombros
del tiempo y de la existencia histórica más reciente; se las puede
cubrir temporalmente, pero nunca sofocar de un modo definitivo.
Este proceso de iluminación y profundización interiores ha de
conducir al hombre a sumergirse en las profundidades de los tiempos
a través de estos estratos, pues sumergirse en el tiempo significa
sumergirse en sí mismo. El hombre sólo puede encontrar
verdaderamente la profundidad de los tiempos en el fondo de sí
mismo, pues aquella profundidad no es algo exterior y extraño al
hombre, algo que le viene dado e impuesto desde fuera, sino una
estratificación profunda en el interior del hombre mismo, que sólo
queda relegada a un segundo o tercer plano en virtud de la
limitación de la conciencia humana.
Los mitos históricos tienen un significado profundo para este
proceso de rememoración. El mito histórico es un relato trasmitido
por la memoria popular que nos ayuda a recordar en lo más íntimo de
nuestro espíritu un cierto estrato interior ligado a la profundidad
de los tiempos. El proceso de alienación del sujeto por el objeto,
puesto en marcha por la crítica «iluminista», por la crítica de la
conciencia, puede suministrar los materiales para el conocimiento
histórico, pero, en la medida en que destruye el mito y separa la
profundidad de los tiempos de la profundidad del hombre, disocia
también al hombre de la historia.
Todo esto nos conduce a revisar y revalorizar el significado de la
tradición, a fin de lograr una comprensión interior de la historia.
La tradición histórica, que la crítica quería destruir, nos
proporciona el instrumento que hace posible el gran acto recóndito
del recordar, pues, en realidad, la tradición histórica no
constituye simplemente un impulso externo, un hecho que le viene
impuesto al hombre desde fuera y que le es extraño, sino un acto
interior, escondido, oculto en lo profundo de su ser, de su misterio
íntimo, un hecho a través del cual se conoce a sí mismo y con el
cual forma una totalidad indisoluble. Esto no significa en modo
alguno que la tradición histórica no esté sujeta a la crítica y que
haya de tomarse sin más tal como se presenta, prestándole fe y
rechazando cualquier consideración crítica. Por el contrario,
pensamos que la crítica histórica aplicada a la tradición ha
alcanzado muchos resultados objetivamente inmutables y de
indiscutible valor científico, de tal manera que no hay ningún
motivo para revisar desde el principio la historia tradicional.
Queremos decir más bien que el valor más profundo de la tradición no
se basa en que ella cuenta lo que ha acontecido en realidad (por
ejemplo, la tradición sobre la fundación de Roma, destruida por
Niebuhr y por los historiadores más recientes), sino en que oculta
en la memoria popular una alusión, un símbolo de los destinos
históricos de este pueblo, símbolo extremadamente importante para
construir una filosofía de la historia que comprenda su sentido más
profundo. La tradición histórica es algo más que el conocimiento de
la vida histórica, pues en la tradición simbólica se revela la vida
interior, la profundidad de la realidad ligada hereditariamente a
aquello que el hombre descubre por medio de la autoconciencia
espiritual interior. Esta vinculación de la tradición a lo que se
descubre a través de la autoconciencia es extremadamente preciosa.
Los hechos exteriores de la historia tienen una enorme importancia,
pero para construir la filosofía de la historia es mucho más
importante esta misteriosa vida interior, que es continua incluso en
medio de la discontinuidad del tiempo exterior. Es justamente esta
vida la que nos dice que la historia nos viene dada no desde el
exterior, sino desde nuestra propia intimidad, de tal manera que
nosotros, al percibir la historia, la construimos en definitiva de
un modo muy conexo y dependiente de los estratos interiores de
nuestra conciencia, de la amplitud y profundidad interiores de la
misma.
Ahora bien, el estado de conciencia y de autoconciencia postulado y
presupuesto como el único verdadero por la crítica histórica y la
ciencia histórica objetiva es muy limitado y superficial. Aquí
radica la aberración de la crítica histórica. En esta última, muchas
cosas aparecen como objetivas, irrefutables, convincentes, cuando se
las examina de un modo superficial, primario; pero cuando nos
situamos a un nivel de conciencia más profundo, las conclusiones de
la crítica histórica comienzan a manifestarse como infundadas y
problemáticas, pues la realidad más honda yace en la interioridad
misma de la realidad histórica. Cuando leemos una obra científica
sobre la historia, por ejemplo, sobre la historia de los pueblos
antiguos, advertimos claramente que la historia de su cultura ha
sido privada definitivamente de su alma, de su vida interior, que
sólo se nos muestran como a través de una fotografía y de un esbozo
puramente exteriores. Todo ello nos lleva a la conclusión de que la
llamada «crítica histórica» representa en la evolución de la
historia un simple momento, por el cual hay que pasar, un momento
que no es el más esencial, sino el menos profundo, y después del
cual el hombre entra en una época totalmente diversa, inicia otras
relaciones distintas con el proceso histórico. Entonces cambia y se
entiende de un modo nuevo la tradición interior, el mito interior de
la historia que había sido rechazado en la época de la crítica
histórica.
Como hemos dicho desde el principio, el tema de la historia es el
destino del hombre en la vida terrena, y este destino, que se
realiza en la historia de los pueblos, viene comprendido, ante todo,
como el destino del hombre que conoce espiritualmente. La historia
del mundo de la humanidad tiene lugar no sólo en el objeto, en el
macrocosmos, sino también en el microcosmos. Este nexo entre la
historia del microcosmos y la del macrocosmos, tan necesario para
una metafísica de la historia, supone una excepcional proximidad y
una especial relación entre lo «histórico» y lo metafísico. La
contraposición entre lo histórico y lo metafísico, que domina
ampliamente en la ciencia y en la filosofía y también en ciertas
formas de conciencia religiosa, por ejemplo en la hindú, descarta la
posibilidad de que lo metafísico se revele en lo histórico, de que
el hecho histórico sea algo más que una realidad exterior y empírica
y, por consiguiente, lo contrapone metodológicamente a todo lo que
es metafísico. Un punto de vista diferente supondría que lo
metafísico estuviese inmediatamente presente en lo histórico y se
manifestase a través de ello. Como veremos en seguida, este punto de
vista es particularmente idóneo para construir una filosofía de la
historia y presupone un centro de la historia en donde se reúnen lo
metafísico y lo histórico. Como intentaremos demostrar más adelante,
sólo en la filosofía cristiana de la historia lo metafísico y lo
histórico se aproximan realmente y se identifican. Concebir la
tradición como fuente del conocimiento más profundo de la realidad
histórica y espiritual significa acogerla como vida interior del
espíritu cognoscente y no como autoridad. Si el espíritu humano
fuese extraño a esta tradición, ella vendría impuesta desde fuera.
He aquí el verdadero concepto de tradición: la tradición es un
cierto vínculo libre, espiritual, hereditario al interior del
hombre; no es algo trascendente e impuesto al hombre, sino
inmanente. Esta concepción nos parece la acertada y la única que nos
permite construir una filosofía.
Aproximémonos ahora a la cuestión de la esencia de lo «histórico»
desde otras perspectivas, desde otros puntos de vista. ¿De qué
manera se ha constituido lo «histórico» a través del devenir de la
conciencia humana, de la historia del espíritu humano? ¿Cómo ha
llegado la conciencia humana a captar el acontecimiento histórico,
el proceso histórico? ¿Cómo ha surgido por primera vez la conciencia
de que existe la historia, de que existe una realidad que llamamos
mundo, movimiento, proceso histórico?
Para responder a estos interrogantes debemos volvernos hacia el
mundo helénico y hebreo. En efecto, los principios helénico y hebreo
se hallan en la base misma de la conciencia europea. De su unión
nació el mundo cristiano, que reunió en sí mismo de un modo orgánico
a los dos grandes mundos de nuestro pasado y abrió una nueva era.
En nuestra opinión, todo estudioso de la historia debe tener bien
claro que la conciencia de la historia fue extraña a la cultura, al
mundo y a la conciencia helénicos. En el mundo helénico no existió
el concepto de devenir histórico, y los mayores filósofos griegos no
pudieron elevarse a un conocimiento de este devenir, de tal manera
que en ellos está ausente la filosofía de la historia. Ni en Platón,
ni en Aristóteles, ni en ninguno de los grandes filósofos griegos es
posible encontrar una comprensión de la historia. A nuestro
entender, esto va íntimamente ligado a la concepción y apercepción
del mundo vigentes entre los griegos. Éstos contemplaban el mundo
desde un punto de vista estético, a saber, como cosmos perfecto y
armónico. Los más grandes genios griegos, que representan el
espíritu griego en su pleno vigor y no en su debilidad, percibieron
el universo de un modo estático, cultivaron una especie de
contemplación clásica de las proporciones del cosmos. Todo esto es
característico de los pensadores griegos, que eran incapaces de
percibir el proceso histórico; lo concebían sin origen, sin término,
sin principio, como un círculo que se repite eternamente.
Este carácter cíclico es propio de la Weltanschauung griega, la cual
imaginaba la historia como un movimiento circular. La conciencia
helénica no se ha vuelto jamás hacia el futuro en el que la historia
llega a su término y en el cual han de situarse su centro y su
desenlace, sino únicamente hacia el pasado. Una característica de la
conciencia helénica es la contemplación de un estado armónico
perfecto, que ella no ligaba nunca al futuro. Por eso la conciencia
griega no tenía una relación con el futuro capaz de convertirse en
punto de partida desde el que fuese posible advertir el proceso
histórico y adquirir conciencia de la historia como de un drama en
pleno desenvolvimiento. La historia es realmente un drama dividido
en varios actos, que tiene su principio, su desarrollo interior, su
final, su catarsis, su desenlace. Esta concepción de la historia
como tragedia es extraña a la conciencia griega. Para encontrar la
conciencia del devenir histórico hemos de acudir a la conciencia y
al espíritu del Israel antiguo.
La idea de lo «histórico» fue introducida por los hebreos y, a
nuestro entender, la misión fundamental del pueblo hebreo ha sido la
de introducir en la historia del espíritu humano esta conciencia del
devenir histórico, en lugar del movimiento circular imaginado por
los griegos. La conciencia hebrea antigua concebía siempre este
proceso en conexión con el mesianismo, con la idea mesiánica. La
conciencia hebrea, a diferencia de la helénica, está siempre vuelta
hacia el futuro, a lo que ha de venir: es una espera impaciente de
algún gran acontecimiento que había de decidir los destinos de los
pueblos, el destino de Israel.
La conciencia hebrea no concebía, pues, la historia universal como
un círculo cerrado. La idea misma de historia va asociada a la
expectativa de un cierto acontecimiento futuro que constituirá su
desenlace. Esta característica de la estructura histórica la
constatamos por primera vez en la conciencia hebrea; aquí aparece
por vez primera la conciencia de lo «histórico» y por eso debemos
buscar la filosofía de la historia no en la filosofía griega, sino
en la del hebraísmo. Tal filosofía la encontramos en el libro del
profeta Daniel, en donde se contempla el proceso de la historia de
la humanidad como un drama que conduce a un determinado final. La
interpretación dada por Daniel al sueño de Nabucodonosor es la
primera tentativa histórica de construir un esquema de la historia,
repetida y ampliada después por la filosofía cristiana de la
historia. El profeta Daniel ve cómo Dios castiga a los pueblos a lo
largo de la historia y consideraba a Nabucodonosor como instrumento
de Dios. Este profetismo de la conciencia hebrea, este estar
orientada hacia lo que ha de venir dio lugar no sólo a la filosofía
de la historia, sino también a lo «histórico».
Mientras que lo propio del mundo helénico era la contemplación
armónica del cosmos, tal contemplación de un cosmos concebido como
inmóvil era extraña al mundo hebreo. A éste le fue dado descubrir el
drama histórico del destino humano, el drama fundado sobre la
realización de un gran acontecimiento en el destino del pueblo
hebreo y, a la vez, de toda la humanidad. Esta es la idea mesiánica
del antiguo Israel, propiedad exclusiva del pueblo hebreo. La idea
mesiánica es la idea específica que el mundo hebreo introdujo en la
historia del espíritu humano. Para explicar nuestro pensamiento
quisiéramos aducir algunos paralelismos.
¿Cómo se explica el hecho de que los griegos, que enriquecieron la
historia del espíritu humano con importantísimos descubrimientos, no
conociesen ni comprendiesen la historia, es decir, lo «histórico»?
En nuestra opinión la explicación de esto radica en el hecho de que
el mundo helénico no conoció propiamente la libertad: ni la religión
ni la filosofía griega la comprendieron adecuadamente, rasgo más
característico de la configuración espiritual del mundo helénico y
de la conciencia a él subyacente es la sumisión al hado. Resulta
extraña a este mundo la conciencia de la libertad, del sujeto que
hace la historia, sin la cual son imposibles la historia, su
devenir, su apercepción. Esto se debe al hecho de que, en el mundo
helénico, la forma ha prevalecido siempre sobre el contenido: en el
arte, en la filosofía, en la política, en todos los sectores de la
vida helénica, el principio formal prevalece sobre el material,
sobre el contenido, al cual va ligado el principio irracional de la
vida humana. Este principio irracional es justamente el principio de
la libertad, introducido después en el mundo por el cristianismo.
En el mundo cristiano se subraya el contenido y no la forma, y a
partir de y juntamente con esto se descubren aquella libertad humana
y aquel sujeto creador libre sin el cual no es posible comprender el
proceso histórico. En la conciencia cristiana, vinculada a la hebrea
en cuanto que ésta última se abre a lo «histórico», se descubre
aquella libertad para el mal sin la cual se hace incomprensible el
proceso histórico. En efecto, si no existiese la libertad para el
mal, para este mal que está ligado a los principios fundamentales de
la vida humana, si no existiese este principio tenebroso, tampoco
existiría la historia, y el mundo comenzaría no por el principio,
sino por el final, por aquel reino de Dios que viene considerado
como un cosmos perfecto, como la plenitud del bien y de la belleza.
Pero la historia del mundo no tiene como origen este cosmos
perfecto, porque comienza por la libertad, por la libertad para el
mal. Aquí está el germen del grandioso proceso histórico.
No fue la conciencia helénica la que descubrió la historia, pues su
característica fundamental era un volverse hacia la perfección de la
forma del cosmos. A nuestro entender, la conciencia aria, puramente
abstracta e inclinada hacia el monismo, no puede conciliar en sí lo
«metafísico» y lo «histórico». No en vano aquellos pensadores
interesantes y singulares que hoy se consideran a sí mismos
representantes del espíritu ario, por ejemplo, Chamberlain y el
filósofo Drews, de la escuela de Hartmann, establecen una
contraposición radical entre lo «metafísico» y lo «histórico». Toda
su crítica a la componente semítica del cristianismo se basa en el
hecho de que ellos ven en el cristianismo una unión ilícita entre lo
metafísico y lo «histórico», se percatan de que en él, lo metafísico
se ha incorporado a los hechos históricos, se ha encarnado, se ha
fundido con ellos, en resumen, se halla indisolublemente ligado a la
historia. Esta conciencia aria no se remite principalmente a la
cultura helénica, sino a la hindú, más originaria y quizá más pura y
radical, y en ella busca la expresión pura de lo metafísico,
perfectamente libre e inmaculado, separado de toda mezcolanza con lo
«histórico».
La conciencia hindú es la más antihistórica de cuantas existen en el
mundo, y lo mismo ocurre con el destino hindú. Las más profundas
creaciones del espíritu hindú no están conectadas en modo alguno con
la historia; allí nunca ha existido una verdadera historia, un
auténtico proceso histórico. La vida espiritual del pueblo hindú
aparece ante todo como una vida espiritual individual, un destino
individual en cuyas profundidades se revela el mundo superior, la
Divinidad, a través de un método especial en modo alguno ligado a
los destinos históricos. Los hindúes contraponen lo «histórico» a lo
metafísico; para el espíritu hindú, el distanciarse y el abstraerse
de la realidad histórica es una garantía de la pureza de la
conciencia, pues cualquier conexión con ella oscurece el espíritu.
Esta incapacidad para unir lo «histórico» y lo metafísico lleva a
percibir la historia como una simple concatenación exterior de
hechos que no tienen el menor significado interior. El mundo
empírico externo, la realidad inferior, el orden inferior, han de
ser superados; es necesario renunciar a ellos para poder comprender
la verdad de lo metafísico, del mundo espiritual superior, que lleva
la impronta del espíritu: se trata, en definitiva, del monismo ario,
que suele contraponerse al dualismo característico de la conciencia
hebrea, así como de la cristiana.
La filosofía de la historia, por su mismo origen histórico, va
indisolublemente ligada a la escatología y nos explica por qué el
sentido de lo «histórico» ha nacido en el pueblo hebreo. La
escatología es la doctrina del fin de la historia, del desenlace de
la historia universal. Esta idea escatológica es absolutamente
necesaria para la toma de conciencia y la construcción de la idea de
historia, para poder percibir el devenir, el movimiento histórico
mismo, que tiene un sentido y se encamina hacia una meta. Sin la
idea de esta meta no hay posibilidad de comprender lo que es la
historia, pues ésta es, por su misma naturaleza, escatológica, dato
que presupone un final que la consuma, un desenlace, una conclusión
catastrófica que da comienzo a un mundo y a una realidad nuevos,
totalmente diferentes de los que nos presenta la conciencia griega,
ajena en cuanto tal a la escatología.
Esto es confirmado históricamente por el hecho de que, entre todos
los pueblos antiguos, el hebreo fue el único en poseer el sentido de
la historia y del destino histórico. En cualquier caso, el único
pueblo con sentido histórico (además del hebreo) es el persa; entre
los arios, no existe otro pueblo capaz de percibir la realidad de lo
«histórico». Esto viene condicionado por el hecho de que, en su
conciencia religiosa, se manifiestan con singular fuerza el momento
escatológico y la idea apocalíptica, que ejercieron una gran
influencia sobre la apocalíptica hebrea. Los persas fueron los
primeros en descubrir el momento escatológico, y el único pueblo
(aparte del hebreo) que contempló el destino histórico desde la
perspectiva de un final decisivo. La lucha entre Ormuzd y Ahriman
termina en una catástrofe, después de la cual concluye la historia y
da comienzo una realidad nueva.
Sin esta perspectiva escatológica es imposible entender el proceso
histórico como movimiento. Un movimiento sin la perspectiva del
final, sin la escatología, no es historia, no posee un plan, un
sentido, una meta interior. A fin de cuentas, un movimiento que no
se encamine hacia un fin que lo consume, termina por convertirse, de
un modo u otro, en movimiento circular. Por eso la eliminación del
sentido inherente al proceso histórico hace imposible la percepción
de este mismo proceso.
Si el pueblo hebreo fue el primero en percatarse de la posibilidad
de una filosofía de la historia, sólo el mundo cristiano, la
conciencia cristiana, posee una verdadera filosofía de la historia
como sector particular del conocimiento espiritual y forma especial
de la apercepción espiritual del mundo. El mundo cristiano, en el
que confluyeron todas las revelaciones de la humanidad, del mundo
hebreo y del griego, tuvo un sentido particular de la historicidad,
desconocido en el mundo helénico y quizá hasta en el hebreo.
Una de las ideas más profundas e interesantes de Schelling es la de
que el cristianismo es la revelación de Dios en la historia. Entre
el cristianismo y la historia existe un vínculo que no aparece en
ninguna otra religión o movimiento espiritual. El cristianismo ha
aportado el dinamismo histórico, la fuerza extraordinaria del
movimiento histórico, y ha creado la posibilidad de una filosofía de
la historia. En nuestra opinión, el cristianismo no sólo ha creado
la filosofía de la historia que llamamos cristiana (en sentido
confesional), por ejemplo, la de San Agustín y Bossuet, sino también
todas las filosofías de la historia subsiguientes, comprendida la de
Marx, cuyo dinamismo histórico es tan característico para el período
cristiano de la historia.
El cristianismo aportó el dinamismo porque introdujo la idea de la
unicidad e irrepetibilidad de los acontecimientos, una idea que
resultaba inaccesible para el mundo pagano. En este último imperaba
la idea de la repetibilidad de los acontecimientos, que hacía
imposible una apercepción de la historia. Por el contrario, la
conciencia cristiana introdujo la idea de la unicidad e
irrepetibilidad de la realidad histórica, pues, para ella, en el
centro del proceso histórico universal se sitúa un hecho acontecido
una sola vez, único, irrepetible, incomparable, diferente de todos
los demás, ocurrido de una vez para siempre, un hecho histórico y,
al mismo tiempo, metafísico, es decir, revelador de las
profundidades de la existencia: el hecho de la aparición de Cristo.
La historia es un devenir que tiene un significado interior, una
representación sagrada que posee un principio, un final, un centro,
una acción uniforme: la historia se encamina hacia el hecho de la
(segunda) venida de Cristo y parte de la (primera) venida de Cristo.
Esto determina el profundísimo dinamismo de la historia, su marcha
hacia el núcleo central del proceso universal y su movimiento a
partir de este mismo núcleo.
El mundo helénico no llegó a entrever nunca la posibilidad de una
concepción semejante, no conoció este hecho histórico y, a la vez,
metafísico. La conciencia helénica no contemplaba lo divino en el
proceso temporal de la historia; y sólo veía la verdad, el valor, la
armonía divinos en la naturaleza eterna. Los griegos no conocieron
el movimiento de la historia, que precipita al universo hacia un
final catastrófico. La historia, la percepción de la historia sólo
es posible en la medida en que el proceso universal es considerado
como un proceso catastrófico. Esta apercepción presupone un centro
en el cual se sitúa un hecho histórico y, a la vez, se manifiesta lo
divino, lo interior deviene exterior y se encarna. Es justamente
esto lo que resulta extraño a la conciencia helénica y totalmente
ajeno a la conciencia espiritual de la India, pues aquí faltó
precisamente el presentimiento impaciente de este acontecimiento
central.
Para la India, lo más grande de la vida espiritual se revela
únicamente en la profundidad individual del espíritu humano. El
cristianismo ha sido el primero en aportar aquel concepto de
libertad (totalmente desconocido para el mundo helénico)
indispensable para construir una historia y una filosofía de la
misma. Sin el concepto de libertad, que determina el carácter
trágico y dramático del proceso histórico, es imposible comprender
la historia, pues este carácter trágico proviene de la libertad, de
la libertad activa, de la libertad para el mal, para las tinieblas.
Esto origina la lucha dramática, el dramático movimiento de la
historia, que están ausentes de una conciencia como la griega, que
considera el mundo como la totalidad armónica del bien, la belleza y
la verdad, y esto, en virtud de una necesidad que emana de la
Divinidad misma. El cristianismo ha traído consigo la historia, la
idea de la historia, pues fue el primero en percatarse realmente de
que lo eterno puede prolongarse en lo temporal. En la conciencia
cristiana, lo eterno y lo temporal son indisociables: la eternidad
entra en el tiempo y el tiempo entra en la eternidad.
En la conciencia griega, lo temporal era concebido como un
movimiento circular; el cristianismo abrió una brecha, superó la
idea del movimiento circular, afirmó que la historia se consuma en
el tiempo, descubrió el sentido de la historia. El cristianismo
aportó el dinamismo y aquel principio liberador que plasmó la
historia turbulenta, rebelde, de los pueblos occidentales, y se
convirtió en la historia por antonomasia. Si se confronta con el
destino de los pueblos no cristianos antiguos y modernos, el de los
pueblos cristianos es un destino esencialmente ligado a todos los
grandes acontecimientos de la historia, al centro de ésta. Todo ello
está en conexión con la libertad y el dinamismo que nos aportó el
cristianismo, gracias a la irrepetibilidad de los hechos metafísicos
e históricos. Ello trajo consigo la tensión inherente al proceso
histórico, desconocida para los pueblos no cristianos (a excepción
de los hebreos), una tensión y dramaticidad singulares, un ritmo
particular. Así se formó el mundo específicamente cristiano,
dinámico, a diferencia del antiguo, que, en comparación, resultaba
estático.
La estaticidad del mundo antiguo iba ligada a un sentimiento
inmanente del ser y de la vida; para tal conciencia y sentimiento de
la vida todo estaba encerrado bajo la bóveda celeste, bajo la cual y
dentro de la cual discurría toda la vida humana. Este mundo no tuvo
impulsos trascendentes, no conoció lejanías trascendentes, sólo
contempló la belleza de la vida espiritual y divina en cuanto
inmanente al movimiento circular de la naturaleza. En el mundo
cristiano se abren lontananzas, se rasga la bóveda celeste y la
tensión hacia metas lejanas crea el dinamismo, el drama de la
historia, en el cual quedan implicados también personas y pueblos
que han perdido la conciencia cristiana, pero que, por su mismo
destino, han permanecido cristianos, históricos.
Por esta razón pensamos que la rebelión histórica de los siglos XIX
y XX, acompañada de la apostasía y de la pérdida de la fe cristiana,
está ligada, no obstante, al cristianismo y ha nacido en terreno
cristiano. Este dinamismo del cristianismo, esta libertad que
destruye los límites, este principio irracional ligado al contenido
de la vida, determinan el proceso de la historia. El dinamismo y la
historicidad propios del cristianismo son extraños a cualquier otra
conciencia. Sólo el cristianismo admitió que la humanidad posee una
meta final, se percató de la unidad de la humanidad y, de esta
forma, hizo posible la filosofía de la historia. Como hemos
reiterado anteriormente, la realidad histórica presupone a la
irracional, que hace posible el dinamismo, pues, sin este principio
irracional, tempestuoso, amorfo, que provoca la lucha entre la luz y
las tinieblas en cuanto conflicto de los opuestos, carece de sentido
la historia, y es imposible un verdadero dinamismo. Este principio
irracional no hay que entenderlo a la manera de Rickert, desde una
gnoseología que contrapone lo individual en cuanto irracional a lo
universal como racional, sino de un modo diferente, ontológico, a
saber, como un principio irracional inmerso en el ser mismo y sin el
cual son imposibles la libertad y el dinamismo.
La historia supone la Teandria. La naturaleza del proceso religioso
e histórico supone el conflicto y la interacción más profundos entre
la Divinidad y el hombre, entre la Providencia divina, el fatum
divino, la necesidad divina, y la inexplicable y misteriosa libertad
humana. Si actuase únicamente el principio de la necesidad natural,
o sólo el principio de la necesidad divina, o bien solamente el
principio humano, no existiría el drama de la historia, no existiría
la tragedia, que es choque, interacción y lucha profundísimos entre
la Divinidad y la humanidad en el terreno de la libertad. Nos
encontramos aquí con principios, antinomias, contraposiciones
inconciliables, y ha sido justamente el cristianismo el que las ha
introducido en la historia del espíritu humano.
Sin la libertad del espíritu humano como principio específico
irreductible, tanto a la libertad como a la necesidad divina, como
principio irracional, ni siquiera sería posible la historia
universal. Si existiese únicamente la libertad divina, o la
necesidad divina, o la necesidad natural, no habría historia en el
sentido propio del término, ni siquiera habría nacido como tal
realidad. Si sólo existiese la necesidad divina, o el principio
divino, o la libertad divina, la historia habría comenzado por el
Reino de Dios y, por consiguiente, no habría existido. Si tan sólo
existiese la necesidad natural, tendríamos una concatenación absurda
de hechos exteriores, en los cuales no habría un devenir interior,
un drama con sentido, una tragedia que se encamina hacia un cierto
final resolutivo. De aquí que toda filosofía monista, todo monismo
que admita únicamente la existencia de un principio, no favorece la
construcción de la filosofía de la historia ni la apercepción del
dinamismo histórico. El monismo puro es, por su misma naturaleza,
antihistórico y propenso a negar siempre la libertad humana, a negar
el hecho de que, en la base misma de la historia, se sitúa esta
libertad irracional para el mal que es su a priori
metafísico-religioso.
Quisiéramos hacer todavía algunas observaciones que confirman desde
otros puntos de vista nuestras tesis fundamentales, nuestra
comprensión fundamental de la filosofía de la historia.
En primer lugar, hemos de hacer notar que existe un modo de
considerar el proceso histórico que es erróneo y que se halla muy
difundido en la conciencia contemporánea, un modo de considerarlo
que lo priva de su vida y de su interioridad. Una de las falsedades
de la conciencia contemporánea es su actitud antihistórica,
anárquica y rebelde al proceso histórico, a través de la cual el
individuo, la persona, sintiéndose distanciados, separados y
aislados de todo lo que es historia, se sublevan contra el proceso
histórico mismo como si se tratase de algo que los oprime. Pero, en
definitiva, esta actitud no es libre, sino esclava, porque el que se
subleva y rebela contra el grandioso contenido divino y humano de la
historia no lo reconoce como suyo, como algo que se manifiesta en su
propia intimidad, sino como algo que le viene impuesto desde fuera.
Esta postura rebelde y anárquica se funda en una actitud espiritual
servil y no la libertad del espíritu. Y sólo es libre de espíritu
aquel que ha cesado de considerar la historia como algo que le es
impuesto desde el exterior y ha comenzado a contemplarla como un
acontecimiento interior de la realidad espiritual, como su propia
libertad. Sólo esta relación verdaderamente libre y liberadora con
la historia suministra la posibilidad de comprender la historia como
libertad interior del hombre, como un momento del destino celestial
y terreno del hombre. A través de ella, el hombre recorre su
atormentado camino, en el que todos los grandes momentos de la
historia, hasta los más terribles y desgarradores, aparecen como
momentos interiores de este destino humano, porque la historia es el
cumplimiento interior y lleno de dramatismo del destino del hombre.
Aquellos que no quieren reconocer en la historia este grandioso
destino humano y la ven como algo exterior e impuesto sólo
conseguirán hallar en ella el vacío, no la verdad.
En la historia aparecen asociados dos elementos, dos momentos, sin
los cuales ella es imposible: el momento conservador y el momento
creador. El proceso de la historia deviene imposible sin la
conjunción de ambos momentos. Entendemos por momento conservador el
vínculo con el pasado espiritual, la tradición interior, el aceptar
todo lo que hay de más sagrado en el pasado. Tampoco es posible
concebir la historia sin el momento dinámico-creador, sin una
continuación y una prolongación creadoras de la historia, sin una
tensión creadora y resolutiva. Así pues, ha de existir un nexo
interior con el pasado, una atención profunda a los monumentos del
pasado, así como el coraje del trabajo creador. Si falta el elemento
conservador, o bien el factor dinámico-creador, la historia queda
eliminada como tal. Un puro conservadurismo abstracto que se niega a
continuar la historia, que piensa que todo está ya hecho y que lo
único necesario es conservarlo, es, en definitiva, una actitud
ahistórica. El vínculo con el pasado, con todo lo sagrado que él
encierra, la fidelidad a las enseñanzas del pasado es una fidelidad
a las enseñanzas de la vida dinámica creadora de nuestros
antepasados; por eso, el vínculo interior con los antepasados, con
la patria, con todo lo que es sagrado, es siempre un nexo con el
proceso dinámico creador vuelto hacia el futuro, hacia la resolución
de la historia, hacia la creación de un mundo nuevo. Puesto que esto
tiene lugar en la eternidad, es preciso reconocer que el movimiento
histórico unitario interior y dinámico-creador desemboca en la vida
eterna. Esta concepción del proceso histórico — en el que tiene
lugar la unión de lo temporal y lo eterno, se aproximan y se
identifican lo «histórico» y lo metafísico, lo que viene dado en los
hechos históricos, en la encarnación histórica, y lo que se
manifiesta en la más profunda realidad espiritual — nos lleva a la
conjunción de la historia terrena con la celestial.
Ahora bien, ¿qué entendemos por historia celestial? En la historia
celeste, en las profundidades de la vida del espíritu viene
delineada de antemano la historia, que después se devana y
manifiesta en la vida terrena, en el destino humano, en el destino
histórico de la humanidad, en lo que llamamos la historia terrestre.
Se trata de un prólogo que se desarrolla en el cielo, como aquel con
que comienza el Fausto de Goethe. El destino de Fausto es el destino
del hombre y este prólogo en el cielo condiciona de antemano el
destino humano. La filosofía de la historia ha de ser una metafísica
que ponga de manifiesto el prólogo celeste en el que están trazados
de antemano los destinos históricos, que saque a la luz la historia
espiritual interior, pues el cielo es nuestro cielo espiritual
interior. Sólo así se descubre el verdadero nexo entre lo
«histórico» y lo metafísico, el nexo en el que radica el sentido más
profundo de toda filosofía cristiana de la historia. Este vínculo
supera el distanciamiento y la oposición, conoce la profundísima
unión, proximidad e identificación entre ambos, la misteriosa
transubstanciación, la secreta transfiguración de lo uno en lo otro,
de lo celestial en lo terreno, de lo «histórico» en lo metafísico,
de lo interior en lo exterior.
La filosofía de la historia, la tentativa de comprender el proceso
histórico, es una especie de profecía vuelta hacia el pasado,
similar a la profecía vuelta hacia adelante, pues en la filosofía de
la historia no se manifiesta la facticidad puramente objetiva, la
apercepción de la facticidad del proceso histórico, sino la
penetración profética en el pasado, que es, al mismo tiempo,
penetración en el futuro, porque la historia metafísica del pasado
se manifiesta como futuro y el futuro se revela como pasado. La
disociación entre ambos nos sumiría en las tinieblas y haría
imposible la comprensión del proceso histórico.
Esta disociación viene operada por todos aquellos que se sienten
desarraigados del gran pasado histórico y no conocen el futuro,
aquellos que contemplan el pasado como algo impuesto y consideran el
futuro como algo terrible, enigmático e inaccesible, en virtud de su
misma incognoscibilidad. A todo esto hay que contraponer una
búsqueda del vínculo existente entre el destino histórico y el
propio destino humano, vínculo que liga al pasado con el futuro en
el seno de la eternidad. Así se revelan las fuerzas espirituales
interiores de la historia, que permanecen veladas para aquel que
transforma el momento histórico, la apercepción estática del
presente, en una apercepción estática del pasado y del futuro. Toda
consideración del pasado y del futuro que no perciba su nexo
dinámico interior, su vinculación y complementariedad interiores y
espirituales, sino que los contemple como realidades disociadas,
abstractas, inconcretas, es radicalmente falsa. Por eso una
aproximación semejante al proceso histórico es sustancialmente
estática, aunque parezca evolucionista, pues el estatismo del
presente en que se encuentra el sujeto cognoscente una vez que se ha
separado del pasado y del futuro y se ha desarraigado de la
tradición y del devenir interior, le impide comprender el pasado y
convierte a éste en un cadáver, en el residuo de un devenir
abortado. Sólo una actitud profética hacia el pasado pone en
movimiento a la historia y sólo una actitud profética hacia el
futuro podrá ligar a éste con el presente y el pasado, a través de
un cierto movimiento interior, espiritual. Sólo una actitud
profética hacia la historia podrá vivificar la historia, insuflando
en su estatismo el fuego interior del movimiento espiritual.
El destino humano no es sólo terrestre, sino también celeste, no
sólo es histórico, sino, además, metafísico, no es sólo humano,
sino, a la vez, divino; en definitiva, es, al mismo tiempo, un drama
humano y divino. Sólo una conversión profética a la historia, al
pasado, puede vivificar el movimiento y la evolución inertes y
convertirlos en una realidad plena, espiritual.
El sentido de todo esto resulta fácilmente comprensible a la luz de
cuanto acabamos de decir. La conclusión fundamental de todas estas
lecciones sobre la esencia de la historia y de la filosofía de la
historia es que no puede existir contraposición alguna entre el
hombre y la historia, entre el mundo espiritual del hombre y el
mundo histórico. Semejante contraposición significaría la muerte del
hombre y de la historia. La metafísica de la historia hacia la que
debemos tender no habla de la historia como de un objeto exterior
que hay que aceptar y que continúa siendo para nosotros un objeto
del mundo exterior cosificado. La metafísica de la historia es un
penetrar en lo profundo de la historia, en su esencia íntima, en un
poner al descubierto la historia misma, su vida interior, su
movimiento y su devenir internos; la metafísica de la historia se
ocupa del sujeto-objeto.
Nuestras lecciones sobre la metafísica de la historia están
penetradas de esta identidad entre el sujeto y el objeto históricos.
Esta comprensión de la historia nos lleva a eliminar uno de los
grandes errores, una de las grandes aberraciones de la conciencia, a
saber, la costumbre de establecer una separación, una contraposición
entre el «más acá» de la historia y el «más allá». Es una aberración
de la conciencia, debida al hecho de que transferimos nuestro tiempo
a la aurora de la humanidad, a la historia de la humanidad
primordial. Establecemos una frontera bien clara entre lo
«histórico» y lo metafísico, entre la historia celeste y la terrena,
una frontera que no es totalmente real y que sólo es una abstracción
de nuestra propia conciencia. En realidad, todo aquello que tiene
lugar en la aurora de la historia humana, la cual se refleja en la
Biblia y en la mitología (que, según Schelling, es la historia
primordial de la humanidad), no es un momento del proceso histórico
que se desarrolla en un tiempo semejante al nuestro; en lo profundo
de la historia desaparecen las fronteras entre lo celestial y lo
terreno.
La mitología bíblica relata el destino histórico terrestre de la
humanidad y su destino celeste, la historia mitológica de la
humanidad; los confines entre la realidad celeste y la terrena
quedan abolidos, como ocurre generalmente en la historia primordial
de la humanidad. Sólo más tarde se consolidan tales fronteras y
aparece la disociación entre lo terreno y lo celeste. Partiendo de
esta separación construimos la historia de los orígenes, mientras
que, en realidad, lo interior, lo oculto, sólo puede ser conocido y
comprendido si partimos de la inexistencia y de la no solidificación
de aquellas fronteras, si presuponemos que la primera etapa del
destino terreno de la humanidad comenzó en el cielo, en una cierta
realidad espiritual que fue al mismo tiempo la realidad histórica de
la que se ocupa la ciencia histórica, la arqueología, la realidad de
la que hablan los monumentos estudiados por la crítica histórica. La
metafísica de la historia tiene por objeto el destino del hombre, un
destino en el que se reúnen y se identifican íntimamente la
dimensión celeste y la terrena. |