Experiencia de la filosofía del destino
humano
EL CRISTIANISMO Y LA HISTORIA
En uno de los capítulos precedentes
hemos hablado largamente del nexo
privilegiado existente entre el
cristianismo y la historia, de la
historicidad del cristianismo, y nos
hemos referido a Schelling, el cual, en
sus Vorlesungen über die Methode des
akademischen Studiums, expuso con
singular fuerza la idea de que el
cristianismo es, ante todo, histórico,
revelación a través de la historia. Al
mismo tiempo, hemos dicho que el
cristianismo es, por su misma
naturaleza, excepcionalmente dinámico y
no estático, que es una fuerza que
irrumpe en la historia y, por
consiguiente, se diferencia
profundamente del mundo antiguo, que,
dada su tendencia contemplativa, era
fundamentalmente estático.
Este dinamismo fue tan grande que
incluso estuvo presente en los casos en
que se apostataba del cristianismo. En
tales casos, el dinamismo se expresaba
bajo otras formas, por ejemplo, bajo la
forma de rebelión, de sublevación contra
el destino; una rebelión tan violenta
sólo aparece en el interior del período
cristiano de la historia, pues el
dinamismo cristiano engendra también a
veces un dinamismo contrario y erróneo.
Esta historicidad y dinamicidad
excepcionales del cristianismo están
ligadas ante todo a la circunstancia de
que el hecho central de la historia
cristiana (la aparición de Cristo) es un
hecho único e irrepetible que funda el
carácter específico de todo lo
«histórico». Toda la historia universal
camina hacia este hecho central e
irrepetible y parte de él. Este carácter
único e irrepetible de lo «histórico»,
este nexo de la historia celeste con la
terrena, tiene en el mundo cristiano una
configuración histórica muy compleja, en
la que se refractan todas las fuerzas
fundamentales de la historia espiritual
precedente.
En esta configuración se da sobre todo
la interacción de los principios judío y
helénico. Sólo el conflicto y la
interacción de ambos principios explican
la aparición del cristianismo en la
historia. Dentro del cristianismo
prevalecen alternativamente uno u otro
principio. Cada uno de ellos determina
un aspecto del pluriforme y complejo
mundo cristiano. Los elementos judíos
son principios veterotestamentarios,
legalistas, y en ciertos momentos han
traído como consecuencia la degeneración
del cristianismo en un legalismo
veterotestamentario; también pueden
dificultar la revelación de la gracia,
del amor y de la libertad y ser fuente
de fariseísmo. Por otro lado, estos
mismos principios pueden dar origen a un
espíritu opuesto, al espíritu
apocalíptico, abierto a nuevas y más
perfectas revelaciones. Este último
espíritu actúa en un sentido totalmente
opuesto al de los principios
veterotestamentarios, pero ambos
principios judíos son extremadamente
históricos, pues tan histórica es la
acción de los elementos legalistas que
aseguran la tradición, como la de los
elementos apocalípticos, orientados
hacia el futuro.
En general, podemos decir que la Iglesia
cristiana es, por su misma naturaleza,
una fuerza fundamentalmente histórica.
Ella hace presente la revelación en el
ordenamiento histórico de la humanidad y
dirige (en el plano religioso) su
destino, los destinos de las masas
populares. La Iglesia es una fuerza
impulsora de la historia en la medida en
que encierra en sí los principios
judíos, que son los factores históricos
por excelencia. Por otra parte, los
principios helénicos no son menos
dinámicos que aquéllos, y constituyen
asimismo una riqueza para el
cristianismo. A ellos está ligada, sobre
todo, la vertiente contemplativa del
cristianismo. Toda la metafísica
contemplativa, así como la dogmática y
la mística cristianas se derivan del
principio helénico. Se trata de aspectos
mucho más helénicos que judíos, pues la
contemplación del ser divino es más
conforme al espíritu helénico que al
judío, preso en el vórtice de la
historia. Asimismo, toda estética y toda
belleza van ligadas a los elementos
helénicos del cristianismo, porque el
mundo helénico es la cuna, la fuente de
la belleza presente en el ámbito
cristiano y en el mundo en general. A él
va ligada toda la belleza de la cultura
cristiana, y todos los intentos
protestantes de purificar al
cristianismo del «paganismo» han
conducido únicamente a debilitar la
estética y la metafísica cristianas, es
decir, todo aquello que va unido al
espíritu helénico.
La historicidad y dinamicidad
excepcionales del cristianismo van
ligadas al hecho de que éste revela (por
vez primera y de un modo definitivo) al
mundo el principio de la libertad
espiritual, desconocida para el mundo
antiguo y, en cierto modo, para el mundo
judío. La libertad cristiana presupone
que el verdadero sujeto de la acción
histórica es un sujeto libre, un
espíritu libre. Este supuesto es
esencial, tanto por lo que respecta a la
naturaleza del cristianismo como por lo
que se refiere a la naturaleza de la
historia; si no admitimos este sujeto
que actúa libremente y determina los
destinos históricos de la humanidad, no
podemos hablar propiamente de historia.
Los griegos afirmaban la necesidad y la
racionalidad del bien; para ellos, era
el resultado de una victoria de la
razón. Sócrates fue un exponente de esta
concepción helénica. El bien es una
necesidad racional, sus leyes se imponen
a la razón, y los principios que se
oponen a él son irracionales. La
concepción griega del bien no está
ligada a la libertad. La filosofía
griega no llegó a formular nunca una
concepción acertada y genuina del bien,
ni siquiera a través de sus pensadores
más excelsos. El cristianismo, en
cambio, afirma que el bien es libre, que
es un producto de la libertad del
espíritu; sólo tiene auténtico valor y
es un bien genuino cuando procede de una
opción libre del espíritu. Por eso el
cristianismo rechazó la concepción del
bien como algo racional y necesario, y
éste es el rasgo distintivo de la
Weltanschauung cristiana.
El cristianismo no sólo afirma la
libertad como conquista suprema y
victoria de la razón divina, sino que
también afirma otra libertad que
condiciona el destino del hombre y de la
humanidad y hace la historia. En el
cristianismo, la Providencia misma y su
acción son libres, no tienen nada que
ver con el fatum. La mentalidad
cristiana se rebela contra aquella
sumisión al fatum que es típica del
mundo antiguo. La tragedia y la
filosofía griegas proclaman esta
sumisión que, para ellas, es la máxima
sabiduría que puede alcanzar el hombre.
Por el contrario, en el cristianismo
existe un principio que se subleva
contra esta sumisión al destino. Pero la
libertad de elección, la libertad de
afirmar el bien, radicadas en los
arcanos secretos de la voluntad y no de
la razón, presuponen la libertad del
sujeto creador, del sujeto agente, sin
el cual es imposible un verdadero
dinamismo histórico. La ahistoricidad o
antihistoricidad total de la antigua
cultura hindú y china se explican en la
medida en que allí no llegó a
descubrirse la libertad del sujeto
creador. No la descubrió la filosofía de
los Vedas, que es uno de los sistemas
filosóficos más importantes, ni la
descubrieron tampoco aquellos filósofos
que, en cierto modo, afirmaron la
libertad, entendida como confluencia e
identidad absolutas entre el espíritu
humano y el divino. La India no conoció
la libertad del espíritu humano y esto
explica la insuficiente historicidad de
esta singular cultura. Fue el
cristianismo el que puso de manifiesto
(por primera vez y de un modo
definitivo) esta libertad del sujeto
creador, desconocida en el mundo
precristiano. Este descubrimiento
cristiano de los principios dinámicos
interiores de la historia, del devenir
de los destinos del hombre, del pueblo y
de la humanidad, creó definitivamente la
impetuosa historia de la época
cristiana, de la que la historia
anterior al cristianismo sólo constituyó
un preludio y una preparación.
¿Cuál es el tema originario de la
historia universal? A nuestro entender,
el tema fundamental es el destino del
hombre, planteado a través de la
interacción entre el espíritu humano y
la naturaleza. Esta interacción, esta
acción del espíritu humano sobre la
naturaleza, sobre el cosmos, es también
el fundamento primordial y el principio
originario de lo «histórico».
A lo largo de la historia de la
humanidad, contemplamos diversas formas
de interacción entre el espíritu humano
y la naturaleza global, formas que pasan
por diferentes épocas históricas. El
estadio primordial de la historia,
resultado inmediato de aquel acto del
drama celeste-histórico a través del
cual el hombre se separó de Dios, del
drama del pecado original (que es, en
definitiva, el drama de la libertad),
hundió al espíritu humano en las
entrañas mismas de la necesidad natural.
De esta forma, tuvo lugar la caída del
hombre en el seno de la naturaleza, su
aprisionamiento por parte de los
elementos que sedujeron al hombre y de
los cuales no podía evadirse por sus
propias fuerzas, pues le era imposile
romper el terrible hechizo que lo
sometía a la necesidad natural. El
estadio primordial, característico de
todos los pueblos bárbaros y salvajes,
de las más antiguas culturas y de la
historia primordial del mundo antiguo,
se explica siempre a partir de esta
inmersión del espíritu humano en los
elementos de la naturaleza.
El espíritu humano ha perdido su
libertad originaria y ha dejado de ser
consciente de ello. Inmerso en las
entrañas de la necesidad, su conciencia
filosófica no puede elevarse hasta la
autoconciencia de la libertad, hasta la
autoconciencia de sí mismo como sujeto
espiritual creador. Así se explica que
el mundo antiguo no haya conocido lo que
es la auténtica libertad, pues el
espíritu humano, hechizado por los
elementos de la naturaleza, había
perdido su libertad como consecuencia de
su alejamiento primordial del Espíritu
de Dios. Ocurrió, pues, una especie de
degeneración: la libertad degeneró en
necesidad, el espíritu no pudo elevarse
hasta la revelación religiosa de la
libertad o el conocimiento filosófico de
la misma.
El tema del destino histórico universal
del hombre es el tema de la liberación
del espíritu humano creador de las
entrañas de la necesidad natural, de
esta dependencia de la naturaleza y de
esta sumisión a la misma. Todo va ligado
al planteamiento y solución de este
problema, tanto en Grecia como, en
general, en todo el mundo antiguo
pagano. Esta inmersión del espíritu
humano en los elementos de la naturaleza
comportaba en el hombre una situación de
amarga dependencia, y un terror
espantoso a los demonios de la
naturaleza; el espíritu humano,
degradado e inmerso en la vida de la
naturaleza, estaba sujeto a ella y, al
mismo tiempo, vivía en íntima conexión
con ella. La vida espiritual de la
naturaleza misma se le manifestaba con
más claridad que en los estadios
sucesivos, y él la sentía como la vida
de un organismo viviente,
espiritualizado, habitado por demonios,
con los cuales estaba en constante
comunión. Las antiguas mitologías nos
hablan de este vínculo con los espíritus
de la naturaleza. Por este motivo, todos
los mitos antiguos han sido engendrados
a través de esta interacción entre el
hombre y la naturaleza. El espíritu
humano caído no se convirtió en señor de
la naturaleza, sino que, por el
contrario, a través de una volición
libre realizada en el plano premundano,
se volvió esclavo de la naturaleza y
parte indisociable de ésta.
Esta esclavitud, esta dependencia de la
naturaleza, propias de los primeros
estadios de la historia humana, se
expresaban bajo la forma de un vínculo
con la naturaleza. El mundo pagano
estaba lleno de demonios y el hombre no
tenía fuerzas para elevarse por encima
de estos demonios, de este torbellino de
la naturaleza. La imagen del hombre se
asemejaba no a la naturaleza divina
superior, sino a la naturaleza inferior,
pululante de espíritus elementales. El
hombre asumió el color de la naturaleza
inferior en la que había caído, a la que
estaba sometido y de la que no podía
liberarse por sus propias fuerzas. La
obra sublime del cristianismo (que
todavía no es suficientemente reconocida
en el seno del mundo cristiano) fue la
de liberar al hombre del poder de los
demonios a través de la venida de Cristo
al mundo, del drama de la redención del
hombre y del mundo.
El cristianismo liberó casi a la fuerza
al hombre de esta sumisión a la
naturaleza y lo puso de pie en el plano
espiritual, restauró su condición de ser
espiritual autónomo, lo liberó de esta
sujeción al todo universal natural, lo
dignificó y lo elevó hasta el cielo.
Sólo el cristianismo restituyó al hombre
la libertad espiritual de la cual había
sido privado mientras estaba en poder de
los demonios, de los espíritus de la
naturaleza y de las fuerzas elementales,
como ocurría en el mundo precristiano.
Para nosotros, la esencia del
cristianismo consiste en la liberación
del hombre, en la posibilidad dada al
hombre de realizar libremente su
destino; aquí radica el enorme
significado de la redención de la
esclavitud interna y externa, de la
liberación de los elementos perversos
que operan en lo más íntimo de su
naturaleza.
La sujeción del hombre a los demonios de
la naturaleza era, al mismo tiempo, una
sujeción a sí mismo, a sus propios
elementos inferiores. El hombre no podía
liberarse por sí mismo de esta
servidumbre, a través de la cual la
libertad había degenerado en necesidad;
por su culpa, había quedado debilitado
el poder de su libertad. La redención
cristiana, la venida del Hombre divino,
del Dios-hombre, del Hombre como segunda
persona de la Trinidad divina, restituye
a la libertad este poder, devuelve al
hombre la impronta de su elevado origen
divino, borra de su imagen la marca de
la esclavitud, de la naturaleza
inferior. Sólo la aparición del Hombre
divino, sólo la asunción por su parte de
todas las consecuencias del mal operado
por el hombre en el mundo, su pasión y
muerte, su sangre redentora, en
definitiva, el drama sagrado de la
redención, restituye al hombre la
libertad, lo libera de los elementos
inferiores y le devuelve con creces la
filiación divina perdida.
También las religiones antiguas buscaban
la redención, y puede decirse que, en
todos los misterios antiguos, estaba
presente el arquetipo de la redención
cristiana. Los misterios de Osiris,
Adonis, Dionisos, sólo representaban
oscuros presentimientos y una sed
ardiente del misterio genuino en la
redención. En los citados misterios, el
hombre anhelaba apasionadamente
liberarse de la esclavitud de la
naturaleza, conquistar la inmortalidad,
sustraerse al poder de los espíritus
elementales inferiores; pero los
misterios del mundo antiguo nunca
consiguieron la liberación definitiva
del hombre, pues estaban inmersos en el
torbellino de la naturaleza elemental
inferior. Eran misterios inmanentes,
naturales, en los que el hombre buscaba
la liberación de las amarguras de la
existencia a través de una mera comunión
con los elementos naturales. Así, los
misterios dionisíacos se celebraban de
acuerdo con el ciclo de la naturaleza
misma, de la muerte y del nacimiento,
del invierno y de la primavera; pero
estos misterios no elevaban al hombre
por encima de los elementos naturales,
ni otorgaban una auténtica redención.
El mundo antiguo, en el cual eran
conocidos estos misterios, anhelaba
ardientemente la liberación y, en sus
últimos días, estaba más obsesionado que
nunca por el terror a los demonios de la
naturaleza. Este terror característico
de los últimos tiempos del mundo
antiguo, en los que se intensificaron y
se multiplicaron por doquier los cultos
místicos, alcanzó dimensiones enormes y
se hizo verdaderamente insoportable. La
vida de las personas que deseaban
liberarse de este terror y alcanzar la
redención se volvió realmente trágica.
Sólo el cristianismo liberó al hombre de
este torbellino de los elementos
naturales, le devolvió su lugar en el
mundo, restituyó la libertad al espíritu
humano y abrió un nuevo período en el
destino del hombre, un período en el que
este destino comienza a ser definido y
realizado por un sujeto auténticamente
libre, un período en el que el hombre
deviene consciente de su libertad.
Este proceso de liberación de los
elementos de la naturaleza tiene su
contrapartida, a la cual llaman con
amargura «la muerte del gran Pan». El
fin del mundo antiguo y el comienzo del
cristianismo comportan efectivamente un
alejamiento del hombre de la vida íntima
y profunda de la naturaleza. El gran
Pan, que se manifestaba al mundo antiguo
y estaba próximo al hombre de aquella
época (inmerso en las entrañas de la
naturaleza), se hunde en el seno de la
naturaleza y se oculta a las miradas de
éste. Se abre un abismo entre el hombre
que emprende el camino de la redención y
la naturaleza. El cristianismo cierra
herméticamente la vida íntima de la
naturaleza, no deja al hombre acercarse
a ella y, en cierto modo, la humilla: es
el otro aspecto de la gran obra de
liberación del espíritu humano llevada a
cabo por el cristianismo. Para que el
espíritu humano no fuese en lo sucesivo
esclavo de la naturaleza, había que
cerrarle el acceso a esta vida interior
de los espíritus de la naturaleza.
Cualquier retorno del hombre a la
condición del paganismo antiguo sería
peligrosa, llevaría consigo el riesgo de
una nueva caída y desembocaría otra vez
en el terror a los demonios de la
naturaleza; todos estos riesgos son
reales hasta que el hombre no haya
alcanzado una cierta estatura
espiritual, hasta que no se haya llevado
a término el drama de la redención,
hasta que el hombre no sea
espiritualmente adulto y adquiera
suficiente equilibrio y firmeza. El
cristianismo realizó el proceso de
liberación del espíritu humano
separándolo de la vida interior de la
naturaleza, y la naturaleza continuó
inmersa en aquel mundo pagano del cual
era necesario alejarse. Todo esto se
prolongó durante casi toda la edad
media. La vida interior de la naturaleza
aterrorizaba al hombre, la relación con
los espíritus de la naturaleza era
considerada magia negra, el cristiano
seguía teniendo una actitud de temor
ante ella, a la que veía como un cordón
umbilical que lo unía al paganismo.
El cristianismo trajo la buena nueva de
la liberación de este terror y de esta
servidumbre, declaró una guerra
implacable, apasionada, heroica, a la
naturaleza, dentro y fuera del hombre,
una guerra ascética que se manifestó,
sobre todo, en la impresionante
personalidad de los santos. Este volver
las espaldas a la naturaleza, esta
pérdida de las claves de acceso a su
vida íntima, es una característica
fundamental del período cristiano de la
historia que lo diferencia de la época
precristiana.
Las consecuencias de todo esto son, a
primera vista, paradójicas. El resultado
y la consecuencia del período cristiano
es una mecanización de la naturaleza,
mientras que, para todo el mundo pagano
y para la cultura del mundo antiguo, la
naturaleza era un organismo viviente.
Para la época cristiana, la naturaleza
fue desde el principio terrible,
horripilante, y suscitaba una sensación
de peligro. Esto explica por qué el
conocimiento de la naturaleza era
considerado como algo peligroso, así
como la actitud de huida ante la misma y
la lucha espiritual contra ella.
Más tarde, en los albores de la era
moderna, comenzó a ejercerse una acción
técnica sobre la naturaleza, empezó una
mecanización de la misma, condicionada
por una concepción de la naturaleza como
mecanismo inerte y no como organismo
vivo. Esta mecanización constituye el
segundo o tercer resultado de la
liberación del hombre de la demonolatría
por parte del cristianismo. Este
mecanizó la naturaleza para restituir al
hombre la libertad, para disciplinarlo,
para distinguirlo de ella y elevarlo por
encima de ella.
Por muy paradójico que resulte, para
nosotros es claro que lo que ha hecho
posible una ciencia positiva de la
naturaleza y una técnica ha sido
justamente el cristianismo. Mientras el
hombre permanecía en una interacción
inmediata con los espíritus de la
naturaleza y basaba su vida en una
Weltanschauung mitológica, no podía
elevarse por encima de la naturaleza a
través de la actitud cognoscitiva propia
de las ciencias naturales y de la
técnica. Si se tiene una actitud de
temor ante los demonios de la
naturaleza, no se pueden construir
carreteras ni instalar líneas
telegráficas y telefónicas. Para poder
trabajar sobre la naturaleza como sobre
un mecanismo, era necesario que
desapareciese de la vida humana el
sentimiento de que la naturaleza es un
organismo viviente y está llena de
demonios y de que existe una ligazón
inmediata con ella. La concepción
mecanicista del mundo se ha rebelado
contra el cristianismo, pero, en
realidad, fue un resultado espiritual de
la liberación del hombre del yugo de los
elementos y de los demonios de la
naturaleza hecha por el cristianismo. En
la medida en que el hombre se encontraba
inmerso en la naturaleza y estaba en
comunión con la vida íntima de ésta le
era imposible conocerla científicamente
y dominarla a través de la técnica.
Esto habría de tener una influencia
decisiva sobre el destino ulterior del
hombre. El cristianismo liberó al hombre
del yugo de la naturaleza, situándolo
espiritualmente en el centro del
universo. El sentimiento antropocéntrico
de la existencia era ajeno al hombre
antiguo, pues éste sentía que formaba
parte de la naturaleza y era inseparable
de ella. Fue precisamente el
cristianismo el que aportó esta
sensibilidad antropocéntrica, la cual se
convirtió en la fuerza motriz
fundamental de los nuevos tiempos. Una
vez surgida esta conciencia de la
situación central del hombre en el
mundo, que eleva a aquél por encima de
la naturaleza y tiene su origen en el
cristianismo, la historia no podía tomar
unos derroteros distintos de los que ha
seguido. Los adversarios recientes del
cristianismo no son lo suficientemente
conscientes de su dependencia de esta
fuente cristiana.
La liberación del hombre del yugo de la
naturaleza tenía que llevar al hombre a
retirarse al mundo espiritual interior
para allí llevar a cabo un combate
gigantesco y heroico contra los
elementos de la naturaleza, a fin de
superar la esclavitud en que vivía con
respecto a la naturaleza inferior y
modelar una personalidad auténticamente
libre y humana. Esta gran empresa, que
es algo central en el destino del
hombre, fue llevada a cabo por los
santos cristianos. Los grandes ascetas y
anacoretas desarrollaron una lucha
titánica contra las pasiones del mundo
y, de esta forma, llevaron a término la
empresa de liberar al hombre de los
elementos inferiores. El hombre debía
volver la espalda a la naturaleza para
poder forjar una personalidad humana
nueva, ligada a la aparición del nuevo
Adán, en tanto que, en el mundo antiguo,
la persona humana realizaba el modelo
del viejo Adán, de aquel Adán que, a
través de un acto premundano y de
dimensión universal, había caído en
cuanto entidad colectiva en poder de la
naturaleza inferior y de sus elementos.
La nueva personalidad humana había de
modelarse conforme al nuevo Adán, libre
de toda servidumbre frente a los
elementos mortíferos del mundo y los
demonios de la naturaleza inferior. Esta
labor de conformación del nuevo Adán
inaugura el período cristiano de la
historia, la cual comienza por los
primeros anacoretas, continúa a través
del monaquismo medieval y se prolonga a
través de todos los siglos que
asistieron a esta lucha asombrosa con
vistas a forjar la nueva personalidad
humana. El cristianismo reconoció por
vez primera el valor infinito del alma
humana, aportó la conciencia de que el
alma humana vale más que todos los
reinos del mundo, pues «¿de qué le sirve
al hombre ganar todo el mundo si pierde
su alma?». Este es uno de los
fundamentos de la doctrina evangélica.
La lucha contra los elementos de la
naturaleza se convirtió para el
cristianismo en algo esencial y creó el
dualismo cristiano de espíritu y
naturaleza. No se trata aquí de un
dualismo ontológico, sino de un
principio extraordinariamente dinámico y
activo. Sin este dualismo, sin la
contraposición entre el sujeto agente y
el ambiente natural objetivo exterior a
él, con el cual lucha y se encuentra en
conflicto, es imposible el dualismo en
la historia. Cuando el sujeto se halla
inmerso en el objeto, no se dan las
condiciones adecuadas para una historia
verdaderamente dinámica.
El destino de todo el mundo antiguo
antes del advenimiento del cristianismo
había de tener un doble punto de
llegada, dos momentos diferentes, cada
uno de los cuales era esencial para
construir la historia universal y
comenzar la nueva era. El mundo antiguo
había de llegar en último extremo a
reunir al universo en una unidad, es
decir, a superar todo particularismo. La
división en Oriente y Occidente, en
numerosos pueblos y culturas, debía
desembocar finalmente en una
integración, en la formación de un gran
todo universal a la vez espiritual y
material. En este proceso de integración
tuvo una influencia decisiva la obra de
Alejandro de Macedonia, orientada a
fomentar la unión entre Oriente y
Occidente. La integración espiritual
comenzó a concretarse durante el período
helenístico, cuando tuvo lugar la
confluencia entre todas las religiones
de Oriente y de Occidente, período
caracterizado por un sincretismo en el
que se fundieron todos los modelos
culturales elaborados por el mundo
antiguo.
La formación del Imperio romano, que
tuvo las características de un estado
universal, fue el resultado del proceso
de integración del mundo antiguo, que
hizo posible una historia auténticamente
universal. La historia universal de la
humanidad unificada comienza en este
período, en el cual tiene lugar la unión
entre el Oriente y el Occidente. El
cristianismo surgió históricamente y se
manifestó en este período, en el que
acontece el encuentro ecuménico de todas
las conquistas culturales del mundo
antiguo, en el que se efectúa el
contacto entre las culturas orientales y
las occidentales, en el que la cultura
helénica y las del oriente pasan a
través del prisma de la cultura romana.
Esta unificación del mundo antiguo, este
sincretismo helenístico, contribuyeron a
crear una humanidad única, la cual no
había sido capaz de forjar el espíritu
hebreo antiguo, no obstante, su energía
profética y a pesar de haber sido la
cuna del cristianismo. Todo el mundo
antiguo adolecía de particularismo. La
ecumenicidad del cristianismo como
proceso natural de la humanidad fue
precedida por esta unificación de
Oriente y Occidente realizada por la
cultura helenística y el Imperio romano.
El cristianismo nació en un pueblo
insignificante, que en modo alguno
ocupaba un puesto central en la
historia, y en un tiempo en el que lo
que estaba en primer plano era lo que
acontecía en Roma y quizá en Alejandría.
En la Palestina particularista y aislada
ocurrió el hecho más importante de la
historia universal, que después había de
ser reconocido como central, y no sólo
por los cristianos. Lo que aconteció en
Belén condicionó toda la historia
universal. Mientras que en Roma, en
Egipto y en Grecia tenían lugar los
procesos de reunificación, se constituía
una unidad universal de pueblos y de
culturas, los cuales quedaron integrados
en una humanidad ecuménica, en un punto
de la tierra aparentemente marginal tuvo
lugar la comunicación suprema de lo
Divino, la revelación suprema y la
reunificación global de todos los
procesos que la historia antigua hizo
confluir en un único caudal universal.
Así quedó constituido el nuevo mundo
cristiano y comenzó una historia de
dimensiones auténticamente universales
que era desconocida para el mundo
antiguo. Este es uno de los resultados.
En cuanto al segundo,
extraordinariamente extraño y trágico,
consistió en lo siguiente: el mundo
antiguo no sólo había de llegar a formar
un todo único a través de un proceso de
integración, sino que también había de
derrumbarse, es decir, había de
sobrevenir la ruina del mundo antiguo y
del paganismo. La grandiosa cultura
ligada al mundo helénico se desplomó, de
la misma manera que cayó el estado
romano, el más grande del mundo. Este
derrumbamiento aconteció una vez
alcanzada la ecumenicidad. El mundo
antiguo alcanzó su máximo esplendor
mientras se movió dentro de unos límites
particularistas, cerrados a lo
universal, y se derrumbó justamente
cuando devino universal, cuando se formó
el estado universal, cuando prosperó la
refinada cultura helenística. A nuestro
entender, éste es uno de los hechos más
centrales de la historia del mundo, un
hecho que nos hace reflexionar como
ningún otro sobre la naturaleza del
proceso histórico y nos lleva a revisar
muchas teorías sobre el progreso.
Esta ruina del mundo antiguo no tuvo
nada de casual. Su causa no hay que
buscarla únicamente en las invasiones de
los bárbaros, que destruyeron los
valores del mundo antiguo e inauguraron
un período de barbarie, sino también en
un cierto malestar interior (que los
historiadores se inclinan cada vez más a
admitir), el cual contribuyó a corroer
esta cultura en sus mismas raíces e hizo
inevitable su derrumbamiento justamente
en el momento de su máximo esplendor
externo. La caída de Roma y del mundo
antiguo nos enseña dos cosas
absolutamente opuestas. Nos dice que a
la cultura le es inherente la
inestabilidad y la flaqueza de todas las
cosas y de todas las conquistas
terrenas, nos recuerda una verdad, a
saber, que, desde el punto de vista de
la eternidad y del destino eterno, todas
las conquistas de la cultura terrena
(incluso en el momento de su mayor
gloria y esplendor) son corruptibles y
encierran en sí el germen de una
enfermedad mortal; pero, al mismo
tiempo, esta caída, a la luz de la
historia de nuestro tiempo, no sólo nos
enseña que la cultura es mortal, que
está sometida al ciclo del nacimiento,
de la prosperidad y de la muerte, sino
también que la cultura es un principio
de eternidad.
En efecto, es realmente sorprendente el
hecho de que este grandioso mundo
antiguo se derrumbase y viniese la época
de la barbarie (que se prolonga a lo
largo de los siglos VII, VIII y IX),
pero no lo es menos el hecho de que la
cultura sobreviva al tiempo. Ella
penetró profundamente en la vida de la
Iglesia cristiana; y no es sólo la
cultura helénica la que entra en ella y
la impregna con su arte, su filosofía y
todas sus conquistas; también es
influenciada por la cultura romana, a la
cual se halla tan profundamente ligada
la Iglesia católica. La caída de Roma y
del mundo antiguo no sólo significa una
muerte, sino también una catástrofe;
todo quedó trastornado en la superficie,
pero, en lo más profundo, el principio
último de la cultura antigua sobrevivió
a través de los siglos. El derecho
romano es algo eternamente vivo; el
arte, la filosofía griega y todos los
demás principios del mundo antiguo que
forman la base de nuestra cultura una y
eterna (aunque sujeta a un proceso que
se desarrolla en diferentes fases) son
asimismo una realidad permanentemente
viva. La ruina del mundo antiguo nos
enseña, ante todo, que las teorías
basadas en el progreso lineal no tienen
valor alguno; no resisten un examen
serio, pues el progreso continuo no
existe.
Todos los acontecimientos fundamentales
de la historia desmienten claramente
esta teoría. Eduard Meyer, uno de los
historiadores más importantes que se han
ocupado del mundo antiguo, opina que
todas las culturas pasan por períodos de
desarrollo, de florecimiento culminante
y de decadencia y ruina. En último
extremo, él piensa que, en el mundo
antiguo, han existido culturas tan
grandiosas que, comparadas con ellas,
las épocas sucesivas sólo representan un
retorno al pasado: por ejemplo, la
antigua cultura babilónica fue tan
perfecta que, en muchos aspectos, no
tiene nada que envidiar a la cultura de
nuestro siglo XX. Todo esto nos parece
esencial para una filosofía de la
historia. En Grecia existió una época
«ilustrada» que empalmó con la crítica
destructiva de los sofistas y que es
análoga a la época de la Ilustración que
se desarrolla en el siglo XVIII. Según
la teoría del progreso lineal, esta
época «ilustrada» habría debido
triunfar, pero, en cambio, vemos que a
tal época sucede en Grecia la gran
reacción idealista y mística que se
remonta a Sócrates y a Platón. Esta gran
reacción espiritual contra la
«Ilustración» racionalista escéptica se
prolonga a lo largo de todo el medioevo,
ocupa un enorme período histórico de más
de mil años y refuta claramente la
teoría ilustrada del progreso continuo.
Todo esto resulta perfectamente
incomprensible desde el punto de vista
ilustrado-progresista. ¿Por qué tuvo
lugar en el mundo una reacción tan
larga? Muchos historiadores que se han
ocupado de Grecia, por ejemplo, Belloch,
sienten antipatía por esta corriente
espiritual y ven en ella un movimiento
reaccionario que comienza en Platón y
continúa hasta el Renacimiento. Pero, en
resumidas cuentas, ¿por qué no continuó
la evolución «ilustrada»? Esto plantea
un problema muy interesante a la
filosofía de la historia.
El cristianismo surgió durante el
florecimiento tardío y del refinamiento
de la cultura antigua propios de la
época helenística. No tiene sentido
buscar en el cristianismo la ingenuidad
característica de la religión y del
hombre de la antigüedad. El cristianismo
se revela al hombre en un período de
refinamiento cultural y, a nuestro
entender, éste es uno de los factores
más importantes en orden a la definición
de las características peculiares del
cristianismo.
De por sí, el cristianismo no es una
religión natural, naturalista. Si
hiciésemos una clasificación de las
religiones, el cristianismo habría de
definirse como una religión no
naturalista, ligada inmediatamente al
sentimiento de la naturaleza y a sus
procesos misteriosos que se reflejan de
un modo orgánico en el alma, sino más
bien una religión histórico-cultural, en
la cual el misterio de la vida y de la
divinidad se revela a través del
dualismo del alma, alejada ya de toda
ingenuidad y de todo nexo con la
naturaleza. Este factor es esencial para
definir el cristianismo. En esta
religión tiene lugar el encuentro y la
integración de dos grandes corrientes de
la historia universal y, al mismo
tiempo, se plantea y se resuelve de un
modo nuevo uno de los temas centrales y
fundamentales de la historia del mundo,
el tema de las relaciones entre Oriente
y Occidente. El cristianismo es el
encuentro y la fusión de las fuerzas
espirituales orientales y occidentales y
resulta imposible pensarlo de otro modo.
El es la única religión universal que, a
pesar de tener su cuna inmediata en
Oriente, es ante todo una religión
occidental y refleja en sí todas las
propiedades específicas de occidente.
El cristianismo surge cuando se va
formando una humanidad única a través
del Imperio romano y de la cultura
helenística, cuando Oriente y Occidente
se unen definitivamente. Por eso el
cristianismo lleva en sí el supuesto
histórico universal sin el cual es
imposible una filosofía de la historia.
Nos ofrece el supuesto de la unidad de
la humanidad y de la unidad de la divina
Providencia que actúa en los destinos
históricos cuando la nueva religión nace
sobre la base de la confluencia entre
Oriente y Occidente. Y el cristianismo
trasfiere el centro de gravedad de la
historia de Oriente a Occidente, es el
punto en que se cortan los movimientos
mundiales, va de Oriente a Occidente,
siguiendo la trayectoria solar, y
arrastra consigo a la historia
universal. Esta se desplaza
definitivamente de Oriente a Occidente,
y los pueblos de Oriente, que habían
escrito las primeras páginas de la
historia de la humanidad, habían creado
las primeras grandes culturas y habían
sido la cuna de todas las culturas y
religiones, salen en cierto modo de la
historia universal. El Oriente se vuelve
cada vez más estático y la fuerza
dinámica de la historia se trasfiere
totalmente a Occidente. El cristianismo
introduce el dinamismo en la vida de los
pueblos occidentales. El Oriente se
encierra en sí mismo y abandona la arena
de la historia universal; en la medida
en que permanece no cristiano, pierde el
contacto con la historia universal. Los
pueblos orientales que no aceptan el
cristianismo, no entran en la corriente
de la historia. Este hecho confirma una
vez más y de un modo experimental la
verdad de que el cristianismo es la
fuerza dinámica más importante y que
aquellos pueblos que abandonan
definitivamente el cristianismo y no lo
siguen, dejan de tener historia.
Esto no significa que el Oriente muera o
que en él sea imposible la vida. Más
bien nos sentimos inclinados a pensar
que los pueblos de Oriente volverán a
incorporarse a la corriente de la
historia y podrán desempeñar un papel de
dimensiones auténticamente universales.
La guerra mundial cuyas consecuencias
sufrimos contribuirá a introducir a los
pueblos de Oriente en una nueva
corriente de la historia universal y
quizá llevará una vez más a la
reunificación de Oriente y de Occidente
más allá de los confines de la cultura
europea y, de esta forma, viviremos algo
así como una nueva «época helenística».
Pero, por lo que se refiere al pasado,
hemos de decir que el Oriente, a partir
de un cierto momento, deja de ser la
fuerza impulsora de la historia. Cuando
decimos Oriente no nos referimos a
Rusia, pues ésta no pertenece
propiamente al Oriente genuino, sino que
es más bien un agregado sui generis de
Oriente y Occidente. Esto origina la
complejidad de su destino histórico,
pero, al mismo tiempo, otorga al destino
histórico de Rusia un carácter diferente
del destino cristiano de los pueblos de
Oriente.
Hemos hablado de la liberación del
espíritu humano de las entrañas de la
naturaleza, de la personalidad humana,
del hombre como imagen y semejanza de
Dios, de la sumisión primordial del
hombre a los elementos inferiores de la
naturaleza tal como existía en el
período precristiano de la historia;
todo esto nos lleva a concluir que el
cristianismo fue el primero en plantear
conscientemente el problema de la
persona humana, porque sólo él planteó
la cuestión de su destino eterno. Un
planteamiento genuino de la cuestión del
destino de la persona humana era
imposible e inaccesible para el mundo
pagano antiguo y para el mundo hebreo.
El cristianismo reconoce que la
naturaleza humana es espiritual en sus
mismos orígenes y que no es posible
derivar la persona humana de cualquier
raza inferior o de cualquier ambiente no
humano. El cristianismo establece una
vinculación directa entre la persona
humana y la naturaleza divina (en la que
tiene su origen) y por eso es
profundamente contrario a la concepción
naturalístico-evolucionista del hombre.
Mientras que el naturalismo
evolucionista considera al hombre como
un hijo del mundo y de la naturaleza y
niega la primogenitura espiritual del
hombre, su superior origen
aristocrático, el cristianismo afirma la
originariedad de la naturaleza humana y
su independencia con respecto a los
procesos que se desarrollan en los
elementos inferiores. Esto hace posible
por vez primera una toma de conciencia
de la persona humana y de su dignidad
superior. Sólo en el período cristiano
de la historia se lleva a cabo una
verdadera elaboración histórica de la
personalidad humana.
A nuestro modo de ver, la personalidad
humana fue forjada y reforzada en aquel
período de la historia que durante mucho
tiempo fue considerado (desde el punto
de vista humanístico) como desfavorable
a la persona: el medioevo. El medioevo,
en la época de su máximo esplendor,
adquirió solidez y disciplina de dos
maneras distintas: a través del
monaquismo y a través de la caballería.
El monje y el caballero fueron
justamente los modelos de lo que debe
ser una personalidad verdaderamente
humana; en ellos, la personalidad humana
adquirió carta de naturaleza. La persona
se robusteció tanto física como
espiritualmente y se independizó de la
acción de las fuerzas elementales que
podían disgregarla. En este sentido, no
se presta la suficiente atención a la
enorme importancia que ha tenido el
medioevo en orden a forjar al hombre,
que, con extraordinaria energía se
erigió en toda su estatura y, a través
de una actitud creadora, proclamó sus
derechos durante el Renacimiento. Es
preciso, pues subrayar la importancia
del medioevo, que reunió todas las
fuerzas espirituales del hombre, forjó
la personalidad humana a través de los
modelos del monje y del caballero y
robusteció la libertad humana. Toda la
ascética cristiana se caracteriza por
esta concentración de las energías
espirituales del hombre y esta economía
para utilizarlas.
Las energías espirituales del hombre se
reunieron y concentraron interiormente y
aunque no siempre tuvieron la
posibilidad de manifestarse y de
florecer con la suficiente libertad, al
menos se conservaron en este estado de
concentración. Aquí tenemos uno de los
resultados más notables (y, por otra
parte, inesperado) de la historia
medieval. El florecimiento creador del
Renacimiento, bien notorio por cierto,
se hizo posible en la medida en que
había sido preparado interiormente por
el medioevo. Si el hombre no hubiese
frecuentado la escuela ascética, que
favorecía el ahorro de energías, no
hubiese entrado en la época del
Renacimiento con tanta audacia y fuerza
creadora. Aquí radica el contraste
esencial entre el medioevo y la historia
moderna. Si el europeo sale hoy de la
época moderna agotado y carente de
energía, salió del medioevo con un
caudal de energías virginalmente
intactas y disciplinadas en la escuela
de la ascética. El tipo del monje y el
del caballero preceden al Renacimiento
y, sin ellos, la personalidad humana
jamás hubiera podido alcanzar la
estatura conveniente.
Ahora bien, aquella terminación de la
historia medieval que había de llevar al
nacimiento de una nueva era histórica,
el Renacimiento y el humanismo, nos da a
entender que la época medieval no supo
resolver las cuestiones que había
planteado, que la idea medieval del
Reino de Dios no se había realizado y
que este fracaso llevó al hombre del
Renacimiento y del humanismo a una
actitud de rebeldía. La importantísima
realización del medioevo no sólo
consiste en haber puesto de manifiesto
su idea, sino también en haber
descubierto las contradicciones internas
y el carácter irrealizable de la misma.
Era necesario que la edad media llegase
a este fracaso; la teocracia no fue
realizada y tampoco podía ser implantada
por la fuerza. El resultado positivo del
medioevo fue el de reunir las fuerzas
espirituales del hombre con vistas a
crear una nueva historia y no el de
alcanzar las metas que se había
propuesto.
Por lo demás, es bastante frecuente que
el resultado de un movimiento histórico
sea completamente distinto de aquel que
planearon los creadores de tal
movimiento. Así, por ejemplo, el
resultado más importante del proceso de
formación del Imperio romano no fue el
Imperio en sí, que se derrumbó y quedó
en ruinas, sino la unificación de la
humanidad, que constituyó el fundamento
de la Iglesia cristiana universal. A
nuestro entender, el resultado positivo
del medioevo fue el de haber forjado la
personalidad del hombre para el período
histórico siguiente, todo esto,
prescindiendo de los propósitos e
intenciones de los hombres medievales,
los cuales pensaban en la teocracia o en
el feudalismo (que fracasaron
igualmente) o de las formas pasajeras de
la caballería que fueron barridas por la
historia moderna (que no hay que
confundir con la caballería interior del
espíritu, que es eterna). De todos
modos, en el mismo marco del medioevo,
en los siglos XIII y XIV, nos
encontramos ya con el renacimiento
cristiano, el retorno a las formas
antiguas; y la escolástica medieval
representó en filosofía la victoria de
los esquemas antiguos, y Dante
constituye el apogeo del renacimiento
medieval. |