| Experiencia de la filosofía del destino 
										humano 
			LA TEORÍA DEL PROGRESO Y EL FIN DE LA 
										HISTORIA 
										 
										La idea de progreso es fundamental para 
										una metafísica de la historia. Desde 
										finales del siglo XVIII y durante todo 
										el XIX, esta idea jugó un papel decisivo 
										en la Weltanschauung de la humanidad 
										europea. No obstante, hay que hacer 
										notar, sobre todo, que esta idea, a 
										pesar de que parece muy nueva y se nos 
										presenta como característica del último 
										período de la conciencia «progresista», 
										tiene raíces religiosas antiguas y muy 
										hondas, como ocurre con todas las 
										verdades, y el hecho de estar 
										esencialmente vinculada a la profundidad 
										misma de la vida histórica nos muestra 
										sus antiguos orígenes. 
										 
										Como hemos explicado reiteradas veces, 
										la idea de progreso no debe confundirse 
										con la de evolución. La idea de progreso 
										presupone que el proceso histórico tiene 
										una meta que le da sentido. Más aún: la 
										idea de progreso presupone que tal 
										proceso tiene una meta que no es 
										inmanente a él, es decir, que no está 
										dentro de él, ni está ligada a ninguna 
										época concreta, a ningún período del 
										pasado, del presente o del futuro, sino 
										que se eleva por encima del tiempo; sólo 
										así puede dar un sentido a lo que existe 
										de un modo germinal en el proceso 
										histórico. Las raíces antiguas de esta 
										idea son de índole mesiánico-religiosa; 
										se trata de la antigua idea judía del 
										desenlace mesiánico de la historia, del 
										Mesías venidero, de la culminación 
										terrena del destino de Israel, que se 
										transformó en el destino de todos los 
										pueblos, la idea del advenimiento del 
										Reino de Dios, que encierra en sí toda 
										perfección, toda justicia y toda verdad, 
										y que ha de realizarse algún día. Esta 
										idea mesiánica y milenarista seculariza 
										y se transforma en la idea de progreso, 
										es decir, pierde su carácter 
										abiertamente religioso y toma un matiz 
										mundano y, a menudo, antirreligioso. 
										Puede decirse con toda razón que la 
										teoría del progreso fue para muchos una 
										religión, es decir, que ha existido la 
										religión del progreso, profesada por los 
										hombres del siglo XIX, y que para ellos 
										ha sustituido a la religión cristiana de 
										la cual habían apostatado. Conviene 
										analizar esta idea, que tantas 
										pretensiones religiosas tiene, a fin de 
										poner de manifiesto sus contradicciones 
										internas fundamentales. 
										 
										En el último período de la conciencia 
										humana, la fe en el progreso fue minada 
										por la duda, los ídolos del progreso se 
										derrumbaron y esta idea comenzó a ser 
										sometida a duras críticas. La 
										contradicción fundamental que hay que 
										poner de relieve en la teoría del 
										progreso, y que aparece bien clara a la 
										luz de nuestra metafísica de la 
										historia, consiste en su infundada 
										conexión con el problema del tiempo, con 
										el pasado, el presente y el futuro. 
										 
										La teoría del progreso es, ante todo, 
										completamente falsa, injustificada desde 
										el punto de vista científico, filosófico 
										y moral, es una adoración del futuro a 
										expensas del presente y del pasado. La 
										doctrina del progreso constituye una 
										profesión de fe, una creencia, pues es 
										imposible fundamentarla a partir de las 
										ciencias positivas. En efecto, tal 
										fundamentación sólo podría hacerse a 
										través de la teoría de la evolución, en 
										tanto que el progreso sólo es, en 
										definitiva, un objeto de fe y de 
										esperanza. La doctrina del progreso es 
										realmente «garantía de cosas que no 
										vemos», es decir, del futuro, y 
										«fundamento de lo que no esperamos». 
										Pues bien, con esta fe y esta esperanza 
										ligadas a la teoría del progreso es 
										imposible resolver el problema más 
										trágico de la metafísica de la historia, 
										el problema del tiempo. 
										 
										Hemos explicado ya la importancia 
										central del tiempo para la metafísica de 
										la historia y hemos intentado mostrar la 
										naturaleza inmutable del mismo, que se 
										divide en pasado y futuro y que es 
										imposible apresar, y en la cual toda 
										realidad queda pulverizada, desintegrada 
										y desgarrada. La doctrina del progreso 
										está también sujeta a este 
										desgarramiento. Ella presupone que las 
										metas de la historia universal serán 
										conseguidas en el futuro, que, en la 
										historia y en el destino de la humanidad 
										llegará un cierto momento en el que se 
										alcanzará una situación de perfección 
										suma y en la que se resolverán todas las 
										contradicciones de la historia humana. 
										Así lo han creído Comte, Hegel, Spencer, 
										Marx. Pero esta suposición, ¿es 
										verosímil? ¿Qué motivo tenemos para 
										creerlo así? Y, en el caso de que lo 
										tuviésemos, ¿por qué esto ha de suscitar 
										en nosotros el entusiasmo, por qué ha de 
										ser aceptado por nosotros como una 
										moral, por qué una esperanza de este 
										tipo ha de ser para nosotros motivo de 
										gozo? 
										 
										No hay razón alguna para todo esto, a no 
										ser el hecho de que la doctrina del 
										progreso lleva en sí de un modo 
										inconsciente una cierta esperanza 
										religiosa en el desenlace feliz de la 
										historia universal. Es la esperanza en 
										que la tragedia de la historia tendrá un 
										final. Superar esta tragedia es la meta 
										del progreso, pero sus teorías 
										positivistas del siglo XIX sofocan y 
										excluyen adrede este tipo de esperanza y 
										de creencia religiosa. Más aún, los 
										teóricos del progreso contraponen la fe 
										y la esperanza en el progreso a las 
										creencias y esperanzas religiosas. Pero 
										si de la idea del progreso se excluye 
										radicalmente este núcleo religioso, ¿qué 
										es lo que queda?, ¿qué razones hay para 
										admitir el progreso? En efecto, si se lo 
										entiende de un modo positivista, el 
										progreso consiste en el hecho de que en 
										el curso del tiempo, en el que se 
										cumplen los destinos de la historia 
										humana, una generación sucede a otra, la 
										humanidad se eleva hacia una cima que 
										para nosotros es desconocida y extraña, 
										va hacia adelante, se eleva 
										paulatinamente hacia un estadio 
										superior, con respecto al cual todas las 
										generaciones precedentes son como los 
										eslabones de una cadena, es decir, son 
										un medio, un instrumento, y no un fin 
										autónomo en sí mismas. La teoría del 
										progreso transforma a cada generación 
										humana, a cada persona y a cada época de 
										la historia, en medio e instrumento para 
										alcanzar la meta definitiva de la 
										perfección, del poder y de la felicidad 
										de la humanidad futura, que, a fin de 
										cuentas, es algo totalmente ajeno a la 
										totalidad de los hombres y de las épocas 
										anteriores. 
										 
										La idea positivista del progreso es 
										esencialmente inaceptable, es 
										inadmisible desde el punto de vista 
										religioso y moral, pues es incapaz de 
										dar sentido al tormento de la vida, de 
										resolver las trágicas contradicciones y 
										los conflictos que desgarran al género 
										humano, a todas las generaciones, a 
										todas las épocas. Esta teoría sostiene 
										de un modo bien notorio que para la 
										enorme masa, la inmensa mayoría de los 
										hombres de todos los tiempos, no hay más 
										destino que la muerte y la tumba. Todos 
										estos hombres sólo viven en un estadio 
										imperfecto, atormentado, lleno de 
										contradicciones. En contrapartida, sólo 
										existirá una generación afortunada de 
										hombres que, sobre los huesos 
										putrefactos de todas las generaciones 
										anteriores, alcanzará la cumbre de la 
										vida histórica; sólo ella tendrá acceso 
										a la plenitud de la vida, a la felicidad 
										y a la perfección supremas. Las demás 
										generaciones son simplemente un medio 
										para realizar esta vida bienaventurada, 
										esta generación afortunada de elegidos 
										que habrá de nacer en un futuro 
										totalmente extraño a nosotros. 
										 
										La religión del progreso considera a 
										todas las generaciones y épocas humanas 
										como desprovistas de valor y de 
										significado, como meros instrumentos al 
										servicio de la generación última. Esta 
										es la contradicción fundamental que 
										encierra la teoría del progreso si la 
										contemplamos desde el punto de vista 
										religioso y moral, y la que la hace 
										inaceptable e inadmisible. La religión 
										del progreso es una religión de la 
										muerte y no de la resurrección y 
										recuperación de todo ser viviente para 
										la vida eterna. No hay ningún motivo 
										para anteponer el destino de aquella 
										generación que en cierto momento 
										aparecerá en la cumbre de la historia y 
										para la cual están preparadas la 
										felicidad y la bienaventuranza, a todas 
										las demás generaciones, a las que sólo 
										han tocado en suerte sufrimientos, 
										tormentos e imperfecciones. Ninguna 
										perfección futura puede justificar los 
										padecimientos de todas las generaciones 
										precedentes. La subordinación de todos 
										los destinos humanos a un banquete 
										mesiánico de la generación que tenga la 
										fortuna de alcanzar la cima del progreso 
										es algo que indigna a la conciencia 
										religioso-moral de la humanidad. 
										 
										La religión del progreso, que se funda 
										en esta adoración de la futura 
										generación feliz, es implacable para con 
										el presente y el pasado, su optimismo 
										ilimitado ante el futuro va acompañado 
										de un pesimismo igualmente ilimitado 
										ante el pasado, y es profundamente 
										contraria a la esperanza cristiana en la 
										resurrección universal de todas las 
										generaciones, de todos los difuntos, de 
										todos nuestros padres y antepasados. La 
										idea cristiana se basa en la esperanza 
										de que la historia terminará con una 
										superación de las tragedias históricas, 
										de todas sus contradicciones, y en que 
										de esta culminación de la historia 
										participarán todas las generaciones 
										humanas, de tal manera que todos los 
										hombres que han vivido en las diferentes 
										épocas serán resucitados para la vida 
										eterna. La idea del progreso 
										característica del siglo XIX sólo admite 
										a este banquete mesiánico a una 
										generación desconocida y afortunada, que 
										es algo así como un vampiro para todas 
										las demás. El festín que esta generación 
										afortunada celebrará sobre las tumbas de 
										sus antepasados, olvidando el trágico 
										destino de aquéllos, no puede suscitar 
										en nosotros ningún entusiasmo por la 
										religión del progreso, pues un 
										entusiasmo así sería realmente vil. 
										 
										El defecto fundamental de la teoría del 
										progreso es el de no ser capaz de 
										resolver el problema del tiempo. En 
										efecto, a la historia universal y a sus 
										contradicciones sólo es posible darles 
										un sentido a través de una victoria 
										sobre el tiempo, es decir, mediante una 
										superación de la disociación entre el 
										pasado, el presente y el futuro, y de la 
										división del tiempo en partes que se 
										combaten y se devoran entre sí. Esta 
										naturaleza corrompida del tiempo ha de 
										ser vencida definitivamente para poder 
										encontrar realmente un sentido a la 
										historia universal. Ninguna doctrina del 
										progreso incluye, sin embargo, este tipo 
										de esperanza, ninguna se plantea esta 
										meta, ni se mueve en esta línea. La 
										teoría del progreso no tiende a 
										encontrar el sentido de la historia 
										humana en una dimensión supratemporal, 
										en la eternidad, en la unitotalidad, más 
										allá de los confines de la historia, 
										sino que, por el contrario, opina que 
										este problema puede resolverse dentro de 
										la historia, en un cierto instante del 
										tiempo futuro, el cual juega frente a 
										todos los demás instantes el papel de 
										vampiro devorador, ya que el futuro 
										destruye y aniquila al pasado. La teoría 
										del progreso basa su esperanza en la 
										muerte. El progreso ya no es vida 
										eterna, resurrección, sino muerte 
										eterna, destrucción eterna del pasado 
										por el futuro, de la generación 
										precedente por la que sigue. La 
										bienaventuranza omniabarcante vendrá en 
										un cierto instante futuro, siendo así 
										que todo instante está desgarrado, 
										fragmentado, devora al pasado y es 
										devorado por el futuro. Esta 
										contradicción que lleva consigo el 
										tiempo invade toda la doctrina del 
										progreso y la destruye. Al fin y al 
										cabo, esta doctrina lleva la impronta 
										del siglo XIX y refleja el estado de 
										conciencia de la humanidad europea de 
										esa época, con todas sus limitaciones. 
										Esta teoría ha surgido en una época 
										determinada y no posee una verdad 
										inalterable y eterna, si prescindimos de 
										la verdad que inconscientemente encierra 
										en cuanto esperanza religiosa deformada 
										en el sentido último de la historia 
										humana. 
										 
										Estrechamente ligada a la doctrina del 
										progreso y a sus esperanzas está la 
										expectativa utópica de un paraíso en la 
										tierra, de la bienaventuranza terrena. 
										Esta utopía del paraíso en la tierra, 
										que es una deformación y distorsión de 
										la idea religiosa del advenimiento del 
										Reino de Dios sobre la tierra al final 
										de la historia, es decir, un milenarismo 
										inconsciente, es desmentida 
										continuamente, tanto en el terreno del 
										pensamiento como en el de la praxis 
										vital. La utopía del paraíso en la 
										tierra encierra las mismas 
										contradicciones fundamentales que la 
										doctrina del progreso, pues también ella 
										presupone el advenimiento de un cierto 
										estadio perfecto en el tiempo, en el 
										marco del proceso histórico. Presupone 
										la posibilidad de encontrar un sentido 
										al destino histórico de la humanidad en 
										el ámbito de aquel círculo cerrado de 
										las fuerzas históricas en el que se 
										desenvuelve la historia de los pueblos y 
										de la humanidad. Cree posible una 
										superación inmanente de la tragedia de 
										la historia universal y el advenimiento 
										de un estado perfecto. 
										 
										Como toda teoría del progreso, se basa 
										en una falsa concepción del tiempo, 
										defiende la errónea tesis de que la 
										tragedia del tiempo puede ser superada 
										en el futuro. La utopía del paraíso en 
										la tierra, que, según unos, ha de 
										realizarse pronto, y, según otros, está 
										aún muy lejana (lo cual tiene escasa 
										relevancia para la cuestión que ahora 
										planteamos), sitúa el estado perfecto y 
										bienaventurado en el futuro, sin haber 
										asumido el pasado en toda su plenitud. 
										La utopía del paraíso en la tierra 
										sostiene que todo el proceso histórico 
										constituye únicamente una preparación, 
										un medio para su realización. La 
										felicidad y perfección terrenas de 
										aquellos afortunados que nacerán en 
										alguna parte al final del proceso 
										histórico justificaría los sufrimientos 
										y tormentos de todas las generaciones 
										humanas precedentes. La utopía del 
										paraíso en la tierra cree posible 
										alcanzar un estado absoluto en medio de 
										las condiciones relativas de la vida 
										terrena e histórico-temporal; pero, por 
										su misma naturaleza, la realidad terrena 
										no puede contener en sí la vida 
										absoluta. Esta no puede encerrarse en 
										modo alguno en esta realidad, comprimida 
										y limitada por todas partes. La utopía 
										del paraíso en la tierra es una 
										creencia: si esto no ha sido posible 
										hasta ahora, vendrá un momento en el que 
										se alcanzará algo absoluto y definitivo 
										en el marco de la realidad histórica y 
										relativa. 
										 
										Esta utopía no afirma la superación de 
										los confines y de los límites de la 
										realidad histórica en un plano diferente 
										del ser, en una especie de cuarta 
										dimensión que relativiza las otras tres, 
										en sí limitadas; ella sostiene que en 
										nuestro espacio tridimensional se halla 
										contenida enteramente la cuarta 
										dimensión, la de la vida absoluta. Aquí 
										está la contradicción metafísica 
										fundamental que la vuelve inconsciente. 
										Tal utopía, en lugar de intentar 
										alcanzar la vida absoluta mediante una 
										transformación de la historia terrena en 
										historia celestial, presupone que el 
										destino humano halla su sentido último 
										dentro de nuestra realidad terrena y 
										relativa, de nuestras dimensiones 
										limitadas; esta utopía quiere encerrar 
										en nuestra realidad terrena la 
										perfección y la bienaventuranza 
										absolutas, que sólo pueden ser 
										alcanzadas en una realidad diversa, 
										celestial, en una cuarta dimensión. 
										 
										El pensamiento filosófico y la 
										conciencia religiosa muestran las 
										insuficiencias radicales de esta teoría, 
										que varias doctrinas sociales y 
										filosofías de la historia han hecho 
										suya. El carácter profundamente trágico 
										y bipolar de todo el proceso histórico 
										se ha vuelto cada vez más notorio. En la 
										historia no existe ningún proceso que 
										avance en línea recta hacia el bien y 
										hacia la perfección y en virtud del cual 
										cada generación es superior a la 
										precedente. En la historia tampoco se da 
										una progresión constante de la felicidad 
										humana, sino únicamente una 
										manifestación trágica y progresiva de 
										los principios interiores del ser, de 
										los luminosos y de los oscuros, de los 
										divinos y de los diabólicos, del bien y 
										del mal. 
										 
										El sentido interior del destino 
										histórico de la humanidad radica en este 
										proceso de manifestación y clarificación 
										de todas las contradicciones. Si se 
										puede hablar de un cierto progreso en la 
										historia de la conciencia humana, este 
										consiste en la agudización de la 
										conciencia como resultado de la 
										manifestación de esta trágica 
										contradicción interior del ser humano; 
										pero en ningún caso se puede hablar de 
										un crecimiento constante de lo positivo 
										a expensas de lo negativo, como afirma 
										la teoría del progreso. En el proceso 
										histórico se entremezclan los diferentes 
										principios; este proceso encierra en sí 
										los principios más contradictorios. Si 
										se piensa que el progreso es un 
										aproximarse a la vida divina absoluta, 
										es erróneo concluir que las generaciones 
										que aparecerán en la cima de la historia 
										estarán especialmente próximas al 
										Absoluto, en tanto que todas las demás, 
										o están muy alejadas de esta fuente de 
										la vida divina o no tienen ligazón 
										alguna con la misma, o bien, sólo están 
										en relación con ella en cuanto que son 
										instrumentos de la última generación de 
										la historia. 
										 
										Es más lógico pensar, como hizo Ranke, 
										que todas las generaciones humanas 
										tienen, cada una por su cuenta, una 
										relación con el Absoluto, que todas se 
										aproximan a la Divinidad, lo cual está 
										en consonancia con la justicia y la 
										verdad divinas. Si sólo las generaciones 
										que se encuentran en el apogeo del 
										progreso fuesen admitidas a los 
										misterios de la vida divina, esto sería 
										una gran injusticia. Semejante teoría 
										del progreso nos llevaría a dudar de la 
										existencia misma de la divina 
										Providencia, pues un Dios que privase de 
										su cercanía a todas las generaciones 
										humanas para admitir únicamente a su 
										presencia a la generación que se sitúa 
										en la cumbre de la historia sería un 
										vampiro, sería un Dios injusto y 
										violento para con la inmensa mayoría de 
										la humanidad. Por este motivo, Iván 
										Karamazov devuelve a Dios su entrada. En 
										realidad, nada de esto acontece: cada 
										generación es un fin en sí misma, lleva 
										en sí su propio sentido y justificación; 
										este sentido se halla contenido en los 
										valores que crea y en los impulsos 
										espirituales que la acercan a la 
										Divinidad. No es un simple medio o 
										instrumento de las generaciones 
										sucesivas. Por otra parte, los hombres 
										del siglo XIX, ¿no están quizá más lejos 
										de Dios que los de los siglos 
										anteriores? 
										 
										Existe otra objeción de carácter 
										científico-positivo contra la doctrina 
										habitual del progreso, una objeción que 
										alcanza a esta teoría en sus mismos 
										fundamentos. Si observamos los destinos 
										de los pueblos, de las sociedades y de 
										las culturas a lo largo de la historia, 
										vemos que todos ellos pasan por varios 
										períodos: nacimiento, infancia, 
										adolescencia, apogeo, y después, 
										envejecimiento, senilidad, decadencia y 
										muerte. Todas las grandes culturas 
										nacionales y toda la sociedad están 
										sujetas a este proceso de envejecimiento 
										y de extinción. Los valores de la 
										cultura son inmortales, en ella hay un 
										principio que no muere, pero los 
										pueblos, en cuanto organismos vivos que 
										consuman su destino a través de la 
										historia, son mortales; tras el período 
										de su máximo esplendor comienza un 
										proceso de decadencia y de 
										envejecimiento. 
										 
										Todas las grandes culturas vivieron tal 
										proceso. La objeción más fundada contra 
										la teoría del progreso es el 
										descubrimiento de una gran cultura 
										perteneciente al año 3000 a. C, la 
										babilónica, que alcanzó un elevado grado 
										de perfección, anticipando y, en muchos 
										casos, superando, a la cultura del siglo 
										XIX. La cultura babilónica murió y 
										desapareció casi sin dejar rastro; 
										durante mucho tiempo, ni siquiera se 
										sospechó su existencia, que sólo se 
										descubrió gracias a las excavaciones 
										arqueológicas y a una serie de nuevos 
										métodos de investigación, y que hizo 
										nacer la moda del pambabilonismo. Esto 
										impulsó a un gran historiador, como 
										Meyer, a negar decididamente la 
										existencia de un progreso humano 
										puramente ascendente y a admitir que la 
										evolución sólo se da en tipos muy 
										determinados de cultura, en los cuales 
										las culturas sucesivas no siempre se 
										elevan ni siquiera a la altura de las 
										precedentes. 
										 
										Estas consideraciones no deben llevarnos 
										a sacar conclusiones pesimistas, pues 
										carece de sentido adoptar una actitud de 
										optimismo y de orgullo o definir la 
										propia actividad partiendo 
										exclusivamente de una sobrevaloración de 
										las generaciones futuras. La convicción 
										de que ellas son más perfectas que las 
										pretéritas no tiene fundamento alguno. 
										Si vamos al fondo de la cuestión, 
										veremos que no hay ninguna razón para 
										afirmar que la generación presente 
										(aunque el término sea un tanto ambiguo 
										y problemático, dado que el «presente» 
										apenas dura un instante), o bien la que 
										nacerá dentro de cincuenta o cien años, 
										tiene más valor para nosotros y es más 
										real que las generaciones pretéritas que 
										vivieron hace cincuenta, cien o cinco 
										mil años. Si dividimos el tiempo en 
										presente, pasado y futuro, no tenemos 
										ninguna razón para afirmar que el futuro 
										es más real que el pasado. Desde el 
										punto de vista del presente, el futuro 
										no es más real que el pasado, y nuestra 
										actividad creadora ha de llevarse a cabo 
										no en nombre del futuro, sino de aquel 
										eterno presente desde el que futuro y 
										pasado son una misma cosa. El pasado ya 
										no existe, a no ser en nuestra memoria; 
										el futuro aún no ha llegado, y no 
										sabemos si llegará. En cierto sentido, 
										puede decirse que el pasado es más real 
										que el futuro, y que aquellos que nos 
										han dejado son más reales que los que 
										están por nacer. Uno de los más tristes 
										prejuicios de la religión del progreso 
										profesada en el siglo XIX presupone que 
										existirá un futuro en el que vivirán 
										generaciones para las que hemos de 
										preparar una vida superior, y que es 
										esto lo que ha de dar sentido a nuestra 
										vida, lo que ha de darnos la alegría y 
										el orgullo de vivir. 
										 
										Pero esta concepción del mundo es 
										inadmisible para nosotros, y, por 
										consiguiente, hemos de rechazar 
										categóricamente las esperanzas, 
										expectativas y creencias ligadas a ella. 
										A través de nuestra fe y de nuestra 
										esperanza, que nos elevan por encima del 
										instante presente y nos hacen tomar 
										conciencia del destino histórico global 
										y no sólo del presente, encerrado en sí 
										mismo, hemos de superar definitivamente 
										este tiempo desgarrado y corrompido, el 
										tiempo que se divide en pasado, presente 
										y futuro, e incorporarnos al tiempo 
										verdadero, que es la eternidad. Todas 
										nuestras creencias y expectativas han de 
										estar ligadas al hecho de que los 
										destinos humanos encuentran su sentido 
										en la eternidad, y hemos de vivir, no en 
										función de un pasado enclaustrado en sí 
										mismo, sino de la eternidad. No nos 
										corresponde a nosotros juzgar y decidir 
										sobre cuál será el resultado de nuestra 
										actividad creadora en un tiempo 
										dividido, es decir, en el futuro; eso 
										sólo lo podrán juzgar otras 
										generaciones. Nuestra misión en cada 
										período, en cada instante de nuestro 
										destino histórico, es definir nuestra 
										actitud ante la vida y ante las tareas 
										históricas a la luz de la eternidad, 
										situándonos en cada momento ante el 
										tribunal de la eternidad. Cuando 
										contemplamos el destino humano e 
										histórico desde la perspectiva de la 
										eternidad, el futuro ya no se nos 
										muestra como más real que el pasado, ni 
										el presente tiene para nosotros más 
										realidad que el pasado y el futuro, pues 
										todo tiempo dividido es pecaminoso y 
										corrompido ante el tribunal de la 
										eternidad. La religión del progreso 
										quería sublimar y legalizar esta 
										pecaminosidad y esta corrupción. 
										 
										Las pecaminosas contradicciones 
										inherentes a la teoría del progreso 
										ponen de manifiesto la inconsistencia 
										interior y la falsedad de los supuestos 
										humanísticos en que se basa. El 
										humanismo de la época moderna se fundaba 
										en principios que no orientaban al 
										hombre hacia la eternidad, sino que lo 
										sometían al curso del tiempo terreno, 
										con todos sus desgarramientos; por eso 
										eran incapaces de dar sentido a la vida 
										humana, a la historia universal. Estos 
										supuestos humanísticos encerraban una 
										contradicción y una insuficiencia 
										internas que habían de manifestarse 
										antes o después. Este último hecho es lo 
										que hemos dado en llamar la crisis del 
										humanismo y el fin del Renacimiento. 
										 
										En adelante, ya no podemos aceptar la 
										idea humanística del progreso. Esta idea 
										dominó en el período humanístico de la 
										historia, y durante todo el siglo XIX se 
										aceptó plenamente. La doctrina del 
										progreso, en su forma irreligiosa, 
										separada del núcleo religioso, no es 
										otra cosa que una sistematización y un 
										desenvolvimiento teórico del supuesto 
										humanístico fundamental de que el hombre 
										puede bastarse a sí mismo, es capaz de 
										dar sentido al propio destino mediante 
										sus propias fuerzas, es decir, 
										permaneciendo en la inmanencia, y no 
										tiene por qué recurrir a fuerzas divinas 
										o a metas trascendentes para dar sentido 
										a su vida. 
										 
										Si en la doctrina del progreso se 
										manifiesta la falsedad de los supuestos 
										humanísticos y de sus ilusiones, hay que 
										reconocer, por otra parte, que el 
										humanismo ha tenido ciertos resultados 
										positivos. A nuestro modo de ver, el 
										humanismo encerraba en sí un principio 
										positivo que ha de ser decisivo para el 
										destino futuro del hombre y de su 
										historia. El hombre había de pasar por 
										el estadio de la autoafirmación y de la 
										autosuficiencia humanísticas, había de 
										poner libremente de manifiesto sus 
										energías y experimentar en su propia 
										carne hacia dónde lleva este tipo de 
										humanismo. En el humanismo se 
										manifestaron los poderes del hombre, que 
										por sí mismos no pueden llevar a 
										resultados positivos, pero este 
										descubrimiento tendrá una enorme 
										importancia para el destino ulterior de 
										la humanidad, cuando la historia pase 
										del período humanístico a otro 
										diferente, cuyas características 
										desconocemos, pero en cuyo umbral ya 
										estamos. En los impulsos espirituales de 
										la cultura humanística existía en 
										potencia una nueva revelación religiosa, 
										en la misma genialidad de este período 
										se encerraba algo así como una 
										espiritualidad. 
										 
										La historia es realmente la marcha hacia 
										un mundo diferente, y aquí radica su 
										contenido religioso, pero el 
										advenimiento de un estado absoluto y 
										perfecto es imposible dentro de la 
										historia, que sólo puede encontrar 
										sentido más allá de sus propios 
										confines. Esta es la conclusión 
										fundamental y principal a que nos lleva 
										la metafísica de la historia, éste es el 
										secreto que encierra el proceso 
										histórico. 
										 
										La humanidad se esfuerza por encontrar 
										sentido a la historia a lo largo de las 
										distintas épocas. Cuando los resultados 
										a que llega no responden a lo que 
										esperaba y comienza a advertir que su 
										movimiento en el interior de la historia 
										le lleva a un callejón sin salida, la 
										humanidad empieza a tomar conciencia de 
										la imposibilidad de hallar aquel sentido 
										dentro del mismo proceso histórico y a 
										comprender que sólo es posible 
										encontrarlo en una dimensión 
										trascendente. Para poder hallar el 
										sentido de la historia, cuyo 
										desenvolvimiento está indisolublemente 
										ligado a la naturaleza del tiempo, hay 
										que cambiar radicalmente de perspectiva; 
										hay que abandonar las tentativas de dar 
										sentido a la historia permaneciendo en 
										el devenir temporal y salir de los 
										límites de la misma, hacia la 
										metahistoria, introduciendo en el ámbito 
										cerrado de la historia fuerzas 
										transhistóricas, es decir, incorporando 
										al devenir terreno y fenoménico un 
										acontecimiento nouménico y celestial: la 
										segunda venida de Cristo. La idea 
										fundamental de la que proviene la 
										metafísica de la historia y que, al 
										mismo tiempo, es también su supuesto 
										fundamental, es la idea del fin 
										inevitable de la historia. 
										 
										Si contemplamos el proceso histórico 
										desde el punto de vista de una 
										realización inmanente de los cometidos 
										que en él se plantean, es decir, desde 
										una perspectiva interior al tiempo 
										mismo, no podemos menos de llegar a las 
										conclusiones más desesperadas y 
										pesimistas, ya que, desde este punto de 
										vista, hay que reconocer el fracaso de 
										todas las tentativas realizadas en este 
										sentido a lo largo de la historia. Y, si 
										en épocas anteriores, todo ha acabado en 
										un enorme fracaso, no hay razón alguna 
										para pensar que las cosas serán 
										diferentes en el futuro. Ningún proyecto 
										planteado dentro del proceso histórico 
										ha tenido éxito, nunca se ha realizado 
										plenamente lo que se consideraba como 
										meta o idea directriz de una época 
										histórica, la tarea o misión que se 
										habían impuesto a sí mismos los hombres 
										de esa época. 
										 
										Si consideramos el proceso histórico en 
										su totalidad, vemos que su fracaso 
										radical (que tanto nos sorprende) 
										consiste en no haber sido capaz de 
										edificar el Reino de Dios. Si el Reino 
										de Dios como sentido último del destino 
										humano fue la meta del proceso 
										histórico, hay que aceptar que este 
										Reino no se ha realizado nunca, ni ha 
										habido una aproximación a él. Si 
										contemplamos por separado los distintos 
										períodos de la historia y las metas que 
										se han propuesto, hemos de constatar la 
										profunda división que los corroe y el 
										fracaso en la realización de tales 
										metas. Si consideramos la totalidad del 
										período humanístico moderno, nos vemos 
										sorprendidos por su fracaso total, pues 
										el Renacimiento no colmó las 
										expectativas que había despertado. 
										 
										Así aparece claramente la imposibilidad 
										de un renacimiento dentro del mundo 
										cristiano: la dicotomía que lo invade 
										hace imposible conseguir la meta 
										integral que se había propuesto la 
										mentalidad renacentista; el contenido 
										del mundo cristiano no puede ser 
										estructurado recurriendo a los moldes de 
										la antigüedad. Idéntico fracaso tuvieron 
										la Reforma, que se había propuesto la 
										grandiosa meta de afirmar la libertad 
										religiosa y, en cambio, condujo a la 
										ruina de la religión, y la Revolución 
										francesa, que, en lugar de instaurar la 
										fraternidad, la igualdad y la libertad, 
										estableció la sociedad burguesa del 
										siglo XIX. La Revolución puso de relieve 
										contradicciones que fueron 
										desarrollándose a lo largo de todo el 
										siglo XIX y desenmascararon 
										definitivamente la falsedad de toda la 
										ideología que llevaba consigo. En lugar 
										de la fraternidad, de la libertad y de 
										la igualdad entre los hombres, nacieron 
										nuevas formas de desigualdad y de odio 
										entre ellos. 
										 
										De igual modo, puede afirmarse de 
										antemano que las ideas y metas 
										fundamentales que inspiran a nuestra 
										época también acabarán en fracaso; el 
										socialismo que se intenta implantar y 
										que probablemente tendrá un importante 
										papel en el período histórico en que 
										estamos entrando es irrealizable. Sus 
										resultados serán totalmente diversos de 
										los que esperan los socialistas y pondrá 
										de manifiesto nuevas contradicciones 
										inherentes a la vida humana, las cuales 
										provocarán el fracaso de los ideales 
										planteados por el movimiento socialista. 
										El socialista nunca liberará al hombre 
										de la esclavitud que representa el 
										trabajo, liberación que Marx quería 
										lograr mediante la reglamentación del 
										mismo, tampoco conducirá jamás al hombre 
										a la riqueza, ni realizará la igualdad 
										entre los hombres, sino que provocará 
										nuevas enemistades entre ellos, nuevas 
										divisiones y formas inauditas de 
										opresión. 
										 
										Tampoco el anarquismo, que es un rival 
										del socialismo, obtendrá mejores 
										resultados; nunca podrá realizar aquella 
										libertad ilimitada y sin freno que 
										invoca; en cambio, pondrá de manifiesto 
										una servidumbre todavía mayor. En 
										sustancia, puede decirse que ninguna 
										revolución histórica ha conseguido sus 
										objetivos, pues, aunque tales 
										revoluciones constituyeron un momento 
										importante en el destino de los pueblos, 
										un momento inevitable al que llevó todo 
										el destino precedente y que fue 
										determinante para el destino ulterior, 
										nunca resolvieron los problemas de sus 
										respectivas épocas; esto no ha ocurrido 
										ni ocurrirá jamás. 
										 
										En último extremo, hay que reconocer que 
										sólo la experiencia de los grandes 
										fracasos históricos aportó frutos, 
										porque reveló a la humanidad algo nuevo. 
										Por lo general, los resultados fueron 
										absolutamente diferentes de los que se 
										esperaban, y las revoluciones provocaron 
										un movimiento contrario de reacción; 
										pero, justamente en esta última se 
										manifestó algo nuevo y tuvo lugar una 
										reconsideración de la experiencia 
										vivida, a pesar de que las reacciones 
										iban acompañadas de una serie de 
										fenómenos negativos y, en parte, 
										hicieron retroceder a las sociedades 
										humanas. Así, la reacción espiritual de 
										principios del siglo XIX fue uno de los 
										resultados más positivos de la 
										Revolución y dio origen a un movimiento 
										de renacimiento espiritual. El comienzo 
										del siglo XIX tuvo una gran importancia, 
										pero no respondía a los objetivos 
										sociales que se había planteado la 
										Revolución. Más aún: incluso el 
										cristianismo, que es el máximo 
										acontecimiento de la historia universal, 
										el corazón de éste y la clave para 
										explicar su enigma, que inauguró una 
										nueva era y fue determinante para el 
										destino global de la humanidad, tiene 
										una historia que, en sí misma, es un 
										fracaso. Muchos enemigos del 
										cristianismo lo afirman con envenenada 
										alegría y lo proclaman a los cuatro 
										vientos, como si ello fuese la mayor 
										objeción que pueda hacérsele: el 
										cristianismo ha sido un fracaso y jamás 
										podrá implantarse sobre la tierra. Pero 
										esta afirmación, considerada desde una 
										actitud espiritual diferente, puede 
										significar algo completamente distinto. 
										En efecto: el cristianismo ha fracasado 
										en la historia, al igual que todo lo 
										demás; los objetivos planteados por la 
										fe y la conciencia cristianas nunca 
										fueron llevados a la práctica a lo largo 
										de los dos mil años de la historia 
										cristiana, ni serán nunca realizados en 
										el ámbito del tiempo y de la historia 
										humanos, pues sólo pueden serlo a través 
										de la victoria del tiempo sobre la 
										eternidad, del tránsito a la eternidad, 
										de la superación de la historia en la 
										metahistoria. 
										 
										El fracaso del cristianismo es el hecho 
										que menos se presta a servir de 
										argumento contra su verdad suprema, de 
										la misma manera que el fracaso de la 
										historia no significa en modo alguno su 
										absurdidad, inutilidad y vacuidad 
										internas. Tal fracaso no quiere en 
										absoluto decir que la historia carezca 
										de sentido, que se desarrolle en el 
										vacío, al igual que el fracaso del 
										cristianismo tampoco significa que éste 
										no sea la verdad suprema; la tentativa 
										de utilizar esto como argumento contra 
										el cristianismo es absurda, pues todo 
										intento de elevar el éxito y la 
										realización histórica, inmanente, a 
										criterio de verdad es esencialmente 
										inconsistente. La historia y lo 
										«histórico» poseen una naturaleza tal 
										que hace imposible su realización 
										perfecta en el devenir temporal. Pero la 
										gran experiencia que se adquiere a 
										través de este devenir tiene un enorme 
										significado, incluso prescindiendo de 
										toda realización, y cobra sentido más 
										allá de los límites de la historia. 
										 
										El fracaso en el ámbito terrenal salta 
										dolorosamente a los ojos y nos sorprende 
										grandemente, pero no implica un fracaso 
										definitivo en el más allá: significa 
										simplemente que el hombre y la humanidad 
										están llamados a una realización 
										superior de sus potencias, que 
										trasciende infinitamente todas las metas 
										a las que el hombre aspira en su vida 
										histórica. Todos los fracasos de la 
										Reforma y de la Revolución y, en 
										general, de todo lo «histórico», sólo 
										ponen de manifiesto el desgarramiento 
										del hombre, que ha de vivir su propio 
										destino un nivel mucho más elevado que 
										aquél en que se ha movido hasta ahora, a 
										un nivel absoluto. Los fracasos que el 
										cristianismo sufre en el marco de la 
										historia no significan el fracaso del 
										cristianismo en cuanto tal: hablar de 
										fracasos del cristianismo equivale a 
										utilizar una expresión muy poco 
										adecuada, que refleja la imperfección de 
										nuestro lenguaje. En realidad, no se 
										trata de un fracaso del cristianismo, de 
										la verdad cristiana, que permanecerá 
										siempre y sobre la cual jamás 
										prevalecerán las puertas del infierno; 
										se trata, más bien, del fracaso 
										inevitable del mundo relativo, de toda 
										época desgarrada, dividida, de la 
										realidad terrena y limitada. No se trata 
										de un fracaso de Dios, como opinan 
										quienes se sirven de él como argumento 
										contra el cristianismo, sino de un 
										fracaso del hombre, el cual tan sólo 
										indica que el hombre está llamado a 
										elevarse todavía más para realizar sus 
										posibilidades en el ámbito de la 
										eternidad, en una realidad mucho más 
										alta que aquella en que se ha movido 
										hasta ahora. El argumento contra el 
										cristianismo que se basa en tal fracaso 
										es doblemente deformante: la humanidad 
										cristiana, a lo largo de su historia 
										traicionó primero a la verdad cristiana, 
										para después vituperar al cristianismo y 
										atacarlo, afirmando que ha fracasado. 
										Ahora bien, el cristianismo ha fracasado 
										justamente porque apostataron de él los 
										mismos que ahora lo atacan. Tal 
										argumentación es, pues, doblemente 
										falsa. 
										 
										Sólo es posible crear belleza en este 
										mundo cuando el centro de gravedad de la 
										vida humana se transfiere al otro. En 
										nuestro mundo, las máximas realizaciones 
										de la belleza fueron alcanzadas no 
										porque la humanidad se había planteado 
										metas puramente terrenas, sino porque se 
										había propuesto objetivos que 
										trascendían los límites de la realidad 
										mundana. El impulso que eleva al hombre 
										hacia el otro mundo se ha encarnado 
										siempre en éste a través de la belleza, 
										que es la única realidad superior que 
										nos es accesible en este mundo y que 
										posee siempre una naturaleza simbólica y 
										no cosificada. Si la realización 
										definitiva sólo es posible en una 
										dimensión superior, situada más allá del 
										tiempo y de la historia, la realización 
										simbólica es posible aquí en nuestra 
										realidad terrena, y es un signo de la 
										realidad suprema. Lo vemos, sobre todo, 
										en el arte, pues éste, en cuanto apogeo 
										de la creatividad humana, tiene un 
										carácter simbólico en sus más elevadas 
										manifestaciones, y estas conquistas 
										simbólicas del arte nos dan a entender 
										que el hombre ha sido llamado a una 
										realidad diferente, superior. 
										 
										Al hablar de la historia celeste como 
										prólogo de la terrena y, posteriormente, 
										de la historia moderna, hemos explicado 
										la complicada tragedia del destino 
										humano a partir de la existencia de una 
										doble revelación: la revelación de Dios 
										al hombre y la revelación del hombre a 
										Dios, que es una respuesta a aquélla. 
										Toda la tragedia del ser es la tragedia 
										de la relación libre entre el hombre y 
										Dios, del nacimiento de Dios en el 
										hombre y del hombre en Dios, de la 
										revelación recíproca del uno al otro. El 
										destino histórico del hombre sólo puede 
										entenderse a partir de esta revelación 
										de respuesta del hombre a Dios. A través 
										de su acción y de su destino histórico, 
										el hombre responde a las palabras con 
										que Dios le ha interpelado. Pero el 
										sentido más profundo de esta revelación 
										del hombre a Dios está oculto en su 
										libertad. Sólo una revelación libre del 
										hombre, sólo una creación humana libre 
										puede ser aceptada y acogida por Dios, 
										pues es lo único que responde a la 
										nostalgia de Dios por el hombre. Dios 
										espera del hombre la audacia de la 
										creatividad hecha libremente. 
										 
										Pero en el destino histórico de la 
										humanidad, en la historia humana 
										concreta, el hombre se desvía 
										continuamente del camino de la libertad 
										para entrar en la vía de la constricción 
										y de la necesidad. Toda la historia 
										humana está llena de tentaciones de este 
										tipo, desde la tentación de la teocracia 
										coercitiva católica o bizantina a las 
										del socialismo impuesto. El camino de la 
										libertad es difícil y trágico, porque, 
										en realidad, no existe otro camino tan 
										heroico y atormentado, tan cargado de 
										responsabilidad como éste. El camino de 
										la necesidad y de la coacción es más 
										fácil, menos trágico y menos heroico. He 
										aquí por qué la humanidad, a lo largo de 
										su historia, cae fácilmente en la 
										tentación de cambiar el camino de la 
										libertad por el de la coacción. Esto 
										ocurre tanto en el ámbito religioso como 
										en todos los demás. Dostoievski lo ha 
										puesto de relieve de un modo genial al 
										exponer la leyenda del Gran Inquisidor. 
										Este quiere liberar a los hombres del 
										peso de la libertad en nombre de la 
										felicidad de todos. Esta tentación dio 
										lugar en el pasado a la Inquisición y, 
										en la actualidad, a la religión del 
										socialismo, que no es otra cosa que la 
										religión del Gran Inquisidor, basada en 
										la sustitución de la libertad por la 
										coacción, a fin de descargar al hombre 
										del peso de la libertad trágica. 
										Alrededor de esto se desarrolla el drama 
										de la historia, con su continua lucha 
										entre el principio de la libertad y el 
										de la necesidad, lucha en la cual 
										triunfan alternativamente uno u otro. 
										 
										Ahora bien, si rechazamos la doctrina 
										del progreso, la divinización de las 
										generaciones futuras, si no contemplamos 
										el futuro como un crecimiento continuo 
										del bien, de la luz, de la perfección y 
										de la felicidad, ¿cuál es para nosotros 
										el sentido interior del destino 
										histórico? Para la filosofía cristiana 
										no es difícil responder a esta pregunta, 
										pues ella posee la clave del sentido de 
										la historia: en el «pequeño» Apocalipsis 
										del Evangelio y en el «gran» Apocalipsis 
										de San Juan se nos revelan de un modo 
										simbólico los secretos destinos de la 
										historia. 
										 
										Las profecías apocalípticas se refieren 
										al fin de la historia y el Apocalipsis 
										es la revelación velada que nos muestra 
										el sentido último de aquélla. A la luz 
										del Apocalipsis, la metafísica de la 
										historia descubre el doble aspecto del 
										futuro: el crecimiento de las fuerzas 
										positivas cristianas, que será coronado 
										por la segunda venida de Cristo, y el 
										crecimiento de las fuerzas negativas 
										anticristianas, que culminará en la 
										venida del Anticristo. El Anticristo es 
										un problema de la metafísica de la 
										historia, es la aparición no de la 
										antigua iniquidad, heredada de los 
										estadios primordiales de la historia 
										humana, sino de una iniquidad nueva, de 
										la maldad del eón venidero, que será aún 
										más terrible que la del pasado. 
										 
										En el futuro tendrá lugar una lucha 
										inaudita entre el bien y el mal, Dios y 
										el diablo, la luz y las tinieblas. El 
										sentido de la historia radica en poner 
										de relieve estos dos principios 
										contrapuestos en su continua lucha y en 
										el choque definitivo entre ambos, que 
										tendrá lugar al fin de los tiempos. 
										 
										El principio anticristiano querrá tener 
										a la humanidad en nuestro eón maligno y 
										encadenarla a «este mundo», a nuestra 
										limitada dimensión. Ahora bien, el 
										Apocalipsis hay que interpretarlo de un 
										modo simbólico e inmanente; en 
										consecuencia, el hecho de que en el 
										futuro haya de crecer no sólo el bien, 
										sino también el mal, no sólo los 
										principios cristianos, sino también los 
										anticristianos, no tiene nada de 
										terrible para la filosofía cristiana de 
										la historia, ni tiene por qué llevarnos 
										a negar el sentido interior de la 
										historia; en efecto, las profecías 
										cristianas hablan del crecimiento 
										simultáneo del bien y del mal. Esto no 
										hace más que confirmar, por otra parte, 
										la autenticiad de tales profecías. El 
										Apocalipsis exterior sólo es la 
										expresión simbólico-convencional del 
										Apocalipsis interior del espíritu 
										humano, y en él se habla únicamente del 
										destino de nuestro eón mundano y no del 
										destino de la profundidad última del 
										ser. 
										 
										Quisiéramos terminar reiterando lo que 
										hemos dicho al principio. Hemos partido 
										del prólogo celeste de la historia para 
										pasar a continuación a la historia 
										terrena, y desde ésta hemos de retornar 
										nuevamente a la historia celeste. La 
										historia sólo puede tener un sentido 
										positivo si posee un final; toda la 
										metafísica de la historia que hemos 
										intentado desarrollar a lo largo de la 
										presente obra nos lleva a la conciencia 
										de la inevitabilidad del fin de la 
										historia. Si la historia fuese un 
										proceso sin final, una infinidad 
										perversa, carecería de sentido; la 
										tragedia del tiempo no tendría salida 
										alguna y el objetivo de la historia 
										sería irrealizable, al no poder ser 
										realizado en el ámbito del tiempo 
										histórico. 
										 
										El destino del hombre, que está en la 
										base de la historia, presupone una 
										finalidad metahistórica, un proceso 
										metahistórico, una realización 
										metahistórica del destino de la 
										historia, realización que se sitúa en 
										una dimensión diferente, eterna. La 
										historia terrena ha de entrar de nuevo 
										en la historia celeste, las fronteras 
										que separan a este mundo del más allá, 
										fronteras que no existían en los albores 
										de la vida del mundo, han de 
										desaparecer. Los mitos nos hablan de la 
										no división primordial entre lo celeste 
										y lo terrenal; al final de la historia, 
										«este mundo» enclaustrado en sí mismo, 
										esta realidad terrestre, dejará de 
										existir. El eón en que se sitúa nuestro 
										mundo va envejeciendo poco a poco; al 
										igual que un fruto cuya cáscara revienta 
										cuando está maduro, la corteza que 
										separa a nuestra realidad terrestre del 
										otro mundo estalla y desaparece. De esto 
										nos habla de manera velada y simbólica 
										el Apocalipsis. Se rompen las ataduras 
										del tiempo, desaparece el círculo 
										cerrado de la realidad mundana, e 
										irrumpen en él las energías de otros 
										niveles de realidad; la historia de 
										nuestro mundo termina y, a través de 
										este final, adquiere un sentido. 
										Considerado aisladamente, cualquier día 
										de nuestra vida carece de sentido; sólo 
										cobra sentido si se lo considera 
										juntamente con todos los demás. 
										 
										La historia no ha sido capaz de resolver 
										el problema del destino individual del 
										hombre, que es el tema central de la 
										obra genial de Dostoievski y al cual 
										está ligada toda la metafísica de la 
										historia. Este problema de la libertad 
										individual no puede hallar solución en 
										el ámbito de la historia, como tampoco 
										puede encontrarla el trágico conflicto 
										entre el destino individual y el destino 
										universal, es decir, el de toda la 
										humanidad. Por eso la historia ha de 
										tener un final. El mundo ha de entrar en 
										una realidad sublime y en un tiempo 
										integral, en los cuales encontrará 
										solución el problema del destino 
										individual humano y su trágico conflicto 
										con el destino global de la humanidad. 
										La historia es y ha de ser entendida, 
										ante todo, como destino, como destino 
										trágico. Al igual que toda tragedia, 
										este destino ha de encaminarse hacia un 
										último acto, hacia un desenlace final y 
										una catarsis. La historia no tiene una 
										duración indefinida, ni está sujeta a 
										las leyes que rigen los fenómenos 
										naturales, justamente porque es destino. 
										Esta es la consecuencia última y el 
										último resultado de la metafísica de la 
										historia. 
										 
										El destino humano, que debemos perseguir 
										a lo largo de los diferentes períodos de 
										la historia, no puede encontrar solución 
										en el ámbito de ésta. La metafísica de 
										la historia nos enseña que aquello que 
										no puede hallar solución en el ámbito de 
										la historia se resuelve más allá de sus 
										confines, y éste es el mejor argumento 
										para demostrar que la historia no es 
										absurda, que tiene un sentido superior. 
										Si tan sólo tuviese un sentido terreno e 
										inmanente, sería absurda, pues las 
										dificultades fundamentales ligadas a la 
										naturaleza del tiempo resultarían 
										insolubles, o bien su solución sería 
										sólo aparente, ficticia, falsa. 
										 
										Esta metafísica relativamente pesimista 
										de la historia trunca las ilusiones 
										basadas en una divinización del futuro, 
										refuta la idea del progreso, pero 
										confirma la esperanza en y la espera de 
										la solución del desgarrador conflicto de 
										la historia a la luz de la eternidad y 
										de la realidad eterna. En último 
										extremo, esta metafísica pesimista de la 
										historia es más optimista que la 
										doctrina aparente optimista del 
										progreso, la cual es desconsoladora y 
										terrible para toda realidad viviente. 
										Para que la historia universal aparezca 
										no en la perspectiva del torrente 
										destructor del tiempo, como si hubiese 
										sido arrojada al exterior por las 
										profundidades del espíritu, sino en la 
										perspectiva de la eternidad, de la 
										historia celeste, es necesaria una 
										transformación interior. Sólo entonces, 
										la historia volverá a sumergirse en las 
										profundidades del ser, como un momento 
										que es del drama sempiterno del 
										Espíritu.  |