Experiencia de la filosofía del destino
humano
LA TEORÍA DEL PROGRESO Y EL FIN DE LA
HISTORIA
La idea de progreso es fundamental para
una metafísica de la historia. Desde
finales del siglo XVIII y durante todo
el XIX, esta idea jugó un papel decisivo
en la Weltanschauung de la humanidad
europea. No obstante, hay que hacer
notar, sobre todo, que esta idea, a
pesar de que parece muy nueva y se nos
presenta como característica del último
período de la conciencia «progresista»,
tiene raíces religiosas antiguas y muy
hondas, como ocurre con todas las
verdades, y el hecho de estar
esencialmente vinculada a la profundidad
misma de la vida histórica nos muestra
sus antiguos orígenes.
Como hemos explicado reiteradas veces,
la idea de progreso no debe confundirse
con la de evolución. La idea de progreso
presupone que el proceso histórico tiene
una meta que le da sentido. Más aún: la
idea de progreso presupone que tal
proceso tiene una meta que no es
inmanente a él, es decir, que no está
dentro de él, ni está ligada a ninguna
época concreta, a ningún período del
pasado, del presente o del futuro, sino
que se eleva por encima del tiempo; sólo
así puede dar un sentido a lo que existe
de un modo germinal en el proceso
histórico. Las raíces antiguas de esta
idea son de índole mesiánico-religiosa;
se trata de la antigua idea judía del
desenlace mesiánico de la historia, del
Mesías venidero, de la culminación
terrena del destino de Israel, que se
transformó en el destino de todos los
pueblos, la idea del advenimiento del
Reino de Dios, que encierra en sí toda
perfección, toda justicia y toda verdad,
y que ha de realizarse algún día. Esta
idea mesiánica y milenarista seculariza
y se transforma en la idea de progreso,
es decir, pierde su carácter
abiertamente religioso y toma un matiz
mundano y, a menudo, antirreligioso.
Puede decirse con toda razón que la
teoría del progreso fue para muchos una
religión, es decir, que ha existido la
religión del progreso, profesada por los
hombres del siglo XIX, y que para ellos
ha sustituido a la religión cristiana de
la cual habían apostatado. Conviene
analizar esta idea, que tantas
pretensiones religiosas tiene, a fin de
poner de manifiesto sus contradicciones
internas fundamentales.
En el último período de la conciencia
humana, la fe en el progreso fue minada
por la duda, los ídolos del progreso se
derrumbaron y esta idea comenzó a ser
sometida a duras críticas. La
contradicción fundamental que hay que
poner de relieve en la teoría del
progreso, y que aparece bien clara a la
luz de nuestra metafísica de la
historia, consiste en su infundada
conexión con el problema del tiempo, con
el pasado, el presente y el futuro.
La teoría del progreso es, ante todo,
completamente falsa, injustificada desde
el punto de vista científico, filosófico
y moral, es una adoración del futuro a
expensas del presente y del pasado. La
doctrina del progreso constituye una
profesión de fe, una creencia, pues es
imposible fundamentarla a partir de las
ciencias positivas. En efecto, tal
fundamentación sólo podría hacerse a
través de la teoría de la evolución, en
tanto que el progreso sólo es, en
definitiva, un objeto de fe y de
esperanza. La doctrina del progreso es
realmente «garantía de cosas que no
vemos», es decir, del futuro, y
«fundamento de lo que no esperamos».
Pues bien, con esta fe y esta esperanza
ligadas a la teoría del progreso es
imposible resolver el problema más
trágico de la metafísica de la historia,
el problema del tiempo.
Hemos explicado ya la importancia
central del tiempo para la metafísica de
la historia y hemos intentado mostrar la
naturaleza inmutable del mismo, que se
divide en pasado y futuro y que es
imposible apresar, y en la cual toda
realidad queda pulverizada, desintegrada
y desgarrada. La doctrina del progreso
está también sujeta a este
desgarramiento. Ella presupone que las
metas de la historia universal serán
conseguidas en el futuro, que, en la
historia y en el destino de la humanidad
llegará un cierto momento en el que se
alcanzará una situación de perfección
suma y en la que se resolverán todas las
contradicciones de la historia humana.
Así lo han creído Comte, Hegel, Spencer,
Marx. Pero esta suposición, ¿es
verosímil? ¿Qué motivo tenemos para
creerlo así? Y, en el caso de que lo
tuviésemos, ¿por qué esto ha de suscitar
en nosotros el entusiasmo, por qué ha de
ser aceptado por nosotros como una
moral, por qué una esperanza de este
tipo ha de ser para nosotros motivo de
gozo?
No hay razón alguna para todo esto, a no
ser el hecho de que la doctrina del
progreso lleva en sí de un modo
inconsciente una cierta esperanza
religiosa en el desenlace feliz de la
historia universal. Es la esperanza en
que la tragedia de la historia tendrá un
final. Superar esta tragedia es la meta
del progreso, pero sus teorías
positivistas del siglo XIX sofocan y
excluyen adrede este tipo de esperanza y
de creencia religiosa. Más aún, los
teóricos del progreso contraponen la fe
y la esperanza en el progreso a las
creencias y esperanzas religiosas. Pero
si de la idea del progreso se excluye
radicalmente este núcleo religioso, ¿qué
es lo que queda?, ¿qué razones hay para
admitir el progreso? En efecto, si se lo
entiende de un modo positivista, el
progreso consiste en el hecho de que en
el curso del tiempo, en el que se
cumplen los destinos de la historia
humana, una generación sucede a otra, la
humanidad se eleva hacia una cima que
para nosotros es desconocida y extraña,
va hacia adelante, se eleva
paulatinamente hacia un estadio
superior, con respecto al cual todas las
generaciones precedentes son como los
eslabones de una cadena, es decir, son
un medio, un instrumento, y no un fin
autónomo en sí mismas. La teoría del
progreso transforma a cada generación
humana, a cada persona y a cada época de
la historia, en medio e instrumento para
alcanzar la meta definitiva de la
perfección, del poder y de la felicidad
de la humanidad futura, que, a fin de
cuentas, es algo totalmente ajeno a la
totalidad de los hombres y de las épocas
anteriores.
La idea positivista del progreso es
esencialmente inaceptable, es
inadmisible desde el punto de vista
religioso y moral, pues es incapaz de
dar sentido al tormento de la vida, de
resolver las trágicas contradicciones y
los conflictos que desgarran al género
humano, a todas las generaciones, a
todas las épocas. Esta teoría sostiene
de un modo bien notorio que para la
enorme masa, la inmensa mayoría de los
hombres de todos los tiempos, no hay más
destino que la muerte y la tumba. Todos
estos hombres sólo viven en un estadio
imperfecto, atormentado, lleno de
contradicciones. En contrapartida, sólo
existirá una generación afortunada de
hombres que, sobre los huesos
putrefactos de todas las generaciones
anteriores, alcanzará la cumbre de la
vida histórica; sólo ella tendrá acceso
a la plenitud de la vida, a la felicidad
y a la perfección supremas. Las demás
generaciones son simplemente un medio
para realizar esta vida bienaventurada,
esta generación afortunada de elegidos
que habrá de nacer en un futuro
totalmente extraño a nosotros.
La religión del progreso considera a
todas las generaciones y épocas humanas
como desprovistas de valor y de
significado, como meros instrumentos al
servicio de la generación última. Esta
es la contradicción fundamental que
encierra la teoría del progreso si la
contemplamos desde el punto de vista
religioso y moral, y la que la hace
inaceptable e inadmisible. La religión
del progreso es una religión de la
muerte y no de la resurrección y
recuperación de todo ser viviente para
la vida eterna. No hay ningún motivo
para anteponer el destino de aquella
generación que en cierto momento
aparecerá en la cumbre de la historia y
para la cual están preparadas la
felicidad y la bienaventuranza, a todas
las demás generaciones, a las que sólo
han tocado en suerte sufrimientos,
tormentos e imperfecciones. Ninguna
perfección futura puede justificar los
padecimientos de todas las generaciones
precedentes. La subordinación de todos
los destinos humanos a un banquete
mesiánico de la generación que tenga la
fortuna de alcanzar la cima del progreso
es algo que indigna a la conciencia
religioso-moral de la humanidad.
La religión del progreso, que se funda
en esta adoración de la futura
generación feliz, es implacable para con
el presente y el pasado, su optimismo
ilimitado ante el futuro va acompañado
de un pesimismo igualmente ilimitado
ante el pasado, y es profundamente
contraria a la esperanza cristiana en la
resurrección universal de todas las
generaciones, de todos los difuntos, de
todos nuestros padres y antepasados. La
idea cristiana se basa en la esperanza
de que la historia terminará con una
superación de las tragedias históricas,
de todas sus contradicciones, y en que
de esta culminación de la historia
participarán todas las generaciones
humanas, de tal manera que todos los
hombres que han vivido en las diferentes
épocas serán resucitados para la vida
eterna. La idea del progreso
característica del siglo XIX sólo admite
a este banquete mesiánico a una
generación desconocida y afortunada, que
es algo así como un vampiro para todas
las demás. El festín que esta generación
afortunada celebrará sobre las tumbas de
sus antepasados, olvidando el trágico
destino de aquéllos, no puede suscitar
en nosotros ningún entusiasmo por la
religión del progreso, pues un
entusiasmo así sería realmente vil.
El defecto fundamental de la teoría del
progreso es el de no ser capaz de
resolver el problema del tiempo. En
efecto, a la historia universal y a sus
contradicciones sólo es posible darles
un sentido a través de una victoria
sobre el tiempo, es decir, mediante una
superación de la disociación entre el
pasado, el presente y el futuro, y de la
división del tiempo en partes que se
combaten y se devoran entre sí. Esta
naturaleza corrompida del tiempo ha de
ser vencida definitivamente para poder
encontrar realmente un sentido a la
historia universal. Ninguna doctrina del
progreso incluye, sin embargo, este tipo
de esperanza, ninguna se plantea esta
meta, ni se mueve en esta línea. La
teoría del progreso no tiende a
encontrar el sentido de la historia
humana en una dimensión supratemporal,
en la eternidad, en la unitotalidad, más
allá de los confines de la historia,
sino que, por el contrario, opina que
este problema puede resolverse dentro de
la historia, en un cierto instante del
tiempo futuro, el cual juega frente a
todos los demás instantes el papel de
vampiro devorador, ya que el futuro
destruye y aniquila al pasado. La teoría
del progreso basa su esperanza en la
muerte. El progreso ya no es vida
eterna, resurrección, sino muerte
eterna, destrucción eterna del pasado
por el futuro, de la generación
precedente por la que sigue. La
bienaventuranza omniabarcante vendrá en
un cierto instante futuro, siendo así
que todo instante está desgarrado,
fragmentado, devora al pasado y es
devorado por el futuro. Esta
contradicción que lleva consigo el
tiempo invade toda la doctrina del
progreso y la destruye. Al fin y al
cabo, esta doctrina lleva la impronta
del siglo XIX y refleja el estado de
conciencia de la humanidad europea de
esa época, con todas sus limitaciones.
Esta teoría ha surgido en una época
determinada y no posee una verdad
inalterable y eterna, si prescindimos de
la verdad que inconscientemente encierra
en cuanto esperanza religiosa deformada
en el sentido último de la historia
humana.
Estrechamente ligada a la doctrina del
progreso y a sus esperanzas está la
expectativa utópica de un paraíso en la
tierra, de la bienaventuranza terrena.
Esta utopía del paraíso en la tierra,
que es una deformación y distorsión de
la idea religiosa del advenimiento del
Reino de Dios sobre la tierra al final
de la historia, es decir, un milenarismo
inconsciente, es desmentida
continuamente, tanto en el terreno del
pensamiento como en el de la praxis
vital. La utopía del paraíso en la
tierra encierra las mismas
contradicciones fundamentales que la
doctrina del progreso, pues también ella
presupone el advenimiento de un cierto
estadio perfecto en el tiempo, en el
marco del proceso histórico. Presupone
la posibilidad de encontrar un sentido
al destino histórico de la humanidad en
el ámbito de aquel círculo cerrado de
las fuerzas históricas en el que se
desenvuelve la historia de los pueblos y
de la humanidad. Cree posible una
superación inmanente de la tragedia de
la historia universal y el advenimiento
de un estado perfecto.
Como toda teoría del progreso, se basa
en una falsa concepción del tiempo,
defiende la errónea tesis de que la
tragedia del tiempo puede ser superada
en el futuro. La utopía del paraíso en
la tierra, que, según unos, ha de
realizarse pronto, y, según otros, está
aún muy lejana (lo cual tiene escasa
relevancia para la cuestión que ahora
planteamos), sitúa el estado perfecto y
bienaventurado en el futuro, sin haber
asumido el pasado en toda su plenitud.
La utopía del paraíso en la tierra
sostiene que todo el proceso histórico
constituye únicamente una preparación,
un medio para su realización. La
felicidad y perfección terrenas de
aquellos afortunados que nacerán en
alguna parte al final del proceso
histórico justificaría los sufrimientos
y tormentos de todas las generaciones
humanas precedentes. La utopía del
paraíso en la tierra cree posible
alcanzar un estado absoluto en medio de
las condiciones relativas de la vida
terrena e histórico-temporal; pero, por
su misma naturaleza, la realidad terrena
no puede contener en sí la vida
absoluta. Esta no puede encerrarse en
modo alguno en esta realidad, comprimida
y limitada por todas partes. La utopía
del paraíso en la tierra es una
creencia: si esto no ha sido posible
hasta ahora, vendrá un momento en el que
se alcanzará algo absoluto y definitivo
en el marco de la realidad histórica y
relativa.
Esta utopía no afirma la superación de
los confines y de los límites de la
realidad histórica en un plano diferente
del ser, en una especie de cuarta
dimensión que relativiza las otras tres,
en sí limitadas; ella sostiene que en
nuestro espacio tridimensional se halla
contenida enteramente la cuarta
dimensión, la de la vida absoluta. Aquí
está la contradicción metafísica
fundamental que la vuelve inconsciente.
Tal utopía, en lugar de intentar
alcanzar la vida absoluta mediante una
transformación de la historia terrena en
historia celestial, presupone que el
destino humano halla su sentido último
dentro de nuestra realidad terrena y
relativa, de nuestras dimensiones
limitadas; esta utopía quiere encerrar
en nuestra realidad terrena la
perfección y la bienaventuranza
absolutas, que sólo pueden ser
alcanzadas en una realidad diversa,
celestial, en una cuarta dimensión.
El pensamiento filosófico y la
conciencia religiosa muestran las
insuficiencias radicales de esta teoría,
que varias doctrinas sociales y
filosofías de la historia han hecho
suya. El carácter profundamente trágico
y bipolar de todo el proceso histórico
se ha vuelto cada vez más notorio. En la
historia no existe ningún proceso que
avance en línea recta hacia el bien y
hacia la perfección y en virtud del cual
cada generación es superior a la
precedente. En la historia tampoco se da
una progresión constante de la felicidad
humana, sino únicamente una
manifestación trágica y progresiva de
los principios interiores del ser, de
los luminosos y de los oscuros, de los
divinos y de los diabólicos, del bien y
del mal.
El sentido interior del destino
histórico de la humanidad radica en este
proceso de manifestación y clarificación
de todas las contradicciones. Si se
puede hablar de un cierto progreso en la
historia de la conciencia humana, este
consiste en la agudización de la
conciencia como resultado de la
manifestación de esta trágica
contradicción interior del ser humano;
pero en ningún caso se puede hablar de
un crecimiento constante de lo positivo
a expensas de lo negativo, como afirma
la teoría del progreso. En el proceso
histórico se entremezclan los diferentes
principios; este proceso encierra en sí
los principios más contradictorios. Si
se piensa que el progreso es un
aproximarse a la vida divina absoluta,
es erróneo concluir que las generaciones
que aparecerán en la cima de la historia
estarán especialmente próximas al
Absoluto, en tanto que todas las demás,
o están muy alejadas de esta fuente de
la vida divina o no tienen ligazón
alguna con la misma, o bien, sólo están
en relación con ella en cuanto que son
instrumentos de la última generación de
la historia.
Es más lógico pensar, como hizo Ranke,
que todas las generaciones humanas
tienen, cada una por su cuenta, una
relación con el Absoluto, que todas se
aproximan a la Divinidad, lo cual está
en consonancia con la justicia y la
verdad divinas. Si sólo las generaciones
que se encuentran en el apogeo del
progreso fuesen admitidas a los
misterios de la vida divina, esto sería
una gran injusticia. Semejante teoría
del progreso nos llevaría a dudar de la
existencia misma de la divina
Providencia, pues un Dios que privase de
su cercanía a todas las generaciones
humanas para admitir únicamente a su
presencia a la generación que se sitúa
en la cumbre de la historia sería un
vampiro, sería un Dios injusto y
violento para con la inmensa mayoría de
la humanidad. Por este motivo, Iván
Karamazov devuelve a Dios su entrada. En
realidad, nada de esto acontece: cada
generación es un fin en sí misma, lleva
en sí su propio sentido y justificación;
este sentido se halla contenido en los
valores que crea y en los impulsos
espirituales que la acercan a la
Divinidad. No es un simple medio o
instrumento de las generaciones
sucesivas. Por otra parte, los hombres
del siglo XIX, ¿no están quizá más lejos
de Dios que los de los siglos
anteriores?
Existe otra objeción de carácter
científico-positivo contra la doctrina
habitual del progreso, una objeción que
alcanza a esta teoría en sus mismos
fundamentos. Si observamos los destinos
de los pueblos, de las sociedades y de
las culturas a lo largo de la historia,
vemos que todos ellos pasan por varios
períodos: nacimiento, infancia,
adolescencia, apogeo, y después,
envejecimiento, senilidad, decadencia y
muerte. Todas las grandes culturas
nacionales y toda la sociedad están
sujetas a este proceso de envejecimiento
y de extinción. Los valores de la
cultura son inmortales, en ella hay un
principio que no muere, pero los
pueblos, en cuanto organismos vivos que
consuman su destino a través de la
historia, son mortales; tras el período
de su máximo esplendor comienza un
proceso de decadencia y de
envejecimiento.
Todas las grandes culturas vivieron tal
proceso. La objeción más fundada contra
la teoría del progreso es el
descubrimiento de una gran cultura
perteneciente al año 3000 a. C, la
babilónica, que alcanzó un elevado grado
de perfección, anticipando y, en muchos
casos, superando, a la cultura del siglo
XIX. La cultura babilónica murió y
desapareció casi sin dejar rastro;
durante mucho tiempo, ni siquiera se
sospechó su existencia, que sólo se
descubrió gracias a las excavaciones
arqueológicas y a una serie de nuevos
métodos de investigación, y que hizo
nacer la moda del pambabilonismo. Esto
impulsó a un gran historiador, como
Meyer, a negar decididamente la
existencia de un progreso humano
puramente ascendente y a admitir que la
evolución sólo se da en tipos muy
determinados de cultura, en los cuales
las culturas sucesivas no siempre se
elevan ni siquiera a la altura de las
precedentes.
Estas consideraciones no deben llevarnos
a sacar conclusiones pesimistas, pues
carece de sentido adoptar una actitud de
optimismo y de orgullo o definir la
propia actividad partiendo
exclusivamente de una sobrevaloración de
las generaciones futuras. La convicción
de que ellas son más perfectas que las
pretéritas no tiene fundamento alguno.
Si vamos al fondo de la cuestión,
veremos que no hay ninguna razón para
afirmar que la generación presente
(aunque el término sea un tanto ambiguo
y problemático, dado que el «presente»
apenas dura un instante), o bien la que
nacerá dentro de cincuenta o cien años,
tiene más valor para nosotros y es más
real que las generaciones pretéritas que
vivieron hace cincuenta, cien o cinco
mil años. Si dividimos el tiempo en
presente, pasado y futuro, no tenemos
ninguna razón para afirmar que el futuro
es más real que el pasado. Desde el
punto de vista del presente, el futuro
no es más real que el pasado, y nuestra
actividad creadora ha de llevarse a cabo
no en nombre del futuro, sino de aquel
eterno presente desde el que futuro y
pasado son una misma cosa. El pasado ya
no existe, a no ser en nuestra memoria;
el futuro aún no ha llegado, y no
sabemos si llegará. En cierto sentido,
puede decirse que el pasado es más real
que el futuro, y que aquellos que nos
han dejado son más reales que los que
están por nacer. Uno de los más tristes
prejuicios de la religión del progreso
profesada en el siglo XIX presupone que
existirá un futuro en el que vivirán
generaciones para las que hemos de
preparar una vida superior, y que es
esto lo que ha de dar sentido a nuestra
vida, lo que ha de darnos la alegría y
el orgullo de vivir.
Pero esta concepción del mundo es
inadmisible para nosotros, y, por
consiguiente, hemos de rechazar
categóricamente las esperanzas,
expectativas y creencias ligadas a ella.
A través de nuestra fe y de nuestra
esperanza, que nos elevan por encima del
instante presente y nos hacen tomar
conciencia del destino histórico global
y no sólo del presente, encerrado en sí
mismo, hemos de superar definitivamente
este tiempo desgarrado y corrompido, el
tiempo que se divide en pasado, presente
y futuro, e incorporarnos al tiempo
verdadero, que es la eternidad. Todas
nuestras creencias y expectativas han de
estar ligadas al hecho de que los
destinos humanos encuentran su sentido
en la eternidad, y hemos de vivir, no en
función de un pasado enclaustrado en sí
mismo, sino de la eternidad. No nos
corresponde a nosotros juzgar y decidir
sobre cuál será el resultado de nuestra
actividad creadora en un tiempo
dividido, es decir, en el futuro; eso
sólo lo podrán juzgar otras
generaciones. Nuestra misión en cada
período, en cada instante de nuestro
destino histórico, es definir nuestra
actitud ante la vida y ante las tareas
históricas a la luz de la eternidad,
situándonos en cada momento ante el
tribunal de la eternidad. Cuando
contemplamos el destino humano e
histórico desde la perspectiva de la
eternidad, el futuro ya no se nos
muestra como más real que el pasado, ni
el presente tiene para nosotros más
realidad que el pasado y el futuro, pues
todo tiempo dividido es pecaminoso y
corrompido ante el tribunal de la
eternidad. La religión del progreso
quería sublimar y legalizar esta
pecaminosidad y esta corrupción.
Las pecaminosas contradicciones
inherentes a la teoría del progreso
ponen de manifiesto la inconsistencia
interior y la falsedad de los supuestos
humanísticos en que se basa. El
humanismo de la época moderna se fundaba
en principios que no orientaban al
hombre hacia la eternidad, sino que lo
sometían al curso del tiempo terreno,
con todos sus desgarramientos; por eso
eran incapaces de dar sentido a la vida
humana, a la historia universal. Estos
supuestos humanísticos encerraban una
contradicción y una insuficiencia
internas que habían de manifestarse
antes o después. Este último hecho es lo
que hemos dado en llamar la crisis del
humanismo y el fin del Renacimiento.
En adelante, ya no podemos aceptar la
idea humanística del progreso. Esta idea
dominó en el período humanístico de la
historia, y durante todo el siglo XIX se
aceptó plenamente. La doctrina del
progreso, en su forma irreligiosa,
separada del núcleo religioso, no es
otra cosa que una sistematización y un
desenvolvimiento teórico del supuesto
humanístico fundamental de que el hombre
puede bastarse a sí mismo, es capaz de
dar sentido al propio destino mediante
sus propias fuerzas, es decir,
permaneciendo en la inmanencia, y no
tiene por qué recurrir a fuerzas divinas
o a metas trascendentes para dar sentido
a su vida.
Si en la doctrina del progreso se
manifiesta la falsedad de los supuestos
humanísticos y de sus ilusiones, hay que
reconocer, por otra parte, que el
humanismo ha tenido ciertos resultados
positivos. A nuestro modo de ver, el
humanismo encerraba en sí un principio
positivo que ha de ser decisivo para el
destino futuro del hombre y de su
historia. El hombre había de pasar por
el estadio de la autoafirmación y de la
autosuficiencia humanísticas, había de
poner libremente de manifiesto sus
energías y experimentar en su propia
carne hacia dónde lleva este tipo de
humanismo. En el humanismo se
manifestaron los poderes del hombre, que
por sí mismos no pueden llevar a
resultados positivos, pero este
descubrimiento tendrá una enorme
importancia para el destino ulterior de
la humanidad, cuando la historia pase
del período humanístico a otro
diferente, cuyas características
desconocemos, pero en cuyo umbral ya
estamos. En los impulsos espirituales de
la cultura humanística existía en
potencia una nueva revelación religiosa,
en la misma genialidad de este período
se encerraba algo así como una
espiritualidad.
La historia es realmente la marcha hacia
un mundo diferente, y aquí radica su
contenido religioso, pero el
advenimiento de un estado absoluto y
perfecto es imposible dentro de la
historia, que sólo puede encontrar
sentido más allá de sus propios
confines. Esta es la conclusión
fundamental y principal a que nos lleva
la metafísica de la historia, éste es el
secreto que encierra el proceso
histórico.
La humanidad se esfuerza por encontrar
sentido a la historia a lo largo de las
distintas épocas. Cuando los resultados
a que llega no responden a lo que
esperaba y comienza a advertir que su
movimiento en el interior de la historia
le lleva a un callejón sin salida, la
humanidad empieza a tomar conciencia de
la imposibilidad de hallar aquel sentido
dentro del mismo proceso histórico y a
comprender que sólo es posible
encontrarlo en una dimensión
trascendente. Para poder hallar el
sentido de la historia, cuyo
desenvolvimiento está indisolublemente
ligado a la naturaleza del tiempo, hay
que cambiar radicalmente de perspectiva;
hay que abandonar las tentativas de dar
sentido a la historia permaneciendo en
el devenir temporal y salir de los
límites de la misma, hacia la
metahistoria, introduciendo en el ámbito
cerrado de la historia fuerzas
transhistóricas, es decir, incorporando
al devenir terreno y fenoménico un
acontecimiento nouménico y celestial: la
segunda venida de Cristo. La idea
fundamental de la que proviene la
metafísica de la historia y que, al
mismo tiempo, es también su supuesto
fundamental, es la idea del fin
inevitable de la historia.
Si contemplamos el proceso histórico
desde el punto de vista de una
realización inmanente de los cometidos
que en él se plantean, es decir, desde
una perspectiva interior al tiempo
mismo, no podemos menos de llegar a las
conclusiones más desesperadas y
pesimistas, ya que, desde este punto de
vista, hay que reconocer el fracaso de
todas las tentativas realizadas en este
sentido a lo largo de la historia. Y, si
en épocas anteriores, todo ha acabado en
un enorme fracaso, no hay razón alguna
para pensar que las cosas serán
diferentes en el futuro. Ningún proyecto
planteado dentro del proceso histórico
ha tenido éxito, nunca se ha realizado
plenamente lo que se consideraba como
meta o idea directriz de una época
histórica, la tarea o misión que se
habían impuesto a sí mismos los hombres
de esa época.
Si consideramos el proceso histórico en
su totalidad, vemos que su fracaso
radical (que tanto nos sorprende)
consiste en no haber sido capaz de
edificar el Reino de Dios. Si el Reino
de Dios como sentido último del destino
humano fue la meta del proceso
histórico, hay que aceptar que este
Reino no se ha realizado nunca, ni ha
habido una aproximación a él. Si
contemplamos por separado los distintos
períodos de la historia y las metas que
se han propuesto, hemos de constatar la
profunda división que los corroe y el
fracaso en la realización de tales
metas. Si consideramos la totalidad del
período humanístico moderno, nos vemos
sorprendidos por su fracaso total, pues
el Renacimiento no colmó las
expectativas que había despertado.
Así aparece claramente la imposibilidad
de un renacimiento dentro del mundo
cristiano: la dicotomía que lo invade
hace imposible conseguir la meta
integral que se había propuesto la
mentalidad renacentista; el contenido
del mundo cristiano no puede ser
estructurado recurriendo a los moldes de
la antigüedad. Idéntico fracaso tuvieron
la Reforma, que se había propuesto la
grandiosa meta de afirmar la libertad
religiosa y, en cambio, condujo a la
ruina de la religión, y la Revolución
francesa, que, en lugar de instaurar la
fraternidad, la igualdad y la libertad,
estableció la sociedad burguesa del
siglo XIX. La Revolución puso de relieve
contradicciones que fueron
desarrollándose a lo largo de todo el
siglo XIX y desenmascararon
definitivamente la falsedad de toda la
ideología que llevaba consigo. En lugar
de la fraternidad, de la libertad y de
la igualdad entre los hombres, nacieron
nuevas formas de desigualdad y de odio
entre ellos.
De igual modo, puede afirmarse de
antemano que las ideas y metas
fundamentales que inspiran a nuestra
época también acabarán en fracaso; el
socialismo que se intenta implantar y
que probablemente tendrá un importante
papel en el período histórico en que
estamos entrando es irrealizable. Sus
resultados serán totalmente diversos de
los que esperan los socialistas y pondrá
de manifiesto nuevas contradicciones
inherentes a la vida humana, las cuales
provocarán el fracaso de los ideales
planteados por el movimiento socialista.
El socialista nunca liberará al hombre
de la esclavitud que representa el
trabajo, liberación que Marx quería
lograr mediante la reglamentación del
mismo, tampoco conducirá jamás al hombre
a la riqueza, ni realizará la igualdad
entre los hombres, sino que provocará
nuevas enemistades entre ellos, nuevas
divisiones y formas inauditas de
opresión.
Tampoco el anarquismo, que es un rival
del socialismo, obtendrá mejores
resultados; nunca podrá realizar aquella
libertad ilimitada y sin freno que
invoca; en cambio, pondrá de manifiesto
una servidumbre todavía mayor. En
sustancia, puede decirse que ninguna
revolución histórica ha conseguido sus
objetivos, pues, aunque tales
revoluciones constituyeron un momento
importante en el destino de los pueblos,
un momento inevitable al que llevó todo
el destino precedente y que fue
determinante para el destino ulterior,
nunca resolvieron los problemas de sus
respectivas épocas; esto no ha ocurrido
ni ocurrirá jamás.
En último extremo, hay que reconocer que
sólo la experiencia de los grandes
fracasos históricos aportó frutos,
porque reveló a la humanidad algo nuevo.
Por lo general, los resultados fueron
absolutamente diferentes de los que se
esperaban, y las revoluciones provocaron
un movimiento contrario de reacción;
pero, justamente en esta última se
manifestó algo nuevo y tuvo lugar una
reconsideración de la experiencia
vivida, a pesar de que las reacciones
iban acompañadas de una serie de
fenómenos negativos y, en parte,
hicieron retroceder a las sociedades
humanas. Así, la reacción espiritual de
principios del siglo XIX fue uno de los
resultados más positivos de la
Revolución y dio origen a un movimiento
de renacimiento espiritual. El comienzo
del siglo XIX tuvo una gran importancia,
pero no respondía a los objetivos
sociales que se había planteado la
Revolución. Más aún: incluso el
cristianismo, que es el máximo
acontecimiento de la historia universal,
el corazón de éste y la clave para
explicar su enigma, que inauguró una
nueva era y fue determinante para el
destino global de la humanidad, tiene
una historia que, en sí misma, es un
fracaso. Muchos enemigos del
cristianismo lo afirman con envenenada
alegría y lo proclaman a los cuatro
vientos, como si ello fuese la mayor
objeción que pueda hacérsele: el
cristianismo ha sido un fracaso y jamás
podrá implantarse sobre la tierra. Pero
esta afirmación, considerada desde una
actitud espiritual diferente, puede
significar algo completamente distinto.
En efecto: el cristianismo ha fracasado
en la historia, al igual que todo lo
demás; los objetivos planteados por la
fe y la conciencia cristianas nunca
fueron llevados a la práctica a lo largo
de los dos mil años de la historia
cristiana, ni serán nunca realizados en
el ámbito del tiempo y de la historia
humanos, pues sólo pueden serlo a través
de la victoria del tiempo sobre la
eternidad, del tránsito a la eternidad,
de la superación de la historia en la
metahistoria.
El fracaso del cristianismo es el hecho
que menos se presta a servir de
argumento contra su verdad suprema, de
la misma manera que el fracaso de la
historia no significa en modo alguno su
absurdidad, inutilidad y vacuidad
internas. Tal fracaso no quiere en
absoluto decir que la historia carezca
de sentido, que se desarrolle en el
vacío, al igual que el fracaso del
cristianismo tampoco significa que éste
no sea la verdad suprema; la tentativa
de utilizar esto como argumento contra
el cristianismo es absurda, pues todo
intento de elevar el éxito y la
realización histórica, inmanente, a
criterio de verdad es esencialmente
inconsistente. La historia y lo
«histórico» poseen una naturaleza tal
que hace imposible su realización
perfecta en el devenir temporal. Pero la
gran experiencia que se adquiere a
través de este devenir tiene un enorme
significado, incluso prescindiendo de
toda realización, y cobra sentido más
allá de los límites de la historia.
El fracaso en el ámbito terrenal salta
dolorosamente a los ojos y nos sorprende
grandemente, pero no implica un fracaso
definitivo en el más allá: significa
simplemente que el hombre y la humanidad
están llamados a una realización
superior de sus potencias, que
trasciende infinitamente todas las metas
a las que el hombre aspira en su vida
histórica. Todos los fracasos de la
Reforma y de la Revolución y, en
general, de todo lo «histórico», sólo
ponen de manifiesto el desgarramiento
del hombre, que ha de vivir su propio
destino un nivel mucho más elevado que
aquél en que se ha movido hasta ahora, a
un nivel absoluto. Los fracasos que el
cristianismo sufre en el marco de la
historia no significan el fracaso del
cristianismo en cuanto tal: hablar de
fracasos del cristianismo equivale a
utilizar una expresión muy poco
adecuada, que refleja la imperfección de
nuestro lenguaje. En realidad, no se
trata de un fracaso del cristianismo, de
la verdad cristiana, que permanecerá
siempre y sobre la cual jamás
prevalecerán las puertas del infierno;
se trata, más bien, del fracaso
inevitable del mundo relativo, de toda
época desgarrada, dividida, de la
realidad terrena y limitada. No se trata
de un fracaso de Dios, como opinan
quienes se sirven de él como argumento
contra el cristianismo, sino de un
fracaso del hombre, el cual tan sólo
indica que el hombre está llamado a
elevarse todavía más para realizar sus
posibilidades en el ámbito de la
eternidad, en una realidad mucho más
alta que aquella en que se ha movido
hasta ahora. El argumento contra el
cristianismo que se basa en tal fracaso
es doblemente deformante: la humanidad
cristiana, a lo largo de su historia
traicionó primero a la verdad cristiana,
para después vituperar al cristianismo y
atacarlo, afirmando que ha fracasado.
Ahora bien, el cristianismo ha fracasado
justamente porque apostataron de él los
mismos que ahora lo atacan. Tal
argumentación es, pues, doblemente
falsa.
Sólo es posible crear belleza en este
mundo cuando el centro de gravedad de la
vida humana se transfiere al otro. En
nuestro mundo, las máximas realizaciones
de la belleza fueron alcanzadas no
porque la humanidad se había planteado
metas puramente terrenas, sino porque se
había propuesto objetivos que
trascendían los límites de la realidad
mundana. El impulso que eleva al hombre
hacia el otro mundo se ha encarnado
siempre en éste a través de la belleza,
que es la única realidad superior que
nos es accesible en este mundo y que
posee siempre una naturaleza simbólica y
no cosificada. Si la realización
definitiva sólo es posible en una
dimensión superior, situada más allá del
tiempo y de la historia, la realización
simbólica es posible aquí en nuestra
realidad terrena, y es un signo de la
realidad suprema. Lo vemos, sobre todo,
en el arte, pues éste, en cuanto apogeo
de la creatividad humana, tiene un
carácter simbólico en sus más elevadas
manifestaciones, y estas conquistas
simbólicas del arte nos dan a entender
que el hombre ha sido llamado a una
realidad diferente, superior.
Al hablar de la historia celeste como
prólogo de la terrena y, posteriormente,
de la historia moderna, hemos explicado
la complicada tragedia del destino
humano a partir de la existencia de una
doble revelación: la revelación de Dios
al hombre y la revelación del hombre a
Dios, que es una respuesta a aquélla.
Toda la tragedia del ser es la tragedia
de la relación libre entre el hombre y
Dios, del nacimiento de Dios en el
hombre y del hombre en Dios, de la
revelación recíproca del uno al otro. El
destino histórico del hombre sólo puede
entenderse a partir de esta revelación
de respuesta del hombre a Dios. A través
de su acción y de su destino histórico,
el hombre responde a las palabras con
que Dios le ha interpelado. Pero el
sentido más profundo de esta revelación
del hombre a Dios está oculto en su
libertad. Sólo una revelación libre del
hombre, sólo una creación humana libre
puede ser aceptada y acogida por Dios,
pues es lo único que responde a la
nostalgia de Dios por el hombre. Dios
espera del hombre la audacia de la
creatividad hecha libremente.
Pero en el destino histórico de la
humanidad, en la historia humana
concreta, el hombre se desvía
continuamente del camino de la libertad
para entrar en la vía de la constricción
y de la necesidad. Toda la historia
humana está llena de tentaciones de este
tipo, desde la tentación de la teocracia
coercitiva católica o bizantina a las
del socialismo impuesto. El camino de la
libertad es difícil y trágico, porque,
en realidad, no existe otro camino tan
heroico y atormentado, tan cargado de
responsabilidad como éste. El camino de
la necesidad y de la coacción es más
fácil, menos trágico y menos heroico. He
aquí por qué la humanidad, a lo largo de
su historia, cae fácilmente en la
tentación de cambiar el camino de la
libertad por el de la coacción. Esto
ocurre tanto en el ámbito religioso como
en todos los demás. Dostoievski lo ha
puesto de relieve de un modo genial al
exponer la leyenda del Gran Inquisidor.
Este quiere liberar a los hombres del
peso de la libertad en nombre de la
felicidad de todos. Esta tentación dio
lugar en el pasado a la Inquisición y,
en la actualidad, a la religión del
socialismo, que no es otra cosa que la
religión del Gran Inquisidor, basada en
la sustitución de la libertad por la
coacción, a fin de descargar al hombre
del peso de la libertad trágica.
Alrededor de esto se desarrolla el drama
de la historia, con su continua lucha
entre el principio de la libertad y el
de la necesidad, lucha en la cual
triunfan alternativamente uno u otro.
Ahora bien, si rechazamos la doctrina
del progreso, la divinización de las
generaciones futuras, si no contemplamos
el futuro como un crecimiento continuo
del bien, de la luz, de la perfección y
de la felicidad, ¿cuál es para nosotros
el sentido interior del destino
histórico? Para la filosofía cristiana
no es difícil responder a esta pregunta,
pues ella posee la clave del sentido de
la historia: en el «pequeño» Apocalipsis
del Evangelio y en el «gran» Apocalipsis
de San Juan se nos revelan de un modo
simbólico los secretos destinos de la
historia.
Las profecías apocalípticas se refieren
al fin de la historia y el Apocalipsis
es la revelación velada que nos muestra
el sentido último de aquélla. A la luz
del Apocalipsis, la metafísica de la
historia descubre el doble aspecto del
futuro: el crecimiento de las fuerzas
positivas cristianas, que será coronado
por la segunda venida de Cristo, y el
crecimiento de las fuerzas negativas
anticristianas, que culminará en la
venida del Anticristo. El Anticristo es
un problema de la metafísica de la
historia, es la aparición no de la
antigua iniquidad, heredada de los
estadios primordiales de la historia
humana, sino de una iniquidad nueva, de
la maldad del eón venidero, que será aún
más terrible que la del pasado.
En el futuro tendrá lugar una lucha
inaudita entre el bien y el mal, Dios y
el diablo, la luz y las tinieblas. El
sentido de la historia radica en poner
de relieve estos dos principios
contrapuestos en su continua lucha y en
el choque definitivo entre ambos, que
tendrá lugar al fin de los tiempos.
El principio anticristiano querrá tener
a la humanidad en nuestro eón maligno y
encadenarla a «este mundo», a nuestra
limitada dimensión. Ahora bien, el
Apocalipsis hay que interpretarlo de un
modo simbólico e inmanente; en
consecuencia, el hecho de que en el
futuro haya de crecer no sólo el bien,
sino también el mal, no sólo los
principios cristianos, sino también los
anticristianos, no tiene nada de
terrible para la filosofía cristiana de
la historia, ni tiene por qué llevarnos
a negar el sentido interior de la
historia; en efecto, las profecías
cristianas hablan del crecimiento
simultáneo del bien y del mal. Esto no
hace más que confirmar, por otra parte,
la autenticiad de tales profecías. El
Apocalipsis exterior sólo es la
expresión simbólico-convencional del
Apocalipsis interior del espíritu
humano, y en él se habla únicamente del
destino de nuestro eón mundano y no del
destino de la profundidad última del
ser.
Quisiéramos terminar reiterando lo que
hemos dicho al principio. Hemos partido
del prólogo celeste de la historia para
pasar a continuación a la historia
terrena, y desde ésta hemos de retornar
nuevamente a la historia celeste. La
historia sólo puede tener un sentido
positivo si posee un final; toda la
metafísica de la historia que hemos
intentado desarrollar a lo largo de la
presente obra nos lleva a la conciencia
de la inevitabilidad del fin de la
historia. Si la historia fuese un
proceso sin final, una infinidad
perversa, carecería de sentido; la
tragedia del tiempo no tendría salida
alguna y el objetivo de la historia
sería irrealizable, al no poder ser
realizado en el ámbito del tiempo
histórico.
El destino del hombre, que está en la
base de la historia, presupone una
finalidad metahistórica, un proceso
metahistórico, una realización
metahistórica del destino de la
historia, realización que se sitúa en
una dimensión diferente, eterna. La
historia terrena ha de entrar de nuevo
en la historia celeste, las fronteras
que separan a este mundo del más allá,
fronteras que no existían en los albores
de la vida del mundo, han de
desaparecer. Los mitos nos hablan de la
no división primordial entre lo celeste
y lo terrenal; al final de la historia,
«este mundo» enclaustrado en sí mismo,
esta realidad terrestre, dejará de
existir. El eón en que se sitúa nuestro
mundo va envejeciendo poco a poco; al
igual que un fruto cuya cáscara revienta
cuando está maduro, la corteza que
separa a nuestra realidad terrestre del
otro mundo estalla y desaparece. De esto
nos habla de manera velada y simbólica
el Apocalipsis. Se rompen las ataduras
del tiempo, desaparece el círculo
cerrado de la realidad mundana, e
irrumpen en él las energías de otros
niveles de realidad; la historia de
nuestro mundo termina y, a través de
este final, adquiere un sentido.
Considerado aisladamente, cualquier día
de nuestra vida carece de sentido; sólo
cobra sentido si se lo considera
juntamente con todos los demás.
La historia no ha sido capaz de resolver
el problema del destino individual del
hombre, que es el tema central de la
obra genial de Dostoievski y al cual
está ligada toda la metafísica de la
historia. Este problema de la libertad
individual no puede hallar solución en
el ámbito de la historia, como tampoco
puede encontrarla el trágico conflicto
entre el destino individual y el destino
universal, es decir, el de toda la
humanidad. Por eso la historia ha de
tener un final. El mundo ha de entrar en
una realidad sublime y en un tiempo
integral, en los cuales encontrará
solución el problema del destino
individual humano y su trágico conflicto
con el destino global de la humanidad.
La historia es y ha de ser entendida,
ante todo, como destino, como destino
trágico. Al igual que toda tragedia,
este destino ha de encaminarse hacia un
último acto, hacia un desenlace final y
una catarsis. La historia no tiene una
duración indefinida, ni está sujeta a
las leyes que rigen los fenómenos
naturales, justamente porque es destino.
Esta es la consecuencia última y el
último resultado de la metafísica de la
historia.
El destino humano, que debemos perseguir
a lo largo de los diferentes períodos de
la historia, no puede encontrar solución
en el ámbito de ésta. La metafísica de
la historia nos enseña que aquello que
no puede hallar solución en el ámbito de
la historia se resuelve más allá de sus
confines, y éste es el mejor argumento
para demostrar que la historia no es
absurda, que tiene un sentido superior.
Si tan sólo tuviese un sentido terreno e
inmanente, sería absurda, pues las
dificultades fundamentales ligadas a la
naturaleza del tiempo resultarían
insolubles, o bien su solución sería
sólo aparente, ficticia, falsa.
Esta metafísica relativamente pesimista
de la historia trunca las ilusiones
basadas en una divinización del futuro,
refuta la idea del progreso, pero
confirma la esperanza en y la espera de
la solución del desgarrador conflicto de
la historia a la luz de la eternidad y
de la realidad eterna. En último
extremo, esta metafísica pesimista de la
historia es más optimista que la
doctrina aparente optimista del
progreso, la cual es desconsoladora y
terrible para toda realidad viviente.
Para que la historia universal aparezca
no en la perspectiva del torrente
destructor del tiempo, como si hubiese
sido arrojada al exterior por las
profundidades del espíritu, sino en la
perspectiva de la eternidad, de la
historia celeste, es necesaria una
transformación interior. Sólo entonces,
la historia volverá a sumergirse en las
profundidades del ser, como un momento
que es del drama sempiterno del
Espíritu. |