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FILOSOFÍA
 
Nicolás Berdiaev
El sentido de la historia
 
Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 - Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 -Capítulo 9 - Capítulo 10 - Apéndice
 
Capitulo 10
 
Experiencia de la filosofía del destino humano

LA TEORÍA DEL PROGRESO Y EL FIN DE LA HISTORIA

La idea de progreso es fundamental para una metafísica de la historia. Desde finales del siglo XVIII y durante todo el XIX, esta idea jugó un papel decisivo en la Weltanschauung de la humanidad europea. No obstante, hay que hacer notar, sobre todo, que esta idea, a pesar de que parece muy nueva y se nos presenta como característica del último período de la conciencia «progresista», tiene raíces religiosas antiguas y muy hondas, como ocurre con todas las verdades, y el hecho de estar esencialmente vinculada a la profundidad misma de la vida histórica nos muestra sus antiguos orígenes.

Como hemos explicado reiteradas veces, la idea de progreso no debe confundirse con la de evolución. La idea de progreso presupone que el proceso histórico tiene una meta que le da sentido. Más aún: la idea de progreso presupone que tal proceso tiene una meta que no es inmanente a él, es decir, que no está dentro de él, ni está ligada a ninguna época concreta, a ningún período del pasado, del presente o del futuro, sino que se eleva por encima del tiempo; sólo así puede dar un sentido a lo que existe de un modo germinal en el proceso histórico. Las raíces antiguas de esta idea son de índole mesiánico-religiosa; se trata de la antigua idea judía del desenlace mesiánico de la historia, del Mesías venidero, de la culminación terrena del destino de Israel, que se transformó en el destino de todos los pueblos, la idea del advenimiento del Reino de Dios, que encierra en sí toda perfección, toda justicia y toda verdad, y que ha de realizarse algún día. Esta idea mesiánica y milenarista seculariza y se transforma en la idea de progreso, es decir, pierde su carácter abiertamente religioso y toma un matiz mundano y, a menudo, antirreligioso. Puede decirse con toda razón que la teoría del progreso fue para muchos una religión, es decir, que ha existido la religión del progreso, profesada por los hombres del siglo XIX, y que para ellos ha sustituido a la religión cristiana de la cual habían apostatado. Conviene analizar esta idea, que tantas pretensiones religiosas tiene, a fin de poner de manifiesto sus contradicciones internas fundamentales.

En el último período de la conciencia humana, la fe en el progreso fue minada por la duda, los ídolos del progreso se derrumbaron y esta idea comenzó a ser sometida a duras críticas. La contradicción fundamental que hay que poner de relieve en la teoría del progreso, y que aparece bien clara a la luz de nuestra metafísica de la historia, consiste en su infundada conexión con el problema del tiempo, con el pasado, el presente y el futuro.

La teoría del progreso es, ante todo, completamente falsa, injustificada desde el punto de vista científico, filosófico y moral, es una adoración del futuro a expensas del presente y del pasado. La doctrina del progreso constituye una profesión de fe, una creencia, pues es imposible fundamentarla a partir de las ciencias positivas. En efecto, tal fundamentación sólo podría hacerse a través de la teoría de la evolución, en tanto que el progreso sólo es, en definitiva, un objeto de fe y de esperanza. La doctrina del progreso es realmente «garantía de cosas que no vemos», es decir, del futuro, y «fundamento de lo que no esperamos». Pues bien, con esta fe y esta esperanza ligadas a la teoría del progreso es imposible resolver el problema más trágico de la metafísica de la historia, el problema del tiempo.

Hemos explicado ya la importancia central del tiempo para la metafísica de la historia y hemos intentado mostrar la naturaleza inmutable del mismo, que se divide en pasado y futuro y que es imposible apresar, y en la cual toda realidad queda pulverizada, desintegrada y desgarrada. La doctrina del progreso está también sujeta a este desgarramiento. Ella presupone que las metas de la historia universal serán conseguidas en el futuro, que, en la historia y en el destino de la humanidad llegará un cierto momento en el que se alcanzará una situación de perfección suma y en la que se resolverán todas las contradicciones de la historia humana. Así lo han creído Comte, Hegel, Spencer, Marx. Pero esta suposición, ¿es verosímil? ¿Qué motivo tenemos para creerlo así? Y, en el caso de que lo tuviésemos, ¿por qué esto ha de suscitar en nosotros el entusiasmo, por qué ha de ser aceptado por nosotros como una moral, por qué una esperanza de este tipo ha de ser para nosotros motivo de gozo?

No hay razón alguna para todo esto, a no ser el hecho de que la doctrina del progreso lleva en sí de un modo inconsciente una cierta esperanza religiosa en el desenlace feliz de la historia universal. Es la esperanza en que la tragedia de la historia tendrá un final. Superar esta tragedia es la meta del progreso, pero sus teorías positivistas del siglo XIX sofocan y excluyen adrede este tipo de esperanza y de creencia religiosa. Más aún, los teóricos del progreso contraponen la fe y la esperanza en el progreso a las creencias y esperanzas religiosas. Pero si de la idea del progreso se excluye radicalmente este núcleo religioso, ¿qué es lo que queda?, ¿qué razones hay para admitir el progreso? En efecto, si se lo entiende de un modo positivista, el progreso consiste en el hecho de que en el curso del tiempo, en el que se cumplen los destinos de la historia humana, una generación sucede a otra, la humanidad se eleva hacia una cima que para nosotros es desconocida y extraña, va hacia adelante, se eleva paulatinamente hacia un estadio superior, con respecto al cual todas las generaciones precedentes son como los eslabones de una cadena, es decir, son un medio, un instrumento, y no un fin autónomo en sí mismas. La teoría del progreso transforma a cada generación humana, a cada persona y a cada época de la historia, en medio e instrumento para alcanzar la meta definitiva de la perfección, del poder y de la felicidad de la humanidad futura, que, a fin de cuentas, es algo totalmente ajeno a la totalidad de los hombres y de las épocas anteriores.

La idea positivista del progreso es esencialmente inaceptable, es inadmisible desde el punto de vista religioso y moral, pues es incapaz de dar sentido al tormento de la vida, de resolver las trágicas contradicciones y los conflictos que desgarran al género humano, a todas las generaciones, a todas las épocas. Esta teoría sostiene de un modo bien notorio que para la enorme masa, la inmensa mayoría de los hombres de todos los tiempos, no hay más destino que la muerte y la tumba. Todos estos hombres sólo viven en un estadio imperfecto, atormentado, lleno de contradicciones. En contrapartida, sólo existirá una generación afortunada de hombres que, sobre los huesos putrefactos de todas las generaciones anteriores, alcanzará la cumbre de la vida histórica; sólo ella tendrá acceso a la plenitud de la vida, a la felicidad y a la perfección supremas. Las demás generaciones son simplemente un medio para realizar esta vida bienaventurada, esta generación afortunada de elegidos que habrá de nacer en un futuro totalmente extraño a nosotros.

La religión del progreso considera a todas las generaciones y épocas humanas como desprovistas de valor y de significado, como meros instrumentos al servicio de la generación última. Esta es la contradicción fundamental que encierra la teoría del progreso si la contemplamos desde el punto de vista religioso y moral, y la que la hace inaceptable e inadmisible. La religión del progreso es una religión de la muerte y no de la resurrección y recuperación de todo ser viviente para la vida eterna. No hay ningún motivo para anteponer el destino de aquella generación que en cierto momento aparecerá en la cumbre de la historia y para la cual están preparadas la felicidad y la bienaventuranza, a todas las demás generaciones, a las que sólo han tocado en suerte sufrimientos, tormentos e imperfecciones. Ninguna perfección futura puede justificar los padecimientos de todas las generaciones precedentes. La subordinación de todos los destinos humanos a un banquete mesiánico de la generación que tenga la fortuna de alcanzar la cima del progreso es algo que indigna a la conciencia religioso-moral de la humanidad.

La religión del progreso, que se funda en esta adoración de la futura generación feliz, es implacable para con el presente y el pasado, su optimismo ilimitado ante el futuro va acompañado de un pesimismo igualmente ilimitado ante el pasado, y es profundamente contraria a la esperanza cristiana en la resurrección universal de todas las generaciones, de todos los difuntos, de todos nuestros padres y antepasados. La idea cristiana se basa en la esperanza de que la historia terminará con una superación de las tragedias históricas, de todas sus contradicciones, y en que de esta culminación de la historia participarán todas las generaciones humanas, de tal manera que todos los hombres que han vivido en las diferentes épocas serán resucitados para la vida eterna. La idea del progreso característica del siglo XIX sólo admite a este banquete mesiánico a una generación desconocida y afortunada, que es algo así como un vampiro para todas las demás. El festín que esta generación afortunada celebrará sobre las tumbas de sus antepasados, olvidando el trágico destino de aquéllos, no puede suscitar en nosotros ningún entusiasmo por la religión del progreso, pues un entusiasmo así sería realmente vil.

El defecto fundamental de la teoría del progreso es el de no ser capaz de resolver el problema del tiempo. En efecto, a la historia universal y a sus contradicciones sólo es posible darles un sentido a través de una victoria sobre el tiempo, es decir, mediante una superación de la disociación entre el pasado, el presente y el futuro, y de la división del tiempo en partes que se combaten y se devoran entre sí. Esta naturaleza corrompida del tiempo ha de ser vencida definitivamente para poder encontrar realmente un sentido a la historia universal. Ninguna doctrina del progreso incluye, sin embargo, este tipo de esperanza, ninguna se plantea esta meta, ni se mueve en esta línea. La teoría del progreso no tiende a encontrar el sentido de la historia humana en una dimensión supratemporal, en la eternidad, en la unitotalidad, más allá de los confines de la historia, sino que, por el contrario, opina que este problema puede resolverse dentro de la historia, en un cierto instante del tiempo futuro, el cual juega frente a todos los demás instantes el papel de vampiro devorador, ya que el futuro destruye y aniquila al pasado. La teoría del progreso basa su esperanza en la muerte. El progreso ya no es vida eterna, resurrección, sino muerte eterna, destrucción eterna del pasado por el futuro, de la generación precedente por la que sigue. La bienaventuranza omniabarcante vendrá en un cierto instante futuro, siendo así que todo instante está desgarrado, fragmentado, devora al pasado y es devorado por el futuro. Esta contradicción que lleva consigo el tiempo invade toda la doctrina del progreso y la destruye. Al fin y al cabo, esta doctrina lleva la impronta del siglo XIX y refleja el estado de conciencia de la humanidad europea de esa época, con todas sus limitaciones. Esta teoría ha surgido en una época determinada y no posee una verdad inalterable y eterna, si prescindimos de la verdad que inconscientemente encierra en cuanto esperanza religiosa deformada en el sentido último de la historia humana.

Estrechamente ligada a la doctrina del progreso y a sus esperanzas está la expectativa utópica de un paraíso en la tierra, de la bienaventuranza terrena. Esta utopía del paraíso en la tierra, que es una deformación y distorsión de la idea religiosa del advenimiento del Reino de Dios sobre la tierra al final de la historia, es decir, un milenarismo inconsciente, es desmentida continuamente, tanto en el terreno del pensamiento como en el de la praxis vital. La utopía del paraíso en la tierra encierra las mismas contradicciones fundamentales que la doctrina del progreso, pues también ella presupone el advenimiento de un cierto estadio perfecto en el tiempo, en el marco del proceso histórico. Presupone la posibilidad de encontrar un sentido al destino histórico de la humanidad en el ámbito de aquel círculo cerrado de las fuerzas históricas en el que se desenvuelve la historia de los pueblos y de la humanidad. Cree posible una superación inmanente de la tragedia de la historia universal y el advenimiento de un estado perfecto.

Como toda teoría del progreso, se basa en una falsa concepción del tiempo, defiende la errónea tesis de que la tragedia del tiempo puede ser superada en el futuro. La utopía del paraíso en la tierra, que, según unos, ha de realizarse pronto, y, según otros, está aún muy lejana (lo cual tiene escasa relevancia para la cuestión que ahora planteamos), sitúa el estado perfecto y bienaventurado en el futuro, sin haber asumido el pasado en toda su plenitud. La utopía del paraíso en la tierra sostiene que todo el proceso histórico constituye únicamente una preparación, un medio para su realización. La felicidad y perfección terrenas de aquellos afortunados que nacerán en alguna parte al final del proceso histórico justificaría los sufrimientos y tormentos de todas las generaciones humanas precedentes. La utopía del paraíso en la tierra cree posible alcanzar un estado absoluto en medio de las condiciones relativas de la vida terrena e histórico-temporal; pero, por su misma naturaleza, la realidad terrena no puede contener en sí la vida absoluta. Esta no puede encerrarse en modo alguno en esta realidad, comprimida y limitada por todas partes. La utopía del paraíso en la tierra es una creencia: si esto no ha sido posible hasta ahora, vendrá un momento en el que se alcanzará algo absoluto y definitivo en el marco de la realidad histórica y relativa.

Esta utopía no afirma la superación de los confines y de los límites de la realidad histórica en un plano diferente del ser, en una especie de cuarta dimensión que relativiza las otras tres, en sí limitadas; ella sostiene que en nuestro espacio tridimensional se halla contenida enteramente la cuarta dimensión, la de la vida absoluta. Aquí está la contradicción metafísica fundamental que la vuelve inconsciente. Tal utopía, en lugar de intentar alcanzar la vida absoluta mediante una transformación de la historia terrena en historia celestial, presupone que el destino humano halla su sentido último dentro de nuestra realidad terrena y relativa, de nuestras dimensiones limitadas; esta utopía quiere encerrar en nuestra realidad terrena la perfección y la bienaventuranza absolutas, que sólo pueden ser alcanzadas en una realidad diversa, celestial, en una cuarta dimensión.

El pensamiento filosófico y la conciencia religiosa muestran las insuficiencias radicales de esta teoría, que varias doctrinas sociales y filosofías de la historia han hecho suya. El carácter profundamente trágico y bipolar de todo el proceso histórico se ha vuelto cada vez más notorio. En la historia no existe ningún proceso que avance en línea recta hacia el bien y hacia la perfección y en virtud del cual cada generación es superior a la precedente. En la historia tampoco se da una progresión constante de la felicidad humana, sino únicamente una manifestación trágica y progresiva de los principios interiores del ser, de los luminosos y de los oscuros, de los divinos y de los diabólicos, del bien y del mal.

El sentido interior del destino histórico de la humanidad radica en este proceso de manifestación y clarificación de todas las contradicciones. Si se puede hablar de un cierto progreso en la historia de la conciencia humana, este consiste en la agudización de la conciencia como resultado de la manifestación de esta trágica contradicción interior del ser humano; pero en ningún caso se puede hablar de un crecimiento constante de lo positivo a expensas de lo negativo, como afirma la teoría del progreso. En el proceso histórico se entremezclan los diferentes principios; este proceso encierra en sí los principios más contradictorios. Si se piensa que el progreso es un aproximarse a la vida divina absoluta, es erróneo concluir que las generaciones que aparecerán en la cima de la historia estarán especialmente próximas al Absoluto, en tanto que todas las demás, o están muy alejadas de esta fuente de la vida divina o no tienen ligazón alguna con la misma, o bien, sólo están en relación con ella en cuanto que son instrumentos de la última generación de la historia.

Es más lógico pensar, como hizo Ranke, que todas las generaciones humanas tienen, cada una por su cuenta, una relación con el Absoluto, que todas se aproximan a la Divinidad, lo cual está en consonancia con la justicia y la verdad divinas. Si sólo las generaciones que se encuentran en el apogeo del progreso fuesen admitidas a los misterios de la vida divina, esto sería una gran injusticia. Semejante teoría del progreso nos llevaría a dudar de la existencia misma de la divina Providencia, pues un Dios que privase de su cercanía a todas las generaciones humanas para admitir únicamente a su presencia a la generación que se sitúa en la cumbre de la historia sería un vampiro, sería un Dios injusto y violento para con la inmensa mayoría de la humanidad. Por este motivo, Iván Karamazov devuelve a Dios su entrada. En realidad, nada de esto acontece: cada generación es un fin en sí misma, lleva en sí su propio sentido y justificación; este sentido se halla contenido en los valores que crea y en los impulsos espirituales que la acercan a la Divinidad. No es un simple medio o instrumento de las generaciones sucesivas. Por otra parte, los hombres del siglo XIX, ¿no están quizá más lejos de Dios que los de los siglos anteriores?

Existe otra objeción de carácter científico-positivo contra la doctrina habitual del progreso, una objeción que alcanza a esta teoría en sus mismos fundamentos. Si observamos los destinos de los pueblos, de las sociedades y de las culturas a lo largo de la historia, vemos que todos ellos pasan por varios períodos: nacimiento, infancia, adolescencia, apogeo, y después, envejecimiento, senilidad, decadencia y muerte. Todas las grandes culturas nacionales y toda la sociedad están sujetas a este proceso de envejecimiento y de extinción. Los valores de la cultura son inmortales, en ella hay un principio que no muere, pero los pueblos, en cuanto organismos vivos que consuman su destino a través de la historia, son mortales; tras el período de su máximo esplendor comienza un proceso de decadencia y de envejecimiento.

Todas las grandes culturas vivieron tal proceso. La objeción más fundada contra la teoría del progreso es el descubrimiento de una gran cultura perteneciente al año 3000 a. C, la babilónica, que alcanzó un elevado grado de perfección, anticipando y, en muchos casos, superando, a la cultura del siglo XIX. La cultura babilónica murió y desapareció casi sin dejar rastro; durante mucho tiempo, ni siquiera se sospechó su existencia, que sólo se descubrió gracias a las excavaciones arqueológicas y a una serie de nuevos métodos de investigación, y que hizo nacer la moda del pambabilonismo. Esto impulsó a un gran historiador, como Meyer, a negar decididamente la existencia de un progreso humano puramente ascendente y a admitir que la evolución sólo se da en tipos muy determinados de cultura, en los cuales las culturas sucesivas no siempre se elevan ni siquiera a la altura de las precedentes.

Estas consideraciones no deben llevarnos a sacar conclusiones pesimistas, pues carece de sentido adoptar una actitud de optimismo y de orgullo o definir la propia actividad partiendo exclusivamente de una sobrevaloración de las generaciones futuras. La convicción de que ellas son más perfectas que las pretéritas no tiene fundamento alguno. Si vamos al fondo de la cuestión, veremos que no hay ninguna razón para afirmar que la generación presente (aunque el término sea un tanto ambiguo y problemático, dado que el «presente» apenas dura un instante), o bien la que nacerá dentro de cincuenta o cien años, tiene más valor para nosotros y es más real que las generaciones pretéritas que vivieron hace cincuenta, cien o cinco mil años. Si dividimos el tiempo en presente, pasado y futuro, no tenemos ninguna razón para afirmar que el futuro es más real que el pasado. Desde el punto de vista del presente, el futuro no es más real que el pasado, y nuestra actividad creadora ha de llevarse a cabo no en nombre del futuro, sino de aquel eterno presente desde el que futuro y pasado son una misma cosa. El pasado ya no existe, a no ser en nuestra memoria; el futuro aún no ha llegado, y no sabemos si llegará. En cierto sentido, puede decirse que el pasado es más real que el futuro, y que aquellos que nos han dejado son más reales que los que están por nacer. Uno de los más tristes prejuicios de la religión del progreso profesada en el siglo XIX presupone que existirá un futuro en el que vivirán generaciones para las que hemos de preparar una vida superior, y que es esto lo que ha de dar sentido a nuestra vida, lo que ha de darnos la alegría y el orgullo de vivir.

Pero esta concepción del mundo es inadmisible para nosotros, y, por consiguiente, hemos de rechazar categóricamente las esperanzas, expectativas y creencias ligadas a ella. A través de nuestra fe y de nuestra esperanza, que nos elevan por encima del instante presente y nos hacen tomar conciencia del destino histórico global y no sólo del presente, encerrado en sí mismo, hemos de superar definitivamente este tiempo desgarrado y corrompido, el tiempo que se divide en pasado, presente y futuro, e incorporarnos al tiempo verdadero, que es la eternidad. Todas nuestras creencias y expectativas han de estar ligadas al hecho de que los destinos humanos encuentran su sentido en la eternidad, y hemos de vivir, no en función de un pasado enclaustrado en sí mismo, sino de la eternidad. No nos corresponde a nosotros juzgar y decidir sobre cuál será el resultado de nuestra actividad creadora en un tiempo dividido, es decir, en el futuro; eso sólo lo podrán juzgar otras generaciones. Nuestra misión en cada período, en cada instante de nuestro destino histórico, es definir nuestra actitud ante la vida y ante las tareas históricas a la luz de la eternidad, situándonos en cada momento ante el tribunal de la eternidad. Cuando contemplamos el destino humano e histórico desde la perspectiva de la eternidad, el futuro ya no se nos muestra como más real que el pasado, ni el presente tiene para nosotros más realidad que el pasado y el futuro, pues todo tiempo dividido es pecaminoso y corrompido ante el tribunal de la eternidad. La religión del progreso quería sublimar y legalizar esta pecaminosidad y esta corrupción.

Las pecaminosas contradicciones inherentes a la teoría del progreso ponen de manifiesto la inconsistencia interior y la falsedad de los supuestos humanísticos en que se basa. El humanismo de la época moderna se fundaba en principios que no orientaban al hombre hacia la eternidad, sino que lo sometían al curso del tiempo terreno, con todos sus desgarramientos; por eso eran incapaces de dar sentido a la vida humana, a la historia universal. Estos supuestos humanísticos encerraban una contradicción y una insuficiencia internas que habían de manifestarse antes o después. Este último hecho es lo que hemos dado en llamar la crisis del humanismo y el fin del Renacimiento.

En adelante, ya no podemos aceptar la idea humanística del progreso. Esta idea dominó en el período humanístico de la historia, y durante todo el siglo XIX se aceptó plenamente. La doctrina del progreso, en su forma irreligiosa, separada del núcleo religioso, no es otra cosa que una sistematización y un desenvolvimiento teórico del supuesto humanístico fundamental de que el hombre puede bastarse a sí mismo, es capaz de dar sentido al propio destino mediante sus propias fuerzas, es decir, permaneciendo en la inmanencia, y no tiene por qué recurrir a fuerzas divinas o a metas trascendentes para dar sentido a su vida.

Si en la doctrina del progreso se manifiesta la falsedad de los supuestos humanísticos y de sus ilusiones, hay que reconocer, por otra parte, que el humanismo ha tenido ciertos resultados positivos. A nuestro modo de ver, el humanismo encerraba en sí un principio positivo que ha de ser decisivo para el destino futuro del hombre y de su historia. El hombre había de pasar por el estadio de la autoafirmación y de la autosuficiencia humanísticas, había de poner libremente de manifiesto sus energías y experimentar en su propia carne hacia dónde lleva este tipo de humanismo. En el humanismo se manifestaron los poderes del hombre, que por sí mismos no pueden llevar a resultados positivos, pero este descubrimiento tendrá una enorme importancia para el destino ulterior de la humanidad, cuando la historia pase del período humanístico a otro diferente, cuyas características desconocemos, pero en cuyo umbral ya estamos. En los impulsos espirituales de la cultura humanística existía en potencia una nueva revelación religiosa, en la misma genialidad de este período se encerraba algo así como una espiritualidad.

La historia es realmente la marcha hacia un mundo diferente, y aquí radica su contenido religioso, pero el advenimiento de un estado absoluto y perfecto es imposible dentro de la historia, que sólo puede encontrar sentido más allá de sus propios confines. Esta es la conclusión fundamental y principal a que nos lleva la metafísica de la historia, éste es el secreto que encierra el proceso histórico.

La humanidad se esfuerza por encontrar sentido a la historia a lo largo de las distintas épocas. Cuando los resultados a que llega no responden a lo que esperaba y comienza a advertir que su movimiento en el interior de la historia le lleva a un callejón sin salida, la humanidad empieza a tomar conciencia de la imposibilidad de hallar aquel sentido dentro del mismo proceso histórico y a comprender que sólo es posible encontrarlo en una dimensión trascendente. Para poder hallar el sentido de la historia, cuyo desenvolvimiento está indisolublemente ligado a la naturaleza del tiempo, hay que cambiar radicalmente de perspectiva; hay que abandonar las tentativas de dar sentido a la historia permaneciendo en el devenir temporal y salir de los límites de la misma, hacia la metahistoria, introduciendo en el ámbito cerrado de la historia fuerzas transhistóricas, es decir, incorporando al devenir terreno y fenoménico un acontecimiento nouménico y celestial: la segunda venida de Cristo. La idea fundamental de la que proviene la metafísica de la historia y que, al mismo tiempo, es también su supuesto fundamental, es la idea del fin inevitable de la historia.

Si contemplamos el proceso histórico desde el punto de vista de una realización inmanente de los cometidos que en él se plantean, es decir, desde una perspectiva interior al tiempo mismo, no podemos menos de llegar a las conclusiones más desesperadas y pesimistas, ya que, desde este punto de vista, hay que reconocer el fracaso de todas las tentativas realizadas en este sentido a lo largo de la historia. Y, si en épocas anteriores, todo ha acabado en un enorme fracaso, no hay razón alguna para pensar que las cosas serán diferentes en el futuro. Ningún proyecto planteado dentro del proceso histórico ha tenido éxito, nunca se ha realizado plenamente lo que se consideraba como meta o idea directriz de una época histórica, la tarea o misión que se habían impuesto a sí mismos los hombres de esa época.

Si consideramos el proceso histórico en su totalidad, vemos que su fracaso radical (que tanto nos sorprende) consiste en no haber sido capaz de edificar el Reino de Dios. Si el Reino de Dios como sentido último del destino humano fue la meta del proceso histórico, hay que aceptar que este Reino no se ha realizado nunca, ni ha habido una aproximación a él. Si contemplamos por separado los distintos períodos de la historia y las metas que se han propuesto, hemos de constatar la profunda división que los corroe y el fracaso en la realización de tales metas. Si consideramos la totalidad del período humanístico moderno, nos vemos sorprendidos por su fracaso total, pues el Renacimiento no colmó las expectativas que había despertado.

Así aparece claramente la imposibilidad de un renacimiento dentro del mundo cristiano: la dicotomía que lo invade hace imposible conseguir la meta integral que se había propuesto la mentalidad renacentista; el contenido del mundo cristiano no puede ser estructurado recurriendo a los moldes de la antigüedad. Idéntico fracaso tuvieron la Reforma, que se había propuesto la grandiosa meta de afirmar la libertad religiosa y, en cambio, condujo a la ruina de la religión, y la Revolución francesa, que, en lugar de instaurar la fraternidad, la igualdad y la libertad, estableció la sociedad burguesa del siglo XIX. La Revolución puso de relieve contradicciones que fueron desarrollándose a lo largo de todo el siglo XIX y desenmascararon definitivamente la falsedad de toda la ideología que llevaba consigo. En lugar de la fraternidad, de la libertad y de la igualdad entre los hombres, nacieron nuevas formas de desigualdad y de odio entre ellos.

De igual modo, puede afirmarse de antemano que las ideas y metas fundamentales que inspiran a nuestra época también acabarán en fracaso; el socialismo que se intenta implantar y que probablemente tendrá un importante papel en el período histórico en que estamos entrando es irrealizable. Sus resultados serán totalmente diversos de los que esperan los socialistas y pondrá de manifiesto nuevas contradicciones inherentes a la vida humana, las cuales provocarán el fracaso de los ideales planteados por el movimiento socialista. El socialista nunca liberará al hombre de la esclavitud que representa el trabajo, liberación que Marx quería lograr mediante la reglamentación del mismo, tampoco conducirá jamás al hombre a la riqueza, ni realizará la igualdad entre los hombres, sino que provocará nuevas enemistades entre ellos, nuevas divisiones y formas inauditas de opresión.

Tampoco el anarquismo, que es un rival del socialismo, obtendrá mejores resultados; nunca podrá realizar aquella libertad ilimitada y sin freno que invoca; en cambio, pondrá de manifiesto una servidumbre todavía mayor. En sustancia, puede decirse que ninguna revolución histórica ha conseguido sus objetivos, pues, aunque tales revoluciones constituyeron un momento importante en el destino de los pueblos, un momento inevitable al que llevó todo el destino precedente y que fue determinante para el destino ulterior, nunca resolvieron los problemas de sus respectivas épocas; esto no ha ocurrido ni ocurrirá jamás.

En último extremo, hay que reconocer que sólo la experiencia de los grandes fracasos históricos aportó frutos, porque reveló a la humanidad algo nuevo. Por lo general, los resultados fueron absolutamente diferentes de los que se esperaban, y las revoluciones provocaron un movimiento contrario de reacción; pero, justamente en esta última se manifestó algo nuevo y tuvo lugar una reconsideración de la experiencia vivida, a pesar de que las reacciones iban acompañadas de una serie de fenómenos negativos y, en parte, hicieron retroceder a las sociedades humanas. Así, la reacción espiritual de principios del siglo XIX fue uno de los resultados más positivos de la Revolución y dio origen a un movimiento de renacimiento espiritual. El comienzo del siglo XIX tuvo una gran importancia, pero no respondía a los objetivos sociales que se había planteado la Revolución. Más aún: incluso el cristianismo, que es el máximo acontecimiento de la historia universal, el corazón de éste y la clave para explicar su enigma, que inauguró una nueva era y fue determinante para el destino global de la humanidad, tiene una historia que, en sí misma, es un fracaso. Muchos enemigos del cristianismo lo afirman con envenenada alegría y lo proclaman a los cuatro vientos, como si ello fuese la mayor objeción que pueda hacérsele: el cristianismo ha sido un fracaso y jamás podrá implantarse sobre la tierra. Pero esta afirmación, considerada desde una actitud espiritual diferente, puede significar algo completamente distinto. En efecto: el cristianismo ha fracasado en la historia, al igual que todo lo demás; los objetivos planteados por la fe y la conciencia cristianas nunca fueron llevados a la práctica a lo largo de los dos mil años de la historia cristiana, ni serán nunca realizados en el ámbito del tiempo y de la historia humanos, pues sólo pueden serlo a través de la victoria del tiempo sobre la eternidad, del tránsito a la eternidad, de la superación de la historia en la metahistoria.

El fracaso del cristianismo es el hecho que menos se presta a servir de argumento contra su verdad suprema, de la misma manera que el fracaso de la historia no significa en modo alguno su absurdidad, inutilidad y vacuidad internas. Tal fracaso no quiere en absoluto decir que la historia carezca de sentido, que se desarrolle en el vacío, al igual que el fracaso del cristianismo tampoco significa que éste no sea la verdad suprema; la tentativa de utilizar esto como argumento contra el cristianismo es absurda, pues todo intento de elevar el éxito y la realización histórica, inmanente, a criterio de verdad es esencialmente inconsistente. La historia y lo «histórico» poseen una naturaleza tal que hace imposible su realización perfecta en el devenir temporal. Pero la gran experiencia que se adquiere a través de este devenir tiene un enorme significado, incluso prescindiendo de toda realización, y cobra sentido más allá de los límites de la historia.

El fracaso en el ámbito terrenal salta dolorosamente a los ojos y nos sorprende grandemente, pero no implica un fracaso definitivo en el más allá: significa simplemente que el hombre y la humanidad están llamados a una realización superior de sus potencias, que trasciende infinitamente todas las metas a las que el hombre aspira en su vida histórica. Todos los fracasos de la Reforma y de la Revolución y, en general, de todo lo «histórico», sólo ponen de manifiesto el desgarramiento del hombre, que ha de vivir su propio destino un nivel mucho más elevado que aquél en que se ha movido hasta ahora, a un nivel absoluto. Los fracasos que el cristianismo sufre en el marco de la historia no significan el fracaso del cristianismo en cuanto tal: hablar de fracasos del cristianismo equivale a utilizar una expresión muy poco adecuada, que refleja la imperfección de nuestro lenguaje. En realidad, no se trata de un fracaso del cristianismo, de la verdad cristiana, que permanecerá siempre y sobre la cual jamás prevalecerán las puertas del infierno; se trata, más bien, del fracaso inevitable del mundo relativo, de toda época desgarrada, dividida, de la realidad terrena y limitada. No se trata de un fracaso de Dios, como opinan quienes se sirven de él como argumento contra el cristianismo, sino de un fracaso del hombre, el cual tan sólo indica que el hombre está llamado a elevarse todavía más para realizar sus posibilidades en el ámbito de la eternidad, en una realidad mucho más alta que aquella en que se ha movido hasta ahora. El argumento contra el cristianismo que se basa en tal fracaso es doblemente deformante: la humanidad cristiana, a lo largo de su historia traicionó primero a la verdad cristiana, para después vituperar al cristianismo y atacarlo, afirmando que ha fracasado. Ahora bien, el cristianismo ha fracasado justamente porque apostataron de él los mismos que ahora lo atacan. Tal argumentación es, pues, doblemente falsa.

Sólo es posible crear belleza en este mundo cuando el centro de gravedad de la vida humana se transfiere al otro. En nuestro mundo, las máximas realizaciones de la belleza fueron alcanzadas no porque la humanidad se había planteado metas puramente terrenas, sino porque se había propuesto objetivos que trascendían los límites de la realidad mundana. El impulso que eleva al hombre hacia el otro mundo se ha encarnado siempre en éste a través de la belleza, que es la única realidad superior que nos es accesible en este mundo y que posee siempre una naturaleza simbólica y no cosificada. Si la realización definitiva sólo es posible en una dimensión superior, situada más allá del tiempo y de la historia, la realización simbólica es posible aquí en nuestra realidad terrena, y es un signo de la realidad suprema. Lo vemos, sobre todo, en el arte, pues éste, en cuanto apogeo de la creatividad humana, tiene un carácter simbólico en sus más elevadas manifestaciones, y estas conquistas simbólicas del arte nos dan a entender que el hombre ha sido llamado a una realidad diferente, superior.

Al hablar de la historia celeste como prólogo de la terrena y, posteriormente, de la historia moderna, hemos explicado la complicada tragedia del destino humano a partir de la existencia de una doble revelación: la revelación de Dios al hombre y la revelación del hombre a Dios, que es una respuesta a aquélla. Toda la tragedia del ser es la tragedia de la relación libre entre el hombre y Dios, del nacimiento de Dios en el hombre y del hombre en Dios, de la revelación recíproca del uno al otro. El destino histórico del hombre sólo puede entenderse a partir de esta revelación de respuesta del hombre a Dios. A través de su acción y de su destino histórico, el hombre responde a las palabras con que Dios le ha interpelado. Pero el sentido más profundo de esta revelación del hombre a Dios está oculto en su libertad. Sólo una revelación libre del hombre, sólo una creación humana libre puede ser aceptada y acogida por Dios, pues es lo único que responde a la nostalgia de Dios por el hombre. Dios espera del hombre la audacia de la creatividad hecha libremente.

Pero en el destino histórico de la humanidad, en la historia humana concreta, el hombre se desvía continuamente del camino de la libertad para entrar en la vía de la constricción y de la necesidad. Toda la historia humana está llena de tentaciones de este tipo, desde la tentación de la teocracia coercitiva católica o bizantina a las del socialismo impuesto. El camino de la libertad es difícil y trágico, porque, en realidad, no existe otro camino tan heroico y atormentado, tan cargado de responsabilidad como éste. El camino de la necesidad y de la coacción es más fácil, menos trágico y menos heroico. He aquí por qué la humanidad, a lo largo de su historia, cae fácilmente en la tentación de cambiar el camino de la libertad por el de la coacción. Esto ocurre tanto en el ámbito religioso como en todos los demás. Dostoievski lo ha puesto de relieve de un modo genial al exponer la leyenda del Gran Inquisidor. Este quiere liberar a los hombres del peso de la libertad en nombre de la felicidad de todos. Esta tentación dio lugar en el pasado a la Inquisición y, en la actualidad, a la religión del socialismo, que no es otra cosa que la religión del Gran Inquisidor, basada en la sustitución de la libertad por la coacción, a fin de descargar al hombre del peso de la libertad trágica. Alrededor de esto se desarrolla el drama de la historia, con su continua lucha entre el principio de la libertad y el de la necesidad, lucha en la cual triunfan alternativamente uno u otro.

Ahora bien, si rechazamos la doctrina del progreso, la divinización de las generaciones futuras, si no contemplamos el futuro como un crecimiento continuo del bien, de la luz, de la perfección y de la felicidad, ¿cuál es para nosotros el sentido interior del destino histórico? Para la filosofía cristiana no es difícil responder a esta pregunta, pues ella posee la clave del sentido de la historia: en el «pequeño» Apocalipsis del Evangelio y en el «gran» Apocalipsis de San Juan se nos revelan de un modo simbólico los secretos destinos de la historia.

Las profecías apocalípticas se refieren al fin de la historia y el Apocalipsis es la revelación velada que nos muestra el sentido último de aquélla. A la luz del Apocalipsis, la metafísica de la historia descubre el doble aspecto del futuro: el crecimiento de las fuerzas positivas cristianas, que será coronado por la segunda venida de Cristo, y el crecimiento de las fuerzas negativas anticristianas, que culminará en la venida del Anticristo. El Anticristo es un problema de la metafísica de la historia, es la aparición no de la antigua iniquidad, heredada de los estadios primordiales de la historia humana, sino de una iniquidad nueva, de la maldad del eón venidero, que será aún más terrible que la del pasado.

En el futuro tendrá lugar una lucha inaudita entre el bien y el mal, Dios y el diablo, la luz y las tinieblas. El sentido de la historia radica en poner de relieve estos dos principios contrapuestos en su continua lucha y en el choque definitivo entre ambos, que tendrá lugar al fin de los tiempos.

El principio anticristiano querrá tener a la humanidad en nuestro eón maligno y encadenarla a «este mundo», a nuestra limitada dimensión. Ahora bien, el Apocalipsis hay que interpretarlo de un modo simbólico e inmanente; en consecuencia, el hecho de que en el futuro haya de crecer no sólo el bien, sino también el mal, no sólo los principios cristianos, sino también los anticristianos, no tiene nada de terrible para la filosofía cristiana de la historia, ni tiene por qué llevarnos a negar el sentido interior de la historia; en efecto, las profecías cristianas hablan del crecimiento simultáneo del bien y del mal. Esto no hace más que confirmar, por otra parte, la autenticiad de tales profecías. El Apocalipsis exterior sólo es la expresión simbólico-convencional del Apocalipsis interior del espíritu humano, y en él se habla únicamente del destino de nuestro eón mundano y no del destino de la profundidad última del ser.

Quisiéramos terminar reiterando lo que hemos dicho al principio. Hemos partido del prólogo celeste de la historia para pasar a continuación a la historia terrena, y desde ésta hemos de retornar nuevamente a la historia celeste. La historia sólo puede tener un sentido positivo si posee un final; toda la metafísica de la historia que hemos intentado desarrollar a lo largo de la presente obra nos lleva a la conciencia de la inevitabilidad del fin de la historia. Si la historia fuese un proceso sin final, una infinidad perversa, carecería de sentido; la tragedia del tiempo no tendría salida alguna y el objetivo de la historia sería irrealizable, al no poder ser realizado en el ámbito del tiempo histórico.

El destino del hombre, que está en la base de la historia, presupone una finalidad metahistórica, un proceso metahistórico, una realización metahistórica del destino de la historia, realización que se sitúa en una dimensión diferente, eterna. La historia terrena ha de entrar de nuevo en la historia celeste, las fronteras que separan a este mundo del más allá, fronteras que no existían en los albores de la vida del mundo, han de desaparecer. Los mitos nos hablan de la no división primordial entre lo celeste y lo terrenal; al final de la historia, «este mundo» enclaustrado en sí mismo, esta realidad terrestre, dejará de existir. El eón en que se sitúa nuestro mundo va envejeciendo poco a poco; al igual que un fruto cuya cáscara revienta cuando está maduro, la corteza que separa a nuestra realidad terrestre del otro mundo estalla y desaparece. De esto nos habla de manera velada y simbólica el Apocalipsis. Se rompen las ataduras del tiempo, desaparece el círculo cerrado de la realidad mundana, e irrumpen en él las energías de otros niveles de realidad; la historia de nuestro mundo termina y, a través de este final, adquiere un sentido. Considerado aisladamente, cualquier día de nuestra vida carece de sentido; sólo cobra sentido si se lo considera juntamente con todos los demás.

La historia no ha sido capaz de resolver el problema del destino individual del hombre, que es el tema central de la obra genial de Dostoievski y al cual está ligada toda la metafísica de la historia. Este problema de la libertad individual no puede hallar solución en el ámbito de la historia, como tampoco puede encontrarla el trágico conflicto entre el destino individual y el destino universal, es decir, el de toda la humanidad. Por eso la historia ha de tener un final. El mundo ha de entrar en una realidad sublime y en un tiempo integral, en los cuales encontrará solución el problema del destino individual humano y su trágico conflicto con el destino global de la humanidad. La historia es y ha de ser entendida, ante todo, como destino, como destino trágico. Al igual que toda tragedia, este destino ha de encaminarse hacia un último acto, hacia un desenlace final y una catarsis. La historia no tiene una duración indefinida, ni está sujeta a las leyes que rigen los fenómenos naturales, justamente porque es destino. Esta es la consecuencia última y el último resultado de la metafísica de la historia.

El destino humano, que debemos perseguir a lo largo de los diferentes períodos de la historia, no puede encontrar solución en el ámbito de ésta. La metafísica de la historia nos enseña que aquello que no puede hallar solución en el ámbito de la historia se resuelve más allá de sus confines, y éste es el mejor argumento para demostrar que la historia no es absurda, que tiene un sentido superior. Si tan sólo tuviese un sentido terreno e inmanente, sería absurda, pues las dificultades fundamentales ligadas a la naturaleza del tiempo resultarían insolubles, o bien su solución sería sólo aparente, ficticia, falsa.

Esta metafísica relativamente pesimista de la historia trunca las ilusiones basadas en una divinización del futuro, refuta la idea del progreso, pero confirma la esperanza en y la espera de la solución del desgarrador conflicto de la historia a la luz de la eternidad y de la realidad eterna. En último extremo, esta metafísica pesimista de la historia es más optimista que la doctrina aparente optimista del progreso, la cual es desconsoladora y terrible para toda realidad viviente. Para que la historia universal aparezca no en la perspectiva del torrente destructor del tiempo, como si hubiese sido arrojada al exterior por las profundidades del espíritu, sino en la perspectiva de la eternidad, de la historia celeste, es necesaria una transformación interior. Sólo entonces, la historia volverá a sumergirse en las profundidades del ser, como un momento que es del drama sempiterno del Espíritu.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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