Experiencia de la filosofía del destino
humano
EL FIN DEL RENACIMIENTO Y LA CRISIS DEL
HUMANISMO
El advenimiento de la máquina
Nos enfrentamos ahora con el tema
central de estas lecciones sobre la
filosofía de la historia, el tema del
final del Renacimiento y de la crisis
del humanismo. Para nosotros, la época
en la que entramos señala el final del
período renacentista de la historia. El
hecho de que la energía renacentista de
la historia moderna se haya agotado y de
que el espíritu creador del Renacimiento
se haya apagado poco a poco, para ser
sustituido por un espíritu diferente,
exige una explicación particular. Para
comprender la esencia profunda de este
proceso hay que remitirse al fundamento
primario de todo el proceso histórico,
tal como lo hemos delineado
anteriormente.
En la base del proceso histórico está la
relación del espíritu humano con la
naturaleza y el destino del espíritu
humano que se realiza a través de estas
relaciones recíprocas con la naturaleza.
Esta es la trama originaria del proceso
histórico. En la historia de las
relaciones entre el hombre y la
naturaleza podemos establecer tres
períodos: en primer lugar, el período
primitivo, precristiano, pagano,
caracterizado por el hecho de que el
espíritu humano se halla todavía inmerso
en el elemento natural y fundido de un
modo inmediato y orgánico con la
naturaleza. Es el primer estadio en las
relaciones entre el hombre y la
naturaleza, y, en él, el hombre percibía
la naturaleza desde una perspectiva
animista; el segundo período es el
cristiano: se prolonga durante toda la
edad media y se desenvuelve bajo el
leitmotiv de la lucha heroica del
espíritu humano contra los elementos y
las fuerzas de la naturaleza. La
característica de este período es una
aversión por la naturaleza, una
conversión del espíritu a la
interioridad, una consideración de la
naturaleza como fuente de pecado y de
esclavización del hombre por los
elementos inferiores; el tercer período
comienza con el Renacimiento y viene
caracterizado por una reconversión del
espíritu humano a la vida natural. Pero
esta reconversión se distingue
claramente de la comunión inmediata con
la naturaleza que existía en los albores
de la historia universal, en el primer
estadio de la interacción entre el
espíritu y la naturaleza. En el
Renacimiento nos encontramos no con la
lucha espiritual del medioevo y del
período más cristiano de la historia
contra los elementos de la naturaleza,
sino con una lucha en orden a someter y
conquistar las fuerzas naturales para
transformarlas en instrumentos al
servicio de los fines, de los intereses
y del bienestar del hombre.
La conversión a la naturaleza, que
comenzó en el Renacimiento, no aparece
desde el primer momento tal como la
hemos descrito: al principio sólo era
una contemplación artística y
cognoscitiva de los misterios de la
naturaleza. Sólo a continuación se
desarrolla una relación nueva del hombre
con la naturaleza; la naturaleza
exterior es sometida al hombre y
conquistada por él, y de aquí resulta
una transformación en la naturaleza del
hombre mismo. La sumisión de la
naturaleza exterior no sólo cambia esta
misma naturaleza, no sólo plasma un
ámbito nuevo, sino que también
transforma al hombre mismo. Bajo el
influjo de este proceso, el hombre se
transforma de un modo profundo y radical
y tiene lugar el paso del modelo
orgánico del hombre al mecanicista. Si
en el estadio precedente era
característica la relación orgánica del
hombre con la naturaleza y el ritmo de
la vida humana respondía al de la vida
de la naturaleza; si la vida material
del hombre era una vida orgánica, a
partir de un cierto momento de la
historia sobreviene un cambio radical:
el paso al modelo mecanicista y
mecanizado de la vida.
La historia del período renacentista,
que dura algunos siglos, no enlaza con
el Renacimiento en el sentido estricto
del término. Los siglos XVI, XVII y
XVIII son un período de transición en el
que el hombre se considera libre del
organismo (natural) y no está aún sujeto
al mecanismo, un período en el que las
energías humanas han sido puestas en
libertad para una actividad creadora. El
hombre ha salido de las entrañas de la
vida orgánica social e individual, se ha
liberado de las cadenas, se ha
diferenciado y ha cortado el vínculo que
le unía al centro orgánico al que antes
estaba sometido. Pero aún no se ha
constituido un nuevo vínculo y una nueva
soldadura con un nuevo centro, aún no ha
aparecido el mecanismo como estructura
nueva a la que ha de subordinarse el
hombre. Este período, tan rico de
contenido, se nos presenta como la
manifestación más libre del juego de las
fuerzas creadoras del hombre, el cual ya
no está sujeto al viejo centro orgánico,
pero tampoco depende aún del centro
mecánico.
¿Qué ha acontecido en la historia que ha
cambiado radicalmente toda la estructura
y el ritmo de la vida y que, a ritmo
acelerado, ha provocado el final del
renacimiento, que ya empieza a
constatarse en el siglo XIX y que ha
llegado a su apogeo en el siglo XX? A
nuestro entender, ha acontecido la más
importante revolución que registra la
historia, una crisis de la humanidad
entera, una revolución sin hechos
significativos externos fechables en tal
o cual año, como la Revolución francesa,
pero incomparablemente más radical: nos
referimos a la transformación ligada a
la introducción de las máquinas en la
vida de las sociedades humanas. En
nuestra opinión, el advenimiento
triunfal de la máquina es una de las
mayores revoluciones que han tenido
lugar en la historia humana. Aún no
somos lo suficientemente conscientes de
este hecho. Con el advenimiento de la
máquina comienza una transformación que
afecta a todas las esferas de la vida;
ocurre algo así como un desarraigo del
hombre de las entrañas de la naturaleza
y tiene lugar un cambio en el ritmo
global de la vida.
Anteriormente, el hombre estaba ligado
orgánicamente a la naturaleza y su vida
social se desenvolvía en armonía con la
vida de aquélla. La máquina transforma
radicalmente esta relación entre el
hombre y la naturaleza, se interpone
entre ambos, y no sólo somete los
elementos naturales al hombre, sino que
también esclaviza al hombre mismo: si
bien lo libera en un cierto sentido, lo
encadena a una nueva servidumbre. Si,
anteriormente, el hombre dependía de la
naturaleza, si su vida era precaria a
causa de esta dependencia, la invención
de la máquina y la mecanización de la
vida que ello lleva consigo la enriquece
por una parte, pero, por otra, crea una
nueva forma de dependencia y de
esclavitud mucho más fuerte que la que
supone la dependencia inmediata del
hombre con respecto a la naturaleza. En
la vida humana entra una fuerza
misteriosa, casi extraña al hombre y a
la misma naturaleza, un tercer elemento
que no es natural ni humano adquiere un
terrible poder sobre ambos. Esta nueva y
terrible fuerza mina las formas
naturales del hombre, lo somete a un
proceso de desmembramiento, de división,
en virtud del cual el hombre, en un
cierto sentido, pierde su ser natural. Y
ésta es la fuerza que más ha contribuido
a poner fin al Renacimiento.
Nos encontramos aquí con una paradoja,
muy extraña y enigmática, cuya
comprensión nos hará entender muchos
aspectos de la historia moderna . Esta
paradoja consiste en el hecho de que la
época renacentista de la historia ha
comenzado con la conversión a la
naturaleza, con la búsqueda de formas
naturales perfectas, como ocurrió con el
arte y con el saber del Renacimiento. Se
quería naturalizar, hasta cierto punto,
la vida social del hombre. Esta
conversión abría una nueva era, que
debía reemplazar a la lucha medieval del
hombre contra la naturaleza, a la
aversión medieval por la naturaleza,
pero la evolución ulterior del
Renacimiento, del humanismo, revela en
esta conversión un principio que separa
al hombre de la naturaleza de un modo
mucho más profundo y radical de lo que
lo había hecho en el medioevo.
Leonardo da Vinci es uno de los mayores
genios del Renacimiento, no sólo en el
arte, sino también en la ciencia, un
espíritu paradigmático para el estudio
del hombre renacentista y la causa
primera de muchas cosas que acontecieron
durante el Renacimiento. Leonardo da
Vinci, que buscaba en la naturaleza las
fuentes de las formas perfectas del arte
y del saber y que expuso sus teorías al
respecto quizá con más extensión que
otros, fue uno de los responsables del
proceso gradual de mecanización de la
vida humana que puso fin a la relación
entre el hombre y la naturaleza propia
del Renacimiento, separó al hombre de la
naturaleza, e interpuso entre ambos la
máquina, mecanizando la vida humana y
enclaustrando al hombre en la cultura
artificial que estaba creándose en este
período. De este modo, la conversión
renacentista a la naturaleza, que no
partía del hombre espiritual y sólo
tenía en cuenta al hombre natural, no
pudo preservar al hombre del proceso que
había de separarlo de la naturaleza y
desintegrarlo y pulverizarlo como ser
natural. Al final de la historia
moderna, este proceso adquiere un ritmo
acelerado y constituye un fenómeno
completamente nuevo y contrario al punto
de partida del Renacimiento.
Este proceso de agotamiento de las
energías creadoras del hombre como
consecuencia de su separación del núcleo
espiritual de la vida y de la conversión
definitiva a la periferia de la misma va
acompañado de la muerte de todas las
ilusiones humanísticas. La imagen del
hombre, su personalidad, forjada por el
cristianismo durante el medioevo, vacila
y se corrompe. Durante la primera parte
del Renacimiento se abre un respiradero
a la acción creadora del hombre
espiritual, pero, a continuación, el
hombre natural, disociado del
espiritual, no pudo mantener incólume su
personalidad y perdió el contacto con la
fuente inagotable de la creatividad. El
centro de gravedad del hombre se
desplaza hacia la periferia de la vida,
y el hombre concentra todas sus fuerzas
en la edificación de un reino mecanizado
y automático.
La potenciación de la creatividad humana
depende de la manifestación en el hombre
del principio profundo, sobrehumano,
divino. Cuando el hombre se separa de
este principio divino, cuando bloquea
dentro de sí el acceso a éste último y
se cierra a él, cuando se derrumba en su
interior la imagen del hombre, su vida
comienza a perder contenido y su
voluntad queda sin objeto. La fuente
creadora y la meta suprema, que no
pueden tener una realidad meramente
humana, desaparecen, las fuentes de la
creatividad se secan, el objeto de esta
creatividad se esfuma. Hay un
agotamiento de las fuentes vitales de la
creatividad, la cual no tiene únicamente
una dimensión humana, sino que es
también sobrehumana; se desvanecen los
fines y el objeto de la creatividad, los
cuales se mueven, como hemos dicho, en
la esfera de lo humano y de lo
sobrehumano. Todo esto supone una
desintegración del hombre, pues él se
aniquila a sí mismo por una necesidad
interna y se niega a sí mismo al
autoafirmarse de un modo exclusivista;
son consecuencias necesarias de su no
reconocimiento del principio supremo, de
su postura de autosuficiencia. Para
afirmarse a sí mismo hasta el fondo y no
separarse de la fuente y la meta de la
creatividad, el hombre ha de afirmar
también a Dios. Cuando no lleva en sí la
imagen de la suprema Naturaleza divina,
pierde toda configuración, comienza a
sucumbir ante los procesos y los
elementos inferiores y su naturaleza
empieza a desmembrarse en sus diferentes
elementos: el hombre comienza a
subordinarse a la naturaleza artificial
que él mismo ha creado, a la naturaleza
de la máquina, y esto lo despersonaliza,
lo debilita, lo destruye.
Para poder consolidarse, la
individualidad y la persona del hombre
deben reconocer su vinculación al
principio más elevado que hay en ellas
mismas, han de reconocer la existencia
de un principio diferente, divino.
Cuando la persona humana no está
dispuesta a admitir nada fuera de sí
misma, se autodestruye y se desintegra,
permitiendo la irrupción de los
elementos inferiores de la naturaleza y
reduciéndose a éstos. Cuando no admite
nada fuera de sí mismo, el hombre deja
de experimentarse a sí mismo, pues para
hacerlo ha de aceptar un no-yo, para ser
una individualidad auténtica ha de
admitir, además de la persona y de la
individualidad de los otros, la
personalidad divina. Sólo así podrá
llegar a comprender verdaderamente su
individualidad; por el contrario, una
autoafirmación ilimitada que no está
dispuesta a admitir nada que esté por
encima de ella misma (tal como aparece
en el proceso humanístico) conduce a la
ruina del hombre.
El humanismo se rebela contra el hombre
y contra Dios. Si no existe nada por
encima del hombre, si no hay nada
superior a él, si el hombre ignora
cualquier principio situado más allá del
ámbito humano, no podrá comprender ni
aceptar tampoco el propio ser. La
negación del principio supremo conduce
fatalmente a una sumisión del hombre a
los principios inferiores, que no son
sobrehumanos, sino subhumanos. Es el
resultado inevitable del largo camino
del humanismo ateo. El individualismo
que no conoce límites ni se somete a
nada mina la individualidad. En los
últimos frutos de la historia moderna
contemplamos la extraña y misteriosa
tragedia del destino humano: por una
parte, nos encontramos con una nueva
idea de la individualidad, desconocida
en la época precedente y que descubre
una dimensión nueva de la cultura e
introduce valores nuevos; por otra,
contemplamos un debilitamiento nunca
visto de la individualidad humana. Esta
individualidad viene destruida por un
individualismo ilimitado y desenfrenado,
y el resultado efectivo de todo el
proceso humanístico de la historia es
que el humanismo se transforma en
antihumanismo.
Para comprender en toda su viveza este
tránsito del humanismo hacia su
contrario, dirijamos nuestra atención
hacia dos personalidades claves en los
últimos decenios del siglo XIX y
principios del XX, dos individuos
geniales que pertenecen a polos opuestos
de la cultura humana y no tienen nada en
común, dos representantes de actitudes
espirituales totalmente diferentes y
contrarias, pero que dejaron una
impronta igualmente decisiva sobre los
destinos de la humanidad: uno, sobre las
individualidades más relevantes de la
cultura espiritual; otro, sobre las
masas humanas. Nos referimos a Nietzsche
y a Marx.
Estos dos hombres no se encontraron
nunca ni en ningún punto, y sus teorías
son opuestas entre sí, pero tienen en
común una cosa: ambos ponen fin al
humanismo e inauguran la era del
antihumanismo. En ellos, la
autoafirmación del hombre conduce a la
negación del mismo, pero por caminos
absolutamente diferentes. En Nietzsche,
que es a la vez heredero directo del
humanismo y víctima sacrificada por los
pecados de aquél, el humanismo termina
de un modo individualista; en su persona
y en su destino, la historia moderna
paga por los errores cometidos en los
orígenes del humanismo. En Nietzsche,
éste termina su historia borrascosa y
trágica; lo vemos en las palabras de
Zarathustra: «El hombre es una vergüenza
y un deshonor que deben ser superados».
En Nietzsche, la superación del
humanismo por el antihumanismo y el paso
de aquél a éste tiene lugar a través de
la idea del superhombre. En el apogeo de
la cultura, el humanismo acaba en la
idea del superhombre. En el camino
antihumanístico, el hombre es negado, en
cuanto vergüenza y deshonor, en nombre
del superhombre; aquí encuentra su
expresión una exigencia impetuosa y
apasionada del superhombre. Pero el modo
en que Nietzsche hace el tránsito al
superhombre significa la negación del
hombre y del valor propio de la persona
de la figura humana, un valor que es
absoluto. Nietzsche niega lo que fue uno
de los más profundos fundamentos de la
revelación cristiana, lo que ella
introdujo en la vida espiritual: el
valor absoluto del alma humana. Para él,
el hombre sólo es un momento pasajero,
un instrumento para que se manifieste al
mundo un ser superior, una cosa que ha
de sacrificarse totalmente a este
superhombre, algo que viene negado y
rechazado en nombre de aquél. Nietzsche
se alza contra el humanismo en cuanto
que constituye el mayor obstáculo en el
camino de la afirmación del superhombre.
Aquí tenemos un corte en el destino del
individualismo humanístico.
Después de Nietzsche, que puso
radicalmente de relieve las
contradicciones del humanismo, ya no es
posible un retorno a éste. El humanismo
europeo llega a su fin en las cimas de
la cultura espiritual y muere el reino
humanístico, el reino de la pura
humanidad. Una cultura que desarrolle
ciencias y artes humanísticas se vuelve
ya imposible. Nietzsche inaugura
espiritualmente una nueva era, la cual
lleva consigo la más profunda crisis del
humanismo. Las corrientes espirituales
profundas surgidas después de Nietzsche
no poseen carácter humanístico y se
tiñen claramente de misticismo
religioso. Los principios humanísticos
pasan de moda y resulta ya imposible
llevarlos a la práctica. En el proceso
de profundización de la nueva actitud
vital viene rechazada y puesta en
segundo plano la cultura de tipo
humanístico.
Este es el derrumbamiento del humanismo
en Nietzsche, una de las personalidades
más geniales de todas las épocas, cuyo
destino trágico marcó el final del
humanismo. Pero Nietzsche experimentaba
todavía una especie de nostalgia
apasionada por el Renacimiento, y el
hecho de que las energías del
Renacimiento se hubiesen agotado
constituía para él motivo de aflicción.
Sentía en sí mismo el agotamiento de las
fuerzas del Renacimiento y esto lo
podemos ver en el modo en que idealiza
la figura de César Borgia. Al referirse
a esta figura de la época renacentista,
Nietzsche trataba de restaurar las
energías que se agotaban y de crear en
cierto modo la posibilidad de un nuevo
Renacimiento. Pero la genial
individualidad creadora de Nietzsche no
significó un nuevo Renacimiento, un
retorno vital de aquél, sino su crisis y
su final. En Nietzsche, que con tanta
pasión y energía afirmó la
individualidad creadora, poniendo en
ello una audacia apenas igualada por
ningún otro, la imagen del hombre se
oscurece y aparecen los rasgos de la
imagen aún misteriosa pero terrorífica
del superhombre, rasgos que apenas se
intuyen y en los que existe una cierta
esperanza auténticamente religiosa en
una condición superior, pero también y
al mismo tiempo, la posibilidad de una
religión anticristiana, atea, satánica.
En Marx, personaje dotado de una mente
extraordinariamente aguda y de una gran
energía, en nada semejante a la
personalidad artística y seductora de
Nietzsche, experimentamos con no menos
violencia el final del Renacimiento y la
crisis del humanismo. Mientras que en
Nietzsche tiene lugar la autonegación
individualista del hombre y del
humanismo, en Marx acontece la
autodescomposición colectivista del
humanismo y el derrumbamiento
colectivista de la imagen del hombre. Al
igual que Nietzsche, Marx tampoco puede
mantenerse en lo humano, en la
afirmación del hombre y de su
individualidad: también él pasa a lo no
humano y a lo sobrehumano, entendidos
evidentemente de un modo distinto al de
Nietzsche. También Marx niega el valor
autónomo de la individualidad y de la
persona humana y rechaza las enseñanzas
de la revelación cristiana sobre el alma
y su valor absoluto. Para Marx, el
hombre es sólo un instrumento al
servicio de la manifestación de
principios no humanos y sobrehumanos y,
en nombre de tales principios, declara
también la guerra a la moral del
humanismo: en nombre de la edificación
del reino no humano y sobrehumano del
colectivismo es predicada la crueldad
para con el hombre y para con el
prójimo. Estas dos figuras antípodas,
estos dos fenómenos polares, representan
dos finales diferentes del período
renacentista de la historia, dos
consecuencias de la crisis del
humanismo, dos formas de degeneración
del humanismo en antihumanismo, dos
modos de destrucción del hombre.
También Marx es hijo de la
autoafirmación, de la soberbia del
hombre que se rebela contra Dios, que se
eleva a sí mismo y a su voluntad a la
condición de voluntad suprema. Marx
empieza por rechazar metódicamente todo
principio sobrehumano: no en vano sus
supuestos filosóficos se basan en el
antropologismo de Feuerbach, para el
cual Dios es una proyección del hombre y
los misterios de la religión se reducen,
en definitiva, a los misterios de la
naturaleza humana. Este camino de la
autoafirmación, de la soberbia, de la
afirmación de la voluntad humana como
voluntad suprema, conduce al
derrumbamiento interior del hombre.
Aquí, como en Nietzsche, quedan
delineados los inciertos contornos del
advenimiento futuro del superhombre, en
cuyo nombre se niega al hombre, así como
los inciertos pero terroríficos perfiles
del colectivo inhumano en cuyo nombre se
procede a la misma negación. El hombre
es considerado como un medio y un
instrumento al servicio del colectivo
inhumano, del que está ausente toda
humanidad; la figura humana ha de ser
sometida a un nuevo «todo» colectivo que
extiende sus horribles tentáculos sobre
todos y sobre todo y niega el valor
autónomo de todo lo que es puramente
humano, de todas las cualidades
características del hombre. Para Marx,
los preceptos de la moral humanística
carecen de valor; esta moral es la vieja
moral burguesa del período renacentista
de la historia y toda la cultura
humanística es, en definitiva, burguesa.
En el antiguo reino burgués habían sido
proclamados los derechos del hombre,
pero este reino está condenado a
desaparecer, se descompone, y en su
lugar surgirá un reino nuevo, no
humanístico ni humano, en el cual
existirá una nueva moral y una nueva
cultura, no humana ni tampoco
humanística, que irá acompañada de un
nuevo «arte» y una nueva «ciencia»
igualmente no humanas: este es el
terrible «colectivo» que ha de venir.
En Marx y en Nietzsche aparecen los
límites del humanismo en los bajos
fondos de la masa y en las cimas de la
cultura respectivamente. Estos dos
personajes, que dejaron una terrible
impronta en los últimos decenios de la
vida de la humanidad en Occidente y en
nosotros, han aportado algo cuya
comprensión será de gran utilidad para
entender en su íntima esencia el proceso
de degeneración del humanismo. En Marx
se vuelve la espalda de un modo
definitivo a los más sagrados principios
del Renacimiento. Si Nietzsche
experimenta todavía nostalgia por las
grandes obras del Renacimiento y quiere
restaurar sus fuentes, Marx no siente en
absoluto esta nostalgia, declara la
guerra a las mismas fuentes originarias
del Renacimiento y considera todas sus
creaciones como la superestructura
ideológica de una base económica
dominada por la explotación del hombre
por el hombre.
Las energías del Renacimiento se agotan,
la crisis del humanismo llega a su fin.
La alegría de vivir, propia del período
renacentista de la historia humana,
pululante del libre juego de las
fuerzas, desaparece y ya no volverá
nunca más. En el período siguiente
comienzan a vacilar el ideal de la
naturaleza y el del hombre, a la vez que
la introducción de la máquina en la vida
humana adquiere una importancia colosal
en la transformación de esta misma vida.
El cambio que contemplamos en Marx tiene
una relación directa con la introducción
de la máquina en la vida del hombre;
este hecho ha sorprendido a Marx hasta
tal punto, que lo coloca en la base de
su Weltanschauung, lo considera como el
hecho fundamental de toda la historia
humana y explica su extraordinaria
importancia para el destino humano.
El final del Renacimiento depende del
hecho de que el proceso de
democratización vuelve esencialmente
precaria la posibilidad misma de un
renacimiento y, en último análisis, la
niega, pues el Renacimiento es, por su
misma naturaleza, aristocrático. En
nuestra opinión, el humanismo todo y el
reino del ideal humanista son, por su
misma esencia, aristocráticos. La
democratización de la cultura y el
acceso a ella de las masas transforma
toda la estructura de la existencia y
hace imposible este reino humano y
aristocrático. Este proceso cambia
totalmente la dirección de la historia
humana.
Al final de la época moderna, en el
período de la crisis del humanismo, el
hombre experimenta una soledad, un
abandono y un aislamiento profundos. En
los siglos intermedios, el hombre vivía
en el interior de las corporaciones, en
un todo orgánico en el que no se sentía
átomo aislado, sino parte de un todo al
cual estaba ligado su destino. En el
último período de la historia moderna,
todo esto desaparece. El hombre moderno
se aísla y, al transformarse en un átomo
separado de la totalidad, siente un
terror inexpresable e intenta superarlo
reuniéndose en entidades colectivas, a
fin de salir de la soledad y del
abandono que amenazan con arruinar su
existencia y provocan en él un hambre
espiritual y material. Por este motivo y
de esta atomización nace el proceso de
conversión al colectivismo, la tentativa
del hombre de crear un principio nuevo
que le ayude a salir de su soledad.
El hombre que entra en la historia
moderna se siente orgullosamente seguro
de sí y de aquí nace su autoconciencia y
su confianza ilimitada en sus fuerzas
creadoras, en su capacidad de plasmar la
vida por medio del arte, en su poder
cognoscitivo para penetrar los secretos
de la naturaleza. Esta seguridad en sí
mismo ha comenzado a debilitarse ya
desde hace tiempo para ser sustituida
por una conciencia de la limitación de
las fuerzas humanas, del poder creador
del hombre; aparece entonces la
dicotomía del hombre, la autorreflexión
del hombre sobre sí mismo. La seguridad
y la autoafirmación individuales
devienen colectivas, pero la conciencia
de la limitación del poder del hombre en
los diferentes sectores y la negación de
todo lo que es sobrehumano y de toda
vinculación entre el hombre y lo
sobrehumano lleva en último extremo al
triunfo de la filosofía positivista. Al
afirmarse a sí mismo de un modo
exclusivista y al desterrar de sí toda
realidad superior a él, el hombre mina,
a fin de cuentas, la conciencia del
propio poder.
Nos encontramos aquí con una de las
paradójicas contradicciones del
humanismo moderno. Este comenzó
afirmando el poder del hombre para
realizar creaciones artísticas y
científicas, para recrear la sociedad
humana en todos los demás sectores; pero
esta inmersión exclusivista en sí mismo
y este cerrarse a todo lo que es
sobrehumano llevó en seguida al hombre a
comprender que sus fuerzas no eran
ilimitadas. Esta crisis del humanismo
había comenzado hacía bastante tiempo y
el hombre tenía esta actitud de
inseguridad en todos los sectores de la
vida. Comencemos por el sector
cognoscitivo. El hombre renacentista se
abandonaba extáticamente al conocer y
abrigaba una fe plena en la
cognoscibilidad de los misterios de la
naturaleza. Pensaba que el dogma
católico ponía límites a su conocimiento
y quería liberarse de tal limitación; en
la filosofía de la naturaleza, en las
ciencias naturales, incluso en la magia,
que floreció de diferentes modos durante
el Renacimiento, el hombre sentía el
poder ilimitado de su capacidad
cognoscitiva y no reflexionaba sobre sus
instrumentos cognoscitivos ni dudaba de
ellos. Este proceso de afirmación
exclusiva del poder cognoscitivo del
hombre tuvo como consecuencia inmediata
el que el conocimiento se separase de
los fundamentos religiosos y
espirituales supremos a los que estuvo
ligado durante el medioevo y en el mundo
antiguo y precristiano, y empezó a minar
los instrumentos cognoscitivos del
hombre.
Aquí da comienzo el proceso reflexivo
que encuentra su expresión genial en
Kant. Ya aquí se advierten los síntomas
espirituales del final del Renacimiento,
ya el pathos de Kant es diferente del
Renacimiento, ya no es el pathos de la
alegría de conocer, de la conciencia de
las ilimitadas perspectivas del mismo.
Kant reflexiona de un modo apasionado
sobre los límites del conocimiento y
necesita una justificación crítica del
mismo. Esta nueva actitud crítica del
hombre en el plano cognoscitivo marca ya
el comienzo del agotamiento de las
energías del Renacimiento. El impulso
cognoscitivo renacentista da lugar al
impresionante desarrollo de la ciencia
que contemplamos en Galileo y en Newton;
en cambio, Kant eleva la ciencia natural
matematizada a objeto de la reflexión
crítica. Esta labor crítica, que
comienza por una actitud de duda frente
a los ilimitados poderes cognoscitivos
del hombre, da lugar a una lucha sin
cuartel contra el antropologismo y
contra los principios humanísticos del
conocimiento, lucha que se vuelve
especialmente encarnizada en Cohen y
Husserl. Todas estas corrientes, que
combaten el antropologismo filosófico,
plantean la cuestión de tal manera que
convierten al hombre en un obstáculo
para la realización del acto
cognoscitivo. Uno de los adeptos y
representantes de esta corriente
filosófica ha afirmado cosas extrañas y,
en apariencia, ridículas: la presencia
subjetiva del hombre es el máximo acto
cognoscitivo no humano, purificado de
toda perspectiva humanística (si
derivamos este vocablo de la palabra
«hombre»).
Son los síntomas del final y de la
superación del Renacimiento y del
humanismo en el sector del conocimiento.
Hay que decir que Europa experimenta el
final del Renacimiento, y quizá de un
modo todavía más claro, a través del
positivismo, el cual está hoy superado y
no cuenta con grandes defensores, a
diferencia de lo que ocurría en el siglo
XIX, en el que jugó un gran papel. El
positivismo es un fenómeno
antirrenacentista y supone una crisis
del humanismo. Comte, un pensador mucho
más notable de cuanto pueda hacer
suponer la corriente positivista que él
ha inspirado, constituye un claro
fenómeno de retorno a ciertos elementos
del medioevo. El positivismo de Comte
fue una vuelta a los siglos medievales y
una tentativa de poner fin al libre
juego de las fuerzas (tan característico
del Renacimiento) en los sectores del
conocimiento, de la vida espiritual y de
la vida social. Comte quiere superar lo
que él llama la «anarquía intelectual»
ligada a la Revolución francesa; quiere
pasar del modelo crítico de la vida al
modelo orgánico, es decir, busca una
centralización espiritual, una sumisión
forzada del hombre moderno a un
determinado centro espiritual, como
ocurría en el medioevo; quiere poner fin
a la arbitrariedad individualista, a la
manifestación autónoma y anárquica de
las energías creadoras. Al igual que
Marx, quiere someter la vida a un
determinado centro coercitivo, pero ve
este último en la aristocracia
intelectual de los sabios. Comte quiere
crear una religión positivista, para la
cual toma en empréstito todas las formas
del culto católico medieval: el culto a
los santos positivistas, el calendario
positivista, la reglamentación religiosa
de la vida, la creación de una jerarquía
de sabios; todo esto constituye un
retorno a un catolicismo sin Dios. Todas
las formas católicas son aprovechadas,
pero la fe en Dios es sustituida por la
fe en el ser supremo que es la
humanidad, en cuyo nombre viene
instituido el culto del «eterno
femenino». Comte erige un altar a este
ser en su propia casa, demostrando así
cómo la naturaleza religiosa del hombre
no puede ser sofocada por ninguna
invención positivista.
Este es un fenómeno de retorno parcial
al espíritu medieval, y el final del
individualismo típico de la época
renacentista. El positivismo pone
límites a las posibilidades
cognoscitivas del hombre y no permite
que se sobrepasen tales límites, lo cual
se opone evidentemente al espíritu
renacentista. Al igual que en Comte, en
el socialismo utópico de Saint-Simon se
advierte este final del Renacimiento.
También este socialismo supone una
profunda reacción contra la Revolución
francesa, la filosofía del siglo XVIII,
el humanismo liberal. Si bien es cierto
que la religión atea de Comte, al igual
que la religión de Saint-Simon, no
tienen nada en común con el medioevo,
también lo es que Saint-Simon se alza
contra la labor crítica hecha por la
Ilustración y por la Revolución francesa
y quiere crear un sistema de vida
semejante al sistema teocrático de los
siglos medievales. No es casual que
Saint-Simon y Comte tuviesen en alta
estima a de Maistre, que representa una
reacción genial contra el siglo XVIII y
la Revolución y una tentativa de retorno
al espíritu medieval; al fin y al cabo,
dos pensadores trataron de superar
espiritualmente el individualismo.
Este fenómeno del Renacimiento que
termina acontece asimismo en la vida del
estado y también aquí resulta muy
interesante. Toda la historia moderna no
sólo posterior, sino también anterior a
la Revolución francesa, se caracteriza
por la existencia de las monarquías
humanísticas. El estado de Luis XIV es
un estado humanístico. Cuando Luis XIV
dijo: «L'état c'est moi», realizó un
acto de afirmación de su voluntad
humana. El estilo de la monarquía
absoluta de Luis XIV y de todas las
monarquías de los siglos XVII y XVIII
que guardan semejanza con ella, no puede
encontrar una expresión más
característica que la de la
autoafirmación humanística. La
Revolución francesa respondió a esta
autoafirmación del poder monárquico con
la autoafirmación humanística de la
democracia; el pueblo dijo: «L'état
c'est moi»; al rebelarse contra la
monarquía, estaba afirmando que el
estado era él. A una autoafirmación
humanística se contrapone otra, la
democracia humanística es la respuesta a
la monarquía humanística. Esta última no
puede durar indefinidamente y ha de
terminar. Cuando el hombre se desliga de
los fundamentos sobrehumanos de su vida,
cuando se afirman únicamente los
principios humanos del poder, comienza
el proceso interior de la revolución,
que ha de llevar al hombre al último
estadio humanístico: la democracia
revolucionaria. En Occidente, este
proceso adopta su forma clásica en la
Revolución francesa, pero también la
caída de la monarquía absoluta rusa se
debió al hecho de que en ella se
desarrolló el proceso de la
autoafirmación humana, que llegó al
extremo en la monarquía de Nicolás II y
que había de provocar el proceso de
autoafirmación revolucionaria como
castigo natural de la autoafirmación
humana de la monarquía.
Vemos, pues, que en los estados del
período renacentista de la historia
aparecen dos fenómenos característicos:
la monarquía humanística y la democracia
igualmente humanística. Al mismo tiempo,
este período se caracteriza por la
formación de los estados nacionales en
cuanto organismos cerrados. A nuestro
entender, ahora estamos entrando en el
período de la crisis y del final de los
estados nacionales renacentistas. Si la
monarquía humanística había de
transformarse en democracia humanística,
ahora viene el período en el que se
tambalean los fundamentos de ambas, y
empiezan a manifestarse principios que
ya no son humanísticos, sino, en el
fondo, no humanos, que se alzan a la vez
contra ambas formas humanísticas del
estado. El destino de los estados, tanto
del ruso (en el que ha tenido lugar la
revolución) como de los europeos, entra
en un período de crisis profunda. En
Occidente, las democracias humanísticas,
con su desacreditado parlamentarismo y
su mecánica del sufragio universal,
están en crisis. Esta crisis se ha
iniciado hace tiempo, pues ya se
advertía el carácter mecánico de este
ordenamiento, su corrupción interior y
la imposibilidad interna de vivir de
estos principios humanísticos
formalistas. Es evidente que ha de
surgir un principio orgánico que
sustituya a aquéllos. No es casual que
empiecen a aparecer concepciones que se
remiten al medioevo, por ejemplo, la de
la representación corporativa. Esta se
basa en la idea de que la sociedad
humana ha de componerse no de átomos;
sino de corporaciones orgánicas,
semejantes a las artes medievales, las
cuales han de poseer sus
representaciones orgánicas. Es una
especie de retorno, sobre nuevas bases,
al ordenamiento corporativo medieval.
Esta idea va ligada a la crisis del
estado parlamentario, que no satisface,
en el fondo, a nadie. También en la idea
de representación corporativa
encontramos elementos válidos y
aprovechables. Todos los grandes estados
han comenzado a aspirar a una política
mundial imperialista. En el imperialismo
se lleva a cabo una disociación entre
los principios humanísticos y el estado
nacional; el imperialismo engendra la
voluntad de poder, que al final aspira
al dominio universal. En él se halla
también en germen el principio del
superhombre, el mismo principio que
aparece en el colectivismo.
La crisis y el final del Humanismo se
experimentan también en el ámbito de la
vida moral. Por otra parte, asistimos,
sin duda, al final de la moral
humanística, que era considerada como la
más elevada realización de la vida moral
de toda la historia moderna. Esta moral
humanística va aproximándose a su final
a través de toda una serie de fenómenos
que acontecen a finales del siglo XIX y
principios del XX. Su final definitivo
se revela a través de la guerra mundial
y de las consecuencias de esta última,
pero la moral humanística, con todas sus
ilusiones, ha empezado a declinar mucho
antes.
El golpe más terrible le es inferido por
Nietzsche, que puso de manifiesto sus
contradicciones. Toda la corriente de
cultura espiritual ligada a Nietzsche
puso en cuestión los mandamientos del
humanismo, de tal manera que el centro
de atención ya no se sitúa en el hombre,
ni tampoco en sus intereses, su bien, o
sus necesidades. Esta convulsión que
afecta a la moral humanística se
manifiesta también en otras direcciones.
Por una parte, es indudable que las
corrientes anárquico-revolucionarias de
origen humanístico destruyen esta moral;
por otra, las corrientes
místico-religiosas surgidas a caballo de
los siglos XIX y XX sacuden asimismo los
fundamentos de la moral humanística,
asignan a la moral una finalidad
sobrehumana y comienzan a negar la
autosuficiencia de los principios
humanos.
El reino humanístico termina, aquel
reino de la humanidad del que hablaba
Herder, cuando enseñaba que la humanidad
es el fin supremo de la historia
universal. Este reino humanístico sólo
era posible en una situación intermedia
y su existencia daba a entender que aún
no había llegado la división hasta los
estratos últimos y más profundos. Tal
reino es posible en los estratos más
superficiales de la cultura, cuando la
conciencia humana no se plantea aún el
problema del destino último de aquélla,
cuando todo el edificio cultural
mantiene un cierto equilibrio y no se
divide en polos opuestos, ni se
descompone en principios contrastantes.
Este equilibrio existe en el período
humanístico de la historia y hace
posible el florecimiento de la cultura.
En cambio, cuando se plantea el problema
último y extremo, la cultura trasciende
los confines humanos y sobreviene la
división del reino humano en principios
polares opuestos. Entonces desaparece
aquel reino humano intermedio. Nietzsche
pone fin al humanismo justamente porque
plantea el problema último; Marx pone
fin al humanismo porque plantea un
problema último: el de la
«sociabilidad». También la religión
humanística se descompone por sí misma,
pues formula tareas últimas y
definitivas que no pueden quedar
confinadas en un reino puramente humano.
Hemos hablado ya de Goethe, figura
culminante de un reino y de una cultura
humanísticos no disociados todavía de
los principios divinos y que acoplan de
un modo armónico lo divino y lo humano.
El humanismo de Goethe tenía un
fundamento religioso-interior, pero
Goethe, con toda su sabiduría
espiritual, se situaba, no obstante, en
el reino humano intermedio, su arte
sublime y su gran conocimiento de la
naturaleza no alcanzaban los últimos
límites. En la conciencia de Goethe no
había nada de apocalíptico, nada que se
refiriese a los destinos últimos del
hombre y del mundo; la vida de Goethe
fue el florecimiento supremo de la
creatividad humana antes del
advenimiento de esta nueva sensibilidad
para la dimensión catastrófica de la
existencia, fue la revelación suprema de
la creatividad humanística.
Después de él, después de este humanismo
genuino en el sentido más elevado de la
palabra, después de este humanismo
verdaderamente grandioso, ligado a una
imagen clara de la naturaleza, el
humanismo de la cultura alemana que vive
a caballo de los siglos XIX y XX se
vuelve cada vez más difícil; comienza el
proceso fatal de la corrupción interior,
de la dicotomía, de la marcha hacia la
catástrofe, de la erupción volcánica en
el seno de la historia, y no hay
posibilidad ya de volver al grandioso
reino humanístico del pasado. El retorno
a la moral, al arte y al conocimiento
humanísticos se vuelve imposible; en el
destino del hombre ha ocurrido una
catástrofe irreparable, la catástrofe
del resquebrajamiento de su
autoconciencia, la catástrofe inevitable
que constituye el paso de su
autoafirmación humana a su autonegación,
la catástrofe del abandono, del
desarraigo, de la alienación de la vida
natural. Este proceso es la terrible
revolución que se desarrolla durante
todo un siglo, que pone fin a la
historia moderna y que inaugura una
nueva era. |