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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
Nicolás Berdiaev
El sentido de la historia
 
Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 - Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 -Capítulo 9 - Capítulo 10 - Apéndice
 
Capitulo 8
 
Experiencia de la filosofía del destino humano

EL FIN DEL RENACIMIENTO Y LA CRISIS DEL HUMANISMO

El advenimiento de la máquina


Nos enfrentamos ahora con el tema central de estas lecciones sobre la filosofía de la historia, el tema del final del Renacimiento y de la crisis del humanismo. Para nosotros, la época en la que entramos señala el final del período renacentista de la historia. El hecho de que la energía renacentista de la historia moderna se haya agotado y de que el espíritu creador del Renacimiento se haya apagado poco a poco, para ser sustituido por un espíritu diferente, exige una explicación particular. Para comprender la esencia profunda de este proceso hay que remitirse al fundamento primario de todo el proceso histórico, tal como lo hemos delineado anteriormente.

En la base del proceso histórico está la relación del espíritu humano con la naturaleza y el destino del espíritu humano que se realiza a través de estas relaciones recíprocas con la naturaleza. Esta es la trama originaria del proceso histórico. En la historia de las relaciones entre el hombre y la naturaleza podemos establecer tres períodos: en primer lugar, el período primitivo, precristiano, pagano, caracterizado por el hecho de que el espíritu humano se halla todavía inmerso en el elemento natural y fundido de un modo inmediato y orgánico con la naturaleza. Es el primer estadio en las relaciones entre el hombre y la naturaleza, y, en él, el hombre percibía la naturaleza desde una perspectiva animista; el segundo período es el cristiano: se prolonga durante toda la edad media y se desenvuelve bajo el leitmotiv de la lucha heroica del espíritu humano contra los elementos y las fuerzas de la naturaleza. La característica de este período es una aversión por la naturaleza, una conversión del espíritu a la interioridad, una consideración de la naturaleza como fuente de pecado y de esclavización del hombre por los elementos inferiores; el tercer período comienza con el Renacimiento y viene caracterizado por una reconversión del espíritu humano a la vida natural. Pero esta reconversión se distingue claramente de la comunión inmediata con la naturaleza que existía en los albores de la historia universal, en el primer estadio de la interacción entre el espíritu y la naturaleza. En el Renacimiento nos encontramos no con la lucha espiritual del medioevo y del período más cristiano de la historia contra los elementos de la naturaleza, sino con una lucha en orden a someter y conquistar las fuerzas naturales para transformarlas en instrumentos al servicio de los fines, de los intereses y del bienestar del hombre.

La conversión a la naturaleza, que comenzó en el Renacimiento, no aparece desde el primer momento tal como la hemos descrito: al principio sólo era una contemplación artística y cognoscitiva de los misterios de la naturaleza. Sólo a continuación se desarrolla una relación nueva del hombre con la naturaleza; la naturaleza exterior es sometida al hombre y conquistada por él, y de aquí resulta una transformación en la naturaleza del hombre mismo. La sumisión de la naturaleza exterior no sólo cambia esta misma naturaleza, no sólo plasma un ámbito nuevo, sino que también transforma al hombre mismo. Bajo el influjo de este proceso, el hombre se transforma de un modo profundo y radical y tiene lugar el paso del modelo orgánico del hombre al mecanicista. Si en el estadio precedente era característica la relación orgánica del hombre con la naturaleza y el ritmo de la vida humana respondía al de la vida de la naturaleza; si la vida material del hombre era una vida orgánica, a partir de un cierto momento de la historia sobreviene un cambio radical: el paso al modelo mecanicista y mecanizado de la vida.

La historia del período renacentista, que dura algunos siglos, no enlaza con el Renacimiento en el sentido estricto del término. Los siglos XVI, XVII y XVIII son un período de transición en el que el hombre se considera libre del organismo (natural) y no está aún sujeto al mecanismo, un período en el que las energías humanas han sido puestas en libertad para una actividad creadora. El hombre ha salido de las entrañas de la vida orgánica social e individual, se ha liberado de las cadenas, se ha diferenciado y ha cortado el vínculo que le unía al centro orgánico al que antes estaba sometido. Pero aún no se ha constituido un nuevo vínculo y una nueva soldadura con un nuevo centro, aún no ha aparecido el mecanismo como estructura nueva a la que ha de subordinarse el hombre. Este período, tan rico de contenido, se nos presenta como la manifestación más libre del juego de las fuerzas creadoras del hombre, el cual ya no está sujeto al viejo centro orgánico, pero tampoco depende aún del centro mecánico.

¿Qué ha acontecido en la historia que ha cambiado radicalmente toda la estructura y el ritmo de la vida y que, a ritmo acelerado, ha provocado el final del renacimiento, que ya empieza a constatarse en el siglo XIX y que ha llegado a su apogeo en el siglo XX? A nuestro entender, ha acontecido la más importante revolución que registra la historia, una crisis de la humanidad entera, una revolución sin hechos significativos externos fechables en tal o cual año, como la Revolución francesa, pero incomparablemente más radical: nos referimos a la transformación ligada a la introducción de las máquinas en la vida de las sociedades humanas. En nuestra opinión, el advenimiento triunfal de la máquina es una de las mayores revoluciones que han tenido lugar en la historia humana. Aún no somos lo suficientemente conscientes de este hecho. Con el advenimiento de la máquina comienza una transformación que afecta a todas las esferas de la vida; ocurre algo así como un desarraigo del hombre de las entrañas de la naturaleza y tiene lugar un cambio en el ritmo global de la vida.

Anteriormente, el hombre estaba ligado orgánicamente a la naturaleza y su vida social se desenvolvía en armonía con la vida de aquélla. La máquina transforma radicalmente esta relación entre el hombre y la naturaleza, se interpone entre ambos, y no sólo somete los elementos naturales al hombre, sino que también esclaviza al hombre mismo: si bien lo libera en un cierto sentido, lo encadena a una nueva servidumbre. Si, anteriormente, el hombre dependía de la naturaleza, si su vida era precaria a causa de esta dependencia, la invención de la máquina y la mecanización de la vida que ello lleva consigo la enriquece por una parte, pero, por otra, crea una nueva forma de dependencia y de esclavitud mucho más fuerte que la que supone la dependencia inmediata del hombre con respecto a la naturaleza. En la vida humana entra una fuerza misteriosa, casi extraña al hombre y a la misma naturaleza, un tercer elemento que no es natural ni humano adquiere un terrible poder sobre ambos. Esta nueva y terrible fuerza mina las formas naturales del hombre, lo somete a un proceso de desmembramiento, de división, en virtud del cual el hombre, en un cierto sentido, pierde su ser natural. Y ésta es la fuerza que más ha contribuido a poner fin al Renacimiento.

Nos encontramos aquí con una paradoja, muy extraña y enigmática, cuya comprensión nos hará entender muchos aspectos de la historia moderna . Esta paradoja consiste en el hecho de que la época renacentista de la historia ha comenzado con la conversión a la naturaleza, con la búsqueda de formas naturales perfectas, como ocurrió con el arte y con el saber del Renacimiento. Se quería naturalizar, hasta cierto punto, la vida social del hombre. Esta conversión abría una nueva era, que debía reemplazar a la lucha medieval del hombre contra la naturaleza, a la aversión medieval por la naturaleza, pero la evolución ulterior del Renacimiento, del humanismo, revela en esta conversión un principio que separa al hombre de la naturaleza de un modo mucho más profundo y radical de lo que lo había hecho en el medioevo.

Leonardo da Vinci es uno de los mayores genios del Renacimiento, no sólo en el arte, sino también en la ciencia, un espíritu paradigmático para el estudio del hombre renacentista y la causa primera de muchas cosas que acontecieron durante el Renacimiento. Leonardo da Vinci, que buscaba en la naturaleza las fuentes de las formas perfectas del arte y del saber y que expuso sus teorías al respecto quizá con más extensión que otros, fue uno de los responsables del proceso gradual de mecanización de la vida humana que puso fin a la relación entre el hombre y la naturaleza propia del Renacimiento, separó al hombre de la naturaleza, e interpuso entre ambos la máquina, mecanizando la vida humana y enclaustrando al hombre en la cultura artificial que estaba creándose en este período. De este modo, la conversión renacentista a la naturaleza, que no partía del hombre espiritual y sólo tenía en cuenta al hombre natural, no pudo preservar al hombre del proceso que había de separarlo de la naturaleza y desintegrarlo y pulverizarlo como ser natural. Al final de la historia moderna, este proceso adquiere un ritmo acelerado y constituye un fenómeno completamente nuevo y contrario al punto de partida del Renacimiento.

Este proceso de agotamiento de las energías creadoras del hombre como consecuencia de su separación del núcleo espiritual de la vida y de la conversión definitiva a la periferia de la misma va acompañado de la muerte de todas las ilusiones humanísticas. La imagen del hombre, su personalidad, forjada por el cristianismo durante el medioevo, vacila y se corrompe. Durante la primera parte del Renacimiento se abre un respiradero a la acción creadora del hombre espiritual, pero, a continuación, el hombre natural, disociado del espiritual, no pudo mantener incólume su personalidad y perdió el contacto con la fuente inagotable de la creatividad. El centro de gravedad del hombre se desplaza hacia la periferia de la vida, y el hombre concentra todas sus fuerzas en la edificación de un reino mecanizado y automático.

La potenciación de la creatividad humana depende de la manifestación en el hombre del principio profundo, sobrehumano, divino. Cuando el hombre se separa de este principio divino, cuando bloquea dentro de sí el acceso a éste último y se cierra a él, cuando se derrumba en su interior la imagen del hombre, su vida comienza a perder contenido y su voluntad queda sin objeto. La fuente creadora y la meta suprema, que no pueden tener una realidad meramente humana, desaparecen, las fuentes de la creatividad se secan, el objeto de esta creatividad se esfuma. Hay un agotamiento de las fuentes vitales de la creatividad, la cual no tiene únicamente una dimensión humana, sino que es también sobrehumana; se desvanecen los fines y el objeto de la creatividad, los cuales se mueven, como hemos dicho, en la esfera de lo humano y de lo sobrehumano. Todo esto supone una desintegración del hombre, pues él se aniquila a sí mismo por una necesidad interna y se niega a sí mismo al autoafirmarse de un modo exclusivista; son consecuencias necesarias de su no reconocimiento del principio supremo, de su postura de autosuficiencia. Para afirmarse a sí mismo hasta el fondo y no separarse de la fuente y la meta de la creatividad, el hombre ha de afirmar también a Dios. Cuando no lleva en sí la imagen de la suprema Naturaleza divina, pierde toda configuración, comienza a sucumbir ante los procesos y los elementos inferiores y su naturaleza empieza a desmembrarse en sus diferentes elementos: el hombre comienza a subordinarse a la naturaleza artificial que él mismo ha creado, a la naturaleza de la máquina, y esto lo despersonaliza, lo debilita, lo destruye.

Para poder consolidarse, la individualidad y la persona del hombre deben reconocer su vinculación al principio más elevado que hay en ellas mismas, han de reconocer la existencia de un principio diferente, divino. Cuando la persona humana no está dispuesta a admitir nada fuera de sí misma, se autodestruye y se desintegra, permitiendo la irrupción de los elementos inferiores de la naturaleza y reduciéndose a éstos. Cuando no admite nada fuera de sí mismo, el hombre deja de experimentarse a sí mismo, pues para hacerlo ha de aceptar un no-yo, para ser una individualidad auténtica ha de admitir, además de la persona y de la individualidad de los otros, la personalidad divina. Sólo así podrá llegar a comprender verdaderamente su individualidad; por el contrario, una autoafirmación ilimitada que no está dispuesta a admitir nada que esté por encima de ella misma (tal como aparece en el proceso humanístico) conduce a la ruina del hombre.

El humanismo se rebela contra el hombre y contra Dios. Si no existe nada por encima del hombre, si no hay nada superior a él, si el hombre ignora cualquier principio situado más allá del ámbito humano, no podrá comprender ni aceptar tampoco el propio ser. La negación del principio supremo conduce fatalmente a una sumisión del hombre a los principios inferiores, que no son sobrehumanos, sino subhumanos. Es el resultado inevitable del largo camino del humanismo ateo. El individualismo que no conoce límites ni se somete a nada mina la individualidad. En los últimos frutos de la historia moderna contemplamos la extraña y misteriosa tragedia del destino humano: por una parte, nos encontramos con una nueva idea de la individualidad, desconocida en la época precedente y que descubre una dimensión nueva de la cultura e introduce valores nuevos; por otra, contemplamos un debilitamiento nunca visto de la individualidad humana. Esta individualidad viene destruida por un individualismo ilimitado y desenfrenado, y el resultado efectivo de todo el proceso humanístico de la historia es que el humanismo se transforma en antihumanismo.

Para comprender en toda su viveza este tránsito del humanismo hacia su contrario, dirijamos nuestra atención hacia dos personalidades claves en los últimos decenios del siglo XIX y principios del XX, dos individuos geniales que pertenecen a polos opuestos de la cultura humana y no tienen nada en común, dos representantes de actitudes espirituales totalmente diferentes y contrarias, pero que dejaron una impronta igualmente decisiva sobre los destinos de la humanidad: uno, sobre las individualidades más relevantes de la cultura espiritual; otro, sobre las masas humanas. Nos referimos a Nietzsche y a Marx.

Estos dos hombres no se encontraron nunca ni en ningún punto, y sus teorías son opuestas entre sí, pero tienen en común una cosa: ambos ponen fin al humanismo e inauguran la era del antihumanismo. En ellos, la autoafirmación del hombre conduce a la negación del mismo, pero por caminos absolutamente diferentes. En Nietzsche, que es a la vez heredero directo del humanismo y víctima sacrificada por los pecados de aquél, el humanismo termina de un modo individualista; en su persona y en su destino, la historia moderna paga por los errores cometidos en los orígenes del humanismo. En Nietzsche, éste termina su historia borrascosa y trágica; lo vemos en las palabras de Zarathustra: «El hombre es una vergüenza y un deshonor que deben ser superados». En Nietzsche, la superación del humanismo por el antihumanismo y el paso de aquél a éste tiene lugar a través de la idea del superhombre. En el apogeo de la cultura, el humanismo acaba en la idea del superhombre. En el camino antihumanístico, el hombre es negado, en cuanto vergüenza y deshonor, en nombre del superhombre; aquí encuentra su expresión una exigencia impetuosa y apasionada del superhombre. Pero el modo en que Nietzsche hace el tránsito al superhombre significa la negación del hombre y del valor propio de la persona de la figura humana, un valor que es absoluto. Nietzsche niega lo que fue uno de los más profundos fundamentos de la revelación cristiana, lo que ella introdujo en la vida espiritual: el valor absoluto del alma humana. Para él, el hombre sólo es un momento pasajero, un instrumento para que se manifieste al mundo un ser superior, una cosa que ha de sacrificarse totalmente a este superhombre, algo que viene negado y rechazado en nombre de aquél. Nietzsche se alza contra el humanismo en cuanto que constituye el mayor obstáculo en el camino de la afirmación del superhombre. Aquí tenemos un corte en el destino del individualismo humanístico.

Después de Nietzsche, que puso radicalmente de relieve las contradicciones del humanismo, ya no es posible un retorno a éste. El humanismo europeo llega a su fin en las cimas de la cultura espiritual y muere el reino humanístico, el reino de la pura humanidad. Una cultura que desarrolle ciencias y artes humanísticas se vuelve ya imposible. Nietzsche inaugura espiritualmente una nueva era, la cual lleva consigo la más profunda crisis del humanismo. Las corrientes espirituales profundas surgidas después de Nietzsche no poseen carácter humanístico y se tiñen claramente de misticismo religioso. Los principios humanísticos pasan de moda y resulta ya imposible llevarlos a la práctica. En el proceso de profundización de la nueva actitud vital viene rechazada y puesta en segundo plano la cultura de tipo humanístico.

Este es el derrumbamiento del humanismo en Nietzsche, una de las personalidades más geniales de todas las épocas, cuyo destino trágico marcó el final del humanismo. Pero Nietzsche experimentaba todavía una especie de nostalgia apasionada por el Renacimiento, y el hecho de que las energías del Renacimiento se hubiesen agotado constituía para él motivo de aflicción. Sentía en sí mismo el agotamiento de las fuerzas del Renacimiento y esto lo podemos ver en el modo en que idealiza la figura de César Borgia. Al referirse a esta figura de la época renacentista, Nietzsche trataba de restaurar las energías que se agotaban y de crear en cierto modo la posibilidad de un nuevo Renacimiento. Pero la genial individualidad creadora de Nietzsche no significó un nuevo Renacimiento, un retorno vital de aquél, sino su crisis y su final. En Nietzsche, que con tanta pasión y energía afirmó la individualidad creadora, poniendo en ello una audacia apenas igualada por ningún otro, la imagen del hombre se oscurece y aparecen los rasgos de la imagen aún misteriosa pero terrorífica del superhombre, rasgos que apenas se intuyen y en los que existe una cierta esperanza auténticamente religiosa en una condición superior, pero también y al mismo tiempo, la posibilidad de una religión anticristiana, atea, satánica.

En Marx, personaje dotado de una mente extraordinariamente aguda y de una gran energía, en nada semejante a la personalidad artística y seductora de Nietzsche, experimentamos con no menos violencia el final del Renacimiento y la crisis del humanismo. Mientras que en Nietzsche tiene lugar la autonegación individualista del hombre y del humanismo, en Marx acontece la autodescomposición colectivista del humanismo y el derrumbamiento colectivista de la imagen del hombre. Al igual que Nietzsche, Marx tampoco puede mantenerse en lo humano, en la afirmación del hombre y de su individualidad: también él pasa a lo no humano y a lo sobrehumano, entendidos evidentemente de un modo distinto al de Nietzsche. También Marx niega el valor autónomo de la individualidad y de la persona humana y rechaza las enseñanzas de la revelación cristiana sobre el alma y su valor absoluto. Para Marx, el hombre es sólo un instrumento al servicio de la manifestación de principios no humanos y sobrehumanos y, en nombre de tales principios, declara también la guerra a la moral del humanismo: en nombre de la edificación del reino no humano y sobrehumano del colectivismo es predicada la crueldad para con el hombre y para con el prójimo. Estas dos figuras antípodas, estos dos fenómenos polares, representan dos finales diferentes del período renacentista de la historia, dos consecuencias de la crisis del humanismo, dos formas de degeneración del humanismo en antihumanismo, dos modos de destrucción del hombre.

También Marx es hijo de la autoafirmación, de la soberbia del hombre que se rebela contra Dios, que se eleva a sí mismo y a su voluntad a la condición de voluntad suprema. Marx empieza por rechazar metódicamente todo principio sobrehumano: no en vano sus supuestos filosóficos se basan en el antropologismo de Feuerbach, para el cual Dios es una proyección del hombre y los misterios de la religión se reducen, en definitiva, a los misterios de la naturaleza humana. Este camino de la autoafirmación, de la soberbia, de la afirmación de la voluntad humana como voluntad suprema, conduce al derrumbamiento interior del hombre. Aquí, como en Nietzsche, quedan delineados los inciertos contornos del advenimiento futuro del superhombre, en cuyo nombre se niega al hombre, así como los inciertos pero terroríficos perfiles del colectivo inhumano en cuyo nombre se procede a la misma negación. El hombre es considerado como un medio y un instrumento al servicio del colectivo inhumano, del que está ausente toda humanidad; la figura humana ha de ser sometida a un nuevo «todo» colectivo que extiende sus horribles tentáculos sobre todos y sobre todo y niega el valor autónomo de todo lo que es puramente humano, de todas las cualidades características del hombre. Para Marx, los preceptos de la moral humanística carecen de valor; esta moral es la vieja moral burguesa del período renacentista de la historia y toda la cultura humanística es, en definitiva, burguesa. En el antiguo reino burgués habían sido proclamados los derechos del hombre, pero este reino está condenado a desaparecer, se descompone, y en su lugar surgirá un reino nuevo, no humanístico ni humano, en el cual existirá una nueva moral y una nueva cultura, no humana ni tampoco humanística, que irá acompañada de un nuevo «arte» y una nueva «ciencia» igualmente no humanas: este es el terrible «colectivo» que ha de venir.

En Marx y en Nietzsche aparecen los límites del humanismo en los bajos fondos de la masa y en las cimas de la cultura respectivamente. Estos dos personajes, que dejaron una terrible impronta en los últimos decenios de la vida de la humanidad en Occidente y en nosotros, han aportado algo cuya comprensión será de gran utilidad para entender en su íntima esencia el proceso de degeneración del humanismo. En Marx se vuelve la espalda de un modo definitivo a los más sagrados principios del Renacimiento. Si Nietzsche experimenta todavía nostalgia por las grandes obras del Renacimiento y quiere restaurar sus fuentes, Marx no siente en absoluto esta nostalgia, declara la guerra a las mismas fuentes originarias del Renacimiento y considera todas sus creaciones como la superestructura ideológica de una base económica dominada por la explotación del hombre por el hombre.

Las energías del Renacimiento se agotan, la crisis del humanismo llega a su fin. La alegría de vivir, propia del período renacentista de la historia humana, pululante del libre juego de las fuerzas, desaparece y ya no volverá nunca más. En el período siguiente comienzan a vacilar el ideal de la naturaleza y el del hombre, a la vez que la introducción de la máquina en la vida humana adquiere una importancia colosal en la transformación de esta misma vida. El cambio que contemplamos en Marx tiene una relación directa con la introducción de la máquina en la vida del hombre; este hecho ha sorprendido a Marx hasta tal punto, que lo coloca en la base de su Weltanschauung, lo considera como el hecho fundamental de toda la historia humana y explica su extraordinaria importancia para el destino humano.

El final del Renacimiento depende del hecho de que el proceso de democratización vuelve esencialmente precaria la posibilidad misma de un renacimiento y, en último análisis, la niega, pues el Renacimiento es, por su misma naturaleza, aristocrático. En nuestra opinión, el humanismo todo y el reino del ideal humanista son, por su misma esencia, aristocráticos. La democratización de la cultura y el acceso a ella de las masas transforma toda la estructura de la existencia y hace imposible este reino humano y aristocrático. Este proceso cambia totalmente la dirección de la historia humana.

Al final de la época moderna, en el período de la crisis del humanismo, el hombre experimenta una soledad, un abandono y un aislamiento profundos. En los siglos intermedios, el hombre vivía en el interior de las corporaciones, en un todo orgánico en el que no se sentía átomo aislado, sino parte de un todo al cual estaba ligado su destino. En el último período de la historia moderna, todo esto desaparece. El hombre moderno se aísla y, al transformarse en un átomo separado de la totalidad, siente un terror inexpresable e intenta superarlo reuniéndose en entidades colectivas, a fin de salir de la soledad y del abandono que amenazan con arruinar su existencia y provocan en él un hambre espiritual y material. Por este motivo y de esta atomización nace el proceso de conversión al colectivismo, la tentativa del hombre de crear un principio nuevo que le ayude a salir de su soledad.

El hombre que entra en la historia moderna se siente orgullosamente seguro de sí y de aquí nace su autoconciencia y su confianza ilimitada en sus fuerzas creadoras, en su capacidad de plasmar la vida por medio del arte, en su poder cognoscitivo para penetrar los secretos de la naturaleza. Esta seguridad en sí mismo ha comenzado a debilitarse ya desde hace tiempo para ser sustituida por una conciencia de la limitación de las fuerzas humanas, del poder creador del hombre; aparece entonces la dicotomía del hombre, la autorreflexión del hombre sobre sí mismo. La seguridad y la autoafirmación individuales devienen colectivas, pero la conciencia de la limitación del poder del hombre en los diferentes sectores y la negación de todo lo que es sobrehumano y de toda vinculación entre el hombre y lo sobrehumano lleva en último extremo al triunfo de la filosofía positivista. Al afirmarse a sí mismo de un modo exclusivista y al desterrar de sí toda realidad superior a él, el hombre mina, a fin de cuentas, la conciencia del propio poder.

Nos encontramos aquí con una de las paradójicas contradicciones del humanismo moderno. Este comenzó afirmando el poder del hombre para realizar creaciones artísticas y científicas, para recrear la sociedad humana en todos los demás sectores; pero esta inmersión exclusivista en sí mismo y este cerrarse a todo lo que es sobrehumano llevó en seguida al hombre a comprender que sus fuerzas no eran ilimitadas. Esta crisis del humanismo había comenzado hacía bastante tiempo y el hombre tenía esta actitud de inseguridad en todos los sectores de la vida. Comencemos por el sector cognoscitivo. El hombre renacentista se abandonaba extáticamente al conocer y abrigaba una fe plena en la cognoscibilidad de los misterios de la naturaleza. Pensaba que el dogma católico ponía límites a su conocimiento y quería liberarse de tal limitación; en la filosofía de la naturaleza, en las ciencias naturales, incluso en la magia, que floreció de diferentes modos durante el Renacimiento, el hombre sentía el poder ilimitado de su capacidad cognoscitiva y no reflexionaba sobre sus instrumentos cognoscitivos ni dudaba de ellos. Este proceso de afirmación exclusiva del poder cognoscitivo del hombre tuvo como consecuencia inmediata el que el conocimiento se separase de los fundamentos religiosos y espirituales supremos a los que estuvo ligado durante el medioevo y en el mundo antiguo y precristiano, y empezó a minar los instrumentos cognoscitivos del hombre.

Aquí da comienzo el proceso reflexivo que encuentra su expresión genial en Kant. Ya aquí se advierten los síntomas espirituales del final del Renacimiento, ya el pathos de Kant es diferente del Renacimiento, ya no es el pathos de la alegría de conocer, de la conciencia de las ilimitadas perspectivas del mismo. Kant reflexiona de un modo apasionado sobre los límites del conocimiento y necesita una justificación crítica del mismo. Esta nueva actitud crítica del hombre en el plano cognoscitivo marca ya el comienzo del agotamiento de las energías del Renacimiento. El impulso cognoscitivo renacentista da lugar al impresionante desarrollo de la ciencia que contemplamos en Galileo y en Newton; en cambio, Kant eleva la ciencia natural matematizada a objeto de la reflexión crítica. Esta labor crítica, que comienza por una actitud de duda frente a los ilimitados poderes cognoscitivos del hombre, da lugar a una lucha sin cuartel contra el antropologismo y contra los principios humanísticos del conocimiento, lucha que se vuelve especialmente encarnizada en Cohen y Husserl. Todas estas corrientes, que combaten el antropologismo filosófico, plantean la cuestión de tal manera que convierten al hombre en un obstáculo para la realización del acto cognoscitivo. Uno de los adeptos y representantes de esta corriente filosófica ha afirmado cosas extrañas y, en apariencia, ridículas: la presencia subjetiva del hombre es el máximo acto cognoscitivo no humano, purificado de toda perspectiva humanística (si derivamos este vocablo de la palabra «hombre»).

Son los síntomas del final y de la superación del Renacimiento y del humanismo en el sector del conocimiento. Hay que decir que Europa experimenta el final del Renacimiento, y quizá de un modo todavía más claro, a través del positivismo, el cual está hoy superado y no cuenta con grandes defensores, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX, en el que jugó un gran papel. El positivismo es un fenómeno antirrenacentista y supone una crisis del humanismo. Comte, un pensador mucho más notable de cuanto pueda hacer suponer la corriente positivista que él ha inspirado, constituye un claro fenómeno de retorno a ciertos elementos del medioevo. El positivismo de Comte fue una vuelta a los siglos medievales y una tentativa de poner fin al libre juego de las fuerzas (tan característico del Renacimiento) en los sectores del conocimiento, de la vida espiritual y de la vida social. Comte quiere superar lo que él llama la «anarquía intelectual» ligada a la Revolución francesa; quiere pasar del modelo crítico de la vida al modelo orgánico, es decir, busca una centralización espiritual, una sumisión forzada del hombre moderno a un determinado centro espiritual, como ocurría en el medioevo; quiere poner fin a la arbitrariedad individualista, a la manifestación autónoma y anárquica de las energías creadoras. Al igual que Marx, quiere someter la vida a un determinado centro coercitivo, pero ve este último en la aristocracia intelectual de los sabios. Comte quiere crear una religión positivista, para la cual toma en empréstito todas las formas del culto católico medieval: el culto a los santos positivistas, el calendario positivista, la reglamentación religiosa de la vida, la creación de una jerarquía de sabios; todo esto constituye un retorno a un catolicismo sin Dios. Todas las formas católicas son aprovechadas, pero la fe en Dios es sustituida por la fe en el ser supremo que es la humanidad, en cuyo nombre viene instituido el culto del «eterno femenino». Comte erige un altar a este ser en su propia casa, demostrando así cómo la naturaleza religiosa del hombre no puede ser sofocada por ninguna invención positivista.

Este es un fenómeno de retorno parcial al espíritu medieval, y el final del individualismo típico de la época renacentista. El positivismo pone límites a las posibilidades cognoscitivas del hombre y no permite que se sobrepasen tales límites, lo cual se opone evidentemente al espíritu renacentista. Al igual que en Comte, en el socialismo utópico de Saint-Simon se advierte este final del Renacimiento. También este socialismo supone una profunda reacción contra la Revolución francesa, la filosofía del siglo XVIII, el humanismo liberal. Si bien es cierto que la religión atea de Comte, al igual que la religión de Saint-Simon, no tienen nada en común con el medioevo, también lo es que Saint-Simon se alza contra la labor crítica hecha por la Ilustración y por la Revolución francesa y quiere crear un sistema de vida semejante al sistema teocrático de los siglos medievales. No es casual que Saint-Simon y Comte tuviesen en alta estima a de Maistre, que representa una reacción genial contra el siglo XVIII y la Revolución y una tentativa de retorno al espíritu medieval; al fin y al cabo, dos pensadores trataron de superar espiritualmente el individualismo.

Este fenómeno del Renacimiento que termina acontece asimismo en la vida del estado y también aquí resulta muy interesante. Toda la historia moderna no sólo posterior, sino también anterior a la Revolución francesa, se caracteriza por la existencia de las monarquías humanísticas. El estado de Luis XIV es un estado humanístico. Cuando Luis XIV dijo: «L'état c'est moi», realizó un acto de afirmación de su voluntad humana. El estilo de la monarquía absoluta de Luis XIV y de todas las monarquías de los siglos XVII y XVIII que guardan semejanza con ella, no puede encontrar una expresión más característica que la de la autoafirmación humanística. La Revolución francesa respondió a esta autoafirmación del poder monárquico con la autoafirmación humanística de la democracia; el pueblo dijo: «L'état c'est moi»; al rebelarse contra la monarquía, estaba afirmando que el estado era él. A una autoafirmación humanística se contrapone otra, la democracia humanística es la respuesta a la monarquía humanística. Esta última no puede durar indefinidamente y ha de terminar. Cuando el hombre se desliga de los fundamentos sobrehumanos de su vida, cuando se afirman únicamente los principios humanos del poder, comienza el proceso interior de la revolución, que ha de llevar al hombre al último estadio humanístico: la democracia revolucionaria. En Occidente, este proceso adopta su forma clásica en la Revolución francesa, pero también la caída de la monarquía absoluta rusa se debió al hecho de que en ella se desarrolló el proceso de la autoafirmación humana, que llegó al extremo en la monarquía de Nicolás II y que había de provocar el proceso de autoafirmación revolucionaria como castigo natural de la autoafirmación humana de la monarquía.

Vemos, pues, que en los estados del período renacentista de la historia aparecen dos fenómenos característicos: la monarquía humanística y la democracia igualmente humanística. Al mismo tiempo, este período se caracteriza por la formación de los estados nacionales en cuanto organismos cerrados. A nuestro entender, ahora estamos entrando en el período de la crisis y del final de los estados nacionales renacentistas. Si la monarquía humanística había de transformarse en democracia humanística, ahora viene el período en el que se tambalean los fundamentos de ambas, y empiezan a manifestarse principios que ya no son humanísticos, sino, en el fondo, no humanos, que se alzan a la vez contra ambas formas humanísticas del estado. El destino de los estados, tanto del ruso (en el que ha tenido lugar la revolución) como de los europeos, entra en un período de crisis profunda. En Occidente, las democracias humanísticas, con su desacreditado parlamentarismo y su mecánica del sufragio universal, están en crisis. Esta crisis se ha iniciado hace tiempo, pues ya se advertía el carácter mecánico de este ordenamiento, su corrupción interior y la imposibilidad interna de vivir de estos principios humanísticos formalistas. Es evidente que ha de surgir un principio orgánico que sustituya a aquéllos. No es casual que empiecen a aparecer concepciones que se remiten al medioevo, por ejemplo, la de la representación corporativa. Esta se basa en la idea de que la sociedad humana ha de componerse no de átomos; sino de corporaciones orgánicas, semejantes a las artes medievales, las cuales han de poseer sus representaciones orgánicas. Es una especie de retorno, sobre nuevas bases, al ordenamiento corporativo medieval. Esta idea va ligada a la crisis del estado parlamentario, que no satisface, en el fondo, a nadie. También en la idea de representación corporativa encontramos elementos válidos y aprovechables. Todos los grandes estados han comenzado a aspirar a una política mundial imperialista. En el imperialismo se lleva a cabo una disociación entre los principios humanísticos y el estado nacional; el imperialismo engendra la voluntad de poder, que al final aspira al dominio universal. En él se halla también en germen el principio del superhombre, el mismo principio que aparece en el colectivismo.

La crisis y el final del Humanismo se experimentan también en el ámbito de la vida moral. Por otra parte, asistimos, sin duda, al final de la moral humanística, que era considerada como la más elevada realización de la vida moral de toda la historia moderna. Esta moral humanística va aproximándose a su final a través de toda una serie de fenómenos que acontecen a finales del siglo XIX y principios del XX. Su final definitivo se revela a través de la guerra mundial y de las consecuencias de esta última, pero la moral humanística, con todas sus ilusiones, ha empezado a declinar mucho antes.

El golpe más terrible le es inferido por Nietzsche, que puso de manifiesto sus contradicciones. Toda la corriente de cultura espiritual ligada a Nietzsche puso en cuestión los mandamientos del humanismo, de tal manera que el centro de atención ya no se sitúa en el hombre, ni tampoco en sus intereses, su bien, o sus necesidades. Esta convulsión que afecta a la moral humanística se manifiesta también en otras direcciones. Por una parte, es indudable que las corrientes anárquico-revolucionarias de origen humanístico destruyen esta moral; por otra, las corrientes místico-religiosas surgidas a caballo de los siglos XIX y XX sacuden asimismo los fundamentos de la moral humanística, asignan a la moral una finalidad sobrehumana y comienzan a negar la autosuficiencia de los principios humanos.

El reino humanístico termina, aquel reino de la humanidad del que hablaba Herder, cuando enseñaba que la humanidad es el fin supremo de la historia universal. Este reino humanístico sólo era posible en una situación intermedia y su existencia daba a entender que aún no había llegado la división hasta los estratos últimos y más profundos. Tal reino es posible en los estratos más superficiales de la cultura, cuando la conciencia humana no se plantea aún el problema del destino último de aquélla, cuando todo el edificio cultural mantiene un cierto equilibrio y no se divide en polos opuestos, ni se descompone en principios contrastantes. Este equilibrio existe en el período humanístico de la historia y hace posible el florecimiento de la cultura. En cambio, cuando se plantea el problema último y extremo, la cultura trasciende los confines humanos y sobreviene la división del reino humano en principios polares opuestos. Entonces desaparece aquel reino humano intermedio. Nietzsche pone fin al humanismo justamente porque plantea el problema último; Marx pone fin al humanismo porque plantea un problema último: el de la «sociabilidad». También la religión humanística se descompone por sí misma, pues formula tareas últimas y definitivas que no pueden quedar confinadas en un reino puramente humano.

Hemos hablado ya de Goethe, figura culminante de un reino y de una cultura humanísticos no disociados todavía de los principios divinos y que acoplan de un modo armónico lo divino y lo humano. El humanismo de Goethe tenía un fundamento religioso-interior, pero Goethe, con toda su sabiduría espiritual, se situaba, no obstante, en el reino humano intermedio, su arte sublime y su gran conocimiento de la naturaleza no alcanzaban los últimos límites. En la conciencia de Goethe no había nada de apocalíptico, nada que se refiriese a los destinos últimos del hombre y del mundo; la vida de Goethe fue el florecimiento supremo de la creatividad humana antes del advenimiento de esta nueva sensibilidad para la dimensión catastrófica de la existencia, fue la revelación suprema de la creatividad humanística.

Después de él, después de este humanismo genuino en el sentido más elevado de la palabra, después de este humanismo verdaderamente grandioso, ligado a una imagen clara de la naturaleza, el humanismo de la cultura alemana que vive a caballo de los siglos XIX y XX se vuelve cada vez más difícil; comienza el proceso fatal de la corrupción interior, de la dicotomía, de la marcha hacia la catástrofe, de la erupción volcánica en el seno de la historia, y no hay posibilidad ya de volver al grandioso reino humanístico del pasado. El retorno a la moral, al arte y al conocimiento humanísticos se vuelve imposible; en el destino del hombre ha ocurrido una catástrofe irreparable, la catástrofe del resquebrajamiento de su autoconciencia, la catástrofe inevitable que constituye el paso de su autoafirmación humana a su autonegación, la catástrofe del abandono, del desarraigo, de la alienación de la vida natural. Este proceso es la terrible revolución que se desarrolla durante todo un siglo, que pone fin a la historia moderna y que inaugura una nueva era.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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