Experiencia de la filosofía del destino humano
Capítulo primero
SOBRE LA ESENCIA DE LO HISTÓRICO
La importancia de la tradición
Las catástrofes y los cambios históricos bruscos, que se vuelven
particularmente acerbos en determinados momentos de la historia
universal, han predispuesto siempre a meditar sobre la filosofía de
la historia, a intentar comprender el proceso histórico y a idear
las más diversas teorías para explicarlo. En el pasado, esto ha sido
siempre una constante. San Agustín nos dio la primera gran filosofía
de la historia de la época cristiana y condicionó de una manera
notable las sucesivas sistematizaciones de la filosofía de la
historia; su teoría empalmó con la ruina del mundo antiguo y la
caída de Roma, uno de los momentos más catastróficos de la historia
universal.
La filosofía de la historia de la era precristiana (la primera que
conocemos), la singular filosofía de la historia contenida en el
libro del profeta Daniel, está ligada asimismo a acontecimientos
especialmente catastróficos para los destinos del pueblo hebreo.
Tras la revolución francesa y las guerras napoleónicas, el
pensamiento humano comenzó también a construir los más diversos
sistemas de filosofía de la historia e intentó abarcar y comprender
de algún modo el proceso histórico. En las concepciones del mundo de
De Maistre y de Bonald, la filosofía de la historia ocupa un lugar
importante. Nadie puede negar hoy el hecho de que Rusia, Europa y el
mundo en general están entrando en un período catastrófico de su
historia. Estamos viviendo un viraje histórico gigantesco. Una nueva
época histórica ha comenzado; está cambiando sustancialmente el
ritmo del desenvolvimiento histórico, que ahora es esencialmente
diferente del que seguía la historia de la humanidad antes de la
guerra mundial y de las revoluciones rusa y europea subsiguientes a
ella, ritmo que sólo podemos calificar de catastrófico. En el
subsuelo histórico han aparecido cráteres de lava, todo ha sido
sacudido, y tenemos la impresión de que la realidad «histórica»
experimenta una conmoción particularmente intensa y aguda. A nuestro
modo de ver, esta sensación es razón suficiente para que el
pensamiento y la conciencia del hombre vuelvan a plantearse las
cuestiones fundamentales de la filosofía de la historia y traten de
fundar esta filosofía sobre nuevos cimientos. Estamos entrando en
una época en la que la conciencia humana se ocupará de estos
problemas con más interés que nunca. Nuestro propósito es,
justamente, centrarnos en estos problemas; pero antes de pasar al
núcleo de las cuestiones fundamentales de la filosofía, o mejor, de
la metafísica de la historia, hemos de hacer una introducción sobre
el análisis de la esencia de lo «histórico».
¿Qué es lo «histórico»? Para captarlo, para que el pensamiento se
disponga a percibirlo y a comprenderlo, es necesario pasar a través
de una cierta dicotomización. En las épocas en que el espíritu
humano permanece de un modo íntegro y orgánico en un ambiente
perfectamente cristalizado, estabilizado y sedimentado, no surgen
con la debida agudeza los problemas filosóficos referentes al
movimiento histórico y al sentido de la historia. Vivir en una época
histórica íntegra y estabilizada no favorece en absoluto el
conocimiento histórico, ni la creación de una filosofía de la
historia. Es preciso que ocurra una desintegración, una dicotomía en
la existencia histórica y humana, para que surja la posibilidad de
contraponer el objeto histórico al sujeto; es necesario que aparezca
la reflexión para que dé comienzo el conocimiento histórico y nazca
la posibilidad de construir una filosofía de la historia. De aquí
que, en nuestra opinión, puedan distinguirse tres períodos
fundamentales en las relaciones de la conciencia humana con lo
«histórico». He aquí las relaciones de cada uno de estos períodos
con el conocimiento histórico: en el primero, el hombre vive una
existencia inmediata, integral y orgánica en un determinado
ordenamiento histórico estable. Este es, ciertamente, un período muy
interesante para el conocimiento histórico, pero en él aún no está
presente el germen de tal conocimiento. Es un período en el cual el
pensamiento permanece estático y, por consiguiente, el intelecto
humano percibe muy mal la dinamicidad del objeto del conocimiento
histórico. El segundo período es el momento inevitable (siempre y en
todas partes) de la división, de la desintegración, cuando las
instituciones históricas estabilizadas comienzan a vacilar en sus
mismos fundamentos, cuando empiezan el movimiento histórico, las
catástrofes y los cataclismos históricos, cuyo ritmo es diferente en
cada caso, pero que truncan el orden y el ritmo orgánico de una
existencia integral. Esta división y desintegración comienza cuando,
al no sentirse el sujeto conocedor sumergido inmediata e
integralmente en su objeto histórico, nace la reflexión propia del
conocimiento histórico. Este segundo período es importante para la
ciencia histórica, pero no es favorable para realizar un verdadero
trabajo de construcción de la filosofía de la historia, de reflexión
sobre el proceso histórico, pues en él se produce un distanciamiento
entre el sujeto y el objeto, una abstracción del sujeto reflexivo
con respecto a su existencia inmediata. Aquí tiene lugar la
separación entre esta misma vida interior y lo «histórico»; entre lo
«histórico» y el sujeto cognoscente se establece una contraposición,
que aleja al sujeto de la esencia interior de lo «histórico»: nos
encontramos, pues, con una situación de alienación. En este período
nace la ciencia histórica, y puede surgir incluso el «historicismo»
como punto de vista general sobre la cultura; pero entre lo
«histórico» y el «historicismo» no existe identidad alguna, sino más
bien una enorme diferencia e incluso una oposición; ésta es una de
las paradojas que aparecen en este campo, sobre la que volveremos
con frecuencia. El historicismo, propio de la ciencia histórica, se
aleja frecuente y gustosamente del misterio de lo «histórico», no
conduce al misterio y ha perdido toda posibilidad de comunicarse con
el mismo. El historicismo no comprende lo «histórico»; al contrario,
lo niega. Para poder entrar en comunión con el misterio interior de
lo «histórico» en el cual permanece el hombre de un modo inmediato
en las épocas orgánicas e integrales (sobre las cuales no
reflexiona, en la medida en que las vive de un modo directo), para
poder comprender la naturaleza de lo «histórico», es necesario pasar
por la contraposición entre sujeto cognoscente y objeto cognoscible,
y, a través del misterio de la dicotomía, entrar en comunión de un
modo nuevo con el misterio de lo «histórico». Es preciso retornar a
los secretos íntimos de la vida histórica, a su significado
interior, al alma de la historia, si queremos comprender su realidad
y construir una verdadera filosofía de la historia: es lo que
caracteriza al tercer período, el del retorno a lo «histórico».
Cuando decimos que los momentos catastróficos de la historia son
particularmente favorables para la construcción de una filosofía de
la historia, nos referimos a aquellas catástrofes del espíritu
humano en las que éste, después de experimentar la ruina del
ordenamiento y del orden históricos existenciales, el momento de la
desintegración y de la dicotomía, puede confrontar y contraponer
estos dos momentos (es decir, el de la permanencia inmediata en el
seno de lo «histórico» y el del distanciamiento del mismo) para
pasar a una tercera condición del espíritu, que nos da una
conciencia particularmente aguda, una singular capacidad de
reflexión. Al mismo tiempo, en este tercer período, el espíritu
humano se abre de un modo especial a los misterios de lo
«histórico». La situación más favorable para plantear los problemas
de la filosofía de la historia es justamente ésta. Anteriormente
hemos dicho que el segundo período (a saber, el período de la
dicotomía y de la reflexión, en el que surge el conocimiento
histórico y comienza a construirse una filosofía de la historia)
nunca es lo bastante profundo, ni penetra en los más íntimos
secretos de la historia; para clarificar esta afirmación, hemos de
detenernos a examinar las características de la llamada época de la
Ilustración de la cultura humana.
Al hablar de «Ilustración», no nos referimos únicamente a la del
siglo XVIII, que, en la era moderna, es el período típico de ella. A
nuestro modo de ver, las culturas de todos los tiempos y de todos
los pueblos pasan por un período ilustrado. La evolución de las
culturas de todos los pueblos tiene un cierto carácter cíclico; éste
es un rasgo común a todas ellas, que muestra el desenvolvimiento
orgánico de todas ellas. También la cultura griega, una de las más
importantes que la humanidad haconocido, tuvo su época «iluminista»,
íntimamente análoga a la que vivió la humanidad en el siglo XVIII.
El período de los sofistas es, a su modo, una página de la cultura
griega saturada de las mismas características que distinguieron
después a la época «ilustrada» del siglo XVIII, aunque tenga a la
vez sus rasgos helénicos específicos. En esencia, la época «iluminística»
de la cultura griega destruyó también el carácter sagrado de lo
«histórico», su dimensión tradicional y orgánica y las tradiciones
históricas, como hizo la Ilustración en el siglo XVIII y como hace
cualquier época semejante. Se trata siempre de una época en la que
la razón humana, limitada y, sin embargo, segura de sí, se pone por
encima de los misterios del ser, de los divinos misterios de la
vida, que son como la fuente de donde emanan la cultura y la vida de
todos los pueblos de la tierra. En el período de las luces, la razón
humana comienza a situarse fuera y por encima de estos misterios
inmediatos de la vida. Una característica de tales épocas es el
intento de convertir la insignificante razón humana en juez de los
misterios del universo y de la historia humana. De este modo, el
hombre se ve privado de su instalación inmediata en lo «histórico».
La época ilustrada niega el misterio de lo «histórico», niega lo
«histórico» en cuanto realidad específica, lo descompone, lo somete
a operaciones que lo vacían de su realidad primordial e integral, de
tal manera que el espíritu y la razón del hombre quedan disociados
de lo «histórico». Por eso, la Ilustración del siglo XVIII ha sido
profundamente antihistórica. Si bien la expresión «filosofía de la
historia» ha surgido en este siglo (fue Voltaire quien la utilizó
por vez primera), y en él se escribieron numerosos libros y obras de
historia, la aversión de este siglo por la historia es tan conocida,
que no vale la pena insistir en ello. Todos reconocieron acto
seguido que fue el movimiento romántico, la reacción romántica
contra el iluminismo del XVIII, el que nos puso por primera vez en
comunión con el misterio de lo «histórico» e hizo realmente posible
un conocimiento del movimiento histórico. Sólo esta reacción nos
incorporó espiritualmente a aquella realidad que la Ilustración
había perseguido y suprimido, por ejemplo, a los mitos y tradiciones
de la antigüedad. Esta reacción intentó acercarse a ellos y
comprenderlos, pero a su modo.
La razón «iluminística» propia de los siglos XVIII y XIX es una
razón que se autoafirma y se autolimita. No comunica íntimamente con
la razón subyacente a la historia del mundo, con la razón de la
historia misma, sino que se disocia de las mismas y se erige en su
juez. La razón «iluminística» pretende ser el juez de la razón
orgánica de la historia. Ahora bien, una razón superior no ha de
limitarse a incluir el ámbito de la autoconciencia y de la razón
humana propio de una determinada época orgánica, por ejemplo, los
siglos XVIII y XIX con todos sus defectos y lagunas; la razón ha de
estar también en comunión con la sabiduría primigenia del hombre,
con la sensibilidad inicial del ser y de la vida, que nace en los
albores de la historia humana e, inclusive, de la vida prehistórica,
con la comprensión animista del mundo propia de todos los pueblos al
comienzo de su evolución. Esta sabiduría de las épocas primordiales
pasa después a través de las misteriosas profundidades de la
historia del espíritu humano, a través del cristianismo primitivo y
del medioevo, y llega hasta nuestros días. Sólo una razón semejante
será verdadera, iluminada e iluminadora. En cambio, la razón de la
época de las luces, que ha cosechado muchos triunfos en el siglo
XVIII, sabe muy poco, no está en comunión con casi nada, su grado de
comprensión es muy escaso, y está disociada de la mayor parte de los
misterios de la existencia histórica. Esta ceguera de la razón
«ilustrada» es el castigo interior provocado por su actitud
arrogante, por la autosuficiencia con que se ha colocado por encima
de todo lo humano y de todo aquello que, por su misma naturaleza,
trasciende al hombre.
El triunfo de la razón «ilustrada» dio origen a la ciencia que
contrapone el sujeto cognoscente de la historia al objeto
cognoscible, ciencia que ha avanzado grandemente en esta dirección.
Ella ha llegado a distinguir, recopilar, acumular y conocer
parcialmente muchas cosas, pero todo ello va unido a una profunda
incapacidad de comprender la esencia misma de lo «histórico».
Gradualmente, el objeto cognoscible ha ido alejándose del sujeto
cognoscente, ha sido perdido de vista por él y ha cesado de existir
en su realidad primordial, en virtud de la cual adquiere su carácter
«histórico» y puede revelarnos el misterio de la historia. Este
proceso se manifiesta con especial claridad en el ámbito de la
crítica histórica. Sólo en el siglo XIX se hizo posible una
verdadera ciencia histórica; afirmaciones gratuitas que se hacían en
el XVIII (por ejemplo, que los sacerdotes inventaron la religión
para engañar al pueblo) resultan imposibles de sostener en el siglo
XIX. Este proceso podemos seguirlo mucho más claramente todavía en
los estudios sobre la sagrada Tradición en el campo de la historia
eclesiástica. Se trata de un campo nuevo, que hasta ahora era tabú.
Es interesante contemplar de cerca lo que sucede en él. En el mundo
cristiano, todo está fundado sobre la sagrada Tradición, sobre el
carácter hereditario de esta Tradición. La crítica histórica ha
comenzado ante todo por destruir ésta desde la época de la Reforma.
Fue la Reforma la que empezó a poner en cuestión la sagrada
Tradición, dejó de tenerla en cuenta, y, gracias a la parcialidad
que lleva consigo toda reforma, se atuvo únicamente a la sagrada
Escritura. Esta labor de destrucción de la Tradición sagrada avanzó
cada vez más y, al final, ha llegado a destruir la misma Escritura.
En efecto, la sagrada Escritura es inseparable de la Tradición, y,
una vez rechazada esta última, se impone como consecuencia
inevitable el rechazo de aquélla. Este ejemplo nos muestra cómo la
crítica histórica se ha vuelto absolutamente incapaz de explicar el
misterio mismo del fenómeno religioso. Ha continuado girando en
torno al misterio del nacimiento del cristianismo, pero no ha podido
en modo alguno comprenderlo. La enorme bibliografía alemana
existente en este sector posee el indudable mérito de haber
elaborado todo tipo de materiales, pero niega la posibilidad de
entender este misterio, con lo cual todo se le escapa de las manos y
queda fuera de su campo visual. Un cierto misterio fundamental que
venía dado a través de la comunión con la Tradición, a través de la
comunión del sujeto con el objeto, se disipa para dejar tras sí el
material inerte, el cadáver de la historia. En nuestra opinión, el
mismo proceso que tiene lugar en el ámbito de la crítica de la
historia eclesiástica acontece también en el campo de la historia en
general. En efecto, no sólo existe la sagrada Tradición de la
historia eclesiástica, sino también una tradición sagrada de la
historia en general, de la cultura, así como tradiciones sagradas
interiores. Sólo cuando el sujeto cognoscente mantiene vivo el
vínculo con esta vida interior puede estar en comunión con su íntima
esencia; por el contrario, cuando este vínculo queda cortado, el
sujeto se ve forzado a recorrer hasta el final el camino de la
autonegación. Sólo quedan entonces retazos de historia, pues se ha
producido un desechamiento de las sagradas tradiciones históricas.
Una de las corrientes más interesantes de la filosofía de la
historia fundada por Marx y llamada materialismo económico, tiene el
enorme mérito de haber llevado a sus últimas consecuencias el
proceso de desechamiento de las sagradas tradiciones de la historia,
proceso que había iniciado el iluminismo en la ciencia histórica,
aunque sin llevarlo hasta el final. En este campo sólo conocemos una
corriente que destruya y aniquile hasta sus últimas raíces y de un
modo coherente todo lo que hay de sagrado y de tradicional en la
historia: la concepción marxista de la historia. La puesta en
cuestión del misterio interior de lo «histórico» comenzó en la época
de las luces (en el ámbito religioso, con la Reforma), alcanzó su
apogeo en el siglo XIX y pasó a ser patrimonio común de toda la
ciencia histórica; no obstante, quedó a medio camino. Todas las
corrientes idealistas (en el amplio sentido de la palabra) de la
ciencia histórica no desenmascaran ni destruyen hasta el final la
tradición histórica. Todavía quedan retazos de ella. Sólo el
materialismo económico lleva hasta las últimas consecuencias la
cínica puesta en duda de toda tradición, de todo patrimonio
espiritual, rebelándose de un modo radical contra «lo histórico» y
rechazándolo en todos sus aspectos. En la concepción del
materialismo económico, el proceso histórico queda definitivamente
privado de toda alma; nada posee ya un alma, un misterio íntimo, una
vida misteriosa interior. Esta puesta en cuestión de lo sagrado
lleva a la conclusión de que la única realidad genuina en el curso
de la historia es el proceso de la producción económica material y
de que las formas económicas a que da lugar constituyen la única
realidad verdadera, ontológica, primaria; lo demás es sólo un
derivado, un reflejo, una superestructura; la totalidad de la vida
religiosa, espiritual, la totalidad del arte y de la vida humana
sólo son reverberación, reflejo, no realidad genuina.
Se concluye así el proceso definitivo a través del cual la historia
queda privada de su alma y sus misterios interiores quedan
destruidos; esta destrucción es consecuencia del desechamiento de su
misterio fundamental, que, según el materialismo histórico, es el de
la producción, el del aumento de las fuerzas productivas de la
humanidad. Con esto queda completada la labor crítica destructiva
que, iniciada en la época de las luces, termina por rechazar la
misma concepción «iluminista»; en efecto, el materialismo económico
de Marx supera la forma racionalista de la ilustración, que triunfó
en el siglo XVIII, y funda una forma de evolucionismo histórico que
le es propia, rechazando a la vez los últimos brotes del método
iluminista. Por aquí ya no se puede llegar más lejos: el
materialismo económico ha revelado claramente la imposibilidad de
llegar por este camino al misterio del destino interior y de la vida
de los pueblos, el misterio del destino del hombre. El misterio
queda convertido en puro espejismo, en problema ilusorio, creado
únicamente por determinadas condiciones económicas. Pero en el
materialismo económico queda de manifiesto una contradicción
fundamental, que él mismo no puede comprender (incapaz como es de
elevarse por encima de ella), y que sin embargo salta a los ojos de
aquel que hace comparecer a esta doctrina ante el tribunal de la
filosofía.
En efecto, si el materialismo económico afirma que toda la
conciencia humana es únicamente una superestructura derivada de unas
determinadas relaciones de producción, ¿de dónde proviene la razón
de los heraldos del materialismo económico, de los Marx y Engels,
que se eleva por encima de la mera reflexión pasiva de las
relaciones económicas? Al crear la doctrina del materialismo
económico, Marx pretende poseer un tipo de razón que es algo más que
un mero reflejo de las relaciones de producción. Ahora bien, si el
materialismo económico, en cuanto construcción ideológica, sólo es
el reflejo de determinadas relaciones de producción, por ejemplo, de
las relaciones creadas en el siglo XIX en base a la lucha entre el
proletariado y la burguesía, no se comprende cómo los defensores de
esta doctrina pueden reivindicar para sí una dosis de verdad mayor
que la de otras doctrinas, que son simplemente una autoilusión
engendrada por este reflejo. En tal caso, el materialismo económico
es una ilusión más, engendrada como las otras por la realidad
económica. Por eso el marxismo lleva hasta el final las pretensiones
y la presunción de la razón «ilustrada», cree estar en posesión de
la razón iluminada e iluminante, que se eleva por encima de los
destinos históricos universales de la humanidad, de la totalidad de
su vida espiritual, de todas las ideologías humanas, y ve todos los
errores e ilusiones como otros tantos reflejos del proceso
económico, sin percatarse de que la doctrina marxista es un reflejo
más. El marxismo se esfuerza por emparejar las pretensiones de la
razón «ilustrada» con reivindicaciones mesiánicas análogas a las del
antiguo Israel: en efecto, pretende hallarse en posesión de la única
conciencia iluminadora, que, a su vez, se entiende a sí misma no
como una de tantas ideologías, sino como la única y definitiva luz
que pone al descubierto el misterio del proceso histórico. En
realidad, el marxismo no desentraña el misterio del proceso
histórico; se limita a poner de manifiesto la ausencia de
historiadores con una comprensión global de la humanidad, el vacío
terrorífico de la historia humana, el no-ser del espíritu humano, de
toda la vida espiritual de la humanidad, de la religión, de la
filosofía, de toda creación humana, de las ciencias, de las artes,
etc. El marxismo sostiene que todo esto carece de realidad; aquí
radica la fuerza singular y el poder de esta doctrina. A nuestro
modo de ver, el mérito negativo de este sistema es muy grande,
porque aniquila todas las corrientes inconexas, semiideológicas, que
han venido formándose en los siglos XIX y XX, y plantea un dilema
radical: o entrar en comunión con el misterio del no-ser y hundirse
en este abismo, o retornar al misterio interior del destino humano y
volver a las tradiciones y a los sagrados valores interiores a
través del crisol de la prueba y de la tentación, recorriendo
sucesivamente los diferentes estadios de esta época nuestra,
destructora, crítica, negativa.
El conocimiento histórico y la filosofía de la historia han de
poseer una gnoseología y una teoría del conocimiento propias, como
todos los demás sectores del saber humano. En este ámbito se movían
las reflexiones anteriores. A fin de cuentas, todas se orientan
hacia un único objetivo: reconocer la esencia de lo «histórico» como
una realidad específica determinada en la jerarquía de los niveles
del ser. Se trata, pues, de reconocer el carácter absolutamente
específico y sui generis de un objeto, que es irreductible a otros
objetos materiales o espirituales. Evidentemente, no podemos
considerar lo «histórico» como una realidad de orden material,
fisiológico, geográfico u otros similares; por otra parte, tampoco
tiene sentido descomponer la realidad histórica en otras tantas
realidades psíquicas. Lo «histórico» es un specificum, una realidad
de un género particular, y admitir la tradición histórica, la
condición hereditaria de la historia, tiene una enorme importancia
para el conocimiento de este specificum. El pensar histórico deviene
imposible fuera de las categorías de la tradición histórica; la
aceptación de la tradición constituye una especie de a priori, una
especie de categoría absoluta de todo conocimiento histórico. Fuera
de esta categoría sólo pueden darse, a lo sumo, conocimientos
parciales e inconexos. El proceso contra la historia puesto en
marcha por el materialismo histórico lleva inexorablemente a un
fraccionamiento de la realidad histórica, a una pulverización de la
misma. La realidad histórica es, ante todo, una realidad concreta,
no abstracta, y, fuera de ella, no existe ni puede existir ninguna
otra realidad concreta. Lo «histórico» es propiamente la forma
compacta del ser – pues el vocablo «concreto» significa literalmente
«compacto» – que expresa una idea contraria a la del término
«abstracto», que quiere decir recortado, desunido, desintegrado. En
la historia no hay nada de abstracto, y todo lo abstracto es, por su
misma esencia, contrario a lo «histórico». Lo abstracto puede ser
objeto de la sociología; la historia sólo puede ocuparse de lo
concreto. La sociología opera con conceptos como clase, grupo
social, que, en definitiva, son categorías abstractas. El grupo
social, la clase, son una construcción mental que no existe en la
realidad. Por el contrario, lo «histórico» es un objeto totalmente
diverso; no sólo es concreto, sino también individual, en tanto que
lo sociológico no sólo es abstracto, sino también genérico. La
sociología no opera con conceptos individuales, la historia sólo lo
hace con éstos. Todo lo que es auténticamente histórico tiene un
carácter individual y concreto. En este territorio, en tal día, puso
pie Juan Sin Tierra, dice Carlyle, el más concreto e
individualizante de los historiadores; esto es la historia.
Existe también una tentativa de construir una filosofía de la
historia sobre los principios de la filosofía kantiana: es el
intento de Rickert, de la escuela de Windelband, que se basa en el
hecho de que el conocimiento histórico se distingue del de las
ciencias naturales en que elabora siempre el concepto de lo
individual, mientras que las ciencias de la naturaleza operan con el
de lo universal. La concepción de Rickert es bastante unilateral,
pero, en cualquier caso, ha planteado un interesante problema: el de
la realidad concreta e individual como objeto de la historia. El
planteamiento es erróneo en el sentido de que también lo universal
puede ser individual. Tomemos, por ejemplo, el concepto de «nación
histórica». Es un concepto general pero, al mismo tiempo, trata de
una nación históricamente concreta y, por tanto, es un concepto
perfectamente individual. La vieja disputa escolástica entre
nominalistas y realistas revela una insuficiente comprensión del
misterio de lo individual. En Platón, lo individual aún no está
presente. Conocer el ser como una gradación de individualidades no
significa nominalismos, pues también «lo universal» puede ser
conocido como individualidad. Para comprender cuanto va seguir, es
muy importante establecer la contraposición entre lo histórico y lo
sociológico.
Las presentes lecciones serán dedicadas no a cuestiones de
sociología, sino a los problemas de la filosofía de la historia, a
conocer los destinos históricos. Por eso llevan el título de «El
destino del hombre»: tal es la tarea concreta de la filosofía de la
historia. El conocimiento histórico, la filosofía de la historia, es
uno de los caminos que nos llevan al conocimiento de la realidad
espiritual, es una ciencia del espíritu que nos hace entrar en
comunión con los misterios de la vida espiritual. Se ocupa de una
realidad espiritual concreta, que es mucho más rica y compleja que
la que se manifiesta, por ejemplo, en la psicología humana
individual. Es justamente la filosofía de la historia la que toma al
hombre en la plenitud concreta de su esencia espiritual; en cambio,
la psicología, la fisiología y los otros sectores del saber que se
ocupan del hombre, no lo consideran en toda su concreción, sino que
lo contemplen únicamente desde vertientes o perspectivas diferentes.
La filosofía de la historia estudia al hombre en cuanto situado en
el ámbito en que se desarrolla la interacción de las fuerzas
universales, esto es, en su máxima plenitud y concreción. Si se
comparan con esta visión del hombre en su realidad concreta, todos
los demás saberes resultan abstractos. Sólo podemos comprender el
destino del hombre a partir de ese conocimiento concreto que nos da
la filosofía de la historia; las otras disciplinas científicas no se
ocupan del destino humano, pues éste es el resultado de la
interacción de todas las fuerzas universales. Es justamente este
complejo de fuerzas lo que engendra la realidad de orden superior
que llamamos realidad histórica. Se trata de una realidad espiritual
especial y superior. Si bien las fuerzas materiales y los factores
económicos también actúan y desempeñan un papel importante en la
historia (de tal manera que no podemos dejar de reconocer la parte
de verdad existente en el materialismo histórico, a pesar de que lo
rechacemos desde una perspectiva espiritual), el mismo factor
material depende de la realidad histórica espiritual. Toda la vida
económica de la humanidad tiene una base, un fundamente espiritual.
Volveremos sobre esto al tratar de las diferentes cuestiones de la
filosofía de la historia.
El hombre es en gran medida un ser histórico; el hombre vive en lo
«histórico» y lo «histórico» habita en el hombre. Entre el hombre y
lo «histórico» existe una solidaridad tan profunda y misteriosa en
su fundamento primordial, una reciprocidad tan concreta, que es
imposible separarlos. No se puede separar al hombre de la historia,
no se le puede considerar en abstracto; tampoco se puede establecer
una disociación entre la historia y el hombre, ni considerarla como
algo fuera del hombre, separado de él. Es imposible asimismo
considerar al hombre fuera de la profundísima realidad espiritual de
la historia. En nuestra opinión, no tiene sentido considerar lo
«histórico» únicamente como un fenómeno (como hacen en la mayoría de
los casos las diferentes corrientes de la filosofía de la historia),
como manifestación del mundo percibido exteriormente y dado a
nuestra experiencia, contraponiéndolo a la realidad del noúmeno
(como hace Kant), a la esencia del ser, a la secreta realidad
interior. La historia y lo «histórico» no son sólo fenómenos. A
nuestro entender, el principio según el cual lo «histórico» es un
noúmeno es el supuesto más radical de la filosofía de la historia.
En lo «histórico» se revela de un modo genuino la esencia del ser,
la esencia interior del mundo, la esencia espiritual interior del
hombre. Por su misma esencia, lo «histórico» es profundamente
ontológico, no fenoménico; está arraigado en un cierto fundamento
primordial profundísimo del ser y nos da la posibilidad de
comprenderlo y de entrar en comunión con él. Lo «histórico» es una
cierta revelación de la más profunda esencia de la realidad mundana,
del destino del mundo y de lo que constituye su número fundamental:
el destino del hombre. Lo «histórico» es una revelación de la
realidad nouménica. La aproximación a lo «histórico» nouménico
deviene posible en virtud del nexo concreto existente entre el
hombre y la historia, entre el destino del hombre y la metafísica de
las fuerzas históricas. Para poder penetrar el secreto de lo
«histórico», hemos de comprender, ante todo, la historia y lo
«histórico» como algo profundamente nuestro, como historia, como
destino propio. Debemos sumergirnos en el destino histórico y
sumergir el destino en nuestra propia profundidad humana. En las
profundidades del espíritu humano se revela la presencia de un
cierto destino histórico. Todas las épocas históricas, comenzando
por las primordiales y acabando en la actual, son nuestro destino
histórico, todo es nuestro. Aquí es preciso tomar una dirección
totalmente opuesta a la de la labor crítica destructiva, que disocia
al hombre, al espíritu humano y a la historia, y los vuelve
incomprensibles, adversarios y extraños entre sí; hay que dar marcha
atrás, y no considerar el proceso histórico como algo extraño a
nosotros, como un proceso contra el que nos sublevamos, como algo
que nos viene impuesto, que nos esclaviza y contra lo que nos
rebelamos con todas nuestras fuerzas. De lo contrario, su meta sólo
será un vacío abismal que engulle a la historia y al nombre mismo.
La dirección opuesta a la que nos referimos y que es preciso tomar,
pues es la única que se hace posible como verdadera filosofía de la
historia, es la que tiene como supuesto la identidad profunda entre
nuestro destino histórico y el de la humanidad, que nos es tan
próximo. En el destino de la humanidad hemos de descubrir nuestro
propio destino, y a la inversa. Sólo de este modo es posible entrar
en comunión con el misterio interior de lo «histórico», descubrir
los grandiosos destinos espirituales de la humanidad. Y, a la
inversa, sólo así es posible descubrir en nosotros mismos, no el
vacío de la soledad que se contrapone a toda la riqueza de la vida
histórica del mundo, sino la totalidad de las riquezas y de los
valores, para, de esta manera, unir el propio destino interior
individual al destino histórico universal.
Por eso, para la filosofía de la historia, el verdadero método
consiste en partir de la identidad entre el hombre y la historia,
entre el destino del hombre y la metafísica de la historia. Por esta
razón hemos escogido como título de nuestras lecciones «el destino
del hombre (metafísica de la historia)». En cuanto realidad
espiritual grandiosa, la historia no es un dato empírico, simple, un
conjunto de meros hechos; si así fuese, la historia no existiría
como tal, y sería imposible conocerla. La historia viene conocida
mediante la memoria histórica, que es una actividad espiritual, una
cierta relación espiritual con lo «histórico» a través del
conocimiento histórico, que, de este modo, queda íntimamente
transfigurado y espiritualizado. Sólo mediante un proceso de
espiritualización y transfiguración de la memoria histórica se
clarifica el nexo interior y el alma de la historia. Esto puede
aplicarse lo mismo al alma de la historia que al alma humana. En
efecto, una persona humana no unificada a través de la memoria no
nos permite el acceso al alma humana como realidad.
La memoria histórica, en cuanto modo de conocimiento de lo
«histórico», está indisolublemente ligada a la tradición, fuera de
la cual ni siquiera existe la memoria histórica. Un conjunto de
documentos históricos desprovistos de vida nunca nos dará la
posibilidad de conocer lo «histórico», de ponernos en comunión con
el mismo. No basta con trabajar sobre documentos históricos (por más
que sea una tarea importante y necesaria), es preciso transmitir la
tradición a la que va ligada la memoria histórica. Sólo así queda
sólidamente establecido el vínculo de unión entre el destino
espiritual del hombre y el de la historia. No es posible comprender
ninguna de las grandes épocas de la historia (el Renacimiento, el
florecimiento de la cultura medieval, el apogeo de la cultura
helénica) más que a través de la memoria histórica, en cuyas
revelaciones podemos reconocer nuestro pasado espiritual, nuestra
cultura, nuestra patria. Para comprender las grandes épocas de la
historia es necesario vivirlas interiormente, asumirlas en nuestro
propio destino; si las consideramos desde fuera, quedan convertidas
en algo inerte, en meros cadáveres.
Ahora bien, esta memoria histórica que nos hace entrar en comunión
con lo «histórico» va indisolublemente ligada a la tradición. La
tradición es precisamente esta memoria interior en cuanto
transferida al destino histórico. La filosofía de la historia es una
especie de espiritualización y transfiguración del destino
histórico. En cierto modo, la memoria histórica es como la
declaración de guerra de la eternidad al tiempo, y la filosofía de
la historia atestigua continuamente las grandiosas victorias de la
eternidad sobre el tiempo y la corrupción. En esencia, el
conocimiento histórico y la filosofía de la historia no se vuelven
hacia lo empírico, sino que más bien tienen por objeto la vida de
ultratumba. La consideración de la existencia individual es
inseparable de la de la existencia de ultratumba; de igual modo nos
volvemos al grandioso pasado histórico, al mundo del más allá.
Por eso, al volverse hacia el pasado, la memoria histórica
experimenta el sentimiento especial de entrar en comunión con otro
mundo y no sólo con la realidad empírica, que nos oprime por todas
partes como un íncubo y que debemos vencer, a fin de elevarnos a
otro nivel, es decir, al de la realidad histórica, que es una
revelación genuina de otros mundos. Asimismo, la filosofía de la
historia se orienta hacia los mundos de ultratumba, no hacia la
realidad empírica. Cuando viajamos a través de la campiña romana, en
donde tiene lugar una misteriosa fusión entre el mundo de ultratumba
y el histórico, en donde los monumentos históricos se han
transformado en fenómenos de la naturaleza, nos comunicamos con otra
vida, con los misterios del pasado, con los misterios del más allá,
con los misterios de un mundo en el que la eternidad triunfa sobre
la muerte y la corrupción. De aquí que la verdadera filosofía de la
historia sea la de la victoria de la verdadera vida sobre la muerte;
esta filosofía es una comunión del hombre con la realidad,
diferente, infinitamente más amplia y rica que aquella a la que es
arrojado por la empiria inmediata.
Si el hombre individual no pudiese entrar en comunión con la
experiencia de la historia, ¡cuán vacía y muerta sería su
existencia! Ahora bien, el hombre, en su vida presente, reencuentra
la auténtica realidad del grandioso mundo histórico a través de la
memoria, de la tradición interior, de la comunión interior entre los
destinos de su espíritu individual y los de la historia, y no sólo
encuentra esto al construir una filosofía de la historia (tarea en
la que raramente se ocupa), sino también en muchos actos
espirituales de su vida. De este modo, entra en comunión con una
realidad infinitamente más rica, vence su corrupción e
insignificancia y trasciende su pobre y angosto horizonte.
Notas
* El estilo del libro lo muestra claramente y explica las frecuentes
repeticiones, las paráfrasis a veces fastidiosas, la monotonía de
las fórmulas que introducen los diferentes párrafos o
argumentaciones. En una palabra, al libro le falta aquella riqueza
de lenguaje y aquella brillantez características del gran escritor
que fue Berdiaev. Con todo, y a pesar de estos defectos de estilo,
atribuibles también a la persona que tomó las notas, el libro no
deja de ser, hasta cierto punto, un eco de la oratoria de Berdiaev,
y esto también tiene su interés (N. del E.). |