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			 Experiencia de la filosofía del destino humano 
			Capítulo primero 
			 
			SOBRE LA ESENCIA DE LO HISTÓRICO 
			 
			La importancia de la tradición 
			 
			Las catástrofes y los cambios históricos bruscos, que se vuelven 
			particularmente acerbos en determinados momentos de la historia 
			universal, han predispuesto siempre a meditar sobre la filosofía de 
			la historia, a intentar comprender el proceso histórico y a idear 
			las más diversas teorías para explicarlo. En el pasado, esto ha sido 
			siempre una constante. San Agustín nos dio la primera gran filosofía 
			de la historia de la época cristiana y condicionó de una manera 
			notable las sucesivas sistematizaciones de la filosofía de la 
			historia; su teoría empalmó con la ruina del mundo antiguo y la 
			caída de Roma, uno de los momentos más catastróficos de la historia 
			universal. 
			 
			La filosofía de la historia de la era precristiana (la primera que 
			conocemos), la singular filosofía de la historia contenida en el 
			libro del profeta Daniel, está ligada asimismo a acontecimientos 
			especialmente catastróficos para los destinos del pueblo hebreo. 
			Tras la revolución francesa y las guerras napoleónicas, el 
			pensamiento humano comenzó también a construir los más diversos 
			sistemas de filosofía de la historia e intentó abarcar y comprender 
			de algún modo el proceso histórico. En las concepciones del mundo de 
			De Maistre y de Bonald, la filosofía de la historia ocupa un lugar 
			importante. Nadie puede negar hoy el hecho de que Rusia, Europa y el 
			mundo en general están entrando en un período catastrófico de su 
			historia. Estamos viviendo un viraje histórico gigantesco. Una nueva 
			época histórica ha comenzado; está cambiando sustancialmente el 
			ritmo del desenvolvimiento histórico, que ahora es esencialmente 
			diferente del que seguía la historia de la humanidad antes de la 
			guerra mundial y de las revoluciones rusa y europea subsiguientes a 
			ella, ritmo que sólo podemos calificar de catastrófico. En el 
			subsuelo histórico han aparecido cráteres de lava, todo ha sido 
			sacudido, y tenemos la impresión de que la realidad «histórica» 
			experimenta una conmoción particularmente intensa y aguda. A nuestro 
			modo de ver, esta sensación es razón suficiente para que el 
			pensamiento y la conciencia del hombre vuelvan a plantearse las 
			cuestiones fundamentales de la filosofía de la historia y traten de 
			fundar esta filosofía sobre nuevos cimientos. Estamos entrando en 
			una época en la que la conciencia humana se ocupará de estos 
			problemas con más interés que nunca. Nuestro propósito es, 
			justamente, centrarnos en estos problemas; pero antes de pasar al 
			núcleo de las cuestiones fundamentales de la filosofía, o mejor, de 
			la metafísica de la historia, hemos de hacer una introducción sobre 
			el análisis de la esencia de lo «histórico». 
			 
			¿Qué es lo «histórico»? Para captarlo, para que el pensamiento se 
			disponga a percibirlo y a comprenderlo, es necesario pasar a través 
			de una cierta dicotomización. En las épocas en que el espíritu 
			humano permanece de un modo íntegro y orgánico en un ambiente 
			perfectamente cristalizado, estabilizado y sedimentado, no surgen 
			con la debida agudeza los problemas filosóficos referentes al 
			movimiento histórico y al sentido de la historia. Vivir en una época 
			histórica íntegra y estabilizada no favorece en absoluto el 
			conocimiento histórico, ni la creación de una filosofía de la 
			historia. Es preciso que ocurra una desintegración, una dicotomía en 
			la existencia histórica y humana, para que surja la posibilidad de 
			contraponer el objeto histórico al sujeto; es necesario que aparezca 
			la reflexión para que dé comienzo el conocimiento histórico y nazca 
			la posibilidad de construir una filosofía de la historia. De aquí 
			que, en nuestra opinión, puedan distinguirse tres períodos 
			fundamentales en las relaciones de la conciencia humana con lo 
			«histórico». He aquí las relaciones de cada uno de estos períodos 
			con el conocimiento histórico: en el primero, el hombre vive una 
			existencia inmediata, integral y orgánica en un determinado 
			ordenamiento histórico estable. Este es, ciertamente, un período muy 
			interesante para el conocimiento histórico, pero en él aún no está 
			presente el germen de tal conocimiento. Es un período en el cual el 
			pensamiento permanece estático y, por consiguiente, el intelecto 
			humano percibe muy mal la dinamicidad del objeto del conocimiento 
			histórico. El segundo período es el momento inevitable (siempre y en 
			todas partes) de la división, de la desintegración, cuando las 
			instituciones históricas estabilizadas comienzan a vacilar en sus 
			mismos fundamentos, cuando empiezan el movimiento histórico, las 
			catástrofes y los cataclismos históricos, cuyo ritmo es diferente en 
			cada caso, pero que truncan el orden y el ritmo orgánico de una 
			existencia integral. Esta división y desintegración comienza cuando, 
			al no sentirse el sujeto conocedor sumergido inmediata e 
			integralmente en su objeto histórico, nace la reflexión propia del 
			conocimiento histórico. Este segundo período es importante para la 
			ciencia histórica, pero no es favorable para realizar un verdadero 
			trabajo de construcción de la filosofía de la historia, de reflexión 
			sobre el proceso histórico, pues en él se produce un distanciamiento 
			entre el sujeto y el objeto, una abstracción del sujeto reflexivo 
			con respecto a su existencia inmediata. Aquí tiene lugar la 
			separación entre esta misma vida interior y lo «histórico»; entre lo 
			«histórico» y el sujeto cognoscente se establece una contraposición, 
			que aleja al sujeto de la esencia interior de lo «histórico»: nos 
			encontramos, pues, con una situación de alienación. En este período 
			nace la ciencia histórica, y puede surgir incluso el «historicismo» 
			como punto de vista general sobre la cultura; pero entre lo 
			«histórico» y el «historicismo» no existe identidad alguna, sino más 
			bien una enorme diferencia e incluso una oposición; ésta es una de 
			las paradojas que aparecen en este campo, sobre la que volveremos 
			con frecuencia. El historicismo, propio de la ciencia histórica, se 
			aleja frecuente y gustosamente del misterio de lo «histórico», no 
			conduce al misterio y ha perdido toda posibilidad de comunicarse con 
			el mismo. El historicismo no comprende lo «histórico»; al contrario, 
			lo niega. Para poder entrar en comunión con el misterio interior de 
			lo «histórico» en el cual permanece el hombre de un modo inmediato 
			en las épocas orgánicas e integrales (sobre las cuales no 
			reflexiona, en la medida en que las vive de un modo directo), para 
			poder comprender la naturaleza de lo «histórico», es necesario pasar 
			por la contraposición entre sujeto cognoscente y objeto cognoscible, 
			y, a través del misterio de la dicotomía, entrar en comunión de un 
			modo nuevo con el misterio de lo «histórico». Es preciso retornar a 
			los secretos íntimos de la vida histórica, a su significado 
			interior, al alma de la historia, si queremos comprender su realidad 
			y construir una verdadera filosofía de la historia: es lo que 
			caracteriza al tercer período, el del retorno a lo «histórico». 
			Cuando decimos que los momentos catastróficos de la historia son 
			particularmente favorables para la construcción de una filosofía de 
			la historia, nos referimos a aquellas catástrofes del espíritu 
			humano en las que éste, después de experimentar la ruina del 
			ordenamiento y del orden históricos existenciales, el momento de la 
			desintegración y de la dicotomía, puede confrontar y contraponer 
			estos dos momentos (es decir, el de la permanencia inmediata en el 
			seno de lo «histórico» y el del distanciamiento del mismo) para 
			pasar a una tercera condición del espíritu, que nos da una 
			conciencia particularmente aguda, una singular capacidad de 
			reflexión. Al mismo tiempo, en este tercer período, el espíritu 
			humano se abre de un modo especial a los misterios de lo 
			«histórico». La situación más favorable para plantear los problemas 
			de la filosofía de la historia es justamente ésta. Anteriormente 
			hemos dicho que el segundo período (a saber, el período de la 
			dicotomía y de la reflexión, en el que surge el conocimiento 
			histórico y comienza a construirse una filosofía de la historia) 
			nunca es lo bastante profundo, ni penetra en los más íntimos 
			secretos de la historia; para clarificar esta afirmación, hemos de 
			detenernos a examinar las características de la llamada época de la 
			Ilustración de la cultura humana. 
			 
			Al hablar de «Ilustración», no nos referimos únicamente a la del 
			siglo XVIII, que, en la era moderna, es el período típico de ella. A 
			nuestro modo de ver, las culturas de todos los tiempos y de todos 
			los pueblos pasan por un período ilustrado. La evolución de las 
			culturas de todos los pueblos tiene un cierto carácter cíclico; éste 
			es un rasgo común a todas ellas, que muestra el desenvolvimiento 
			orgánico de todas ellas. También la cultura griega, una de las más 
			importantes que la humanidad haconocido, tuvo su época «iluminista», 
			íntimamente análoga a la que vivió la humanidad en el siglo XVIII. 
			El período de los sofistas es, a su modo, una página de la cultura 
			griega saturada de las mismas características que distinguieron 
			después a la época «ilustrada» del siglo XVIII, aunque tenga a la 
			vez sus rasgos helénicos específicos. En esencia, la época «iluminística» 
			de la cultura griega destruyó también el carácter sagrado de lo 
			«histórico», su dimensión tradicional y orgánica y las tradiciones 
			históricas, como hizo la Ilustración en el siglo XVIII y como hace 
			cualquier época semejante. Se trata siempre de una época en la que 
			la razón humana, limitada y, sin embargo, segura de sí, se pone por 
			encima de los misterios del ser, de los divinos misterios de la 
			vida, que son como la fuente de donde emanan la cultura y la vida de 
			todos los pueblos de la tierra. En el período de las luces, la razón 
			humana comienza a situarse fuera y por encima de estos misterios 
			inmediatos de la vida. Una característica de tales épocas es el 
			intento de convertir la insignificante razón humana en juez de los 
			misterios del universo y de la historia humana. De este modo, el 
			hombre se ve privado de su instalación inmediata en lo «histórico». 
			La época ilustrada niega el misterio de lo «histórico», niega lo 
			«histórico» en cuanto realidad específica, lo descompone, lo somete 
			a operaciones que lo vacían de su realidad primordial e integral, de 
			tal manera que el espíritu y la razón del hombre quedan disociados 
			de lo «histórico». Por eso, la Ilustración del siglo XVIII ha sido 
			profundamente antihistórica. Si bien la expresión «filosofía de la 
			historia» ha surgido en este siglo (fue Voltaire quien la utilizó 
			por vez primera), y en él se escribieron numerosos libros y obras de 
			historia, la aversión de este siglo por la historia es tan conocida, 
			que no vale la pena insistir en ello. Todos reconocieron acto 
			seguido que fue el movimiento romántico, la reacción romántica 
			contra el iluminismo del XVIII, el que nos puso por primera vez en 
			comunión con el misterio de lo «histórico» e hizo realmente posible 
			un conocimiento del movimiento histórico. Sólo esta reacción nos 
			incorporó espiritualmente a aquella realidad que la Ilustración 
			había perseguido y suprimido, por ejemplo, a los mitos y tradiciones 
			de la antigüedad. Esta reacción intentó acercarse a ellos y 
			comprenderlos, pero a su modo. 
			 
			La razón «iluminística» propia de los siglos XVIII y XIX es una 
			razón que se autoafirma y se autolimita. No comunica íntimamente con 
			la razón subyacente a la historia del mundo, con la razón de la 
			historia misma, sino que se disocia de las mismas y se erige en su 
			juez. La razón «iluminística» pretende ser el juez de la razón 
			orgánica de la historia. Ahora bien, una razón superior no ha de 
			limitarse a incluir el ámbito de la autoconciencia y de la razón 
			humana propio de una determinada época orgánica, por ejemplo, los 
			siglos XVIII y XIX con todos sus defectos y lagunas; la razón ha de 
			estar también en comunión con la sabiduría primigenia del hombre, 
			con la sensibilidad inicial del ser y de la vida, que nace en los 
			albores de la historia humana e, inclusive, de la vida prehistórica, 
			con la comprensión animista del mundo propia de todos los pueblos al 
			comienzo de su evolución. Esta sabiduría de las épocas primordiales 
			pasa después a través de las misteriosas profundidades de la 
			historia del espíritu humano, a través del cristianismo primitivo y 
			del medioevo, y llega hasta nuestros días. Sólo una razón semejante 
			será verdadera, iluminada e iluminadora. En cambio, la razón de la 
			época de las luces, que ha cosechado muchos triunfos en el siglo 
			XVIII, sabe muy poco, no está en comunión con casi nada, su grado de 
			comprensión es muy escaso, y está disociada de la mayor parte de los 
			misterios de la existencia histórica. Esta ceguera de la razón 
			«ilustrada» es el castigo interior provocado por su actitud 
			arrogante, por la autosuficiencia con que se ha colocado por encima 
			de todo lo humano y de todo aquello que, por su misma naturaleza, 
			trasciende al hombre. 
			 
			El triunfo de la razón «ilustrada» dio origen a la ciencia que 
			contrapone el sujeto cognoscente de la historia al objeto 
			cognoscible, ciencia que ha avanzado grandemente en esta dirección. 
			Ella ha llegado a distinguir, recopilar, acumular y conocer 
			parcialmente muchas cosas, pero todo ello va unido a una profunda 
			incapacidad de comprender la esencia misma de lo «histórico». 
			Gradualmente, el objeto cognoscible ha ido alejándose del sujeto 
			cognoscente, ha sido perdido de vista por él y ha cesado de existir 
			en su realidad primordial, en virtud de la cual adquiere su carácter 
			«histórico» y puede revelarnos el misterio de la historia. Este 
			proceso se manifiesta con especial claridad en el ámbito de la 
			crítica histórica. Sólo en el siglo XIX se hizo posible una 
			verdadera ciencia histórica; afirmaciones gratuitas que se hacían en 
			el XVIII (por ejemplo, que los sacerdotes inventaron la religión 
			para engañar al pueblo) resultan imposibles de sostener en el siglo 
			XIX. Este proceso podemos seguirlo mucho más claramente todavía en 
			los estudios sobre la sagrada Tradición en el campo de la historia 
			eclesiástica. Se trata de un campo nuevo, que hasta ahora era tabú. 
			Es interesante contemplar de cerca lo que sucede en él. En el mundo 
			cristiano, todo está fundado sobre la sagrada Tradición, sobre el 
			carácter hereditario de esta Tradición. La crítica histórica ha 
			comenzado ante todo por destruir ésta desde la época de la Reforma. 
			Fue la Reforma la que empezó a poner en cuestión la sagrada 
			Tradición, dejó de tenerla en cuenta, y, gracias a la parcialidad 
			que lleva consigo toda reforma, se atuvo únicamente a la sagrada 
			Escritura. Esta labor de destrucción de la Tradición sagrada avanzó 
			cada vez más y, al final, ha llegado a destruir la misma Escritura. 
			En efecto, la sagrada Escritura es inseparable de la Tradición, y, 
			una vez rechazada esta última, se impone como consecuencia 
			inevitable el rechazo de aquélla. Este ejemplo nos muestra cómo la 
			crítica histórica se ha vuelto absolutamente incapaz de explicar el 
			misterio mismo del fenómeno religioso. Ha continuado girando en 
			torno al misterio del nacimiento del cristianismo, pero no ha podido 
			en modo alguno comprenderlo. La enorme bibliografía alemana 
			existente en este sector posee el indudable mérito de haber 
			elaborado todo tipo de materiales, pero niega la posibilidad de 
			entender este misterio, con lo cual todo se le escapa de las manos y 
			queda fuera de su campo visual. Un cierto misterio fundamental que 
			venía dado a través de la comunión con la Tradición, a través de la 
			comunión del sujeto con el objeto, se disipa para dejar tras sí el 
			material inerte, el cadáver de la historia. En nuestra opinión, el 
			mismo proceso que tiene lugar en el ámbito de la crítica de la 
			historia eclesiástica acontece también en el campo de la historia en 
			general. En efecto, no sólo existe la sagrada Tradición de la 
			historia eclesiástica, sino también una tradición sagrada de la 
			historia en general, de la cultura, así como tradiciones sagradas 
			interiores. Sólo cuando el sujeto cognoscente mantiene vivo el 
			vínculo con esta vida interior puede estar en comunión con su íntima 
			esencia; por el contrario, cuando este vínculo queda cortado, el 
			sujeto se ve forzado a recorrer hasta el final el camino de la 
			autonegación. Sólo quedan entonces retazos de historia, pues se ha 
			producido un desechamiento de las sagradas tradiciones históricas. 
			 
			Una de las corrientes más interesantes de la filosofía de la 
			historia fundada por Marx y llamada materialismo económico, tiene el 
			enorme mérito de haber llevado a sus últimas consecuencias el 
			proceso de desechamiento de las sagradas tradiciones de la historia, 
			proceso que había iniciado el iluminismo en la ciencia histórica, 
			aunque sin llevarlo hasta el final. En este campo sólo conocemos una 
			corriente que destruya y aniquile hasta sus últimas raíces y de un 
			modo coherente todo lo que hay de sagrado y de tradicional en la 
			historia: la concepción marxista de la historia. La puesta en 
			cuestión del misterio interior de lo «histórico» comenzó en la época 
			de las luces (en el ámbito religioso, con la Reforma), alcanzó su 
			apogeo en el siglo XIX y pasó a ser patrimonio común de toda la 
			ciencia histórica; no obstante, quedó a medio camino. Todas las 
			corrientes idealistas (en el amplio sentido de la palabra) de la 
			ciencia histórica no desenmascaran ni destruyen hasta el final la 
			tradición histórica. Todavía quedan retazos de ella. Sólo el 
			materialismo económico lleva hasta las últimas consecuencias la 
			cínica puesta en duda de toda tradición, de todo patrimonio 
			espiritual, rebelándose de un modo radical contra «lo histórico» y 
			rechazándolo en todos sus aspectos. En la concepción del 
			materialismo económico, el proceso histórico queda definitivamente 
			privado de toda alma; nada posee ya un alma, un misterio íntimo, una 
			vida misteriosa interior. Esta puesta en cuestión de lo sagrado 
			lleva a la conclusión de que la única realidad genuina en el curso 
			de la historia es el proceso de la producción económica material y 
			de que las formas económicas a que da lugar constituyen la única 
			realidad verdadera, ontológica, primaria; lo demás es sólo un 
			derivado, un reflejo, una superestructura; la totalidad de la vida 
			religiosa, espiritual, la totalidad del arte y de la vida humana 
			sólo son reverberación, reflejo, no realidad genuina. 
			 
			Se concluye así el proceso definitivo a través del cual la historia 
			queda privada de su alma y sus misterios interiores quedan 
			destruidos; esta destrucción es consecuencia del desechamiento de su 
			misterio fundamental, que, según el materialismo histórico, es el de 
			la producción, el del aumento de las fuerzas productivas de la 
			humanidad. Con esto queda completada la labor crítica destructiva 
			que, iniciada en la época de las luces, termina por rechazar la 
			misma concepción «iluminista»; en efecto, el materialismo económico 
			de Marx supera la forma racionalista de la ilustración, que triunfó 
			en el siglo XVIII, y funda una forma de evolucionismo histórico que 
			le es propia, rechazando a la vez los últimos brotes del método 
			iluminista. Por aquí ya no se puede llegar más lejos: el 
			materialismo económico ha revelado claramente la imposibilidad de 
			llegar por este camino al misterio del destino interior y de la vida 
			de los pueblos, el misterio del destino del hombre. El misterio 
			queda convertido en puro espejismo, en problema ilusorio, creado 
			únicamente por determinadas condiciones económicas. Pero en el 
			materialismo económico queda de manifiesto una contradicción 
			fundamental, que él mismo no puede comprender (incapaz como es de 
			elevarse por encima de ella), y que sin embargo salta a los ojos de 
			aquel que hace comparecer a esta doctrina ante el tribunal de la 
			filosofía. 
			 
			En efecto, si el materialismo económico afirma que toda la 
			conciencia humana es únicamente una superestructura derivada de unas 
			determinadas relaciones de producción, ¿de dónde proviene la razón 
			de los heraldos del materialismo económico, de los Marx y Engels, 
			que se eleva por encima de la mera reflexión pasiva de las 
			relaciones económicas? Al crear la doctrina del materialismo 
			económico, Marx pretende poseer un tipo de razón que es algo más que 
			un mero reflejo de las relaciones de producción. Ahora bien, si el 
			materialismo económico, en cuanto construcción ideológica, sólo es 
			el reflejo de determinadas relaciones de producción, por ejemplo, de 
			las relaciones creadas en el siglo XIX en base a la lucha entre el 
			proletariado y la burguesía, no se comprende cómo los defensores de 
			esta doctrina pueden reivindicar para sí una dosis de verdad mayor 
			que la de otras doctrinas, que son simplemente una autoilusión 
			engendrada por este reflejo. En tal caso, el materialismo económico 
			es una ilusión más, engendrada como las otras por la realidad 
			económica. Por eso el marxismo lleva hasta el final las pretensiones 
			y la presunción de la razón «ilustrada», cree estar en posesión de 
			la razón iluminada e iluminante, que se eleva por encima de los 
			destinos históricos universales de la humanidad, de la totalidad de 
			su vida espiritual, de todas las ideologías humanas, y ve todos los 
			errores e ilusiones como otros tantos reflejos del proceso 
			económico, sin percatarse de que la doctrina marxista es un reflejo 
			más. El marxismo se esfuerza por emparejar las pretensiones de la 
			razón «ilustrada» con reivindicaciones mesiánicas análogas a las del 
			antiguo Israel: en efecto, pretende hallarse en posesión de la única 
			conciencia iluminadora, que, a su vez, se entiende a sí misma no 
			como una de tantas ideologías, sino como la única y definitiva luz 
			que pone al descubierto el misterio del proceso histórico. En 
			realidad, el marxismo no desentraña el misterio del proceso 
			histórico; se limita a poner de manifiesto la ausencia de 
			historiadores con una comprensión global de la humanidad, el vacío 
			terrorífico de la historia humana, el no-ser del espíritu humano, de 
			toda la vida espiritual de la humanidad, de la religión, de la 
			filosofía, de toda creación humana, de las ciencias, de las artes, 
			etc. El marxismo sostiene que todo esto carece de realidad; aquí 
			radica la fuerza singular y el poder de esta doctrina. A nuestro 
			modo de ver, el mérito negativo de este sistema es muy grande, 
			porque aniquila todas las corrientes inconexas, semiideológicas, que 
			han venido formándose en los siglos XIX y XX, y plantea un dilema 
			radical: o entrar en comunión con el misterio del no-ser y hundirse 
			en este abismo, o retornar al misterio interior del destino humano y 
			volver a las tradiciones y a los sagrados valores interiores a 
			través del crisol de la prueba y de la tentación, recorriendo 
			sucesivamente los diferentes estadios de esta época nuestra, 
			destructora, crítica, negativa. 
			 
			El conocimiento histórico y la filosofía de la historia han de 
			poseer una gnoseología y una teoría del conocimiento propias, como 
			todos los demás sectores del saber humano. En este ámbito se movían 
			las reflexiones anteriores. A fin de cuentas, todas se orientan 
			hacia un único objetivo: reconocer la esencia de lo «histórico» como 
			una realidad específica determinada en la jerarquía de los niveles 
			del ser. Se trata, pues, de reconocer el carácter absolutamente 
			específico y sui generis de un objeto, que es irreductible a otros 
			objetos materiales o espirituales. Evidentemente, no podemos 
			considerar lo «histórico» como una realidad de orden material, 
			fisiológico, geográfico u otros similares; por otra parte, tampoco 
			tiene sentido descomponer la realidad histórica en otras tantas 
			realidades psíquicas. Lo «histórico» es un specificum, una realidad 
			de un género particular, y admitir la tradición histórica, la 
			condición hereditaria de la historia, tiene una enorme importancia 
			para el conocimiento de este specificum. El pensar histórico deviene 
			imposible fuera de las categorías de la tradición histórica; la 
			aceptación de la tradición constituye una especie de a priori, una 
			especie de categoría absoluta de todo conocimiento histórico. Fuera 
			de esta categoría sólo pueden darse, a lo sumo, conocimientos 
			parciales e inconexos. El proceso contra la historia puesto en 
			marcha por el materialismo histórico lleva inexorablemente a un 
			fraccionamiento de la realidad histórica, a una pulverización de la 
			misma. La realidad histórica es, ante todo, una realidad concreta, 
			no abstracta, y, fuera de ella, no existe ni puede existir ninguna 
			otra realidad concreta. Lo «histórico» es propiamente la forma 
			compacta del ser – pues el vocablo «concreto» significa literalmente 
			«compacto» – que expresa una idea contraria a la del término 
			«abstracto», que quiere decir recortado, desunido, desintegrado. En 
			la historia no hay nada de abstracto, y todo lo abstracto es, por su 
			misma esencia, contrario a lo «histórico». Lo abstracto puede ser 
			objeto de la sociología; la historia sólo puede ocuparse de lo 
			concreto. La sociología opera con conceptos como clase, grupo 
			social, que, en definitiva, son categorías abstractas. El grupo 
			social, la clase, son una construcción mental que no existe en la 
			realidad. Por el contrario, lo «histórico» es un objeto totalmente 
			diverso; no sólo es concreto, sino también individual, en tanto que 
			lo sociológico no sólo es abstracto, sino también genérico. La 
			sociología no opera con conceptos individuales, la historia sólo lo 
			hace con éstos. Todo lo que es auténticamente histórico tiene un 
			carácter individual y concreto. En este territorio, en tal día, puso 
			pie Juan Sin Tierra, dice Carlyle, el más concreto e 
			individualizante de los historiadores; esto es la historia. 
			 
			Existe también una tentativa de construir una filosofía de la 
			historia sobre los principios de la filosofía kantiana: es el 
			intento de Rickert, de la escuela de Windelband, que se basa en el 
			hecho de que el conocimiento histórico se distingue del de las 
			ciencias naturales en que elabora siempre el concepto de lo 
			individual, mientras que las ciencias de la naturaleza operan con el 
			de lo universal. La concepción de Rickert es bastante unilateral, 
			pero, en cualquier caso, ha planteado un interesante problema: el de 
			la realidad concreta e individual como objeto de la historia. El 
			planteamiento es erróneo en el sentido de que también lo universal 
			puede ser individual. Tomemos, por ejemplo, el concepto de «nación 
			histórica». Es un concepto general pero, al mismo tiempo, trata de 
			una nación históricamente concreta y, por tanto, es un concepto 
			perfectamente individual. La vieja disputa escolástica entre 
			nominalistas y realistas revela una insuficiente comprensión del 
			misterio de lo individual. En Platón, lo individual aún no está 
			presente. Conocer el ser como una gradación de individualidades no 
			significa nominalismos, pues también «lo universal» puede ser 
			conocido como individualidad. Para comprender cuanto va seguir, es 
			muy importante establecer la contraposición entre lo histórico y lo 
			sociológico. 
			 
			Las presentes lecciones serán dedicadas no a cuestiones de 
			sociología, sino a los problemas de la filosofía de la historia, a 
			conocer los destinos históricos. Por eso llevan el título de «El 
			destino del hombre»: tal es la tarea concreta de la filosofía de la 
			historia. El conocimiento histórico, la filosofía de la historia, es 
			uno de los caminos que nos llevan al conocimiento de la realidad 
			espiritual, es una ciencia del espíritu que nos hace entrar en 
			comunión con los misterios de la vida espiritual. Se ocupa de una 
			realidad espiritual concreta, que es mucho más rica y compleja que 
			la que se manifiesta, por ejemplo, en la psicología humana 
			individual. Es justamente la filosofía de la historia la que toma al 
			hombre en la plenitud concreta de su esencia espiritual; en cambio, 
			la psicología, la fisiología y los otros sectores del saber que se 
			ocupan del hombre, no lo consideran en toda su concreción, sino que 
			lo contemplen únicamente desde vertientes o perspectivas diferentes. 
			La filosofía de la historia estudia al hombre en cuanto situado en 
			el ámbito en que se desarrolla la interacción de las fuerzas 
			universales, esto es, en su máxima plenitud y concreción. Si se 
			comparan con esta visión del hombre en su realidad concreta, todos 
			los demás saberes resultan abstractos. Sólo podemos comprender el 
			destino del hombre a partir de ese conocimiento concreto que nos da 
			la filosofía de la historia; las otras disciplinas científicas no se 
			ocupan del destino humano, pues éste es el resultado de la 
			interacción de todas las fuerzas universales. Es justamente este 
			complejo de fuerzas lo que engendra la realidad de orden superior 
			que llamamos realidad histórica. Se trata de una realidad espiritual 
			especial y superior. Si bien las fuerzas materiales y los factores 
			económicos también actúan y desempeñan un papel importante en la 
			historia (de tal manera que no podemos dejar de reconocer la parte 
			de verdad existente en el materialismo histórico, a pesar de que lo 
			rechacemos desde una perspectiva espiritual), el mismo factor 
			material depende de la realidad histórica espiritual. Toda la vida 
			económica de la humanidad tiene una base, un fundamente espiritual. 
			Volveremos sobre esto al tratar de las diferentes cuestiones de la 
			filosofía de la historia. 
			 
			El hombre es en gran medida un ser histórico; el hombre vive en lo 
			«histórico» y lo «histórico» habita en el hombre. Entre el hombre y 
			lo «histórico» existe una solidaridad tan profunda y misteriosa en 
			su fundamento primordial, una reciprocidad tan concreta, que es 
			imposible separarlos. No se puede separar al hombre de la historia, 
			no se le puede considerar en abstracto; tampoco se puede establecer 
			una disociación entre la historia y el hombre, ni considerarla como 
			algo fuera del hombre, separado de él. Es imposible asimismo 
			considerar al hombre fuera de la profundísima realidad espiritual de 
			la historia. En nuestra opinión, no tiene sentido considerar lo 
			«histórico» únicamente como un fenómeno (como hacen en la mayoría de 
			los casos las diferentes corrientes de la filosofía de la historia), 
			como manifestación del mundo percibido exteriormente y dado a 
			nuestra experiencia, contraponiéndolo a la realidad del noúmeno 
			(como hace Kant), a la esencia del ser, a la secreta realidad 
			interior. La historia y lo «histórico» no son sólo fenómenos. A 
			nuestro entender, el principio según el cual lo «histórico» es un 
			noúmeno es el supuesto más radical de la filosofía de la historia. 
			En lo «histórico» se revela de un modo genuino la esencia del ser, 
			la esencia interior del mundo, la esencia espiritual interior del 
			hombre. Por su misma esencia, lo «histórico» es profundamente 
			ontológico, no fenoménico; está arraigado en un cierto fundamento 
			primordial profundísimo del ser y nos da la posibilidad de 
			comprenderlo y de entrar en comunión con él. Lo «histórico» es una 
			cierta revelación de la más profunda esencia de la realidad mundana, 
			del destino del mundo y de lo que constituye su número fundamental: 
			el destino del hombre. Lo «histórico» es una revelación de la 
			realidad nouménica. La aproximación a lo «histórico» nouménico 
			deviene posible en virtud del nexo concreto existente entre el 
			hombre y la historia, entre el destino del hombre y la metafísica de 
			las fuerzas históricas. Para poder penetrar el secreto de lo 
			«histórico», hemos de comprender, ante todo, la historia y lo 
			«histórico» como algo profundamente nuestro, como historia, como 
			destino propio. Debemos sumergirnos en el destino histórico y 
			sumergir el destino en nuestra propia profundidad humana. En las 
			profundidades del espíritu humano se revela la presencia de un 
			cierto destino histórico. Todas las épocas históricas, comenzando 
			por las primordiales y acabando en la actual, son nuestro destino 
			histórico, todo es nuestro. Aquí es preciso tomar una dirección 
			totalmente opuesta a la de la labor crítica destructiva, que disocia 
			al hombre, al espíritu humano y a la historia, y los vuelve 
			incomprensibles, adversarios y extraños entre sí; hay que dar marcha 
			atrás, y no considerar el proceso histórico como algo extraño a 
			nosotros, como un proceso contra el que nos sublevamos, como algo 
			que nos viene impuesto, que nos esclaviza y contra lo que nos 
			rebelamos con todas nuestras fuerzas. De lo contrario, su meta sólo 
			será un vacío abismal que engulle a la historia y al nombre mismo. 
			La dirección opuesta a la que nos referimos y que es preciso tomar, 
			pues es la única que se hace posible como verdadera filosofía de la 
			historia, es la que tiene como supuesto la identidad profunda entre 
			nuestro destino histórico y el de la humanidad, que nos es tan 
			próximo. En el destino de la humanidad hemos de descubrir nuestro 
			propio destino, y a la inversa. Sólo de este modo es posible entrar 
			en comunión con el misterio interior de lo «histórico», descubrir 
			los grandiosos destinos espirituales de la humanidad. Y, a la 
			inversa, sólo así es posible descubrir en nosotros mismos, no el 
			vacío de la soledad que se contrapone a toda la riqueza de la vida 
			histórica del mundo, sino la totalidad de las riquezas y de los 
			valores, para, de esta manera, unir el propio destino interior 
			individual al destino histórico universal. 
			 
			Por eso, para la filosofía de la historia, el verdadero método 
			consiste en partir de la identidad entre el hombre y la historia, 
			entre el destino del hombre y la metafísica de la historia. Por esta 
			razón hemos escogido como título de nuestras lecciones «el destino 
			del hombre (metafísica de la historia)». En cuanto realidad 
			espiritual grandiosa, la historia no es un dato empírico, simple, un 
			conjunto de meros hechos; si así fuese, la historia no existiría 
			como tal, y sería imposible conocerla. La historia viene conocida 
			mediante la memoria histórica, que es una actividad espiritual, una 
			cierta relación espiritual con lo «histórico» a través del 
			conocimiento histórico, que, de este modo, queda íntimamente 
			transfigurado y espiritualizado. Sólo mediante un proceso de 
			espiritualización y transfiguración de la memoria histórica se 
			clarifica el nexo interior y el alma de la historia. Esto puede 
			aplicarse lo mismo al alma de la historia que al alma humana. En 
			efecto, una persona humana no unificada a través de la memoria no 
			nos permite el acceso al alma humana como realidad. 
			 
			La memoria histórica, en cuanto modo de conocimiento de lo 
			«histórico», está indisolublemente ligada a la tradición, fuera de 
			la cual ni siquiera existe la memoria histórica. Un conjunto de 
			documentos históricos desprovistos de vida nunca nos dará la 
			posibilidad de conocer lo «histórico», de ponernos en comunión con 
			el mismo. No basta con trabajar sobre documentos históricos (por más 
			que sea una tarea importante y necesaria), es preciso transmitir la 
			tradición a la que va ligada la memoria histórica. Sólo así queda 
			sólidamente establecido el vínculo de unión entre el destino 
			espiritual del hombre y el de la historia. No es posible comprender 
			ninguna de las grandes épocas de la historia (el Renacimiento, el 
			florecimiento de la cultura medieval, el apogeo de la cultura 
			helénica) más que a través de la memoria histórica, en cuyas 
			revelaciones podemos reconocer nuestro pasado espiritual, nuestra 
			cultura, nuestra patria. Para comprender las grandes épocas de la 
			historia es necesario vivirlas interiormente, asumirlas en nuestro 
			propio destino; si las consideramos desde fuera, quedan convertidas 
			en algo inerte, en meros cadáveres.  
			Ahora bien, esta memoria histórica que nos hace entrar en comunión 
			con lo «histórico» va indisolublemente ligada a la tradición. La 
			tradición es precisamente esta memoria interior en cuanto 
			transferida al destino histórico. La filosofía de la historia es una 
			especie de espiritualización y transfiguración del destino 
			histórico. En cierto modo, la memoria histórica es como la 
			declaración de guerra de la eternidad al tiempo, y la filosofía de 
			la historia atestigua continuamente las grandiosas victorias de la 
			eternidad sobre el tiempo y la corrupción. En esencia, el 
			conocimiento histórico y la filosofía de la historia no se vuelven 
			hacia lo empírico, sino que más bien tienen por objeto la vida de 
			ultratumba. La consideración de la existencia individual es 
			inseparable de la de la existencia de ultratumba; de igual modo nos 
			volvemos al grandioso pasado histórico, al mundo del más allá. 
			 
			Por eso, al volverse hacia el pasado, la memoria histórica 
			experimenta el sentimiento especial de entrar en comunión con otro 
			mundo y no sólo con la realidad empírica, que nos oprime por todas 
			partes como un íncubo y que debemos vencer, a fin de elevarnos a 
			otro nivel, es decir, al de la realidad histórica, que es una 
			revelación genuina de otros mundos. Asimismo, la filosofía de la 
			historia se orienta hacia los mundos de ultratumba, no hacia la 
			realidad empírica. Cuando viajamos a través de la campiña romana, en 
			donde tiene lugar una misteriosa fusión entre el mundo de ultratumba 
			y el histórico, en donde los monumentos históricos se han 
			transformado en fenómenos de la naturaleza, nos comunicamos con otra 
			vida, con los misterios del pasado, con los misterios del más allá, 
			con los misterios de un mundo en el que la eternidad triunfa sobre 
			la muerte y la corrupción. De aquí que la verdadera filosofía de la 
			historia sea la de la victoria de la verdadera vida sobre la muerte; 
			esta filosofía es una comunión del hombre con la realidad, 
			diferente, infinitamente más amplia y rica que aquella a la que es 
			arrojado por la empiria inmediata. 
			 
			Si el hombre individual no pudiese entrar en comunión con la 
			experiencia de la historia, ¡cuán vacía y muerta sería su 
			existencia! Ahora bien, el hombre, en su vida presente, reencuentra 
			la auténtica realidad del grandioso mundo histórico a través de la 
			memoria, de la tradición interior, de la comunión interior entre los 
			destinos de su espíritu individual y los de la historia, y no sólo 
			encuentra esto al construir una filosofía de la historia (tarea en 
			la que raramente se ocupa), sino también en muchos actos 
			espirituales de su vida. De este modo, entra en comunión con una 
			realidad infinitamente más rica, vence su corrupción e 
			insignificancia y trasciende su pobre y angosto horizonte. 
			 
			Notas 
			 
			* El estilo del libro lo muestra claramente y explica las frecuentes 
			repeticiones, las paráfrasis a veces fastidiosas, la monotonía de 
			las fórmulas que introducen los diferentes párrafos o 
			argumentaciones. En una palabra, al libro le falta aquella riqueza 
			de lenguaje y aquella brillantez características del gran escritor 
			que fue Berdiaev. Con todo, y a pesar de estos defectos de estilo, 
			atribuibles también a la persona que tomó las notas, el libro no 
			deja de ser, hasta cierto punto, un eco de la oratoria de Berdiaev, 
			y esto también tiene su interés (N. del E.).  |