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ABELARDO CASTILLO
 
Herman Hesse: En el infierno - El otro Poe - Buenos Aires es azul

 

Aparecido en el número 458 (1988)

de Cuadernos Hispanoamericanos

BUENOS AIRES AZUL.

Como a una querida, si estás lejos mejor hay que amarte. Lejos. Como a una querida. No voy a reparar en el secreto desarraigo nacional latente en ese verso; tampoco, en su postulación medio ilícita de que la distancia estimula sólo el amor a la amante, no a la mujer o a los amigos. No voy a hacer sociología ni ética. Lo que ahora me interesa es que, desde los orígenes del tango, Buenos Aires es hembra. No pretendo, por lo tanto, ser el primero que compara a Buenos Aires con una mujer. Y es probable que con todas las ciudades del mundo pase lo mismo; sin abusar mucho de la imaginación puede suponerse que el mero hecho de que la palabra ciudad sea femenina facilita e impone la metáfora. Sea como fuere, lo que quiero decir es que el verdadero amador de la ciudad se encuentra con ella de noche, a la hora clandestina y misteriosa en que se ama a las mujeres. Sólo a la noche Buenos Aires es real. No hablo de la hora en que la gente sale de los cinematógrafos y los teatros, no hablo
de las famosas «luces del centro», de los grills, de las librerías insomnes de Corrientes (o no hablo sólo de eso ya que no deja de ser extraño que Buenos Aires sea acaso la única ciudad del mundo donde uno puede comprar un libro a las tres de la madrugada) La noche porteña a la que aludo es la de los barrios, las plazas pensativas, la de las vías de los trenes, la de los zaguanes profundos. Incluso la de ciertas calles del centro que, en esa hora, hacen pensar en un planeta abandonado, como si de pronto hubiera ocurrido una catástrofe silenciosa que obligó a la gente a irse a otro mundo, dejando en el apuro una ventana iluminada, una puerta a medio cerrar.
Nadie puede decir que conoce realmente a Buenos Aires si no la ha caminado largamente de noche. Conocer de "conocer" casi diría: en el sentido bíblico. Porque conocer Buenos Aires no es saberse de memoria sus avenidas, la mano de sus calles, el recorrido de los colectivos. Así como nadie conoce a una mujer porque sepa que tiene treinta y dos dientes, dos piernas, cinco dedos en cada mano. Ningún hombre sabe nada de una mujer si no la miró dormir. Ese acto religioso y absolutamente incompartible, el de mirar a mansalva la cara de una mujer cuando se nos quedó dormida, mirarla hasta sentir miedo, es el verdadero acto de amor. Nadie puede saber si ama, si no miró a su mujer así. Cualquiera puede descubrir que ya no ama cuando no soporta esa contemplación. Contemplación, ahí encontré la palabara: no hay como ponerse a escirbir para comprender qué es lo que se quiere decir. Contemplación es una palabra sagrada. Cualquiera mira, ve u observa, pero no a cualquiera le está dado alcanzar la contemplación de algo. Y la contemplación de buenos Aires sólo es posible de noche. Durante el día es apenas una de las cuatro o cinco grandes capitales del mundo, vale decir, un apelamazamiento de ómnibus, empleados, vendedores de máquinas pelapapas y tirabuzones que cortan vidrio, un mazacote. Como cualquier gran capital del mundo, durante el día es una vasta cámara de gas en la que millones de seres tratan de sobrevivir sin importarle mucho de qué modo. Pero al fin, a pesar de las vidrieras, a pesar de los tubos fluorescentes, a pesar de toda esa estrategia de la luz que los hombres han inventado para auyentarse a sí mismos, por fin, hay una hora incomparable en que ya es de noche en buenos Aires.


Martínez Estrada se equivocó. O mejor, medio impresionado por la autoridad de Echeverría y del conde de Keyserling (sobre todo, sospecho, abombado por el título nobiliario de ese europeo al que tomaban seriamente por filósofo los argentinos de hace cuarenta años) Martínez Estrada dejó escrito que la hora de Buenos Aires es el atardecer; la hora de la pampa. Menos mal que este grande y arbitrario hombre no temía contradecirse y, en la misma página, se decide a mirar buenos Aires con sus propios ojos, no con los remotos de un conde báltico. Y ahí nota lo que cualquier trasnochador sabe sin que nadie se lo explique: la hora de buenos Aires es la noche. Y yo diría que es el país entero, la de los cuentos de aparecidos, la que agranda las montañas hasta el grito, la de oír una guitarra a lo lejos, la de la luna colorada sobre los ríos. Yo lo sé: todo se ahonda y se enrarece de noche. Pero no se trata de eso. Buenos Aires de noche es azul. Se purifica. Hasta la humedad de sus empredrados se vuelve mágica, hasta la neblina brilla. Sólo de noche Buenos Aires tiene estatuas y arboledas, campanarios y zaguanes. Es de noche cuando uno descubre los pasajes y las cortadas, la repentina majestad de una casa por la que pasamos mil veces de día, pero que, como un secreto para nosotros solos, se nos revela para siempre una madrugada, como si nos hubiera concedido dormir despiertos y soñáramos una ciudad fantástica que, implacablemente borrará el alba. Dije fantástica, debí decir real. Porque todo, hasta la miseria es más real de noche. Los crotos de las estaciones, los desdichados que se apelotonan de frío contra las paredes del Once, las viejas vendedoras de violetas, los chiquilines de "Bachín" a los que debiéramos darle dignidad pero les cantamos tangos, los borrachos, los que silban, los que matan y los que se matan, habitan la ciudad nocturna. Los perros que saquean los tachos de basura, y los hombres que saquean los tachos de basura. Porque Buenos Aires, como una mujer que duerme, sólo de noche se deja ver tal cual es. Por eso, quien se atreve a mirarla a esa hora, y puede amarla, la ha contemplado realmente y la conoce. De noche, mirando la hilera torcida de los faroles de alumbrado, uno advierte el verdadero trazado de sus calles. De noche, como pequeñas ciudades fantasmas engarzadas dentro de la ciudad, los domos de la Recoleta y la Chacarita asoman sus siluetas detrás de los paredones. De
noche, por fin, el porteño se atreve a mirar hacia lo alto, y ve las ventanas iluminadas de las que habló para siempre Roberto Arlt. Porque sólo de noche el porteño el porteño se anima a levantar la mirada (buscando vaya a saber qué o a quién) y da con el misterio de las ventanas, descubre la aguja de una cúpula magnificada hasta el vértigo por la Luna y se da cuenta de que el cielo todavía se comba sobre los hombres. Porque de noche recobramos el estupor del cielo de Buenos Aires y sabemos que es más inmenso que la ciudad: de noche Buenos Aires se restituye a su olvidado origen de ciudad de río, que, bajo un cielo de río, se abre hacia el mar.


Lástima que ya no haya tranvías. El que oyó el traqueteo de un tranvía en la noche de buenos Aires, como el que oyó el paso de un tren en una ciudad dormida de provincia, sabe lo bello que puede ser la tristeza. Menos mal que todavía, caminando por el puerto, nos queda la sirena de los barcos.


Menos mal, sobre todo, que si algún día desaparecen los barcos, el dios de Buenos Aires le seguirá dando manija al redondo mundo y nadie podrá impedir que llegue esa hora sagrada en la ciudad, como un mujer qye duerme, se deja ver tal como es y se entrega a sus sueños inocentes o a sus atroces pesadillas.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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