HOMBRES Y ENGRANAJES
(1951)
A la memoria de mi padre
Índice
Justificación...................................................4
INTRODUCCIÓN..............................................7
I LA ESENCIA DEL
RENACIMIENTO....................10
II EL UNIVERSO
ABSTRACTO............................21
III LA REBELIÓN DEL
HOMBRE......................... 37
IV LAS ARTES Y LAS LETRAS EN LA
CRISIS......... 45
Me sería muy difícil relatar cómo se han transformado mis
convicciones, más aún no siendo ello, probablemente, muy
interesante.
DOSTOIEVSKY, El diario de un escritor
¡La historia de la transformación de las
convicciones! ¿Existe, acaso, en todo el dominio de la literatura,
historia alguna de interés más palpitante?
CHESTOV, La filosofía de la tragedia
Justificación
.
Uno se embarca hacia tierras lejanas, indaga la naturaleza, ansia el
conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción, busca a Dios.
Después se comprende que el fantasma que se perseguía era Uno-Mismo.
Reflexioné mucho sobre el título y la calificación que deberían
llevar estas páginas. No creo que sea muy desacertado tomarlas como
autobiografía espiritual, como diario de una crisis, a la vez
personal y universal, como un simple reflejo del derrumbe de la
civilización occidental en un hombre de nuestro tiempo. Este
derrumbe que los comunistas imaginan un mero derrumbe del sistema
capitalista, sin advertir que es la crisis de toda la civilización
basada en la razón y la máquina, civilización de la que ellos mismos
y su sistema forman parte.
Estas reflexiones no forman un cuerpo sistemático ni pretenden
satisfacer las exigencias de la forma literaria: no soy un filósofo
y Dios me libre de ser un literato; son la expresión irregular de un
hombre de nuestro tiempo que se ha visto obligado a reflexionar
sobre el caos que lo rodea. Y si las refutaciones de teorías y
personas son muchas veces violentas y ásperas, téngase presente que
esa violencia se ejerce por igual contra antiguas ilusiones mías,
que sobreviven en letra muerta, en algún libro, a su muerte en mi
propio espíritu; en ocasiones, a su añorada muerte. Porque también
podemos añorar nuestras equivocaciones.
En 1934, cuando era un estudiante, fui enviado a un congreso
comunista en Bruselas. Iba a Europa imaginando que los males del
movimiento podían ser exclusivamente argentinos; todavía conservaba
muchas ingenuidades, todavía me resistía a aceptar el movimiento
stalinista como un sistema de vasos comunicantes.
El universo burgués me había asqueado, como a tantos adolescentes, y
me sentí impulsado hacia la revolución. Pero de pronto, ese
movimiento revolucionario se me hundía bajo los pies, repentinamente
me encontré en un vasto caos de seres y cosas. La existencia, como
al personaje de La náusea, se me aparecía como un insensato,
gigantesco y gelatinoso laberinto; y como él, sentí la ansiedad de
un orden puro, de una estructura de acero pulido, nítida y fuerte.
Así lo había sentido ya en mi adolescencia, cuando me precipité bada
la matemática, y ahora se volvía a repetir el fenómeno, aunque con
más fuerza y desesperación. De ese modo, retorné a ese universo no
carnal, a esa especie de refugio de alta montaña al que no llegan
los ruidos de los hombres ni sus confusas contiendas. Durante
algunos años estudié, con frenesí, casi con furor, las cosas
abstractas, me di inyecciones de trasparente opio, viví en el
paraíso artificial de los objetos ideales.
Pero en cuanto levantaba la cabeza de los logaritmos y sinusoides,
encontraba el rostro de los hombres. En 1938 trabajaba en el
Laboratorio Curie, de París. Me da risa y asco contra mí mismo
cuando me recuerdo entre electrómetros, soportando todavía la
estrechez espiritual y la vanidad de aquellos dentistas, vanidad
tanto más despreciable porque se revestía siempre de frases sobre la
Humanidad, el Progreso y otros fetiches abstractos por el estilo;
mientras se aproximaba la guerra, en la que esa Ciencia, que según
esos señores había venido para liberar al hombre de todos sus males
físicos y metafísicas, iba a ser el instrumento de la matanza
mecanizada.
Allí, en 1938, supe que mi fugaz paso por la ciencia había
concluido. ¡Cómo comprendí entonces el valor moral del surrealismo,
su fuerza destructiva contra los mitos de una civilización
terminada, su fuego purificador, aun a pesar de todos los farsantes
que aprovechaban de su nombre!
De Francia pasé a los Estados Unidos, donde pude ver el Capitalismo
Maquinista en su más vasta perfección. Volví a mi patria y empecé a
escribir un primer balance, que publiqué en 1945 bajo el titulo de
Uno y el Universo. En el prólogo, escribí: "La ciencia ha sido un
compañero de viaje, durante un trecho, pero ya ha quedado atrás.
Todavía cuando nostálgicamente vuelvo la cabeza, puedo ver algunas
de las altas torres que divisé en mi adolescencia y me atrajeron con
su belleza desposeída de los vicios carnales. Pronto desaparecerán
de mi horizonte y sólo quedará el recuerdo. Muchos pensarán que ésta
es una traición a la amistad, cuando es fidelidad a mi condición
humana. De todos modos, reivindico el mérito de abandonar esa clara
dudad de las torres —donde reinan la seguridad y el orden— en busca
de un continente lleno de peligros, donde domina la conjetura".
Durante cinco años me he movido en este continente conjetural. Sé
mucho menos que antes, pero al menos ahora sé que no sé y sonrío
melancólicamente al releer algunos capítulos de aquel primer
balance, todavía habitado de tantos fantasmas, todavía candoroso
creyente en ciertos cadáveres del mundo que fue. No incurrir en la
nueva ingenuidad de imaginar que ahora me he desembarazado de
cadáveres y fantasmas. Pero sí tengo la convicción de entrever ya
con mayor crueldad los contornos de Uno-Mismo en medio de la
confusión del Universo.
E.S. Santos Lugares, marzo de 1951.
Introducción
.
Dice Martin Buber que la problemática del hombre se replantea cada
vez que parece rescindirse el pacto primero entre el mundo y el ser
humano en tiempos en que el ser humano parece encontrarse en el
mundo como un extranjero solitario y desamparado. Son tiempos en que
se ha borrado una imagen del Universo, desapareciendo con ella la
sensación de seguridad que se tiene ante lo familiar: el hombre se
siente a la intemperie, sin hogar. Entonces, se pregunta nuevamente
sobre sí mismo.
Así es nuestro tiempo. El mundo cruje y amenaza derrumbarse, ese
mundo que, para mayor ironía, es el producto de nuestra voluntad, de
nuestro prometeico intento de dominación. Es una quiebra total. Dos
guerras mundiales, las dictaduras totalitarias y los campos de
concentración nos han abierto por fin los ojos, para revelarnos con
crudeza la clase de monstruo que habíamos engendrado y criado
orgullosamente.
Ha llegado el momento de decir adiós al siglo XIX, a ese maravilloso
siglo XIX, con Stephenson y su máquina de vapor, su electricidad, su
pujante economía capitalista, su optimismo cósmico. Ese siglo en que
todos los males de la humanidad iban ser resueltos mediante la
Ciencia y el Progreso de las Ideas; en que se ponía a los hijos
nombres como Luz y Libertad, y en que se constituían bibliotecas de
barrio llamadas Músculo y Cerebro.
No me río de algo tan entrañablemente unido a mi infancia y
adolescencia: más bien me sonrío con esa irónica ternura con que
miramos las viejas fotografías de nuestros abuelos. Todavía recuerdo
los días de mi niñez en un pueblo pampeano, con sus socialistas de
corbata voladora y grandes sombreros negros. Y aquellas bibliotecas
en que se acumulaban libros de tapas blancas, con el retrato del
autor en un óvalo: Reclus, Spencer, Zola o Darwin, ya que hasta la
teoría de la evolución parecía subversiva y un extraño vínculo unía
la historia de los peces y marsupiales con el Triunfo de los Nuevos
Ideales. Y tampoco faltaba la Energética, de Ostwald, esa especie de
biblia termodinámica, en que Dios aparecía sustituido por un ente
laico pero también enigmático, llamado Energía, que, como su
predecesor, lo explicaba y lo podía todo, con la ventaja de estar
relacionado con la Locomotora.
El siglo XX esperaba agazapado como un asaltante nocturno a una
pareja de enamorados un poco cursis. Esperaba con sus carnicerías
mecanizadas, el asesinato en masa de los judíos, la quiebra del
sistema parlamentario, el fin del liberalismo económico, la
desesperanza y el miedo. En cuanto a la Ciencia, que iba a dar
solución a todos los problemas del cielo y de la tierra, había
servido para facilitar la concentración estatal y mientras por un
lado la crisis epistemológica atenuaba su arrogancia, por el otro se
mostraba al servicio de la destrucción y de la muerte. Y así
aprendimos brutalmente una verdad que debíamos haber previsto, dada
la esencia amoral del conocimiento científico: que la ciencia no es
por sí misma garantía de nada, porque a sus realizaciones les son
ajenas las preocupaciones éticas.
Frente al caos capitalista, surgió el movimiento socialista, pero
pronto adquirió los atributos del siglo que quería combatir: la
Ciencia y la Máquina se convirtieron en sus dioses tutelares, y al
socialismo "utópico" de Owen, Fourier y Saint-Simon sucedió el
socialismo "científico" de Marx. Y de este modo, la concentración
del poder estatal mediante la ciencia y la economía condujo a los
superestados basados en la máquina y en la totalización.
Esta crisis no es sólo la crisis del sistema capitalista: es el fin
de toda esa concepción de la vida y del hombre, que surgió en
Occidente con el Renacimiento. De tal modo que es imposible entender
este derrumbe si no se examina la esencia de esa civilización
renacentista.
Tal como Berdiaeff advirtió, el Renacimiento se produjo mediante
tres paradojas:
1a Fue un movimiento individualista que terminó
en la masificación.
2a Fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina.
3a Fue un movimiento humanista que terminó en la deshumanización.
Que no son sino aspectos de una sola y gigantesca paradoja: la
deshumanización de la humanidad.
.
Esta paradoja, cuyas últimas y más trágicas consecuencias padecemos
en la actualidad, fue el resultado de dos fuerzas dinámicas y
amorales: el dinero y la razón. Con ellas, el hombre conquista el
poder secular. Pero —y ahí está la raíz de la paradoja— esa
conquista se hace mediante la abstracción: desde el lingote de oro
hasta el clearing, desde la palanca hasta el logaritmo, la historia
del creciente dominio del hombre sobre el universo ha sido también
la historia de las sucesivas abstracciones. El capitalismo moderno y
la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad
desposeída de atributos concretos, de una abstracta fantasmagoría de
la que también forma parte el hombre, pero no ya el hombre concreto
e individual sino el hombre-masa, ese extraño ser todavía con
aspecto humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad
engranaje de una gigantesca maquinaria anónima. Este es el destino
contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su
individualidad, proclamando su voluntad de dominio y transformación
de las cosas. Ignoraba que también él llegaría a transformarse en
cosa.
Hombres como Pascal, William Blake, Dostoievsky, Baudelaire,
Lautréamont, Kierkegaard y Nietzsche intuyeron que algo trágico se
estaba gestando en medio del optimismo. Pero la Gran Maquinaria
siguió adelante. Desolado, el hombre se sintió por fin en un
universo incomprensible, cuyos objetivos desconocía y cuyos Amos,
invisibles y crueles, lo llenaban de pavor. Mejor que nadie, Franz
Kafka expresó la sensación de desamparo del hombre de nuestro
tiempo. Y aunque la soledad del hombre es perenne, no sociológica
sino metafísica, únicamente una sociedad como ésta podía revelarla
en toda su magnitud. Así como ciertos monstruos sólo pueden ser
entrevistos en las tinieblas nocturnas, la soledad de la criatura
humana se tenía que revelar en toda su aterradora figura en este
crepúsculo de la civilización maquinista.
I
LA ESENCIA DEL RENACIMIENTO
EL DESPERTAR DEL HOMBRE LAICO
Cuando por primera vez estudié la historia
mundial, en el colegio secundario, fui sorprendido por las extrañas
virtudes del ejército turco, que más o menos se sintetizaban así: en
1453 tomaba Constantinopla y ponía fin, de tal manera, a la Edad
Media; inmediatamente, una cantidad de señores se ponían a refutar a
Aristóteles con pesas que caían de una torre y planos inclinados, o
mirando a través del tubo de un telescopio.
Esta doctrina sobre las propiedades del ejército turco es bastante
popular y, aunque no sea con tal nitidez, figura en muchos textos
escolares. Y hasta tal punto domina en la enseñanza que al doblar el
cabo del año 1453 se pasa a otro volumen y a otro año de estudios.
Cuando ya de grande me interesé por la historia de la ciencia,
encontré que en aquella época tenebrosa que antecedió a la caída de
Constantinopla los europeos habían inventado o reinventado la
pólvora, la imprenta, las armas de fuego, la brújula, la pintura al
óleo, las catedrales, el molino de viento, el molino de agua, las
lentes, el timón, la exclusa, la forja de fuelle, la medicina y la
cirugía, el reloj mecánico, los fundamentos de la ciencia
experimental, los vitrales, los esmaltes, los mapas matemáticos, la
navegación de altura, la industria de los tejidos y del vidrio.
¿Quiénes habían elaborado todo eso?
En general, es peligroso cortar la historia en pedazos. Pero, si
debemos buscar el viraje que originó nuestra civilización, hay que
buscarlo en la época de las Cruzadas. Es ahí, en las comunas
burguesas, donde verdaderamente se inician los Tiempos Modernos, con
una nueva concepción del hombre y su destino.
Entre el derrumbe del Imperio Romano y el despertar del siglo XII el
mundo occidental se sume en lo que propiamente debería llamarse
"edad media". El hombre se sumerge en los valores espirituales y
sólo vive para Dios: el dinero y la razón emigran hacia mejores
territorios, refugiándose en Bizancio, en el imperio musulmán, entre
los judíos. Bajo la doble presión de la ética cristiana y del
aislamiento militar, el hombre de Occidente renunció durante seis
siglos a las dos potencias que mejor parecen representar los halagos
de la materia y del pensamiento, la tentación del espíritu mundano.
Es difícil precisar por qué despierta Occidente. Lo que sucede es el
resultado de infinitos factores, desde una ética hasta la belleza de
una mujer, desde una estructura económica hasta el poder de
convicción de un fanático a caballo. Es muy difícil, y a menudo muy
bizantino, establecer las causas últimas de un acontecer histórico;
parece mejor tomar el hecho en su totalidad, como una estructura
cerrada.
Hacia la época de las Cruzadas comienza el despertar de Occidente,
gracias a un conjunto de factores concomitantes: el debilitamiento
del poder musulmán, la relativa tranquilidad de las ciudades después
de tantos siglos de lucha y destrucción, la pérdida de las
esperanzas en el advenimiento del reino de Dios sobre la tierra, la
reapertura del comercio mediterráneo. ¿Cuál de todos ellos es el
factor último? No es fácil discriminarlo, Pero en cambio es fácil
advertir que debajo de todos ellos actúan dos fuerzas fundamentales:
la razón y el dinero.
El levantamiento de la razón comienza en el seno de la teología
hacia el siglo XI, con Berengario de Tours. San Pedro Damián combate
esta tentativa, manifestando su desconfianza por la ciencia y la
filosofía, poniendo en duda la validez de las leyes del pensamiento
y, en particular, la validez absoluta del principio de
contradicción, que aunque rige en el mundo de lo finito —afirma— no
rige para el ser divino.
La polémica se agudiza con Abelardo, quien sostiene que no se debe
creer sin pruebas: sólo la razón debe decidir en pro o en contra. Es
silenciado por San Bernardo, pero representa, en pleno siglo XII, el
heraldo de los tiempos nuevos, en que la inteligencia, ya
desenfrenada, no reconocerá otra soberanía que la de la razón. "¡Oh,
Jesús! —exclamará un teólogo en estado de embriaguez racionalista—.
¡Cuánto he reforzado y ensalzado Tu doctrina! En verdad, si fuera Tu
enemigo, podría invalidarla y refutarla con argumentos todavía más
poderosos."
Pero para que esa soberanía de la razón se estableciera, era
menester el afianzamiento de su aliado el dinero. Entonces, toda la
gigantesca estructura de la Iglesia y de la Feudalidad se vendrá
abajo.
El dinero había aumentado silenciosamente su poderío en las comunas
italianas desde las Cruzadas. La Primera Cruzada, la Cruzada por
antonomasia, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu de
aventura de un mundo caballeresco, algo grande y romántico, ajeno a
la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de
este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento
mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni
Constantinopla, pero se reanudaron las rutas comerciales con
Oriente. Las Cruzadas promovieron el lujo y la riqueza y, con ellos,
el ocio propicio a la meditación profana, el humanismo, la
admiración por las ciudades de la antigüedad.
Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la clase
burguesa. Durante los siglos XII y XIII, esta clase triunfa por
todos lados. Sus luchas y su ascenso provocaron transformaciones de
tan largo alcance que hoy sentimos sus últimas consecuencias. Ya que
nuestra crisis es la reducción al absurdo de aquella irrupción de la
clase mercantil.
DEL NATURALISMO A LA MÁQUINA
Al despertar del largo ensueño del Medioevo, el
hombre redescubre el mundo natural y al hombre natural, el paisaje y
su propio cuerpo.
Su realidad será ahora secular y profana, o tenderá a serlo cada vez
más, pues una visión del mundo no cambia instantáneamente. Pero lo
que importa es ver las líneas de fuerza que ocultamente empiezan a
dirigir la orientación de una sociedad, la inquietud de sus hombres,
la dirección de sus miradas; sólo así puede saberse lo que va a
acontecer visiblemente varios siglos después. La profanidad de
Rafael no se explica sin esa oculta tensión de las líneas de fuerza
que empiezan a actuar ya en el siglo XII. Entre un Giotto y un
Rafael —comienzo y fin de un proceso— hay toda la distancia que
media entre un pequeñoburgués profundamente cristiano, todavía
sumergido hasta la cintura en la Edad Media, y un artista mundano,
emancipado de toda religiosidad.
La vuelta a la naturaleza es un rasgo esencial de los comienzos
renacentistas y se manifiesta tanto en el lenguaje popular como en
las artes plásticas, en la literatura satírica como en la ciencia
experimental. Los pintores y escultores descubren el paisaje y el
desnudo.
Y en el redescubrimiento del desnudo no sólo influye la tendencia
general hacia la naturaleza, sino el auge de los estudios anatómicos
y el espíritu igualitario de la pequeña burguesía: porque el
desnudo, como la muerte, es democrático.
La primera actitud del hombre hacia la naturaleza fue de candoroso
amor, como en San Francisco. Pero dice Max Scheler que amar y
dominar son dos actitudes complementarias, y a ese amor
desinteresado y panteístico siguió el deseo de dominación, que
habría de caracterizar al hombre moderno. De este deseo nace la
ciencia positiva, que no es ya mero conocimiento contemplativo, sino
el instrumento para la dominación del universo. Actitud arrogante
que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y
enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.
El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la
máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero
dialécticamente ella terminará dominando a su creador.
EL DIABLO REEMPLAZA A LA METAFÍSICA
El fundamento del mundo feudal era la tierra;
como consecuencia, esta sociedad es estática, conservadora y
espacial.
En cambio, el fundamento del mundo moderno es la ciudad; la sociedad
resultante es dinámica, liberal y temporal. En este nuevo orden
prevalece el tiempo sobre el espacio, porque la ciudad está dominada
por el dinero y la razón, fuerzas móviles por excelencia. La
dinámica es una rama moderna de la física, contemporánea de la
industria y de la balística del Renacimiento; los antiguos sólo
habían desarrollado la estática.
La característica de la nueva sociedad es la cantidad. El mundo
feudal era un mundo cualitativo: el tiempo no se medía, se vivía en
términos de eternidad y el tiempo era el natural de los pastores,
del despertar y del descanso, del hambre y del comer, y del amor y
del crecimiento de los hijos, el pulso de la eternidad; era un
tiempo cualitativo, el que corresponde a una comunidad que no conoce
el dinero.
Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de las figuras en una
ilustración no correspondían a las distancias ni a la perspectiva:
eran expresión de la jerarquía.
Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En
una sociedad en que el simple transcurso del tiempo multiplica los
ducados, en que "el tiempo es oro", es natural que se lo mida, y que
se lo mida minuciosamente. Desde el siglo XV los relojes mecánicos
invaden Europa y el tiempo se convierte en una entidad abstracta y
objetiva, numéricamente divisible. Habrá que llegar hasta la novela
actual para que el viejo tiempo intuitivo sea recuperado por el
hombre.
El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco
cargado de valiosas mercancías no va a confiar en esos dibujos de
una ecumene rodeada de grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no
poetas. El artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que
el matemático le calcule el ángulo de tiro. El ingeniero civil que
construye canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas
para minas; el constructor de barcos, el cambista, el ingeniero
militar, todos ellos tienen necesidad de matemática y de un espacio
cuadriculado.
El artista de aquel tiempo surge del artesano —en realidad de la
misma persona— y es lógico que lleve al arte sus preocupaciones
técnicas. Piero della Francesca, creador de la geometría
descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura. Entusiasmados
con la novedad, los pintores italianos comienzan a emplear una
perspectiva abundante y muy visible, como nuevos ricos de este arte
geométrico. El viejo Uccello se extasía tanto ante el invento, que
su mujer tiene que reclamarlo repetidas veces para la comida.
Leonardo escribe en su Tratado: "Dispon luego las figuras de hombres
vestidos o desnudos de la manera que te has propuesto hacer
efectiva, sometiendo a la perspectiva las magnitudes y medidas, para
que ningún detalle de tu trabajo resulte contrario a lo que
aconsejan la razón y los efectos naturales". Y en otro aforismo
agrega: "La perspectiva, por consiguiente, debe ocupar el primer
puesto entre todos los discursos y disciplinas del hombre. En su
dominio, la línea luminosa se combina con las variedades de la
demostración y se adorna gloriosamente con las flores de las
matemáticas y más aún con las de la física".
Según Alberti, el artista es ante todo un matemático, un técnico, un
investigador de la naturaleza.
Y así, también, irrumpe la proporción. El intercambio comercial de
las ciudades italianas con Oriente facilitó el retorno de las ideas
pitagóricas, que habían sido corrientes en la arquitectura romana.
Pero es con la emigración de los eruditos griegos de Constantinopla
cuando en Italia comienza el real resurgimiento de Platón y, a
través de él, de Pitágoras. Cosimo recoge a los sabios y él mismo
sigue sus enseñanzas en la Academia de Florencia. De este modo, el
misticismo numerológico de Pitágoras celebra matrimonio con el de
los florines, ya que la aritmética regía por igual el mundo de los
poliedros y el de los negocios. Con razón sostiene Simmel que los
negocios introdujeron en Occidente el concepto de exactitud
numérica, que será la condición del desarrollo científico. El viejo
tirano dejaba sus múltiples preocupaciones para asistir, embelesado,
a las discusiones académicas; y, por un complicado mecanismo,
Sócrates lo aliviaba del último envenenado. Lo mismo, más tarde, su
nieto Lorenzo: "Sin Platón, me sentina incapaz de ser buen ciudadano
y buen cristiano", aforismo paradójico que no le impedía degollar o
ahorcar a sus enemigos políticos.
Nada muestra mejor el espíritu del tiempo que las obras de Luca
Pacioli, especie de almacén en que se encuentran desde los
inevitables elogios al duque hasta las proporciones del cuerpo
humano, desde contabilidad por partida doble hasta la trascendencia
metafísica de la Divina Proporción: "Esta nuestra proporción, oh
excelso Duque, es tan digna de prerrogativa y excelencia como la que
más, con respecto a su infinita potencia, puesto que sin su
conocimiento muchísimas cosas muy dignas de admiración, ni en
filosofía ni en otra ciencia alguna, podrían venir a luz".
Sucesivamente la califica de divina, exquisita, inefable, singular,
esencial, admirable, innominable, inestimable, excelsa, suprema,
excelentísima, incomprensible y dignísima. Parece como si hablara
del propio Duque de Milán.
Este concepto pitagórico tuvo influencia en casi todos los artistas
del Renacimiento italiano, así como en Durero. Pero también se
extendió al campo de las ciencias, como puede observarse en los
trabajos de Cardano, Tartaglia y Stevin. Finalmente, reaparece en la
mística de la armonía kepleriana y en las hipótesis
estético-metafísicas que sirvieron de base a las investigaciones de
Galileo. Porque los que piensan que los hombres de ciencia
investigan sin prejuicios estético-metafísicos tienen una idea
bastante singular de lo que es la investigación científica.
Este es el hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el
mundo, las tiene a su servicio, es el dios de la tierra: es el
diablo. Su lema es: todo puede hacerse. Sus armas son el oro y la
inteligencia. Su procedimiento es el cálculo.
Jacobo Loredano asienta en su Libro Mayor: "Al Dux Foscari, por la
muerte de mi hijo y de mi tío". Después de haber eliminado a Foscari
y a su hijo, agrega: "Pagado". Gianozzo Manetti ve en Dios algo así
como el maestro duno traffico. Villani considera que las donaciones
y limosnas son una forma contractual de asegurarse la ayuda
divina. Inocencio VIII instaura un banco de indulgencias, en donde
se venden absoluciones por asesinatos. Esta mentalidad calculadora
de los mercaderes se extiende en todas direcciones. Empieza por
dominar la navegación, la arquitectura y la industria. Con las armas
de fuego invade el arte de la guerra, a través de la balística y la
fortificación. Se desvalorizan la lanza y la espada del caballero, a
la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del
ejército mercenario.
A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera. El saber
técnico toma el lugar de la preocupación metafísica, la eficacia y
la precisión reemplazan a la angustia religiosa. Para juzgar hasta
qué punto esto es la esencia del espíritu burgués, véase la crítica
que Valéry hace a la metafísica en Leonardo y los filósofos: aunque
falaz, es la misma que hace Leonardo, la misma que hacen los
pragmatistas y positivistas, esos ingenieros de la filosofía.
La mentalidad calculadora invade finalmente la política: Maquiavelo
es el ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción dinámica
e inescrupulosa. Que no reconoce honor, ni derechos de sangre, ni
tradición. ¡Qué lejos estamos de aquella cristiandad unida en su fe
contra los infieles! El Papa Alejandro VI intenta la alianza de los
turcos contra los venecianos. Las dinastías se levantan y se
liquidan mediante el puñal de asesinos a sueldo, a tantos ducados
por cabeza. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan
impedir el desarrollo de los planes humanos. Leonardo, en sus
laboriosas noches del hospital Santa María, inclinado sobre el pecho
abierto de los cadáveres, busca el secreto de la vida y de la
muerte, quiere ver cómo Dios crea seres vivos, ansia suplantarlo,
exclama: "Voglio fare miracoli!".
COMPLEJIDAD Y DRAMA DEL HOMBRE RENACENTISTA
Estamos hablando de las fuerzas dominantes, pero
es necesario que ahora consideremos las contrafuerzas. El
Renacimiento, como cualquier época, sólo puede ser profundamente
juzgado si se lo piensa como la lucha y la síntesis de fuerzas
encontradas. La afirmación (provisoria y parcial ) de que el
Renacimiento es un proceso de secularización no implica negar el
misticismo de Savonarola o de Miguel Ángel. Bastaría sentir por un
instante, en el Palazzo del Bargello, la tierna y estremecida
actitud del San Giovannino, de Donatello, para comprender hasta qué
punto es trivial aquella creencia sobre la mera profanidad del
Renacimiento.
Una doctrina no traduce unívocamente una época, sino se forma de
manera compleja; en parte por el desarrollo autónomo y puramente
intelectual de las ideas anteriores —por o en contra de esas ideas—,
en parte como manifestación del espíritu de su tiempo. Y también
esto de manera polémica: al espíritu religioso de la Edad Media
sucede el espíritu profano de la burguesía; pero, al asumir éste sus
formas más groseras, suscita la reacción mística de Savonarola.
Artistas como Miguel Ángel y Botticelli fueron intensamente
conmovidos por esta reacción, y no sólo no contradicen la profanidad
del Renacimiento, sino que son su consecuencia.
Por eso es falso afirmar que "el Renacimiento es una vuelta a la
antigüedad". La historia no retorna jamás. Lo que hay es un retorno
de ciertas características del espíritu grecolatino, en la medida en
que también había sido un espíritu ciudadano, el producto de una
cultura de ciudades, una civilización.
Mas las ciudades renacentistas eran ciudades distintas de las
antiguas y bastaría la sola existencia del cristianismo para
diferenciar radicalmente esta nueva civilización de la antigua.
¿Cómo sería posible comparar el realismo de un espíritu cristiano
como Donatello con el realismo de un escultor griego?
La importancia del cristianismo se revela hasta en aquella actividad
del espíritu que, por su naturaleza, parece más alejada: la ciencia
positiva. Mucho se sorprenderían los anticlericales de barrio si se
les dijese que la ciencia occidental nació gracias a la Iglesia, y
no obstante es así. Creo posible explicar aquel proceso de la
siguiente manera:
Durante la Edad Media, la Iglesia está caracterizada por dos temas:
el dogma y la abstracción. La burguesía aparece caracterizada por
los dos temas contrapuestos: la libertad y el realismo. Entre los
clérigos y los burgueses están los humanistas. El sentido
naturalista, concreto, vivo del humanismo, frente a la aridez
escolástica, lo hace un aliado de la burguesía: con su paganismo,
conmueve los fundamentos de la Iglesia, es revolucionario, ayuda al
ascenso de la nueva clase; los dos temas de la burguesía —libertad y
realismo— son los suyos propios; y no es extraño, en consecuencia,
que la mayor parte de los humanistas proviniesen de la clase
mercantil. Al otorgar a los escritos de los antiguos tanto valor
como a la Biblia, el cristianismo se hizo irreconocible en estos
hombres; la yuxtaposición de ambos cultos tenía que conducir a la
indiferencia y finalmente al ataque de la moral cristiana y de las
instituciones eclesiásticas, paso
que dio Lorenzo Valla, esa especie de protestante avant la lettre.
Pero en el momento en que el humanismo se extasía con la antigüedad,
en el momento en que hace de su culto un juego cortesano y
exquisito, se vuelve conservador y reaccionario: técnicos como
Leonardo, los hombres que mejor representan el espíritu de la
modernidad, mirarán como a charlatanes a los señores que se pasaban
el día discutiendo en la Academia, a esos pedantes que habían vuelto
la espalda al lenguaje popular para entregarse a la vana
resurrección del latín, a esos presuntuosos que habían dejado de
llamarse Fortiguerra o Wolfgang Schenk para convertirse,
grandiosamente, en Cartero-machus y Lupambulus Ganimedes. De esta
manera, el humanismo pasa del tema de la libertad al tema del dogma,
al dogma de la antigüedad. Y de la revolución pasa a la reacción.
En cuanto al burgués, había insurgido como realista, preocupándose
solamente por lo que tenía delante de las narices, desconfiando de
toda suerte de abstracciones. Pero con palancas y ruedas no se hace
la ciencia moderna: es necesario unir los hechos en un esquema
racional y abstracto. Por eso, paradójicamente, la ciencia positiva
no pudo surgir sin la ayuda de la Iglesia, pues mientras su faz
técnica y utilitaria proviene de la burguesía, su lado teórico, la
idea de una racionalidad del Universo (sin la cual ninguna ciencia
es posible), proviene de la escolástica. De este modo, apenas la
burguesía ha llegado a la etapa de la ciencia, hace suyo el tema de
la abstracción, que caracterizaba a la escolástica, pero lo
instrumenta a su modo, uniéndolo al saber concreto y utilitario,
entrelazándolo a los poderes temporales de la máquina y el
capitalismo y, a través del número, al tema de la belleza en la
proporción, que era típico del humanismo. Y así, en este fugaz
reinado pitagórico, oímos la última parte de una compleja partitura,
en que todos los temas iniciales aparecen complicados y entrelazados
de tal manera que apenas puede distinguirse a Platón de Aristóteles,
a las preocupaciones prácticas de las metafísicas, a la aridez
escolástica de la intuición concreta.
Pero esto no es todo. Además del cristianismo, hay dos fuerzas que
complican aun más el proceso renacentista.
Como dice Jung, el proceso cultural consiste en una dominación
progresiva de lo animal en el hombre, un proceso de domesticación
que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza
animal, ansiosa de libertad. De tiempo en tiempo, una especie de
embriaguez acomete a la humanidad, que ha ido entrando por las vías
de la cultura. La antigüedad experimentó esa embriaguez en las
orgías dionisíacas, desbordadas de Oriente, y que constituyeron un
elemento esencial y característico de la cultura clásica. Según la
ley ya establecida por Heráclito de la enantiodromía, o
contracorriente, todo marcha hacia su contrario, y a la orgía
dionisíaca tenía que seguir, fatalmente, el ideal estoico y luego el
ascetismo de Mitra y de Cristo; hasta que, con el Renacimiento, un
nuevo, tumultuoso y adolescente entusiasmo intenta el dominio del
espíritu humano.
Este espíritu dionisíaco explica la duplicidad de muchos grandes
hombres del Renacimiento, que en ciertos casos llevará hasta la
neurosis. Un ejemplo sencillo lo tenemos en la ciencia: ni Leonardo
ni ninguno de los precursores tuvieron una idea sistemática de la
racionalidad.
En todo el Renacimiento se asiste a una lucha entre la magia y la
ciencia, entre el deseo de violar el orden natural —¡y qué sexual es
hasta la misma expresión!— y la convicción de que el poder sólo
puede adquirirse en el respeto de ese orden. En uno de sus
aforismos, dice Leonardo: "La naturaleza no quebranta jamás sus
leyes"; pero en uno de sus arrebatos demiúrgicos, exclama con
soberbia: "¡Quiero hacer milagros!". Es probable que su conciencia
pensara en ese instante en milagros "científicos", pero es seguro
que su inconsciencia soñaba con milagros genuinos. El Renacimiento
está saturado de brujerías. La obra de los alquimistas y astrólogos
es eminentemente renacentista, y no poco de la química y de la
astrología de nuestro tiempo tiene origen en aquellas desaforadas
investigaciones. El Renacimiento es demoníaco, por lo mismo que
busca el dominio de la tierra.
Roger Bacon, el doctor mirabilis, padre de nuestra ciencia
experimental, era tenido por un poderoso mago: condensando el aire,
había construido un puente de treinta millas entre Inglaterra y el
continente, y por él había pasado con toda su comitiva,
desvaneciéndolo detrás de sí.
Con el arte pasan cosas similares: la duplicidad del espíritu
renacentista nos explica esa especie de insatisfacción neurótica que
nos parece intuir en la obra de tantos artistas renacentistas, y
quizá en los más grandes: ya en la angustiosa y romántica escultura
de Miguel Ángel, como en la melancólica pintura de Botticelli. Como
ha señalado Berdiaeff, el hombre occidental ya no podía volver
ingenuamente a la naturaleza, en el estado de ánimo del griego,
porque de por medio estaba el cristianismo y así, mientras los
antiguos lograron la perfección en el arte, el Renacimiento sufrió
siempre los efectos de ese radical desdoblamiento del espíritu:
ímpetu profano, herencia cristiana. En los hombres del cuatrocientos
se siente la añoranza por la perfección clásica, que ya nunca más
será alcanzable: la disociación que la conciencia cristiana ha
establecido entre la vida divina y la terrena, entre lo eterno y lo
perecedero, no podrá ser superada más en el curso de nuestra
historia.
Esa disociación es más intensa en los países germánicos que en
Italia, porque éste era un país antiguo, y no es asombroso que en
ella hasta los mismos papas hayan sucumbido a la actitud profana. La
irrupción gótica es la otra y potente fuerza de la modernidad,
fuerza que ya oculta, ya aparente, hará que el conflicto básico de
nuestra civilización sea más dramático, hasta terminar primero con
la rebelión protestante y más tarde con la rebelión romántica y
existencial. En la arquitectura gótica, angustiosamente estirada
hacia arriba, incapaz de la medida y de la perfección grecolatinas,
ve Berdiaeff la materialización de ese conflicto del alma europea,
de ese carácter de imposible que es el rasgo característico de toda
la cultura cristiana.
En suma, si por Renacimiento consideramos no el mero, estrecho y
falso concepto de los humanistas, sino el comienzo de los tiempos
modernos, hay que tomarlo como el despertar del hombre profano, pero
en un mundo profundamente transformado por lo gótico y lo cristiano.
Como una civilización que simultáneamente produce palacios en estilo
antiguo y catedrales góticas, pequeños burgueses anticlericales como
Valla y espíritus religiosos como Miguel Ángel, literatura realista
y satírica como Boccaccio y un vasto drama cristiano como La Divina
Comedia. Olvidemos de una vez por todas las viejas fórmulas de los
humanistas, para quienes el Renacimiento no era sino una vuelta a la
antigüedad, como si jamás semejante milagro se hubiera producido;
olvidemos sus teorías sobre la aberración del arte gótico y pensemos
que justamente fueron las catedrales góticas el corazón de
muchísimas comunas burguesas que se desarrollaron a partir de la
Primera Cruzada. Sólo podremos entender la complejidad del
Renacimiento y el dramático dualismo de nuestro tiempo si admitimos
que ese tiempo nuestro nació como interacción de los pueblos de
distinta raza y tradición. Italia nunca perdió del todo la noción de
ser un pueblo antiguo, ni olvidó jamás el esplendor grecolatino, que
perduraba en las ruinas de sus foros, en sus acueductos
y estatuas semiderruidas; y así como muchos soñamos con los
irrecuperables instantes de la infancia, así los italianos
imaginaban que de ese melancólico universo de ruinas podía realmente
resurgir el portentoso pasado. En tanto que en aquellas ciudades
nórdicas, formadas en torno de las fortalezas feudales, el
surgimiento de la nueva civilización se iba a realizar con atributos
más bárbaros y modernos, en ciudades esencialmente mercantiles, con
las más típicas características del capitalismo moderno. Pero, al
mismo tiempo paradójicamente en apariencia, serían la cuna de las
reacciones más violentas contra la nueva civilización: el
romanticismo y el existencialismo.
II
EL UNIVERSO ABSTRACTO
EL GIGANTESCO VÓRTICE
A partir del descubrimiento de América, la acción combinada del
capitalismo y la ciencia empieza a abarcar el mundo entero. Con
velocidad creciente, al cabo de cuatro siglos se convertirá en un
gigantesco vórtice que arrastrará a los seres humanos.
El oro preside el descubrimiento: "Ondas de mar con un continente y
veintinueve islas de oro, sobre un fondo azul cinco anclas de oro,
la punta del escudo empalmada en oro". Estas son las armas que el
Almirante se hizo atribuir y parecen no dejar lugar a duda sobre su
preocupación esencial. Pero, por si quedara alguna, afirma que con
el oro "hasta se pueden encaminar las almas al Paraíso".
Su contemporáneo Leonardo escribe: "¡Oh, miseria humana, a cuántas
cosas te sometes por dinero!". Y en sus sombrías profecías agrega:
"Saldrá, de oscuras y tenebrosas cavernas, algo que acarreará a toda
la especie humana grandes afanes y peligros y aun la muerte. A sus
secuaces, tras muchas fatigas, les procurará contento; pero el que
no sea su partidario morirá abatido por la calamidad... Causará
infinitas traiciones; se impondrá a los hombres, persuadiéndoles de
que les conviene cometer asesinatos, latrocinios y perfidias; esto
hará finalmente sospechosos a sus partidarios; esclavizará a las
ciudades libres; privará a muchos de la vida; afligirá a los hombres
con sus arterías, engaños y traiciones".
La afluencia de las riquezas de Indias aceleró el proceso
capitalista en Europa y la centralización de las monarquías. Durante
la Guerra de los Cien Años, las fortalezas feudales se habían
convertido en nidos de ladrones y aventureros, en el último reducto
de una clase antaño caballeresca, pero ahora empobrecida y rabiosa.
La aristocracia feudal sucumbió ante el poder
monárquico-capitalista. Los grandes poderes centrales necesitaban
grandes sumas de dinero para sus burocracias y ejércitos, y esas
sumas sólo podían dárselas los
grandes señores de las finanzas: la centralización del poder
político resultó así la contrafigura de la centralización
financiera.
Ahí está Jacques Coeur —¡hermoso nombre para un usurero!—, individuo
que sin un centavo se asocia a un mercader arruinado para acuñar
monedas destinadas a Carlos VII, a cambio de concesiones mineras.
Exporta plata a Oriente, importa oro, acumula beneficios
fantásticos, toma en arriendo las minas de la corona, hace
empréstitos al cincuenta por ciento, financia guerras y las
aprovecha en su beneficio particular.
Ahí está Jacobo Fuccar. Los señores necesitan dinero. ¿Qué ofrecen
como garantía? Sus tierras, lo único que poseen. Pero esas tierras
poseen valiosos metales, completamente inútiles para los señores,
que no disponen de capitales para explotarlos. Fuccar se encargará
de ello, él financiará a los príncipes de Habsburgo y cuando
Maximiliano I toma la corona imperial, la familia de los Fuccar
quedará unida indisolublemente al poderío ascendente de su familia.
Hasta que en 1519 Fuccar paga mejor que nadie a los electores y
decide la elección en contra de Francisco I y en favor de Carlos V.
No por simpatía: por el interés de sus minas.
El descubrimiento de América y la Reforma aceleran el ritmo, mayores
riquezas, gigantescos mercados y fuentes de materias primas y la
ética calvinista: la riqueza no es nada sospechoso, sino el signo de
la bendición divina.
Italia ha quedado atrás, es católica y no tiene minas de hierro y
carbón. Y la civilización de ahora en adelante va a ser la
civilización del acero y del vapor.
Al desarrollo del capitalismo correspondió un paralelo desarrollo de
la industria. Y el avance del conocimiento científico fue la
contraparte de este proceso, en un complejo movimiento recíproco:
las necesidades técnicas forzaban los avances de la ciencia pura y
éstos traían nuevas posibilidades a la técnica.
HACIA EL PODER MEDIANTE LA ABSTRACCIÓN
El dinero y la razón otorgaron el poder secular
al hombre, no a pesar de la abstracción, sino gracias a ella.
La idea de que el poder está unido a la fuerza física y a la materia
es la creencia de las personas sin imaginación. Para ellos, una
cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro es más
valioso que una letra de cambio. Pero la verdad es que el imperio
del hombre se multiplicó desde el momento en que comenzó a
reemplazar las cachiporras por logaritmos y los lingotes de oro por
letras de cambio.
Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, al
generalizarse. Pero al generalizarse se hace más abstracta, porque
lo concreto se pierde con lo particular. La teoría de Einstein es
más poderosa que la de Newton, porque rige sobre un territorio más
vasto, pero por eso mismo es más abstracta. Sobre el hallazgo de
Newton todavía se pueden referir anécdotas con manzanas, aunque sean
apócrifas; sobre el de Einstein, nada puede decir el pueblo, pues
sus tensores y geodésicas ya están demasiado lejos de sus
intuiciones concretas: apenas puede ocuparse del violín de su autor,
o de su melena.
Lo mismo con la economía: a medida que el capitalismo se desarrolla
sus instrumentos se hacen más pujantes, pero más abstractos: la
potencia de un bolsista que especula con un cereal que jamás ha
visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo
cosechó.
No debe sorprendernos que el capitalismo esté vinculado con la
abstracción, porque no nace de la industria, sino del comercio; no
del artesano, que es rutinario, realista y estático, sino del
mercader aventurero, que es imaginativo y dinámico. La industria
produce cosas concretas, pero el comercio intercambia esas cosas, y
el intercambio tiene siempre en germen la abstracción, ya que es una
especie de ejercicio metafórico que tiende a la identificación de
entes distintos mediante el despojo de sus atributos concretos. El
hombre que cambia una oveja por un saco de harina realiza un
ejercicio sumamente abstracto; no importa que las necesidades
físicas que lo llevan a ejercer ese intercambio sean concretas —como
el hambre, la sed o la necesidad de procrear—; lo decisivo es que
ese intercambio sólo es posible merced a un acto de abstracción, a
una especie de igualación matemática entre una oveja y un saco de
harina; y ambos objetos se intercambian, no a pesar de sus
diferencias, sino a causa de ellas.
Los logaritmos, en fin, terminan por imponerse sobre la cachiporra,
lo abstracto concluye por dominar lo concreto. No fueron las
máquinas quienes desencadenaron el poder capitalista, sino el
capitalismo financiero quien sometió la industria a su poderío.
EL FANTASMA MATEMÁTICO
Frente a la infinita riqueza del mundo material,
los fundadores de la ciencia positiva seleccionaron los atributos
cuantificables: la masa, el peso, la forma geométrica, la posición,
la velocidad. Y llegaron al convencimiento de que "la naturaleza
está escrita en caracteres matemáticos", cuando lo que estaba
escrito en caracteres matemáticos no era la naturaleza, sino... la
estructura matemática de la naturaleza. Perogrullada tan ingeniosa
como la de afirmar que el esqueleto de los animales tiene siempre
caracteres esqueléticos.
No era pues, la infinitamente rica naturaleza la que expresaban esos
cientistas con el lenguaje matemático, sino apenas su fantasma
pitagórico. Lo que conocíamos así de la realidad era más o menos
como lo que un habitante de París puede llegar a conocer de Buenos
Aires examinando su guía, su cartografía y su guía telefónica; o,
más exactamente, lo que un sordo de nacimiento puede intuir de una
sonata examinando su partitura.
La raíz de esta falacia reside en que nuestra civilización está
dominada por la cantidad y ha terminado por parecemos que lo único
real es lo cuantificable, siendo lo demás pura y engañosa ilusión de
nuestros sentidos.
Un ejemplo típico de este proceso mental lo constituye el Principio
de Inercia, intuido por Leonardo y descubierto —¿o inventado?— por
Galileo. Si se arroja una bolita sobre una mesa horizontal, con
cierto impulso, la bolita se mueve durante cierto tiempo, hasta
detenerse a causa del roce. Galileo concluye: en una mesa
infinitamente extensa y pulida, desprovista de roce, el movimiento
perduraría por toda la eternidad.
Esta es una muestra de cómo los cientistas son capaces de entregarse
a la imaginación más desenfrenada en lugar de atenerse, como
pretenden, a los hechos. Los hechos indican, modestamente, que el
movimiento de la esferita cesa, tarde o temprano. Pero el dentista
no se arredra y declara que esta detención se debe a la desagradable
tendencia de la naturaleza a no ser platónica.
Pero como la ley matemática confiere poder, y como el hombre tiende
a confundir la verdad con el poder, todos creyeron que los
matemáticos tenían la clave de la realidad.
Y los adoraron. Tanto más cuanto menos los entendieron.
El poeta nos dice:
.
El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido.
Pero el Análisis Científico es deprimente: como
los hombres que ingresan en una penitenciaría, las sensaciones se
convierten en números: el verde de los árboles ocupa una banda del
espectro luminoso en torno de las cinco mil unidades Angström; el
manso ruido es captado por micrófonos y descompuesto en un conjunto
de ondas caracterizadas por un número; en cuanto al olvido del oro y
del cetro, queda fuera de la jurisdicción de la ciencia, porque no
es susceptible de convertirse en números. El mundo de la ciencia
ignora los valores. Un geómetra que rechazara el teorema de
Pitágoras por considerarlo perverso tendría más probabilidades de
ser admitido en un manicomio que en un congreso de matemáticos.
Tampoco tiene sentido científico un frase como: "Tengo fe en el
principio de conservación de la energía". Muchos cientistas hacen
afirmaciones de este género, pero se debe a que construyen la
ciencia como simples hombres, con sus sentimientos y pasiones, no
como cientistas puros.
En la elaboración de la ciencia el hombre opera con esa intrincada
mezcla de ideas puras, sentimientos y prejuicios que caracteriza su
condición; investiga acicateado por manías de grandeza, por
preconceptos éticos o estéticos, por empecinamiento o por ese
vanidoso amor a sí mismo que suele llamarse Amor a la Humanidad.
Pero aunque los sentimientos o los juicios de valor intervengan en
la elaboración de la ciencia, nada tienen que hacer con la ciencia
hecha. Giordano Bruno fue quemado por emitir exaltadas frases en
favor de la infinitud del Universo, y es explicable que haya sufrido
el suplicio en tanto que poeta; sería penoso que haya creído
sufrirlo en su condición de hombre de ciencia, porque en tal caso
habría muerto por una frase fuera de lugar. La muerte de Bruno
pertenece a la Historia de las Persecuciones y hasta a la Historia
de la Ciencia; jamás a la ciencia misma.
De este modo el mundo de los árboles, de las bestias y las flores,
de los hombres y sus pasiones, se fue convirtiendo en un helado
conjunto de sinusoides, logaritmos, letras griegas, triángulos y
ondas de probabilidad. Y lo que es peor: nada más que en eso.
Cualquier cientista consecuente se negará a hacer consideraciones
sobre lo que podría haber más allá de la estructura matemática: si
lo hace, deja de ser hombre de ciencia en ese mismo instante, para
convertirse en religioso, metafísico o poeta. La ciencia estricta
—la ciencia matematizable— es ajena a todo lo que es más valioso
para el ser huma-
no: sus emociones, sus sentimientos, sus vivencias de arte o de
justicia, sus angustias metafísicas. Si el mundo matematizable fuera
el único verdadero, no sólo sería ilusorio un castillo soñado, con
sus damas y juglares: también lo serían los paisajes de la vigilia,
la belleza de un lied de Schubert, el amor. O por lo menos sería
ilusorio lo que en ellos nos emociona.
.
EL HOMBRE TÍTERE
El universo real, despojado de sus atributos
"secundarios" quedaba reducido a materia y movimiento. Y todo
movimiento era el resultado de una configuración anterior de las
Partículas Universales, que, eterna y ciegamente, se mueven en un
proceso sin fin. Era la causalidad sin ojos, el determinismo
absoluto.
El marqués de Laplace expresó esta idea en su forma clásica:
"Deberíamos, pues, considerar el estado actual del Universo como el
efecto de su estado precedente, y como la causa del estado que le ha
de seguir. Una inteligencia que durante un instante dado conociese
todas las fuerzas que animan a la naturaleza y las diversas
posiciones de las entidades que la componen —si además su intelecto
fuese lo bastante vasto como para someter esos datos al análisis
(matemático)— podría incluir en la misma fórmula los movimientos de
los cuerpos más grandes del Universo y los del átomo más leve. Nada
sería incierto para ella. Ante sus ojos estaría presente el futuro
no menos que el pasado".
Esta doctrina no implica el abandono de la idea de Dios, aunque
muchos mecanicistas —más entusiastas que lógicos— se hicieran ateos.
Creo que fue el mismo Laplace quien, interrogado por Napoleón sobre
el lugar de Dios en su sistema, respondió: "Sire: esa hipótesis me
es innecesaria".
Sin embargo ni Kepler ni Galileo ni Newton ni Maupertuis dejaron de
creer en esa Hipótesis. Antes, por el contrario, consideraron que
ese admirable orden matemático implicaba la existencia de un Ser
Supremo que lo hubiese impuesto, de un Sublime Ingeniero que hubiese
organizado y puesto en marcha la formidable Máquina.
El éxito de la concepción mecánico-matemática de la naturaleza llevó
insensiblemente a su generalización. Ya Leonardo quiso reemplazar
los seres vivos por mecanismos. Después vinieron los intentos de
Descartes, el auge de los autómatas y el proyecto de localizar el
alma en alguna glándula. Para Descartes, estaba en la glándula
pineal y los nervios tiraban de ella como un cordón de una
campanilla: el alma se enteraba de los estímulos externos como el
dueño de la casa de la llegada de visitantes.
Toda la filosofía de Descartes es la expresión de una mentalidad
físico-matemática. Para él, el conocimiento consiste en convertir lo
oscuro y confuso en claro y distinto. Pero ¿qué es lo claro y
distinto para este filosofo? Lo cuantitativo, lo mensurable. No es
extraño, pues, que al enfrentar el problema de la vida lo vuelva
claro y distinto mecanizándolo, metiendo el alma en una campanilla.
En cuanto a los sentimientos y pasiones, a todo lo que no es el
pensamiento racional, los elimina, calificándolos de ideas oscuras y
confusas: analizándolas, el hombre verdaderamente pensante podrá
vivir tranquilo, exento de emociones, bajo el solo impulso del
intelecto. ¡Hermoso proyecto para el hombre futuro!
De una manera u otra, el determinismo mecánico se extendió desde su
ámbito apropiado hasta el territorio del alma humana descartando el
libre albedrío: la libertad y la voluntad no eran más que simples
ilusiones, debidas a nuestra ignorancia de las infinitas causas que
rigen el movimiento del Reloj Universal. Y, como un pensador ha
dicho, no sólo mis huesos y mi carne, mi crecimiento y mi muerte
física sino todo el conjunto de mis deseos, esperanzas, temores y
emociones sería el resultado último de cierta disposición de las
partículas universales: ciegas, eternas y fatales. Todo el trabajo
de las edades, toda la devoción e inspiración, todo el brillo del
genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del
universo físico. Y entero el templo de la creación humana será
inevitablemente enterrado junto a los restos del Universo en Ruinas.
Ya el poeta persa lo había expresado:
.
Con la primera arcilla de la tierra se hizo la carne del último
mortal, y luego, de la última cosecha se arrojó la simiente: sí, lo
escrito por la primera aurora de la vida la postrer noche de
expiación leerá.
EL NUEVO FETICHISMO
A lo largo de los siglos XVIII y XIX se propagó,
finalmente, una verdadera superstición de la ciencia, lo que
equivale a decir que se desencadenó la superstición de que no se
debe ser supersticioso.
Era inevitable: la ciencia se había convertido en una nueva magia y
el hombre de la calle creía tanto más en ella cuanto menos iba
comprendiéndola.
La reducción del Universo a Materia-en-Movimiento dio origen a las
doctrinas más peregrinas. Primero fue la tentativa de localizar el
alma en una glándula. Luego, la investigación del alma en
amperímetros y compases; mientras algunos se dedicaban a medir con
tales aparatos la inteligencia y la sensibilidad, otros, como
Fechner, organizaban desfiles de señores delante de diversos
rectángulos, para decidir estadísticamente la esencia de la belleza;
y otros, en fin, exponían bruscamente una lámina a la mirada de un
sujeto, anotando el tiempo de reacción tomado con un cronómetro. Al
mismo tiempo, Gall y Lavater perpetraban su frenología y su
fisiognómica —¡oh, espíritu de Balzac!—. Y al llegar el siglo XX,
Pavlov midió la salivación de un perro ante un trozo de carne, con y
sin tortura.
Lo que se quiere destacar aquí es cómo llegó a dominar la mentalidad
de la ciencia y cómo cayó en los extremos más grotescos cuando se
aplicó en las regiones alejadas de la materia bruta. Y la curiosa
pero explicable paradoja de que sus más fanáticos defensores sean
los hombres que menos la conocen. Al fin y al cabo, los primeros que
en el siglo XX comenzaron a dudar de la ciencia fueron los
matemáticos y físicos, de modo que cuando todo el mundo empezaba a
tener ciega fe en el conocimiento científico, sus más avanzados
pioneers empezaban a dudar de él. Compárese la cautela de físicos
como Eddington con la certeza de un médico, que usa toda clase de
ondas y rayos con la impávida tranquilidad que da su total
desconocimiento. Detrás de esos aparatos, cuyo funcionamiento es
para él un profundo misterio, acusa de curanderismo al pobre diablo
que sigue curando de acuerdo con viejas supersticiones, sin advertir
que la mayor parte de la terapéutica contemporánea consiste en
supersticiones que recibieron nombre griego. Si en 1900 un curandero
curaba por sugestión, los médicos se echaban a reír, porque en aquel
tiempo sólo creían en cosas materiales, como un músculo o un hueso;
hoy practican esa misma superstición con el nombre de "medicina
psicosomática". Pero subsiste en ellos el fetichismo por la máquina,
la razón y la materia, y se enorgullecen de los grandes triunfos de
su ciencia, por el solo hecho de haber reemplazado el auge de la
viruela por el del cáncer.
La falla central de toda la medicina actual proviene de esa falsa
base filosófica de los tres siglos pasados, de la ingenua separación
entre alma y cuerpo, del candido materialismo que conducía a buscar
toda enfermedad en lo somático. El hombre no es un simple objeto
físico, desprovisto de alma; ni siquiera un simple animal: es un
animal que no sólo tiene alma sino espíritu, y el primero de los
animales que ha modificado su propio medio por obra de la cultura.
Como tal, es un equilibrio —inestable— entre su propio soma y su
medio físico y cultural. Una enfermedad es quizá la ruptura de ese
equilibrio, que a veces puede ser provocada por un impulso somático
y otras por un impulso anímico, espiritual o social. No es nada
difícil que enfermedades modernas como el cáncer sean esencialmente
debidas al desequilibrio que la técnica y la sociedad moderna han
producido entre el hombre y su medio. Cambios mesológicos provocaron
la desaparición de especies enteras, y así como los grandes reptiles
no pudieron sobrevivir a las transformaciones que ocurrieron al
final del periodo mesozoico, podría suceder que la especie humana
fuese incapaz de soportar los catastróficos cambios del mundo
contemporáneo. Pues estos cambios son tan terribles, tan profundos y
sobre todo tan vertiginosos, que aquellos que provocaron la
desaparición de los reptiles resultan insignificantes. El hombre no
ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes
transformaciones que su técnica y su sociedad han producido a su
alrededor y no es arriesgado afirmar que buena parte de las
enfermedades modernas sean los medios de que se está valiendo el
cosmos para eliminar a esta orgullosa especie humana.
El hombre es el primer animal que ha creado su propio medio. Pero
—irónicamente— es el primer animal que de esa manera se está
destruyendo a sí mismo.
Vista así, la mecanización de Occidente es la más vasta,
espectacular y siniestra tentativa de exterminio de la raza humana.
Con el agregado de que esa tentativa es obra de los mismos seres
humanos.
LA GRAN ILUSIÓN DEL PROGRESO
El avance de la técnica hizo nacer el dogma del
Progreso General e Ilimitado, la doctrina del better-and-bigger.
Todo lo que era tinieblas, desde el miedo hasta la peste, iba a ser
iluminado por la Ciencia. No importaba que algunas zonas de la
realidad, como la social, presentara todavía aspectos desagradables:
la Razón y los Inventos encontrarían la forma de resolver esas
dificultades, ya se dominarían las fuerzas de la sociedad como se
habían dominado las de la naturaleza.
En el siglo XIX el entusiasmo llegó al colmo: por un lado la
electricidad y la máquina de vapor manifestaban el ilimitado poder
del hombre; por el otro, la doctrina de Darwin venía a confirmar la
idea general del progreso. ¿No éramos superiores al mono? Al Hombre
Futuro le esperaba, pues, un porvenir aun más brillante. La teoría
parecía ser un decisivo ataque a la ortodoxia cristiana y a la
fábula de la creación en seis días, inadvirtiendo que a Dios tanto
le costaba crear al mundo con fósiles como sin fósiles. ¿No habría
deseado poner a prueba la fe de los hombres distribuyendo aquí y
allá esqueletos de megaterios?
El auge de la doctrina fue tan violento que amenazó la hegemonía de
su hermano mayor, el mecanicismo: ahora hasta la historia y la
filosofía sufrían la influencia del biologismo. Los pueblos nacían,
se desarrollaban y morían. Las lenguas tenían relaciones filiales o
fraternales. Las palabras luchaban por la vida y sobrevivían las más
aptas. Durante bastante tiempo, los lingüistas, perplejos y
ansiosos, vacilaron entre los fonógrafos y los monos.
El último efecto de esta doctrina en la mentalidad de los hombres
fue el racismo de Hitler. Pero esta implicación no fue prevista por
aquellos liberales.
El dogma del Progreso fue la fase final del largo proceso de
secularización iniciado en Occidente a partir de las Cruzadas: la
secularización del propio sentimiento religioso. Porque esto fue una
especie de religión laica, hecha sobre la base de moralidad
burguesa, de culto para la Razón y la Fraternidad, de creencia en
una Humanidad Mejor. De aquel tiempo proviene ese tipo de cientista
que cree en la unificación de los hombres mediante la Ciencia,
aunque hasta hoy no haya servido más que para mutua destrucción. Esa
clase de cientistas que, horrorizados ante los efectos de la bomba
atómica —que al fin de cuentas ha sido inventada por ellos—
preconizan la unión de los pueblos sobre la base de la tolerancia y
el bienestar colectivo. Pero estos cándidos sabios son más eficaces
en la fabricación de la bomba que en la realización de esa utopía
donde al parecer el lobo estaría al lado del cordero escuchando una
clase de Electrónica. Estos sabios son los últimos ejemplares de esa
paradójica religión mundana, que también ha tenido su fariseísmo y
su clericalismo.
No obstante, lo más sorprendente es que durante tanto tiempo se haya
podido creer en esta religión. Es fácil, en efecto, probar la
superioridad del avión sobre la carreta, pero ¿cómo demostrar el
progreso moral o político? Comte y Spencer expresaron la doctrina
en forma bastante abstracta, pero, en el fondo, como observa Aldous
Huxley, se reducían a suponer que las personas con sombrero de copa
que viajan en ferrocarril son incapaces de perpetrar las cosas que
los turcos hicieron a los armenios en los tenebrosos tiempos que
precedieron al descubrimiento de la Máquina de Vapor.
Comte fue el inventor de la palabra altruismo, e imaginó que las
guerras se harían más raras con el avance de la ciencia y que la
industria aseguraría la paz y la felicidad universales.
En cuanto al ingeniero Spencer, fue el filósofo de la evolución y
del liberalismo: su sistema parte de la nebulosa primitiva y termina
en las instituciones sociales más perfeccionadas.
EL PARAÍSO MECANIZADO
Los Estados Unidos son el resultado directo y
puro de la expansión europea, que pudo realizarse sin trabas
espaciales ni tradicionales en el vasto territorio virgen de la
América septentrional. Allí surgieron de la nada ciudades, que desde
su mismo origen tuvieron el sello de la cantidad y del
funcionalismo. Así se convirtió en el país de las fabricaciones en
serie, de las diversiones en serie, de los asesinatos en serie:
hasta las románticas bandas de forajidos sicilianos se convertían en
sindicatos capitalistas.
Hombres que habitaban en "máquinas de vivir" construidas en ciudades
dominadas por los tubos electrónicos han inventado esa extraña
ciencia que se llama cibernética, que rige la fisiología de los
"cerebros electrónicos" y que, en días próximos, servirá para
controlar los ejércitos de robots. En ese país no sólo se ha llegado
a medir los colores y olores sino los sentimientos y emociones. Y
esas medidas, convenientemente tabuladas, han sido puestas al
servicio de las empresas mercantiles. En un libro titulado Cómo
anunciar para vender, de W. B. Dygert, aparece una tabla en que se
clasifica entre O y 10 el poder de atracción de los anuncios, según
los sentimientos que utilizan:
Hambre: 9,2 Amor a los hijos: 9,1 Atracción sexual: 8,9 Afecto a los
padres: 8,9 Respeto a Dios: 7,1 Cordialidad: 6,5 Temor: 6,2
Los medios se transforman en fines. El reloj, que surgió para ayudar
al hombre, se ha convertido hoy en un instrumento para torturarlo.
Antes, cuando se sentía hambre se echaba una mirada al reloj para
ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si tenemos hambre.
La velocidad de nuestra comunicaciones ha valorizado hasta las
fracciones de minuto y ha convertido al hombre en un enloquecido
muñeco que depende de la marcha del segundero.
Los teóricos del maquinismo sostuvieron que la máquina, al liberar
al hombre de las tareas manuales, dejaría más tiempo libre para las
actividades del espíritu. En la práctica las cosas resultaron al
revés y cada día disponemos de menos tiempo.
Los patronos, o el Estado Patrono, buscaron la forma de aumentar el
rendimiento mediante la densificación de la labor humana: cada
segundo, cada movimiento del operario, fue aprovechado al máximo, y
el hombre quedó finalmente convertido en un engranaje más de la gran
maquinaria.
No nos engañemos sobre la posibilidad de escapar a este destino,
mientras subsista la mentalidad maquinista. Si en muchas regiones no
se llegó aún a estos extremos es, simplemente, porque no hubo el
tiempo suficiente. Este es el caso de la India, la China y algunos
países de Sud América, en que el tiempo sigue corriendo
"naturalmente", porque esa mentalidad no ha llegado a dominar
todavía en forma total. Aquí mismo en nuestra campaña, en algunas
provincias andinas o serranas, impera aún ese sentido feudal del
tiempo y del ocio, en que los hombres se rigen por el ritmo natural
de los astros y estaciones:
y somos desganados y criollos en el espejo y el mate compartido mide
horas vanas,
dice Borges. Yo mismo todavía recuerdo lo que era la pampa de mi
niñez, la diferencia entre nosotros los europeos y los "hijos del
país", para quienes el tiempo no existía sino para "matarlo", para
vivir tranquilo y despreocupado, para maldecirnos a los gringos que
habíamos venido con nuestras fábricas y relojes.
Pero todo esto son restos menguantes de una época condenada. Los
versos de Borges son más la expresión de su romántica añoranza que
de su realidad, porque él mismo vive en la enloquecida Buenos Aires
y toma té. En nuestras grandes ciudades desapareció ya esa sensación
del tiempo cósmico: nuestros altos edificios nos impiden seguir el
crecimiento y el decrecimiento de la luna, la marcha de las
constelaciones, la salida y la puesta del sol.
HACIA LA IGNORANCIA POR LA CIENCIA
Los doctrinarios del Progreso habían imaginado
que la humanidad avanzaría, de la Oscuridad hacia la Luz, de la
Ignorancia hacia el Conocimiento.
La realidad ha resultado mucho más complicada, y si esa previsión ha
resultado cierta para la humanidad como un todo, ha resultado
diametralmente equivocada para el hombre individual. A medida que la
ciencia ha avanzado hacia la universalidad, y por lo tanto hacia la
abstracción, se ha alejado del hombre medio, de sus intuiciones, de
su capacidad de comprensión. A un hombre medianamente culto se le
podía dar una explicación comprensible de la teoría de Newton. Pero
cada vez que ese mismo hombre empieza a leer una explicación sobre
la teoría de Einstein, cesa de entender en el preciso instante en
que se comienza a decir algo de importancia; mientras se le habla de
trenes, silbatos y jefes de estación, mientras estamos todavía en el
reino de las cosas cotidianas, el hombre todavía cree entender algo;
pero no entiende ya nada cuando se empieza con las ideas que
propiamente constituyen la nueva teoría. Y no hay que ilusionarse
con la creencia de que por fin se ha entendido la doctrina de
Einstein porque el periodista X la ha explicado en el suplemento
dominical en términos sencillos: lo que se ha entendido es otra
cosa. Cuando es correcta no es entendida por ningún hombre corriente
y es apócrifa cuando por fin está a su alcance.
Buena parte de los malentendidos que han suscitado estas teorías
hasta en el campo de la filosofía se debe a esa desgraciada
condición. Nuestro lenguaje cotidiano se ha formado bajo la presión
del mundo cotidiano: seres humanos, muebles, vehículos de
transporte, emociones, libros, enfermedades. Pero cuando la ciencia
avanzó hacia lo infinitamente grande y hacia lo infinitamente
pequeño ninguna de estas palabras resultó ya apta para designar los
nuevos entes. Y el empeño en querer expresar el contenido de la
teoría de Einstein con el solo uso de palabras como "tren" y "jefe
de estación" es tan grotesco como el empeño en querer arreglar un
aparato de radio con el solo uso de martillo y tenaza.
Y cuando decimos que la teoría de la relatividad no está más al
alcance del hombre medio, con "hombre medio" no nos referimos al
ciudadano de la calle. En esta situación están desde los médicos
hasta los historiadores, desde los humanistas que pueden leer a
Platón en griego hasta los filósofos normales. En otros tiempos, un
hombre culto era aquel que conocía la cosmogonía de los
presocráticos. Hoy, el hombre culto es generalmente el que sigue
conociendo la cosmogonía de los presocráticos pero ignora la de
Einstein.
Esta es la cruel y paradójica conclusión del avance científico. A
los hombres de espíritu universal sólo les queda la melancólica
añoranza de aquellos tiempos en que todavía era posible l'uomo
universale.
La razón —motor de la ciencia— ha desencadenado nueva fe irracional,
pues el hombre medio, incapaz de comprender el mudo e imponente
desfile de los símbolos abstractos, ha suplantado la comprensión por
la admiración y el fetichismo de la nueva magia. Porque sus
iniciados tienen además el Poder y un poder que es tanto más temible
cuanto menos se lo comprende: de las esotéricas ecuaciones, el
especialista desciende hasta las armas más terribles de la guerra
moderna: ondas ultrasonoras para localizar submarinos, telémetros
para la artillería, ondas ultracortas para guiar proyectiles, ondas
infrarrojas para ver en la oscuridad, cohetes de propulsión a
chorro, bombarderos y tanques, explosivos atómicos.
De este modo, el hombre común vive subyugado y en la adoración de
los nuevos ritos. De este modo ha retornado a la ignorancia, después
de un breve tránsito por el siglo de las luces. Pero a una
ignorancia infinitamente más rica y más vasta, porque no es el
negativo de la ciencia de un Aristóteles, sino de la ciencia reunida
de Einstein, Pavlov, Freud, Russell, Carnap, Poincaré, Husserl,
Heidegger y Whitehead.
Y mientras más imponente es la torre del conocimiento y más temible
el poder allí encerrado, más insignificante es el hombre de la
calle, más incierta su soledad.
EL SUPERESTADO
En el siglo XX, el mundo está llegando a las
últimas consecuencias de una civilización tecnolátrica. El
capitalismo acumuló capitales crecientes, esto provocó la
concentración industrial, la que a su vez fue causa de una
monstruosa expansión de las ciudades. Los últimos pasos —ya
realizados en varios países— serán la estatización
de la banca, de la industria, del transporte, de las comunicaciones
y de la información. El Estado se habrá convertido, finalmente, en
un gigantesco patrono que dispone de la suma del poder público y
todos los medios de coerción y de persuasión.
Ya vimos que la unificación es abstrayente. Y así como condujo al
fantasma matemático de la realidad, llevó a una sociedad fantasmal,
compuesta de hombres-cosas, despojados de sus elementos concretos,
de todos los atributos individuales que puedan perjudicar el
funcionamiento de la Gran Maquinaria.
Esta unificación se hace por las buenas o por las malas,
generalmente en virtud de una combinación de ambos métodos, de una
adecuada mezcla de premios, sanciones legales, hambre, cárcel,
campos de concentración, fe, deportes, radio, cine y periodismo.
La ciencia da al Estado enormes recursos para la tarea: desde los
gases lacrimógenos hasta la radiotelefonía. James Mill, en el buen
tiempo viejo, imaginaba que cuando todos supieran leer y escribir
estaría asegurado para siempre el reinado de la Razón y de la
Democracia. ¡Pobre hombre! Abrir escuelas, "educar al soberano",
etc. Pero, ¿para enseñar qué? Bastaría recordar que el pueblo más
instruido del mundo fue el alemán. Es extraño que todavía haya gente
que siga creyendo en ese mito. Es extraño, también, que siga
teniendo fe en la Opinión Pública, como si ese fetiche no pudiera
crearse a voluntad mediante la Propaganda. La Opinión Pública sigue
siendo quien impone gobiernos, pero resulta que estos gobiernos son
los que crean la Opinión Pública. Creo que nunca se ha confesado
esta verdad con más cínico candor que en el Moskowsky Bolchevik
(número 4, año 1947): "El Estado soviético determina la conducta y
la actividad de los ciudadanos soviéticos de varias maneras. Educa
al pueblo ruso en el espíritu de la moral comunista, de acuerdo con
un sistema que establece una serie de normas legales que reglamentan
la vida de la población, imponen prohibiciones, prevén premios y
castigos. El Estado soviético, con todo su poder, vigila el
cumplimiento de estas normas. La conducta y la actividad del pueblo
soviético se determinan también por la fuerza que dimana de una
opinión pública, creada por la actividad de numerosas organizaciones
públicas. El Partido Comunista y el Estado soviético desempeñan el
papel principal en la formación de esta opinión pública por diversos
medios, con los cuales se consigue formar el ambiente y educar a los
trabajadores en un espíritu acorde con la conciencia socialista".
El demagogo Anito no disponía de otro recurso de difusión
que su propia voz, y con todo logró convencer a la masa de que
Sócrates debía beber la cicuta. Y la masa, que algunos creen fuente
de toda razón y justicia, hizo beber la cicuta al hombre más grande
de Grecia. Calcúlese lo que pueden hacer los demagogos
contemporáneos con la radio y la prensa en sus manos.
Del mismo modo como la ciencia termina por considerar meras
ilusiones a las cualidades "secundarias", en el Superestado los
rasgos individuales se convierten en desdeñables superficialidades.
Esta actitud favoreció la esclavitud de clases y razas enteras, la
tortura en masa, la matanza científica. En la antigüedad se sacaba
los ojos a los prisioneros o se los aserraba vivos; pero aquello era
humano, porque se lo hacía en medio de una lucha salvaje y personal.
En Alemania, los horrores se cometían en verdaderas fábricas de la
muerte, mecanizadas e impersonales.
LA TUMBA DEL HOMBRE-COSA
La masificación suprime los deseos individuales,
porque el Superestado necesita hombres-cosas intercambiables, como
repuestos de una maquinaria. Y, en el mejor de los casos, permitirá
los deseos colectivizados, la masificación de los instintos:
construirá gigantescos estadios y hará volcar semanalmente los
instintos de la masa en un solo haz, con sincrónica regularidad.
Mediante el periodismo, la radio, el cine y los deportes colectivos,
el pueblo embotado por la rutina podrá dar salida a una suerte de
panonirismo, a la realización colectiva de un Gran Sueño. De modo
que al huir de las fábricas en que son esclavos de la máquina,
entrarán en el reino ilusorio creado por otras máquinas: por
rotativas, radios y proyectores.
He ahí el fin del hombre renacentista. La máquina y la ciencia que
había lanzado sobre el mundo exterior, para dominarlo y
conquistarlo, ahora se vuelven contra él, dominándolo y
conquistándolo como a un objeto más. Ciencia y máquina se fueron
alejando hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al
hombre que les había dado vida. Triángulos y acero, logaritmos y
electricidad, sinusoides y energía atómica, unidos a las formas más
misteriosas y demoníacas del dinero, constituyeron finalmente el
Gran Engranaje, del que los seres humanos acabaron por ser oscuras e
impotentes piezas.
Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera con ansiedad,
porque imagina la gran liberación de la rutina. Pero una vez más
serán juguetes de una horrenda paradoja, porque la guerra moderna es
otra empresa mecanizada. Desde la fábrica en que ejecuta un
movimiento-tipo, o desde su anónimo puesto de burócrata en que
maneja expedientes, o desde el fondo de un laboratorio en que como
modesto empleado kafkiano pasa la vida midiendo placas
espectrográficas y apilando millares de números indiferentes, el
hombre-cosa es incorporado con un número a un escuadrón, una
compañía, un regimiento, una división y un ejército también
numerados. Y en el que un Estado Mayor, tan invisible como el
Tribunal del proceso kafkiano, mueve las piezas de un monstruoso
ajedrez, mediante la ayuda de mapas matemáticos, telémetros y
relieves aerofotogramétricos.
Guiado por teléfonos y radios, el hombre-cosa avanzará hacia
posiciones marcadas con letras y números. Y cuando muere por obra de
una bala anónima es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de
entre todos es llevado a una tumba simbólica que recibe el
significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido.
Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa.
III
LA REBELIÓN DEL HOMBRE
LA DIALÉCTICA DE LA CRISIS
Si la historia no constituyera un proceso de
fuerzas contrapuestas en constante interacción podría establecerse
la siguiente serie de antinomias:
renacimiento italiano — renacimiento germánico
clásico — romántico
lógica — vida
racionalismo — irracionalismo
limitación — ilimitación
finito — infinito
estático — dinámico
claridad — oscuridad
día — noche
esencia — existencia
Pero en la realidad estas antinomias no
permanecen como tales, sino que se generan y fecundan en un juego
recíproco e incesante. Ni la Italia del Renacimiento estaba exenta
de atributos góticos, ni los países germánicos eran ajenos al
prestigio de la antigüedad. La modernidad ha resultado, más bien,
como la síntesis dialéctica de esos conceptos, tal como lo muestra
un simple examen de la burguesía, esencia de los tiempos modernos:
precozmente formada en Italia, pasa a ser luego el elemento decisivo
de los pueblos germánicos y anglosajones; imbuida de racionalismo,
tiene que desembocar a través de su ilimitación y su dinamismo en el
concepto contrario. Como se ve, este elemento de la modernidad
recorre alternativamente las dos columnas de las antinomias. Así,
como ya se ha dicho, el naturalismo terminó en la máquina, que es su
antagónico; el vitalismo, en la abstracción, y el espíritu
individualista, en la masificación de nuestro tiempo.
Desde el mismo comienzo del proceso fueron creciendo las fuerzas de
la reacción, hasta que en los dos últimos siglos surgen con plena
conciencia los espíritus que reivindican un nuevo naturalismo, un
nuevo vitalismo y un nuevo individualismo. Es cierto que Italia
tenía un fundamento antiguo y, como tal, el Renacimiento italiano
pertenece más bien a la izquierda de nuestras antinomias. Pero nunca
habría nacido el capitalismo italiano con la simple resurrección de
la antigüedad grecolatina. Los griegos profesaban una concepción
estática y finita de la realidad, y buena parte del Renacimiento
italiano sufrió su influencia; pero, como vimos, el problema se
complicó por la aparición del cristianismo y del ingrediente gótico.
La religión cristiana es el sincretismo de la filosofía griega con
los elementos dinámicos de los judíos y maniqueos; y así, desde sus
mismos orígenes, contendrá en su seno dos fuerzas contrapuestas:
según las épocas, los pueblos y los hombres que la adoptaron, el
cristianismo desplazó su acento entre la contemplación y la acción,
entre la esencia y la existencia; a veces este conflicto puede
observarse en un mismo hombre, como en el caso de Pascal, que
comienza como geómetra y termina como místico; y en esta latitud
espiritual reside la más grande fuerza de esta religión, pues cada
vez que parece a punto de derrumbarse, un nuevo impulso existencial
renueva su estructura.
El espíritu dinámico y existencial del cristianismo prendió con
máxima fuerza en los pueblos góticos, creando de esa manera la
contraparte germánica del mundo moderno, sin la cual sería imposible
comprender los problemas de nuestra crisis. Sin la tradición
cultural de Italia, esos pueblos irrumpieron a la civilización con
caracteres más bárbaros y modernos, en un impulso mercantil puro e
imbuidos de un cristianismo dinámico y semijudaico que facilitó su
poderoso desarrollo.
Y ese elemento dinámico e irracionalista alentará también en los
espíritus germánicos que se levantarán contra la sociedad moderna
que los engendró: en los románticos y los existencialistas.
LA REBELIÓN DE LOS ROMÁNTICOS
El romanticismo es una rebelión contra la ciencia
y el capitalismo: opone el individuo a la masa, el pasado al futuro,
el campo a la ciudad, la naturaleza a la máquina. En su culto del
individuo es, pues, un retorno a los ideales del Renacimiento. Pero
en su alzamiento contra la ciencia y el capitalismo, se entronca con
el espíritu medieval.
Lewis Mumford muestra cómo esa tentativa tenía que resultar
históricamente un fracaso. Sus representantes fueron tenidos por
locos o cubiertos de ridículo, fueron empujados al alcohol o hacia
las remotas islas del Pacífico. Sus mensajes flotaron en el vasto
océano del siglo XIX hasta que pudieron ser hallados y
justicieramente interpretados. Porque iba a llegar el momento en que
esa arrogante civilización iba a crujir ante la perplejidad de sus
propios conductores y, por primera vez, aquellos irrisorios profetas
tendrían la posibilidad de ser escuchados.
La revuelta contra la máquina empezó en el siglo XVIII, cuando ésta
alcanzaba sus triunfos más resonantes. Empezó a soñarse con la
humanidad premaquinista, se volvió la mirada hacia las selvas
africanas o hacia los mares del Sur, se comenzó el descenso al arte
popular, al arte primitivo, a las creaciones de los niños y de los
locos. La añoranza de otras tierras y otros tiempos se echa de ver
en la obra de Schiller, Goethe, Walter Scott, Hoffmann, Stendhal,
Lamartine, Chateaubriand, Mérimée. Muchos artistas se alzan contra
el clasicismo y el dogma. En 1819, fecha en muchos sentidos
histórica para el arte, Géricault expone La balsa de la Medusa, que
escandaliza al público francés acostumbrado a la fría y académica
pintura de David. Géricault, ardiente y patético, representaba la
revuelta del yo, la proclamación de los "derechos del corazón". De
Géricault surge en seguida Delacroix, el hombre que anuncia la
pintura de nuestro tiempo, escarnecido, insultado por la Academia,
el romántico por antonomasia.
En cuanto a Nerval, precursor del movimiento surrealista, aspira a
internarse en el continente de los sueños, para encontrar la región
en que la realidad y el ensueño se confunden. El sueño, la locura y
la videncia —este retirado tema de los románticos alemanes— eran los
medios de que quería valerse para ese "descendimiento a los
infiernos", que luego será también invocado por Rimbaud y los
surrealistas.
EL MARXISMO
El mundo de la máquina aparecía solidarizado con
el mundo del dinero, y el ataque contra el maquinismo asumió el
carácter de un simultáneo ataque contra el capitalismo: muchos
románticos, asqueados de la brutalidad mecánica, se entregaron al
socialismo. De este modo, mientras algunos huían a islas lejanas o a
épocas pretéritas, otros ensayaban nuevas utopías sociales.
Pero la ciencia estaba tan consustanciada con el hombre del
novecientos que pronto esas utopías se hicieron en nombre de
aquélla, y al socialismo utópico de Fourier y Saint-Simon sucedió el
socialismo "científico" de Karl Marx.
En ese genio se aunaron un profundo romanticismo y una poderosa
penetración racional, y quizá buena parte de su éxito se debió más a
su calidad humana —que lo hacía admirar a Shakespeare— que a sus
monumentales tomos de El capital. Porque si el análisis de la
economía política daba a su doctrina un sabor científico, su
violento desprecio por el espíritu burgués, su pasión por la
justicia, su amor por los desheredados fueron en realidad las
fuerzas que arrastraron a las masas obreras tras sus banderas. Y no
sólo a las masas obreras, sino a todos los espíritus de la nobleza y
de la burguesía que sentían repugnancia por una sociedad
mercantilizada. Y que fueron sobre todo estos sentimientos los que
crearon el prodigioso movimiento revolucionario lo prueba el hecho
de que la enorme mayoría de sus militantes no leyó jamás las grandes
obras de Marx. Cuando yo era estudiante, mi inclinación hacia el
marxismo no se debió a la reposada lectura de El capital, sino a la
apasionada intuición de que la verdad estaba en ese movimiento. Más
tarde, leí las obras de Marx, Engels y Lenin, confirmando
—naturalmente—mi intuición original, ya que en todos los movimientos
religiosos hay que creer para ver, y no se ha dado quizá un solo
caso de alejamiento motivado por causas exclusivamente
intelectuales.
Sea como fuere, el marxismo apareció y se desenvolvió bajo el signo
de la ciencia y de la técnica. Paradójicamente fue, también, un
producto del dinero y la razón. Y su levantamiento —y esto es muy
significativo— no fue en contra de la máquina, sino contra el uso
capitalista de la máquina. Fue un intento de quebrar la temible
alianza del dinero y la razón, liberando la razón y proponiéndola al
servicio del hombre, humanizándola.
El mismo Lewis Mumford cree en esa posibilidad, y afirma que no debe
confundirse capitalismo con maquinismo: en la antigüedad hubo
capitalismo sin máquinas y también puede concebirse la existencia de
máquinas sin capital; es falso atribuir a la máquina, que es amoral,
los pecados del régimen capitalista; como es sofístico atribuir al
capitalismo los méritos de la máquina.
Durante mucho tiempo yo también estuve convencido de esa verdad,
pero ahora comienzo a creer que la máquina tiene males inherentes a
su misma naturaleza. Es indudable que ha traído ventajas al hombre,
pero creo que, enceguecidos por ellas, no hemos advertido los
peligros que venían aparejados. Es cierto que al inventar ingeniosos
mecanismos y al montar sus admirables aparatos el hombre elevó el
juego infantil hasta una jerarquía casi divina. Es cierto que la
conquista de las fuerzas naturales tiene una grandeza que eleva esa
tarea por encima de los burdos deseos utilitarios, y que la
conquista de los continentes desconocidos, del mar y del aire, tuvo
a menudo la grandeza de las epopeyas. Mas no es menos cierto que
grandes y temibles fuerzas se fueron engendrando por debajo de esta
arrogante civilización, oscuras fuerzas que no pertenecen a la
esencia del capitalismo, sino a la del maquinismo: no la
desocupación, la miseria, la taylorización industrial, que son
atributos de una sociedad basada en el dinero, sino la mecanización
de la vida entera, la taylorización general y profunda de los seres
humanos, dominados cada día más por ese engendro infernal que se ha
escapado de sus manos y que desde algún tenebroso olimpo planea la
destrucción total de la humanidad entre sus tentáculos de acero y
matemáticas.
Era, pues, previsible que la doctrina llevase a una sociedad
semejante a la capitalista, aunque de signo cambiado. Ya que entre
la fábrica dirigida por un abstracto consorcio y la dirigida por un
abstracto comisariado la diferencia es casi lingüística: en ambos
casos asistimos al triunfo de una mentalidad racionalizadora y
abstracta; en ambos casos estamos ante una civilización que tiene a
la Máquina y a la Ciencia por dioses tutelares. No es por azar que
Aldous Huxley haya podido hacer en Brave New World la sátira de la
sociedad futura mezclando los caracteres de Rusia con los de Estados
Unidos.
Pero, ¿para qué recurrir a la sátira cuando tenemos la realidad?
Dejemos de lado la organización industrial rusa, el poder de su
técnica y de su ciencia, y admitamos de buen grado que en todos esos
aspectos ha alcanzado un nivel comparable al de los Estados Unidos:
no es ofreciéndome una imitación industrial de Norteamérica como me
harán pronunciar por el paraíso soviético. Bueno fuera que para
ensalzarlo me mostrasen automóviles tan buenos como los
norteamericanos. Las ventajas habría que ofrecerlas en su concepto
del hombre, en la exaltación de su espíritu, en el enaltecimiento de
su condición humana. Pero cuando preguntamos por estos valores nos
muestran un pueblo integrado por números, una especie de ejército
anónimo y cuadriculado, que piensa, desea, ama, habla y vive
uniformemente, como en un inmenso hormiguero.
LA REACCIÓN EXISTENCIAL
Las doctrinas no aparecen al azar: por un lado
prolongan y ahondan el diálogo que se realiza a través de las
edades, por otro lado son la expresión de la época en que se
enuncian: así como la filosofía estoica nace en el despotismo, así
como el marxismo expresa bien el espíritu de una sociedad
industrial, el existencialismo traduce el Zeitgeist de los hombres
que viven el derrumbe de una civilización tecnolátrica.
Esto no quiere decir que lo traduzca unívoca y literalmente, pues
una doctrina se constituye de manera harto compleja y siempre
polémica. Así, mientras el racionalismo fue el tema dominante a
partir del Renacimiento, el irracionalismo irrumpió una y otra vez,
con creciente violencia, hasta empezar a ser el tema dominante de
nuestro tiempo.
Paul Valéry escribió tres ensayos sobre Leonardo, lo que es bien
significativo sobre su estructura espiritual. En él, como en aquel
ingeniero del Renacimiento, hay la misma condenación de la
metafísica, la misma exaltación de la eficacia y de la precisión
técnica que constituye lo mejor del espíritu burgués: la geometría y
la balística no están tan lejos de la poética de Valéry como podría
suponerse. No hay que confundir la aristocracia de un artista con su
estructura mental: por sus maneras, por su refinamiento, Valéry,
como Leonardo, era un aristócrata; pero sociológicamente era un
burgués. Bastaría examinar el ensayo titulado Leonardo y los
filósofos para convencerse: toda su crítica a la metafísica es la de
los positivistas y asume ante ella la típica actitud del ingeniero o
del físico.
Pero si no bastara ese análisis, habría que recordar su amor por las
matemáticas, ese amor que como tantos amores no correspondidos no
dejó hijos pero se prolongó tenazmente a lo largo de su vida, en
forma casi obsesiva y neurótica, hasta el punto de contaminar su
lenguaje. Esa pasión lo hizo odiar, con todas las fuerzas con que
Monsieur Teste podía odiar, a Pascal, que muy precozmente había
poseído y despreciado a la misma mujer que Valéry tuvo siempre por
una diosa inaccesible.
En este contraste Valéry-Pascal está encarnado para mí el conflicto
entre la esencia y la existencia, entre la abstracción y el hombre,
entre la física y la metafísica. ¡Qué fácil de comprender para quien
haya realmente vivido el universo matemático en ese hastío y ese
desprecio de Pascal por un mundo deshumanizado de
meras sombras, cuando se está frente al problema del destino del
hombre!
Desde el Renacimiento, la ciencia y la filosofía se habían lanzado a
la conquista del mundo objetivo. Aspiraban a develar las leyes que
rigen el funcionamiento del Universo, para ponerlas al servicio del
hombre. Pero para ello había que prescindir del yo, había que
investigar el orden universal tal como es, de manera que sus leyes,
una vez encontradas, iban a tener la implacable validez de los
hechos, que no dependen de nuestra voluntad ni de nuestros deseos.
Para lograr ese conocimiento objetivo, el hombre se valió de la
razón —cuyas leyes son independientes de los deseos humanos— y de la
observación del mundo externo.
El resultado ya lo conocemos: fue la conquista del universo
objetivo, pero al precio de un total sacrificio del yo, de la
humillación de los valores verdaderamente humanos.
Al adolescente entusiasmo de los técnicos sucedió el temor ante el
monstruo mecánico y la intuición de que podía ser fatal para el
hombre. Los artistas románticos lo sospecharon tempranamente.
Kierkegaard dio forma cabal a esa sospecha.
Así pasó siempre: es curioso que el hombre empiece por interrogar el
vasto Universo antes de interrogar a su propio yo. Antes que
Sócrates se preguntara sobre el bien y el mal, sobre nuestra alma y
nuestra muerte, sobre nuestra angustia y nuestro pecado, los
filósofos-adolescentes de Jonia habían buscado el secreto del
Cosmos, la misión del agua y del fuego, el enigma de los astros.
Frente al marmóreo museo de los símbolos matemáticos, estaba el
hombre individual, que al fin y al cabo tenía derecho a preguntarse
para qué servía todo ese aparato de dominio del mundo si no servía
para resolver su angustia ante los eternos enigmas de la vida y de
la muerte. Frente al problema de la esencia de las cosas se erigió
el de la existencia del hombre. ¿Tiene algún sentido la vida? ¿Qué
significa la muerte? ¿Somos un alma eterna o meramente un
conglomerado de moléculas de sal y tierra? ¿Hay Dios o no? Estos sí
que son problemas importantes. Todo lo demás, como bien dice Camus,
es en el fondo un juego de niños: la ley de gravitación, la máquina
de vapor, los satélites de Júpiter y hasta el señor Kant con sus
famosas categorías. ¡Al diablo con el razonamiento puro y la
universalidad de sus leyes! ¿Acaso el que razona es un Filósofo
Abstracto o yo mismo, transitorio y mísero individuo? ¿Qué importa
que la Razón Pura sea universal y abstracta si El-que-razona no es
un dios
desprovisto de pasiones y sentimientos, sino un pobre ser que sabe
que ha de morir y que de esa muerte carnal y suya no lo podrá salvar
Kant con todas sus categorías? ¿Qué célebre conocimiento es ese que
nos deja solos frente a la muerte? En su furia matemática, Descartes
aspiraba a meter el alma en una campanilla y a eliminar los
sentimientos y las emociones mediante el pensamiento frío. Pero para
qué valdría la pena vivir si ese proyecto cartesiano —además de
despreciable— no fuese utópico. ¿Qué sentido podría tener una
Sociedad Futura donde se hubiese logrado descartar los sentimientos
y las emociones? Es falso que el hombre desee ese pensamiento
objetivo y desinteresado: quiere el conocimiento trágico, que se
amasa no sólo con la razón sino con la pasión de la vida. El hombre
se rebela contra lo general y lo abstracto, contra el principio de
contradicción; porque el hombre de carne y hueso es justamente la
contradicción: es y no es, es santo y es demonio, ama y odia, es
pequeño y a la vez es capaz de portentosas hazañas.
Se ha necesitado una crisis general de la sociedad para que estas
sencillas pero humanas verdades resurgieran con todo su vigor. Que
los adoradores de la Abstracción se queden arrodillados ante ella.
Mientras llegan sus ángeles de exterminio, en la forma de los
aviones atómicos, que sigan arrodillados ante esa divinidad laica,
ante ese ente cuyo culto suele calificarse de Amor a la Humanidad,
pero que a la larga viene unido al odio más desenfrenado por el
hombre con minúscula. ¿Y qué hay sino hombres con minúscula? Dios
nos salve de la guillotina o de los campos de concentración de estos
adoradores de la Humanidad.
En cuanto a Valéry, murió a tiempo, añorando la geometría griega y
la estática y luminosa arquitectura de sus templos. Ese mundo estaba
crujiendo en sus cimientos y de pronto de él no quedarán sino
ruinas.
IV
LAS ARTES Y LAS LETRAS EN LA CRISIS
.
LA LITERATURA DEL YO
Dada la reivindicación del individuo, de su
experiencia concreta e intransferible, es lógico que los
representantes de la revuelta contemporánea hayan recurrido a la
literatura para expresarse, ya que sólo en la novela y en el drama
puede darse esa realidad viviente. Pero no a esa literatura que se
solazaba en la descripción del paisaje externo o de las costumbres
burguesas, sino a la literatura de lo único, de lo personal.
En su notable Ensayo sobre el destino actual de las letras y las
artes, W. Weidlé sostiene que asistimos al ocaso de la novela y del
drama porque el artista de hoy "es impotente para entregarse
enteramente a la imaginación creadora", obsesionado por su propio
yo; frente a los grandes novelistas del siglo XIX, a esos escritores
que, como Balzac, creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes
desde fuera, a esos novelistas que, como Tolstoi, daban la impresión
de ser el mismo Dios, los escritores del siglo XX son incapaces de
trascender el propio yo, hipnotizados por sus propias desventuras y
ansiedades, eternamente monologando en un mundo de fantasmas.
Muchos críticos afirman, de una manera o de otra, que el siglo XIX
es el gran siglo de la novela. Por mi parte, estoy dispuesto a
aceptar que el siglo XIX es el gran siglo de la novela...
novecentista.
La palabra novela representa hoy algo bastante diverso a lo que
representaba en la pasada centuria. Y no es tanto que el escritor no
pueda trascender su propio yo, para realizar una descripción
objetiva de la realidad: es que no le interesa más. O, por lo menos,
no le interesaba hasta hace muy poco tiempo, en que ha comenzado a
surgir una nueva síntesis de lo subjetivo y de lo objetivo,
precursora de la vasta síntesis espiritual a que asistiremos como
superación de la crisis contemporánea (si es que las tremendas
fuerzas materiales en juego nos lo permiten).
En las Notas desde el subterráneo, el héroe nos dice: "¿De qué puede
hablar con máximo placer un hombre honrado? Respuesta: de sí mismo.
Voy a hablar, pues, de mí. Y en toda su obra, Dostoievsky hablará de
sí mismo, ya se disfrace de Savroguin, de Iván o de Dimitri
Karamázov, de Raskólnikov y hasta de generala o gobernadora.
En toda la gran literatura contemporánea se observa este
desplazamiento hacia el sujeto: la obra de Marcel Proust es un vasto
ejercicio solipsista; Virginia Woolf, Franz Kafka, Joyce con su
monólogo interior, William Faulkner, todos ellos tienen la tendencia
a mostrar la realidad desde el sujeto. Dice el personaje de Julien
Green: "Escribir una novela es en sí mismo una novela, de la que el
autor es el héroe. Él cuenta su propia historia y si se representa a
sí mismo la farsa de la objetividad es que es bien novicio o bien
tonto, puesto que no alcanzamos a salir nunca de nosotros mismos".
Ya en Dostoievsky, que en tantos aspectos es la compuerta de la
literatura actual, se observa ese desentendimiento hacia el mundo
externo: nunca sabemos del todo si sus personajes, tan absortos en
sí mismos, habitan en una hermosa mansión o en un detestable lugar,
pocas veces nos dicen si llueve o hay sol, y cuando lo sabemos es
apenas por una frase o dos y, además, porque esa lluvia o ese sol
forman parte —¡y de qué manera!— de la angustia o de los
sentimientos que en ese instante embargan al personaje. El paisaje
es un estado del alma.
Siempre ha sido una tarea más bien destinada al fracaso la
clasificación de la producción literaria en géneros. En lo que a la
novela se refiere, ha sufrido todas las violaciones y, como dijo
Valéry con evidente asco, "tous les écarts lui appartiennent" o algo
por el estilo. Nuestra época ha sido una nueva exaltación del yo.
Una novela de Faulkner se llama Mientras yo agonizo. Otra, El ruido
y el furor, pues ya no parecía necesario, ni siquiera conveniente,
que el mundo fuese relatado por un novelista omnisciente y
omnipotente. La novela podía ser, como dice Shakespeare que es la
vida:
...a tale
Told by an idiot, full of sound and fury.
DE LA REALIDAD A LA SUPERREALIDAD
La crítica de Weidlé coincide, en buena parte,
con la que Ortega y Gasset hace del arte nuevo en general, al
acusarlo de "deshumanizado". ¿Por qué la mayor parte del público se
encoge de hombros o se sonríe ante sus expresiones? ¿Tiene razón el
filósofo español cuando afirma que esa actitud está indicando la
deshumanización del arte? ¿Ha volado el artista todos los puentes
que lo unían al continente de los seres humanos para refugiarse en
la isla de la locura? ¿Significa todo eso una crisis de muerte de
las letras y las artes?
Lo que está en crisis no es el arte, sino el concepto de realidad
que dominó en Occidente desde el Renacimiento. Para ese concepto,
"la" realidad es la mera realidad del mundo externo, la ingenua
realidad de las cosas tal como sienten nuestros sentidos y la
concibe nuestra razón. Desde el naturalismo de los pintores y
escultores italianos hasta el impresionismo francés, casi todo el
arte occidental responde a esta concepción. No hay que engañarse con
la mera liberación técnica que supone el impresionismo: en el fondo
es la culminación de todo ese afán de objetividad y de naturalismo;
es el fin y no el comienzo de un nuevo concepto de la realidad
artística. La nueva pintura surge de su seno, pero es negando su
esencia misma, en las personas de Van Gogh y Gauguin. Ambos huyen
asqueados de la civilización. "Si nuestra vida está enferma —escribe
Gauguin a Strindberg—también ha de estarlo nuestro arte; y sólo
podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como niños o como
salvajes... Vuestra civilización es vuestra enfermedad; mi barbarie
es mi restablecimiento."
Toda la joven generación de 1900, esas fieras que van a escandalizar
los salones parisienses, proviene de esos dos pintores
revolucionarios, sobre todo del torturado espíritu de Van Gogh. Y
son discípulos de ese Gustave Moreau que decía: "¿Qué importa la
naturaleza en sí? El arte es la persecución encarnizada, por la
plástica únicamente, de la expresión, del sentimiento interior",
frase emparentada a la de Van Gogh: "En vez de reproducir
exactamente lo que tengo ante los ojos, empleo el color más
arbitrariamente, para expresarme con mayor fuerza".
Matisse, Rouault, Vlaminck, Dufy, Van Dongen, Friesz, Derain, se
lanzan contra las convenciones de la pintura burguesa, echan abajo
los cánones de la Academia, insultan sus relamidas tradiciones; son
líricos y poetas, expresan violentamente sus emociones y
sentimientos, deforman y exageran las proporciones de la naturaleza,
meten el yo en el seno del objeto como un monstruoso resorte,
vuelven, en fin, las espaldas al propio Cézanne, para llevar
adelante la lección de Van Gogh. Porque Cézanne representa, al fin
de cuentas, la reacción constructiva frente a la disolución
impresionista, significa en muchos sentidos un retorno a lo clásico
y geométrico, a lo que es más esencial de esta civilización.
El movimiento fauve tenía que extenderse en los países más
avanzados, en aquellos países en que la civilización había alcanzado
sus extremos más abstractos con la máquina y la razón: en ellos los
artistas tenían que sentir con mayor ímpetu que en otras partes la
añoranza de la vida y de lo irracional. Este movimiento triunfa en
las ciudades ul-trarrefinadas de Francia, Alemania e Italia. En los
países germánicos surge el expresionismo, con Kandinsky y Kokoschka:
retomando la tradición gótica, sin el freno del racionalismo
francés, sintiendo por añadidura la influencia de los países
eslavos, el expresionismo llevó la lección del nuevo arte hasta sus
últimas fronteras.
Me parece equivocado, pues, juzgar un cuadro de Van Gogh o una
novela de Kafka a la luz de un caduco concepto de la realidad.
Naturalmente, cuando a pesar de todo se lo hace —¡y con qué
frecuencia!—, se concluye que describen una especie de "irrealidad",
los seres y las cosas del descabellado territorio del hombre
enloquecido en su soledad. El artista parece haber abandonado así el
mundo de lo real para internarse en la esquizofrenia.
Esto es lo que mucha gente piensa del arte contemporáneo.
Pero esta actitud es muy semejante a la de los realistas ingenuos de
la filosofía, para los cuales es locura negar la realidad de una
mesa tal como la ven nuestros ojos y la concibe nuestra cotidiana
razón.
El arte de cada época trasunta una visión del mundo, la visión del
mundo que tienen los hombres de esa época y, en particular, el
concepto que esa época tiene de lo que es la realidad. La
civilización burguesa tiene también su concepto: es el de una
realidad externa y racional. Esto sí que significa una
deshumanización, porque la genuina realidad incluye al hombre, ¿y
desde cuándo el ser humano está desprovisto de interioridad y cómo
es posible suponer que el hombre sea solamente racional?
A cada tipo de cultura ha correspondido una diferente concepción de
la realidad y en definitiva esa concepción está asentada en una
metafísica y hasta en un ethos diferentes. Para los egipcios,
preocupados por la vida eterna, este universo fluyente y transitorio
no podía constituir lo verdaderamente real: de ahí el hieratismo de
sus grandes estatuas de dioses y faraones, el geometrismo abstracto
que es como un indicio de eternidad. Hieratismo que no es, pues,
consecuencia de una incapacidad para expresar la naturaleza, como lo
prueba el minucioso naturalismo con que pintaban a los esclavos y
seres sin importancia. Cuando se pasa a una civilización mundana
como la helénica de la gran época, las artes plásticas se vuelven
naturalistas y hasta los mismos dioses son representados en forma
"realista". Al aparecer el cristianismo, desaparece esta concepción
terrenal del arte y nuevamente asistimos al nacimiento de un arte
hierático, ajeno al espacio y al tiempo. Y cuando sobreviene una
nueva civilización del tipo temporal, con la burguesía y su ansia
por la conquista del mundo, el arte deja de ser divino para volver a
lo humano, pero humano en el sentido más naturalista y corporal: de
ahí la admiración por el arte de la antigüedad grecolatina; de ahí
la aparición de la perspectiva y la proporción, que manifiestan la
importancia del espacio físico.
Por eso creo peligroso hablar del progreso en el arte. ¿Es un
progreso la aparición de la perspectiva o es, simplemente, una
diferente manera de ver el mundo? ¿Es acaso superior la escultura
griega a la egipcia? Tal vez sólo tenga algún sentido hablar de
perfeccionamiento dentro de un ámbito cultural, dentro de ciertos
cánones de belleza: seguramente Donatello fue superior a alguno de
sus discípulos o contemporáneos ignorados; pero no tendría sentido
alguno hablar de la superioridad de este artista con respecto a un
escultor que en Egipto creaba obedeciendo a otra visión del mundo, a
otra metafísica.
No obstante, cuando decimos que el arte trasunta el concepto de
realidad que tiene una época o una cultura, no queremos decir que
siempre exprese lo que está en el ánimo de todos. Quizá eso suceda
en ciertos momentos felices y culminantes de una civilización. Pero
cuando una época se acerca a su crisis, son los artistas los que,
gracias a su hipersensibilidad, anuncian los tiempos por venir, los
tiempos que, como corrientes secretas y subterráneas, ya fluyen
debajo de la época, prontos a convertirse en poderosos torrentes
visibles que arrastrarán los viejos conceptos como animales muertos
o troncos caducos.
El arte de hoy es la reacción violenta contra la civilización
burguesa y su Weltanschauung. Es por lo tanto cierto que se
desentiende de su realidad y que a menudo la hace trizas. Pero aun
cuando esta actitud haya sido a veces meramente iconoclasta, aun
cuando en ocasiones haya lindado con la simple locura, siempre ha
demostrado que estaba haciendo crisis un anquilosado concepto de la
realidad, un concepto que no representa ya nuestra más profundas
angustias.
El ideal naturalista de la novela del siglo XIX es una de las tantas
manifestaciones del espíritu burgués. Zola, que hizo la reducción al
absurdo de esta actitud, llegaba hasta a levantar prontuarios de sus
personajes, en los que anotaba desde el color de sus ojos hasta la
forma de vestir según las estaciones o el estado del tiempo. Gorki
malogró buena parte de sus excelentes dotes por el acatamiento a una
falsa estética, derivada de este cientificismo que estaba en el aire
de la época; afirmaba que para describir un almacenero era menester
tomar cien de ellos y buscar los rasgos comunes. Evidentemente, éste
es el modus operandi de la ciencia, que busca lo universal
abstrayendo lo particular. Pero ése es el camino de lo muerto y de
la esencia, no el de la existencia viva. Así sucede que los
personajes de Gorki nos parecen a menudo muñecos mecanizados; y
cuando no es así es porque, felizmente, el talento narrativo de
Gorki es superior a su dogmatismo.
Este tipo de arte en que predomina el documento objetivo, la vista y
el movimiento externo, será suplantado por el cinematógrafo. No veo
inconveniente para que novelistas como Dickens o Zola sean
íntegramente trasladados al cine, del mismo modo que cierta pintura
realista fue reemplazada por la fotografía. Los burgueses de Flandes
que se hacían retratar no pedían una obra de arte, sino un
documento; buscaban el mismo fin práctico que hoy se busca al acudir
a una casa de fotografías. Si a pesar de todo muchos de esos
retratos eran, además, una obra de arte es porque esos pintores no
sólo eran honrados artesanos que trabajaban a pedido, sino
excelentes artistas.
El cine, la radio, el teatro y las historietas del mundo mecanizado
han llevado hasta sus últimos extremos los caracteres de este
realismo burgués que en sus formas más altas se produjo en un
Dickens o en un Zola. ¿A qué pedir a los artistas de hoy productos
que ya realizan a la perfección esos instrumentos?
Buena parte de la novela del siglo pasado fue una novela de lo
externo, de las cosas, del tiempo y del espacio físico. Ya fueran
naturalistas o impresionistas, los pintores y escritores se ocupaban
del mundo externo. No importa que los pintores del impresionismo
trataran de dar la sensación de lo real mediante un atomizado
conjunto de manchas: en el fondo respondían siempre —aunque de otra
manera, por otro camino— a la ansiedad que toda la civilización
burguesa ha tenido por la captación del universo exterior. En este
caso lo captaba por la pura sensación —o al menos así se lo creía—,
y
en esto respondía a un movimiento espiritual paralelo al del
positivismo en la filosofía, doctrina esencialmente vinculada al
pragmatismo burgués y al espíritu científico.
El artista contemporáneo ha abandonado esta estética. No es que haya
dejado de ser realista, sino que ahora, para él, lo real significa
algo más complejo, algo que sin dejar de lado lo externo se hunde
profundamente en el yo. De esta compleja actitud ha nacido la
necesidad de recursos técnicos que fueron desconocidos para la
novela del siglo XIX, como el simultaneísmo de John Dos Passos, el
monólogo interior de Joyce, la intersubjetividad de Faulkner, el
contrapunto de Huxley. El siglo XX resulta así el siglo de las
grandes innovaciones técnicas, como ha pasado siempre en los grandes
virajes de la historia, cuando se ha necesitado expresar una nueva
realidad, que no puede ser expresada ya en los moldes que caducan.
Al sumergirse en el yo, el escritor se encontró con un tiempo que no
es el de los relojes ni el de la cronología histórica, sino un
tiempo subjetivo, el tiempo del yo viviente, muchas veces, como dijo
Virginia Woolf, en "maravilloso desacuerdo" con el tiempo de los
relojes. Ya en Dostoievsky empieza a prevalecer, hasta llegar a
construir la esencia misma de novelas como Mrs. Dalloway, fieles
registros del tiempo anímico, de su fugaz paso por las criaturas
humanas. Y ese flujo temporal ha impuesto el monólogo interior y a
veces el lenguaje asintáctico e ilógico que domina en buena parte de
la literatura contemporánea.
La sumersión en lo más profundo del hombre suele dar a las
creaciones literarias y artísticas de nuestro tiempo esa atmósfera
fantasmal y nocturna que sólo se conocía en los sueños. Tanto los
escritores como Kafka, Julien Green, Faulkner o Dostoievsky, como en
pintores como Chagall, Chirico y Rouault se siente esa nocturnidad.
Es que se ha descendido por debajo de la razón y de la conciencia,
hasta los oscuros territorios que antes sólo habían sido
frecuentados en estado de sueño o de demencia. ¿Cómo ha de llamarnos
la atención que estos artistas nos den a menudo un mundo de
fantasmas en lugar de aquellas figuras "reales", bien delineadas,
táctiles y diurnas del arte burgués?
Y a este descenso corresponde un nuevo tipo de universalidad, que es
el del subsuelo, de esa especie de tierra de nadie en que casi no
cuentan los rasgos diferenciales del mundo externo. Cuando bajamos a
los problemas básicos del hombre, poco importa que estemos rodeados
por las colinas de Florencia o en medio de las vastas llanuras de la
pampa.
Pero no hay que confundir esta universalidad con aquella otra que
había dado la ciencia: la de la razón y de los entes abstractos de
la matemática. Esta otra universalidad es la que se obtiene, como
quería Kierkegaard, mediante lo concreto e individual. No es la
universalidad de la razón, sino la de la sinrazón.
El alzamiento del hombre contemporáneo contra la tiranía
racionalista comienza en las Notas desde el subterráneo. Su héroe,
detrás del cual se oculta muy visiblemente el autor, nos dice: "La
razón, caballeros, es una buena cosa, eso es indiscutible; pero la
razón no es más que la razón y sólo satisface a la capacidad humana
de razonar, en tanto que el deseo es la manifestación de la vida
entera, es decir, de toda la vida humana, incluyendo la razón y
todas las comezones posibles... Que el hombre tiende a edificar y a
trazar caminos, es indiscutible. Pero, ¿por qué se muere también
hasta la locura por la destrucción y por el caos?... Reconozco que
dos y dos son cuatro, es una buena cosa, pero de eso a ponerlo por
las nubes... ¿Cuánto mejor no es esto de dos y dos son cinco?".
La lógica vale para los entes estáticos, a los que se puede aplicar
el principio de identidad; no para la vida, que es una constante
transformación y, por lo tanto, una constante negación. Borges se
queja de que en las novelas llamadas psicológicas la libertad se
convierta en absoluta arbitrariedad: asesinos que matan por piedad,
enamorados que se separan por amor; y arguye que, paradójicamente,
sólo en las novelas llamadas de aventura existe el rigor. Esto
parece una crítica, pero apenas es una definición.
Los seres humanos no son piezas de ajedrez: si un alfil es de pronto
movido como una torre, tenemos derecho a reprochar falta de
coherencia al jugador. Pero un ser humano es algo infinitamente más
complejo para obedecer a normas meramente lógicas. Frente a ese tipo
de rigor existe, en cambio, el rigor psicológico, y es con respecto
a él que cabrá juzgar el comportamiento de un personaje. ¿Quién
puede afirmar que Raskólnikov procede sin rigor, a pesar de que
repetidas veces realiza cosas absurdas, si se las juzga desde el
punto de vista silogístico? Pues en la vida y en la literatura lo
que lógicamente es absurdo, psicológicamente es riguroso y real:
"creo porque es absurdo".
La coherencia a que se refiere Borges sólo se concibe en las novelas
paradójicamente llamadas de aventuras, en los folletines y, sobre
todo, en las narraciones policiales de tipo científico. En ellos
impera ese rigor que se puede instaurar mediante un sistema de con-
venciones simples y cartesianas, como en una geometría o una
dinámica; pero ese rigor implica la supresión de los atributos
verdaderamente humanos: si en la realidad hay una Trama o Ley, debe
de ser de una infinita complejidad para nuestros ojos humanos,
aunque en teoría pueda suponerse que una mónada divina la vea con
nítida racionalidad.
ORTEGA Y LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE
La prueba de la deshumanización del arte está,
para Ortega y Gasset, en el divorcio que existe entre el artista y
el público.
Ignoro por qué razón al filósofo español no se le ocurrió que las
cosas podían ser exactamente al revés: que fuera el público el que
está deshumanizado.
Tal vez descartó esta alternativa porque parece lógico suponer que
el público es "la humanidad". Pero éste es el gran sofisma de
nuestro tiempo, porque una cosa es la humanidad y otra la masa, es
decir, ese conjunto de seres que han dejado de ser criaturas humanas
para convertirse o para ser convertidos en objetos numerados,
fabricados en serie, moldeados por una educación estandarizada,
embutidos en oficinas y fábricas, sacudidos diariamente al unísono
por las noticias lanzadas desde una Central Desconocida. Mientras
que el artista es el Único por excelencia, es el loco que gracias a
su demencia, a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, ha
conservado los atributos más preciosos del ser humano. ¡Qué importa
que a veces se exagere y se corte una oreja! Aun así, estará más
cerca de lo que es el hombre, en el manicomio, que un escribiente en
el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista, desesperado por
el proceso de gigantesca deshumanización de la humanidad entera,
huye al África, a las islas del Pacífico, a las selvas de Misiones,
a los paraísos del alcohol o de la morfina, o a la propia muerte.
¿Indica eso, acaso, que es el artista el que está deshumanizado?
El otro lado del sofisma de Ortega y Gasset es el poner en un solo
saco todo el arte contemporáneo, siendo que está formado no sólo por
elementos diferentes, sino antagónicos.
El Renacimiento condujo a la abstracción, ya lo hemos visto. Es
posible jalonar este proceso en las artes plásticas con la
proporción y la perspectiva hacia la época de Piero Della Francesca,
con los cubos y cilindros preconizados por Cézanne, y, finalmente,
con el cubismo.
Este arte sí tiende a ser un arte deshumanizado.
Y digo tiende porque: 1°) el hombre no es un mero animal, sino
también espíritu, y la geometría forma parte de su espíritu, no
pudiendo ser, por lo tanto, nunca algo totalmente inhumano; y 2°)
porque no todos los representantes de esta tendencia han pretendido
que su arte fuera el arte.
Debajo de muchos cuadros del Renacimiento había triángulos,
pentágonos y proporciones. Pero esas figuras eran apenas el
esqueleto geométrico de un palpitante cuerpo carnal. Mas, a medida
que la civilización matemática avanzó, esos triángulos y pentágonos
fueron prevaleciendo sobre la carne, hasta llegar el instante en que
se creyó posible proclamar que el arte es geometría.
Pero cualquier pretensión de reducir el arte a la abstracción debe
ser considerada como una actitud deshumanizadora, no porque lo
abstracto no sea también humano, sino porque lo humano es algo más
que eso: es lo abstracto y lo concreto, lo racional y lo irracional,
la máquina y la naturaleza, la ciencia y el arte.
En cuanto a la psicología del arte abstracto, es contradictoria:
creo que en primer lugar el artista es impulsado por el fetichismo
científico, pero también por un inconsciente deseo de orden y de
seguridad en medio de un universo confuso y tambaleante: así como
algunos huyen a las islas del Pacífico, otros se refugian en los
laberintos matemáticos, también, y finalmente, es el producto de un
legítimo desprecio hacia el sentimentalismo burgués, de una suerte
de ascetismo de la belleza.
Pero sea cual fuere su origen psicológico, desde el punto de vista
de su esencia el arte abstracto es hoy la expresión de la mentalidad
científica de nuestro tiempo. Y, como tal, lejos de representar un
arte revolucionario, caracteriza a una cultura que declina.
UNA LITERATURA TRÁGICA
Si es un sofisma hablar de la deshumanización del
arte contemporáneo en bloque, exigiría la revisión del significado
de todas las palabras la extensión de ese juicio a la literatura de
hoy.
Es ésta una literatura verdadera, difícil y trágica, con una dureza
que desconoció el siglo XIX, excepto en aquellos escritores que
intuyeron el derrumbe. Lejos de decaer, la novela y el drama han
profundizado los grandes enigmas éticos y religiosos: desde
Dostoievsky hasta Graham Greene, pasando por Kafka, la gran
literatura de nuestro tiempo es eminentemente metafísica y sus
problemas son los problemas esenciales del hombre y su destino.
Es ésta una literatura ascética y el amor aparece en ella como el
reiterado espectro de la soledad y de la muerte. Nunca como hoy el
amor carnal ha sido descrito con tanta crudeza. Y sin embargo
adquiere un sentido metafísico, porque a través de él, en sus
intensos pero fugaces éxtasis, el hombre se enfrenta con el trágico
problema de la comunicación y del sentido de la vida.
Decía Hölderlin que si no nos ocupamos del infinito no vale la pena
que nos ocupemos de nada. El problema es ser o no ser. El problema
es la transitoriedad de todo lo terrenal: la frágil felicidad del
amor, las ilusiones de la adolescencia, los instantes de
comunicación con el semejante. Todo marcha, inexorable y
angustiosamente, hacia la muerte.
Sobre casi toda la gran literatura de hoy pesa el problema de la
muerte, problema que se agudiza cuando el plazo es conocido. Desde
El idiota hasta El extranjero. Es que la muerte a plazo fijo, la
muerte sabida y esperada minuto a minuto, plantea perentoriamente
los enigmas que la muerte natural deja como olvidados: en la vida de
todos los días procedemos como si fuésemos eternos; trabajamos,
luchamos por el porvenir, sufrimos con nadas, como si hubiéramos de
vivir eternamente.
El escritor del siglo XIX aún vivía en la euforia de una
civilización arrogante. Los triunfos seculares del hombre, la
seguridad en el porvenir, lo incitaban a una literatura optimista y
fácil y, en otros casos, a su esteticismo preciosista. Pero el
derrumbe de todos los mitos burgueses nos enfrentó a una realidad
dramática que exigió del escritor una actitud menos frivola y
mundana, una voluntad de purificación metafísica más que de simple
belleza.
Nuestros dioses no son más los dioses luminosos del Olimpo, que
alumbraron al artista occidental desde el Renacimiento: son los
dioses oscuros y crueles que presiden el derrumbe de una
civilización.
El acento, que en la literatura novecentista a menudo estaba cargado
sobre lo estético o lo costumbrista, o lo social, ahora se carga
sobre lo metafísico y lo ético. Esta revolución en el contenido se
ha realizado con una obligada transmutación de forma, y ésta es la
razón de que fracasen todos los intentos de juzgar el nuevo arte y
la nueva literatura desde el punto de vista de la pura forma. El
asco de hoy por la grandilocuencia, en efecto, es más ético que
estético, obedece más a una cuestión de contenido que de forma: es
parte de la vocación de autenticidad que posee el artista
contemporáneo, a veces frenéticamente, de su voluntad de rechazar
todo lo que suene a
falso, a convencional, a meramente "literario". Nunca como hoy la
palabra "literatura" ha despertado tanta desconfianza entre los
propios escritores. Se huye del ornamento y de la retórica, que
caracterizan a las épocas fáciles y ociosas; se está más cerca de
San Agustín y de Pascal que de Osear Wilde o Gabriel D'Annunzio.
Como en todas las grandes épocas —y este solo indicio probaría que
nuestra época es literariamente grande—, únicamente hablan los
hechos: son los hechos los que son poéticos o trágicos, no las
palabras que, humildes y transparentes, no se interponen entre el
lector y las cosas que se dicen. La fuerza de los mejores escritores
contemporáneos se acentúa por esa neutralidad del lenguaje que
emplean: el horror de la tragedia es llevado al máximo al ser
expresado con sencilla precisión.
La literatura de hoy no se propone la belleza como fin —que además
la logre es otra cosa—. Es más bien un intento de profundizar el
sentido de la existencia, una encarnizada tentativa de llegar hasta
el fondo del problema. Este deseo de autenticidad que en algunos
hombres como Antonin Artaud llegó hasta la ferocidad y la locura, es
el que echa abajo el sentimentalismo convencional y falso que
plagaba la literatura anterior a Dostoievsky, esa literatura en que
los hombres eran buenos o malos, héroes o cobardes, nobles o
villanos. Desde Dostoievsky nos fuimos acostumbrando a la
contradicción y a la impureza, que caracterizan a la condición
humana: sabemos ya que detrás de las más nobles apariencias pueden
ocultarse las más villanas pasiones, que el héroe y el cobarde son a
menudo la misma persona, como asimismo el santo y el pecador. Por
primera vez, los niños pueden tener malos instintos y sentimientos
tortuosos. ¡Qué lejos Dimitri Karamázov del villano o del héroe de
un filme del lejano Oeste! ¡Y qué lejos, también, de Monsieur Teste,
esa especie de autómata cartesiano!
Y cada palabra está respaldada por el escritor-hombre, nada está
dicho en vano, por mero juego, por pura habilidad lingüística. Y
cuando lo está, como muchas veces en Joyce, constituye un defecto y
no una virtud. Pocas veces en la historia se ha dado ese tipo de
escritor que, como T. E. Lawrence, André Malraux o Saint-Exupéry,
forma un solo e inseparable ser con el hombre de carne y hueso que
lo respalda. Nunca, como hoy, se ha tenido tanto desprecio por las
meras palabras.
Dice San Agustín en sus Confesiones: "...porque entonces me pareció
que no merecía compararse la Escritura con la dignidad y excelencia
de los escritos de Cicerón. Porque mi hinchazón y vanidad rehusaba
acomodarse a la sencillez de aquel estilo...". Por algo nos resulta
tan moderno San Agustín.
La literatura ha dejado de pertenecer a las Bellas Artes, para
ingresar en la metafísica.
TRASCENDENCIA Y LIMITACIÓN DEL SURREALISMO
En 1916, en esa Suiza que parece la quintaesencia
del espíritu burgués, del jardincito racionalista y respetuoso,
Tristán Tzara inició el movimiento Dadá, rebelión destructiva y
nihilista contra una sociedad caduca. Con verdadera furia, estos
espíritus moraliza-dores se echaron contra los lugares comunes y las
hipocresías de la burguesía. Porque no debemos engañarnos: todo el
insurgimiento del espíritu contemporáneo —desde Van Gogh hasta los
existencia-listas— tiene un profundo sentido ético.
La razón burguesa aparecía como el enemigo principal y contra ella
lanzaron los dadaístas, como luego los surrealistas, sus ataques más
feroces. Con más consecuencia que el racionalizado Bretón de los
manifiestos, Dadá combatió la razón con la sinrazón lisa y llana con
sus insultos y sus espectáculos provocativos.
Prolongado luego en el surrealismo, la gran época de este movimiento
se extiende hasta la aparición, en 1930, del segundo manifiesto.
Allí se inicia el paulatino debilitamiento, en parte porque el
fervor inicial había ido desapareciendo y además porque en el mundo
entero comienza la gran crisis social y política que producirá el
nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
Planteado desde un comienzo como un movimiento revolucionario, es
natural que en algún momento el surrealismo intente su acercamiento
al comunismo. Y sin embargo, en muchos sentidos, este acercamiento
era un absurdo. El surrealismo es mucho menos pero también mucho más
que una mera actitud político-social: significa una revuelta contra
todo el espíritu de la sociedad occidental. Como genuino movimiento
romántico, es una defensa del hombre concreto y vital y, por lo
tanto, radicalmente opuesto a toda concepción racionalizadora del
mundo. Me parece que por todo eso es equivocado vincularlo con otros
movimientos contemporáneos como el futurismo, el vorticismo, el
simultaneísmo y hasta el cubismo. Aparte del hecho fundamental de
que el surrealismo es un movimiento colocado más allá del arte, una
actitud general del hombre frente a la realidad, estos movimientos
puramente artísticos son la
expresión última de una sociedad dominada por el cálculo y la
abstracción.
En cuanto al marxismo, que también es una concepción total del mundo
y del hombre, es la culminación del ultrarracionalismo de Hegel. Una
actitud espiritual que reivindique, tal como hacen los surrealistas,
el instinto contra la razón, la naturaleza contra la máquina, el
sueño contra la vigilia, la rebelión contra el orden, será tachada
enérgicamente por los marxistas como reaccionaria y antihistórica.
Hay que atribuir a la ingenuidad teórica de Bretón y a las
contingencias históricas esa extraña fusión de Nerval y Marx a que
se asiste en sus manifiestos, a esa singular mescolanza de
materialismo dialéctico y Lautréamont, de cuarta dimensión y
videncia, de manicomio y proletariado.
Todo esto es una locura y en el mejor de los casos deberíamos tomar
los manifiestos de Bretón como un documento automático y poético
más, como la expresión cabal del subconsciente de un hombre de
nuestro tiempo que se rebela contra la razón y la ciencia pero que,
inconscientemente, les rinde tributo a cada instante. Desde este
punto de vista, nada tendría que decir contra Bretón. Lo malo es que
la intención de este poeta es realmente lograr un documento teórico,
un fundamento serio para el surrealismo, no una expresión más de su
temperamento poético. Bretón se levantaría indignado contra
cualquier intento de tomar sus escritos como algo menos que una
fundamentación teórica.
Pero todo esto es un contrasentido. En cierto modo, la única actitud
consecuente de los surrealistas desde el punto de vista teórico eran
los espectáculos sobre la base de alaridos y tambores. Y, para mí,
lo más valioso que han producido: un estilo de vida.
No obstante, históricamente, era inevitable que los surrealistas
terminaran apoyando la Revolución Rusa y su filosofía. En muchos
sentidos esta Revolución significaba la revuelta contra ese mundo
burgués que tanto detestaban; era también la barbarie asiática que
muchos de ellos habían invocado contra el Occidente putrefacto; era
el alzamiento de los negados, los desposeídos; era la liquidación de
la patria, el nacionalismo, la riqueza, el acomodo burgués, la
beatería.
¡Cómo no vamos a entender este acercamiento de los surrealistas a
Rusia si fue el mismo impulso que nos empujó a tantos estudiantes en
1930 hacia el comunismo! A Bretón y a sus amigos les pasó lo que nos
pasó a nosotros: que confundimos el aliento romántico de toda gran
revolución con la esencia filosófica del marxismo. Creíamos que
estábamos descubriendo el secreto del mundo con la dialéctica y la
plusvalía, y lo que estábamos descubriendo era nuestra ansiedad por
echar abajo esta sociedad hipócrita y podrida.
Los románticos habían ya opuesto la Poesía a la Razón, como se opone
la Noche al Día, el Sueño a la Vigilia. Los surrealistas, últimos
vastagos del romanticismo, llevan esta actitud hasta sus extremos.
Para Bretón, la imagen vale tanto más cuanto más absurda: de ahí la
invocación al automatismo, a la imaginación liberada de todas las
trabas racionales, su desdén por las normas y los clásicos, por la
belleza en el sentido tradicional y las bibliotecas. El surrealismo
se había puesto fuera de la estética y del arte: era más bien una
actitud general ante la vida y el mundo, una indagación del hombre
profundo, por debajo de las convenciones sociales. De ahí su fervor
por Freud y por Sade, por los primitivos y los salvajes.
Pero, paradójicamente, se convirtió así en un instrumento para la
obtención de un nuevo género de belleza, una especie de belleza al
estado salvaje, convulsiva y violenta. Así como de una nueva moral,
una moral básica, la que queda cuando se arrancan todas las caretas
impuestas por una sociedad temerosa de los instintos profundos del
ser humano: una moral de los instintos y del sueño.
Pero al cristalizarse en manifiestos y recetas, comienza la
decadencia del movimiento. Y ya se sabe que no hay peor
conservatismo que el de los revolucionarios triunfantes. De la
búsqueda de la sinceridad, de la autenticidad, se desembocó en un
nuevo academicismo, cuyo paradigma es Salvador Dalí, ese farsante
que después de todo también pertenece al surrealismo y que está
mostrando, en forma ejemplar, sus peores atributos.
Cuando se ataca al surrealismo en figuras como Dalí, los mejores
herederos del movimiento se sublevan. Y sin embargo, aunque Dalí no
pertenezca oficialmente más a la iglesia surrealista, sigue siendo
un pintor surrealista para el mundo entero: para los profanos, para
los periodistas, para los críticos de arte. Por otra parte gozó del
beneplácito de Bretón durante mucho tiempo, con características
exactamente iguales a las que presenta hoy.
No parecería lícito juzgar al movimiento surrealista —como lo hacen
algunos— exclusivamente por representantes como Dalí.
Pero tampoco creo lícita la pretensión de ciertos surrealistas que
pretenden ser juzgados con su exclusión.
No es por azar que un hombre como Dalí sea surrealista.
Tampoco es casual la grandilocuencia que frecuentemente caracteriza
a los surrealistas: la falsificación de fondo viene siempre
acompañada de ampulosidad de forma. Esa retórica que fue uno de los
peores atributos del movimiento romántico reapareció en el
surrealismo para espantar a los buenos burgueses con sus grandes
palabras.
Tampoco puede ser admitido como una desgraciada coincidencia el
hecho de que el surrealismo —como otros movimientos modernos— haya
sido el refugio de los más groseros impostores, de poetas
fraudulentos, de simuladores descarados.
Hace unos años escribí contra el surrealismo. Ahora comprendo que
fui injusto y excesivo; pero nunca pretendí ser justo en los
problemas que tocan de cerca mi vida. Y el surrealismo fue para mí
una violenta experiencia, una fuerte liberación de mi espíritu, una
ansiosa búsqueda de mí mismo. ¿Qué puede tener de extraño mi repulsa
posterior ante sus fraudes? Aparte de que nadie se levanta
violentamente contra nada que de algún modo no siga constituyendo su
amor. No he renegado ni reniego de lo que en lo más hondo de mi yo
pueda haber de surrealista o de marxista. Estoy muy lejos ya de
creer que los hombres, y menos el corazón de los hombres, puedan ser
catalogados como minerales o fósiles. El corazón del hombre es vivo
y contradictorio como la vida misma, de la que es su esencia.
Indudablemente, hay algo vivo, algo que sigue teniendo validez en el
movimiento surrealista y que, en cierto modo, se prolonga y se
ahonda en todo el movimiento existencialista: la convicción de que
ha terminado el dominio de la literatura y del arte, de que ha
llegado el momento en que el hombre se coloque más allá de las meras
preocupaciones estéticas para entrar en la región en que se debaten
los problemas del destino del hombre. La vasta empresa de liberación
iniciada por el surrealismo contra una sociedad falsa y terminada
era la condición previa de cualquier replanteo del problema humano.
Era necesario el terrorismo surrealista para emprender luego
cualquier empresa de reconstrucción; era necesario minar, echar
abajo las posiciones de la burguesía y de su arte caduco para
examinar las raíces mismas de nuestro destino. Había que acabar de
una vez con los pequeños dioses de la sociedad burguesa, con su
falsa moral, con su filisteísmo, con su acomodo y su progreso y su
optimismo, para abrir las puertas del hombre. Nuestro tiempo es el
de la desesperación y de la angustia, pero paradójicamente sólo así
puede abrirse la puerta de una nueva y auténtica esperanza.
El error del surrealismo consistió en creer que basta con la
revuelta y la destrucción, que basta con la libertad total. No, no
basta con la libertad. Porque una vez la libertad en nuestras manos
tenemos que saber qué hacemos con nuestra libertad. Mientras sólo
haya que destruir, todo marcha muy bien y hasta experimentamos una
cierta alegría: siempre recuerdo la euforia que sentíamos en París
cuando insultábamos a un burgués o hacíamos algo para minar su
tranquilidad, su digestión tranquila, la firmeza de sus
convicciones. Pero, ¿y después? Por eso el surrealismo ha sido
importante mientras estuvo dedicado a la tarea nihilista o, en el
mejor de los casos, de investigación de las regiones desconocidas
del alma. Pero luego vino el instante de la construcción y ahí el
surrealismo se manifestó incapaz de seguir adelante.
Por eso el fin lógico de un surrealista consecuente es el suicidio o
el manicomio y en esto debemos rendir homenaje a los hombres que
como Nerval o Artaud fueron consecuentes hasta el fin. Mas ni la
locura ni el suicidio pueden ser la solución genuina para el hombre.
Y aquí es donde debemos apartarnos del surrealismo.
La Segunda Guerra Mundial concluyó con el movimiento, que por otra
parte ya estaba casi muerto. Cuando en 1938 estuve con los
surrealistas, se vivía ya de recuerdos y el academismo surrealista
había reemplazado el impulso anarquista de los primeros tiempos.
La segunda guerra era muy distinta de la primera, que había dado
origen al movimiento. Al terminar la primera había que destruir
muchos mitos de la sociedad burguesa. Pero ahora esos mitos estaban
destruidos. Los hombres de hoy han visto demasiadas catástrofes y
ruinas para que sigan creyendo en la necesidad de echar abajo. Ya
hay bastante desolación como para poder ver, a través de las grietas
de una sociedad devastada, cuáles son los deberes del hombre.
No nos basta ahora con destruir: tenemos que comprender. No basta
con volver a los fetiches del África Central: tenemos que averiguar,
por entre las grietas de una Iglesia a menudo nefasta, cuál es el
misterio judeo-cristiano que ha dominado toda la civilización de
Occidente y ha impuesto una nueva forma del espíritu humano. No
basta con emitir alaridos y asustar a los burgueses, no basta con
divertirse ni aun con volverse loco: hay que acometer la tarea dura
de una nueva construcción, aunque sea en medio de la desesperanza.
No basta con reivindicar lo irracional. Ni siquiera es indicio
siempre favorable, ya que también los nazis lo han hecho ¡y en qué
escala! Es necesario comprender que el hombre no es sólo
irracionalidad, sino también racionalidad; que no solamente es
instinto, sino también espíritu. ¿O vamos a renunciar a los más
grandes atributos de la raza humana justamente en nombre de su
regeneración?
Vivimos el momento en que es necesaria una nueva síntesis. El que no
comprenda esta necesidad no podrá comprender a fondo los problemas
del hombre de nuestra época.
¿Y ENTONCES QUÉ?
Para Berdiaeff, la Historia no tiene ningún
sentido en sí misma: no es más que una serie de desastres y de
intentos fracasados. Pero todo ese cúmulo de frustraciones está
destinado a probar, precisamente, que el hombre no debe buscar el
sentido de su vida en la historia, en el tiempo, sino fuera de la
historia, en la eternidad. El fin de la historia no es inmanente: es
trascendente.
Así, para Berdiaeff, ese conjunto de calamidades que denuncia Iván
Karamázov es, paradójicamente, un motivo de optimismo, pues
constituye la prueba de la imposibilidad de toda solución terrenal.
Ahora bien: es muy difícil no caer en la desesperanza pura si a este
existencialismo le quitamos la creencia en Dios, pues quedamos
abandonados en un mundo sin sentido, que termina en una muerte
definitiva. Es un poco la concepción del Verjovensky, en Los
endemoniados y, por lo tanto, una parte o un momento en las
perplejidades de Dostoievsky. Pero Dostoievsky se salva de la
desesperación total, como se salva Kierkegaard, porque cree
finalmente en Dios. También se salvan aquéllos que como Nietzsche o
Rimbaud —o muchos enérgicos ateos— tienen a Dios como enemigo, ya
que para que exista como enemigo tiene en primer término que
existir. Pero para un existencialista ateo como Sartre, pareciera
que no queda otra salida que la pura desesperación.
Ya los románticos dijeron que nadie puede descargar a otro de su
propia muerte. Pero para ellos, la muerte era la perfección de la
vida, su justificación. Para Sartre, en cambio, es un puro absurdo:
la imposibilidad de todas las posibilidades, la imposibilidad pura,
la "revelación del absurdo de toda espera, aun el de su espera". Y
el pasado, que aspiraba a justificarse en el futuro, ese futuro que
había de conferirle un sentido, se queda al fin de un callejón
cerrado, ante la
nada total. La muerte no tiene sentido y tampoco o ni siquiera es
horrible, ya que la misma palabra horrible pierde sentido cuando se
ha muerto: si la seguimos aplicando es porque juzgamos la muerte
desde nuestro punto de vista de hombres todavía vivos; pero es
evidente que nada significa para el propio muerto, que no puede
verse desde fuera, que no puede contemplar su propio cadáver.
Este ateísmo consecuente tiene que desembocar —parece— en una total
desilusión sobre los valores de la vida, ya que esos valores de la
vida quedan ipso facto aniquilados por la muerte, y la muerte llega,
tarde o temprano. "Todo es lo mismo cuando se ha perdido la ilusión
de ser eterno."
Esta concepción trágica de la existencia alienta en buena parte de
la literatura actual y explica que sus temas centrales sean a menudo
la angustia, la soledad, la incomunicación, la locura y el suicidio.
El Universo, visto así, es un universo infernal, porque vivir sin
creer en Algo es como ejecutar el acto sexual sin amor.
Nos podemos preguntar, sin embargo, si frente al dilema Berdiaeff-Sartre
no hay otra salida.
Si forzosamente hay que pronunciarse por Dios o por la
desesperación.
No es extraño, pues, que ahora nos preguntemos qué es el hombre.
Como dice Max Scheler, ésta es la primera vez en que el hombre se ha
hecho completamente problemático, ya que además de no saber lo que
es, también sabe que no sabe.
¿Qué nos lleva a luchar, a escribir, a pintar, a discutir a los que
no creemos en Dios, si es que, en efecto hay que elegir entre Dios y
la nada, entre el sentido de nuestras vidas y el absurdo? ¿Es que
entonces somos —sin saberlo— creyentes en Dios los que escribimos o
construimos puentes?
Creo que el enigma empieza a ser menos enigmático si invertimos la
cuestión: no preguntar cómo es posible que se luche cuando el mundo
parece no tener sentido y cuando la muerte parece ser el fin total
de la vida; sino, al revés, sospechar que el mundo debe de tener un
sentido, puesto que luchamos, puesto que a pesar de toda la sinrazón
seguimos actuando y viviendo, construyendo puentes y obras de arte,
organizando tareas para muchas generaciones posteriores a nuestra
muerte, meramente viviendo. Pues, ¿no será acaso que nuestro
instinto es más penetrante que nuestra razón, esa razón que nos
descorazona constantemente y que tiende a volvernos escépticos? Los
escépticos no luchan y en rigor deberían matarse o dejarse
morir en medio de una absoluta indiferencia. Y sin embargo la enorme
mayoría de los seres humanos no se dejan morir ni se matan y siguen
trabajando enérgicamente como hormigas que por delante tuvieran la
eternidad.
Eso sí que es grande. ¿Qué valor tendría que trabajásemos y
viviéramos entusiasmados si supiéramos que nos espera la eternidad?
Lo maravilloso es que lo hagamos a pesar de que nuestra razón nos
desilusione permanentemente. Como es digno de maravilla que las
sinfonías y los cuadros y las teorías no estén hechos por hombres
perfectos sino por pobres seres de carne y hueso.
Un atardecer de 1947, mientras iba caminando de una aldea de Italia
a otra, vi a un hombrecito inclinado sobre su tierra, trabajando
todavía afanosamente, casi sin luz. Su tierra labrada renacía a la
vida. Al borde del camino se veía todavía un tanque retorcido y
arrumbado. Pensé qué admirable es a pesar de todo el hombre, esa
cosa tan pequeña y transitoria, tan reiteradamente aplastada por
terremotos y guerras, tan cruelmente puesta a prueba por los
incendios y naufragios y pestes y muertes de hijos y padres.
Dice Gabriel Marcel: "El alma no es más que por la esperanza; la
esperanza es, tal vez, la tela misma de que nuestra alma está
formada".
¿A qué pensar sobre la inutilidad de nuestra vida, por qué
empeñarnos en racionalizar también eso, lo más peligrosamente
dramático de nuestra existencia? ¿Por qué no limitarnos humildemente
a seguir nuestro instinto, que nos induce a vivir y trabajar, a
tener hijos y criarlos, a ayudar a nuestro semejante?
Precaria y modesta, esta convicción implica una posición ante el
mundo. Porque si vivimos, vivimos en un mundo concreto y no podemos
desentendernos de lo que sucede a nuestro alrededor.
Y a nuestro alrededor o hay ingenuos que siguen creyendo en el
Progreso Incesante de la Humanidad mediante la Ciencia y los
Inventos, o monstruos enloquecidos que sueñan con la esclavitud o la
destrucción de razas y naciones enteras.
Ni dos guerras mundiales ni la barbarie mecanizada de los campos de
concentración han hecho vacilar la fe de esos adeptos al Progreso
Científico. Ni siquiera los ha hecho meditar el que los peores
excesos sucedieran en el país que más lejos había ido en el
perfeccionamiento científico. El dogma sigue en pie. No importan las
torturas, las Gestapos y Chekas. Todo eso no tiene importancia
porque es transitorio: a la Humanidad le espera una Edad de Oro, en
que todos seremos iguales y en que la felicidad reinará para
siempre. Mientras tanto, hay que perseguir o aniquilar a los que
ponen en duda ese Brillante Futuro, hay que quemar sus libros y
proscribir sus doctrinas, hay que denunciarlos como decadentes
contrarrevolucionarios y vendidos .
¿Habrá entonces que arrojar bombas anarquistas frente al omnipotente
poder de los superestados? ¿Habrá que huir a una isla desierta? ¿O
habrá que encerrarse en una torre para escribir charadas policiales?
El poder físico de los Estados es hoy tan tremendo que parece inútil
plantearse soluciones teóricas al problema del hombre. Sin embargo
es lo primero que debemos hacer, cualquiera sea la posibilidad de su
realización.
El Renacimiento comenzó siendo individualista para conducir a la
masificación, comenzó volviéndose hacia la naturaleza para terminar
en la máquina, comenzó reivindicando al hombre concreto para
concluir en la abstracción de la ciencia. El hombre debe luchar hoy
por una nueva síntesis: no una mera resurrección de individualismo,
sino la conciliación del individuo con la comunidad; no el destierro
de la razón y de la máquina, sino su relegamiento a los estrictos
territorios que le corresponden.
Porque no todo fue malo en el proceso de nuestra civilización
moderna. El dominio de la naturaleza dio un nuevo temple al hombre,
y las fuerzas desencadenadas por su razón tuvieron cierto género de
grandeza. La exploración y la conquista del planeta, las gigantescas
empresas llevada a cabo en América por los pioneers del capitalismo
individual son comparables a epopeyas de otros tiempos. Mientras la
máquina se mantuvo en la escala humana y bajo el dominio de su
creador, representó un triunfo del hombre, una expresión de su
capacidad para trascender sus fronteras biológicas. Porque, a
diferencia de los otros animales, el hombre se caracteriza por su
capacidad para rebasar los límites de su cuerpo físico: desde el
momento en que empuña un hacha o lanza una jabalina, ya este extraño
animal comienza a sobrepasar su estructura carnal y ósea para
alargar su brazo primero, para multiplicar luego su fuerza mediante
la palanca, y su rapidez mediante el carro y la nave. Poco a poco,
en siglos de maduración, siguió extendiendo la potencia de sus
órganos, mediante aparatos de creciente complejidad, hasta que sus
sentidos se extendieron en todas las direcciones del espacio y del
tiempo, bastando el más leve esfuerzo de sus dedos para que potentes
máquinas
obedezcan a su demiúrgica voluntad. En tierra, en aire o en agua, el
hombre experimentó la embriaguez del infinito dominio y le pareció
que todo había de rendirse ante sus deseos.
El hombre, orgulloso de su creación, cantó exaltadamente a la
máquina. Y así Walt Whitman a la Locomotora:
¡Tú serás el motivo de mi canto!
¡Tú, como te presentas en este instante,
entre la borrasca que avanza,
la nieve que cae y el día de invierno que declina!
Saint-Exupéry describió esa hermosa sensación del piloto que está
entrañablemente unido a su máquina, a su dócil criatura mecánica, a
su hijo o hermano de acero y electricidad. Porque esos sueños de
poderío, que según Freud nos hacen volar en las alturas, se realizan
ahora de verdad en estos grandes pájaros que añoró Leonardo y que el
hombre del siglo XX pudo por fin construir y manejar.
Y cuando conocí el capítulo de The Mint, en que T. E. Lawrence habla
con ternura de los motores que solícitamente eran engrasados,
pulidos, amaestrados por los mecánicos de la RAF, recordé mis días
de infancia, en la sala de motores de nuestro molino, en que los
chicos asistíamos al culto dominical de nuestro mecánico, que
desarmaba los cilindros y limpiaba las válvulas de nuestro motor
grande, aquel motor a gas de la Primera Guerra, con su volante de
tres metros de diámetro que juzgábamos más fuerte, más trabajador,
más hermoso, más fiel que el horrible motor de los Cabodi. Porque
mientras la máquina está a nuestro servicio, mientras está a nuestra
escala y podemos revisar sus entrañas, montar y desmontar sus
piezas, conocer sus secretos y participar de sus angustias y fallas,
mientras podemos ayudarla a vivir, a trabajar de nuevo como un fiel
criado de la casa, a ahorrarle calentamientos y fricciones, mientras
podemos evitar sus sufrimientos de monstruo desvalido por sí mismo,
mientras nos sentimos padre y madre de ella, hermano de sangre y
hueso, hermano mayor, más comprensivo y más capaz, mientras todo eso
sucede, la máquina no es jamás nuestro enemigo sino nuestra
prolongación querida y a veces admirada, como son admiradas las
hazañas de nuestros hijos o hermanos menores. Y ese sentimiento es
más fuerte en los que se juegan la vida con su máquina, en los que
tienen que confiar y confían en la fidelidad fraternal de su motor,
en los aviadores. Porque así como en el peligro se forma
entre los hombres esa hermandad del miedo, esa fraternidad de la
pobreza de la condición humana, así también, y tal vez con mayor
ternura, se forma y se fortalece entre el hombre y su máquina, hasta
formar un solo cuerpo y espíritu, como únicamente puede acontecer
entre los amantes.
Algo semejante pasó también con la ciencia pura, pues mientras el
hombre investigó las cosas vinculadas a su vida terrenal, a sus
sentimientos y emociones, mientras el lenguaje de la ciencia fue el
mismo de la vida y de la literatura, mientras se pudo hablar de
"brazos" de palanca y de "fuerza viva", la ciencia era la
prolongación fantástica y aventurera de lo humano, tenía todos los
atributos de la vida y además el prestigio de la fantasía, de la
aventura en tierras lejanas. En sus audaces exploraciones de los
territorios no euclideanos, en las vastas construcciones teóricas de
la relatividad, el hombre se exaltaba con el poder de su
imaginación, con su ilimitada capacidad para trascender los límites
de sus intuiciones cotidianas, con su sentido para la belleza pura
del intelecto.
La ciencia y la máquina, en fin, descubrieron nuevos horizontes
estéticos: buena parte del arte contemporáneo, todo el movimiento
abstracto y constructivista, es el resultado de la nueva mentalidad.
La misma máquina llegó a formar un hermoso universo de formas
funcionales. La arquitectura dio sus máquinas de vivir y sus
imponentes estructuras abstractas del rascacielos.
Pero así como la máquina empezó a liberarse del hombre y a
enfrentarse a él, convirtiéndose en un monstruo anónimo y ajeno al
alma humana, la ciencia se fue convirtiendo en un frígido y
deshumanizado laberinto de símbolos. Ciencia y máquina fueron
alejándose hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al
hombre que les había dado vida. Triángulos de acero, logaritmos y
electricidad, sinusoides y energía atómica, extrañamente unidos a
las formas más misteriosas y demoníacas del dinero, constituyeron
finalmente el Gran Engranaje del que los seres humanos acabaron por
ser oscuras e impotentes piezas. Y mientras los especialistas
científicos pasan su vida en el fondo de un laboratorio, midiendo
placas espectrográficas y apilando millares de números indiferentes,
los últimos individuos de la era mecánica, los aviadores que aún
eran como los caballeros andantes del aire, van ingresando en la
cohorte anónima de las grandes masas de aparatos voladores,
geométricamente formadas, dirigidas a ciegas por radio y por
goniómetros, hacia mapas cuadriculados y abstractos para bombardear
puntos definidos por coordenadas cartesianas.
Será menester, ahora, recuperar aquel sentido humano de la técnica y
la ciencia, fijar sus límites, concluir con su religión. Pero sería
necio prescindir de ellas en nombre del ser humano, porque al fin de
cuentas son también producto de su espíritu. Como sería absurdo
prescindir de la razón, por el solo hecho de que nuestros ingenuos
predecesores la hayan elevado a la categoría de mito.
Si no somos destruidos por las fuerza atómicas, será necesario
acometer una vasta síntesis de elementos contrarios. Ya la filosofía
existencial-fenomenológica intenta una conciliación de lo objetivo y
lo subjetivo, de la esencia y la existencia, de lo absoluto y lo
relativo, de lo intemporal y lo histórico.
A esta actitud filosófica debería corresponder una síntesis social
del hombre y la comunidad. Ni el individualismo ni el colectivismo
son soluciones humanas: como dice Martin Buber, el primero no ve a
la sociedad y el segundo se niega a ver al hombre. Esas dos
reacciones del hombre contemporáneo son el anverso y el reverso de
esa situación inhóspita, de esa soledad cósmica y social en que se
debate: refugiarse dentro de sí o refugiarse en la colectividad.
Pero la verdadera posición no es ni una ni otra sino el
reconocimiento del otro, del interlocutor, del semejante. Tanto el
individuo aislado como la colectividad son abstracciones, ya que la
realidad concreta es un diálogo, puesto que la existencia es un
entrar en contacto del ser humano con las cosas y con sus iguales.
El hecho fundamental es el hombre con el hombre. El reino del hombre
no es el estrecho y angustioso territorio de su propio yo, ni el
abstracto dominio de la colectividad, sino esa tierra intermedia en
que suelen acontecer el amor, la amistad, la comprensión, la piedad.
Sólo el reconocimiento de este principio nos permitirá fundar
comunidades auténticas, no máquinas sociales.
Contra esta clase de argumentos se suele responder que es inútil
ofrecer utopías cuando la realidad está representada por dos Estados
colosales que de un momento a otro desencadenarán la lucha atómica.
A este argumento se puede contestar: primero, que si los
superestados están prontos a desencadenar la lucha atómica, nada más
utópico que esperar algo de ellos, porque lo más probable es que
sucumba toda nuestra civilización y desaparezcan del ras de la
tierra los seres humanos y los monumentos de su pasada grandeza; y
segundo, que el poder meramente físico no puede ser un argumento
para resolver los grandes enigmas del espíritu humano: podrá
aniquilarlos, no resolverlos.
La lucha por imponer pequeñas comunidades socialistas puede parecer
desproporcionada y absurda, en medio de esta pugna gigantesca entre
Estados monstruosos. Pero muchas grandes etapas de la historia del
hombre han sido precedidas por actitudes desproporcionadas y
absurdas. Además, ¿qué sabemos de lo que hay más allá del absurdo?
¿Por qué una lucha ha de parecer razonable? Ignoramos, al menos yo
lo ignoro, si los males y perversidades de la realidad tienen algún
sentido oculto que escapa a nuestra torpe visión humana. Pero
nuestro instinto de vida nos incita a luchar a pesar de todo, y esto
es bastante, por lo menos para mí. No estamos completamente
aislados. Los fugaces instantes de comunidad ante la belleza que
experimentamos alguna vez al lado de otros hombres, los momentos de
solidaridad ante el dolor, son como frágiles y transitorios puentes
que comunican a los hombres por sobre el abismo sin fondo de la
soledad. Frágiles y transitorios, esos puentes sin embargo existen y
aunque se pusiese en duda todo lo demás, eso debería bastarnos para
saber que hay algo fuera de nuestra cárcel y que ese algo es valioso
y da sentido a nuestra vida, y tal vez hasta un sentido absoluto.
¿Por qué ha de alcanzarse lo absoluto, como pretenden los filósofos,
mediante el conocimiento racional de todas las experiencias, y no
por algún éxtasis repentino e instantáneo que ilumine de pronto los
vastos dominios de lo absoluto? Dostoievsky dice por boca de
Kiriloff: "Creo en la vida-eterna en este mundo. Hay momentos en que
el tiempo se detiene de repente para dar lugar a la eternidad". ¿Por
qué buscar lo absoluto fuera del tiempo y no en esos instantes
fugaces pero poderosos en que, al escuchar algunas notas musicales o
al oír la voz de un semejante, sentimos que la vida tiene un sentido
absoluto?
Ese es el sentido de la esperanza para mí y lo que, a pesar de mi
sombría visión de la realidad, me levanta una y otra vez para
luchar.
Todo el horror de los siglos pasados y presentes en la larga y
difícil historia del hombre es inexistente además para cada niño que
nace y para cada joven que comienza a creer. Cada esperanza de cada
joven es nueva —felizmente—, porque el dolor no se sufre sino en
carne propia. Esa cándida esperanza se va manchando, es cierto,
deteriorando míseramente, convirtiéndose las más de las veces en un
trapo sucio, que finalmente se arroja con asco. Pero lo admirable es
que el hombre siga luchando a pesar de todo y que, desilusionado o
triste, cansado o enfermo, siga trazando caminos, arando la tierra,
luchando contra los elementos y hasta creando obras de belleza en
medio de un mundo bárbaro y hostil. Esto debería bastar para
probarnos que el mundo tiene algún misterioso sentido y para
convencernos de que, aunque mortales y perversos, los hombres
podemos alcanzar de algún modo la grandeza y la eternidad. Y que, si
es cierto que Satanás es el amo de la tierra, en alguna parte del
cielo o en algún rincón de nuestro ser reside un Espíritu Divino que
incesantemente lucha contra él, para levantarnos una y otra vez
sobre el barro de nuestra desesperación. |