"...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y
solitario: el mío".
A la amistad de Rogelio Frigerio que ha resistido
todas las asperezas y vicisitudes de las ideas.
I
bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María
Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que
no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni
por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria
colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie
humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes
sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las
echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez
universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar
preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo
tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece
tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos
rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es
para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la
vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un
rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección
policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la
raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son
gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque
yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda
convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se
acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor
es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y
que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción
recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En
lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber
aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o
siete tipos que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita
demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un
campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces
lo obligaron a comerse una rata, pero viva.
No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré
más adelante, si hay ocasión, algo más sobre este asunto de la rata.
.
II
-
como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me
mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy
a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco
bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad.
Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me
importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan,
pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy
hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me
parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí,
cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que
advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no
digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del
Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la
modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser
modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aun
cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de
pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas
veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real
o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la
vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se
defendía de la acusación de soberbia argumentando que se había
pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las
rodillas?
La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de
la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico
y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día
(con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable
sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener
defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como
puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos
años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir
debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad
o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo
cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar
dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su
rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró
unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi
cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso
orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que
vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría
dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por
qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de
la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar
explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la historia
de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la leyese.
Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda
detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno
de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen
hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas
páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por
excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple,
pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy
célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad
en general y de los lectores de estas páginas en particular, me
anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme.
aunque sea una sola persona.
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si
el manuscrito ha de ser leído por tantas personas? Éste es el género
de preguntas que considero inútiles, y no obstante hay que
preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles,
preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo
hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien
mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero
decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente,
la persona que maté.
.
III
.
todos saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo
la conocí, qué relaciones hubo exactamente entre nosotros y cómo fui
haciéndome a la idea de matarla. Trataré de relatar todo
imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no tengo la
necia pretensión de ser perfecto.
En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro llamado
Maternidad. Era por el estilo de muchos otros anteriores : como
dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido, estaba
bien arquitecturado. Tenía, en fin, los atributos que esos
charlatanes encontraban siempre en mis telas, incluyendo "cierta
cosa profundamente intelectual". Pero arriba, a la izquierda, a
través de una ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una
playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer que
miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante.
La escena sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena; pasaban la mirada por encima, como por
algo secundario, probablemente decorativo. Con excepción de una sola
persona, nadie pareció comprender que esa escena constituía algo
esencial. Fue el día de la inauguración. Una muchacha desconocida
estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en
apariencia, a la gran mujer en primer plano, la mujer que miraba
jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y
mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo
entero; no vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi
tela.
La observé todo el tiempo con ansiedad. Después desapareció en la
multitud, mientras yo vacilaba entre un miedo invencible y un
angustioso deseo de llamarla. ¿Miedo de qué? Quizá, algo así como
miedo de jugar todo el dinero de que se dispone en la vida a un solo
número. Sin embargo, cuando desapareció, me sentí irritado, infeliz,
pensando que podría no verla más, perdida entre los millones de
habitantes anónimos de Buenos Aires.
Esa noche volví a casa nervioso, descontento, triste.
Hasta que se clausuró el salón, fui todos los días y me colocaba
suficientemente cerca para reconocer a las personas que se detenían
frente a mi cuadro. Pero no volvió a aparecer.
Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la
posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, sólo pinté para
ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer
y a invadir toda la tela y toda mi obra.
.
IV
.
una tarde, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra vereda,
en forma resuelta, como quien tiene que llegar a un lugar definido a
una hora definida.
La reconocí inmediatamente; podría haberla reconocido en medio de
una multitud. Sentí una indescriptible emoción. Pensé tanto en ella,
durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al verla, no supe qué
hacer.
La verdad es que muchas veces había pensado y planeado
minuciosamente mi actitud en caso de encontrarla. Creo haber dicho
que soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un probable
encuentro y la forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que
siempre tropezaba en esos encuentros imaginarios era la forma de
entrar en conversación. Conozco muchos hombres que no tienen
dificultad en establecer conversación con una mujer desconocida.
Confieso que en un tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque nunca
fui mujeriego, o precisamente por no haberlo sido, en dos o tres
oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer, en esos
pocos casos en que parece imposible resignarse a la idea de que será
para siempre ajena a nuestra vida. Desgraciadamente, estuve
condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer.
En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes
posibilidades. Conozco mi naturaleza y sé que las situaciones
imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de
atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas
variantes que eran lógicas o por lo menos posibles. (No es lógico
que un amigo íntimo le mande a uno un anónimo insultante, pero todos
sabemos que es posible.)
La muchacha, por lo visto, solía ir a salones de pintura. En caso de
encontrarla en uno, me pondría a su lado y no resultaría demasiado
complicado entrar en conversación a propósito de algunos de los
cuadros expuestos.
Después de examinar en detalle esta posibilidad, la abandoné. Yo
nunca iba a salones de pintura. Puede parecer muy extraña esta
actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicación y tengo la
certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me daría la
razón. Bueno, quizá exagero al decir "todo el mundo". No,
seguramente exagero. La experiencia me ha demostrado que lo que a mí
me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis
semejantes. Estoy tan quemado que ahora vacilo mil veces antes de
ponerme a justificar o a explicar una actitud mía y, casi siempre,
termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca. Esa ha sido
justamente la causa de que no me haya decidido hasta hoy a hacer el
relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si valdrá la pena
que explique en detalle este rasgo mío referente a los salones, pero
temo que, si no lo explico, crean que es una mera manía, cuando en
verdad obedece a razones muy profundas.
Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada,
que detesto los grupos, las sectas, las cofradías, los gremios y en
general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de
profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen
una cantidad de atributos grotescos, la repetición del tipo, la
jerga, la vanidad de creerse superiores al resto.
Observo que se está complicando el problema, pero no veo la manera
de simplificarlo. Por otra parte, el que quiera dejar de leer esta
narración en este punto no tiene más que hacerlo; de una vez por
todas le hago saber que cuenta con mi permiso más absoluto.
¿Qué quiero decir con eso de "repetición del tipo"? Habrán observado
qué desagradable es encontrarse con alguien que a cada instante
guiña un ojo o tuerce la boca. Pero, ¿imaginan a todos esos
individuos reunidos en un club? No hay necesidad de llegar a esos
extremos, sin embargo, basta observar las familias numerosas, donde
se repiten ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas entonaciones de
voz. Me ha sucedido estar enamorado de una mujer (anónimamente,
claro) y huir espantado ante la posibilidad de conocer a las
hermanas. Me había pasado ya algo horrendo en otra oportunidad:
encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una
hermana quedé deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los mismos
rasgos que en aquella me habían parecido admirables aparecían
acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y
esa especie de visión deformada de la primera mujer en su hermana me
produjo, además de esa sensación, un sentimiento de vergüenza, como
si en parte yo fuera culpable de la luz levemente ridícula que la
hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado.
Quizá cosas así me pasen por ser pintor, porque he notado que la
gente no da importancia a estas deformaciones de familia. Debo
agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que imitan a
un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados infelices que
pintan a la manera de Picasso.
Después, está el asunto de la jerga, otra de las características que
menos soporto. Basta examinar cualquiera de los ejemplos: el
psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No tengo
preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me
ocurre en este momento: el psicoanálisis. El doctor Prato tiene
mucho talento y lo creía un verdadero amigo, hasta tal punto que
sufrí un terrible desengaño cuando todos empezaron a perseguirme y
él se unió a esa gentuza; pero dejemos esto. Un día, apenas llegué
al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me invitó a ir con
él:
—¿A dónde? —le pregunté.
—A un cóctel de la Sociedad —respondió.
—¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me revienta esa
forma de emplear el artículo determinado que tienen todos ellos, la
Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido, por el Partido
Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven.
Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada con ingenuidad.
—La Sociedad Psicoanalítica, hombre —respondió mirándome con esos
ojos penetrantes que los freudianos creen obligatorios en su
profesión, y como si también se preguntara: "¿qué otra chifladura le
está empezando a este tipo?"
Recordé haber leído algo sobre una reunión o congreso presidido por
un doctor Bernard o Bertrand. Con la convicción de que no podía ser
eso, le pregunté si era eso. Me miró con una sonrisa despectiva.
—Son unos charlatanes —comentó—. La única sociedad psicoanalítica
reconocida internacionalmente es la nuestra.
Volvió a entrar en su escritorio, buscó en un cajón y finalmente me
mostró una carta en inglés. La miré por cortesía.
—No sé inglés — expliqué.
—Es una carta de Chicago. Nos acredita como la única sociedad de
psicoanálisis en la Argentina.
Puse cara de admiración y profundo respeto.
Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había una
cantidad de gente. A algunos los conocía de nombre, como al doctor
Goldenberg, que últimamente había tenido mucho renombre a raíz de
haber intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el
manicomio. Acababa de salir. Lo miré atentamente, pero no me pareció
peor que los demás, hasta me pareció más calmo, tal vez como
resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera que
comprendí que los detestaba.
Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis
rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que
experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no
terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me
ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema
de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación
resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos,
limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo
palabras génito-urinarias.
Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El
departamento estaba atestado de gente idéntica que decía
permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al
encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un
chico, un chofer), me pareció de pronto fantástico que en un
departamento hubiera aquel amontonamiento.
Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el
de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más
conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que
se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: los críticos. Es una plaga
que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que
jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la
pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación,
¿qué se pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que
la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las
pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble
respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto
los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no
fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues
¿cómo puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos
a uno bueno?
V
me he apartado de mi camino. Pero es por mi
maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A qué
diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintura? Me
parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana,
sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A
dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está
hecho, aunque todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto
de las exposiciones, las habladurías de los colegas, la ceguera del
público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y
distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso
no me interesa; de otro modo quizá escribiría un largo ensayo
titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos
de la pintura.
Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una
exposición.
Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez
fuese amigo mío. En ese caso, bastaría con una simple presentación.
Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me eché
gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación!
¡Qué fácil se volvía todo, qué amable! El encandilamiento me impidió
ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pensé en aquel
momento que encontrar a un amigo suyo era tan difícil como
encontrarla a ella misma, porque es evidente que sería imposible
encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si sabía quién era
ella ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña
ventaja de la presentación, que yo no desdeñaba. Pero,
evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y luego, en
todo caso, buscar un amigo común para que nos presentara.
Quedaba el camino inverso, ver si alguno de mis amigos era, por
azar, amigo de ella. Y eso sí podía hacerse sin hallarla
previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis
conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y
así. Todo esto, sin embargo, me pareció una especie de frivolidad y
lo deseché, me avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa
naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue.
Creo conveniente dejar establecido que no descarté esta variante por
descabellada, sólo lo hice por las razones que acabo de exponer.
Alguno podría creer, efectivamente, que es descabellado imaginar la
remota posibilidad de que un conocido mío fuera a la vez conocido de
ella. Quizá lo parezca a un espíritu superficial, pero no a quien
está acostumbrado a reflexionar sobre los problemas humanos. Existen
en la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de
gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?)
no son raros, sobre todo cuando la causa de la estratificación es
alguna característica de minorías. Me ha sucedido encontrar una
persona en un barrio de Berlín, luego en un pequeño lugar casi
desconocido de Italia y, finalmente, en una librería de Buenos
Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos?
Pero estoy diciendo una trivialidad, lo sabe cualquier persona
aficionada a la música, al esperanto, al espiritismo.
Había que caer, pues, en la posibilidad más temida, al encuentro en
la calle. ¿Cómo demonios hacen ciertos hombres para detener a una
mujer, para entablar conversación y hasta para iniciar una
aventura?. Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con
una iniciativa mía; mi ignorancia de esa técnica callejera y mi cara
me indujeron a tomar esa decisión melancólica y definitiva.
No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de esas que suelen
presentarse cada millón de veces; que ella hablara primero. De modo
que mi felicidad estaba librada a una remotísima lotería, en la que
había que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y sólo
recibir el premio en el caso de ganar en esta segunda jornada.
Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con
ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me
dirigiera la palabra. Sentí un especie de vértigo, de tristeza y
desesperanza. Pero, no obstante, seguí preparando mi posición.
Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para preguntarme
una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase
inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de
rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de
variantes. En alguna yo era locuaz, dicharachero (nunca lo he sido,
en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A
veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la
pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en alguno de
esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por
irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente
una consulta que yo juzgaba inútil o irreflexiva. Estos encuentros
fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me
reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan
remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por
advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando
la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo
y a imaginar nuevos y más fructíferos diálogos callejeros. En
general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de
ella con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias
como la esencia general del arte o, por lo menos, la impresión que
le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y
tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que
choque, esa clase de vinculaciones; en una reunión social sobra el
tiempo y en cierto modo se está para establecer esa clase de
vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de
una calle de Buenos Aires, entre gentes que corren colectivos y que
lo llevan a uno por delante, es claro que había que descartar casi
ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía descartarla
sin caer en una situación irremediable para mi destino. Volvía,
pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles, que
llevaran desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la
discusión de problemas del expresionismo o del superrealismo. No era
nada fácil.
Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que era inútil y
artificioso intentar una conversación semejante y que era preferible
atacar bruscamente el punto central, con una pregunta valiente,
jugándome todo a un solo número. Por ejemplo, preguntando: "¿Por qué
miró solamente la ventanita?" Es común que en las noches de insomnio
sea teóricamente más decidido que durante el día, en los hechos. Al
otro día, al analizar fríamente esta posibilidad, concluí que jamás
tendría suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro.
Como siempre, el desaliento me hizo caer en el otro extremo, imaginé
entonces una pregunta tan indirecta que para llegar al punto que me
interesaba (la ventana) casi se requería una larga amistad, una
pregunta del género de: "¿Tiene interés en el arte?"
No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que
había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles.
Sería un azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego
con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la
forma de la cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado
tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las preguntas
y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno
imagina partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que
reemplazaba frases de una variante con frases de otra, con
resultados ridículos o desalentadores. Por ejemplo, detenerla para
darle una dirección y en seguida preguntarle: "¿Tiene mucho interés
en el arte?" Era grotesco.
Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de
barajar combinaciones.
VI
al verla caminar por la vereda de enfrente, todas
las variantes se amontonaron y revolvieron en mi cabeza.
Confusamente, sentí que surgían en mi conciencia frases íntegras
elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia preparatoria:
"¿Tiene mucho interés en el arte?", "¿Por qué miró sólo la
ventanita?", etcétera. Con más insistencia que ninguna otra, surgía
una frase que yo había desechado por grosera y que en ese momento me
llenaba de vergüenza y me hacía sentir aun más ridículo: "¿Le gusta
Castel?".
Las frases, sueltas y mezcladas, formaban un tumultuoso rompecabezas
en movimiento, hasta que comprendí que era inútil preocuparme de esa
manera, recordé que era ella quien debía tomar la iniciativa de
cualquier conversación. Y desde ese momento me sentí estúpidamente
tranquilizado, y hasta creo que llegué a pensar, también
estúpidamente: "Vamos a ver ahora cómo se las arreglará."
Mientras tanto, y a pesar de ese razonamiento, me sentía tan
nervioso y emocionado que no atinaba a otra cosa que a seguir su
marcha por la vereda de enfrente, sin pensar que si quería darle al
menos la hipotética posibilidad de preguntarme una dirección tenía
que cruzar la vereda y acercarme. Nada más grotesco, en efecto, que
suponerla pidiéndome a gritos, desde allá, una dirección.
¿Qué haría? ¿Hasta cuándo duraría esa situación? Me sentí
infinitamente desgraciado. Caminamos varías cuadras. Ella siguió
caminando con decisión.
Estaba muy triste, pero tenía que seguir hasta el fin, no era
posible que después de haber esperado este instante durante meses
dejase escapar la oportunidad. Y el andar rápidamente mientras mi
espíritu vacilaba tanto me producía una sensación singular, mi
pensamiento era como un gusano ciego y torpe dentro de un automóvil
a gran velocidad.
Dio vuelta en la esquina de San Martín, caminó unos pasos y entró en
el edificio de la Compañía T. Comprendí que tenía que decidirme
rápidamente y entré detrás, aunque sentí que en esos momentos estaba
haciendo algo desproporcionado y monstruoso.
Esperaba el ascensor. No había nadie más. Alguien más audaz que yo
pronunció desde mi interior esta pregunta increíblemente estúpida:
—¿Éste es el edificio de la Compañía T.?
Un cartel de varios metros de largo, que abarcaba todo el frente del
edificio, proclamaba que, en efecto, ése era el edificio de la
Compañía T.
No obstante, ella se dio vuelta con sencillez y me respondió
afirmativamente. (Más tarde, reflexionando sobre mi pregunta y sobre
la sencillez y tranquilidad con que ella me respondió, llegué a la
conclusión de que, al fin y al cabo, sucede que muchas veces uno no
ve carteles demasiado grandes; y que, por lo tanto, la pregunta no
era tan irremediablemente estúpida como había pensado en los
primeros momentos).
Pero en seguida, al mirarme, se sonrojó tan intensamente, que
comprendí me había reconocido. Una variante que jamás había pensado
y sin embargo muy lógica, pues mi fotografía había aparecido
muchísimas veces en revistas y diarios.
Me emocioné tanto que sólo atiné a otra pregunta desafortunada; le
dije bruscamente:
—¿Por qué se sonroja?
Se sonrojó aún más e iba a responder quizá algo cuando, ya
completamente perdido el control, agregué atropelladamente:
—Usted se sonroja porque me ha reconocido. Y usted cree que esto es
una casualidad, pero no es una casualidad, nunca hay casualidades.
He pensado en usted varios meses. Hoy la encontré por la calle y la
seguí. Tengo algo importante que preguntarle, algo referente a la
ventanita, ¿comprende?
Ella estaba asustada:
—¿La ventanita? —balbuceó—. ¿Qué ventanita?
Sentí que se me aflojaban las piernas. ¿Era posible que no la
recordara? Entonces no le había dado la menor importancia, la había
mirado por simple curiosidad. Me sentí grotesco y pensé
vertiginosamente que todo lo que había pensado y hecho durante esos
meses (incluyendo esta escena) era el colmo de la desproporción y
del ridículo, una de esas típicas construcciones imaginarias mías,
tan presuntuosas como esas reconstrucciones de un dinosaurio
realizadas a partir de una vértebra rota.
La muchacha estaba próxima al llanto. Pensé que el mundo se me venía
abajo, sin que yo atinara a nada tranquilo o eficaz. Me encontré
diciendo algo que ahora me avergüenza escribir .
—Veo que me he equivocado. Buenas tardes.
Salí apresuradamente y caminé casi corriendo en una dirección
cualquiera. Habría caminado una cuadra cuando oí detrás una voz que
me decía:
—¡Señor, señor!
Era ella, que me había seguido sin animarse a detenerme. Ahí estaba
y no sabía cómo justificar lo que había pasado. En voz baja, me
dijo:
—Perdóneme, señor... Perdone mi estupidez... Estaba tan asustada...
El mundo había sido, hacía unos instantes, un caos de objetos y
seres inútiles. Sentí que volvía a rehacer y a obedecer a un orden.
La escuché mudo.
—No advertí que usted preguntaba por la escena del cuadro —dijo
temblorosamente.
Sin darme cuenta, la agarré de un brazo.
—¿Entonces la recuerda?
Se quedó un momento sin hablar, mirando al suelo. Luego dijo con
lentitud:
—La recuerdo constantemente.
Después sucedió algo curioso, pareció arrepentirse de lo que había
dicho porque se volvió bruscamente y echó casi a correr. Al cabo de
un instante de sorpresa corrí tras ella, hasta que comprendí lo
ridículo de la escena; miré entonces a todos lados y seguí caminando
con paso rápido pero normal. Esta decisión fue determinada por dos
reflexiones: primero, que era grotesco que un hombre conocido
corriera por la calle detrás de una muchacha; segundo, que no era
necesario. Esto último era lo esencial, podría verla en cualquier
momento, a la entrada o a la salida de la oficina. ¿A qué correr
como loco? Lo importante, lo verdaderamente importante, era que
recordaba la escena de la ventana: "La recordaba constantemente."
Estaba contento, me hallaba capaz de grandes cosas y solamente me
reprochaba el haber perdido el control al pie del ascensor y ahora,
otra vez, al correr como un loco detrás de ella, cuando era evidente
que podría verla en cualquier momento en la oficina.
VII
"¿EN la oficina?", me pregunté de pronto en voz
alta, casi a gritos, sintiendo que las piernas se me aflojaban de
nuevo. ¿Y quién me había dicho que trabajaba en esa oficina? ¿Acaso
sólo entra en una oficina la gente que trabaja allí? La idea de
perderla por varios meses más, o quizá para siempre, me produjo un
vértigo y ya sin reflexionar sobre las conveniencias corrí como un
desesperado; pronto me encontré en la puerta de la Compañía T. y
ella no se veía por ningún lado. ¿Habría tomado ya el ascensor?
Pensé interrogar al ascensorista, pero ¿cómo preguntarle? Podían
haber subido ya muchas mujeres y tendría entonces que especificar
detalles: ¿qué pensaría el ascensorista ? Caminé un rato por la
vereda, indeciso. Luego crucé a la otra vereda y examiné el frente
del edificio, no comprendo por qué. ¿Quizá con la vaga esperanza de
ver asomarse a la muchacha por una ventana?. Sin embargo era absurdo
pensar que pudiera asomarse para hacerme señas o cosas por el
estilo. Sólo vi el gigantesco cartel que decía: COMPAÑÍA T.
Juzgué a ojo que debería abarcar unos veinte metros de frente; este
cálculo aumentó mi malestar. Pero ahora no tenía tiempo de
entregarme a ese sentimiento: ya me torturaría más tarde, con
tranquilidad. Por el momento no vi otra solución. que entrar.
Enérgicamente, penetré en el edificio y esperé que bajara el
ascensor; pero a medida que bajaba noté que mi decisión disminuía,
al mismo tiempo que mi habitual timidez crecía tumultuosamente. De
modo que cuando la puerta del ascensor se abrió ya tenía
perfectamente decidido lo que debía hacer: no diría una sola
palabra. Claro que, en ese caso, ¿para qué tomar el ascensor?
Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, después de haber
esperado visiblemente en compañía de varias personas. ¿Cómo se
interpretaría un hecho semejante? No encontré otra solución que
tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de no
pronunciar una sola palabra; cosa perfectamente factible y hasta más
normal que lo contrario: lo corriente es que nadie tenga la
obligación de hablar en el interior de un ascensor, a menos que uno
sea amigo del ascensorista, en cuyo caso es natural preguntarle por
el tiempo o por el hijo enfermo. Pero como yo no tenía ninguna
relación y en verdad jamás hasta ese momento había visto a ese
hombre, mi decisión de no abrir la boca no podía producir la más
mínima complicación. El hecho de que hubiera varias personas
facilitaba mi trabajo, pues lo hacía pasar inadvertido.
Entré tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas ocurrieron como
había previsto, sin ninguna dificultad; alguien comentó con el
ascensorista el calor húmedo y este comentario aumentó mi bienestar,
porque confirmaba mis razonamientos. Experimenté una ligera
nerviosidad cuando dije "octavo", pero sólo podría haber sido notada
por alguien que estuviera enterado de los fines que yo perseguía en
ese momento.
Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo, lo que
computaba un poco la situación; caminando con lentitud esperé que el
otro entrara en una de las oficinas mientras yo todavía caminaba a
lo largo del pasillo. Entonces respiré tranquilo; di unas vueltas
por el corredor, fui hasta el extremo, miré el panorama de Buenos
Aires por una ventana, me volví y llamé por fin el ascensor. Al poco
rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido
ninguna de las escenas desagradables que había temido (preguntas
raras del ascensorista, etcétera). Encendí un cigarrillo y no había
terminado de encenderlo cuando advertí que mi tranquilidad era
bastante absurda: era cierto que no había pasado nada desagradable,
pero también era cierto que no había pasado nada en absoluto. En
otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que
trabajase regularmente en esas oficinas; pues si había entrado para
hacer una simple gestión podía ya haber subido y bajado,
desencontrándose conmigo. "Claro que —pensé— si ha entrado por una
gestión es también posible que no la haya terminado en tan corto
tiempo." Esta reflexión me animó nuevamente y decidí esperar al pie
del edificio.
Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé las
diferentes posibilidades que se presentaban:
1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir esperando.
2. Después de lo que había pasado, quizá estaba demasiado excitada y
habría ido a dar una vuelta antes de hacer la gestión; también
correspondía esperar.
3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la hora de
salida.
"De modo que esperando hasta esa hora —razoné— enfrento las tres
posibilidades."
Esta lógica me pareció de hierre y me tranquilizó bastante para
decidirme a esperar con serenidad en el café de la esquina, desde
cuya vereda podía vigilar la salida de la gente. Pedí cerveza y miré
el reloj: eran las tres y cuarto.
A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la última
hipótesis: trabajaba allí. A las seis me levanté, pues me parecía
mejor esperar en la puerta del edificio: seguramente saldría mucha
gente de golpe y era posible que no la viera desde el café.
A las seis y minutos empezó a salir el personal.
A las seis y media habían salido casi todos, como se infería del
hecho de que cada vez raleaban más. A las siete menos cuarto no
salía casi nadie: solamente, de vez en cuando, algún alto empleado;
a menos que ella fuera un alto empleado ("Absurdo", pensé) o
secretaria de un alto empleado ("Eso sí", pensé con una débil
esperanza). A las siete todo había terminado.
VIII
mientras volvía a mi casa profundamente
deprimido, trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un
hervidero, pero cuando me pongo nervioso las ideas se me suceden
como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quizá por eso
mismo, he ido acostumbrándome a gobernarlas y ordenarlas
rigurosamente; de otro modo creo que no tardaría en volverme loco.
Como dije, volví a casa en un estado de profunda depresión, pero no
por eso dejé de ordenar y clasificar las ideas, pues sentí que era
necesario pensar con claridad si no quería perder para siempre a la
única persona que evidentemente había comprendido mi pintura.
O ella entró en la oficina para hacer una gestión, o trabajaba allí;
no había otra posibilidad. Desde luego, esta última era la hipótesis
más favorable. En este caso, al separarse de mí se habría sentido
trastornada y decidiría volver a su casa. Era necesario esperarla,
pues, al otro día, frente a la entrada.
Analicé luego la otra posibilidad: la gestión. Podría haber sucedido
que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto a la casa y
decidido dejar la gestión para el otro día. También en este caso
correspondía esperarla en la entrada.
Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era terrible:
la gestión había sido hecha mientras yo llegaba al edificio y
durante mi aventura de ida y vuelta en el ascensor. Es decir, que
nos habíamos cruzado sin vernos. El tiempo de todo este proceso era
muy breve y era muy improbable que las cosas hubieran sucedido de
este modo, pero era posible: bien podía consistir la famosa gestión
en entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones creí inútil
volver al otro día a esperar.
Había, sin embargo, dos posibilidades favorables y me aferré a ellas
con desesperación.
Llegué a mi casa con una mezcla de sentimientos. Por un lado, cada
vez que pensaba en la frase que ella había dicho ("La recuerdo
constantemente"), mi corazón latía con violencia y sentí que se me
abría una oscura pero vasta y poderosa perspectiva; intuí que una
gran fuerza, hasta ese momento dormida, se desencadenaría en mí. Por
otro lado imaginé que podía pasar mucho tiempo antes de volver a
encontrarla. Era necesario encontrarla. Me encontré diciendo en alta
voz, varias veces: "¡Es necesario, es necesario!"
IX
Al otro día, temprano, estaba ya parado frente a
la puerta de entrada de las oficinas de T. Entraron todos los
empleados, pero ella no apareció: era claro que no trabajaba allí,
aunque restaba la débil hipótesis de que hubiera enfermado y no
fuese a la oficina por varios días.
Quedaba, además, la posibilidad de la gestión, de manera que decidí
esperar toda la mañana en el café de la esquina.
Había ya perdido toda esperanza (serían alrededor de las once y
media) cuando la vi salir de la boca del subterráneo. Terriblemente
agitado, me levanté de un salto y fui a su encuentro. Cuando ella me
vio, se detuvo como si de pronto se hubiera convertido en piedra:
era evidente que no contaba con semejante aparición. Era curioso,
pero la sensación de que mi mente había trabajado con un rigor
férreo me daba una energía inusitada: me sentía fuerte, estaba
poseído por una decisión viril y dispuesto a todo. Tanto que la tomé
de un brazo casi con brutalidad y, sin decir una sola palabra, la
arrastré por la calle San Martín en dirección a la plaza. Parecía
desprovista de voluntad; no dijo una sola palabra.
Cuando habíamos caminado unas dos cuadras, me preguntó:
—¿A dónde me lleva?
—A la plaza San Martín. Tengo mucho que hablar con usted —le
respondí, mientras seguía caminando con decisión, siempre
arrastrándola del brazo.
Murmuró algo referente a las oficinas de T., pero yo seguí
arrastrándola y no oí nada de lo que me decía.
Agregué:
—Tengo muchas cosas que hablar con usted.
No ofrecía resistencia: yo me sentía como un río crecido que
arrastra una rama. Llegamos a la plaza y busqué un banco aislado.
—¿Por qué huyó? —fue lo primero que le pregunté. Me miró con esa
expresión que yo había notado el día anterior, cuando me dijo "la
recuerdo constantemente": era una mirada extraña, fija, penetrante,
parecía venir de atrás; esa mirada me recordaba algo, unos ojos
parecidos, pero no podía recordar dónde los había visto.
—No sé —respondió finalmente—. También querría huir ahora.
Le apreté el brazo.
—Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho
—le dije.
Volvió a mirarme como si me escrutara, pero no hizo ningún
comentario. Después fijó sus ojos en un árbol lejano.
De perfil no me recordaba nada. Su rostro era hermoso pero tenía
algo duro. El pelo era largo y castaño. Físicamente, no aparentaba
mucho más de veintiséis años, pero existía en ella algo que sugería
edad, algo típico de una persona que ha vivido mucho; no canas ni
ninguno de esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido
y seguramente de orden espiritual; quizá la mirada, pero ¿hasta qué
punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo físico?;
quizá la manera de apretar la boca, pues, aunque la boca y los
labios son elementos físicos, la manera de apretarlos y ciertas
arrugas son también elementos espirituales. No pude precisar en
aquel momento, ni tampoco podría precisarlo ahora, qué era, en
definitiva, lo que daba esa impresión de edad. Pienso que también
podría ser el modo de hablar.
—Necesito mucho de usted —repetí. No respondió: seguía mirando el
árbol.
—¿Por qué no habla? —le pregunté. Sin dejar de mirar el árbol,
contestó:
—Yo no soy nadie. Usted es un gran artista. No veo para qué me puede
necesitar.
Le grité brutalmente:
—¡Le digo que la necesito! ¿Me entiende? Siempre mirando el árbol,
musitó:
—¿Para qué?
No respondí en el instante. Dejé su brazo y quedé pensativo. ¿Para
qué, en efecto? Hasta ese momento no me había hecho con claridad la
pregunta y más bien había obedecido a una especie de instinto. Con
una ramita comencé a trazar dibujos geométricos en la tierra.
—No sé —murmuré al cabo de un buen rato—. Todavía no lo sé.
Reflexionaba intensamente y con la ramita complicaba cada vez más
los dibujos.
—Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que
iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago
ciertas cosas. No, no es eso...
Me sentía bastante tonto, de ninguna manera era esa mi forma de ser.
Hice un gran esfuerzo mental, ¿acaso yo no razonaba? Por el
contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando como una
máquina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia ¿no me
había pasado meses razonando y barajando hipótesis y
clasificándolas? Y, en cierto modo, ¿no había encontrado a María al
fin, gracias a mi capacidad lógica? Sentí que estaba cerca de la
verdad, muy cerca, y tuve miedo de perderla: hice un enorme
esfuerzo.
Grité:
—¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero
imagine usted un capitán que en cada instante fija matemáticamente
su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor
implacable. Pero que no sabe por qué va hacia ese objetivo,
¿entiende?
Me miró un instante con perplejidad; luego volvió nuevamente a mirar
el árbol.
—Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que hacer,
aunque todavía no me doy cuenta de la razón.
Volví a dibujar con la ramita y seguí haciendo un gran esfuerzo
mental. Al cabo de un tiempo, agregué:
—Por lo pronto sé que es algo vinculado a la escena de la ventana:
usted ha sido la única persona que le ha dado importancia.
—Yo no soy crítico de arte —murmuró. Me enfurecí y grité:
—¡No me hable de esos cretinos!
Se dio vuelta sorprendida. Yo bajé entonces la voz y le expliqué por
qué no creía en los críticos de arte: en fin, la teoría del bisturí
y todo eso. Me escuchó siempre sin mirarme y cuando yo terminé
comentó:
—Usted se queja, pero los críticos siempre lo han elogiado.
Me indigné.
—¡Peor para mí! ¿No comprende? Es una de las cosas que me han
amargado y que me han hecho pensar que ando por el mal camino.
Fíjese por ejemplo lo que ha pasado en este salón: ni uno solo de
esos charlatanes se dio cuenta de la importancia de esa escena. Hubo
una sola persona que le ha dado importancia: usted. Y usted no es un
crítico. No, en realidad hay otra persona que le ha dado
importancia, pero negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensión,
casi asco. En cambio, usted...
Siempre mirando hacia adelante dijo, lentamente:
—¿Y no podría ser que yo tuviera la misma opinión?
—¿Qué opinión?
—La de esa persona.
La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable, con
sus mandíbulas apretadas. Respondí con firmeza:
—Usted piensa como yo.
—¿Y qué es lo que piensa usted?
—No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor podría
decirle que usted siente como yo. Usted miraba aquella escena como
la habría podido mirar yo en su lugar.
No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé que piensa
como yo.
—¿Pero entonces usted no piensa sus cuadros?
—Antes los pensaba mucho, los construía como se construye una casa.
Pero esa escena no: sentía que debía pintarla así, sin saber bien
por qué. Y sigo sin saber. En realidad, no tiene nada que ver con el
resto del cuadro y hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo
notar. Estoy caminando a tientas, y necesito su ayuda porque sé que
siente como yo.
—No sé exactamente lo que piensa usted. Comenzaba a impacientarme.
Le respondí secamente:
—¿No le digo que no sé lo que pienso? Si pudiera decir con palabras
claras lo que siento, sería casi como pensar claro. ¿No es cierto?
—Sí, es cierto.
Me callé un momento y pensé, tratando de ver claro. Después agregué:
—Podría decirse que toda mi obra anterior es más superficial.
—¿Qué obra anterior?
—La anterior a la ventana.
Me concentré nuevamente y luego dije:
—No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera más
superficial.
¿Qué era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento, me había puesto
a pensar en este problema; ahora me daba cuenta hasta qué punto
había pintado la escena de la ventana como un sonámbulo.
—No, no es que fuera más superficial —agregué, como hablando para mí
mismo—. No sé, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en
general ¿comprende? Recuerdo que días antes de pintarla había leído
que en un campo de concentración alguien pidió de comer y lo
obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene
sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde
millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos,
nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren
y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil.
¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en esa idea de la
falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos
anónimos en un desierto de astros indiferentes?
Ella seguía en silencio.
—Esa escena de la playa me da miedo —agregué después de un largo
rato—, aunque sé que es algo más profundo. No, más bien quiero decir
que me representa más profundamente a mí... Eso es. No es un mensaje
claro, todavía, no, pero me representa profundamente a mí.
Oí que ella decía:
—¿Un mensaje de desesperanza, quizá? La miré ansiosamente:
—Sí —respondí—, me parece que un mensaje de desesperanza. ¿Ve cómo
usted sentía como yo? Después de un momento, preguntó:
—¿Y le parece elogiable un mensaje de desesperanza? La observé con
sorpresa.
—No —repuse—, me parece que no. ¿Y usted qué piensa? Quedó un tiempo
bastante largo sin responder; por fin volvió la cara y su mirada se
clavó en mí.
—La palabra elogiable no tiene nada que hacer aquí —dijo, como
contestando a su propia pregunta—. Lo que importa es la verdad.
—¿Y usted cree que esa escena es verdadera? —pregunté. Casi con
dureza, afirmó:
—Claro que es verdadera.
Miré ansiosamente su rostro duro, su mirada dura. "¿Por qué esa
dureza?", me preguntaba, "¿por qué?" Quizá sintió mi ansiedad, mi
necesidad de comunión, porque por un instante su mirada se ablandó y
pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente
transitorio y frágil colgado sobre un abismo. Con una voz también
diferente, agregó:
—Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me
acercan.
X
quedamos en vernos pronto. Me dio vergüenza
decirle que deseaba verla al otro día o que deseaba seguir viéndola
allí mismo y que ella no debería separarse ya nunca de mí. A pesar
de que mi memoria es sorprendente, tengo, de pronto, lagunas
inexplicables. No sé ahora qué le dije en aquel momento, pero
recuerdo que ella me respondió que debía irse. Esa misma noche le
hablé por teléfono. Me atendió una mujer; cuando le dije que quería
hablar con la señorita María Iribarne pareció vacilar un segundo,
pero luego dijo que iría a ver si estaba. Casi instantáneamente oí
la voz de María, pero con un tono casi oficinesco, que me produjo un
vuelco.
—Necesito verla, María —le dije—. Desde que nos separamos he pensado
constantemente en usted cada segundo. Me detuve temblando. Ella no
contestaba.
—¿Por qué no contesta? —le dije con nerviosidad creciente.
—Espere un momento —respondió.
Oí que dejaba el tubo. A los pocos instantes oí de nuevo su voz,
pero esta vez su voz verdadera; ahora también ella parecía estar
temblando.
—No podía hablar —me explicó.
—¿Por qué?
—Acá entra y sale mucha gente.
—¿Y ahora cómo puede hablar?
—Porque cerré la puerta. Cuando cierro la puerta saben que no deben
molestarme.
—Necesito verla, María —repetí con violencia—. No he hecho otra cosa
que pensar en usted desde el mediodía. Ella no respondió.
—¿Por qué no responde?
—Castel... —comenzó con indecisión.
—¡No me diga Castel! —grité indignado.
—Juan Pablo... —dijo entonces, con timidez. Sentí que una
interminable felicidad comenzaba con esas dos palabras.
Pero María se había detenido nuevamente.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no habla?
—Yo también —musitó.
—¿Yo también qué? —pregunté con ansiedad.
—Que yo también no he hecho más que pensar.
—¿Pero pensar en qué? —seguí preguntando, insaciable.
—En todo.
—¿Cómo en todo? ¿En qué?
—En lo extraño que es todo esto... lo de su cuadro... el encuentro
de ayer... lo de hoy... qué sé yo... La imprecisión siempre me ha
irritado.
—Sí, pero yo le he dicho que no he dejado de pensar en usted
—respondí—. Usted no me dice que haya pensado en mí.
Pasó un instante. Luego respondió:
—Le digo que he pensado en todo.
—No ha dado detalles.
—Es que todo es tan extraño, ha sido tan extraño... estoy tan
perturbada... Claro que pensé en usted...
Mi corazón golpeó. Necesitaba detalles: me emocionan los detalles,
no las generalidades.
—¿Pero cómo, cómo?... —pregunté con creciente ansiedad—. Yo he
pensado en cada uno de sus rasgos, en su perfil cuando miraba el
árbol, en su pelo castaño, en sus ojos duro y cómo de pronto se
hacen blandos, en su forma de caminar...
—Tengo que cortar —me interrumpió de pronto—. Viene gente.
—La llamaré mañana temprano —alcancé a decir, con desesperación.
—Bueno —respondió rápidamente.
XI
pasé una noche agitada. No pude dibujar ni
pintar, aunque intenté muchas veces empezar algo. Salí a caminar y
de pronto me encontré en la calle Corrientes. Me pasaba algo muy
extraño: miraba con simpatía a todo el mundo. Creo haber dicho que
me he propuesto hacer este relato en forma totalmente imparcial y
ahora daré la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos:
siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre
todo a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano.
Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron muy queridos,
por otros sentí admiración (no soy envidioso), por otros tuve
verdadera simpatía; por los chicos siempre tuve ternura y compasión
(sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar
que al fin serían hombres como los demás); pero, en general, la
humanidad me pareció siempre detestable. No tengo inconvenientes en
manifestar que a veces me impedía comer en todo el día o me impedía
pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble
hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería,
la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman
la condición humana pueden verse en una cara, en una manera de
caminar, en una mirada. Me parece natural que después de un
encuentro así uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de
vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de
esta característica: sé que es una muestra de soberbia y sé,
también, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la
petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho que me propongo
narrar esta historia con entera imparcialidad, y así lo haré.
Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad parecía abolido o,
por lo menos, transitoriamente ausente. Entré en el café Marzotto.
Supongo que ustedes saben que la gente va allí a oír tangos, pero a
oírlos como un creyente en Dios oye La pasión según San Mateo.
XII
a la mañana siguiente, a eso de las diez, llamé
por teléfono. Me atendió la misma mujer del día anterior. Cuando
pregunté por la señorita María Iribarne me dijo que esa misma mañana
había salido para el campo. Me quedé frío.
—¿Para el campo? —pregunté.
—Sí, señor. ¿Usted es el señor Castel?
—Sí, soy Castel.
—Dejó una carta para usted, acá. Que perdone, pero no tenía su
dirección.
Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y esperaba
cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejó
anonadado. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ¿Por qué había
resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolución había sido
tomada después de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me
habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría aceptado
mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana siguiente. Ahora
bien, si esa resolución era posterior a la conversación por teléfono
¿sería también consecuencia de esa conversación? Y si era
consecuencia, ¿por qué?, ¿quería huir de mí una vez más?, ¿temía el
inevitable encuentro del otro día?
Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede
siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los
que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en
el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que "entraban
y salían" y que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso
probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer
cuando pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo
se me había grabado como con ácido: "Cuando cierro la puerta saben
que no deben molestarme." Pensé que alrededor de María existían
muchas sombras.
Estas reflexiones me las hice por primera vez mientras corría a su
casa. Era curioso que ella no hubiera averiguado mi dirección; yo,
en cambio, conocía ya su dirección y su teléfono. Vivía en la calle
Posadas, casi en la esquina de Seaver.
Cuando llegué al quinto piso y toqué el timbre, sentí una gran
emoción.
Abrió la puerta un mucamo que debía de ser polaco o algo por el
estilo y cuando di mi nombre me hizo pasar a una salita llena de
libros: las paredes estaban cubiertas de estantes hasta el techo,
pero también había montones de libros encima de dos mesitas y hasta
de un sillón. Me llamó la atención el tamaño excesivo de muchos
volúmenes.
Me levanté para echar un vistazo a la biblioteca. De pronto tuve la
impresión de que alguien me observaba en silencio a mis espaldas. Me
di vuelta y vi a un hombre en el extremo opuesto de la salita: era
alto, flaco, tenía una hermosa cabeza. Sonreía mirando hacia donde
yo estaba, pero en general, sin precisión. A pesar de que tenía los
ojos abiertos, me di cuenta de que era ciego. Entonces me expliqué
el tamaño anormal de los libros.
—¿Usted es Castel, no? —me dijo con cordialidad, extendiéndome la
mano.
—Sí, señor Iribarne —respondí, entregándole mi mano con perplejidad,
mientras pensaba qué clase de vinculación familiar podía haber entre
María y él.
Al mismo tiempo que me hacía señas de tomar asiento, sonrió con una
ligera expresión de ironía y agregó:
—No me llamo Iribarne y no me diga señor. Soy Allende, marido de
María.
Acostumbrado a valorizar y quizá a interpretar los silencios, añadió
inmediatamente:
—María usa siempre su apellido de soltera.
Yo estaba como una estatua.
—María me ha hablado mucho de su pintura. Como quedé ciego hace
pocos años, todavía puedo imaginar bastante bien las cosas.
Parecía como si quisiera disculparse de su ceguera. Yo no sabía qué
decir. ¡Cómo ansiaba estar solo, en la calle, para pensar en todo!
Sacó una carta de un bolsillo y me la alcanzó.
—Acá está la carta —dijo con sencillez, como si no tuviera nada de
extraordinario.
Tomé la carta e iba a guardarla cuando el ciego agregó, como si
hubiera visto mi actitud:
—Léala, no más. Aunque siendo de María no debe de ser nada urgente.
Yo temblaba. Abrí el sobre, mientras él encendía un cigarrillo,
después de haberme ofrecido uno. Saqué la carta; decía una sola
frase:
Yo también pienso en usted.
maría
Cuando el ciego oyó doblar el papel, preguntó:
—Nada urgente, supongo.
Hice un gran esfuerzo y respondí:
—No, nada urgente.
Me sentí una especie de monstruo, viendo sonreír al ciego, que me
miraba con los ojos bien abiertos.
—Así es María —dijo, como pensando para sí—. Muchos confunden sus
impulsos con urgencias. María hace, efectivamente, con rapidez,
cosas que no cambian la situación. ¿ Cómo le explicaré?
Miró abstraído hacia el suelo, como buscando una explicación más
dará. Al rato, dijo:
—Como alguien que estuviera parado en un desierto y de pronto
cambiase de lugar con gran rapidez. ¿Comprende? La velocidad no
importa, siempre se está en el mismo paisaje. Fumó y pensó un
instante más, como si yo no estuviera. Luego agregó:
—Aunque no sé si es esto, exactamente. No tengo mucha habilidad para
las metáforas.
No veía el momento de huir de aquella sala maldita. Pero el ciego no
parecía tener apuro. "¿Qué abominable comedia es esta?", pensé.
—Ahora, por ejemplo —prosiguió Allende—, se levanta temprano y me
dice que se va a la estancia.
—¿A la estancia? —pregunté inconscientemente.
—Sí, a la estancia nuestra. Es decir, a la estancia de mi abuelo.
Pero ahora está en manos de mi primo Hunter. Supongo que lo conoce.
Esta nueva revelación me llenó de zozobra y al mismo tiempo de
despecho: ¿ qué podría encontrar María en ese imbécil mujeriego y
cínico? Traté de tranquilizarme, pensando que ella no iría a la
estancia por Hunter sino, simplemente, porque podría gustarle la
soledad del campo y porque la estancia era de la familia. Pero quedé
muy triste.
—He oído hablar de él —dije, con amargura. Antes de que el ciego
pudiese hablar agregué, con brusquedad:
—Tengo que irme.
—Caramba, cómo lo lamento —comentó Allende—. Espero que volvamos a
vernos.
—Sí, sí, naturalmente —dije.
Me acompañó hasta la puerta. Le di la mano y salí corriendo.
Mientras bajaba en el ascensor, me repetía con rabia: "¿Qué
abominable comedia es ésta?"
XIII
necesitaba despejarme y pensar con tranquilidad.
Caminé por Posadas hacia el lado de la Recoleta.
Mi cabeza era un pandemonio: una cantidad de ideas, sentimientos de
amor y de odio, preguntas, resentimientos y recuerdos se mezclaban y
aparecían sucesivamente.
¿Qué idea era esta, por ejemplo, de hacerme ir a la casa a buscar
una carta y hacérmela entregar por el marido? ¿Y cómo no me había
advertido que era casada? ¿Y qué diablos tenía que hacer en la
estancia con el sinvergüenza de Hunter? ¿Y por qué no había esperado
mi llamado telefónico? Y ese ciego, ¿qué clase de bicho era? Dije ya
que tengo una idea desagradable de la humanidad; debo confesar ahora
que los ciegos no me gustan nada y que siento delante de ellos una
impresión semejante a la que me producen ciertos animales, fríos,
húmedos y silenciosos, como las víboras. Si se agrega el hecho de
leer delante de él una carta de la mujer que decía Yo también pienso
en usted, no es difícil adivinar la sensación de asco que tuve en
aquellos momentos.
Traté de ordenar un poco el caos de mis ideas y sentimientos y
proceder con método, como acostumbro. Había que empezar por el
principio, y el principio (por lo menos el inmediato) era,
evidentemente, la conversación por teléfono. En esa conversación
había varios puntos oscuros.
En primer término, si en esa casa era tan natural que ella tuviera
relaciones con hombres, como lo probaba el hecho de la carta a
través del marido, ¿por qué emplear una voz neutra y oficinesca
hasta que la puerta estuvo cerrada ? Luego, ¿ qué significaba esa
aclaración de que "cuando está la puerta cerrada saben que no deben
molestarme"? Por lo visto, era frecuente que ella se encerrara para
hablar por teléfono. Pero no era creíble que se encerrase para tener
conversaciones triviales con personas amigas de la casa: había que
suponer que era para tener conversaciones semejantes a la nuestra.
Pero entonces había en su vida otras personas como yo. ¿Cuántas
eran? ¿Y quiénes eran?
Primero pensé en Hunter, pero lo excluí en seguida: ¿a qué hablar
por teléfono si podía verlo en la estancia cuando quisiera? ¿Quiénes
eran los otros, en ese caso?
Pensé si con esto liquidaba el asunto telefónico. No, no quedaba
terminado: subsistía el problema de su contestación a mi pregunta
precisa. Observé con amargura que cuando yo le pregunté si había
pensado en mí, después de tantas vaguedades sólo contestó: "¿no le
he dicho que he pensado en todo?" Esto de contestar con una pregunta
no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa respuesta no fue
clara era que ella misma, al otro día (o esa misma noche) creyó
necesario responder en forma bien precisa con una carta.
"Pasemos a la carta", me dije. Saqué la carta del bolsillo y la
volví a leer:
Yo también pienso en usted,
maría
La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona
nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero,
manifestaba una emoción actual y, por lo tanto, un indicio favorable
a mi problema. Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma: María.
Simplemente María. Esa simplicidad me daba una vaga idea de
pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y
de que, en cierto modo, me pertenecía.
¡Ay! Mis sentimientos de felicidad son tan poco duraderos... Esa
impresión, por ejemplo, no resistía el menor análisis: ¿acaso el
marido no la llamaba también María? Y seguramente Hunter también la
llamaría así, ¿ de qué otra manera podía llamarla? ¿Y las otras
personas con las que hablaba a puertas cerradas? Me imagino que
nadie habla a puertas cerradas a alguien que respetuosamente dice
"señorita Iribarne".
¡"Señorita Iribarne"! Ahora caía en la cuenta de la vacilación que
había tenido la mucama la primera vez que hablé por teléfono: ¡Qué
grotesco! Pensándolo bien, era una prueba más de que ese tipo de
llamado no era totalmente novedoso: evidentemente, la primera vez
que alguien preguntó por la "señorita Iribarne" la mucama,
extrañada, debió forzosamente haber corregido, recalcando lo de
señora. Pero, naturalmente, a fuerza de repeticiones, la mucama
había terminado por encogerse de hombros y pensar que era preferible
no meterse en rectificaciones. Vaciló, era natural; pero no me
corrigió.
Volviendo a la carta, reflexioné que había motivo para una cantidad
de deducciones. Empecé por el hecho más extraordinario: la forma de
hacerme llegar la carta. Recordé el argumento que me transmitió la
mucama: "Que perdone, pero no tenía la dirección." Era cierto: ni
ella me había pedido la dirección ni a mí se me había ocurrido
dársela; pero lo primero que yo habría hecho en su lugar era
buscarla en la guía de teléfonos. No era posible atribuir su actitud
a una inconcebible pereza, y entonces era inevitable una conclusión:
María deseaba que yo fuera a la casa y me enfrentase con el marido.
Pero ¿por qué? En este punto se llegaba a una situación sumamente
complicada: podía ser que ella experimentara placer en usar al
marido de intermediario; podía ser el marido el que experimentase
placer; podían ser los dos. Fuera de estas posibilidades patológicas
quedaba una natural: María había querido hacerme saber que era
casada para que yo viera la inconveniencia de seguir adelante.
Estoy seguro de que muchos de los que ahora están leyendo estas
páginas se pronunciarán por esta última hipótesis y juzgarán que
sólo un hombre como yo puede elegir alguna de las otras. En la época
en que yo tenía amigos, muchas veces se han reído de mi manía de
elegir siempre los caminos más enrevesados: Yo me pregunto por qué
la realidad ha de ser simple. Mi experiencia me ha enseñado que, por
el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece
extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una
causa sencilla, casi siempre hay debajo móviles más complejos. Un
ejemplo de todos los días: la gente que da limosnas; en general, se
considera que es más generosa y mejor que la gente que no las da. Me
permitiré tratar con el mayor desdén esta teoría simplista.
Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de un mendigo (de un
mendigo auténtico) con un peso o un pedazo de pan: solamente se
resuelve el problema psicológico del señor que compra así, por casi
nada, su tranquilidad espiritual y su título de generoso. Júzguese
hasta qué punto esa gente es mezquina cuando no se decide a gastar
más de un peso por día para asegurar su tranquilidad espiritual y la
idea reconfortante y vanidosa de su bondad. ¡Cuánta más pureza de
espíritu y cuánto más valor se requiere para sobrellevar la
existencia de la miseria humana sin esta hipócrita (y usuaria)
operación!
Pero volvamos a la carta.
Solamente un espíritu superficial podría quedarse con la misma
hipótesis, pues se derrumba al menor análisis. "María quería hacerme
saber que era casada para que yo viese la inconveniencia de seguir
adelante." Muy bonito. Pero ¿por qué en ese caso recurrir a un
procedimiento tan engorroso y cruel? ¿No podría habérmelo dicho
personalmente y hasta por teléfono? ¿No podría haberme escrito, de
no tener valor para decírmelo? Quedaba todavía un argumento
tremendo: ¿por qué la carta, en ese caso, no decía que era casada,
corno yo lo podía ver, y no rogaba que tomara nuestras relaciones en
un sentido más tranquilo? No, señores. Por el contrario, la carta
era una carta destinada a consolidar nuestras relaciones, a
alentarlas y a conducirlas por el camino más peligroso.
Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿ Era posible que
María sintiera placer en emplear a Allende de intermediario? ¿O era
él quien buscaba esas oportunidades? ¿O el destino se había
divertido juntando dos seres semejantes?
De pronto me arrepentí de haber llegado a esos extremos, con mi
costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recordé la
mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras oía mis
opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante
ternura hacia ella comenzó a invadirme: Me pareció que era una
frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y
miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde aquel momento
del salón: que era un ser semejante a mí.
Olvidé mis áridos razonamientos, mis deducciones feroces. Me dediqué
a imaginar su rostro, su mirada —esa mirada que me recordaba algo
que no podía precisar—, su forma profunda y melancólica de razonar.
Sentí que el amor anónimo que yo había alimentado durante años de
soledad se había concentrado en María. ¿Cómo podía pensar cosas tan
absurdas ?
Traté de olvidar, pues, todas mis estúpidas deducciones acerca del
teléfono, la carta, la estancia, Hunter.
Pero no pude.
XIV
Los días siguientes fueron agitados. En mi
precipitación no había preguntado cuándo volvería María de la
estancia; el mismo día de mi visita volví a hablar por teléfono para
averiguarlo; la mucama me dijo que no sabía nada; entonces le pedí
la dirección de la estancia.
Esa misma noche escribí una carta desesperada, preguntándole la
fecha de su regreso y pidiéndole que me hablara por teléfono en
cuanto llegase a Buenos Aires o que me escribiese. Fui hasta el
Correo Central y la hice certificar, para disminuir al mínimo los
riesgos.
Como decía, pasé unos días muy agitados y mil veces volvieron a mi
cabeza las ideas oscuras que me atormentaban después de la visita a
la calle Posadas. Tuve este sueño: visitaba de noche una vieja casa
solitaria. Era una casa en cierto modo conocida e infinitamente
ansiada por mí desde la infancia, de manera que al entrar en ella me
guiaban algunos recuerdos. Pero a veces me encontraba perdido en la
oscuridad o tenía la impresión de enemigos escondidos que podían
asaltarme por detrás o de gentes que cuchicheaban y se burlaban de
mí, de mi ingenuidad. ¿Quiénes eran esas gentes y qué querían? Y sin
embargo, y a pesar de todo, sentía que en esa casa renacían en mí
los antiguos amores de la adolescencia, con los mismos temblores y
esa sensación de suave locura, de temor y de alegría. Cuando me
desperté, comprendí que la casa del sueño era María.
XV
en los días que precedieron a la llegada de su carta, mi pensamiento
era como un explorador perdido en un paisaje neblinoso: acá y allá,
con gran esfuerzo, lograba vislumbrar vagas siluetas de hombres y
cosas, indecisos perfiles de peligros y abismos. La llegada de la
carta fue como la salida del sol.
Pero este sol era un sol negro, un sol nocturno. No sé si se puede
decir esto, pero aunque no soy escritor y aunque no estoy seguro de
mi precisión, no retiraría la palabra nocturno; esta palabra era,
quizá, la más apropiada para María, entre todas las que forman
nuestro imperfecto lenguaje.
Esta es la carta que me envió:
He pasado tres días extraños: el mar, la playa, los caminos me
fueron trayendo recuerdos de otros tiempos. No sólo imágenes:
también voces, gritos y largos silencios de otros días. Es curioso,
pero vivir consiste en construir futuros recuerdos; ahora mismo,
aquí frente al mar, sé que estay preparando recuerdos minuciosos,
que alguna vez me traerán la melancolía y la desesperanza.
El mar está ahí, permanente y rabioso. Mi llanto de entonces,
inútil; también inútiles mis esperas en la playa solitaria, mirando
tenazmente al mar. ¿Has adivinado y pintado este recuerdo mío o has
pintado el recuerdo de muchos seres como vos y yo?
Pero ahora tu figura se interpone: estás entre el mar y yo. Mis ojos
encuentran tus ojos. Estás quieto y un poco desconsolado, me miras
como pidiendo ayuda.
MARÍA
¡Cuánto la comprendía y qué maravillosos sentimientos crecieron en
mí con esta carta! Hasta el hecho de tutearme de pronto me dio una
certeza de que María era mía. Y solamente mía: "estás entre el mar y
yo"; allí no existía otro, estábamos solos nosotros dos, como lo
intuí desde el momento en que ella miró la escena de la ventana. En
verdad ¿cómo podía no tutearme si nos conocíamos desde siempre,
desde mil años atrás? Si cuando ella se detuvo frente a mi cuadro y
miró aquella pequeña escena sin oír ni ver la multitud que nos
rodeaba, ya era como si nos hubiésemos tuteado y en seguida supe
cómo era y quién era, cómo yo la necesitaba y cómo, también, yo le
era necesario.
¡ Ah, y sin embargo te maté! ¡ Y he sido yo quien te ha matado, yo,
que veía como a través de un muro de vidrio, sin poder tocarlo, tu
rostro mudo y ansioso! ¡Yo, tan estúpido, tan ciego, tan egoísta,
tan cruel!
Basta de efusiones. Dije que relataría esta historia en forma
escueta y así lo haré.
XVI
amaba desesperadamente a María y no obstante la
palabra amor no se había pronunciado entre nosotros. Esperé con
ansiedad su retorno de la estancia para decírsela.
Pero ella no volvía. A medida que fueron pasando los días, creció en
mí una especie de locura. Le escribí una segunda carta que
simplemente decía: "¡Te quiero, María, te quiero, te quiero!"
A los dos días recibí, por fin, una respuesta que decía estas únicas
palabras: "Tengo miedo de hacerte mucho mal." Le contesté en el
mismo instante: "No me importa lo que puedas hacerme. Si no pudiera
amarte me moriría. Cada segundo que paso sin verte es una
interminable tortura."
Pasaron días atroces, pero la contestación de María no llegó.
Desesperado, escribí: "Estás pisoteando este amor."
Al otro día, por teléfono, oí su voz, remota y temblorosa. Excepto
la palabra María, pronunciada repetidamente, no atiné a decir nada,
ni tampoco me habría sido posible: mi garganta estaba contraída de
tal modo que no podía hablar distintamente. Ella me dijo:
—Vuelvo mañana a Buenos Aires. Te hablaré apenas llegue.
Al otro día, a la tarde, me habló desde su casa.
—Te quiero ver en seguida —dije.
—Sí, nos veremos hoy mismo —respondió.
—Te espero en la plaza San Martín —le dije. María pareció vacilar.
Luego respondió:
—Preferiría en la Recoleta. Estaré a las ocho.
¡Cómo esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por las calles
para que el tiempo pasara más rápido! ¡ Qué ternura sentía en mi
alma, qué hermosos me parecían el mundo, la tarde de verano, los
chicos que jugaban en la vereda! Pienso ahora hasta qué punto el
amor enceguece y qué mágico poder de transformación tiene. ¡ La
hermosura del mundo! ¡ Si es para morirse de risa!
Habían pasado pocos minutos de las ocho cuando vi a María que se
acercaba, buscándome en la oscuridad. Era ya muy tarde para ver su
cara, pero reconocí su manera de caminar.
Nos sentamos. Le apreté un brazo y repetí su nombre insensatamente,
muchas veces; no acertaba a decir otra cosa, mientras ella
permanecía en silencio.
—¿Por qué te fuiste a la estancia? —pregunté por fin, con
violencia—. ¿Por qué me dejaste solo? ¿Por qué dejaste esa carta en
tu casa? ¿Por qué no me dijiste que eras casada?
Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió.
—Me haces mal, Juan Pablo —dijo suavemente.
—¿Por qué no me decís nada? ¿Por qué no respondes? No decía nada.
—¿Por qué? ¿Por qué? Por fin respondió:
—¿Por qué todo ha de tener respuesta? No hablemos de mí: hablemos de
vos, de tus trabajos, de tus preocupaciones. Pensé constantemente en
tu pintura, en lo que me dijiste en la plaza San Martín. Quiero
saber qué haces ahora, qué pensás, si has pintado o no.
Le volví a estrujar el brazo con rabia.
—No —le respondí—. No es de mí que deseo hablar: deseo hablar de
nosotros dos, necesito saber si me querés. Nada más que eso: saber
si me querés.
No respondió. Desesperado por el silencio y por la oscuridad que no
me permitía adivinar sus pensamientos a través de sus ojos, encendí
un fósforo. Ella dio vuelta rápidamente la cara, escondiéndola. Le
tomé la cara con mi otra mano y la obligué a mirarme: estaba
llorando silenciosamente.
—Ah... entonces no me querés —dije con amargura.
Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me miraba con
ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí que su mano acariciaba
mi cabeza. Me dijo suavemente:
—Claro que te quiero... ¿por qué hay que decir ciertas cosas?
—Sí —le respondí—, ¿pero cómo me querés? Hay muchas maneras de
querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir
amor, verdadero amor, ¿entendés?
Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como
lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no
sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. Me
ha sucedido a veces darme vuelta de pronto con la sensación de que
me espiaban, no encontrar a nadie y sin embargo sentir que la
soledad que me rodeaba era reciente y que algo fugaz había
desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el
ambiente. Era algo así.
—Has estado sonriendo —dije con rabia.
—¿Sonriendo? —preguntó asombrada.
—Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me fijo mucho
en los detalles.
—¿En qué detalles te has fijado? —preguntó.
—Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa.
—¿Y de qué podía sonreír? —volvió a decir con dureza.
—De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías verdaderamente o
como a un chico, qué sé yo... Pero habías estado sonriendo. De eso
no tengo ninguna duda.
María se levantó de golpe.
—¿Qué pasa? —pregunté asombrado.
—Me voy —repuso secamente. Me levanté como un resorte.
—¿Cómo, que te vas?
—Sí, me voy.
—¿Cómo, que te vas? ¿Por qué?
No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos.
—¿Por qué te vas?
—Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia.
—¿Cómo? Te pregunto algo que para mí es cosa de vida o muerte, en
vez de responderme sonreís y además te enojas. Claro que es para no
entenderte.
—Imaginas que he sonreído —comentó con sequedad.
—Estoy seguro.
—Pues te equivocas. Y me duele infinitamente que hayas pensado eso.
No sabía qué pensar. En rigor, yo no había visto la sonrisa sino
algo así como un rastro en una cara ya seria.
—No sé, María, perdóname —dije abatido—. Pero tuve la seguridad de
que habías sonreído.
Me quedé en silencio; estaba muy abatido. Al rato sentí que su mano
tomaba mi brazo con ternura. Oí en seguida su voz, ahora débil y
dolorida:
—¿Pero cómo pudiste pensarlo?
—No sé, no sé —repuse casi llorando. Me hizo sentar nuevamente y me
acarició la cabeza como lo había hecho al comienzo.
—Te advertí que te haría mucho mal —me dijo al cabo de unos
instantes de silencio—. Ya ves como tenía razón.
—Ha sido culpa mía —respondí.
—No, quizá ha sido culpa mía —comentó pensativamente, como si
hablase consigo misma. "Qué extraño", pensé.
—¿Qué es lo extraño? —preguntó María.
Me quedé asombrado y hasta pensé (muchos días después) que era capaz
de leer los pensamientos. Hoy mismo no estoy seguro de que yo haya
dicho aquellas palabras en voz alta, sin darme cuenta.
—¿Qué es lo extraño? —volvió a preguntarme, porque yo, en mi
asombro, no había respondido.
—Qué extraño lo de tu edad.
—¿De mi edad?
—Sí, de tu edad. ¿Qué edad tenés? Rió.
—¿Qué edad crees que tengo?
—Eso es precisamente lo extraño —respondí—. La primera vez que te vi
me pareciste una muchacha de unos veintiséis años.
—¿Y ahora?
—No, no. Ya al comienzo estaba perplejo, porque algo no físico me
hacía pensar...
—¿Qué te hacía pensar?
—Me hacía pensar en muchos años. A veces siento como si yo fuera un
niño a tu lado.
—¿Qué edad tenés vos?
—Treinta y ocho años.
—Sos muy joven, realmente.
Me quedé perplejo. No porque creyera que mi edad fuese excesiva sino
porque, a pesar de todo, yo debía de tener muchos más años que ella;
porque, de cualquier modo, no era posible que tuviese más de
veintiséis años.
—Muy joven —repitió, adivinando quizá mi asombro.
—Y vos, ¿qué edad tenés? —insistí.
—¿Qué importancia tiene eso? —respondió seriamente.
—¿Y por qué has preguntado mi edad? —dije, casi irritado.
—Esta conversación es absurda —replicó—. Todo esto es una tontería.
Me asombra que te preocupes de cosas así.
¿Yo preocupándome de cosas así? ¿Nosotros teniendo semejante
conversación? En verdad ¿cómo podía pasar todo eso? Estaba tan
perplejo que había olvidado la causa de la pregunta inicial. No,
mejor dicho, no había investigado la causa de la pregunta inicial.
Sólo en mi casa, horas después, llegué a darme cuenta del
significado profundo de esta conversación aparentemente tan trivial.
XVII
durante más de un mes nos vimos casi todos los
días. No quiero rememorar en detalle todo lo que sucedió en ese
tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas cosas
tristes para que desee rehacerlas en el recuerdo.
María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos, con
pequeñas variaciones, se había reproducido dos o tres veces y yo
vivía obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor dé los
casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me
aparecía como una garantía de verdadero amor.
Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades
mías, una de esas ingenuidades que seguramente hacían sonreír a
María a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el amor físico me
perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de
incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas que pasamos
en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante
todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más
desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes
de María; de pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por
momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me ocurría
que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas
desfilaba por mi mente: ¿dónde? ¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo?
En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María
representaba la más sutil y atroz de las comedias y de que yo era,
entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engaña con
cuentos fáciles para que coma o duerma. A veces me acometía un
frenético pudor, corría a vestirme y luego me lanzaba a la calle, a
tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros días, en
cambio, mi reacción era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le
agarraba los brazos como con tenazas, se los retorcía y le clavaba
la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor, de
verdadero amor.
Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo
confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con eso del "amor
verdadero", y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa
expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar
a fondo su sentido. ¿ Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la
pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme
más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas
ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan
pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que
antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer
reconstruir ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto,
lográbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba
la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente
causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas.
Bastaba que nos miráramos para saber que estábamos pensando o, mejor
dicho, sintiendo lo mismo.
Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que
sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que
hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta
qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era
mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba,
en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a
unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de
prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella
agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea
fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y
entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la
calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle
confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y
todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al
amor físico, trataba de rehuirlo. Al final había llegado a un
completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no
solamente era inútil para nuestro amor sino hasta pernicioso.
Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la
naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habría
estado haciendo la comedia y entonces poder ella argüir que el
vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro;
siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto,
que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y
era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía
enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban
nuevos y más complicados interrogatorios.
Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el haberme
entregado a ella completamente indefenso, como una criatura.
—Si alguna vez sospecho que me has engañado —le decía con rabia— te
mataré como a un perro.
Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si
podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso, algún fugaz
destello de ironía. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como
un niño, o tristemente, con resignación, mientras comenzaba a
vestirse en silencio.
Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a
gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en
silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando
yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a
pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No
supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con
humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel,
injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de
desconsucio, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad,
empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía
tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la
alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a
parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser
calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer
podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta
verdad en aquella calificación.
Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces
terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por la Plaza
Francia como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de
ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables
momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis
dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una
liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una
monstruosa trama.
XVIII
MIS interrogatorios, cada día más frecuentes y
retorcidos, eran a propósito de sus silencios, sus miradas, sus
palabras perdidas, algún viaje a la estancia, sus amores. Una vez le
pregunté por qué se hacía llamar "señorita Iribarne", en vez de
"señora de Allende". Sonrió y me dijo:
—¡Qué niño sos! ¿Qué importancia puede tener eso?
—Para mí tiene mucha importancia —respondí examinando sus ojos.
—Es una costumbre de familia —me respondió, abandonando la sonrisa.
—Sin embargo —aduje—, la primera vez que hablé a tu casa y pregunté
por la "señorita Iribarne" la mucama vaciló un instante antes de
responderme.
—Te habrá parecido.
—Puede ser. Pero ¿por qué no me corrigió?
María volvió a sonreír, esta vez con mayor intensidad.
—Te acabo de explicar —dijo— que es costumbre nuestra, de manera que
la mucama también lo sabe. Todos me llaman María Iribarne.
—María Iribarne me parece natural, pero menos natural me parece que
la mucama se extrañe tan poco cuando te llaman "señorita".
—Ah... no me di cuenta de que era eso lo que te sorprendía. Bueno,
no es lo acostumbrado y quizá eso explica la vacilación de la
mucama.
Se quedó pensativa, como si por primera vez advirtiese el problema.
—Y sin embargo no me corrigió —insistí.
—¿Quién? —preguntó ella, como volviendo a la conciencia.
—La mucama. No me corrigió lo de señorita.
—Pero, Juan Pablo, todo eso no tiene absolutamente ninguna
importancia y no sé qué querés demostrar.
—Quiero demostrar que probablemente no era la primera vez que se te
llamaba señorita. La primera vez la mucama habría corregido.
María se echó a reír.
—Sos completamente fantástico —dijo casi con alegría, acariciándome
con ternura. Permanecí serio.
—Además —proseguí—, cuando me atendiste por primera vez tu voz era
neutra, casi oficinesca, hasta que cerraste la puerta. Luego
seguiste hablando con voz tierna. ¿ Por qué ese cambio ?
—Pero, Juan Pablo —respondió, poniéndose seria—, ¿ cómo podía
hablarte así delante de la mucama?
—Sí, eso es razonable; pero dijiste: "cuando cierro la puerta saben
que no deben molestarme". Esa frase no podía referirse a mí, puesto
que era la primera vez que te hablaba. Tampoco se podía referir a
Hunter, puesto que lo podes ver cuantas veces quieras en !a
estancia. Me parece evidente que debe de haber otras personas que te
hablan o que te hablaban. ¿No es así?
María me miró con tristeza.
—En vez de mirarme con tristeza podrías contestar —comenté con
irritación.
—Pero, Juan Pablo, todo lo que estás diciendo es una puerilidad.
Claro que hablan otras personas: primos, amigos de la familia, mi
madre, qué sé yo...
—Pero me parece que para conversaciones de ese tipo no hay necesidad
de esconderse.
—¡ Y quién te autoriza a decir que yo me escondo! —respondió con
violencia.
—No te excites. Vos misma me has hablado en una oportunidad de un
tal Richard, que no era ni primo, ni amigo de la familia, ni tu
madre.
María quedó muy abatida.
—Pobre Richard —comentó dulcemente.
—¿Por qué pobre?
—Sabes bien que se suicidó y que en cierto modo yo tengo algo de
culpa. Me escribía canas terribles, pero nunca pude hacer nada por
él. Pobre, pobre Richard.
—Me gustaría que me mostrases alguna de esas cartas.
—¿Para qué, si ya ha muerto?
—No importa, me gustaría lo mismo.
—Las quemé todas.
—Podías haber dicho de entrada que las habías quemado. En cambio me
dijiste "¿para qué, si ya ha muerto?" Siempre lo mismo. Además ¿por
qué las quemaste, si es que verdaderamente lo has hecho? La otra vez
me confesaste que guardas todas tus cartas de amor. Las cartas de
ese Richard debían de ser muy comprometedoras para que hayas hecho
eso. ¿ O no?
—No las quemé porque fueran comprometedoras, sino porque eran
tristes. Me deprimían.
—¿Por qué te deprimían?
—No sé... Richard era un hombre depresivo. Se parecía mucho a vos.
—¿Estuviste enamorada de él?
—Por favor...
—¿Por favor qué?
—Pero no, Juan Pablo. Tenés cada idea...
—No veo que sea descabellada. Se enamora, te escribe cartas tan
tremendas que juzgas mejor quemarlas, se suicida y pensás que mi
idea es descabellada. ¿Por qué?
—Porque a pesar de todo nunca estuve enamorada de él.
—¿Porqué no?
—No sé, verdaderamente. Quizá porque no era mi tipo.
—Dijiste que se parecía a mí.
—Por Dios, quise decir que se parecía a vos en cierto sentido, pero
no que fuera idéntico. Era un hombre incapaz de crear nada, era
destructivo, tenía una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo
así como tu parte negativa.
—Está bien. Pero sigo sin comprender la necesidad de quemar las
cartas.
—Te repito que las quemé porque me deprimían.
—Pero podías tenerlas guardadas sin leerlas. Eso sólo prueba que las
releíste hasta quemarlas. Y si las releías sería por algo, por algo
que debería atraerte en él.
—Yo no he dicho que no me atrajese.
—Dijiste que no era tu tipo.
—Dios mío, Dios mío. La muerte tampoco es mi tipo y no obstante
muchas veces me atrae. Richard me atraía casi como me atrae la
muerte o la nada. Pero creo que uno no debe entregarse pasivamente a
esos sentimientos. Por eso tal vez no lo quise. Por eso quemé sus
cartas. Cuando murió, decidí destruir todo lo que prolongaba su
existencia.
Quedó deprimida y no pude lograr una palabra más acerca de Richard.
Pero debo agregar que no era ese hombre el que más me torturó,
porque al fin y al cabo de él llegué a saber bastante. Eran las
personas desconocidas, las sombras que jamás mencionó y que sin
embargo yo sentía moverse silenciosa y oscuramente en su vida. Las
peores cosas de María las imaginaba precisamente con esas sombras
anónimas. Me torturaba y aún hoy me tortura una palabra que se
escapó de sus labios en un momento de placer físico.
Pero de todos aquellos complejos interrogatorios, hubo uno que echó
tremenda luz acerca de María y su amor.
XIX
naturalmente, puesto que se había casado con
Allende, era lógico pensar que alguna vez debió sentir algo por ese
hombre. Debo decir que este problema, que podríamos llamar "el
problema Allende", fue uno de los que más me obsesionaron. Eran
varios los enigmas que quería dilucidar, pero sobre todo estos dos:
¿lo había querido en alguna oportunidad?, ¿lo quería todavía? Estas
dos preguntas no se podían tomar en forma aislada: estaban
vinculadas a otras: si no quería a Allende, ¿a quién quería? ¿A mí?
¿A Hunter? ¿A alguno de esos misteriosos personajes del teléfono? ¿O
bien era posible que quisiera a distintos seres de manera diferente,
como pasa en ciertos hombres ? Pero también era posible que no
quisiera a nadie y que sucesivamente nos dijese a cada uno de
nosotros, pobres diablos, chiquilines, que éramos el único y que los
demás eran simples sombras, seres con quienes mantenía una relación
superficial o aparente.
Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé preguntándole por
qué se había casado con él.
—Lo quería —me respondió.
—Entonces ahora no lo querés.
—Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió.
—Dijiste "lo quería". No dijiste "lo quiero".
—Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo hasta lo
increíble —protestó María—. Cuando dije que me había casado porque
lo quería no quise decir que ahora no lo quiera.
—Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como queriendo
encontrarla en falta respecto a declaraciones hechas en
interrogatorios anteriores.
Calló. Parecía abatida.
—¿Por qué no respondes? —pregunté.
—Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido muchas veces
en forma casi idéntica.
—No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo
querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece recordar que en
otra oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera
persona que habías querido.
María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente
era contradictoria sino que costaba un enorme esfuerzo sacarle una
declaración cualquiera.
—¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar.
—Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió, cansada—. Te
imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace
años, cuando nos casamos, de la misma manera. .
—¿De qué manera?
—¿Cómo, de que manera? Sabes lo que quiero decir.
—No sé nada.
—Te lo he dicho muchas veces.
—Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil veces que hay
muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que
explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que Allende es un
gran compañero mío, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido,
que tengo una gran ternura por él, una gran admiración por la
serenidad de su espíritu, que me parece muy superior a mí en todo
sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo
podes imaginar, pues, que no lo quiera ?
—No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has dicho
que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que
cuando te casaste lo querías como decís que ahora me querés a mí.
Por otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era
la primera persona a la que habías querido verdaderamente. María me
miró tristemente.
—Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—. Pero volvamos
a Allende. Decís que lo querés como a un hermano. Ahora necesito que
me respondas a una sola pregunta : ¿ te acostás con él ?
María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo
me preguntó con voz muy dolorida:
—¿Es necesario que responda también a eso?
—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.
—Me parece horrible que me interrogues de este modo.
—Es muy sencillo: tenés que decir sí o no.
—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer.
—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.
—Muy bien: sí.
—Entonces lo deseas.
Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la hacía con
mala intención; era óptima para sacar una serie de conclusiones. No
es que yo creyera que lo desease realmente (aunque también eso era
posible dado el temperamento de María), sino que quería forzarle a
aclarar eso de "cariño de hermano". María, tal como yo lo esperaba,
tardó en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al
fin dijo:
—He dicho que me acuesto con él, no que lo desee.
—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo haces sin
desearlo pero haciéndole creer que lo deseás!
María quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas
silenciosas. Su mirada era como de vidrio triturado.
—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.
—Porque es evidente —proseguí implacable— que si demostrases no
sentir nada, no desearlo, si demostrases que la unión física es un
sacrificio que haces en honor a su cariño, a tu admiración por su
espíritu superior, etcétera, Allende no volvería a acostarse jamás
con vos. En otras palabras: el hecho de que siga haciéndolo
demuestra que sos capaz de engañarlo no sólo acerca de tus
sentimientos sino hasta de tus sensaciones. Y que sos capaz de una
imitación perfecta del placer.
María lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.
—Sos increíblemente cruel —pudo decir, al fin.
—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el
fondo. El fondo es que sos capaz de engañar a tu marido durante
años, no sólo acerca de tus sentimientos sino también de tus
sensaciones. La conclusión podría inferirla un aprendiz: ¿por qué no
has de engañarme a mí también? Ahora Comprenderás por qué muchas
veces te he indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre
recuerdo cómo el padre de Desdémona advirtió a Ótelo que una mujer
que había engañado al padre podía engañar a otro hombre. Y a mí nada
me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado
engañando constantemente a Allende, durante años.
Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el
máximo y agregué, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza.
—Engañando a un ciego.
XX
ya antes de decir esta frase estaba un poco
arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una
perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a
tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su
efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el
partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e
inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que,
apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía
con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en
la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que
salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad
y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera
completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la
frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón,
humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad.
¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la
culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una
hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la
falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano,
la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio
en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra
me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de
felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la
herida abierta en el alma de María (y esto me lo aseguraba
sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora
estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva), ya era
irremediablemente tarde. María se incorporó en silencio, con
infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la conocía!) levantaba
el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros espíritus: ya
era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto me acometió
la idea de que ese puente se había levantado para siempre y en la
repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones
más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que me mirara
con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de
piedad, sólo de piedad.
Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me
guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la
voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como
un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de
que debía hacer una serie de cosas.
Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a
su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y,
por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano
durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me
dijeron que no estaba y que no había vuelto desde las cuatro (la
hora en que había salido para mi taller). Esperé varias horas más.
Luego volví a hablar por teléfono : me dijeron que María no iría a
la casa hasta la noche.
Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los
lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la
Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo. No
la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era,
precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares
que le recordasen nuestros mejores momentos. Corrí de nuevo hasta su
casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado.
Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que
estaba en cama y que le era imposible atender el teléfono. Había
dado mi nombre, sin embargo.
Algo se había roto entre nosotros.
XXI
volví a casa con la sensación de una absoluta
soledad.
Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece
mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los
hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros,
mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica.
Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba solo
como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones. En
esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que
yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia
de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me
emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en
probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los
sucios monstruos que me rodean.
Esa noche me emborraché en un cafetín del bajo. Estaba en lo peor de
mi borrachera cuando sentí tanto asco de la mujer que estaba conmigo
y de los marineros que me rodeaban que salí corriendo a la calle.
Caminé por Viamonte y descendí hasta los muelles. Me senté por ahí y
lloré. El agua sucia, abajo, me tentaba constantemente: ¿para qué
sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un
segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco
simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados,
de sus tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría,
sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones
de una pesadilla.
La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga
pesadilla, de la que sin embargo uno puede liberarse con la muerte,
que sería, así, una especie de despertar. ¿Pero despertar a qué ?
Esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha
detenido en todos los proyectos de suicidio. A pesar de todo, el
hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente
soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que
aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad. Y suele
resultar, también, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la
desesperación que precede al suicidio, por haber agotado el
inventario de todo lo que es malo y haber llegado al punto en que el
mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por pequeño que sea,
adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y
nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente de
cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo.
Era casi de madrugada cuando decidí volver a casa. No recuerdo cómo,
pero a pesar de esa decisión (que recuerdo perfectamente), me
encontré de pronto frente a la casa de Allende. Lo curioso es que no
recuerdo los hechos intermedios. Me veo sentado en los muelles,
mirando el agua sucia y pensando: "Ahora tengo que acostarme" y
luego me veo frente a la casa de Allende, observando el quinto piso.
¿ Para qué miraría? Era absurdo imaginar que a esas horas pudiera
verla de algún modo. Estuve largo rato, estupefacto, hasta que se me
ocurrió una idea: bajé hasta la avenida, busqué un café y llamé por
teléfono. Lo hice sin pensar qué diría para justificar un llamado a
semejante hora. Cuando me atendieron, después de haber llamado
durante unos cinco minutos, me quedé paralizado, sin abrir la boca.
Colgué el tubo, despavorido, salí del café y comencé a caminar al
azar. De pronto me encontré nuevamente en el café. Para no llamar la
atención, pedí una ginebra y mientras la bebía me propuse volver a
mi casa.
Al cabo de un tiempo bastante largo me encontré por fin en el
taller. Me eché, vestido, sobre la cama y me dormí.
XXII
desperté tratando de gritar y me encontré de pie
en medio del taller. Había soñado esto: teníamos que ir, varias
personas, a la casa de un señor que nos había citado. Llegué a la
casa, que desde afuera parecía como cualquier otra, y entré. Al
entrar tuve la certeza instantánea de que no era así, de que era
diferente a las demás. El dueño me dijo:
—Lo estaba esperando.
Intuí que había caído en una trampa y quise huir. Hice un enorme
esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me obedecía. Me resigné a
presenciar lo que iba a pasar, como si fuera un acontecimiento ajeno
a mi persona. El hombre aquel comenzó a transformarme en pájaro, en
un pájaro de tamaño humano. Empezó por los pies: vi cómo se
convenían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después
siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube
el agua en un estanque. Mi única esperanza estaba ahora en los
amigos, que inexplicablemente no habían llegado. Cuando por fin
llegaron, sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi
transformación. Me trataron como siempre, lo que probaba que me
veían como siempre. Pensando que el mago los ilusionaba de modo que
me vieran como una persona normal, decidí referir lo que me había
hecho. Aunque mi propósito era referir el fenómeno con tranquilidad,
para no agravar la situación irritando al mago con una reacción
demasiado violenta (lo que podría inducirlo a hacer algo todavía
peor), comencé a contar todo a gritos. Entonces observé dos hechos
asombrosos: la frase que quería pronunciar salió convertida en un
áspero chillido de pájaro, un chillido desesperado y extraño, quizá
por lo que encerraba de humano; y, lo que era infinitamente peor,
mis amigos no oyeron ese chillido, como no habían visto mi cuerpo de
gran pájaro; por el contrario, parecían oír mi voz habitual diciendo
cosas habituales, porque en ningún momento mostraron el menor
asombro. Me callé, espantado. El dueño de casa me miró entonces con
un sarcástico brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo caso
sólo advertido por mí. Entonces comprendí que nadie, nunca, sabría
que yo había sido transformado en pájaro. Estaba perdido para
siempre y el secreto iría conmigo a la tumba.
XXIII
como dije, cuando desperté estaba en medio de la
habitación, de pie, bañado en un sudor frío.
Miré el reloj: eran las diez de la mañana. Corrí al teléfono. Me
dijeron que se había ido a la estancia. Quedé anonadado. Durante
largo tiempo permanecí echado en la cama, sin decidirme a nada,
hasta que resolví escribirle una carta.
No recuerdo ahora las palabras exactas de aquella carta, que era muy
larga, pero más o menos le decía que me perdonase, que yo era una
basura, que no merecía su amor, que estaba condenado, con justicia,
a morir en la soledad más absoluta.
Pasaron días atroces, sin que llegara respuesta. Le envié una
segunda carta y luego una tercera y una cuarta, diciendo siempre lo
mismo, pero cada vez con mayor desolación. En la última, decidí
relatarle todo lo que había pasado aquella noche que siguió a
nuestra separación. No escatimé detalle ni bajeza, como tampoco dejé
de confesarle la tentación de suicidio. Me dio vergüenza usar eso
como arma, pero la usé. Debo agregar que mientras describía mis
actos más bajos y la desesperación de mi soledad en la noche, frente
a su casa de la calle Posadas, sentía ternura para conmigo mismo y
hasta lloré de compasión. Tenía muchas esperanzas de que María
sintiese algo parecido al leer la carta y con esa esperanza me puse
bastante alegre. Cuando despaché la carta, certificada, estaba
francamente optimista.
A vuelta de correo llegó una carta de María, llena de ternura. Sentí
que algo de nuestros primeros instantes de amor volvería a
reproducirse, si no con la maravillosa transparencia original, al
menos con algunos de sus atributos esenciales, así como un rey es
siempre un rey, aunque vasallos infieles y pérfidos lo hayan
momentáneamente traicionado y enlodado. Quería que fuera a la
estancia. Como un loco, preparé una valija, una caja de pinturas y
corrí a la estación Constitución.
XXIV
la estación Allende es una de esas estaciones de
campo con unos cuantos paisanos, un jefe en mangas de camisa, una
volanta y unos tarros de leche.
Me irritaron dos hechos: la ausencia de María y la presencia de un
chofer.
Apenas descendí, se me acercó y me preguntó:
—¿ Usted es el señor Castel ?
—No —respondí serenamente—. No soy el señor Castel.
En seguida pensé que iba a ser difícil esperar en la estación el
tren de vuelta; podría tardar medio día o cosa así. Resolví, con
malhumor, reconocer mi identidad.
—Sí —agregué, casi inmediatamente—, soy el señor Castel.
El chofer me miró con asombro.
—Tome —le dije, entregándole mi valija y mi caja de pintura.
Caminamos hasta el auto.
—La señora María ha tenido una indisposición —me explicó el hombre.
"¡Una indisposición!", murmuré con sorna. ¡Cómo conocía esos
subterfugios! Nuevamente me acometió la idea de volverme a Buenos
Aires, pero ahora, además de la espera del tren había otro hecho: la
necesidad de convencer al chofer de que yo no era, efectivamente,
Castel o, quizá, la necesidad de convencerlo de que, si bien era el
señor Castel, no era loco. Medité rápidamente en las diferentes
posibilidades que se me presentaban y llegué a la conclusión de que,
en cualquier caso, sería difícil convencer al chofer. Decidí dejarme
arrastrar a la estancia. Además, ¿qué pasaría en caso de volverme?
Era fácil de prever porque sería la repetición de muchas situaciones
anteriores: me quedaría con mi rabia, aumentada por la imposibilidad
de descargarla en María, sufriría horriblemente por no verla, no
podría trabajar, y todo en honor a una hipotética mortificación de
María. Y digo hipotética porque jamás pude comprobar si
verdaderamente la mortificaban esa clase de represalias.
Hunter tenía cierto parecido con Allende (creo haber dicho ya que
son primos); era alto, moreno, más bien flaco; pero de mirada
escurridiza. "Este hombre es un abúlico y un hipócrita", pensé. Este
pensamiento me alegró (al menos así lo creí en ese instante).
Me recibió con una cortesía irónica y me presentó a una mujer flaca
que fumaba con una boquilla larguísima. Tenía acento parisiense, se
llamaba Mimí Allende, era malvada y miope.
¿Pero dónde diablos se habría metido María? ¿Estaría indispuesta de
verdad, entonces? Yo estaba tan ansioso que me había olvidado casi
de la presencia de esos entes. Pero al recordar de pronto mi
situación, me di bruscamente vuelta, en dirección a Hunter, para
controlarlo. Es un método que da excelentes resultados con
individuos de este género.
Hunter estaba escrutándome con ojos irónicos, que trató de cambiar
instantáneamente.
—María tuvo una indisposición y se ha recostado —dijo—. Pero creo
que bajará pronto.
Me maldije mentalmente por distraerme: con aquella gente era
necesario estar en constante guardia; además, tenía el firme
propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus
chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran
utilidad con María. Me dispuse, pues, a escuchar y ver y traté de
hacerlo en el mejor estado de ánimo posible. Volví a pensar que me
alegraba el aspecto de general hipocresía de Hunter y la flaca. Sin
embargo, mi estado de ánimo era sombrío.
—Así que usted es pintor —dijo la mujer miope, mirándome con los
ojos semicerrados, como se hace cuando hay viento con tierra. Ese
gesto, provocado seguramente por su deseo de mejorar la miopía sin
anteojos (como si con anteojos pudiera ser más fea) aumentaba su
aire de insolencia e hipocresía.
—Sí, señora —respondí con rabia. Tenía la certeza de que era
señorita.
—Castel es un magnífico pintor —explicó el otro.
Después agregó una serie de idioteces a manera de elogio, repitiendo
esas pavadas que los críticos escribían sobre mí cada vez que había
una exposición: "sólido", etcétera. No puedo negar que al repetir
esos lugares comunes revelaba cierto sentido del humor. Vi que Mimí
volvía a examinarme con los ojitos semicerrados y me puse bastante
nervioso, pensando que hablaría de mí. Aún no la conocía bien.
—¿Qué pintores prefiere? —me preguntó como quien está tomando
examen.
No, ahora que recuerdo, eso me lo preguntó después que bajamos.
Apenas me presentó a esa mujer, que estaba sentada en el jardín,
cerca de una mesa donde se habían puesto las cosas para el té,
Hunter me llevó adentro, a la pieza que me habían destinado.
Mientras subíamos (la casa tenía dos pisos) me explicó que la casa,
con algunas mejoras, era casi la misma que había construido el
abuelo en el viejo casco de la estancia del bisabuelo. "¿Y a mí qué
me importa?", pensaba yo. Era evidente que el tipo quería mostrarse
sencillo y franco, aunque ignoro con qué objeto. Mientras él decía
algo de un reloj de sol o de algo con sol, yo pensaba que María
quizá debía estar en alguna de las habitaciones de arriba. Quizá por
mi cara escrutadora, Hunter me dijo:
—Acá hay varios dormitorios. En realidad la casa es bastante cómoda,
aunque está hecha con un criterio muy gracioso.
Recordé que Hunter era arquitecto. Habría que ver qué entendía por
construcciones no graciosas.
—Este es el viejo dormitorio del abuelo y ahora lo ocupo yo —me
explicó señalando el del medio, que estaba frente a la escalera.
Después me abrió la puerta de un dormitorio.
—Este es su cuarto —explicó.
Me dejó solo en la pieza y dijo que me esperaría abajo para el té.
Apenas quedé solo, mi corazón comenzó a latir con fuerza pues pensé
que María podría estar en cualquiera de esos dormitorios, quizá en
el cuarto de al lado. Parado en medio de la pieza, no sabía qué
hacer. Tuve una idea: me acerqué a la pared que daba al otro
dormitorio (no al de Hunter) y golpeé suavemente con mi puño. Esperé
respuesta, pero no me contestó. Salí al corredor, miré si no había
nadie, me acerqué a la puerta de al lado y mientras sentía una gran
agitación levanté el puño para golpear. No tuve valor y volví casi
corriendo a mi cuarto. Después decidí bajar al jardín. Estaba muy
desorientado.
XXV
fue una vez en la mesa que la flaca me preguntó a
qué pintores prefería. Cité torpemente algunos nombres: Van Gogh, el
Greco. Me miró con ironía y dijo, como para sí:
—Tiens. Después agregó:
—A mí me disgusta la gente demasiado grande. Te diré —prosiguió
dirigiéndose a Hunter— que esos tipos como Miguel Ángel o el Greco
me molestan. ¡ Es tan agresiva la grandeza y el dramatismo! ¿No
crees que es casi mala educación? Yo creo que el artista debería
imponerse el deber de no llamar jamás la atención. Me indignan los
excesos de dramatismo y de originalidad. Fíjate que ser original es
en cierto modo estar poniendo de manifiesto la mediocridad de los
demás, lo que me parece de gusto muy dudoso. Creo que si yo pintase
o escribiese haría cosas que no llamasen la atención en ningún
momento.
—No lo pongo en duda —comentó Hunter con malignidad.
Después agregó:
—Estoy seguro de que no te gustaría escribir, por ejemplo, Los
hermanos Karamazov.
—Quelle horreur! —exclamó Mimí, dirigiendo los ojitos hacia el
cielo. Después completó su pensamiento—: Todos parecen nouveaux-riches
de la conciencia, incluso ese moine ¿cómo se llama?... Zozime.
—¿Por qué no decís Zózimo, Mimí? A menos que te decidas a decirlo en
ruso.
—Ya empiezas con tus tonterías puristas. Ya sabes que los nombres
rusos pueden decirse de muchas maneras. Como decía aquel personaje
de una farce: "Tolstói o Tolstuá, que de las dos maneras se puede y
se debe decir."
—Será por eso —comentó Hunter— que en una traducción española que
acabo de leer (directa del ruso, según la editorial) ponen Tolstoi
con diéresis en la /'.
—Ay, me encantan esas cosas —comentó alegremente Mimí—. Yo leí una
vez una traducción francesa de Tchékhov donde te encontrabas, por
ejemplo, con una palabra como ichvochnik. (o algo por el estilo) y
había una llamada. Te ibas al pie de la página y te encontrabas con
que significaba, pongo por caso, porteur. Imagínate que en esc caso
no se explica uno por qué no ponen en ruso también palabras como
malgré o avant. ¿No te parece? Te diré que las cosas de los
traductores me encantan, sobre todo cuando son novelas rusas. ¿Usted
aguanta una novela rusa?
Esta última pregunta la dirigió imprevistamente a mí, pero no esperó
respuesta y siguió diciendo, mirando de nuevo a Hunter:
—Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son tan
trabajosas... Aparecen millares de tipos y al final resulta que no
son más que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te empiezas a
orientar con un señor que se llama Alexandre, luego resulta que se
llama Sacha y luego Sachka y luego Sa-chenka, y de pronto algo
grandioso como Alexandre Alexan-drovitch Bunine y más tarde es
simplemente Alexandre Ale-xandrovitch. Apenas te has orientado, ya
te despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada personaje parece
una familia. No me vas a decir que no es agotador, mismo para ti.
—Te vuelvo a repetir, Mimí, que no hay motivos para que digas los
nombres rusos en francés. ¿Por qué en vez de decir Tchékhov no decís
Chéjov, que se parece más al original? Además, ese "mismo" es un
horrendo galicismo.
—Por favor —suplicó Mimí—, no te pongas tan aburrido, Luisito.
¿Cuándo aprenderás a disimular tus conocimientos? Eres tan
abrumador, tan épuisant... ¿no le parece? —concluyó de pronto,
dirigiéndose a mí.
—Sí —respondí casi sin darme cuenta de lo que decía.
Hunter me miró con ironía.
Yo estaba horriblemente triste. Después dicen que soy impaciente.
Todavía hoy me admira que haya oído con tanta atención todas esas
idioteces y, sobre todo, que las recuerde con tanta fidelidad. Lo
curioso es que mientras las oía trataba de alegrarme haciéndome esta
reflexión: "Esta gente es frívola, superficial. Gente así no puede
producir en María más que un sentimiento de soledad. gente así no
puede ser rival." Y sin embargo no lograba ponerme alegre. Sentía
que en lo más profundo alguien me recomendaba tristeza. Y al no
poder darme cuenta de la raíz de esta tristeza me ponía malhumorado,
nervioso; por más que trataba de calmarme prometiéndome examinar el
fenómeno cuando estuviese solo. Pensé, también, que la causa de la
tristeza podía ser la ausencia de María, pero me di cuenta de que
esa ausencia más me irritaba que entristecía. No era eso.
Ahora estaban hablando de novelas policiales: oí de pronto que la
mujer preguntaba a Hunter si había leído la ultima novela del
Séptimo círculo.
—¿Para qué? —respondió Hunter—. Todas las novelas policiales son
iguales. Una por año, está bien. Pero una por semana me parece
demostrar poca imaginación en el lector.
Mimí se indignó. Quiero decir, simuló que se indignaba.
—No digas tonterías —dijo—. Son la única clase de novela que puedo
leer ahora. Te diré que me encantan. Todo tan complicado y
detectives tan maravillosos que saben de todo: arte de la época de
Ming, grafología, teoría de Einstein, baseball, arqueología,
quiromancia, economía política, estadísticas de la cría de conejos
en la India. Y después son tan infalibles que da gusto. ¿No es
cierto? —preguntó dirigiéndose nuevamente a mí.
Me tomó tan inesperadamente que no supe que responder.
—Sí, es cierto —dije, por decir algo.
Hunter volvió a mirarme con ironía.
—Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan —agregó
Mimí, mirando a Hunter con severidad.
—Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me parecen todas
semejantes.
—De cualquier manera se lo diré a Georgie. Menos mal que no todo el
mundo tiene tu pedantería. Al señor Castel, por ejemplo, le gustan
¿no es cierto?
—¿A mí? —pregunté horrorizado.
—Claro —prosiguió Mimí, sin esperar mi respuesta y volviendo la
vista nuevamente hacia Hunter— que si todo el mundo fuera tan savant
como tú no se podría ni vivir. Estoy segura que ya debes tener toda
una teoría sobre la novela policial.
—Así es —aceptó Hunter, sonriendo.
—¿No le decía? —comentó Mimí con severidad, dirigiéndose de nuevo a
mí y como poniéndome de testigo—. No, si yo a éste lo conozco bien.
A ver, no tengas ningún escrúpulo en lucirte. Te debes estar
muriendo de las ganas de explicarla.
Hunter, en efecto, no se hizo rogar mucho.
—Mi teoría —explicó— es la siguiente: la novela policial representa
en el siglo veinte lo que la novela de caballería en la época de
Cervantes. Más todavía: creo que podría hacerse algo equivalente a
Don Quijote: una sátira de la novela policial. Imaginen ustedes un
individuo que se ha pasado la vida leyendo novelas policiales y que
ha llegado a la locura de creer que el mundo funciona como una
novela de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese pobre
tipo se larga finalmente a descubrir crímenes y a proceder en la
vida real como procede un detective en una de esas novelas. Creo que
se podría hacer algo divertido, trágico, simbólico, satírico y
hermoso.
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó burlonamente Mimí.
—Por dos razones: no soy Cervantes y tengo mucha pereza.
—Me parece que basta con la primera razón —opinó Mimí.
Después se dirigió desgraciadamente a mí:
—Este hombre —dijo señalando de costado a Hunter con su larga
boquilla— habla contra las novelas policiales porque es incapaz de
escribir una sola, aunque sea la novela más aburrida del mundo.
—Dame un cigarrillo —dijo Hunter, dirigiéndose a su prima. Después
agregó—: Cuándo dejarás de ser tan exagerada. En primer lugar, yo no
he hablado contra las novelas policiales: simplemente dije que se
podría escribir algo así como el Don Quijote de nuestra época. En
segundo lugar, te equivocas sobre mi absoluta incapacidad para ese
género. Una vez se me ocurrió una linda idea para una novela
policial.
—Sans blague —se limitó a decir Mimí.
—Sí, te digo que sí. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y un
chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las
investigaciones de la policía no llegan a ningún resultado. Un
tiempo después matan a la mujer; la misma cosa. Finalmente matan al
chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo
al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta.
Con los habituales métodos inductivos, deductivos, analíticos,
sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a
la conclusión de que el asesino deberá cometer un cuarto asesinato,
el día tal, a la hora tal, en el lugar tal. Su conclusión es que el
asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el
hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera
al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría
haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber
calculado mal la hora: no, la hora está bien. La conclusión es
horrorosa: el asesino debe estar ya en el lugar. En otras palabras:
el asesino es él mismo, que ha cometido los otros crímenes en estado
de inconsciencia. El detective y el asesino son la misma persona.
—Demasiado original para mi gusto —comentó Mimí—. ¿Y cómo concluye?
¿No decías que debía haber un cuarto asesinato ?
—La conclusión es evidente —dijo Hunter, con pereza—: el hombre se
suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo
asesino mata al yo detective, como en un vulgar asesinato. ¿No te
gusta?
—Me parece divertido. Pero una cosa es contarla así y otra escribir
la novela.
—En efecto —admitió Hunter, con tranquilidad.
Después la mujer empezó a hablar de un quiromántico que había
conocido en Mar del Plata y de una señora vidente. Hunter hizo un
chiste y Mimí se enojó:
—Te imaginarás que tiene que ser algo serio —dijo—. El marido es
profesor en la facultad de ingeniería.
Siguieron discutiendo de telepatía y yo estaba desesperado porque
María no aparecía. Cuando los volví a atender, estaban hablando del
estatuto del peón.
—Lo que pasa —dictaminó Mimí, empuñando la boquilla como una batuta—
es que la gente no quiere trabajar más.
Hacia el final de ¡a conversación tuve una repentina iluminación que
me disipó la inexplicable tristeza: intuí que la tal Mimí había
llegado a último momento y que María no bajaba para no tener que
soportar las opiniones (que seguramente conocía hasta el cansancio)
de Mimí y su primo. Pero ahora que recuerdo, esta intuición no fue
completamente irracional sino la consecuencia de unas palabras que
me había dicho el chofer mientras íbamos a la estancia y en las que
yo no puse al principio ninguna atención; algo referente a una prima
del señor que acababa de llegar de Mar del Plata, para tomar el té.
La cosa era clara: María, desesperada por la llegada repentina de
esa mujer, se había encerrado en su dormitorio pretextando una
indisposición; era evidente que no podía soportar a semejantes
personajes. Y el sentir que mi tristeza se disipaba con esta
deducción me iluminó bruscamente la causa de esa tristeza: al llegar
a la casa y ver que Hunter y Mimí eran unos hipócritas y unos
frívolos, la parte más superficial de mi alma se alegró, porque veía
de ese modo que no había competencia posible en Hunter; pero mi capa
más profunda se entristeció al pensar (mejor dicho, al sentir) que
María formaba también parte de ese círculo y que, de alguna manera,
podría tener atributos parecidos.
XXVI
cuando nos levantamos de la mesa para caminar por
el parque, vi que María se acercaba a nosotros, lo que confirmaba mi
hipótesis: había esperado ese momento para acercársenos, evitando la
absurda conversación en la mesa.
Cada vez que María se aproximaba a mí en medio de otras personas, yo
pensaba: "Entre este ser maravilloso y yo hay un vínculo secreto" y
luego, cuando analizaba mis sentimientos, advertía que ella había
empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra en
una isla desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor
de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo que me
enorgullecía, y era en esta segunda fase de mi amor en que habían
empezado a surgir mil dificultades; del mismo modo que cuando
alguien se está muriendo de hambre acepta cualquier cosa,
incondicionalmente, para luego, una vez que lo más urgente ha sido
satisfecho, empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e
inconvenientes. He visto en los últimos años emigrados que llegaban
con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentración,
aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempeñar los
trabajos más humillantes; pero es bastante extraño que a un hombre
no le baste con haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir
contento: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el orgullo,
la vanidad y la soberbia, que al parecer habían sido aniquilados
para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que hubieran
huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia,
como avergonzados de haber caído hasta ese punto. No es difícil que
en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de
desconocimiento.
Ahora que puedo analizar mis sentimientos con tranquilidad, pienso
que hubo algo de eso en mis relaciones con María y siento que, en
cierto modo, estoy pagando la insensatez de no haberme conformado
con la parte de María que me salvó (momentáneamente) de la soledad.
Ese estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de posesión
exclusiva debían haberme revelado que iba por mal camino, aconsejado
por la vanidad y la soberbia.
En ese momento, al ver venir a María, ese orgulloso sentimiento
estaba casi abolido por una sensación de culpa y de vergüenza
provocada por el recuerdo de la atroz escena en mi taller, de mi
estúpida, cruel y hasta vulgar acusación de "engañar a un ciego".
Sentí que mis piernas se aflojaban y que el frío y la palidez
invadían mi rostro. ¡Y encontrarme así, en medio de esa gente! ¡Y no
poder arrojarme humildemente para que me perdonase y calmase el
horror y el desprecio que sentía por mí mismo!
María, sin embargo, no pareció perder el dominio y yo comencé
inmediatamente a sentir que la vaga tristeza de esa tarde comenzaba
a poseerme de nuevo.
Me saludó con una expresión muy medida, como queriendo probar ante
los dos primos que entre nosotros no había más que una simple
amistad. Recordé, con un malestar de ridículo, una actitud que había
tenido con ella unos días antes. En uno de esos arrebatos de
desesperación, le había dicho que algún día quería, al atardecer,
mirar, desde una colina, las torres de San Gemignano. Me miró con
fervor y me dijo: "¡Qué maravilloso, Juan Pablo!" Pero cuando le
propuse que nos escapásemos esa misma noche, se espantó, su rostro
se endureció y dijo, sombríamente: "No tenemos derecho a pensar en
nosotros solos. El mundo es muy complicado." Le pregunté qué quería
decir con eso. Me respondió, con acento aún más sombrío: "La
felicidad está rodeada de dolor." La dejé bruscamente, sin
saludarla. Más que nunca, sentí que jamás llegaría a unirme con ella
en forma total y que debía resignarme a tener frágiles momentos de
comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos
sueños, o como la felicidad de algunos pasajes musicales.
Y ahora llegaba y controlaba cada movimiento, calculaba cada
palabra, cada gesto de su cara. ¡ Hasta era capaz de sonreír a esa
otra mujer!
Me preguntó si había traído las manchas.
—¡ Qué manchas! —exclamé con rabia, sabiendo que malograba alguna
complicada maniobra, aunque fuera en favor nuestro.
—Las manchas que prometió mostrarme —insistió con tranquilidad
absoluta—. Las manchas del puerto.
La miré con odio, pero ella mantuvo serenamente mi mirada y, por un
décimo de segundo, sus ojos se hicieron blandos y parecieron
decirme: "Compadéceme de todo eso." ¡Querida, querida María! ¡Cómo
sufrí por ese instante de ruego y de humillación! La miré con
ternura y le respondí:
—Claro que las traje. Las tengo en el dormitorio.
—Tengo mucha ansiedad por verlas —dijo, nuevamente con la frialdad
de antes.
—Podemos verlas ahora mismo —comenté adivinando su idea.
Temblé ante la posibilidad de que se nos uniera Mimí. Pero María la
conocía más que yo, de modo que añadió en seguida algunas palabras
que impedían cualquier intento de entrometimiento:
—Volvemos pronto —dijo.
Y apenas pronunciadas, me tomó del brazo con decisión y me condujo
hacia la casa. Observé fugazmente a los que quedaban y me pareció
advertir un relámpago intencionado en los ojos con que Mimí miró a
Hunter.
XXVII
pensaba quedarme varios días en la estancia pero
sólo pasé una noche. Al día siguiente de mi llegada, apenas salió el
sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta actitud puede
parecer una locura, pero se verá hasta qué punto estuvo justificada.
Apenas nos separamos de Hunter y Mimí, fuimos adentro, subimos a
buscar las presuntas manchas y finalmente bajamos con mi caja de
pintura y una carpeta de dibujos, destinada a simular las manchas.
Este truco fue ideado por María.
Los primos habían desaparecido, de todos modos. María comenzó
entonces a sentirse de excelente humor, y cuando caminamos a través
del parque, hacia la costa, tenía verdadero entusiasmo. Era una
mujer diferente de la que yo había conocido hasta ese momento, en la
tristeza de la ciudad: más activa, más vital. Me pareció, también,
que aparecía en ella una sensualidad desconocida para mí, una
sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extrañamente
(extrañamente para mí, que tengo una sensualidad introspectiva, casi
de pura imaginación) con el color de un tronco, de una hoja seca, de
un bichito cualquiera, con la fragancia del eucalipto mezclada al
olor del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y
desesperanzaba, porque intuía que esa forma de María me era casi
totalmente ajena y que, en cambio, de algún modo debía pertenecer a
Hunter o a algún otro.
La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del
rumor de las olas, que se hacía a cada instante más perceptible.
Cuando salimos del monte y apareció ante mis ojos el cielo de
aquella costa, sentí que esa tristeza era ineludible; era la misma
de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de
belleza. ¿Todos sienten así o es un defecto más de mi desgraciada
condición?
Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en
silencio, oyendo el furioso batir de las olas abajo, sintiendo en
nuestros rostros las partículas de espuma que a veces alcanzaban
hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar
el del Tintoretto en el salvamento del sarraceno.
—Cuántas veces —dijo María— soñé compartir con vos este mar y este
cielo.
Después de un tiempo, agregó:
—A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre
juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que
eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una
especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente
en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he
pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y
confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me había
equivocado una vez, y esperé que de algún modo fueras vos el que
buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y
llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie
de aquel absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude decir
nada más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido por lo que
creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca. Después
vinieron aquellos instantes de la plaza San Martín, en que creías
necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte,
vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de
hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar
que no entendía tus medías palabras, tu mensaje cifrado.
Yo no decía nada. Herniosos sentimientos y sombrías ideas daban
vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui
cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba
encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente.
Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. "Nunca
más, nunca más", pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo
del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo,
conmigo.
Oí fragmentos: "Dios mío... muchas cosas en esta eternidad que
estamos juntos... cosas horribles... no sólo somos este paisaje,
sino pequeños seres de carne y huesos, llenos de fealdad, de
insignificancia..."
El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto, la
oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió
sombría atracción: ¡Pensar que era tan fácil! Ella decía que éramos
seres llenos de fealdad e insignificancia; pero, aunque yo sabía
hasta qué punto era yo mismo capaz de cosas innobles, me desolaba el
pensamiento de que también ella podía serlo, que seguramente lo era.
¿Cómo? —pensaba—, ¿con quiénes, cuándo? Y un sordo deseo de
precipitarme sobre ella y destrozarla con las uñas y de apretar su
cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar iba creciendo en mí. De
pronto oí otros fragmentos de frases: hablaba de un primo, Juan o
algo así; habló de la infancia en el campo; me pareció oír algo de
hechos "tormentosos y crueles", que habían pasado con ese otro
primo. Me pareció que María me había estado haciendo una preciosa
confesión y que yo, como un estúpido, la había perdido.
—¡Qué hechos, tormentosos y crueles! —grité.
Pero, extrañamente, no pareció oírme: también ella había caído en
una especie de sopor, también ella parecía estar sola.
Pasó un largo tiempo, quizá media hora.
Después sentí que acariciaba mi cara, como lo había hecho en otros
momentos parecidos. Yo no podía hablar. Como con mi madre cuando
chico, puse la cabeza sobre su regazo y así quedamos un tiempo
quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte:
¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos!
¡ Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba que María no fuera más que
ese momento! Pero era imposible: mientras oía los latidos de su
corazón junto a mis oídos y mientras su mano acariciaba mis
cabellos, sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi
cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el momento de salir,
chapoteando, gruñendo sordamente en el barro.
XXVIII
pasaron cosas muy raras. Cuando llegamos a la
casa encontramos a Hunter muy agitado (aunque es de esos que creen
de mal gusto mostrar las pasiones); trataba de disimularlo, pero era
evidente que algo pasaba. Mimí se había ido y en el comedor todo
estaba dispuesto para la comida, aunque era claro que nos habíamos
retardado mucho, pues apenas llegamos se notó un acelerado y eficaz
movimiento de servicio. Durante la comida casi no se habló. Vigilé
las palabras y los gestos de Hunter porque intuí que echarían luz
sobre muchas cosas que se me estaban ocurriendo y sobre otras ideas
que estaban por reforzarse. También vigilé la cara de María; era
impenetrable. Para disminuir la tensión, María dijo que estaba
leyendo una novela de Sartre. De evidente mal humor, Hunter comentó:
—Novelas en esta época. Que las escriban, vaya y pase... ¡pero que
las lean!
Nos quedamos en silencio y Hunter no hizo ningún esfuerzo por
atenuar los efectos de esa frase. Concluí que tenía algo contra
María. Pero como antes que saliéramos para la costa no había nada de
particular, inferí que ese algo contra María había nacido durante
nuestra larga conversación; era muy difícil admitir que no fuera a
causa de esa conversación o, mejor dicho, a causa del largo tiempo
que habíamos permanecido allá. Mi conclusión fue: Hunter está celoso
y eso prueba que entre él y ella hay algo más que una simple
relación de amistad y de parentesco. Desde luego, no era necesario
que María sintiese amor por él; por el contrario: era más fácil que
Hunter se irritase al ver que María daba importancia a otras
personas. Fuera como fuese, si la irritación de Hunter era originada
por celos, tendría que mostrar hostilidad hacia mí, ya que ninguna
otra cosa había entre nosotros. Así fue. Si no hubieran existido
otros detalles, me habría bastado con una mirada de soslayo que me
echó Hunter a propósito de una frase de María sobre el acantilado.
Pretexté cansancio y me fui a mi pieza apenas nos levantamos de la
mesa. Mi propósito era lograr el mayor numero de elementos de juicio
sobre el problema. Subí la escalera, abrí la puerta de mi
habitación, encendí la luz, golpeé la puerta, como quien la cierra,
y me quedé en el vano escuchando. En seguida oí la voz de Hunter que
decía una frase agitada, aunque no podía discernir las palabras; no
hubo respuestas de María; Hunter dijo otra frase mucho más larga y
más agitada que la anterior; María dijo algunas palabras en voz muy
baja, superpuestas con las últimas de él, seguidas de un ruido de
sillas; al instante oí los pasos de alguien que subía por la
escalera: me encerré rápidamente, pero me quedé escuchando a través
del agujero de la llave; a los pocos momentos oí pasos que cruzaban
frente a mi puerta: eran pasos de mujer. Quedé largo tiempo
despierto, pensando en lo que había sucedido y tratando de oír
cualquier clase de rumor. Pero no oí nada en toda la noche.
No pude dormir: empezaron a atormentarme una serie de reflexiones
que no se me habían ocurrido antes. Pronto advertí que mi primera
conclusión era una ingenuidad: había pensado (lo que es correcto)
que no era necesario que María sintiese amor por Hunter para que él
tuviera celos; esta conclusión me había tranquilizado. Ahora me daba
cuenta de que si bien no era necesario tampoco era un inconveniente.
María podía querer a Hunter y sin embargo éste sentir celos.
Ahora bien: ¿había motivos para pensar que María tenía algo con su
primo? ¡ Ya lo creo que había motivos! En primer lugar, si Hunter la
molestaba con celos y ella no lo quería, ¿por qué venía a cada rato
a la estancia? En la estancia no vivía, ordinariamente, nadie más
que Hunter, que era solo (yo no sabía si era soltero, viudo o
divorciado, aunque creo que alguna vez María me había dicho que
estaba separado de su mujer; pero, en fin, lo importante era que esc
señor vivía solo en la estancia). En segundo lugar, un motivo para
sospechar de esas relaciones era que María nunca me había hablado de
Hunter sino con indiferencia, es decir con la indiferencia con que
se habla de un miembro cualquiera de la familia; pero jamás me había
mencionado o insinuado siquiera que Hunter estuviera enamorado de
ella y menos que tuviera celos. En tercer lugar, María me había
hablado, esa tarde, de sus debilidades. ¿Qué había querido decir? Yo
le había relatado en mi carta una serie de cosas despreciables (lo
de mis borracheras y lo de las prostitutas) y ella ahora me decía
que me comprendía, que también ella no era solamente barcos que
parten y parques en el crepúsculo. ¿Qué podía querer decir sino que
en su vida había cosas tan oscuras y despreciables como en la mía?
¿No podía ser lo de Hunter una pasión baja de ese género?
Rumié esas conclusiones y las examiné a lo largo de la noche desde
diferentes puntos de vista. Mi conclusión final, que consideré
rigurosa, fue: María es amante de Hunter.
Apenas aclaró, bajé las escaleras con mi valija y mi caja de
pinturas. Encontré a uno de los mucamos que había comenzado a abrir
las puertas y ventanas para hacer la limpieza: le encargué que
saludara de mi pane al señor y que le dijera que me había visto
obligado a salir urgentemente para Buenos Aires. El mucamo me miró
con ojos de asombro, sobre todo cuando le dije, respondiendo a su
advertencia, que me iría a pie hasta la estación.
Tuve que esperar varías horas en la pequeña estación. Por momentos
pensé que aparecería María; esperaba esa posibilidad con la amarga
satisfacción que se siente cuando, de chico, uno se ha encerrado en
alguna parte porque cree que han cometido una injusticia y espera la
llegada de una persona mayor que venga a buscarlo y a reconocer la
equivocación.
Pero Marta no vino. Cuando llegó el tren y miré hacia el camino por
última vez, con la esperanza de que apareciera a último momento, y
no la vi llegar, sentí una infinita tristeza.
Miraba por la ventanilla, mientras el tren corría hacia Buenos
Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer, debajo del alero, miró
el tren. Se me ocurrió un pensamiento estúpido: "A esta mujer la veo
por primera y última vez. No la volveré a ver en mi vida." Mi
pensamiento flotaba como un corcho en un río desconocido. Siguió por
un momento flotando cerca de esa mujer bajo el alero. ¿Qué me
importaba esa mujer? Pero no podía dejar de pensar que había
existido un instante para mí y que nunca más volvería a existir;
desde mi punto de vista era como si ya se hubiera muerto: un pequeño
retraso del tren, un llamado desde el interior del rancho, y esa
mujer no habría existido nunca en mi vida.
Todo me parecía fugaz, transitorio, inútil, impreciso. Mi cabeza no
funcionaba bien y María se me aparecía una y otra vez como algo
incierto y melancólico. Sólo horas más tarde mis pensamientos
empezarían a alcanzar la precisión y la violencia de otras veces.
XXIX
Los días que precedieron a la muerte de María
fueron los más atroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato
preciso de todo lo que sentí, pensé y ejecuté, pues si bien recuerdo
con increíble minuciosidad muchos de los acontecimientos, hay horas
y hasta días enteros que se me aparecen como sueños borrosos y
deformes. Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo el
efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo.
Al llegar a la estación Constitución me recuerdo muy bien entrando
al bar y pidiendo varios whiskies seguidos; después recuerdo
vagamente que me levanté, que tomé un taxi y que me fui a un bar de
la calle 2 5 de Mayo o quizá de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos,
música, unos gritos, una risa que me crispaba, unas botellas rotas,
luces muy penetrantes. Después me recuerdo pesado y con un terrible
dolor de cabeza en un calabozo de comisaría, un vigilante que abría
la puerta, un oficial que me decía algo y después me veo caminando
nuevamente por las calles y rascándome mucho. Creo que entré
nuevamente a un bar. Horas (o días) más tarde alguien me dejaba en
mi taller. Luego tuve unas pesadillas en las que caminaba por los
techos de una catedral. Recuerdo también un despertar en mi pieza,
en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hecho
infinitamente grande y que por más que corriera no podría alcanzar
jamás sus límites. No sé cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que
las primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me
arrastré hasta el baño y me metí, vestido, en la bañadera. El agua
fría empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer algunos
hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros
objetos que se ven emerger después de una gran inundación: María en
el acantilado, Mimí empuñando su boquilla, la estación Allende, un
almacén frente a la estación que se llamaba La confianza o quizá La
estancia, María preguntándome por las manchas, yo gritando: "¡Qué
manchas!", Hunter mirándome torvamente, yo escuchando arriba, con
ansiedad, el diálogo entre los primos, un marinero arrojando una
botella, María avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Mimí
diciendo Tchékhov, una mujer inmunda besándome y yo pegándole un
tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el cuerpo, Hunter
hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. También
aparecieron trozos de sueños: nuevamente la catedral en una noche
negra, la pieza infinita.
Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron uniendo a
otros que iban emergiendo de mi conciencia y el paisaje fue
reconstituyéndose, aunque con la tristeza y la desolación que tienen
los paisajes que surgen de las aguas.
Salí del baño, me desnudé, me puse ropa seca y comencé a escribir
una carta a María. Primero escribí que deseaba darle una explicación
por mi fuga de la estancia (taché "fuga" y puse "ida"). Agregué que
apreciaba mucho el interés que ella se había tomado por mí (taché
"por mí" y puse "por mi persona"). Que comprendía que ella era muy
bondadosa y estaba llena de sentimientos puros, a pesar de que, como
ella misma me lo había hecho saber, a veces prevalecían "bajas
pasiones". Le dije que apreciaba en su justo valor el asunto de la
salida de un barco o el asistir sin hablar a un crepúsculo en un
parque pero que, como ella podía imaginar (taché "imaginar" y puse
"calcular"), no era suficiente para mantener o probar un amor:
seguía sin comprender cómo era posible que una mujer como ella fuera
capaz de decir palabras de amor a su marido y a mí, al mismo tiempo
que se acostaba con Hunter. Con el agravante —agregué— de que
también se acostaba con el marido y conmigo. Terminaba diciendo que,
como ella podría darse cuenta, esa clase de actitudes daba mucho que
pensar, etcétera.
Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados, quedaba
suficientemente hiriente. La cerré, fui al Correo Central y la
despaché certificada.
XXX
apenas salí del correo advertí dos cosas: no
había dicho en la carta por qué había inferido que ella era amante
de Hunter; y no sabía qué me proponía al herirla tan
despiadadamente: ¿acaso hacerla cambiar de manera de ser, en caso de
ser ciertas mis conjeturas? Eso era evidentemente ridículo. ¿Hacerla
correr hacia mí? No era creíble que lo lograra con esos
procedimientos. Reflexioné, sin embargo, que en el fondo de mi alma
sólo ansiaba que María volviese a mí. Pero, en este caso, ¿por qué
no decírselo directamente, sin herirla, explicándole que me había
ido de la estancia porque de pronto había advertido los celos de
Hunter? Al fin de cuentas, mi conclusión de que ella era amante de.
Hunter, además de hiriente, era completamente gratuita; en todo caso
era una hipótesis, que yo me podía formular con el único propósito
de orientar mis investigaciones futuras.
Una vez más, pues, había cometido una tontería con mi costumbre de
escribir cartas muy espontáneas y enviarlas en seguida. Las cartas
de importancia hay que retenerlas por lo menos un día hasta que se
vean claramente todas las posibles consecuencias.
Quedaba un recurso desesperado, ¡ el recibo! Lo busqué en todos los
bolsillos, pero no lo encontré: lo habría arrojado estúpidamente,
por ahí. Volví corriendo al correo, sin embargo, y me puse en la
fila de las certificadas. Cuando llegó mi turno, pregunté a la
empleada, mientras hacía un horrible e hipócrita esfuerzo para
sonreír.
—¿No me reconoce?
La mujer me miró con asombro: seguramente pensó que era loco. Para
sacarla de su error, le dije que era la persona que acababa de
enviar una carta a la estancia Los Ombúes. El asombro de aquella
estúpida pareció aumentar y, tal vez con el deseo de compartirlo o
de pedir consejo ante algo que no alcanzaba a comprender, volvió su
rostro hacia un compañero; me miró nuevamente a mí.
—Perdí el recibo —expliqué. No obtuve respuesta.
—Quiero decir que necesito la carta y no tengo el recibo -agregué.
La mujer y el otro empleado se miraron, durante un instante, como
dos compañeros de baraja.
Por fin, con el acento de alguien que está profundamente
maravillado, me preguntó:
—¿Usted quiere que le devuelvan la carta?
—Así es.
—¿Y ni siquiera tiene el recibo?
Tuve que admitir que, en efecto, no tenía ese importante documento.
El asombro de la mujer había aumentado hasta el límite. Balbuceó
algo que no entendí y volvió a mirar a su compañero.
—Quiere que le devuelvan una carta —tartamudeó. El otro sonrió con
infinita estupidez, pero con el propósito de querer mostrar viveza.
La mujer me miró y me dijo:
—Es completamente imposible.
—Le puedo mostrar documentos —repliqué, sacando unos papeles.
—No hay nada que hacer. El reglamento es terminante.
—El reglamento, como usted comprenderá, debe estar de acuerdo con la
lógica —exclamé con violencia, mientras comenzaba a irritarme un
lunar con pelos largos que esa mujer tenía en la mejilla.
—¿Usted conoce el reglamento? —me preguntó con sorna.
—No hay necesidad de conocerlo, señora —respondí fríamente, sabiendo
que la palabra señora debía herirla mortalmente.
Los ojos de la arpía brillaban ahora de indignación.
—Usted comprende, señora, que el reglamento no puede ser ilógico:
tiene que haber sido redactado por una persona normal, no por un
loco. Si yo despacho una carta y al instante vuelvo a pedir que me
la devuelvan porque me he olvidado de algo esencial, lo lógico es
que se atienda mi pedido. ¿ O es que el correo tiene empeño en hacer
llegar cartas incompletas o equívocas? Es perfectamente claro y
razonable que el correo es un medio de comunicación, no un medio de
compulsión : el correo no puede obligar a mandar una carta si yo no
quiero.
—Pero usted lo quiso —respondió.
—¡Sí! —grité—, ¡pero le vuelvo a repetir que ahora no lo quiero!
—No me grite, no sea mal educado. Ahora es tarde.
—No es tarde porque la carta está allí —dije, señalando hacia el
cesto de las cartas despachadas.
La gente comenzaba a protestar ruidosamente. La cara de la solterona
temblaba de rabia. Con verdadera repugnancia, sentí que todo mi odio
se concentraba en el lunar.
—Yo le puedo probar que soy la persona que ha mandado la carta
—repetí, mostrándole unos papeles personales.
—No grite, no soy sorda —volvió a decir—. Yo no puedo tomar
semejante decisión.
—Consulte al jefe, entonces.
—No puedo. Hay demasiada gente esperando. Acá tenemos mucho trabajo,
¿comprende?
—Este asunto forma parte del trabajo —expliqué.
Algunos de los que estaban esperando propusieron que me devolvieran
la carta de una vez y se siguiera adelante. La mujer vaciló un rato,
mientras simulaba trabajar en otra cosa; finalmente fue adentro y al
cabo de un largo rato volvió con un humor de perro. Buscó en el
cesto.
—¿Qué estancia? —preguntó con una especie de silbido de víbora.
—Estancia Los Ombúes —respondí con venenosa calma.
Después de una búsqueda falsamente alargada, tomó la carta en sus
manos y comenzó a examinarla como si la ofrecieran en venta y dudase
de las ventajas de la compra.
—Sólo tiene iniciales y dirección —dijo.
—¿Y eso?
—¿ Qué documentos tiene para probarme que es la persona que mandó la
carta?
—Tengo el borrador —dije, mostrándolo. Lo tomó, lo miró y me lo
devolvió.
—¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta?
—Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar.
La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego me dijo:
—¿Y cómo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es suya? Yo no
puedo hacer eso.
La gente comenzó a protestar de nuevo. Yo tenía ganas de hacer
alguna barbaridad.
—Ese documento no sirve —concluyó la arpía.
—¿Le parece que la cédula de identidad será suficiente? —pregunté
con irónica cortesía.
—¿La cédula de identidad?
Reflexionó, miró nuevamente el sobre y luego dictaminó:
—No, la cédula sola no, porque acá sólo están las iniciales. Tendrá
que mostrarme también un certificado de domicilio. O si no la
libreta de enrolamiento, porque en la libreta figura el domicilio.
Reflexionó un instante más y agregó:
—Aunque es difícil que usted no haya cambiado de casa desde los
dieciocho años. Así que casi seguramente va a necesitar también
certificado de domicilio.
Una furia incontenible estalló por fin en mí y sentí que alcanzaba
también a María y, lo que es más curioso, a Mimí.
—¡Mándela usted así y váyase al infierno! —le grité, mientras me
iba.
Salí del correo con un ánimo de mil diablos y hasta pensé si,
volviendo a la ventanilla, podría incendiar de alguna manera el
cesto de las cartas. ¿Pero cómo? ¿Arrojando un fósforo? Era fácil
que se apagara en el camino. Echando previamente un chorrito de
nafta, el efecto sería seguro; pero eso complicaba las cosas. De
todos modos, pense esperar la salida del personal de turno e
insultar a la solterona.
XXXI
después de una hora de espera, decidí irme. ¿Qué
podía ganar, en definitiva, insultando a esa imbécil? Por otra
parte, durante ese lapso rumié una serie de reflexiones que
terminaron por tranquilizarme: la carta estaba muy bien y era bueno
que llegase a manos de María. (Muchas veces me ha pasado eso: luchar
insensatamente contra un obstáculo que me impide hacer algo que
juzgo necesario o conveniente, aceptar con rabia la derrota y
finalmente, un tiempo después, comprobar que el destino tenía
razón.) En realidad, cuando me puse a escribir la carta, lo hice sin
reflexionar mayormente y hasta algunas de las hirientes frases
parecían inmerecidas. Pero en ese momento, al volver a pensar en
todo lo que antecedió a la carta, recordé de pronto un sueño que
tuve en alguna de esas noches de borrachera: espiando desde un
escondite me veía a mí mismo, sentado en una silla en el medio de
una habitación sombría, sin muebles ni decorados, y, detrás de mí, a
dos personas que se miraban con expresiones de diabólica ironía: una
era María; la otra era Hunter.
Cuando recordé este sueño, una desconsoladora tristeza se apoderó de
mí. Abandoné la puerta del correo y comencé a caminar pesadamente.
Un tiempo después me encontré sentado en la Recoleta, en un banco
que hay debajo de un árbol gigantesco. Los lugares, los árboles, los
senderos de nuestros mejores momentos empezaron a transformar mis
ideas. ¿ Qué era, al fin de cuentas, lo que yo tenía en concreto
contra María? Los mejores instantes de nuestro amor (un rostro de
ella, una mirada tierna, el roce de su mano en mis cabellos)
comenzaron a apoderarse suavemente de mi alma, con el mismo cuidado
con que se recoge a un ser querido que ha tenido un accidente y que
no puede sufrir la brusquedad más insignificante. Poco a poco fui
incorporándome, la tristeza fue cambiándose en ansiedad, el odio
contra María en odio contra mí mismo y mi aletarga-miento en una
repentina necesidad de correr a mi casa. A medida que iba llegando
al taller fui dándome cuenta de lo que quería: hablar, llamarla por
teléfono a la estancia, en seguida, sin pérdida de tiempo. ¿Cómo no
había pensado antes en esa posibilidad?
Cuando me dieron la comunicación, casi no tenía fuerzas para hablar.
Atendió un mucamo. Le dije que necesitaba comunicarme sin pérdida de
tiempo con la señora María. Al rato me atendió la misma voz, para
decirme que la señora me llamaría dentro de una hora, más o menos.
La espera me pareció interminable.
No recuerdo bien las palabras de aquella conversación por teléfono,
pero sí recuerdo que en vez de pedirle perdón por la carta (la causa
que me había movido a hablar), concluí por decirle cosas más fuertes
que las contenidas en la carta. Claro que eso no sucedió
irrazonablemente; la verdad es que yo comencé hablándole con
humildad y ternura, pero empezó a exasperarme el tono dolorido de su
voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis preguntas
precisas, según su hábito. El diálogo, más bien mi monólogo, fue
creciendo en violencia y cuanto más violento era, más dolorida
parecía ella y más eso me exasperaba, porque yo tenía plena
conciencia de mi razón y de la injusticia de su dolor. Terminé
diciéndole a gritos que me mataría, que era una comediante y que
necesitaba verla en seguida, en Buenos Aires.
No contestó a ninguna de mis preguntas precisas, pero finalmente,
ante mi insistencia y mis amenazas de matarme, me prometió venir a
Buenos Aires, al día siguiente, "aunque no sabía para qué".
—Lo único que lograremos —agregó con voz muy débiles lastimarnos
cruelmente, una vez más.
—Si no venís, me mataré —repetí por fin—. Pensalo bien antes de
tomar cualquier decisión.
Colgué el tubo sin agregar nada más, y la verdad es que en ese
momento estaba decidido a matarme si ella no venía a aclarar la
situación. Quedé extrañamente satisfecho al decidirlo. "Ya verá",
pensé, como si se tratara de una venganza.
XXXII
ese día fue execrable.
Salí de mi taller furiosamente. A pesar de que la vería al día
siguiente, estaba desconsolado y sentía un odio sordo e impreciso.
Ahora creo que era contra mí mismo, porque en el fondo sabía que mis
crueles insultos no tenían fundamento. Pero me daba rabia que ella
no se defendiera, y su voz dolorida y humilde, lejos de aplacarme,
me enardecía más.
Me desprecié. Esa tarde comencé a beber mucho y terminé buscando
líos en un bar de Leandro Alem. Me apoderé de la mujer que me
pareció más depravada y luego desafié a pelear a un marinero porque
le hizo un chiste obsceno. No recuerdo lo que pasó después, excepto
que comenzamos a pelear y que la gente nos separó en medio de una
gran alegría. Después me recuerdo con la mujer esa en la calle. El
fresco me hizo bien. A la madrugada la llevé al taller. Cuando
llegamos se puso a reír de un cuadro que estaba sobre un caballete.
(No sé si dije que, desde la escena de la ventana, mi pintura se fue
transformando paulatinamente: era como si los seres y cosas de mi
antigua pintura hubieran sufrido un cataclismo cósmico. Ya hablaré
de esto más adelante, porque ahora quiero relatar lo que sucedió en
aquellos días decisivos.) La mujer miró, riéndose, el cuadro y
después me miró a mí, como en demanda de una explicación. Como
ustedes supondrán, me importaba un bledo el juicio que aquella
desgraciada podría formarse de mi arte. Le dije que no perdiéramos
tiempo en pavadas.
Estábamos en la cama, cuando de pronto cruzó por mi cabeza una idea
tremenda: la expresión de la rumana se parecía a una expresión que
alguna vez había observado en María.
—¡Puta! —grité enloquecido, apartándome con asco—. ¡Claro que es una
puta!
La rumana se incorporó como una víbora y me mordió el brazo hasta
hacerlo sangrar. Pensaba que me refería a ella. Lleno de desprecio a
la humanidad entera y de odio, la saqué a puntapiés de mi taller y
le dije que la mataría como a un perro si no se iba en seguida. Se
fue gritando insultos a pesar de la cantidad de dinero que le arrojé
detrás.
Por largo tiempo quedé estupefacto en el medio del taller, sin saber
qué hacer y sin atinar a ordenar mis sentimientos ni mis ideas. Por
fin tomé una decisión: fui al baño, llené la bañadera de agua fría,
me desnudé y entré. Quería aclarar mis ideas, así que me quedé en la
bañadera hasta refrescarme bien. Poco a poco logré poner el cerebro
en pleno funcionamiento. Traté de pensar con absoluto rigor, porque
tenía la intuición de haber llegado a un punto decisivo. ¿Cuál era
la idea inicial? Varias palabras acudieron a esta pregunta que yo
mismo me hacía. Esas palabras fueron: rumana, María, prostituta,
placer, simulación. Pensé: estas palabras deben de representar el
hecho esencial, la verdad profunda de la que debo partir. Hice
repetidos esfuerzos para colocarlas en el orden debido, hasta que
logré formular la idea en esta forma terrible, pero indudable: Marta
y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta
simulaba placer; María, pues, simulaba placer; Marta es una
prostituta.
—¡Puta, puta, puta! —grité saltando de la bañadera.
Mi cerebro funcionaba ya con la lúcida ferocidad de los mejores
días: vi nítidamente que era preciso terminar y que no debía dejarme
embaucar una vez más por su voz dolorida y su espíritu de
comediante. Tenía que dejarme guiar únicamente por la lógica y debía
llevar, sin temor, hasta las últimas consecuencias, las frases
sospechosas, los gestos, los silencios equívocos de María.
Fue como si las imágenes de una pesadilla desfilaran
vertiginosamente bajo la luz de un foco monstruoso. Mientras me
vestía con rapidez, pasaron ante mí todos los momentos sospechosos:
la primera conversación por teléfono, con la asombrosa capacidad de
simulación y el largo aprendizaje que revelaban sus cambios de voz;
las oscuras sombras en torno de María que se delataban a través de
tantas frases enigmáticas; y ese temor de ella de "hacerme mal", que
sólo podía significar "te haré mal con mis mentiras, con mis
inconsecuencias, con mis hechos ocultos, con la simulación de mis
sentimientos y sensaciones", ya que no podría hacerme mal por amarme
de verdad; y la dolorosa escena de los fósforos; y cómo al comienzo
había rehuido hasta mis besos y como sólo había cedido al amor
físico cuando la había puesto ante el extremo de confesar su
aversión o, en el mejor de los casos, el sentido maternal o
fraternal de su cariño, lo que, desde luego, me impedía creer en sus
arrebatos de placer, en sus palabras y en sus rostros de éxtasis; y
además su precisa experiencia sexual, que difícilmente podía haber
adquirido con un filósofo estoico como Allende; y las respuestas
sobre el amor a su marido, que sólo permitían inferir una vez más su
capacidad para engañar con sentimientos y sensaciones apócrifos; y
el círculo de familia, formado por una colección de hipócritas y
mentirosos; y el aplomo y la eficacia con que había engañado a sus
dos primos con las inexistentes manchas del puerto; y la escena
durante la comida, en la estancia, la discusión allá abajo, los
celos de Hunter; y aquella frase que se le había escapado en el
acantilado: "como me había equivocado una vez"; ¿con quién, cuándo,
cómo? y "los hechos tormentosos y crueles" con ese otro primo,
palabras que también se escaparon inconscientemente de sus labios,
como lo reveló al no contestar mi pedido de aclaración, porque no me
oía, simplemente no me oía, vuelta como estaba hacia su infancia, en
la quizá única confesión auténtica que había tenido en mi presencia;
y, finalmente, esta horrenda escena con la rumana, o rusa, o lo que
fuera. ¡ Y esa sucia bestia que se había reído de mis cuadros y la
frágil criatura que me había alentado a pintarlos tenían la misma
expresión en algún momento de sus vidas! ¡ Dios mío, si era para
desconsolarse por la naturaleza humana, al pensar que entre ciertos
instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes
subterráneos!
XXXIII
muchas de las conclusiones que extraje en aquel
lúcido pero fantasmagórico examen eran hipotéticas, no las podía
demostrar, aunque tenía la certeza de no equivocarme. Pero advertí,
de pronto, que había desperdiciado, hasta ese momento, una
importante posibilidad de investigación: la opinión de otras
personas. Con satisfacción feroz y con claridad nunca tan intensa,
pensé por primera vez en ese procedimiento y en la persona indicada:
Lartigue. Era amigo de Hunter, amigo íntimo. Es cierto que era otro
individuo despreciable: había escrito un libro de poemas acerca de
la vanidad de todas las cosas humanas, pero se quejaba de que no le
hubieran dado el premio nacional. No iba a detenerme en escrúpulos.
Con viva repugnancia, pero con decisión, lo llamé por teléfono, le
dije que tenía que verlo urgentemente, lo fui a ver a su casa, le
elogié el libro de versos y (con gran disgusto suyo, que quería que
siguiésemos hablando de él), le hice a boca de jarro una pregunta ya
preparada:
—¿Cuánto hace que María Iribarne es amante de Hunter?
Mi madre no preguntaba nunca si habíamos comido una manzana, porque
habríamos negado; preguntaba cuántas, dando astutamente por
averiguado lo que quería averiguar: si habíamos comido o no la
fruta; y nosotros, arrastrados sutilmente por ese acento
cuantitativo respondíamos que sólo habíamos comido una manzana.
Lartigue es vanidoso pero no es zonzo: sospechó que había algo
misterioso en mi pregunta y creyó evadirla contestando :
—De eso no sé nada.
Y volvió a hablar del libro y del premio. Con verdadero asco, le
grité:
—¡Qué gran injusticia han cometido con su libro!
Me fui corriendo. Lartigue no era zonzo, pero no advirtió que sus
palabras eran suficientes.
Eran las tres de la tarde. Ya debía estar María en Buenos Aires.
Llamé por teléfono desde un café: no tenía paciencia para ir hasta
el taller. En cuanto me atendió, le dije:
—Tengo que verte en seguida.
Traté de disimular mi odio porque temía que sospechara algo y no
viniese a la cita. Convinimos en vernos a las cinco en la Recoleta,
en el lugar de siempre.
—Aunque no veo qué saldremos ganando —agregó tristemente.
—Muchas cosas —respondí—, muchas cosas.
—¿ Lo crees ? —preguntó con acento de desesperanza.
—Desde luego.
—Pues yo creo que sólo lograremos hacernos un poco más de daño,
destruir un poco más el débil puente que nos comunica, herirnos con
mayor crueldad... He venido porque lo has pedido tanto, pero debía
haberme quedado en la estancia: Hunter está enfermo.
"Otra mentira", pense.
—Gracias —contesté secamente—. Quedamos, pues, en que nos vemos a
las cinco en punto. María asintió con un suspiro.
XXXIV
antes de las cinco estuve en la Recoleta, en el
banco donde solíamos encontrarnos. Mi espíritu, ya ensombrecido,
cayó en un total abatimiento al ver los árboles, los senderos y los
bancos que habían sido testigos de nuestro amor. Pensé, con
desesperada melancolía, en los instantes que habíamos pasado en
aquellos jardines de la Recoleta y de la Plaza Francia y cómo, en
aquel entonces que parecía estar a una distancia innumerable, había
creído en la eternidad de nuestro amor. Todo era milagroso,
alucinante, y ahora todo era sombrío y helado, en un mundo
desprovisto de sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de
destruir el resto que quedaba de nuestro amor y de quedarme
definitivamente solo, me hizo vacilar. Pensé que quizá era posible
echar a un lado todas las dudas que me torturaban. ¿Qué me importaba
lo que fuera María más allá de nosotros? Al ver esos bancos, esos
árboles, pensé que jamás podría resignarme a perder su apoyo, aunque
más no fuera que en esos instantes de comunicación, de misterioso
amor que nos unía. A medida que avanzaba en estas reflexiones, más
iba haciéndome a la idea de aceptar su amor así, sin condiciones y
más me iba aterrorizando la idea de quedarme sin nada, absolutamente
nada. Y de ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como
sólo pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente, empezó
a poseerme una desbordante alegría, al darme cuenta de que nada se
había perdido y que podía empezar, a partir de ese instante de
lucidez, una nueva vida.
Desgraciadamente, María me falló una vez más. A las cinco y media,
alarmado, enloquecido, volví a llamarla por teléfono. Me dijeron que
se había vuelto repentinamente a la estancia. Sin advertir lo que
hacía, le grité a la mucama:
—¡Pero si habíamos quedado en vernos a las cinco!
—Yo no sé nada, señor —me respondió algo asustada—. La señora salió
en auto hace un rato y dijo que se quedaría allá una semana por lo
menos.
¡ Una semana por lo menos! El mundo parecía derrumbarse, todo me
parecía increíble e inútil. Salí del café como un sonámbulo. Vi
cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro, como si
eso sirviera para algo. ¡ Y tanto como le había pedido verla esa
tarde, tanto como la necesitaba! ¡ Y tan poco que estaba dispuesto a
pedirle, a mendigarle! Pero, —pensé con feroz amargura— entre
consolarme a mí en un parque y acostarse con Hunter en la estancia
no podía haber lugar a dudas. Y en cuanto me hice esta reflexión se
me ocurrió una idea. No, mejor dicho, tuve la certeza de algo. Corrí
las pocas cuadras que faltaban para llegar a mi taller y desde allí
llamé nuevamente por teléfono a la casa de Allende. Pregunté si la
señora no había recibido un llamado telefónico de la estancia, antes
de ir.
—Sí —respondió la mucama, después de una pequeña vacilación.
—¿ Un llamado del señor Hunter, no? La mucama volvió a vacilar. Tomé
nota de las dos vacilaciones.
—Sí —contestó finalmente.
Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡ Tal como
lo había intuido! Me dominaba a la vez un sentimiento de infinita
soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado.
Pensé en Mapelli.
Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina,
agarré un cuchillo grande y volví al taller. ¡Qué poco quedaba de la
vieja pintura de Juan Pablo Castel! ¡Ya tendrían motivos para
admirarse esos imbéciles que me habían comparado a un arquitecto!
¡Como si un hombre pudiera cambiar de verdad! ¿ Cuántos de esos
imbéciles habían adivinado que debajo de mis arquitecturas y de "la
cosa intelectual" había un volcán pronto a estallar? Ninguno. ¡Ya
tendrían tiempo de sobra para ver estas columnas en pedazos, estas
estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras
infernales! Ahí estaban, como un museo de pesadillas petrificadas,
como un Museo de la Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo
que quería destruir sin dejar siquiera rastros. Lo miré por última
vez, sentí que la garganta se me contraía dolorosamente, pero no
vacilé: a través de mis lágrimas vi confusamente cómo caía en
pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa, aquella espera.
Pisoteé los jirones de tela y los refregué hasta convertirlos en
guiñapos sucios. ¡ Ya nunca más recibiría respuesta aquella espera
insensata! ¡Ahora sabía más que nunca que esa espera era
completamente inútil!
Corrí a la casa de Mapelli pero no lo encontré: me dijeron que debía
de estar en la librería Viau. Fui hasta la librería, lo encontré, lo
llevé aparte de un brazo, le dije que necesitaba su auto. Me miró
con asombro: me preguntó si pasaba algo grave. No había pensado nada
pero se me ocurrió decirle que mi padre estaba muy grave y que no
tenía tren hasta el otro día. Se ofreció a llevarme él mismo, pero
rehusé: le dije que prefería ir solo. Volvió a mirarme con asombro,
pero terminó por darme las llaves.
XXXV
eran las seis de la tarde. Calculé que con el
auto de Mapelli podía llegar en cuatro horas, de modo que a las diez
estaría allá. "Buena hora", pensé.
En cuanto salí al camino a Mar del Plata, lancé el auto a ciento
treinta kilómetros y empecé a sentir una rara voluptuosidad, que
ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto
con ella. Con ella, que había sido como alguien detrás de un
impenetrable muro de vidrio, a quien yo podía ver, pero no oír ni
tocar; y así, separados por el muro de vidrio, habíamos vivido
ansiosamente, melancólicamente.
En esa voluptuosidad aparecían y desaparecían sentimientos de culpa,
de odio y de amor: había simulado una enfermedad y eso me
entristecía; había acertado al llamar por segunda vez a lo de
Allende y eso me amargaba. ¡ Ella, María, podía reírse con
frivolidad, podía entregarse a ese cínico, a ese mujeriego, a ese
poeta falso y presuntuoso! ¡Qué desprecio sentía entonces por ella!
Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en
la forma más repelente: por un lado estaba yo, estaba el compromiso
de verme esa tarde; ¿para qué?, para hablar de cosas oscuras y
ásperas, para ponernos una vez más frente a frente a través del muro
de vidrio, para mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas,
para tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer
tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de vidrio, para
soñar una vez más ese sueño imposible. Por el otro lado estaba
Hunter y le bastaba tomar el teléfono y llamarla para que ella
corriera a su cama. ¡Qué grotesco, qué triste era todo!
Llegué a la estancia a las diez y cuarto. Detuve el auto en el
camino real, para no llamar la atención con el ruido del motor y
caminé. El calor era insoportable, había una agobia-dora calma y
sólo se oía el murmullo del mar. Por momentos, la luz de la luna
atravesaba los nubarrones y pude caminar, sin grandes dificultades,
por el callejón de entrada, entre los eucaliptos. Cuando llegué a la
casa grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta baja;
pensé que todavía estarían en el comedor.
Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a las
violentas tempestades de verano. Era natural que salieran después de
comer. Me oculté en un lugar del parque que me permitía vigilar la
salida de gente por la escalinata y esperé.
XXXVI
fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo
pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los
relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos,
a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte.
Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada,
lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces,
y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde
María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente,
y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a
tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su
caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me
veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara
pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también
alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en
pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado
del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para
encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada
por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de
que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y
que la hora del encuentro había llegado.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos
se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida
ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían
paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera
como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura
silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así:
a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué
pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos,
qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos
momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y
que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de
los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en
todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel
en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y
en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había
visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro
túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo,
al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se
había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había
entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había
intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces,
mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su
vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven
afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y
alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente
a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por
qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía
que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser
encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de
vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo
que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares
inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era
infinitamente más solitario que lo que había imaginado.
XXXVII
después de este inmenso tiempo de mares y
túneles, bajaron por la escalinata. Cuando los vi del brazo, sentí
que mi corazón se hacía duro y frío como un pedazo de hielo.
Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro. "¿Apuro de
qué?", pensé con amargura. Y sin embargo, ella sabía que yo la
necesitaba, que esa tarde la había esperado, que habría sufrido
horriblemente cada uno de los minutos de inútil espera. Y sin
embargo, ella sabía que en ese mismo momento en que gozaba en calma
yo estaría atormentado en un minucioso infierno de razonamientos, de
imaginaciones. ¡Qué implacable, que fría, qué inmunda bestia puede
haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil! Ella podía
mirar el cielo tormentoso como lo hacía en ese momento y caminar del
brazo de él (¡del brazo de ese grotesco individuo!), caminar
lentamente del brazo de él por el parque, aspirar sensualmente el
olor de las flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no
obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habría
esperado en vano, que ya habría hablado a su casa y sabido de su
viaje a la estancia, estaría en un desierto negro, atormentado por
infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de
mis vísceras.
¡Y hablaba con ese monstruo ridículo! ¿De qué podría hablar María
con ese infecto personaje? ¿Y en qué lenguaje?
¿O sería yo el monstruo ridículo? ¿Y no se estarían riendo de mí en
ese instante? ¿Y no sería yo el imbécil, el ridículo hombre del
túnel y de los mensajes secretos?
Caminaron largamente por el parque. La tormenta estaba ya sobre
nosotros, negra, desgarrada por los relámpagos y truenos. El pampero
soplaba con fuerza y comenzaron las primeras gotas. Tuvieron que
correr a refugiarse en la casa. Mi corazón comenzó a latir con
dolorosa violencia. Desde mi escondite, entre los árboles, sentí que
asistiría, por fin, a la revelación de un secreto abominable pero
muchas veces imaginado.
Vigilé las luces del primer piso, que todavía estaba completamente a
oscuras. Al poco tiempo vi que se encendía la luz del dormitorio
central, el de Hunter. Hasta ese instante, todo era normal: el
dormitorio de Hunter estaba frente a la escalera y era lógico que
fuera el primero en ser iluminado. Ahora debía encenderse la luz de
la otra pieza. Los segundos que podía emplear María en ir desde la
escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente marcados por los
salvajes latidos de mi corazón.
Pero la otra luz no se encendió.
¡ Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita
soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía
rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis
señales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbó lentamente, como si le
hubiera llegado la hora de la vejez.
XXXVIII
De pie entre los árboles agitados por el
vendaval, empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo
implacable. Hasta que, a través de mis ojos mojados por el agua y
las lágrimas, vi que una luz se encendía en otro dormitorio.
Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla. Luchando con la
tormenta, trepé hasta la planta alta por la reja de una ventana.
Luego, caminé por la terraza hasta encontrar una puerta. Entré a la
galería interior y busqué su dormitorio: la línea de luz debajo de
su puerta me la señaló inequívocamente. Temblando empuñé el cuchillo
y abrí la puerta. Y cuando ella me miró con ojos alucinados, yo
estaba de pie, en el vano de la puerta. Me acerqué a su cama y
cuando estuve a su lado, me dijo tristemente:
—¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?
Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le respondí:
—Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.
Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella apretó
las mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el cuchillo
chorreante de sangre, los abrió con esfuerzo y me miró con una
mirada dolorosa y humilde. Un súbito furor fortaleció mi alma y
clavé muchas veces el cuchillo en su pecho y en su vientre.
Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu,
como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu. Los
relámpagos me mostraron, por última vez, un paisaje que nos había
sido común.
Corrí a Buenos Aires. Llegué a las cuatro o cinco de la madrugada.
Desde un café telefoneé a la casa de Allende, lo hice despertar y le
dije que debía verlo sin pérdida de tiempo.
Luego corrí a Posadas. El polaco estaba esperándome en la puerta de
calle. Al llegar al quinto piso, vi a Allende frente al ascensor,
con los ojos inútiles muy abiertos. Lo agarré de un brazo y lo
arrastré dentro. El polaco, como un idiota, vino detrás y me miraba
asombrado. Lo hice echar. Apenas salió, le grité al ciego:
—¡Vengo de la estancia! ¡María era la amante de Hunter!
La cara de Allende se puso mortalmente rígida.
—¡ Imbécil! —gritó entre dientes, con un odio helado. Exasperado por
su incredulidad, le grité:
—¡ Usted es el imbécil! ¡ María era también mi amante y la amante de
muchos otros!
Sentí un horrendo placer, mientras el ciego, de pie, parecía de
piedra.
—¡Sí! —grité—. ¡Yo lo engañaba a usted y ella nos engañaba a todos!
¡Pero ahora ya no podrá engañar a nadie! ¿Comprende? ¡A nadie! ¡A
nadie!
—¡ Insensato! —aulló el ciego con una voz de fiera y corrió hacia mí
con unas manos que parecían garras.
Me hice a un lado y tropezó contra una mesita, cayéndose. Con
increíble rapidez, se incorporó y me persiguió por toda la sala,
tropezando con sillas y muebles, mientras lloraba con un llanto
seco, sin lágrimas, y gritaba esa sola palabra: ¡insensato!
Escapé a la calle por la escalera, después de derribar al mucamo que
quiso interponerse. Me poseían el odio, el desprecio y la compasión.
Cuando me entregué, en la comisaría, eran casi las seis.
A través de la ventanita de mi calabozo vi cómo nacía un nuevo día,
con un cielo ya sin nubes. Pensé que muchos hombres y mujeres
comenzarían a despertarse y luego tomarían el desayuno y leerían el
diario e irían a la oficina, o darían de comer a los chicos o al
gato, o comentarían el film de la noche anterior.
Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo.
.
XXXIX
.
en estos meses de encierro he intentado muchas veces razonar la
última palabra del ciego, la palabra insensato. Un cansancio muy
grande, o quizá oscuro instinto, me lo impide reiteradamente. Algún
día tal vez logre hacerlo y entonces analizaré también los motivos
que pudo haber tenido Allende para suicidarse.
Al menos puedo pintar, aunque sospecho que los médicos se ríen a mis
espaldas, como sospecho que se rieron durante el proceso cuando
mencioné la escena de la ventana.
Sólo existió un ser que entendía mi pintura. Mientras tanto, estos
cuadros deben de confirmarlos cada vez más en su estúpido punto de
vista. Y los muros de este infierno serán, así, cada día más
herméticos.
FIN |