El
poder de la palabra
El
fenómeno del
lenguaje es una de
las manifestaciones
más curiosas
creadas por el
hombre. Esa emisión
de sonidos
articulados que
establece el puente
levadizo de nuestra
comunicabilidad,
tiene un poder que
escapa a toda
vigilancia.
Sin
duda, el uso de la
palabra ha prestado
al megalómano que
es el hombre,
incalculables
servicios. Pero
constituye un
instrumento cuyo
verdadero alcance
nunca nadie ha
podido averiguar.
Para descubrir el
significado de las
palabras se recurre
habitualmente a los
diccionarios. En éstos
las vemos figurar
como en un museo
entomológico, igual
que mariposas
muertas atravesadas
por alfileres y
rigurosamente
clasificadas, por géneros
y especies. Se lle
algo sobre su
significado, pero
como en el caso de
las mariposas, el
clasificador nada
nos puede decir de
la misteriosa vida
que han llevado,
recorriendo el mundo
y la historia de
boca a boca,
naciendo de nuevo
cada vez que eran
pronunciadas. Porque
cada hombre pone un
poco de sí mismo en
cada palabra que
utiliza, de modo que
en ellas circula la
sangre de todos los
hombres y en ellas
queda el recuerdo
del temblor de todos
los labios que la
pronunciaron, y la
carga afectiva de
miles de millones de
seres que las
emitieron cuando en
sus cuerpos ardía
el amor o el odio,
el horror, el miedo,
la desesperación,
el coraje o la
indiferencia. Ellas
transportaron
secretamente esa
esencia inexpresable
que impulsa a los
hombres: la
esperanza, y cada
palabra contiene
apagado el grito de
la soledad de los más
altos: el desprecio.
De
toda esa carga
afectiva, de todos
esos infinitos
significados, nada
dice el diccionario.
Él tiene que ver
con las palabras
muertas y disecadas.
En éstas ya no
queda la huella de
los dientes que las
mordieron antes de
pronunciarlas.
Hablar
de la palabra al
servicio del hombre
es enunciar la más
cruda paradoja. Lo
habitual es que el
hombre esté al
servicio de la
palabra. Y aquí
adquiere su
verdadero
significado la
expresión:
"Primero fue el
Verbo". Donde
la palabra se
muestra como señora
absoluta, dueña
total del hombre, es
el campo de las
ideas. ¿De dónde
vienen las ideas? Un
extraño poder que
se origina en el
menos controlable de
los mecanismos
espirituales del
hombre, la razón,
logra en
determinadas
circunstancias, unir
una serie de
palabras en una
estructura sólida.
Desde ese momento,
la palabra que entra
a formar parte de
una idea pierde toda
autonomía y todo
significado.
La
idea adquiere en
cambio una vida
propia e
indivisible. El
hombre mismo que la
crea pierde desde el
instante en que la
lanza al mundo, todo
poder sobre ella. La
idea para él tiene
un sentido, pero
ella conquista, al
liberarse de su
creador, una vida
personal, un nuevo
sentido
imprevisible. Se
lanza entonces en
una aventura cuyas
consecuencias son
asombrosas: una idea
de libertad se
convierte así en
mecanismo de opresión,
una idea de amor, en
mecanismo de odio y
de destrucción.
Las
palabras agrupadas
en ideas circulan
libremente; pasan de
un hombre a otro
como parásitos, y
habitan en el
interior de cada uno
absorbiendo toda su
vida espiritual para
transformarla en
nada, porque la idea
sale de cada hombre
menos personal que
nunca, más informe,
menos definida, pero
dotada de un poder
corrosivo cada vez
mayor. Pasan así de
un hombre a otro sin
que ninguno de ellos
participe en su vida
invisible. Los
carcome como el más
venenoso de los
microbios y entonces
los abandona para
saltar a otros. En
ocasiones se difunde
con la rapidez de
una epidemia e
invade en masa a los
individuos. Estos,
en lugar de sentirse
enfermos, aparecen
verdaderamente poseídos,
embargados por una
exaltación y
entusiasmo sin límites.
Hasta hablan de
poseer ideas. En
verdad, nunca los
hombres poseen a las
ideas, son las ideas
las que poseen a los
hombres. Ellas son
los grandes verdugos
invisibles.
Solapados verdugos
que se presentan
para dar sentido a
la vida y en cambio
la destruyen. Y el
destruido vive con
exaltación su
propio martirio, y
cuando por acaso es
abandonado por la
idea, se siente
hueco, como muerto,
pues ella ha
devorado todo lo que
de viviente había
en su interior.
En
el vacío que separa
a los hombres unos
de otros la palabra
ejerce la doble acción
de puente y muralla.
Cuando dos miradas
se encuentran y
parecen descubrir
bruscamente el
sentido de una
afinidad humana, de
una verdadera comunión,
llega oportunamente
la palabra para
destruir toda ilusión,
para afirmar el
derecho a la soledad
inalienable del
hombre.
Donde
aparece más clara
la reclusión del
hombre en su soledad
merced al uso de la
palabra, es en los
distintos lenguajes
convencionales. No
trato de discutir la
enorme utilidad práctica
de las
conversaciones. Nos
permiten ponernos de
acuerdo para
satisfacer una serie
de necesidades básicas.
Creo en la
importancia de la
subsistencia. Pero
no me inclino a
aceptar que
subsistir y vivir
son equivalentes.
Existen
innumerables
lenguajes
convencionales y en
cada uno de ellos la
palabra más
corriente se despoja
de sentido para
convertirse en un
signo de determinada
cosa, signo que
permite el acuerdo
entre dos o más
personas. Así,
sobre las bases de
estos diversos
lenguajes
convencionales, se
desarrolla la
posibilidad de vivir
en grupos activos,
estabilizar y
propagar el
conocimiento,
organizar la
sociedad y la
familia en sólidas
estructuras, etc.
Lla filosofía, la
religión, las
diversas ciencias,
la política, el
comercio, las
relaciones
internacionales,
todas poseen su
sistema particular
de convenciones,
sistema
absolutamente
incomprensible para
el hombre común.
Los distintos grupos
humanos se entienden
también mediante un
lenguaje particular
para cada caso; así
hay un lenguaje de
las reuniones de
alta sociedad, otro
para la pequeña
burguesía, otro
para los ladrones,
otros para los
relojeros. Los médicos
utilizan un lenguaje
distinto del de los
abogados o del de
los traficantes de
blancas. Los
pecadores emplean
uno absolutamente
incomprensible para
los matemáticos y
viceversa. Nadie
puede discutir la
enorme utilidad de
todos estos
lenguajes: ellos
permiten subsistir a
los médicos y a los
pescadores,
justifican la
organización
racional de la
justicia sobre la
base de la comprensión
de los ladrones
entre sí, y
permiten la
existencia del amor
mercenario, base de
la organización de
la familia.
Pero
en todos estos
lenguajes
convencionales nadie
pone absolutamente
nada personal: el
lenguaje resulta
exterior al hombre.
Las palabras son
como cáscaras sin
contenido, con un
signo dibujado en el
exterior que las
hace reconocibles
por los iniciados.
Lo
realmente vital del
lenguaje se
encuentra
fundamentalmente en
tres situaciones: en
el lenguaje popular,
en el lenguaje del
amor y en la poesía.
En el lenguaje
popular, el hombre
del pueblo,
rechazado por todas
las convenciones,
vive en lo que dice
directamente sus
sufrimientos o sus
alegrías; el
lenguaje es para él
un modo inmediato de
volcarse íntegramente,
pues no encuentra
sentido sino en la
gran comunión con
los otros. Es el
ente anónimo, el
ser que participa
con su
insignificante
aporte en el gran
sufrimiento y la
alegría
universales. Y
cuanto más bajo es
el hombre del pueblo
más intenso y vital
resulta su lenguaje.
En
cuanto al amor (me
refiero a aquellos
para quienes al amor
se sacrifica todo,
capaces del suicidio
o el crimen, del
renunciamiento a
todos los bienes o
de la conquista de
todas las riquezas),
es el mecanismo por
el cual los seres
enredados en la maraña
de un lenguaje
vital, salir de la cárcel
de su soledad. Así
pueden salvarse el
político y el matemático,
el juez y el ladrón.
Pero
es a la poesía a la
que corresponde el
lugar de privilegio
en un verdadero
lenguaje de
comunicación
humana. La poesía
incorpora la esencia
vital del lenguaje
popular y del
lenguaje de los
amantes, pero les
agrega una exaltación
de todos los
contenidos posibles
de la palabra.
El
poeta descubre en la
palabra la vibración
imperceptible que
han dejado todos
aquellos que han
volcado en ella su
sufrimiento o su
pasión desde que
por primera vez fue
lanzada hasta que
atravesando la
historia y las
generaciones la
encuentra en su
interior. Y a esa
infinita suma de
destinos humanos el
poeta le agrega su
propio destino que
los resume todos.
El
poeta logra hacer
revivir las palabras
agotadas por el uso
y en ellas descubre
un resto de vida
reanimándolo, haciéndolo
resplandecer
nuevamente. Recoge
las frases hechas,
los lugares comunes,
fragmentos muertos
del lenguaje, y
mediante un proceso
particular de fricción
conocidos sólo por
el poeta, desarrolla
en ellos una
incandescencia
sorprendente, les da
una jerarquía
insospechada.
Pero
todas estas
propiedades
corresponden sólo a
la verdadera poesía
que nada tiene que
ver con el conocido
fabricante de versos
a quien en el
lenguaje
convencional de la
sociedad se designa
habitualmente como
poeta. Este curioso
personaje vacío de
sentido y de vida
utilizada ciertas
convenciones
literarias para
organizar una
sustancia que a
veces tiene cierto
interés decorativo,
y que como los
bibelots y
ornamentos de las
mansiones acomodadas
sirven de adorno en
las aburridas
veladas
convencionales de
las distintas capas
sociales. Utiliza en
esencia el lenguaje
convencional.
Hay
un signo evidente e
inmediato que revela
la verdadera poesía.
Ella provoca instantáneamente
la irritación y el
encono de los
mediocres,
mistificadores, vacíos
e imponentes. En ese
sentido la poesía
se convierte en la
gran moralizadora,
posee una violenta
actividad agresiva
frente a lo falso y
trivial por más
disimuladamente que
se presente. Estalla
como una bomba
incendiaria cuando
se pone en contacto
con el lenguaje
convencional.
La
poesía por su íntima
vinculación con lo
estrictamente humano
se encuentra en el
extremo opuesto de
lo que se ha dado en
llamar literatura,
es decir, de todo
juego verbal
intrascendente y
decorativo, de todo
acto de simulación
de estados de ánimo,
de toda intención
fríamente
descriptiva. Con un
discreto aparato retórico,
el literato puede
realizar una obra
aceptable, que no
deje de ser un juego
y que no diga
absolutamente nada.
Utilizando las
convenciones
corrientes encontrará
una inmediata
aceptación -ya que
nos compromete
ninguna actitud
esencialmente
humana- y permitirá
a su aprovechado
autor ocupar un
lugar más o menos
destacado en la
historia literaria.
Lo que jamás ocupará
será un lugar en el
espíritu del
hombre.
Es
del poeta la misión
de llamar
directamente al espíritu
más allá de toda
literatura. Su voz
abre la puerta de la
comunicabilidad,
deribando la muralla
de las convenciones.
Y en el oscuro rincón
a que ha quedado
limitado lo
realmente humano la
poesía se atreve a
aportar su esperanza
de salvación, su
esperanza de
integración final
de lo humano en la
vida.
Aparecido
en A partir de O, N°
1, noviembre de
1952, Buenos Aires.
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