Capítulo I
De la organización del poder en la democracia
Hemos enumerado los diversos aspectos bajo los cuales se presentan
en el Estado la asamblea deliberante, o sea el soberano, las
magistraturas y los tribunales; hemos demostrado cómo la
organización de estos elementos se modifica según los principios
mismos de la constitución; además hemos tratado anteriormente de la
caída y estabilidad de los gobiernos, y hemos dicho cuáles son las
causas que producen la una y aseguran la otra. Pero como hemos
reconocido muchos matices en la democracia y en los demás gobiernos,
creemos conveniente volver sobre todo aquello que hayamos dejado a
un lado, y determinar el modo de organización más ventajoso y
especial de cada uno de ellos. Examinaremos, además, todas las
combinaciones a que pueden dar lugar los diversos sistemas de que
hemos hablado, mezclándose entre sí. Unidos unos con otros, pueden
alterar el principio fundamental del gobierno, y hacer, por ejemplo,
a la aristocracia oligárquica, o lanzar las repúblicas a la
demagogia. Ved lo que yo entiendo que son estas combinaciones
compuestas que me propongo examinar aquí, y que no han sido aún
estudiadas: constituidas la asamblea general y la elección de los
magistrados según el sistema oligárquico, la organización judicial
puede ser aristocrática; o, también, organizados oligárquicamente
los tribunales y la asamblea general, la elección de los magistrados
puede serlo de una manera completamente aristocrática. Podría
suponerse todavía algún otro modo de combinación, con tal que las
partes esenciales del gobierno no estén constituidas según un
sistema único.
Hemos dicho también a qué Estados conviene la democracia, qué pueblo
puede consentir las instituciones oligárquicas, y cuáles son, según
los casos, las ventajas de los demás sistemas. Pero no basta saber
cuál es el sistema que debe, según las circunstancias, preferirse
para los Estados; lo que es preciso conocer, sobre todo, es el medio
de establecer tal o cuál gobierno. Examinemos rápidamente esta
cuestión. Hablemos, en primer lugar, de la democracia, y nuestras
explicaciones bastarán para hacer comprender bien la forma política
diametralmente opuesta a ésta y que comúnmente se llama oligarquía.
No olvidaremos en esta indagación ninguno de los principios
democráticos, ni tampoco ninguna de las consecuencias que de ellos
se desprenden; porque de su combinación nacen los matices de la
democracia, que son tan numerosas y tan diversos. En mi opinión son
dos las causas de estas variedades de democracia. La primera, como
ya he dicho, es la variedad misma de las clases que la componen: por
un lado, los labradores; por otro, los artesanos; por aquel los
mercaderes. La combinación del primero de estos elementos con el
segundo, o del tercero con los otros dos, forma no sólo una
democracia mejor o peor, sino esencialmente diferente. En cuanto a
la segunda causa, hela aquí: las instituciones que se derivan del
principio democrático y que parecen una consecuencia peculiar de los
mismos, cambian completamente mediante sus diversas combinaciones la
naturaleza de las democracias. Estas instituciones pueden ser menos
numerosas en este Estado, más en aquel, o, en fin, encontrarse
reunidas en otro. Importa conocerlas todas sin excepción, ya se
trate de establecer una constitución nueva, ya de reformar una
antigua. Los fundadores de Estados aspiran siempre a agrupar en
torno de su principio general todos los especiales que de él
dependen; pero se engañan en la aplicación, como ya he hecho
observar al tratar de la destrucción y prosperidad de los Estados.
Expongamos ahora las bases en que se apoyan los diversos sistemas,
los caracteres que presentan ordinariamente, y el fin a cuya
realización aspiran.
El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir
este axioma, podría creerse que sólo en ella puede encontrarse la
libertad; porque ésta, según se dice, es el fin constante de toda
democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en
el mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es
la igualdad, no con relación al mérito, sino según el número. Una
vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la
multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de
la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque
se parte del principio de que todos los ciudadanos deben ser
iguales. Y así, en la democracia, los pobres son soberanos, con
exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la
mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la
libertad, la cual es para los partidarios de la democracia una
condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la
facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como
suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la
esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el segundo carácter de
la libertad democrática. Resulta de esto que en la democracia el
ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obedece es
a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se
concilia la libertad con la igualdad.
Estando el poder en la democracia sometido a estas necesidades, las
únicas combinaciones de que es susceptible son las siguientes. Todos
los ciudadanos deben ser electores y elegibles. Todos deben mandar a
cada uno y cada uno a todos, alternativamente. Todos los cargos
deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no
exigen experiencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna
condición de riqueza, y si la hay ha de ser muy moderada. Nadie debe
ejercer dos veces el mismo cargo, o por lo menos muy rara vez, y
sólo los menos importantes, exceptuando, sin embargo, las funciones
militares. Los empleos deben ser de corta duración, si no todos, por
lo menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición. Todos
los ciudadanos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi
todos los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las
cuentas del Estado y los negocios puramente políticos; y también en
los convenios particulares. La asamblea general debe ser soberana en
todas las materias, o por lo menos en las principales, y se debe
quitar todo poder a las magistraturas secundarias, dejándoselo sólo
en cosas insignificantes. El senado es una institución muy
democrática allí donde la universalidad de los ciudadanos no puede
recibir del tesoro público una indemnización por su asistencia a las
asambleas; pero donde se da este salario el poder del senado queda
reducido a la nulidad. El pueblo, una vez rico, merced al salario
que le da la ley, todo lo quiere avocar a sí, como queda dicho en la
parte de este tratado que precede inmediatamente a ésta. Pero,
previamente, es preciso hacer, ante todo, que todos los empleos sean
retribuidos; asamblea general, tribunales, magistraturas inferiores;
o, por lo menos, es preciso retribuir a los magistrados, jueces,
senadores, miembros de la asamblea y funcionarios que están
obligados a comer en común. Si los caracteres de la oligarquía son
el nacimiento ilustre, la riqueza y la instrucción, los de la
democracia serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejercicio de
un oficio. Es preciso cuidarse mucho de no crear ningún cargo
vitalicio; y si alguna magistratura antigua ha conservado este
privilegio en medio de la revolución democrática, es preciso limitar
sus poderes y conferirla por suerte en lugar de hacerlo por
elección.
Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se
desprenden directamente del principio que se considera como
democrático, es decir, de la igualdad perfecta de todos los
ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del
número, condición que parece esencial a la democracia y querida a la
multitud. La igualdad pide que los pobres no tengan más poder que
los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino que lo sean
todos en la proporción misma de su número; no encontrándose otro
medio más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad.
Aquí puede preguntarse aún cuál será esta igualdad. ¿Es preciso
distribuir los ciudadanos de manera que la renta que posean mil de
entre ellos sea igual a la que tengan otros quinientos distintos, y
conceder entonces a la suma de los primeros tantos derechos como a
los segundos? o, en otro caso, si se desecha esta especie de
igualdad, ¿se debe tomar de entre los quinientos de una parte y los
mil de la otra un número igual de ciudadanos, los cuales tendrán el
derecho de elegir los magistrados y de asistir a los tribunales? ¿Es
este el sistema más equitativo, conforme al derecho democrático, o
es preciso dar la preferencia al que no tiene absolutamente en
cuenta otra cosa que el número? Al decir de los partidarios de la
democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la
mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la
oligarquía, la justicia está en la decisión de los ricos, porque a
sus ojos la riqueza es la única base racional en política. De una y
otra parte veo siempre la desigualdad y la injusticia. Los
principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía; porque
si un individuo es más rico por sí solo que todos los demás ricos
juntos, es preciso, conforme a las máximas del derecho oligárquico,
que este individuo sea soberano, porque solamente él tiene el
derecho de serlo. Los principios democráticos conducen derechamente
a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se
repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he dicho en otro
lugar. Para encontrar una igualdad que uno y otro partido puedan
admitir, es preciso buscarla en el principio mismo en que ambos
fundan su derecho político, pues que por una y otra parte se
sostiene que la voluntad de la mayoría debe ser soberana. Admito
este principio, pero le pongo una limitación. El Estado se compone
de dos partes, los ricos y los pobres; pues que la decisión de unos
y de otros, es decir, de las dos mayorías sea ley. Si hay
disentimiento, que prevalezca el dictamen de los que sean más
numerosos o de aquellos que tengan más renta. Supongamos que son
diez los ricos y veinte los pobres; que seis ricos piensan de una
manera y quince pobres de otra, y que se unen los cuatro ricos, que
disienten, a los quince pobres, y los cinco pobres que quedan a los
seis ricos. Pues bien, digo yo que debe prevalecer el dictamen de
aquellos cuya renta acumulada, la de los pobres y la de los ricos,
sea mayor. Si la renta es igual por ambos lados, el caso no es más
embarazoso que el que ocurre hoy cuando se dividen por igual los
votos en la asamblea pública o en el tribunal. Entonces se deja que
decida la suerte, o se apela a cualquier otro expediente del mismo
género. Cualquiera que sea, por otra parte, la dificultad de
alcanzar la verdad en punto a igualdad y justicia, siempre será este
recurso mucho menos trabajoso que el convencer a gentes que son
bastante fuertes para poder satisfacer sus ardientes deseos. La
debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida
para nada de esto.
Capítulo II
Organización del poder en la democracia (continuación)
De las cuatro formas de democracia que hemos reconocido, la mejor es
la que he puesto en primer lugar en las consideraciones que acabo de
presentar; y es también la más antigua de todas. Digo que es la
primera, atendiendo a la división que he indicado en las clases del
pueblo. La clase más propia para el sistema democrático es la de los
labradores; y así la democracia se establece sin dificultad
dondequiera que la mayoría vive de la agricultura y de la cría de
ganados. Como no es muy rica, trabaja incesantemente y no puede
reunirse sino raras veces; y como además no posee lo necesario, se
dedica a los trabajos que le proporcionan el alimento, y no envidia
otros bienes que éstos. Trabajar vale más que gobernar y mandar allí
donde el gobierno y el mando no proporcionan grandes provechos;
porque los hombres, en general, prefieren el dinero a los honores.
Prueba de ello es que antiguamente nuestros mayores soportaron la
tiranía que sobre ellos pesaba, y hoy mismo se sufren sin murmurar
las oligarquías existentes, con tal que cada cual pueda entregarse
libremente al cuidado de sus intereses sin temor a las
expoliaciones. Entonces se hace rápidamente fortuna, o por lo menos
se evita la miseria. Muchas veces se ve que el simple derecho de
elegir los magistrados y de intervenir en las cuentas basta para
satisfacer la ambición de los que pueden tenerla, puesto que en más
de una democracia, la mayoría, sin tomar parte en la elección de los
jefes y dejando el ejercicio de este derecho a algunos electores
tomados sucesivamente en la masa de ciudadanos, como se hace en
Mantinea, la mayoría, digo, se muestra satisfecha porque es soberana
respecto de las deliberaciones. Preciso es reconocer que esta es una
especie de democracia y Mantinea era en otro tiempo un Estado
realmente democrático. En esta especie de democracia, de que ya he
hablado anteriormente, es un principio excelente y una aplicación
bastante general el incluir entre los derechos concedidos a todos
los ciudadanos la elección de los magistrados, el examen de cuentas
y la entrada en los tribunales, y exigir para las funciones elevadas
condiciones de elección y de riqueza, acomodando este último
requisito a la importancia misma de los empleos, o también
prescindiendo de esta condición de la renta respecto de todas las
magistraturas, escoger a los que pueden, merced a su fortuna, llenar
cumplidamente el puesto a que son llamados. Un gobierno es fuerte
cuando se constituye conforme a estos principios. De esta manera, el
poder pasa siempre a las manos de los más dignos, y el pueblo no
recela de los hombres merecedores de estimación, a quienes
voluntariamente ha colocado al frente de los negocios. Esta
combinación basta también para satisfacer a los hombres
distinguidos. No tienen nada que temer para sí mismos de la
autoridad de gentes que serían inferiores a ellos; y personalmente
gobernarán con equidad, porque son responsables de su gestión ante
ciudadanos de otra clase distinta de la suya. Siempre es bueno para
el hombre que haya alguno que le tenga a raya y que no le permita
dejarse llevar de todos sus caprichos, porque la independencia
ilimitada de la voluntad individual no puede ser una barrera contra
los vicios que cada uno de nosotros lleva en su seno. De aquí
resulta necesariamente para los Estados la inmensa ventaja de que el
poder es ejercido por personas ilustradas, que no cometen faltas
graves, y que el pueblo no está degradado y envilecido. Esta es sin
duda alguna la mejor de las democracias, ¿Y de dónde nace su
perfección? De las costumbres mismas del pueblo por ella regido.
Casi todos los antiguos gobiernos tenían leyes excelentes para hacer
que el pueblo fuera agricultor, o limitaban de una manera absoluta
la posesión individual de las tierras, fijando cierta cantidad, de
la que no se podía pasar; o fijaban el emplazamiento de las
propiedades, tanto en los alrededores de la ciudad, como en los
puntos más distantes del territorio. A veces hasta se añade a estas
primeras precauciones la absoluta prohibición de vender los lotes
primitivos. Se cita también como cosa parecida aquella ley que se
atribuye a Oxilo y que prohibía prestar con la garantía de hipoteca
constituida sobre bienes raíces. Si hoy se intentara reformar muchos
abusos, se podría recurrir a la ley de los afiteos, que tendría
excelente aplicación al caso que nos ocupa. Aunque la población de
este Estado es muy numerosa y su territorio poco extenso, sin
embargo, todos los ciudadanos sin excepción cultivan en ella un
rincón de tierra. Se tiene cuidado de no someter al impuesto más que
una parte de las propiedades; y las heredades son siempre bastante
grandes para que la renta de los más pobres exceda de la cuota
legal.
Después del pueblo agricultor, el pueblo más propio para la
democracia es el pueblo pastor que vive del producto de sus ganados.
Este género de vida se aproxima mucho a la agrícola; y los pueblos
pastores son maravillosamente aptos para las penalidades de la
guerra, están dotados de un temperamento robusto, y son capaces de
soportar las fatigas de campaña. En cuanto a las clases diferentes
de éstas, y de que se componen casi todas las demás especies de
democracias, son muy inferiores a las dos primeras; su existencia
aparece degradada, y la virtud no juega papel alguno en las
ocupaciones habituales de los artesanos, de los mercaderes y de los
mercenarios. Sin embargo, es preciso observar que, bullendo esta
masa sin cesar en los mercados y calles de la ciudad, se reúne sin
dificultad, si puede decirse así, en asamblea pública. Los
labradores, por el contrario, diseminados como están por los campos,
se encuentran raras veces y no sienten tanto la necesidad de
reunirse. Pero si el territorio está distribuido de tal manera que
los campos destinados al cultivo estén muy distantes de la ciudad,
en este caso se puede establecer fácilmente una excelente democracia
y hasta una república. La mayoría de los ciudadanos se vería
entonces precisada a emigrar de la ciudad e iría a vivir al campo, y
podría estatuirse que la turba de mercaderes no pudiera reunirse
nunca en asamblea general sin que estuviera presente la población
agrícola.
Tales son los principios en que debe descansar la institución de la
primera y mejor de las democracias. Se puede, sin dificultad,
deducir de aquí la organización de todas las demás, cuyas
degeneraciones tienen lugar según las diversas clases de pueblo
hasta llegar a aquella que es preciso excluir siempre.
En cuanto a esta última forma de la demagogia, en la que la
universalidad de los ciudadanos toma parte en el gobierno, no es
dado a todos los Estados sostenerla; y su existencia es muy
precaria, como no vengan las costumbres y las leyes a la par a
mantenerla. Hemos indicado más arriba la mayor parte de las causas
que destruyen esta forma política y los demás Estados republicanos.
Para establecer esta especie de democracia y transferir todo el
poder al pueblo, los que lo intentan en secreto procuran
generalmente inscribir en la lista civil el mayor número de personas
que les es posible; comprendiendo sin vacilar en el número de
ciudadanos, no sólo a los que son dignos de este título, sino
también a todos los ciudadanos bastardos y a todos los que lo son
sólo por un lado, quiero decir, por la línea paterna o por la
materna. Todos estos elementos son buenos para formar un gobierno
bajo la dirección de tales hombres. Estos son los medios que están
por completo al alcance de los demagogos. Sin embargo, tengan
cuidado de no hacer uso de ellos sino hasta conseguir que las clases
inferiores superen en número a las clases elevadas y a las clases
medias; que se guarden bien de pasar de aquí, porque traspasando
este límite se crea una multitud indisciplinada y se exaspera a las
clases elevadas, que sufren muy difícilmente el imperio de la
democracia. La revolución de Cirene no reconoció otras causas. No se
nota el mal mientras es ligero; cuando se aumenta, entonces llama la
atención de todos.
Consultando el interés de esta democracia, se pueden emplear los
medios de que se valió Clístenes en Atenas para fundar el poder
popular, y que aplicaron igualmente los demócratas de Cirene. Es
preciso crear gran número de nuevas tribus, de nuevas fratrias; es
preciso sustituir los sacrificios particulares con fiestas
religiosas poco frecuentes, pero públicas; es preciso, en fin,
amalgamar cuanto sea posible las relaciones de unos ciudadanos con
otros, teniendo cuidado de deshacer todas las asociaciones
anteriores. Todas las arterias de los tiranos pueden tener cabida en
esta democracia; por ejemplo, la desobediencia permitida a los
esclavos, cosa útil hasta cierto punto, y la licencia de las mujeres
y de los jóvenes. Además, se concederá a cada cual la facultad de
vivir como le acomode. Con esta condición, serán muchos los que
quieran sostener un gobierno semejante, porque los hombres, en
general, prefieren una vida sin orden ni disciplina a una vida
ordenada y regular.
Capítulo III
Continuación de lo relativo a la organización del poder en la
democracia
No es para el legislador y para los que quieren fundar un gobierno
democrático la única ni la mayor dificultad la de instituir o crear
el gobierno; lo es mucho mayor el saber hacerlo duradero. Un
gobierno, cualquiera que él sea, puede muy bien durar dos o tres
días. Pero estudiando, como lo hicimos antes, las causas de la
prosperidad y de la ruina de los Estados se pueden deducir de este
examen garantías de estabilidad política, descartando con cuidado
todos los elementos de disolución, y dictando leyes formales o
tácitas que encierren todos los principios en que descansa la
duración de los Estados. Es preciso, además, guardarse bien de tomar
por democrático u oligárquico todo lo que fortifique en el gobierno
el principio de la democracia o el de la oligarquía, debiendo
fijarse más en lo que contribuya a que el Estado tenga la mayor
duración posible. Hoy los demagogos, para complacer al pueblo, hacen
que los tribunales acuerden confiscaciones enormes. Cuando se tiene
amor al Estado que uno rige, se adopta un sistema completamente
opuesto, haciendo que la ley disponga que los bienes de los
condenados por crímenes de alta traición no pasen al tesoro público,
sino que se consagren a los dioses. Este es el medio de corregir a
los culpables, que no resultan de este modo menos castigados, y de
impedir al mismo tiempo que la multitud, que nada debe ganar en
estos casos, condene tan frecuentemente a los acusados sometidos a
su jurisdicción. Es necesario, además, evitar la multiplicidad de
estos juicios públicos imponiendo fuertes multas a los autores de
falsas acusaciones, porque ordinariamente los acusadores atacan más
bien a la clase distinguida, que a la gente del pueblo. Es preciso
que todos los ciudadanos sean tan adictos como sea posible a la
constitución, o, por lo menos, que no miren como enemigos a los
mismos soberanos del Estado.
Las especies más viciosas de la democracia existen, en general, en
los Estados muy populosos, en los cuales es difícil reunir asambleas
públicas sin pagar a los que a ellas concurren. Además, las clases
altas temen esta necesidad cuando el Estado no tiene rentas propias;
porque en tal caso es preciso procurarse recursos, sea por medio de
contribuciones especiales, sea por confiscaciones que acuerdan
tribunales corruptos. Pues bien, todas estas son causas de perdición
en muchas democracias. Allí donde el Estado no tiene rentas es
preciso que las asambleas públicas se reúnan raras veces, y los
miembros de los tribunales sean muy numerosos, pero congregándose
para administrar justicia muy pocos días. Este sistema tiene dos
ventajas: primera, que los ricos no tendrán que temer grandes
gastos, aun cuando no sea a ellos y sí sólo a los pobres a quienes
haya de darse el salario judicial; y segunda, que así la justicia
será mejor administrada, porque los ricos nunca gustan de abandonar
sus negocios por muchos días, y sólo se avienen a dejarlos por
algunos instantes. Si el Estado es opulento, es preciso guardarse de
imitar a los demagogos de nuestro tiempo. Reparten al pueblo todo el
sobrante de los ingresos y toman parte como los demás en la
repartición; pero las necesidades continúan siendo siempre las
mismas, porque socorrer de este modo a la pobreza es querer llenar
un tonel sin fondo. El amigo sincero del pueblo tratará de evitar
que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte siempre a la
democracia, y pondrá el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea
permanente. Es bueno, hasta en interés de los ricos, acumular los
sobrantes de las rentas públicas para repartirlos de una sola vez
entre los pobres, sobre todo si las porciones individuales que se
habrán de distribuir bastan para la compra de una pequeña finca o,
por lo menos, para el establecimiento de un comercio o de una
explotación agrícola. Si no pueden alcanzar a la vez a todas estas
distribuciones, se procederá por tribus o conforme a cualquier otra
división. Los ricos deben necesariamente en este caso contribuir al
sostenimiento de las cargas precisas del Estado; pero que se
renuncie a exigir de ellos gastos que no reportan utilidad. El
gobierno de Cartago ha sabido siempre, empleando medios análogos,
ganarse el afecto del pueblo; así envía constantemente a algunos a
las colonias a que se enriquezcan. Las clases elevadas, si son
hábiles e inteligentes, procurarán ayudar a los pobres y
facilitarles siempre el trabajo, procurándoles recursos. Harán bien,
asimismo, estas clases en imitar al gobierno de Tarento. Al conceder
a los pobres el uso común de las propiedades, se ha granjeado este
gobierno el cariño de la multitud. Por otra parte, ha hecho que
fueran dobles todos los empleos, dejando uno a la elección y otro a
la suerte, valiéndose de la suerte para que el pueblo pueda obtener
los cargos públicos, y de la elección para que éstos sean bien
desempeñados. También se puede obtener el mismo resultado haciendo
que los miembros de una misma magistratura sean designados los unos
por la suerte y los otros por la elección.
Tales son los principios que es preciso tener en cuenta en el
planteamiento de la democracia.
Capítulo IV
De la organización del poder en las oligarquías
Puede fácilmente verse, una vez conocidos los principios que
preceden, cuáles son los de la institución oligárquica. Para cada
especie de oligarquía será preciso tomar lo opuesto a lo
concerniente a la especie de democracia que corresponde a aquélla.
Esto es, sobre todo, aplicable a la primera y mejor combinada de las
oligarquías, la cual se aproxima mucho a la república propiamente
dicha. El censo debe ser vario, más alto para unos, más bajo para
otros; más moderado para las magistraturas vulgares y de utilidad
indispensable, más elevado para las magistraturas de primer orden.
Desde el momento en que se posee la renta legal se deben obtener los
empleos; y el número de individuos del pueblo que en virtud del
censo hayan de entrar en el poder debe estar combinado de manera que
la porción de la ciudad que tenga los derechos políticos sea más
fuerte que la que no los tenga. Por lo demás, deberá cuidarse de que
lo más distinguido del pueblo sea admitido a participar del poder.
Es preciso restringir un poco estas bases para obtener la oligarquía
que sucede a esta primera especie. En cuanto al matiz oligárquico
que corresponde al último matiz de la democracia y que, como ella,
es el más violento y tiránico, este gobierno exige tanta más
prudencia cuanto que es más malo. Los cuerpos sanamente
constituidos, las naves bien construidas y perfectamente tripuladas
con marinos hábiles pueden cometer, sin riesgo de perecer, la más
graves faltas; pero los cuerpos enfermizos, las naves ya
deterioradas y puestas en manos de marinos ignorantes, no pueden,
por el contrario, soportar los menores errores. Lo mismo sucede con
las constituciones políticas: cuanto más malas son, tantas más
preocupaciones exigen.
En general, las democracias encuentran su salvación en lo numeroso
de su población. El derecho del número reemplaza entonces al derecho
del mérito. La oligarquía, por el contrario, no puede vivir y
prosperar sino mediante el buen orden. Componiéndose casi toda la
masa del pueblo de cuatro clases principales: labradores, artesanos,
mercenarios y comerciantes, y siendo necesarias para la guerra
cuatro clases de gente armada: caballería, infantería pesada,
infantería ligera y gente de mar, en un país acomodado para la cría
de caballos, la oligarquía puede sin dificultad constituirse muy
poderosamente: porque la caballería, que es la base de la defensa
nacional, exige siempre para su sostenimiento muchos recursos. Donde
la infantería pesada es muy numerosa puede muy bien establecerse la
segunda especie de oligarquía, porque esta infantería pesada se
compone generalmente de ricos más bien que de pobres. Por el
contrario, la infantería ligera y la gente de mar son elementos
completamente democráticos. En los Estados en que estos dos
elementos se encuentran en masa, los ricos, como puede verse en
nuestros días, están en baja cuando se enciende la guerra civil.
Para poner remedio a este mal, puede imitarse la conducta de los
generales que en el combate procuran mezclar con la caballería y la
infantería pesada una sección proporcionada de tropas menos pesadas.
En las sediciones, los pobres muchas veces superan a los ricos,
porque, armados más a la ligera, pueden combatir con ventaja contra
la caballería y la infantería pesada. Por tanto, la oligarquía, que
toma su infantería ligera de las últimas clases del pueblo, se crea
ella misma un elemento adverso. Es preciso, por el contrario,
aprovechándose de la diversidad de edades y sacando partido así de
los de más edad como de los más jóvenes, hacer que los hijos de los
oligarcas se ejerciten desde los primeros años en todas las
maniobras de la infantería ligera, y dedicarlos desde que salen de
la infancia a los más rudos trabajos, como si fueran verdaderos
atletas.
La oligarquía, por otra parte, procurará conceder derechos políticos
al pueblo, sea mediante el establecimiento del censo legal, como ya
he dicho, sea como hace la constitución de Tebas, exigiendo que se
haya cesado desde cierto tiempo en el ejercicio de toda ocupación
liberal; sea como en Marsella, donde se designa a aquellos que por
su mérito pueden obtener los empleos, ya formen parte del gobierno,
ya estén fuera de él. En cuanto a las principales magistraturas,
reservadas necesariamente a los que gozan de los derechos políticos,
será preciso prescribir los gastos públicos que para obtenerlas
deberán hacerse. El pueblo, entonces, no se quejará de no poder
alcanzar los empleos, y en medio de sus recelos perdonará sin
dificultad a los que deben comprar tan caro el honor de
desempeñarlos. Al tomar posesión, los magistrados deberán hacer
sacrificios magníficos y construir algunos monumentos públicos;
entonces el pueblo, que tomará parte en los banquetes y las fiestas,
y verá la ciudad espléndidamente dotada de templos y edificios,
deseará el sostenimiento de la constitución; y esto será para los
ricos un soberbio testimonio de los gastos que hubieren hecho. En la
actualidad, los jefes de las oligarquías, lejos de obrar así, hacen
precisamente todo lo contrario: buscan el provecho con el mismo
ardor que los honores; y puede decirse con verdad que estas
oligarquías no son más que democracias reducidas a algunos
gobernantes.
Tales son las bases sobre las que conviene instituir las democracias
y las oligarquías.
Capítulo V
De las diversas magistraturas indispensables o útiles a la ciudad
Después de lo que precede, debemos determinar con exactitud el
número de las diversas magistraturas, sus atribuciones y las
condiciones necesarias para su desempeño. Anteriormente hemos dicho
algo sobre este asunto. Ante todo, un Estado no puede existir sin
ciertas magistraturas, que le son indispensables, puesto que no
podría ser bien gobernado sin magistraturas que garanticen el buen
orden y la tranquilidad. También es necesario, como ya he dicho, que
los cargos sean pocos en los pequeños Estados y numerosos en los
grandes, siendo muy importante saber cuáles son los que pueden
acumularse y cuáles los que son incompatibles.
Con respecto a las necesidades indispensables de la ciudad, el
primer objeto de vigilancia es el mercado público, que debe estar
bajo la dirección de una autoridad que inspeccione los contratos que
se celebren y su exacta observancia. En casi todas las ciudades sus
miembros tienen la precisión de comprar y vender para satisfacer sus
mutuas necesidades, siendo esta, quizá, la más importante garantía
de bienestar que al parecer han deseado obtener los miembros de la
ciudad al reunirse en sociedad. Otra cosa que viene después de ésta,
y que tiene con ella estrecha relación, es la conservación de las
propiedades públicas y particulares. Este cargo comprende el régimen
interior de la ciudad, el sostenimiento y la reparación de los
edificios deteriorados y de los caminos públicos, el reglamento
relativo a los deslindes de cada propiedad, para prevenir las
disputas, y además todas las materias análogas a éstas. Todas estas
son funciones, como se dice ordinariamente, de policía urbana. Ahora
bien, siendo muy variadas en los Estados muy poblados se pueden
distribuir entre muchas manos. Así, hay arquitectos especiales para
las murallas, inspectores de aguas y fuentes, y otros del puerto.
Hay otra magistratura análoga a aquélla y de igual modo necesaria,
que tiene a su cargo las mismas obligaciones, pero con relación a
los campos y al exterior de la ciudad. Los funcionarios que la
desempeñan se llaman inspectores de los campos o conservadores de
los bosques. Ya tenemos aquí tres órdenes de funciones
indispensables. Una cuarta magistratura, que no lo es menos, es la
que debe percibir las rentas públicas, custodiar el tesoro del
Estado y repartir los caudales entre los diversos ramos de la
administración pública. Estos funcionarios se llaman receptores o
tesoreros. Otra clase de funcionarios está encargada del registro de
los actos que tienen lugar entre los particulares, y de las
sentencias dictadas por los tribunales, siendo estos mismos los que
deben actuar en los procedimientos y negocios judiciales. A veces
esta última magistratura se divide en otras muchas, pero sus
atribuciones son siempre estas mismas que acabo de enumerar. Los que
desempeñan estos cargos se llaman archiveros, escribanos,
conservadores, o se designan con otro nombre semejante.
La magistratura que viene después de ésta y que es la más necesaria
y también la más delicada de todas, está encargada de la ejecución
de las condenas judiciales, de la prosecución de los procesos y de
la guarda de los presos. Lo que la hace sobre todo penosa es la
animadversión que lleva consigo. Y así, cuando no promete gran
utilidad, no se encuentra quien la quiera servir o, por lo menos,
quien quiera desempeñarla con toda la severidad que exigen las
leyes. Esta magistratura es, sin embargo, indispensable, porque
sería inútil administrar justicia si las sentencias no se
cumpliesen, y la sociedad civil sería tan imposible sin la ejecución
de los fallos como lo sería sin la justicia que los dicta. Pero es
bueno que estas difíciles funciones no recaigan en una magistratura
única. Es preciso repartirlas entre los miembros de los diversos
tribunales y según la naturaleza de las acciones y de las
reclamaciones judiciales. Además, las magistraturas que son extrañas
al procedimiento podrán encargarse de la ejecución; y en las causas
en que figuran jóvenes, las ejecuciones deberán confiarse con
preferencia a los magistrados jóvenes. En cuanto a los
procedimientos que afectan a los magistrados públicos, debe
procurarse que la magistratura que ejecuta sea distinta de la que ha
condenado; que, por ejemplo, los inspectores de la ciudad ejecuten
las providencias de los inspectores de los mercados, así como las
providencias de los primeros deberán ejecutarse por otros
magistrados. La ejecución será tanto más completa cuanto más débil
sea la animadversión que excite contra los agentes encargados de la
misma. Se duplica el aborrecimiento cuando se pone en unas mismas
manos la condenación y la ejecución; y cuando se extiende a todas
las cosas las funciones de juez y de ejecutor, dejándolas siempre en
unas mismas manos, se provoca la execración general. Muchas veces se
distinguen las funciones del carcelero de las del ejecutor, como
sucede en Atenas con el tribunal de los Once. Esta separación de
funciones es oportuna, y deben discurrirse medios a propósito para
hacer menos odioso el destino de carcelero, el cual es tan necesario
como todos los demás de que hemos hablado. Los hombres de bien se
resisten con todas sus fuerzas a aceptar este cargo, y es peligroso
confiarle a hombres corruptos, porque se debería más bien guardarlos
a ellos que no encomendarles la guarda de los demás. Importa, por
tanto, que la magistratura encargada de estas funciones no sea la
única ni perpetua. Se encomendarán a jóvenes allí donde la juventud
y los guardas de la ciudad estén organizados militarmente; y las
diversas magistraturas deberán encargarse sucesivamente de estos
penosos cuidados.
Tales son las magistraturas que parecen ser más necesarias en la
ciudad.
En seguida vienen otras funciones que no son menos indispensables,
pero que son de un orden más superior, porque exigen un mérito
reconocido, y sólo la confianza es la que motiva su obtención. De
esta clase son las concernientes a la defensa de la ciudad y a todos
los asuntos militares. Lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de
guerra, es preciso velar igualmente por la guarda de las puertas y
de las murallas, y por su sostenimiento. También es preciso formar
los registros de ciudadanos y distribuirlos entre los diversos
cuerpos de ejército. Las magistraturas a que corresponden todas
estas atribuciones son más o menos numerosas según las localidades;
así en las pequeñas ciudades un solo funcionario puede cuidar de
todas estas cosas. Los magistrados que desempeñan estos empleos se
llaman generales, ministros de la guerra. Además, si el Estado tiene
caballería, infantería pesada, infantería ligera, arqueros, gente de
mar, cada grupo de éstos tiene precisamente funcionarios especiales,
llamados jefes de la marinería, de la caballería, de las falanges; o
también, siguiendo la subdivisión de estos primeros cargos, se les
llama jefes de galera, jefes de batallón, jefes de tribu, jefes de
cualquier otro cuerpo que sea sólo una parte de los primeros. Todas
estas funciones son ramas de la administración militar, que encierra
todos los matices que acabamos de indicar. Manejando de continuo
algunas magistraturas, y podría decirse quizá todas, los fondos
públicos, es absolutamente preciso que el que recibe y depura las
cuentas de los demás esté totalmente separado de éstos, y no tenga
exclusivamente otro cuidado que aquél. Los funcionarios que
desempeñan este cargo se llaman ya interventores, ya examinadores,
identificadores o agentes del tesoro.
Sobre todas estas magistraturas, y siendo la más poderosa de todas,
porque de ella dependen las más de las veces la fijación y la
recaudación de los impuestos, está la magistratura que preside la
asamblea general en los Estados en que el pueblo es soberano. Para
convocar al soberano en asamblea se necesitan funcionarios
especiales. Se les llama ya comisarios preparadores, porque preparan
las deliberaciones, ya senadores, sobre todo en los Estados en que
el pueblo decide en última instancia.
Tales son, poco más o menos, todas las magistraturas políticas.
Falta aún que hablemos de un servicio muy diferente de todos los
precedentes, que es el relativo al culto de los dioses, el cual está
a cargo de los pontífices e inspectores de las cosas sagradas, que
cuidan del sostenimiento y reparación de los templos y de otros
objetos consagrados a los dioses. Unas veces esta magistratura es
única, y esto es lo más común en los Estados pequeños; otras se
divide en muchos cargos, completamente distintos del sacerdocio, que
están confiados a los ordenadores de las fiestas religiosas, a los
inspectores de templos y a los tesoreros de las rentas sagradas.
Después viene otra magistratura totalmente distinta, a la cual está
confiado el cuidado de todos los sacrificios públicos que la ley no
encomienda a los pontífices, y cuya importancia sólo nace de su
carácter nacional. Los magistrados de esta clase toman aquí el
nombre de arcontes, allá el de reyes, en otra parte el de pritaneos.
En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensables al
Estado tienen por objeto el culto, la guerra, las contribuciones y
gastos públicos, los mercados, la policía de la ciudad, los puertos
y los campos, así como también los tribunales, las convenciones
entre particulares, los procedimientos judiciales, la ejecución de
los juicios, la custodia de los penados, el examen, comprobación y
liquidación de las cuentas públicas; y por último, las
deliberaciones sobre los negocios generales del Estado.
En las ciudades pacíficas en que, por otra parte, la opulencia
general no impide el buen orden, es donde principalmente se
establecen magistraturas encargadas de velar por las mujeres y los
jóvenes, por el mantenimiento de los gimnasios y por el cumplimiento
de las leyes. También pueden citarse los magistrados encargados de
la vigilancia en los juegos solemnes, en las fiestas de Baco y en
todos los de la misma naturaleza. Algunas de estas magistraturas son
evidentemente contrarias a los principios de la democracia; por
ejemplo, la vigilancia de las mujeres y de los jóvenes, pues, en la
imposibilidad de tener esclavos, los pobres se ven precisados a
asociar a sus trabajos a sus mujeres e hijos; y de los tres sistemas
de magistraturas, entre las que se distribuyen mediante la elección
las funciones supremas del Estado: guardadores de las leyes,
comisarios, senadores, el primero es aristocrático; el segundo,
oligárquico, y el tercero, democrático.
En esta rápida indagación hemos examinado todas o casi todas las
funciones públicas.
Fin del Libro 7 |