Capítulo I
Del Estado y del ciudadano
Cuando se estudia la naturaleza particular de las diversas clases de
gobiernos, la primera cuestión que ocurre es saber qué se entiende
por Estado. En el lenguaje común esta palabra es muy equívoca, y el
acto que, según unos, emana del Estado, otros le consideran como el
acto de una minoría oligárquica o de un tirano. Sin embargo, el
político y el legislador no tienen en cuenta otra cosa que el Estado
en todos sus trabajos; y el gobierno no es más que cierta
organización impuesta a todos los miembros del Estado. Pero siendo
el Estado, así como cualquier otro sistema completo y formado de
muchas partes, un agregado de elementos, es absolutamente
imprescindible indagar, ante todo, qué es el ciudadano, puesto que
los ciudadanos en más o menos número son los elementos mismos del
Estado. Y así sepamos en primer lugar a quién puede darse el nombre
de ciudadano y qué es lo que quiere decir, cuestión controvertida
muchas veces y sobre la que las opiniones no son unánimes,
teniéndose por ciudadano en la democracia uno que muchas veces no lo
es en un Estado oligárquico. Descartaremos de la discusión a
aquellos ciudadanos que lo son sólo en virtud de un título
accidental, como los que se declaran tales por medio de un decreto.
No depende sólo del domicilio el ser ciudadano, porque aquél lo
mismo pertenece a los extranjeros domiciliados y a los esclavos.
Tampoco es uno ciudadano por el simple derecho de presentarse ante
los tribunales como demandante o como demandado, porque este derecho
puede ser conferido por un mero tratado de comercio. El domicilio y
el derecho de entablar una acción jurídica pueden, por tanto,
tenerlos las personas que no son ciudadanos. A lo más, lo que se
hace en algunos Estados es limitar el goce de este derecho respecto
de los domiciliados, obligándolos a prestar caución, poniendo así
una restricción al derecho que se les concede. Los jóvenes que no
han llegado aún a la edad de la inscripción cívica, y los ancianos
que han sido ya borrados de ella se encuentran en una posición casi
análoga: unos y otros son, ciertamente, ciudadanos, pero no se les
puede dar este título en absoluto, debiendo añadirse, respecto de
los primeros, que son ciudadanos incompletos, y respecto de los
segundos, que son ciudadanos jubilados. Empléese, si se quiere,
cualquier otra expresión; las palabras importan poco, puesto que se
concibe sin dificultad cuál es mi pensamiento. Lo que trato de
encontrar es la idea absoluta del ciudadano, exenta de todas las
imperfecciones que acabamos de señalar. Respecto a los ciudadanos
declarados infames y a los desterrados, ocurren las mismas
dificultades y procede la misma solución.
El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce
de las funciones de juez y de magistrado. Por otra parte, las
magistraturas pueden ser ya temporales, de modo que no pueden ser
desempeñadas dos veces por un mismo individuo o limitadas en virtud
de cualquiera otra combinación, ya generales y sin límites, como la
de juez y la de miembro de la asamblea pública. Quizá se niegue que
estas sean verdaderas magistraturas y que confieran poder alguno a
los individuos que las desempeñen, pero sería cosa muy singular no
reconocer ningún poder precisamente en aquellos que ejercen la
soberanía. Por lo demás, doy a esto muy poca importancia, porque es
más bien cuestión de palabras. El lenguaje no tiene un término único
que nos dé la idea de juez y de miembro de la asamblea pública, y
con objeto de precisar esta idea adopto la palabra magistratura en
general y llamo ciudadanos a todos los que gozan de ella. Esta
definición del ciudadano se aplica mejor que ninguna otra a aquellos
a quienes se da ordinariamente este nombre.
Sin embargo, es preciso no perder de vista que en toda serie de
objetos en que éstos son específicamente desemejantes puede suceder
que sea uno primero, otro segundo, y así sucesivamente, y que, a
pesar de eso, no exista entre ellos ninguna relación de comunidad
por su naturaleza esencial, o bien que esta relación sea sólo
indirecta. En igual forma, las constituciones se nos presentan
diversas en sus especies, éstas en último lugar, aquéllas en el
primero; puesto que es imprescindible colocar las constituciones
falseadas y corruptas detrás de las que han conservado toda su
pureza. Más adelante diré lo que entiendo por constitución corrupta.
Entonces el ciudadano varía necesariamente de una constitución a
otra, y el ciudadano, tal como le hemos definido, es principalmente
el ciudadano de la democracia. Esto no quiere decir que no pueda ser
ciudadano en cualquier otro régimen, pero no lo será necesariamente.
En algunas constituciones no se da cabida al pueblo; en lugar de una
asamblea pública encontramos un senado, y las funciones de los
jueces se atribuyen a cuerpos especiales, como sucede en
Lacedemonia, donde los éforos se reparten todos los negocios
civiles, donde los gerontes conocen en lo relativo a homicidios, y
donde otras causas pueden pasar a diferentes tribunales; y como en
Cartago, donde algunos magistrados tienen el privilegio exclusivo de
entender en todos los juicios.
Nuestra definición de ciudadano debe, por tanto, modificarse en este
sentido. Fuera de la democracia, no existe el derecho común
ilimitado de ser miembro de la asamblea pública y juez. Por lo
contrario, los poderes son completamente especiales; porque se puede
extender a todas las clases de ciudadanos o limitar a algunas de
ellas la facultad de deliberar sobre los negocios del Estado y de
entender en los juicios; y esta misma facultad puede aplicarse a
todos los asuntos o limitarse a algunos. Luego, evidentemente, es
ciudadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en
el tribunal voz deliberante, cualquiera que sea, por otra parte, el
Estado de que es miembro; y por Estado entiendo positivamente una
masa de hombres de este género, que posee todo lo preciso para
satisfacer las necesidades de la existencia.
En el lenguaje actual, ciudadano es el individuo nacido de padre
ciudadano y de madre ciudadana, no bastando una sola de estas
condiciones. Algunos son más exigentes y quieren que tengan este
requisito dos y tres ascendientes, y aún más. Pero de esta
definición, que se cree tan sencilla como republicana, nace otra
dificultad: la de saber si este tercero o cuarto ascendiente es
ciudadano.
Así Gorgias de Leoncio, ya por no saber qué decir o ya por burla,
pretendía que los ciudadanos de Larisa eran fabricados por operarios
que no tenían otro oficio que este y que fabricaban larisios como un
alfarero hace pucheros. Para nosotros, la cuestión habría sido muy
sencilla; serían ciudadanos si gozaban de los derechos enunciados en
nuestra definición; porque haber nacido de un padre ciudadano y de
una madre ciudadana es una condición que no se puede razonablemente
exigir a los primeros habitantes, a los fundadores de la ciudad.
Con más razón podría ponerse en duda el derecho de aquellos que han
sido declarados ciudadanos a consecuencia de una revolución, como lo
hizo Clístenes después de la expulsión de los tiranos de Atenas,
introduciendo de tropel en las tribus a los extranjeros y a los
esclavos domiciliados. Respecto de éstos, la verdadera cuestión está
en saber no si son ciudadanos, sino si lo son justa o injustamente.
Es cierto que aun en este concepto podría preguntarse si uno es
ciudadano cuando lo es injustamente, equivaliendo en este caso la
injusticia a un verdadero error. Pero se puede responder que vemos
todos los días ciudadanos injustamente elevados al ejercicio de las
funciones públicas, y no por eso son menos magistrados a nuestros
ojos, por más que no lo sean justamente. El ciudadano, para
nosotros, es un individuo revestido de cierto poder, y basta, por
tanto, gozar de este poder para ser ciudadano, como ya hemos dicho,
y en este concepto los ciudadanos hechos tales por Clístenes lo
fueron positivamente.
En cuanto a la cuestión de justicia o de injusticia, se relaciona
con la que habíamos suscitado en primer término: ¿tal acto ha
emanado del Estado o no ha emanado? Este punto es dudoso en muchos
casos. Y así, cuando la democracia sucede a la oligarquía o a la
tiranía, muchos creen que se deben dejar de cumplir los tratados
existentes, contraídos, según dicen, no por el Estado, sino por el
tirano. No hay necesidad de citar otros muchos razonamientos del
mismo género, fundados todos en el principio de que el gobierno no
ha sido otra cosa que un hecho de violencia sin ninguna relación con
la utilidad general. Si la democracia, por su parte, ha contraído
compromisos, sus actos son tan actos del Estado como los de la
oligarquía y de la tiranía. Aquí la verdadera dificultad consiste en
determinar en qué casos se debe sostener que el Estado es el mismo,
y en cuáles que no es el mismo, sino que ha cambiado por completo.
Se mira muy superficialmente la cuestión cuando nos fijamos sólo en
el lugar y en los individuos, porque puede suceder que el Estado
tenga su capital aislado y sus miembros diseminados, residiendo unos
en un paraje y otros en otro. La cuestión, considerada de este modo,
sería de fácil solución, y las diversas acepciones de la palabra
ciudad bastan sin dificultad para resolverla. Mas, ¿cómo se
reconocerá la identidad de la ciudad, cuando el mismo lugar subsiste
ocupado constantemente por los habitantes? No son las murallas las
que constituyen esta unidad; porque sería posible cerrar con una
muralla continua todo el Peloponeso. Hemos conocido ciudades de
dimensiones tan vastas que parecían más bien una nación que una
ciudad; por ejemplo, Babilonia, uno de cuyos barrios no supo que la
había tomado el enemigo hasta tres días después. Por lo demás, en
otra parte tendremos ocasión de tratar con provecho esta cuestión;
la extensión de la ciudad es una cosa que el hombre político no debe
despreciar, así como debe informarse de las ventajas de que haya una
sola ciudad o muchas en el Estado.
Pero admitamos que el mismo lugar continúa siendo habitado por los
mismos individuos. Entonces, ¿es posible sostener, en tanto que la
raza de los habitantes sea la misma, que el Estado es idéntico, a
pesar de la continua alternativa de muertes y de nacimientos, lo
mismo que se reconoce la identidad de los ríos y de las fuentes por
más que sus ondas se renueven y corran perpetuamente? ¿o más bien
debe decirse que sólo los hombres subsisten y que el Estado cambia?
Si el Estado es efectivamente una especie de asociación; si es una
asociación de ciudadanos que obedecen a una misma constitución,
mudando esta constitución y modificándose en su forma, se sigue
necesariamente, al parecer, que el Estado no queda idéntico; es como
el coro que, al tener lugar sucesivamente en la comedia y en la
tragedia, cambia para nosotros, por más que se componga de los
mismos cantores. Esta observación se aplica igualmente a toda
asociación, a todo sistema que se supone cambiado cuando la especie
de combinación cambia también, sucede lo que con la armonía, en la
que los mismos sonidos pueden dar lugar, ya al tono dórico, ya al
tono frigio. Si esto es cierto, a la constitución es a la que debe
atenderse para resolver sobre la identidad del Estado. Puede
suceder, por otra parte, que reciba una denominación diferente,
subsistiendo los mismos individuos que le componen, o que conserve
su primera denominación a pesar del cambio radical de sus
individuos.
Cuestión distinta es la de averiguar si conviene, a seguida de una
revolución, cumplir los compromisos contraídos o romperlos.
Capítulo II
Continuación del mismo asunto
La cuestión que viene después de la anterior es la de saber si hay
identidad entre la virtud del individuo privado y la virtud del
ciudadano, o si difieren una de otra. Para proceder debidamente en
esta indagación, es preciso, ante todo, nos formemos idea de la
virtud del ciudadano.
El ciudadano, como el marinero, es miembro de una asociación. A
bordo, aunque cada cual tenga un empleo diferente, siendo uno
remero, otro piloto, éste segundo, aquél el encargado de tal o de
cual función, es claro que, a pesar de las funciones o deberes que
constituyen, propiamente hablando, una virtud especial para cada uno
de ellos, todos, sin embargo, concurren a un fin común, es decir, a
la salvación de la tripulación, que todos tratan de asegurar, y a
que todos aspiran igualmente. Los miembros de la ciudad se parecen
exactamente a los marineros; no obstante la diferencia de sus
destinos, la prosperidad de la asociación es su obra común, y la
asociación en este caso es el Estado. La virtud del ciudadano, por
tanto, se refiere exclusivamente al Estado. Pero como el Estado
reviste muchas formas, es claro que la virtud del ciudadano en su
perfección no puede ser una; la virtud, que constituye al hombre de
bien, por el contrario, es una y absoluta. De aquí, como conclusión
evidente, que la virtud del ciudadano puede ser distinta de la del
hombre privado.
También se puede tratar esta cuestión desde un punto de vista
diferente, que se relaciona con la indagación de la república
perfecta. En efecto, si es imposible que el Estado cuente entre sus
miembros sólo hombres de bien, y si cada cual debe, sin embargo,
llenar escrupulosamente las funciones que le han sido confiadas, lo
cual supone siempre alguna virtud, como es no menos imposible que
todos los ciudadanos obren idénticamente, desde este momento es
preciso confesar que no puede existir identidad entre la virtud
política y la virtud privada. En la república perfecta, la virtud
cívica deben tenerla todos, puesto que es condición indispensable de
la perfección de la ciudad; pero no es posible que todos ellos
posean la virtud propia del hombre privado, a no admitir en esta
ciudad modelo que todos los ciudadanos han de ser necesariamente
hombres de bien. Más aún: el Estado se forma de elementos
desemejantes, y así como el ser vivo se compone esencialmente de un
alma y un cuerpo; el alma, de la razón y del instinto; la familia,
del marido y de la mujer; la propiedad del dueño y del esclavo, en
igual forma todos aquellos elementos se encuentran en el Estado
acompañados también de otros no menos heterogéneos, lo cual impide
necesariamente que haya unidad de virtud en todos los ciudadanos,
así como no puede haber unidad de empleo en los coros, en los cuales
uno es corifeo y otro bailarín de comparsa.
Es, por tanto, muy cierto que la virtud del ciudadano y la virtud
tomada en general no son absolutamente idénticas.
Pero ¿quién podrá entonces reunir esta doble virtud, la del buen
ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he dicho: el magistrado
digno del mando que ejerce, y que es, a la vez, virtuoso y hábil:
porque la habilidad no es menos necesaria que la virtud para el
hombre de Estado. Y así se ha dicho que era preciso dar a los
hombres destinados a ejercer el poder una educación especial; y
realmente vemos a los hijos de los reyes aprender particularmente la
equitación y la política. Eurípides mismo, cuando dice:
"Nada de esas vanas habilidades, que son inútiles para el Estado,"
parece creer que se puede aprender a mandar. Luego, si la virtud del
buen magistrado es idéntica a la del hombre de bien, y si se
permanece siendo ciudadano en el acto mismo de obedecer a un
superior, la virtud del ciudadano, en general, no puede ser entonces
absolutamente idéntica a la del hombre de bien. Lo será sólo la
virtud de cierto y determinado ciudadano, puesto que la virtud de
los ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que los gobierna;
y este era, sin duda, el pensamiento de Jasón cuando decía: "Que se
moriría de miseria si cesara de reinar, puesto que no había
aprendido a vivir como simple particular." No se estima como menos
elevado el talento de saber, a la par, obedecer y mandar; y en esta
doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace
consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el
mando debe ser patrimonio del hombre de bien, y el saber obedecer y
el saber mandar son condiciones indispensables en el ciudadano, no
se puede, ciertamente, decir que sean ambos dignos de alabanzas
absolutamente iguales. Deben concederse estos dos puntos: primero,
que el ser que obedece y el que manda no deben aprender las mismas
cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas cualidades: la de
saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la obediencia. He
aquí cómo se prueban estas dos aserciones.
Hay un poder propio del señor, el cual, como ya hemos reconocido,
sólo es relativo a las necesidades indispensables de la vida; no
exige que el mismo ser que manda sea capaz de trabajar. Más bien
exige que sepa emplear a los que le obedecen: lo demás toca al
esclavo; y entiendo por lo demás la fuerza necesaria para desempeñar
todo el servicio doméstico. Las especies de esclavos son tan
numerosas como lo son los diversos oficios; y podrían muy bien
comprenderse en ellos los artesanos, que viven del trabajo de sus
manos; y entre los artesanos deben incluirse también todos los
obreros de las profesiones mecánicas; y he aquí por qué en algunos
Estados han sido excluidos los obreros de las funciones públicas,
las cuales no han podido obtener sino en medio de los excesos de la
democracia. Pero ni el hombre virtuoso, ni el hombre de Estado, ni
el buen ciudadano, tienen necesidad de saber todos estos trabajos,
como los saben los hombres destinados a la obediencia, a no ser
cuando de ello les resulte una utilidad personal. En el Estado no se
trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una autoridad,
que se ejerce sobre seres libres e iguales por su nacimiento. Esta
es la autoridad política que debe tratar de conocer el futuro
magistrado, comenzando por obedecer él mismo; así como se aprende a
mandar un cuerpo de caballería siendo simple soldado; a ser general,
ejecutando las órdenes de un general; a conducir una falange, un
batallón, sirviendo como soldado en éste o en aquélla. En este
sentido es en el que puede sostenerse con razón que la única y
verdadera escuela del mando es la obediencia.
No es menos cierto que el mérito de la autoridad y el de la sumisión
son muy diversos, bien que el buen ciudadano deba reunir en sí la
ciencia y la fuerza de la obediencia y del mando, consistiendo su
virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas del poder
que se ejerce sobre los seres libres. También debe conocerlas el
hombre de bien, y si la ciencia y la equidad con relación al mando
son distintas de la ciencia y la equidad respecto de la obediencia,
puesto que el ciudadano subsiste siendo libre en el acto mismo que
obedece, las virtudes del ciudadano, como, por ejemplo, su ciencia,
no pueden ser constantemente las mismas, sino que deben variar de
especie, según que obedezca o que mande. Del mismo modo, el valor y
la prudencia difieren completamente de la mujer al hombre. Un hombre
parecería cobarde si sólo tuviese el valor de una mujer valiente; y
una mujer parecería charlatana si no mostrara otra reserva que la
que muestra el hombre que sabe conducirse como es debido. Así
también en la familia, las funciones del hombre y las de la mujer
son muy opuestas, consistiendo el deber de aquél en adquirir, y el
de ésta en conservar. La única virtud especial exclusiva del mando
es la prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que
obedecen y de los que mandan. La prudencia no es virtud del súbdito;
la virtud propia de éste es una justa confianza en su jefe; el
ciudadano que obedece es como el fabricante de flautas; el ciudadano
que manda es como el artista que debe servirse del instrumento.
Esta discusión ha tenido por objeto hacer ver hasta qué punto la
virtud política y la virtud privada son idénticas o diferentes, en
qué se confunden y en qué se separan una de otra.
Capítulo III
Conclusión del asunto anterior
Aún falta una cuestión que resolver respecto al ciudadano. ¿No es
uno realmente ciudadano sino en tanto que pueda entrar a participar
del poder público, o debe comprenderse a los artesanos entre los
ciudadanos? Si se da este título también a individuos excluidos del
poder público, entonces el ciudadano no tiene, en general, la virtud
y el carácter que nosotros le hemos asignado, puesto que de un
artesano se hace un ciudadano. Pero si se niega este título a los
artesanos, ¿cuál será su puesto en la ciudad? No pertenecen,
ciertamente, ni a la clase de extranjeros, ni a la de los
domiciliados. Puede decirse, en verdad, que en esto no hay nada de
particular, puesto que ni los esclavos ni los libertos pertenecen
tampoco a las clases de que acabamos de hablar. Pero, ciertamente,
no se debe elevar a la categoría de ciudadanos a todos los
individuos de que el Estado tenga necesidad. Y así, los niños no son
ciudadanos como los hombres; éstos lo son de una manera absoluta,
aquéllos lo son en esperanza; son ciudadanos sin duda, pero
imperfectos. En otro tiempo, en algunos Estados, todos los artesanos
eran esclavos o extranjeros; y en la mayor parte de aquéllos sucede
hoy lo mismo. Pero una constitución perfecta no admitiría nunca al
artesano entre los ciudadanos. Si se quiere que el artesano sea
también ciudadano, entonces la virtud del ciudadano, tal como la
hemos definido, debe entenderse con relación, no a todos los hombres
de la ciudad, ni aun a todos los que tienen solamente la cualidad de
libre, sino tan sólo respecto de aquellos que no tienen que trabajar
necesariamente para vivir. Trabajar para un individuo en las cosas
indispensables de la vida es ser esclavo; trabajar para el público
es ser obrero y mercenario. Basta prestar a estos hechos alguna
atención para que la cuestión sea perfectamente clara una vez que se
la presenta en esta forma. En efecto, siendo diversas las
constituciones, las condiciones de los ciudadanos lo han de ser
tanto como aquéllas; y esto es cierto sobre todo con relación al
ciudadano considerado como súbdito. Por consiguiente, en una
constitución, el obrero y el mercenario serán de toda necesidad
ciudadanos; en la de otro punto no podrían serlo de ninguna manera;
por ejemplo, en el Estado que nosotros llamamos aristocrático, en el
cual el honor de desempeñar las funciones públicas está reservado a
la virtud y a la consideración; porque el aprendizaje de la virtud
es incompatible con la vida de artesano y de obrero. En las
oligarquías, el mercenario no puede ser ciudadano, porque el acceso
a las magistraturas sólo está abierto a los que figuran a la cabeza
del censo; pero el artesano puede llegar a serlo, puesto que los más
de ellos llegan a hacer fortuna. En Tebas, la ley excluía de toda
función al que diez años antes no había cesado de ejercer el
comercio. Casi todos los gobiernos han declarado ciudadanos a
hombres extranjeros; y en algunas democracias el derecho político
puede adquirirse por la línea materna. Así también, generalmente, se
han dictado leyes para la admisión de los bastardos, pero esto ha
nacido de la escasez de verdaderos ciudadanos, y todas estas leyes
no tienen otro origen que la falta de hombres. Cuando, por el
contrario, la población abunda, se eliminan, en primer lugar, los
ciudadanos nacidos de padre o de madre esclavos, después los que son
ciudadanos sólo por la línea materna, y, en fin, sólo se admiten
aquellos cuyo padre y cuya madre eran ciudadanos.
Hay, por tanto, indudablemente, diversas especies de ciudadanos, y
sólo lo es plenamente el que tiene participación en los poderes
públicos. Si Homero pone en boca de Aquiles estas palabras:
"¡Yo, tratado como un vil extranjero!,"
es que a sus ojos es uno extranjero en la ciudad cuando no participa
de las funciones públicas; y allí donde se tiene cuidado de velar
estas diferencias políticas, se hace únicamente al intento de
halagar a los que no tienen en la ciudad otra cosa que el domicilio.
Toda la discusión precedente ha demostrado en qué la virtud del
hombre de bien y la virtud del ciudadano son idénticas, y en qué
difieren; hemos hecho ver que en un Estado el ciudadano y el hombre
virtuoso no son más que uno; que en otro se separan; y, en fin, que
no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al
hombre político, que es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o
colectivamente, de los intereses comunes.
Capítulo IV
División de los gobiernos y de las constituciones
Una vez fijados estos puntos, la primera cuestión que se presenta es
la siguiente: ¿Hay una o muchas constituciones políticas? Si existen
muchas, ¿cuáles son su naturaleza, su número y sus diferencias? La
constitución es la que determina con relación al Estado la
organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la
soberana, y el soberano de la ciudad es en todas partes el gobierno;
el gobierno es, pues, la constitución misma. Me explicaré: en las
democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano; en las
oligarquías, por el contrario, lo es la minoría compuesta de los
ricos; y así se dice que las constituciones de la democracia y de la
oligarquía son esencialmente diferentes; y las mismas distinciones
podemos hacer respecto de todas las demás.
Aquí es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros al
Estado, y cuáles son las diversas clases que hemos reconocido en los
poderes, tanto en los que se ejercen sobre el individuo como en los
que se refieren a la vida común. En el principio de este trabajo
hemos dicho, al hablar de la administración doméstica y de la
autoridad del señor, que el hombre es por naturaleza sociable, con
lo cual quiero decir que los hombres, aparte de la necesidad de
auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no impide
que cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y
por el deseo de encontrar en ella la parte individual de bienestar
que pueda corresponderle. Este es, ciertamente, el fin de todos en
general y de cada uno en particular; pero se unen, sin embargo,
aunque sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la
vida es, sin duda, una de las perfecciones de la humanidad. Y aun
cuando no se encuentre en ella otra cosa que la seguridad de la
vida, se apetece la asociación política, a menos que la suma de
males que ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable.
Ved, en efecto, hasta qué punto sufren la miseria la mayor parte de
los hombres por el simple amor de la vida; la naturaleza parece
haber puesto en esto un goce y una dulzura inexplicables.
Por lo demás, es bien fácil distinguir los diversos géneros de poder
de que queremos hablar aquí, y que son con frecuencia objeto de
discusión de nuestras obras exotéricas. Bien que el interés del
señor y el de su esclavo se identifiquen, cuando es verdaderamente
la voz de la naturaleza la que le asigna a aquéllos el puesto que
ambos deben ocupar, el poder del señor tiene, sin embargo, por
objeto directo la utilidad del dueño mismo, y por fin accidental la
ventaja del esclavo, porque, una vez destruido el esclavo, el poder
del señor desaparece con él. El poder del padre sobre los hijos,
sobre la mujer, sobre la familia entera, poder que hemos llamado
doméstico, tiene por objeto el interés de los administrados, o, si
se quiere, un interés común a los mismos y al que los rige. Aun
cuando este poder esté constituido principalmente en bien de los
administrados puede, según sucede en muchas artes, como en la
medicina y la gimnástica, convertirse secundariamente en ventaja del
que gobierna. Así, el gimnasta puede muy bien mezclarse con los
jóvenes a quienes enseña, como el piloto es siempre a bordo uno de
los tripulantes. El fin a que aspiran así el gimnasta como el piloto
es el bien de todos los que están a su cargo; y si llega el caso de
que se mezclen con sus subordinados, sólo participan de la ventaja
común accidentalmente, el uno como simple marinero, el otro como
discípulo, a pesar de su cualidad de profesor. En los poderes
políticos, cuando la perfecta igualdad de los ciudadanos, que son
todos semejantes, constituye la base de aquéllos, todos tienen el
derecho de ejercer la autoridad sucesivamente. Por lo pronto, todos
consideran, y es natural, esta alternativa como perfectamente
legítima, y conceden a otro el derecho de resolver acerca de sus
intereses, así como ellos han decidido anteriormente de los de
aquél; pero, más tarde, las ventajas que proporcionan el poder y la
administración de los intereses generales inspiran a todos los
hombres el deseo de perpetuarse en el ejercicio del cargo; y si la
continuidad en el mando pudiese por sí sola curar infaliblemente una
enfermedad de que se viesen atacados, no serían más codiciosos en
retener la autoridad una vez que disfrutan de ella.
Luego, evidentemente, todas las constituciones hechas en vista del
interés general son puras porque practican rigurosamente la
justicia; y todas las que sólo tienen en cuenta el interés personal
de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más que una
corrupción de las buenas constituciones; ellas se aproximan al poder
del señor sobre el esclavo, siendo así que la ciudad no es más que
una asociación de hombres libres.
Después de los principios que acabamos de sentar, podemos examinar
el número y la naturaleza de las constituciones. Nos ocuparemos
primero de las constituciones puras; y una vez fijadas éstas, será
fácil reconocer las constituciones corruptas.
Capítulo V
División de los gobiernos
Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el
gobierno señor supremo de la ciudad, es absolutamente preciso que el
señor sea o un solo individuo, o una minoría, o la multitud de los
ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría, o la mayoría,
gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura
necesariamente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno
sólo, sea el de la minoría, sea el de la multitud, la constitución
se desvía del camino trazado por su fin, puesto que, una de dos
cosas, o los miembros de la asociación no son verdaderamente
ciudadanos o lo son, y en este caso deben tener su parte en el
provecho común.
Cuando la monarquía o gobierno de uno sólo tiene por objeto el
interés general, se le llama comúnmente reinado. Con la misma
condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a
un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así,
ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque
el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los
asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del
interés general, el gobierno recibe como denominación especial la
genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. Estas
diferencias de denominación son muy exactas. Una virtud superior
puede ser patrimonio de un individuo o de una minoría; pero a una
mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial, si se
exceptúa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en
las masas; como lo prueba el que, en el gobierno de la mayoría, la
parte más poderosa del Estado es la guerrera; y todos los que tienen
armas son en él ciudadanos.
Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del
reinado; la oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia,
que lo es de la república. La tiranía es una monarquía que sólo
tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene
en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia,
el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés
general.
Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la
naturaleza propia de cada uno de estos tres gobiernos; porque la
materia ofrece dificultades. Cuando observamos las cosas
filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho
práctico, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte
se adopte, no omitir ningún detalle ni despreciar ningún pormenor,
sino mostrarlos todos en su verdadera luz.
La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno sólo, que
reina como señor sobre la asociación política; la oligarquía es el
predominio político de los ricos; y la demagogia, por el contrario,
el predominio de los pobres con exclusión de los ricos. Veamos una
objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña
del Estado, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se
llama demagogia; y, recíprocamente, si da la casualidad de que los
pobres, estando en minoría relativamente a los ricos, sean, sin
embargo, dueños del Estado, a causa de la superioridad de sus
fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía, las
definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se resuelve esta
dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de
miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el
gobierno en que los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos,
y el de la demagogia para el Estado en que los pobres, que están en
mayoría, son los señores. Porque, ¿cómo clasificar las dos formas de
constitución que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la
mayoría; otra en que los pobres forman la minoría; siendo unos y
otros soberanos del Estado, a no ser que hayamos dejado de
comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política? Pero
la razón nos dice sobradamente que la dominación de la minoría y de
la mayoría son cosas completamente accidentales, ésta en las
oligarquías, aquélla en las democracias; porque los ricos
constituyen en todas partes la minoría, como los pobres constituyen
dondequiera la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más arriba
no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente la
democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y
dondequiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o
minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de los
pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que
generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la
riqueza pertenece a pocos, pero la libertad a todos. Estas son las
causas de las disensiones políticas entre ricos y pobres.
Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la
oligarquía y a la demagogia, y lo que se llama derecho en una y en
otra. Ambas partes reivindican un cierto derecho, que es muy
verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto punto, y no
es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros.
Así, la igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para
todos, sin embargo, sino sólo entre iguales; y lo mismo sucede con
la desigualdad; es ciertamente un derecho, pero no respecto de
todos, sino de individuos que son desiguales entre sí. Si se hace
abstracción de los individuos, se corre el peligro de formar un
juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces son jueces y
partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El derecho
limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a
las personas, como dije en la Moral, se concede sin dificultad
cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando
se trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto,
lo repito, nace de que se juzga muy mal cuando está uno interesado
en el asunto. Porque unos y otros son expresión de cierta parte del
derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un lado,
superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen
superiores en todo; de otro, iguales otros en un punto, de libertad,
por ejemplo, se creen absolutamente iguales. Por ambos lados se
olvida lo capital.
Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la
riqueza, la participación de los asociados en el Estado estaría en
proporción directa de sus propiedades, y los partidarios de la
oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería
equitativo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una
tuviese la misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya
se aplique esto a la primera entrega, ya a las adquisiciones
sucesivas. Pero la asociación política tiene por fin, no sólo la
existencia material de todos los asociados, sino también su
felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse entre
esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales no
forman asociación por ser incapaces de felicidad y de libre
albedrío. La asociación política no tiene tampoco por único objeto
la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus
relaciones mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente
hacerse; porque entonces los etruscos y los cartagineses, y todos
los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían ser
considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus
convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual,
sobre los casos de una guerra común; aunque cada uno de ellos tiene,
no un magistrado común para todas estas relaciones, sino magistrados
separados, perfectamente indiferentes en punto a la moralidad de sus
aliados respectivos, por injustos y por perversos que puedan ser los
comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver
recíprocamente todo daño. Pero como la virtud y la corrupción
política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que
sólo quieren buenas leyes, es claro que la virtud debe ser el primer
cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este título, y que
no lo sea solamente en el nombre. De otra manera, la asociación
política vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos
lejanos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar; y la
ley entonces sería una mera convención; y no sería, como ha dicho el
sofista Licofrón, "otra cosa que una garantía de los derechos
individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia
personales de los ciudadanos". La prueba de esto es bien sencilla.
Reúnanse con el pensamiento localidades diversas y enciérrense
dentro de una sola muralla a Megara y Corinto; ciertamente que no
por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única,
aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído
entre sí matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial
de la asociación civil. O si no, supóngase cierto número de hombres
que viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin
embargo, que no puedan estar en comunicación; supóngase que tienen
leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar en las
relaciones mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros
labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por
ejemplo; pues bien, si sus relaciones se limitan a los cambios
diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no constituirá
todavía una ciudad. ¿Y por qué? En verdad no podrá decirse que en
este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes. Lo que
sucede es que cuando una asociación es tal que cada uno sólo ve el
Estado en su propia casa, y la unión es sólo una simple liga contra
la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de
la unión no son en este caso más que las que hay entre individuos
aislados. Luego, evidentemente, la ciudad no consiste en la
comunidad del domicilio, ni en la garantía de los derechos
individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio; estas
condiciones preliminares son indispensables para que la ciudad
exista; pero aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe
todavía. La ciudad es la asociación del bienestar y de la virtud,
para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes,
para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma.
Sin embargo, no podría alcanzarse este resultado sin la comunidad de
domicilio y sin el auxilio de los matrimonios; y esto es lo que ha
dado lugar en los Estados a las alianzas de familia, a las fratrias,
a los sacrificios públicos y a las fiestas en que se reúnen los
ciudadanos. La fuente de todas estas instituciones es la
benevolencia, sentimiento que arrastra al hombre a preferir la vida
común; y siendo el fin del Estado el bienestar de los ciudadanos,
todas estas instituciones no tienden sino a afianzarle. El Estado no
es más que una asociación en la que las familias reunidas por
barrios deben encontrar todo el desenvolvimiento y todas las
comodidades de la existencia; es decir, una vida virtuosa y feliz. Y
así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y
la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común. Los que
contribuyen con más a este fondo general de la asociación tienen en
el Estado una parte mayor que los que, iguales o superiores por la
libertad o por el nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud
política; y mayor también que la que corresponda a aquellos que,
superándoles por la riqueza, son inferiores a ellos, sin embargo, en
mérito.
Puedo concluir de todo lo dicho que, evidentemente, al formular los
ricos y los pobres opiniones tan opuestas sobre el poder, no han
encontrado ni unos ni otros más que una parte de la verdad y de la
justicia.
Capítulo VI
De la soberanía
Es un gran problema el saber a quién corresponde la soberanía en el
Estado. No puede menos de pertenecer o a la multitud, o a los ricos,
o a los hombres de bien, o a un solo individuo que sea superior por
sus talentos, o a un tirano. Pero, al parecer, por todos lados hay
dificultades. ¡Qué!, ¿los pobres, porque están en mayoría, podrán
repartirse los bienes de los ricos y esto no será una injusticia,
porque el soberano de derecho propio haya decidido que no lo es?
¡Horrible iniquidad! y cuando todo se haya repartido, si una segunda
mayoría se reparte de nuevo los bienes de la minoría, el Estado,
evidentemente, perecerá. Pero la virtud no destruye aquello en que
reside; la justicia no es una ponzoña para el Estado. Este
pretendido derecho no puede ser, ciertamente, otra cosa que una
patente injusticia.
Por el mismo principio, todo lo que haga el tirano será
necesariamente justo; empleará la violencia, porque será más fuerte,
del mismo modo que los pobres lo eran respecto de los ricos.
¿Pertenecerá el poder de derecho a la minoría o a los ricos? Pero si
se conducen como los pobres y como el tirano, si roban a la multitud
y la despojan, ¿esta expoliación será justa? Entonces también se
tendrá por justo lo que hacen los primeros.
Como se ve, no resulta de todos lados otra cosa que crímenes e
iniquidades.
¿Debe ponerse la soberanía absoluta para la resolución de todos los
negocios en manos de los ciudadanos distinguidos? Entonces vendría a
envilecerse a todas las demás clases, que quedan excluidas de las
funciones públicas; el desempeño de éstas es un verdadero honor, y
la perpetuidad en el poder de algunos ciudadanos rebaja
necesariamente a los demás. ¿Será mejor dar el poder a un hombre
solo, a un hombre superior? Pero esto es exagerar el principio
oligárquico, y dejar excluida de las magistraturas una mayoría más
considerable aún. Además se cometería una falta grave si se
sustituyera la soberanía de la ley con la soberanía de un individuo,
siempre sometido a las mil pasiones que agitan a toda alma humana.
Pero se dirá: que sea la ley la soberana. Ya sea oligárquica, ya
democrática, ¿se habrán salvado mejor todos los escollos? De ninguna
manera. Los mismos peligros que acabamos de señalar subsistirán
siempre.
En otra parte volveremos a tratar este punto.
Atribuir la soberanía a la multitud antes que a los hombres
distinguidos, que están siempre en minoría, puede parecer una
solución equitativa y verdadera de la cuestión, aunque aún no
resuelva todas las dificultades. Puede, en efecto, admitirse que la
mayoría, cuyos miembros tomados separadamente no son hombres
notables, está, sin embargo, por cima de los hombres superiores, si
no individualmente, por lo menos en masa, a la manera que una comida
a escote es más espléndida que la que pueda dar un particular a sus
solas expensas. En esta multitud, cada individuo tiene su parte de
virtud y de ilustración, y todos reunidos forman, por decirlo así,
un solo hombre, que tiene manos, pies, sentidos innumerables, un
carácter moral y una inteligencia en proporción. Por esto la
multitud juzga con exactitud las composiciones musicales y poéticas;
éste da su parecer sobre un punto, aquél sobre otro, y la reunión
entera juzga el conjunto de la obra. El hombre distinguido, tomado
individualmente, se dice, difiere de la multitud, como la belleza
difiere de la fealdad, como un buen cuadro producto del arte difiere
de la realidad, mediante la reunión en un solo cuerpo de todos los
rasgos de belleza desparramados por todas partes, lo cual no impide
que, si se analizan las cosas, sea posible encontrar otro cuerpo
mejor que el del cuadro y que tenga ojos más bellos o mejor otra
cualquiera parte del cuerpo. No afirmaré que en toda multitud o en
toda gran reunión sea ésta la diferencia constante entre la mayoría
y el pequeño número de hombres distinguidos; y ciertamente podría
decirse más bien, sin temor de equivocarse, que en más de un caso
semejante diferencia es imposible; porque podría aplicarse la
comparación hasta a los animales, pues ¿en qué, pregunto, se
diferencian ciertos hombres de los animales? Pero la aserción, si se
limita a una multitud dada, puede ser completamente exacta.
Estas consideraciones tocan a nuestra primera pregunta relativa al
soberano, y a la siguiente, que está íntimamente ligada con ella. ¿A
qué cosas debe extenderse la soberanía de los hombres libres y de la
masa de los ciudadanos? Entiendo por masa de los ciudadanos la
constituida por todos los hombres de una fortuna y un mérito
ordinarios. Es peligroso confiarles las magistraturas importantes;
por falta de equidad y de luces serán injustos en unos casos y se
engañarán en otros. Excluirlos de todas las funciones no es tampoco
oportuno: un Estado en el que hay muchos individuos pobres y
privados de toda distinción pública, cuenta necesariamente en su
seno otros tantos enemigos. Pero puede dejárseles el derecho de
deliberar sobre los negocios públicos y el derecho de juzgar. Así
Solón y algunos otros legisladores les han concedido la elección y
la censura de los magistrados, negándoles absolutamente las
funciones individuales. Cuando están reunidos, la masa percibe
siempre las cosas con suficiente inteligencia; y unida a los hombres
distinguidos, sirve al Estado a la manera que, mezclando manjares
poco escogidos con otros delicados, se produce una cantidad más
fuerte y más provechosa de alimentos. Pero los individuos tomados
aislada mente son incapaces de formar verdaderos juicios.
A este principio político se puede hacer una objeción, y preguntar
si, cuando se trata de juzgar del mérito de un tratamiento curativo,
no es imprescindible acudir a la misma persona que mía capaz de
curar el mismo mal de que se trata, si llegara el caso, es decir,
acudir a un médico; a lo cual añado yo que este razonamiento puede
aplicarse a todas las demás artes y a todos los casos en que la
experiencia desempeña el principal papel. Luego si los jueces
naturales del médico son los médicos, lo mismo sucederá en todas las
demás cosas. Médico significa a la vez el que ejecuta el remedio
ordenado, el que lo prescribe y el que ha estudiado esta ciencia.
Puede decirse que todas las artes tienen, como la medicina,
parecidas divisiones, y el derecho de juzgar lo mismo se concede a
la ciencia teórica que a la instrucción práctica.
A la elección de los magistrados hecha por la multitud puede hacerse
la misma objeción. Sólo los que saben hacer las cosas, se dirá,
tienen las luces necesarias para elegir bien. Al geómetra
corresponde escoger los geómetras, y al piloto escoger los pilotos;
porque, si se pueden hacer en ciertas artes algunas cosas sin previo
aprendizaje, no por eso las harán mejor los ignorantes que los
hombres entendidos. Y así por esta misma razón no debe dejarse a la
multitud ni el derecho de elegir los magistrados ni el derecho de
exigir a éstos cuenta de su conducta. Pero quizá esta objeción no es
muy exacta, si tenemos en cuenta las razones que antes expuse, a no
ser que supongamos una multitud completamente degradada. Los
individuos aislados no juzgarán con tanto acierto como los sabios,
convengo en ello; pero reunidos todos, o valen más, o no valen
menos. El artista no es el único ni el mejor juez en muchas cosas y
en todos aquellos casos en que se puede conocer muy bien su obra sin
poseer su arte. El mérito de una casa, por ejemplo, puede ser
estimado por el que la ha construido, pero mejor lo apreciará
todavía el que la habita; esto es, el jefe de familia. De igual modo
el timonel de un buque conocerá mejor el mérito de los timones que
el carpintero que los hace; y el convidado, no el cocinero, será el
mejor juez de un festín.
Estas consideraciones son las suficientes para contestar a la
primera objeción.
He aquí otra que tiene relación con la anterior. No hay motivo, se
dirá, para dar a la muchedumbre sin mérito un poder mayor que a los
ciudadanos distinguidos. Nada es superior a este derecho de elección
y de censura, que muchos Estados, como ya he dicho, han concedido a
las clases inferiores, y que éstas ejercen soberanamente en la
asamblea pública. Esta asamblea, el senado y los tribunales están
abiertos, mediante un censo moderado, a los ciudadanos de todas
edades; y al mismo tiempo para las funciones de tesorero, de
general, y para las demás magistraturas importantes, se exige que
ocupen un puesto elevado en el censo.
La respuesta a esta segunda objeción no es tampoco difícil. Quizá
las cosas no estén mal en la forma en que se encuentran. No es el
individuo, juez, senador, miembro de la asamblea pública, el que
falla soberanamente; es el tribunal, es el senado, es el pueblo, de
los cuales este individuo no es más que una fracción mínima en su
triple carácter de senador, de juez y de miembro de la asamblea
general. Desde este punto de vista es justo que la multitud tenga un
poder más amplio, porque ella es la que forma el pueblo, el senado y
el tribunal. La riqueza poseída por esta masa entera sobrepuja a la
que poseen individualmente en su minoría todos los que desempeñan
los cargos más eminentes. No diré más sobre esta materia. Pero en
cuanto a la primera cuestión que sentamos, relativa a la persona del
soberano, la consecuencia más evidente que se desprende de nuestra
discusión es que la soberanía debe pertenecer a las leyes fundadas
en la razón, y que el magistrado, único o múltiple, sólo debe ser
soberano en aquellos puntos en que la ley no ha dispuesto nada por
la imposibilidad de precisar en reglamentos generales todos los
pormenores. Aún no hemos dicho lo que deben ser las leyes fundadas
en la razón, y nuestra primera cuestión queda en pie. Sólo diré que
las leyes son de toda necesidad lo que son los gobiernos: malas o
buenas, justas o inicuas, según que ellos son lo uno o lo otro. Por
lo menos, es de toda evidencia que las leyes deben hacer relación al
Estado, y una vez admitido esto, no es menos evidente que las leyes
son necesariamente buenas en los gobiernos puros, y viciosas en los
gobiernos corruptos.
Capítulo VII
Continuación de la teoría de la soberanía
Todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin; y el
primero de los bienes debe ser el fin supremo de la más alta de
todas las ciencias; y esta ciencia es la política. El bien en
política es la justicia; en otros términos, la utilidad general. Se
cree, comúnmente, que la justicia es una especie de igualdad; y esta
opinión vulgar está hasta cierto punto de acuerdo con los principios
filosóficos de que nos hemos servido en la Moral. Hay acuerdo,
además, en lo relativo a la naturaleza de la justicia, a los seres a
que se aplica, y se conviene también en que la igualdad debe reinar
necesariamente entre iguales; queda por averiguar a qué se aplica la
igualdad y a qué la desigualdad, cuestiones difíciles que
constituyen la filosofía política.
Se sostendrá, quizá, que el poder político debe repartirse
desigualmente y en razón de la preeminencia nacida de algún mérito;
permaneciendo, por otra parte, en todos los demás puntos
perfectamente iguales, y siendo los ciudadanos por otro lado
completamente semejantes; y que los derechos y la consideración
deben ser diferentes cuando los individuos difieren. Pero si este
principio es verdadero, hasta la frescura de la tez, la estatura u
otra circunstancia, cualquiera que ella sea, podrá dar derecho a ser
superior en poder político. ¿No es este un error manifiesto? Algunas
reflexiones, deducidas de las otras ciencias y de las demás artes,
lo probarán suficientemente. Si se distribuyen flautas entre varios
artistas, que son iguales, puesto que están dedicados al mismo arte,
no se darán los mejores instrumentos a los individuos más nobles,
puesto que su nobleza no les hace más hábiles para tocar la flauta;
sino que se deberá entregar el instrumento más perfecto al artista
que más perfectamente sepa servirse de él. Si el razonamiento no es
aún bastante claro, se le puede extremar aún más. Supóngase que un
hombre muy distinguido en el arte de tocar la flauta lo es mucho
menos por el nacimiento y la belleza, ventajas que, tomada cada una
aparte, son, si se quiere, muy preferibles al talento de artista; y
que en estos dos conceptos, en nobleza y belleza, le superen sus
rivales mucho más que los supera él como profesor; pues sostengo que
en este caso a él es a quien pertenece el instrumento superior. De
otra manera sería preciso que la ejecución musical sacase gran
provecho de la superioridad en nacimiento y en fortuna; y, sin
embargo, estas circunstancias no pueden proporcionar en este orden
el más ligero adelanto.
Ateniéndonos a este falso razonamiento, resultaría que una ventaja
cualquiera podría ser comparada con otra; y porque la talla de tal
hombre excediese la de otro, se seguiría como regla general que la
talla podría ser puesta en parangón con la fortuna y con la
libertad. Si porque uno se distinga más por su talla que otro se
distingue por su virtud, se coloca en general la talla muy por cima
de la virtud, las cosas más diferentes y extrañas aparecerán
entonces al mismo nivel; porque si la talla hasta cierto grado puede
sobrepujar a otra cualidad en otro cierto grado, es claro que
bastará fijar la proporción entre estos grados para obtener la
igualdad absoluta. Pero como para hacer esto hay una imposibilidad
radical, es claro que no se pretende, ni remotamente, en punto a
derechos políticos, repartir el poder según toda clase de
desigualdades. El que los unos sean ligeros en la carrera y los
otros muy pesados no es una razón para que en política los unos
tengan más y los otros menos; en los juegos gimnásticos es donde
deberán apreciarse estas diferencias en su justo valor; aquí no
deben entrar en concurrencia otras cosas que las que contribuyen a
la formación del Estado. Es muy justo conceder una distinción
particular a la nobleza, a la libertad, a la fortuna; porque los
individuos libres y los ciudadanos que tienen la renta legal son los
miembros del Estado; y no existiría el Estado si todos fuesen pobres
o si todos fuesen esclavos. Pero a estos primeros elementos es
preciso unir evidentemente otros dos: la justicia y el valor
guerrero, de que el Estado no puede carecer; porque si los unos son
indispensables para su existencia, los otros lo son para su
prosperidad. Todos estos elementos, por lo menos los más de ellos,
pueden disputarse con razón el honor de constituir la existencia de
la ciudad; pero, como dije antes, a la ciencia y a la virtud es a
las que debe atribuirse su felicidad.
Además, como la igualdad y la desigualdad completas son injustas
tratándose de individuos que no son iguales o desiguales entre sí
uno en un solo concepto, todos los gobiernos en que la igualdad y la
desigualdad están establecidas sobre bases de este género,
necesariamente son gobiernos corruptos. También hemos dicho más
arriba que todos los ciudadanos tienen razón en considerarse con
derechos, pero no la tienen al atribuirse derechos absolutos: como,
por ejemplo, lo creen los ricos, porque poseen una gran parte del
territorio común de la ciudad y tienen ordinariamente más crédito en
las transacciones comerciales; y los nobles y los hombres libres,
clases muy próximas entre sí, porque a la nobleza corresponde
realmente más la ciudadanía que al estado llano, siendo muy estimada
en todos los pueblos, y además porque descendientes virtuosos deben,
según todas las apariencias, tener virtuosos antepasados, puesto que
la nobleza no es más que un mérito de raza. Ciertamente, la virtud
puede, en nuestra opinión, levantar su voz con no menos razón; la
virtud social es la justicia, y todas las demás vienen
necesariamente después de ella y como consecuencias. En fin, la
mayoría también tiene pretensiones que puede oponer a las de la
minoría, porque la mayoría, tomada en su conjunto, es más poderosa,
más rica y mejor que la minoría.
Supongamos por tanto, reunidos en un solo Estado, de un lado,
individuos distinguidos, nobles y ricos, y de otro una multitud a la
que puede concederse derechos políticos. ¿Podrá decirse sin vacilar
a quién debe pertenecer la soberanía?, ¿o será posible que aún haya
duda? En cada una de las constituciones que hemos enumerado más
arriba, la cuestión de saber quién debe mandar no es cuestión,
puesto que la diferencia entre ellas descansa precisamente en la del
soberano. En unos puntos la soberanía pertenece a los ricos, en
otros a los ciudadanos distinguidos, etc. Veamos ahora lo que debe
hacerse cuando todas estas diversas condiciones se encuentran
simultáneamente en la ciudad. Suponiendo que la minoría de los
hombres de bien sea extremadamente débil, ¿cómo podrá constituirse
el Estado respecto a éstos? ¿Se mirará, si, débil y todo como es,
podrá bastar, sin embargo, para gobernar el Estado, y aun para
formar por sí sola una ciudad completa? Pero entonces ocurre una
objeción, que igualmente puede hacerse a todos los que aspiran al
poder político, y que, al parecer, echa por tierra todas las razones
de los que reclaman la autoridad como un derecho debido a su
fortuna, así como las de los que la reclaman como un derecho debido
a su nacimiento. Adoptando el principio que todos éstos alegan en su
favor, la pretendida soberanía debería evidentemente residir en el
individuo que por sí solo fuese más rico que todos los demás juntos.
Y asimismo, el más noble por su nacimiento querría sobreponerse a
todos los que sólo tienen en su apoyo la cualidad de hombres libres.
La misma objeción se hace contra la aristocracia que se funda en la
virtud, porque si tal ciudadano es superior en virtud a todos los
miembros del gobierno, muy apreciables por otra parte, el mismo
principio obligaría a conferirle la soberanía. También cabe la misma
objeción contra la soberanía de la multitud, fundada en la
superioridad de su fuerza relativamente a la minoría, porque si por
casualidad un individuo o algunos individuos, aunque menos numerosos
que la mayoría, son más fuertes que ella, le pertenecería la
soberanía antes que a la multitud. Todo esto parece demostrar
claramente que no hay completa justicia en ninguna de las
prerrogativas a cuya sombra reclama cada cual el poder para sí y la
servidumbre para los demás. A las pretensiones de los que
reivindican la autoridad fundándose en su mérito o en su fortuna, la
multitud podría oponer excelentes razones. Es posible, en efecto,
que sea ésta más rica y más virtuosa que la minoría, no
individualmente, pero sí en masa. Esto mismo responde a una objeción
que se aduce y se repite con frecuencia como muy grave. Se pregunta
si en el caso que hemos supuesto el legislador que quiere dictar
leyes perfectamente justas debe tener en cuenta, al hacerlo, el
interés de la multitud o el de los ciudadanos distinguidos. La
justicia en este caso es la igualdad, y esta igualdad de la justicia
se refiere tanto al interés general del Estado como al interés
individual de los ciudadanos. Ahora bien, el ciudadano en general es
el individuo que tiene participación en la autoridad y en la
obediencia pública, siendo por otra parte la condición del ciudadano
variable, según la constitución; y en la república perfecta es el
individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar
sucesivamente de conformidad con los preceptos de la virtud.
Capítulo VIII
Conclusión de la teoría de la soberanía
Si hay en el Estado un individuo, o, si se quiere, muchos, pero
demasiado pocos, sin embargo, para formar por sí solos una ciudad,
que tengan tal superioridad de mérito, que el de todos los demás
ciudadanos no pueda competir con el suyo, siendo la influencia
política de este individuo único o de estos individuos
incomparablemente más fuerte, semejantes hombres no pueden ser
confundidos en la masa de la ciudad. Reducirlos a la igualdad común,
cuando su mérito y su importancia política los deja tan
completamente fuera de toda comparación, es hacerles una injuria,
porque tales personajes bien puede decirse que son dioses entre los
hombres. Esta es una nueva prueba de que la legislación
necesariamente debe recaer sobre individuos iguales por su
nacimiento y por sus facultades. Pero la ley no se ha hecho para
estos seres superiores, sino que ellos mismos son la ley. Sería
ridículo intentar someterlos a la constitución, porque podrían
responder lo que, según Antístenes, respondieron los leones al
decreto dado por la asamblea de las liebres sobre la igualdad
general de los animales. Este es también el origen del ostracismo en
los Estados democráticos, que más que ningún otro son celosos de que
se conserve la igualdad. Tan pronto como un ciudadano parecía
elevarse por cima de todos los demás a causa de su riqueza, por lo
numeroso de sus partidarios, o por cualquiera otra condición
política, el ostracismo le condenaba a un destierro más o menos
largo. En la mitología, los argonautas no tuvieron otro motivo para
abandonar a Hércules. Argos declara que no quiere llevarle a bordo,
porque pesaba mucho más que el resto de sus compañeros. Y así no ha
habido razón para censurar en absoluto la tiranía de Trasíbulo y el
consejo que Periandro le dio. No se le ocurrió a éste dar otra
respuesta al enviado que fue a pedirle consejo que igualar cierto
número de espigas, cortando las que sobresalían en el manojo. El
mensajero no comprendió nada de lo que esto significaba, pero
Trasíbulo, cuando lo supo, entendió perfectamente que debía
deshacerse de los ciudadanos poderosos.
Este expediente no es útil solamente a los tiranos, y así no son los
únicos que de él se aprovechan. Con igual éxito se emplea en las
oligarquías y en las democracias. El ostracismo en éstas produce los
mismos resultados, poniendo coto por medio del destierro al poder de
los personajes a él condenados. Cuando es posible, se aplica este
principio político a Estados y pueblos enteros. Puede verse la
conducta que observaron los atenienses respecto de los samios, los
chiotas y los lesbios; apenas afirmaron aquéllos su poder, tuvieron
buen cuidado de debilitar a sus súbditos, a pesar de todos los
tratados. El rey de los persas ha castigado más de una vez a los
medos, a los babilonios y a otros pueblos demasiado ensoberbecidos
con los recuerdos de su antigua dominación.
Esta cuestión interesa a todos los gobiernos, sin exceptuar ninguno,
ni aun los buenos. Los gobiernos corruptos emplean estos medios
movidos por un interés particular; pero no se emplean menos en los
gobiernos que se guían por el interés general. Se puede poner más
claro este razonamiento por medio de una comparación tomada de las
otras ciencias y artes. El pintor no dejará en su cuadro un pie que
no guarde proporción con las otras partes de la figura, aun cuando
este pie fuese mucho más bello que el resto; el carpintero de marina
no pondrá una proa u otra parte de la nave, si es desproporcionada;
y el maestro de canto no admitirá en un concierto una voz más fuerte
y más hermosa que todas las que forman el resto del coro. Así que no
es imposible que los monarcas en este punto estén de acuerdo con los
Estados que rigen, si realmente no apelan a este expediente sino
cuando la conservación de su propio poder interesa al Estado.
Y así los principios del ostracismo, aplicados a las superioridades
bien reconocidas, no carecen por completo de toda equidad política.
Es, ciertamente, preferible que la ciudad, gracias a las
instituciones primitivamente establecidas por el legislador, pueda
excusar este remedio; pero si el legislador recibe por segunda mano
el timón del Estado, puede, en caso de necesidad, apelar a este
medio de reforma. Por lo demás, no han sido estos los móviles que
hasta ahora han motivado tal medida; en el ostracismo no se ha
tenido en cuenta el verdadero interés de la república, sino que se
ha mirado simplemente como un arma de partido.
En los gobiernos corruptos, como el ostracismo sirve a un interés
particular, es por esto mismo evidentemente justo; pero también es
no menos evidente que no es de una justicia absoluta. En la ciudad
perfecta, la cuestión es mucho más difícil. La superioridad en
cualquier concepto que no sean el mérito, la riqueza o la
influencia, no puede causar embarazo; pero ¿qué puede hacerse contra
la superioridad de la virtud? Ciertamente no se dirá que es preciso
desterrar o expulsar al ciudadano que se distingue en este respecto.
Tampoco se pretenderá que es preciso reducirle a la obediencia;
porque esto sería dar un jefe al mismo Júpiter. El único camino que
naturalmente deben, al parecer, seguir todos los ciudadanos, es el
de someterse de buen grado a este grande hombre y tomarle por rey
mientras viva.
Capítulo IX
Teoría del reinado
Las consideraciones que preceden nos conducen directamente al
estudio del reinado, que hemos clasificado entre los buenos
gobiernos. ¿La ciudad o el Estado bien constituido debe, en interés
suyo, ser gobernado por un rey? ¿No existe un gobierno preferible a
éste, que si es útil a algunos pueblos, no puede serlo a otros
muchos? Tales son las cuestiones que vamos a examinar. Pero
indaguemos, ante todo, si el reinado es simple o si es de muchas y
diferentes especies. Es fácil reconocer que es múltiple, y que sus
atribuciones no son idénticas en todos los Estados. Así, el reinado
en el gobierno de Esparta parece ser el más legal, pero no
constituye un señorío absoluto. El rey dispone soberanamente sólo en
dos cosas: en los negocios militares, que dirige cuando está fuera
del territorio nacional, y en los asuntos religiosos. El reinado,
comprendido de esta manera, no es verdaderamente más que un
generalato inamovible, investido de poderes extraordinarios. No
tiene el derecho de vida y muerte, sino en un solo caso, exceptuado
también entre los antiguos: en las expediciones militares, en el
ardor del combate. Homero nos lo dice: Agamenón, cuando delibera,
deja pacientemente que le insulten; pero cuando marcha al enemigo,
su poder llega hasta tener el derecho de matar, y exclama:
Al que entonces encuentro cerca de mis naves,
le arrojo, le echo a los perros y a las aves de rapiña;
porque tengo el derecho de matar...
Esta primera especie de reinado no es más que un generalato
vitalicio; puede ser así hereditario como electivo.
Después de ésta, debo hablar de una segunda especie de reinado, que
encontramos establecido en algunos pueblos bárbaros; y que, en
general, tiene, poco más o menos, los mismos poderes que la tiranía,
bien sea aquél legítimo y hereditario. Hay pueblos que, arrastrados
por una tendencia natural a la servidumbre, inclinación mucho más
pronunciada entre los bárbaros que entre los griegos, más entre los
asiáticos que entre los europeos, soportan el yugo del despotismo
sin pena y sin murmurar; y he aquí por qué los reinados que pesan
sobre estos pueblos son tiránicos, si bien descansan, por otra
parte, sobre las sólidas bases de la ley y de la sucesión
hereditaria. He aquí también por qué la guardia que rodea a estos
reyes es verdaderamente real, y no como la guardia que tienen los
tiranos. Son ciudadanos armados los que velan por la seguridad de un
rey; mientras que el tirano sólo confía la suya a extranjeros; y
esto consiste en que en el primer caso la obediencia es legal y
voluntaria, y en el segundo, forzosa. Los unos tienen una guardia de
ciudadanos; los otros una guardia contra los ciudadanos.
Después de estas dos especies de monarquías viene una tercera, de la
que encontramos ejemplos entre los antiguos griegos, y que se llama
esimenetia. Es, a decir verdad, una tiranía electiva,
distinguiéndose del reinado bárbaro, no en que no es legal, sino
sólo en que no es hereditaria. Los esimenetas recibían el poder unas
veces por vida, y otras por un tiempo dado o hasta un hecho
determinado. Así es cómo Mitilene eligió a Pítaco para rechazar a
los desterrados que mandaban Antiménides y Alceo, el poeta. El mismo
Alceo nos dice en uno de sus Escolios que Pítaco fue elevado a la
tiranía, y echa en cara a sus conciudadanos el haberse valido de un
Pítaco, enemigo de su país, para convertirle en tirano de esta
ciudad, que no siente el peso de sus males, ni el peso de su
deshonra, y que, al parecer, no se cansa de tributar alabanzas a su
asesino. Los esimenetas antiguos o actuales tienen del despotismo el
poder tiránico que se pone en sus manos, y del reinado la elección
libre que los crea.
Una cuarta especie de reinado es la de los tiempos heroicos,
consentida por los ciudadanos y hereditaria por la ley. Los
fundadores de estas monarquías, que tanto bien hicieron a los
pueblos, enseñándoles las artes o conduciéndolos a la victoria,
reuniéndolos o conquistando para ellos terrenos y viviendas, fueron
nombrados reyes por reconocimiento, y transmitieron el poder a sus
hijos. Estos reyes tenían el mando supremo en la guerra y hacían
todos los sacrificios que no requerían el ministerio de los
pontífices, y además de tener estas dos prerrogativas, eran jueces
soberanos en todas las causas, ya sin prestar juramento, ya dando
esta garantía. La fórmula del juramento consistía en levantar el
cetro en alto. En tiempos más remotos el poder de estos reyes
abrazaba todos los negocios políticos, interiores y exteriores, sin
excepción; pero, andando el tiempo, sea por el abandono voluntario
de los reyes, sea por las exigencias de los pueblos, este reinado se
vio reducido casi en todas partes a la presidencia de los
sacrificios, y en los puntos donde mereció llevar todavía este
nombre sólo conservó el mando de los ejércitos fuera del territorio
del Estado.
Hemos reconocido cuatro clases de reinado: uno, el de los tiempos
heroicos, libremente consentido, pero limitado a las funciones de
general, de juez y de pontífice; el segundo, el de los bárbaros,
despótico y hereditario por ministerio de la ley; el tercero, el que
se llama esimenetia, y que es una tiranía electiva; el cuarto, en
fin, el de Esparta, que, propiamente hablando, no es más que un
generalato perpetuamente vinculado en una raza. Estos cuatro
reinados son suficientemente distintos entre sí. Hay un quinto
reinado, en el que un solo jefe dispone de todo, en la misma forma
que en otros puntos dispone el cuerpo de la nación, el Estado, de la
cosa pública. Este reinado tiene grandes relaciones con el poder
doméstico, y así como la autoridad del padre es una especie de
reinado en la familia, así el reinado de que aquí hablamos es una
administración de familia, aplicada a una ciudad, a una o muchas
naciones.
Capítulo X
Continuación de la teoría del reinado
Nosotros realmente sólo debemos considerar dos formas de reinado: la
quinta, de que acabamos de hablar, y el reinado de Lacedemonia. Los
otros están comprendidos entre estos dos extremos, y son, o más
limitados en su poder que la monarquía absoluta, o más extensos que
el reinado de Esparta. Nos circunscribimos a los dos puntos
siguientes: primero si es útil o funesto al Estado tener un general
perpetuo, ya sea hereditario o electivo; segundo, si es útil o
funesto al Estado tener un dueño absoluto.
La cuestión de un generalato de este género es asunto propio de
leyes reglamentarias más bien que de la constitución, puesto que
todas las constituciones podrían admitirlo igualmente. Y así no me
detendré en el reinado de Esparta.
En cuanto a la otra clase de reinado, forma una especie de
constitución aparte, y voy a ocuparme de él especialmente y tratar
todas las cuestiones a que puede dar lugar.
El primer punto que en esta indagación importa saber es si es
preferible poner el poder en manos de un individuo virtuoso o
encomendarlo a buenas leyes. Los partidarios del reinado, que lo
consideran tan beneficioso, sostendrán, sin duda alguna, que la ley,
al disponer sólo de una manera general, no puede prever todos los
casos accidentales, y que es irracional querer someter una ciencia,
cualquiera que ella sea, al imperio de una letra muerta, como
aquella ley de Egipto que no permite a los médicos obrar antes del
cuarto día de enfermedad, exigiéndoles la responsabilidad si lo
hacen cuando este término no ha pasado aún. Luego, evidentemente, la
letra y la ley no pueden por estas mismas razones constituir jamás
un buen gobierno. Pero esta forma de resoluciones generales es una
necesidad para todos los que gobiernan, y su uso es, en verdad, más
acertado en una naturaleza exenta de pasiones que en la que está
esencialmente sometida a ellas. La ley es impasible, mientras que
toda alma humana es, por el contrario, necesariamente apasionada.
Pero el monarca, se dice, será más apto que la ley para resolver en
casos particulares. Entonces se admite, evidentemente, que al mismo
tiempo que él es legislador, hay también leyes que cesan de ser
soberanas en los puntos que callan, pero que lo son en los puntos de
que hablan. En todos los casos en que la ley no puede decidir o no
puede hacerlo equitativamente, ¿debe someterse el punto a la
autoridad de un individuo superior a todos los demás, o a la de la
mayoría? De hecho, hoy la mayoría juzga, delibera, elige en las
asambleas públicas, y todos sus decretos recaen sobre casos
particulares. Cada uno de sus miembros, considerado aparte, es
inferior, quizá, si se le compara con el individuo de que acabo de
hablar; pero el Estado se compone precisamente de esta mayoría, y
una comida en que cada cual lleva su parte es siempre más completa
que la que pudiera dar por sí solo uno de los convidados. Por esta
razón, la multitud, en la mayor parte de los casos, juzga mejor que
un individuo, cualquiera que él sea. Además, una cosa en gran
cantidad es siempre menos corruptible, como se ve, por ejemplo, en
una masa de agua, y la mayoría, por la misma razón, es mucho menos
fácil de corromper que la minoría. Cuando el individuo está dominado
por la cólera o cualquiera otra pasión, su juicio necesariamente se
falsea, pero sería prodigiosamente difícil que en un caso igual toda
la mayoría se enfureciese o se engañase. Supóngase, por otra parte,
una multitud de hombres libres, que no se separan de la ley sino en
aquello en que la ley es necesariamente deficiente. Aunque no sea
cosa fácil en una masa numerosa, puedo suponer, sin embargo, que la
mayoría de ella se compone de hombres virtuosos, como individuos y
como ciudadanos; y pregunto entonces: ¿un solo hombre será más
incorruptible que esta mayoría numerosa, pero proba? ¿No está la
ventaja, evidentemente, de parte de la mayoría? Pero se dice: la
mayoría puede amotinarse, y un hombre solo no puede hacerlo. Mas se
olvida que hemos supuesto en todos los miembros de la mayoría tanta
virtud como en este individuo único. Por consiguiente, si se llama
aristocracia al gobierno de muchos ciudadanos virtuosos, y reinado
al de uno sólo, la aristocracia será ciertamente para estos Estados
muy preferible al reinado, ya sea absoluto su poder, ya no lo sea,
con tal que se componga de individuos que sean tan virtuosos los
unos como los otros. Si nuestros antepasados se sometieron a los
reyes, sería, quizá, porque entonces era muy difícil encontrar
hombres eminentes, sobre todo en Estados tan pequeños como los de
aquel tiempo; o acaso no admitieron a los reyes sino por puro
reconocimiento, gratitud que hace honor a nuestros padres. Pero
cuando el Estado tuvo muchos ciudadanos de un mérito igualmente
distinguido, no pudo tolerarse ya el reinado; se buscó una forma de
gobierno en que la autoridad pudiese ser común, y se estableció la
república. La corrupción produjo dilapidaciones públicas, y dio
lugar, muy probablemente, como resultado de la indebida estimación
dada al dinero, a las oligarquías. Éstas se convirtieron muy luego
en tiranías, como las tiranías se convirtieron luego en demagogias.
La vergonzosa codicia de los gobernantes, que tendía sin cesar a
limitar su número, dio tanta fuerza a las masas, que pudieron bien
pronto sacudir la opresión y hacerse cargo del poder ellas mismas.
Más tarde, el crecimiento de los Estados no permitió adoptar otra
forma de gobierno que la democracia.
Pero nosotros preguntaremos a los que alaban la excelencia del
reinado: ¿cuál debe ser la suerte de los hijos de los reyes? ¿Es que
quizá también ellos habrán de reinar? Ciertamente, si han de ser
tales como muchos que se han visto, semejante sucesión hereditaria
será bien funesta. Pero el rey, se dirá, será árbitro de no
transmitir el reinado a su raza. En este caso, graves peligros tiene
esta confianza, porque la posición es muy resbaladiza, y semejante
desinterés exigiría un heroísmo de que no es capaz el corazón
humano. También preguntaremos si, para ejercer su poder, el rey que
pretende dominar debe tener a su disposición una fuerza armada,
capaz de contrarrestar y someter a los rebeldes; o, en otro caso,
cómo podrá mantener su autoridad. Suponiendo que reine con arreglo a
las leyes, y que no las sustituya nunca con su arbitrio personal,
aun así será preciso que disponga de cierta fuerza para proteger las
mismas leyes. Es cierto que, tratándose de un rey tan perfectamente
ajustado a la ley, la cuestión se resuelve bien pronto: debe tener,
en verdad, una fuerza armada; y esta fuerza debe calcularse de
suerte que sea el rey más poderoso que cada ciudadano en particular
o que cierto número de ciudadanos reunidos; y también de manera que
sea él más débil que todos juntos. En esta proporción nuestros
mayores arreglaban las guardias que concedían, al poner el Estado en
manos de un jefe que llamaban esimeneta o tirano. Partiendo de esta
base también, cuando Dionisio pidió guardias, un siracusano aconsejó
en la asamblea del pueblo que se le concedieran.
Capítulo XI
Conclusión de la teoría del reinado
La materia nos conduce ahora a tratar del reinado en que el monarca
puede hacer todo lo que le plazca, y que vamos a estudiar aquí.
Ninguno de los reinados que se llaman legales constituye, repito,
una especie particular de gobierno, puesto que se puede establecer
dondequiera un generalato inamovible, en la democracia lo mismo que
en la aristocracia. Muchas veces el gobierno militar está confiado a
un solo individuo, y hay una magistratura de este género en Epidamno
y en Opunto, donde, sin embargo, los poderes del jefe supremo son
menos extensos. En cuanto a lo que se llama reinado absoluto, es
decir, aquel en que un solo hombre reina soberanamente como bien le
parece, muchos sostienen que la naturaleza misma de las cosas
rechaza este poder de uno sólo sobre todos los ciudadanos, puesto
que el Estado no es más que una asociación de seres iguales, y que
entre seres naturales iguales las prerrogativas y los derechos deben
ser necesariamente idénticos. Si es en el orden físico perjudicial
dar alimento igual y vestidos iguales a hombres de constitución y
estatura diferentes, la analogía no es menos patente cuando se trata
de los derechos políticos; y, a la inversa, la desigualdad entre
iguales no es menos irracional.
Es, por tanto, justo que la participación en el poder y en la
obediencia sea para todos perfectamente igual y alternativa; porque
esto es, precisamente, lo que procura hacer la ley, y la ley es la
constitución. Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno
de los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe
ponerse en manos de muchos, sólo se les debe hacer guardianes y
servidores de la ley; porque si la existencia de las magistraturas
es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una
magistratura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los
que valen tanto como él.
A pesar de lo que se ha dicho, allí donde la ley es impotente, un
individuo no podrá nunca más que ella; una ley que ha sabido enseñar
convenientemente a los magistrados puede muy bien dejar a su buen
sentido y a su justificación el arreglar y juzgar todos los casos en
que ella guarda silencio. Más aún; les concede el derecho de
corregir todos los defectos que tenga, cuando la experiencia ha
hecho ver que admite una mejora posible. Por tanto, cuando se
reclama la soberanía de la ley se pide que la razón reine a la par
que las leyes; pero pedir la soberanía para un rey es hacer
soberanos al hombre y a la bestia; porque los atractivos del
instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando
están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por el contrario, es
la inteligencia sin las ciegas pasiones. El ejemplo tomado más
arriba de las ciencias no parece concluyente; es peligroso atenerse
en medicina a los preceptos escritos, y vale más confiar en los
hombres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado por la amistad
a prescribir un tratamiento irracional; a lo más, tendrá en cuenta
los honorarios que le ha de valer la curación. En política, por lo
contrario, la corrupción y el favor ejercen muy poderosamente un
funesto influjo. Sólo cuando se sospecha que el médico se ha dejado
ganar por los enemigos para atentar a la vida del enfermo, se acude
a los preceptos escritos. Más aún, el médico enfermo llama para
curarse a otros médicos, y el gimnasta muestra su fuerza en
presencia de otros gimnasias; creyendo unos y otros que juzgarían
mal si fuesen jueces en causa propia, por no poder ser
desinteresados. Luego, evidentemente, cuando sólo se aspira a
obtener la justicia es preciso optar por un término medio, y este
término medio es la ley. Por otra parte, hay leyes fundadas en las
costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes
escritas; y, si es posible que se encuentren en la voluntad de un
monarca más garantías que en la ley escrita, seguramente se
encontrarán menos que en estas leyes, cuya fuerza descansa por
completo en las costumbres. Pero un solo hombre no puede verlo todo
con sus propios ojos; será preciso que delegue su poder en numerosos
funcionarios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente
establecer esta repartición del poder desde el principio que dejarlo
a la voluntad de un solo individuo? Además, queda siempre en pie la
objeción que precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuoso
merece el poder a causa de su superioridad, dos hombres virtuosos lo
merecerán más aún. Así dice el poeta:
"Dos bravos compañeros, cuando marchan juntos...,"
súplica que hace Agamenón cuando pide al cielo
"Tener diez consejeros sabios como Néstor."
Pero hoy, se dirá, en algunos Estados hay magistrados encargados de
fallar soberanamente, como lo hace el juez, en los casos que la ley
no puede prever, prueba de que no se cree que la ley sea el soberano
y el juez más perfecto, por más que se reconozca su omnipotencia en
los puntos que ella decide; pero precisamente por lo mismo que la
ley sólo puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de
su excelencia y se pregunta si, en igualdad de circunstancias, no es
preferible sustituir su soberanía con la de un individuo, puesto que
disponer legislativamente sobre asuntos que exigen deliberación
especial es una cosa completamente imposible. No se niega que en
tales casos sea preciso someterse al juicio de los hombres: lo que
se niega únicamente es que deba preferirse un solo individuo a
muchos, porque cada uno de los magistrados, aunque sea aislado,
puede, guiado por la ley que ha estudiado, juzgar muy
equitativamente. Pero podría parecer absurdo el sostener que un
hombre que para formar juicio sólo tiene dos ojos y dos oídos, y
para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que una reunión
de individuos con órganos mucho más numerosos. En el estado actual,
los monarcas mismos se ven precisados a multiplicar sus ojos, sus
oídos, sus manos y sus pies, repartiendo la autoridad con los amigos
del poder y con sus amigos personales. Si estos agentes no son
amigos del monarca no obrarán conforme a las intenciones de éste; y
si son sus amigos, obrarán, por el contrario, en bien de su interés
y del de su autoridad. Ahora bien, la amistad supone necesariamente
semejanza, igualdad; y el rey, al permitir que sus amigos compartan
su poder, viene a admitir al mismo tiempo que el poder debe ser
igual entre iguales.
Tales son, sobre poco más o menos, las objeciones que se hacen al
reinado.
Unas son perfectamente fundadas, mientras que otras lo son quizá
menos. El poder del señor, así como el reinado o cualquier otro
poder político justo y útil, es conforme con la naturaleza, mientras
que no lo es la tiranía, y todas las formas corruptas de gobierno
son igualmente contrarias a las leyes naturales. Lo que hemos dicho
prueba que, entre individuos iguales y semejantes, el poder absoluto
de un solo hombre no es útil ni justo, siendo del todo indiferente
que este hombre sea, por otra parte, como la ley viva en medio de la
carencia de leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos
tan virtuosos o tan depravados como él, o, en fin, que sea
completamente superior a ellos por su mérito. Sólo exceptúo un caso
que voy a decir, y que ya he indicado antes.
Fijemos ante todo lo que significan para un pueblo los epítetos de
monárquico, aristocrático y republicano. Un pueblo monárquico es
aquel que naturalmente puede soportar la autoridad de una familia
dotada de todas las virtudes superiores que exige la dominación
política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las
cualidades necesarias para tener la constitución política que
conviene a hombres libres, puede naturalmente soportar la autoridad
de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo
republicano es aquel en que por naturaleza todo el mundo es
guerrero, y sabe igualmente obedecer y mandar a la sombra de una ley
que asegura a la clase pobre la parte de poder que debe
corresponderle.
Así, pues, cuando toda una raza, o aunque sea un individuo
cualquiera, sobresale mostrando una virtud de tal manera superior
que sobrepuje a la virtud de todos los demás ciudadanos juntos,
entonces es justo que esta raza sea elevada al reinado, al supremo
poder, y que este individuo sea proclamado rey. Esto, repito, es
justo, no sólo porque así lo reconozcan los fundadores de las
constituciones aristocráticas, oligárquicas y también democráticas,
que unánimemente han admitido los derechos de la superioridad,
aunque estén en desacuerdo acerca de la naturaleza de esta
superioridad, sino también por las razones que hemos expuesto
anteriormente. No es equitativo matar o proscribir mediante el
ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al nivel
común, porque la parte no debe sobreponerse al todo, y el todo, en
este caso, es precisamente esta virtud tan superior a todas las
demás. No queda otra cosa que hacer que obedecer a este hombre y
reconocer en él un poder, no alternativo, sino perpetuo.
Pongamos aquí fin al estudio del reinado, después de haber expuesto
sus diversas especies, sus ventajas y sus peligros, según los
pueblos a que se aplica, y después de haber estudiado las formas que
reviste.
Capítulo XII
Del gobierno perfecto o de la aristocracia
De las tres constituciones que hemos reconocido como buenas, la
mejor debe ser necesariamente la que tenga mejores jefes. Tal es el
Estado en que se encuentra por fortuna una gran superioridad de
virtud, ya pertenezca a un solo individuo con exclusión de los
demás, ya a una raza entera, ya a la multitud, y en el que los unos
sepan obedecer tan bien como los otros mandar, movidos siempre por
un fin noble. Se ha demostrado precedentemente que en el gobierno
perfecto la virtud privada era idéntica a la virtud política; siendo
no menos evidente que con los mismos medios y las mismas virtudes
que constituyen al hombre de bien se puede constituir igualmente un
Estado, aristocrático o monárquico; de donde se sigue que la
educación y las costumbres que forman al hombre virtuoso son sobre
poco más o menos las mismas que forman al ciudadano de una república
o al jefe de un reinado.
Sentado esto, veamos de tratar de la república perfecta, de su
naturaleza, y de los medios de establecerla.
Fin del Libro 3 |