Capítulo I
De la vida perfecta
Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta
con todo el cuidado que reclama, importa precisar en primer lugar
cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra preferencia.
Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el
gobierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto
procure a los ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de
las cosas, el goce de la más perfecta felicidad, compatible con su
condición. Y así, convengamos ante todo en cuál es el género de vida
preferible para todos los hombres en general, y después veremos si
es el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo.
Como creemos haber demostrado suficientemente en nuestras obras
exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más que
aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie puede
negar, porque es absolutamente verdadero, es que los bienes que el
hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera
de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la
felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda
considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia,
fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se
entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que
esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más
queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento,
fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato.
Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos
sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni
sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. Se
considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero
tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás
bienes de este género, no encontramos límites que ponerles,
cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos.
A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad,
convencerse en esta ocasión, en vista de los mismos hechos, de que,
lejos de adquirirse y conservarse las virtudes mediante los bienes
exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conservados éstos
mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los
goces, ya en la virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio,
sobre todo, de los corazones más puros y de las más distinguidas
inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del
amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a
aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad que
la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las
verdaderas riquezas.
Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para
demostrar perfectamente esto mismo. Los bienes exteriores tienen un
límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas que se
dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza
inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. Respecto
a los bienes del alma, por el contrario, nos son útiles en razón de
su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas
que son, ante todo, esencialmente bellas. En general, es evidente
que la perfección suprema de las cosas que se comparan para conocer
la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en
relación directa con la distancia misma en que están entre sí estas
cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos. Luego, si el alma,
hablando de una manera absoluta y aun también con relación a
nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su
perfección y la de éstos estarán en una relación análoga. Según las
leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son
apetecibles en interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben
desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser considerada
como medio respecto de estos bienes. Por tanto, estimaremos como
punto perfectamente sentado que la felicidad está siempre en
proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las
leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a
Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores,
sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de su propia
naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna
consiste necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el
azar pueden procurarnos los bienes que son exteriores al alma,
mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por
efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las
mismas razones, resulta que el Estado más perfecto es al mismo
tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede
acompañar nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no
prosperan sino a condición de ser virtuosos y prudentes; y el valor,
la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma
extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo
mismo que el individuo las posee es por lo que se le llama justo,
sabio y templado.
No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible
que dejáramos de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar
propio para desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro tratado.
Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la vida, así para el
individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar
este noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. En
cuanto a las objeciones que pueden oponerse a este principio, no
responderemos a ellas en este momento, a reserva de examinarlas más
tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado.
Capítulo II
De la felicidad con relación al Estado
Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está
constituida por elementos idénticos o diversos que la de los
individuos. Evidentemente, todos convienen en que estos elementos
son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la
riqueza no se vacilará en declarar que el Estado es completamente
dichoso tan pronto como es rico; si se estima que para el individuo
es la mayor felicidad el ejercer un poder tiránico el Estado será
tanto más dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para el
hombre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado más
virtuoso será igualmente el más afortunado. Dos puntos llaman aquí
principalmente nuestra atención. En primer lugar, ¿debe preferir el
individuo la vida política, la participación en los negocios del
Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo
compromiso público? Y en segundo, ¿qué constitución, qué sistema
político, debe adoptarse con preferencia: el que admite a todos los
ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que,
haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? Esta
última cuestión interesa a la ciencia y a las teorías políticas, que
no se cuidan de las conveniencias individuales; y como precisamente
son consideraciones de este género las que aquí nos ocupan,
dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la primera,
que constituirá el objeto especial de esta parte de nuestro tratado.
Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que
cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar
lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad. Aun
concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, muchos
se preguntan si la vida política y activa vale más que una vida
extraña a toda obligación exterior y consagrada por entero a la
meditación, única vida, según algunos, que es digna del filósofo.
Los partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en
nuestros días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra
de estas ocupaciones: la política o la filosofía. En este punto la
verdad es de alta importancia, porque todo individuo, si es
prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino
que les parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los
ojos de algunos una horrible injusticia, si el poder se ejerce
despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa de ser injusto,
pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo
ejerce. Según una opinión diametralmente opuesta y que tiene también
sus partidarios, se pretende que la vida práctica y política es la
única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas sus
formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que
dirigen los negocios generales de la sociedad. Los partidarios de
esta opinión, y, por tanto, adversarios de la otra, persisten y
sostienen que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante
la dominación y el despotismo; y, realmente, en algunos Estados la
constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la
conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio de esta confusión
general que presentan casi en todas partes los materiales
legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la
dominación. Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación
pública y la mayor parte de las leyes no están hechos sino para la
guerra. Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición
hacen el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por
ejemplo, los persas, los escitas, los tracios, los celtas. Con
frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por
ejemplo, se tiene a orgullo llevar en los dedos tantos anillos como
campañas se han hecho. En otro tiempo, en Macedonia la ley condenaba
al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún
enemigo. Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la
copa de mano en mano, pero no podía ser tocada por el que no había
muerto a alguno en el combate. En fin, los iberos, raza belicosa,
plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como
enemigos ha inmolado. Aún podrían citarse en otros pueblos muchos
usos de este género, creados por las leyes o sancionados por las
costumbres.
Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un
hombre de Estado pueda nunca meditar la conquista y dominación de
los pueblos vecinos, consientan ellos o no en soportar el yugo.
¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocuparse de
una cosa que no es ni siquiera legítima? Buscar el poder por todos
los medios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las
leyes, porque el mismo triunfo puede no ser justo. Las otras
ciencias no nos presentan nada que se parezca a esto. El médico y el
piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos
que tiene en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá
que, generalmente, se confunde el poder político con el poder
despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni bueno
para sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se
reclama resueltamente la justicia para sí y se olvida por completo
tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo, excepto
cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho
natural; y si este principio es verdadero sólo debe quererse reinar
como dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un señor, y no
indistintamente sobre todos; a la manera que para un festín o un
sacrificio se va a la caza, no de hombres, sino de animales que se
pueden cazar a este fin, es decir, de animales salvajes y buenos de
comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de
aislarle de todos los demás podría ser dichoso por sí mismo, con la
sola condición de estar bien administrado y de tener buenas leyes.
En una ciudad semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra,
ni a la conquista, ideas que nadie debe ni siquiera suponer en ella.
Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas
que ellas sean, no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan
sólo un medio para que aquél se realice. El verdadero legislador
deberá proponerse tan sólo procurar a la ciudad toda, a los diversos
individuos que la componen, y a todos los demás miembros de la
asociación, la parte de virtud y de bienestar que les pueda
pertenecer, modificando, según los casos, el sistema y las
exigencias de sus leyes; y si el Estado tiene otros vecinos, la
legislación tendrá cuidado de prever las relaciones que convenga
mantener y los deberes que deba cumplir respecto de ellos. Esta
materia se tratará más adelante como ella merece, cuando
determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto.
Capítulo III
De la vida política
Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse
esencialmente en la vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en
el empleo que debe darse a la vida. Examinemos las dos opiniones
contrarias. De un lado, se condenan todas las funciones políticas y
se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual
se da una gran preferencia, difiere completamente de la vida del
hombre de Estado; y de otro, se pone, por lo contrario, la vida
política por cima de toda otra, porque el que no obra no puede
ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas
son cosas idénticas. Estas opiniones son en parte verdaderas y en
parte falsas. Que vale más vivir como un hombre libre que vivir como
un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un esclavo, en
tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor,
relativas a los pormenores de la vida diaria no tienen nada de
encantador. Pero es un error creer que toda autoridad sea
necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce sobre
hombres libres y la que se ejerce sobre esclavos no difieren menos
que la naturaleza del hombre libre y la naturaleza del esclavo, como
ya hemos demostrado en el principio de esta obra. Pero se incurre en
una gran equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la
felicidad sólo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y
sabios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como
dignos.
Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: "un poder
absoluto es el mayor de los bienes, puesto que capacita para
multiplicar cuanto se quiera las buenas acciones. Así, siempre que
pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo deje ir a
otras manos, y en caso necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las
relaciones que nacen de la filiación, de la paternidad, de la
amistad, todo debe echarse a un lado, todo debe ser sacrificado,
porque es preciso apoderarse a todo trance del bien supremo y en
este caso el bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo". Esta
objeción sería verdadera cuando más si las expoliaciones y la
violencia pudiesen procurar alguna vez el bien supremo; pero como no
es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radicalmente
falsa. Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus
semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el
señor al esclavo; y el que ha comenzado por violar las leyes de la
virtud jamás podrá hacer tanto bien como mal ha hecho primeramente.
Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que
en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la
igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares
son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra
naturaleza puede ser bueno. Pero si hay un mortal que sea superior
por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar
en busca del bien, éste es el que debe tomarse por guía, y al que es
justo obedecer. Sin embargo, la virtud sola no basta; es preciso,
además, poder para ponerla en acción. Luego, si este principio es
verdadero, y si la felicidad consiste en obrar bien, la actividad es
para el Estado todo, lo mismo que para los individuos en particular,
el asunto capital de la vida. No quiere decir esto que la vida
activa deba, como se piensa generalmente, ser por necesidad de
relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos
verdaderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados
positivos, como consecuencia de la acción misma. Los pensamientos
activos son más bien las reflexiones y las meditaciones
completamente personales, que no tienen otro objeto que su propio
estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una
acción; la idea de actividad se aplica, en primer término, al
pensamiento ordenador que combina y dispone los actos exteriores. El
aislamiento, hasta cuando es voluntario con todas las condiciones de
existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al Estado la
inacción. Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser
activa mediante las relaciones que necesariamente y siempre tienen
las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de todo individuo
considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra
manera resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que
su acción no tiene nada de exterior, sino que permanece concentrada
en ellos mismos.
Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el
individuo que para los hombres reunidos y para el Estado en general.
Capítulo IV
De la extensión que debe tener el Estado
Después de los preliminares que acabamos de desenvolver y de las
consideraciones que hemos hecho sobre las diversas formas de
gobierno, entraremos en lo que nos resta por decir, indicando cuáles
deben ser los principios necesarios y esenciales de un gobierno
formado a medida del deseo. Como este Estado perfecto no puede
existir sin las condiciones indispensables para su misma perfección,
es lícito dárselas todas en hipótesis, y tales como se quiera, con
tal que no se vaya hasta lo imposible, por ejemplo, en cuanto al
número de ciudadanos y a la extensión del territorio. Si el obrero
en general, el tejedor, el constructor de naves o cualquier otro
artesano, debe antes de comenzar el trabajo tener la materia
primera, de cuyas buenas circunstancias y preparación depende tanto
el mérito de la ejecución, es preciso dar también al hombre de
Estado y al legislador una materia especial, convenientemente
preparada para sus trabajos. Los primeros elementos que exige la
ciencia política son los hombres en el número y con las cualidades
naturales que deben tener, y el suelo con la extensión y las
propiedades debidas.
Se cree vulgarmente que un Estado, para ser dichoso, debe ser vasto;
y si este principio es verdadero, los que lo proclaman ignoran
ciertamente en qué consiste la extensión o la pequeñez de un Estado;
porque juzgan únicamente de ellas por el número de sus habitantes y,
sin embargo, es preciso mirar no tanto al número como al poder. Todo
Estado tiene una tarea que llenar; y será el más grande el que mejor
la desempeñe. Y así, yo puedo decir que Hipócrates, no como hombre,
sino como médico, es mucho más grande que otro hombre de una
estatura más elevada que la suya. Aun admitiendo que sólo se debe
mirar al número, sería preciso no confundir unos con otros los
elementos que le forman. Bien que el Estado todo encierre
necesariamente una multitud de esclavos, de domiciliados, de
extranjeros, sólo pueden tenerse en cuenta los miembros mismos de la
ciudad, los que la componen esencialmente; y el gran número de éstos
es la señal cierta de la grandeza del Estado. Una ciudad de la que
saliesen una multitud de artesanos y pocos guerreros no sería nunca
un gran Estado, porque es preciso distinguir un gran Estado de un
Estado populoso. Ahí están los hechos para probar que es muy
difícil, y quizá imposible, organizar una ciudad demasiado populosa;
y ninguna de aquellas cuyas leyes han merecido tantas alabanzas ha
tenido, como puede verse, una excesiva población. El razonamiento
viene en apoyo de la observación. La ley es la determinación de
cierto orden; las buenas leyes producen necesariamente el buen
orden; pero el orden no es posible tratándose de una gran multitud.
El poder divino, que abraza el universo entero, sería el único que
podría en ese caso establecerlo. La belleza resulta de ordinario de
la armonía del número con la extensión; y la perfección para el
Estado consistirá necesariamente en reunir una justa extensión y un
número conveniente de ciudadanos. Pero la extensión de los Estados
está sometida a ciertos límites, como cualquiera otra cosa, como los
animales, las plantas, los instrumentos. Cada cosa, para poseer
todas las propiedades que le son propias, no debe ser ni
desmesuradamente grande, ni desmesuradamente pequeña, porque, en tal
caso, o ha perdido completamente su naturaleza especial, o se ha
pervertido. Una nave de una pulgada tendría tanto de nave como una
de dos estadios; si tiene ciertas dimensiones, será completamente
inútil, ya sea por su extrema pequeñez, ya por su extrema magnitud.
Lo mismo sucede respecto de la ciudad: demasiado pequeña, no puede
satisfacer sus necesidades, lo cual es una condición esencial de la
ciudad; demasiado extensa, se hasta a sí misma, pero no como ciudad,
sino como nación, y ya casi no es posible en ella el gobierno. En
medio de esta inmensa multitud, ¿qué general puede hacerse oír? ¿Qué
Esténtor podrá servir de heraldo? Se entiende necesariamente formada
la ciudad en el momento mismo en que la masa políticamente asociada
puede proveer a todas las necesidades de su existencia. Más allá de
este límite, la ciudad puede aún existir en más vasta escala, pero
esta progresión, lo repito, tiene sus límites. Los hechos mismos nos
harán ver fácilmente cuáles deben ser. En la ciudad los actos
políticos son de dos especies: autoridad, obediencia. El magistrado
manda y juzga. Para juzgar los negocios litigiosos y para repartir
las funciones según el mérito, es preciso que los ciudadanos se
conozcan y se aprecien mutuamente. Donde estas condiciones no
existen, las elecciones y las sentencias jurídicas son
necesariamente malas. Bajo estos dos conceptos, toda resolución
tomada a la ligera es funesta, y evidentemente no puede menos de
serlo, recayendo sobre una masa tan grande. Por otra parte, será muy
fácil a los domiciliados y a los extranjeros usurpar el derecho de
ciudad, y su fraude pasará desapercibido en medio de la multitud
reunida. Puede, pues, sentarse como una verdad que la justa
proporción para el cuerpo político consiste, evidentemente, en que
tenga el mayor número posible de ciudadanos que sean capaces de
satisfacer las necesidades de su existencia; pero no tan numerosos
que puedan sustraerse a una fácil inspección o vigilancia. Tales son
nuestros principios sobre la existencia del Estado.
Capítulo V
Del territorio del Estado perfecto
Los principios que acabamos de indicar respecto a la población del
Estado pueden, hasta cierto punto, aplicarse al territorio. El más
favorable, sin contradicción, es aquel cuyas condiciones sean una
mejor prenda de seguridad para la independencia del Estado, porque
precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase de
producciones. Poseer todo lo que se ha menester y no tener necesidad
de nadie, he aquí la verdadera independencia. La extensión y la
fertilidad del territorio deben ser tales que todos los ciudadanos
puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres libres y
sobrios. Después examinaremos el valor de este principio con más
precisión, cuando tratemos, en general, de la propiedad, del
bienestar y del uso que se debe hacer de la fortuna, cuestiones muy
controvertidas, porque los hombres incurren con frecuencia en este
punto en uno u otro de estos extremos: en una sórdida avaricia o en
un lujo desenfrenado.
Lo relativo a la configuración del territorio no ofrece ninguna
dificultad. Los tácticos, con cuyo dictamen debe contarse, exigen
que sea de difícil acceso para el enemigo y de salida cómoda para
los ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que la masa de
sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia fácil, y un
terreno fácil de observar no es menos fácil de defender. En cuanto
al emplazamiento de la ciudad, si es posible elegirlo, es preciso
que sea bueno a la vez por mar y por tierra. La única condición que
debe exigirse es que todos los puntos puedan prestarse mutuo
auxilio, y que el transporte de géneros, maderas y productos
manufacturados del país sea fácil. Es cuestión difícil la de saber
si la vecindad del mar es ventajosa o funesta para la buena
organización del Estado. Este contacto con extranjeros, educados
bajo leyes completamente diferentes, es perjudicial al buen orden, y
la población constituida por esta multitud de mercaderes que van y
vienen por mar es ciertamente muy numerosa y también rebelde a toda
disciplina política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes,
no hay duda alguna de que, atendiendo a la seguridad y a la
abundancia necesarias al Estado, es muy conveniente a la ciudad y al
resto del territorio preferir un emplazamiento a orilla del mar. Se
resiste mejor una agresión enemiga cuando se pueden recibir, a la
vez, por mar y por tierra auxilios de los aliados; y si no se puede
batir a los sitiadores por ambos puntos a un mismo tiempo, se puede
hacer con más ventaja por uno de ellos, cuando simultáneamente se
pueden ocupar ambos.
El mar permite también satisfacer las necesidades de la ciudad, es
decir, importar lo que el país no produce y exportar las materias en
que abunda. Pero la ciudad, al hacer el comercio, sólo debe pensar
en sí misma y jamás en los demás pueblos. El tráfico mercantil de
todas las naciones no tiene otro origen que la codicia, y el Estado,
que debe buscar en otra parte elementos para su riqueza, no debe
entregarse jamás a semejantes tráficos. Pero en algunos países y en
algunos Estados la rada y el puerto hecho por la naturaleza están
maravillosamente situados con relación a la ciudad, la cual, sin
estar muy distante, aunque sí separada, domina el puerto con sus
murallas y fortificaciones. Gracias a esta situación, la ciudad se
aprovechará evidentemente de todas estas comunicaciones, si le son
útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple disposición
legislativa podrá alejar todo peligro, designando especialmente los
ciudadanos a quienes habrá de permitirse o prohibirse esta
comunicación con los extranjeros.
En cuanto a las fuerzas navales, nadie duda que el Estado debe,
hasta cierto punto, ser poderoso por mar, y esto no sólo en vista de
sus necesidades interiores, sino también con relación a sus vecinos,
a los cuales debe poder socorrer o molestar por mar y por tierra,
según los casos. La extensión de las fuerzas marítimas debe ser
proporcionada al género de existencia de la ciudad. Si esta
existencia es por completo de dominación y de relaciones políticas,
es preciso que la marina de la ciudad tenga proporciones análogas a
las empresas que ha de llevar a cabo. Generalmente el Estado no
tiene necesidad de esta población enorme compuesta por las gentes de
mar, que no deben ser jamás miembros de la ciudad. No hablo de los
guerreros que se embarcan en las flotas, que las mandan y que las
dirigen, porque éstos son ciudadanos libres y proceden del ejército
de tierra. Dondequiera que las gentes del campo y los labradores
abundan, hay necesariamente gran número de marinos. Algunos Estados
nos suministran pruebas de este hecho; el gobierno de Heraclea, por
ejemplo, aunque su ciudad es muy pequeña comparada con otras, no por
eso deja de equipar numerosas galeras.
No llevaré más adelante estas consideraciones sobre el territorio
del Estado, sus puertos, sus ciudades, su relación con el mar y sus
fuerzas navales.
Capítulo VI
De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos de la
república perfecta
Hemos determinado antes los límites numéricos del cuerpo político;
veamos ahora qué cualidades naturales se requieren en los miembros
que lo componen. Puede formarse una idea de ellas con sólo echar una
mirada sobre las ciudades más célebres de la Grecia y sobre las
diversas naciones que ocupan la tierra. Los pueblos que habitan en
climas fríos, hasta en Europa, son, en general, muy valientes, pero
son en verdad inferiores en inteligencia y en industria; y si bien
conservan su libertad, son, sin embargo, políticamente
indisciplinables, y jamás han podido conquistar a sus vecinos. En
Asia, por el contrario, los pueblos tienen más inteligencia y
aptitud para las artes, pero les falta corazón, y permanecen sujetos
al yugo de una esclavitud perpetua. La raza griega, que
topográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de
ambas. Posee a la par inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo
guardar su independencia y constituir buenos gobiernos, y sería
capaz, si formara un solo Estado, de conquistar el universo. En el
seno mismo de la Grecia los diversos pueblos presentan entre sí
desemejanzas análogas a las que acabamos de indicar: aquí predomina
una sola cualidad; allí todas se armonizan en una feliz combinación.
Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la
vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle
fácilmente por el camino de la virtud. Algunos escritores políticos
exigen que sus guerreros sean afectuosos con aquellos a quienes
conocen y feroces con los desconocidos, y precisamente el corazón es
el que produce en nosotros la afección; el corazón es la facultad
del alma que nos obliga a amar. En prueba de ello podría decirse que
el corazón, cuando se cree desdeñado, se irrita mucho más contra los
amigos que contra los desconocidos. Arquíloco, cuando quiere
quejarse de sus amigos, se dirige a su corazón y dice:
"Oh corazón mío, ¿no es un amigo el que te ultraja?"
En todos los hombres, el amor a la libertad y a la dominación parte
de este mismo principio: el corazón es imperioso y no sabe
someterse. Pero los autores que he citado más arriba hacen mal en
exigir la dureza con los extranjeros; porque no es conveniente
tenerla con nadie, y las almas grandes nunca son adustas como no sea
con el crimen; y, repito, se irritan más contra los amigos cuando
creen haber recibido de ellos una injuria. Esta cólera es
perfectamente racional; porque, en este caso, aparte del daño que
tal conducta pueda producir, se cree perder, además, una
benevolencia con que con razón se contaba. De aquí aquel pensamiento
del poeta:
"La lucha entre hermanos es más encarnizada."
Y este otro:
"El que quiere con exceso, sabe aborrecer del mismo modo."
Al especificar, respecto a los ciudadanos, cuáles deben ser su
número y sus cualidades naturales, y al determinar la extensión y
las condiciones del territorio, nos hemos encerrado dentro de los
límites de una exactitud aproximada, pues no debe exigirse en
simples consideraciones teóricas la misma precisión que en las
observaciones de los hechos que nos suministran los sentidos.
Capítulo VII
De los elementos indispensables a la existencia de la ciudad
Así como en los demás compuestos que crea la naturaleza no hay
identidad entre todos los elementos del cuerpo entero, aunque sean
esenciales a su existencia, en igual forma se puede, evidentemente,
no contar entre los miembros de la ciudad a todos los elementos de
que tiene, sin embargo, una necesidad indispensable; principio
igualmente aplicable a cualquiera otra asociación que sólo haya de
formarse de elementos de una sola y misma especie. Los asociados
deben tener necesariamente un punto de unidad común, ya sean, por
otra parte, en razón de su participación en ella iguales o
desiguales: por ejemplo, los alimentos, la posesión del suelo o
cualquier otro objeto semejante. Pueden hacerse dos cosas, la una en
vista de la otra, ésta como medio, aquélla como fin, sin que haya
entre ellas más de común que la acción producida por la una y
recibida por la otra. Esta es la relación que hay en un trabajo
cualquiera entre el instrumento y el obrero. La casa no tiene,
ciertamente, nada que pueda ser común a ella y al albañil, y, sin
embargo, el arte del albañil no tiene otro objeto que la casa. En
igual forma, la ciudad tiene necesidad seguramente de la propiedad,
pero la propiedad no es ni remotamente parte esencial de la ciudad,
por más que de la propiedad formen parte como elementos seres vivos.
La ciudad no es más que una asociación de seres iguales, que aspiran
en común a conseguir una existencia dichosa y fácil. Pero como la
felicidad es el bien supremo; como consiste en el ejercicio y
aplicación completa de la virtud, y en el orden natural de las
cosas, la virtud está repartida muy desigualmente entre los hombres,
porque algunos tienen muy poca o ninguna; aquí es donde
evidentemente hay que buscar el origen de las diferencias y de las
divisiones entre los gobiernos. Cada pueblo, al buscar la felicidad
y la virtud por diversos caminos, organiza también a su modo la vida
y el Estado sobre bases asimismo diferentes.
Veamos cuántos elementos son indispensables a la existencia de la
ciudad; porque la ciudad estará constituida necesariamente por
aquellos en los cuales reconozcamos este carácter.
Enumeremos las cosas mismas a fin de ilustrar la cuestión: en primer
lugar, las subsistencias; después, las artes, indispensables a la
vida, que tiene necesidad de muchos instrumentos; luego las armas,
sin las que no se concibe la asociación, para apoyar la autoridad
pública en el interior contra las facciones, y para rechazar los
enemigos de fuera que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta
abundancia de riquezas, tanto para atender a las necesidades
interiores como para la guerra; en quinto lugar, y bien podíamos
haberlo puesto a la cabeza, el culto divino, o, como suele
llamársele, el sacerdocio; en fin, y este es el objeto más
importante, la decisión de los asuntos de interés general y de los
procesos individuales.
Tales son las cosas de que la ciudad, cualquiera que ella sea, no
puede absolutamente carecer. La agregación que constituye la ciudad
no es una agregación cualquiera, sino que, lo repito, es una
agregación de hombres de modo que puedan satisfacer todas las
necesidades de su existencia. Si uno de los elementos que quedan
enumerados llega a faltar, entonces es radicalmente imposible que la
asociación se baste a sí misma. El Estado exige imperiosamente todas
estas diversas funciones; necesita trabajadores que aseguren la
subsistencia de los ciudadanos; y necesita artistas, guerreros,
gentes ricas, pontífices y jueces que velen por la satisfacción de
sus necesidades y por sus intereses.
Capítulo VIII
Elementos políticos de la ciudad
Después de haber sentado los principios, tenemos aún que examinar si
todas estas funciones deben pertenecer sin distinción a todos los
ciudadanos. Tres cosas son en este caso posibles: o que todos los
ciudadanos sean a la vez e indistintamente labradores, artesanos,
jueces y miembros de la asamblea deliberante; o que cada función
tenga sus hombres especiales; o, en fin, que unas pertenezcan
necesariamente a algunos individuos en particular y otras a la
generalidad. La confusión de las funciones no puede convenir a
cualquier Estado indistintamente. Ya hemos dicho que se podían
suponer diversas combinaciones, admitir o no a todos los ciudadanos
en todos los empleos, y conferir ciertas funciones como privilegio.
Esto mismo es lo que constituye la desemejanza de los gobiernos. En
las democracias todos los derechos son comunes, y lo contrario
sucede en las oligarquías.
El gobierno perfecto que buscamos es, precisamente, aquel que
garantiza al cuerpo social el mayor grado de felicidad. Ahora bien,
la felicidad, según hemos dicho, es inseparable de la virtud; y así,
en esta república perfecta, en la que la virtud de los ciudadanos
será una verdad en toda la extensión de la palabra y no
relativamente a un sistema dado, aquéllos se abstendrán
cuidadosamente de ejercer toda profesión mecánica y de toda
especulación mercantil, trabajos envilecidos y contrarios a la
virtud. Tampoco se dedicarán a la agricultura, pues se necesita
tener tiempo de sobra para adquirir la virtud y para ocuparse de la
cosa pública. Nos quedan aún la clase de guerreros y la que delibera
sobre los negocios del Estado y juzga los procesos; dos elementos
que deben, al parecer, constituir esencialmente la ciudad. Las dos
funciones que les conciernen, ¿deberán ponerse en manos separadas o
reunirlas en unas mismas? La respuesta que debe darse a esta
pregunta es clara: deben estar separadas hasta cierto punto, y hasta
cierto punto reunidas; separadas, porque piden edades diferentes y
necesitan la una prudencia, la otra vigor; reunidas, porque es
imposible que gentes que tienen la fuerza en su mano y que pueden
usar de ella se resignen a una perpetua sumisión. Los ciudadanos
armados son siempre árbitros de mantener o de derribar el gobierno.
No hay más remedio que confiar todas esas funciones a las mismas
manos, pero atendiendo a las diversas épocas de la vida, como la
misma naturaleza lo indica; y puesto que el vigor es propio de la
juventud, y la prudencia de la edad madura, deben distribuirse las
atribuciones conforme a este principio, tan útil como equitativo,
como que descansa en la diferencia misma que nace del mérito.
Por esta misma razón, los bienes raíces deben pertenecer a los que
componen estas dos clases, porque el desahogo en la vida está
reservado para los ciudadanos, y aquéllos lo son esencialmente. En
cuanto al artesano, no tiene derechos políticos, como no los tiene
ninguna otra de las clases extrañas a las nobles ocupaciones de la
virtud, lo cual es una consecuencia evidente de nuestros principios.
La felicidad reside exclusivamente en la virtud, y para que pueda
decirse que una ciudad es dichosa es preciso tener en cuenta no a
algunos de sus miembros, sino a todos los ciudadanos sin excepción.
Y así las propiedades pertenecerán en propiedad a los ciudadanos, y
los labradores serán necesariamente esclavos, o bárbaros, o siervos.
En fin, de los elementos de la ciudad resta que hablemos de los
pontífices, cuya posición en el Estado está bien señalada. Un
labrador, un obrero, no pueden alcanzar nunca el desempeño de las
funciones del pontificado; sólo a los ciudadanos pertenece el
servicio de los dioses; y como el cuerpo político se divide en dos
partes, la una guerrera, la otra deliberante, y es conveniente a la
vez rendir culto a la divinidad y procurar el descanso a los
ciudadanos agobiados por los años, a éstos es a quienes debe
encomendarse el cuidado del sacerdocio.
Tales son, pues, los elementos indispensables a la existencia del
Estado, las partes que realmente componen la ciudad. Ésta no puede,
por un lado, carecer de labradores, de artesanos y de mercenarios de
todas clases; y por otro, la clase guerrera y la clase deliberante
son las únicas que la componen políticamente. Estas dos grandes
divisiones del Estado se distinguen también entre sí, la una por la
perpetuidad y la otra por el carácter alternativo de las funciones.
Capítulo IX
Antigüedad de ciertas instituciones políticas
No es, por lo demás, un descubrimiento de nuestro tiempo, y ni
siquiera reciente en la filosofía política, esta división necesaria
de los individuos en clases distintas, los guerreros de una parte, y
los labradores de otra. Todavía hoy existe en Egipto y en Creta,
instituida en el primer punto, según se dice, por las leyes de
Sesostris, y en el segundo, por las de Minos. El establecimiento de
las comidas en común no es menos antiguo, pues respecto a Creta se
remonta al reinado de Minos, y respecto a Italia a una época más
remota aún. Los sabios de este último país aseguran que es debido a
un cierto Ítalo, que llegó a ser rey de la Enotria, el que los
enotrios hayan mudado su nombre en el de italianos, y que el nombre
de Italia fue dado a toda esta parte de las costas de Europa,
comprendida entre los golfos Escilético y Lamético, distantes entre
sí una medida jornada. Se añade que Ítalo hizo agricultores a los
enotrios, que antes eran nómadas, y que entre otras instituciones
les dio la de las comidas en común. Hoy mismo hay cantones que
conservan esta costumbre, a la par que algunas leyes de Ítalo. Esta
costumbre existía entre los ópicos, habitantes de las orillas de la
Tirrenia, y que llevan aún su antiguo sobrenombre de ausonios; y
también se encuentra entre los caonios, que ocupan el país llamado
Sirteis, en las costas de la Yapigia y del golfo Jónico. Por lo
demás, es sabido que los caonios eran también de origen enotrio.
Las comidas en común tuvieron, pues, su origen en Italia. La
división de los ciudadanos por clases viene de Egipto, pues el
reinado de Sesostris es muy anterior al de Minos. Debe creerse, por
lo demás, que en el curso de los siglos los hombres han debido idear
estas instituciones y otras muchas con frecuencia o, por mejor
decir, una infinidad de veces. Por lo pronto, la misma necesidad ha
sugerido precisamente los medios de satisfacer las primeras
exigencias de la vida; y una vez adquirido este fondo, los
perfeccionamientos y la abundancia han debido, según todas las
apariencias, desenvolverse en la misma proporción; y es, por tanto,
una consecuencia muy lógica el creer esta ley aplicable igualmente a
las instituciones políticas. En este punto todo es muy antiguo, y el
Egipto está ahí para probarlo. Nadie negará su prodigiosa
antigüedad, y en todos los tiempos ha tenido leyes y una
organización política. Por tanto, es preciso seguir a nuestros
predecesores en todo aquello en que han obrado bien, y no pensar en
novedades, sino en los puntos en que nos han dejado vacíos que
llenar.
Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho a los que
llevan las armas y tienen derechos políticos, y hemos añadido, al
fijar las cualidades y la extensión del territorio, que los
labradores debían formar una clase separada de aquéllos. Hablaremos
aquí de la división de las propiedades y del número y especie de
labradores. Hemos rechazado ya la comunidad de tierras, admitida por
algunos autores; pero hemos declarado que la benevolencia de unos
ciudadanos para con los otros debía hacer común el uso de aquéllas,
para que todos tuvieran, al menos, segura su subsistencia. Se mira
generalmente el establecimiento de las comidas en común como
perfectamente provechoso a todo Estado bien constituido. Más tarde
diremos por qué adoptamos nosotros también este principio; pero es
preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, tengan un puesto en
aquéllas, y es difícil que los pobres, si han de concurrir con la
parte fijada por la ley, puedan, además, atender a todas las demás
necesidades de su familia. Los gastos del culto divino son también
una carga común de la ciudad. Y así, el territorio debe dividirse en
dos porciones, una para el público, otra para los particulares, y
subdividirse ambas en otras dos. La primera porción se subdividirá
para atender, a la vez, a los gastos del culto y a los de las
comidas públicas. En cuanto a la segunda, se la dividirá, a fin de
que, poseyendo todo ciudadano a un mismo tiempo fincas en la
frontera y en las cercanías de la ciudad, esté igualmente interesado
en la defensa de las dos localidades. Esta repartición, equitativa
en sí misma, garantiza la igualdad de los ciudadanos y su unión más
íntima contra los enemigos comunes de los Estados vecinos. Donde no
está establecida esta repartición, a los unos inquieta muy poco la
guerra que asola la frontera; y los otros la temen con una
vergonzosa pusilanimidad. En algunos Estados la ley excluye a los
propietarios de la frontera de toda deliberación sobre las
agresiones enemigas, por considerarlos directamente interesados, y
no poder, por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos
que obligan a dividir el territorio en la forma que hemos dicho. En
cuanto a los que deben cultivarlo, si cabe elegir, deben preferirse
los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos de la misma
nación, y principalmente de que no sean belicosos. Con estas dos
condiciones serán excelentes para el trabajo, y no pensarán en
rebelarse. Después es conveniente mezclar con los esclavos algunos
bárbaros que sean siervos y que tengan las mismas cualidades que
aquéllos. Los que trabajan en terrenos particulares pertenecerán al
propietario; los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante,
diremos el trato que debe darse a los esclavos, y por qué se debe
siempre mostrarles la libertad como recompensa de sus trabajos.
Capítulo X
De la situación de la ciudad
No repetiremos por qué la ciudad debe ser, a la vez, continental y
marítima, y en relación, en cuanto sea posible, con todos los puntos
del territorio, puesto que ya lo hemos dicho más arriba. En cuanto a
la situación considerada en sí misma, cuatro cosas deben tenerse en
cuenta. La primera y más importante es la salubridad: la exposición
al Levante y a los vientos que de allí soplan es la más sana de
todas; la exposición al Mediodía viene en segundo lugar, y tiene la
ventaja de que el frío en invierno es más soportable. Desde otros
puntos de vista, el asiento de la ciudad debe ser también escogido
teniendo en cuenta las ocupaciones que en el interior de ella tengan
los ciudadanos y los ataques de que pueda ser objeto. Es preciso
que, en caso de guerra, los habitantes puedan fácilmente salir, y
que los enemigos tengan tanta dificultad de entrar en ella como en
bloquearla. La ciudad debe tener dentro de sus muros aguas y fuentes
naturales en bastante cantidad, y a falta de ellas conviene
construir vastos y numerosos aljibes destinados a guardar las aguas
pluviales, para que nunca falte agua, caso de que durante la guerra
se interrumpan las comunicaciones con el resto del país. Como la
primera condición es la salud de los habitantes, y ésta resulta, en
primer lugar, de la situación y posición de la ciudad que hemos
expuesto, y en segundo, del uso de aguas saludables, este último
punto exige también la más severa atención. Las cosas que obran
sobre el cuerpo con más frecuencia y más amplitud tienen también
mayor influjo sobre la salud; y en este caso se encuentra
precisamente la acción natural del aire y de las aguas. Y así, en
cualquier punto donde las aguas naturales no sean ni igualmente
buenas, ni igualmente abundantes, será prudente separar las potables
de las que pueden servir para los usos ordinarios.
En cuanto a los medios de defensa, la naturaleza y la utilidad del
emplazamiento varían según las constituciones. Una ciudad situada en
lo alto conviene a la oligarquía y a la monarquía; la democracia
prefiere para esto una llanura. La aristocracia desecha todas estas
posiciones y se acomoda más bien en algunas alturas fortificadas. En
cuanto a la disposición de las habitaciones particulares, parecen
más agradables y generalmente más cómodas si están alineadas a la
moderna y conforme al sistema de Hipódamo. El antiguo método tenía,
por el contrario, la ventaja de ser más seguro en caso de guerra;
una vez los extranjeros en la ciudad, difícilmente podían salir,
después de haberles costado la entrada no menos trabajo. Es preciso
combinar estos dos sistemas, y será muy oportuno imitar lo que
nuestros cosecheros llaman tresbolillo en el cultivo de las viñas.
Se alineará, por tanto, la ciudad solamente en algunas partes en
algunos cuarteles, y no en toda su superficie; y de este modo irá
unida la elegancia a la seguridad. En fin, en cuanto a las murallas,
los que no quieren para las ciudades otras que el valor de los
habitantes se dejan llevar de una antigua preocupación, por más que
han podido ver que los hechos han dado un mentís a las ciudades que
han hecho de esto una singular cuestión de honra. Poco valor
probaría el defenderse de enemigos iguales o poco superiores en
número al abrigo de las murallas; pero se ha visto y se puede ver
aún pueblos que atacan en masa, sin que el valor sobrehumano de un
puñado de valientes pueda rechazarlos. Para precaver, pues, reveses
y desastres, para evitar una derrota cierta, los medios más
militares son las fortificaciones más inexpugnables, sobre todo hoy
en que el arte de sitiar, con sus tiros y sus terribles máquinas, ha
hecho tantos progresos. No permitir que haya murallas en las
ciudades es tan poco sensato como escoger un país abierto o nivelar
todas las alturas; sería como prohibir rodear de paredes las casas
particulares por temor de hacer cobardes a los habitantes. Es
preciso persuadirse de que, cuando se cuenta con murallas, se puede,
según se quiera, servirse o no de ellas; y que en una ciudad abierta
no es posible la elección. Si nuestras reflexiones son exactas, es
preciso no sólo rodear la ciudad de murallas, sino que deben, además
de servir de ornato, ser capaces de resistir todos los sistemas de
ataque, y sobre todo los de la táctica moderna. El que ataca no
desperdicia ningún medio para alcanzar el triunfo; el que se
defiende debe, por su parte, buscar, meditar e inventar nuevos
recursos; y la primera ventaja de un pueblo que está muy sobre sí es
que se piensa menos en atacarle. Mas como en las comidas en común
hay precisión de distribuir los ciudadanos en muchas secciones, y
las murallas deben, igualmente, tener de distancia en distancia y en
puntos convenientes torres y cuerpos de guardia, es claro que estas
torres estarán, naturalmente, destinadas a albergar las secciones de
ciudadanos, y que en ellas tendrán lugar las comidas.
Tales son los principios que se pueden adoptar relativamente a la
situación y a la utilidad de las murallas.
Capítulo XI
De los edificios públicos y de la política
Los edificios consagrados a las ceremonias religiosas serán tan
espléndidos como sea preciso y servirán, a la vez, para las comidas
públicas de los principales magistrados y para la celebración de
todos los ritos que la ley o el oráculo de la Pitonisa no han
querido que fuesen secretos. Este lugar, que deberá poder verse
desde todos los cuarteles que le rodean, será tal como lo exige la
dignidad de los personajes que tiene que albergar. Al pie de la
eminencia en que estará situado el edificio será conveniente que
esté la plaza pública, construida como la que se llama en Tesalia
Plaza de la Libertad. No se consentirá nunca que esta plaza se
manche dejando tener en ella mercancías, y se prohibirá la entrada
en ella a los artesanos, a los labradores y a todo individuo de esta
clase, a menos que el magistrado expresamente los llame. También es
preciso que el aspecto de este lugar sea agradable, puesto que será
allí donde los hombres de edad madura se dedicarán a los ejercicios
gimnásticos, porque hasta desde este punto de vista deben separarse
los ciudadanos según su edad, y algunos magistrados asistirán a los
juegos de la juventud, así como los de madura edad asistirán algunas
veces a los de los magistrados. La presencia del magistrado inspira
verdadero acatamiento y aquel respetuoso temor que es propio del
corazón del hombre libre. Lejos de esta plaza, y bien separada de
ella, estará la destinada al tráfico, debiendo ser este sitio de
fácil acceso para todas las mercancías que se transporten,
procedentes del mar y del interior del país.
Puesto que el cuerpo de ciudadanos se divide en pontífices y
magistrados, es conveniente que las comidas de los pontífices tengan
lugar en las cercanías de los edificios sagrados. En cuanto a los
magistrados, encargados de fallar en materia de contratos, acciones
civiles y criminales, y todos los negocios de este género, o
encargados de la vigilancia de los mercados y de lo que se llama
policía de la ciudad, el lugar de sus comidas debe estar situado
cerca de la plaza pública y de un cuartel de mucha concurrencia. A
este efecto, será muy conveniente que esté próximo a la plaza de
contratación en que tienen lugar todas las transacciones. En la otra
plaza de que más arriba hemos hablado, debe reinar una calma
absoluta; mientras que ésta, por el contrario, estará destinada a
todas las relaciones de carácter material e indispensables.
Todas las divisiones urbanas que acabamos de enumerar deberán
hacerse igualmente en los cantones rurales. En éstos los
magistrados, ya se llamen conservadores de bosques, ya inspectores
del campo, tendrán también cuerpos de guardias para la vigilancia y
comidas en común. Asimismo, habrá repartidos por el campo algunos
templos consagrados a los dioses unos, y otros a los héroes.
Es inútil que nos detengamos en pormenores más minuciosos sobre esta
materia, puesto que son todas cosas fáciles de imaginar, aunque no
lo sea tanto el ponerlas en práctica. Para decirlas, basta dejarse
llevar del propio deseo; mas, para ejecutarlas, se necesita la ayuda
de la fortuna. Y así nos contentaremos con lo dicho en este punto.
Capítulo XII
De las cualidades que los ciudadanos deben tener en la república
perfecta
Examinemos ahora lo que será la constitución misma y qué cualidades
deben poseer los miembros que componen la ciudad, para que el
bienestar y el orden del Estado estén perfectamente asegurados. El
bienestar, en general, sólo se obtiene mediante dos condiciones:
primera, que el fin que nos proponemos sea laudable; y segunda, que
sea posible realizar los actos que a él conducen. También puede
suceder que estas dos condiciones se encuentren reunidas, o que no
se encuentren. Unas veces el fin es excelente, y no se tienen los
medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los recursos
necesarios para alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe
engañarse, a la vez, sobre el fin y sobre los medios, como lo
atestigua la medicina, que tan pronto desconoce el remedio que debe
curar el mal, como carece de los recursos necesarios para la
curación que se propone. En todas las artes y en todas las ciencias
es preciso que el fin y los medios que puedan conducir a él sean
igualmente buenos y poderosos. Es claro que todos los hombres desean
la virtud y la felicidad, pero a unos es permitido y a otros no el
conseguirlo, lo cual es resultado ya de las circunstancias, ya de la
naturaleza. La virtud sólo se obtiene mediante ciertas condiciones
que fácilmente pueden reunir los individuos afortunados y
difícilmente los individuos menos favorecidos; y es posible, aun
supuestas todas las facultades requeridas, extraviarse y apartarse
del camino desde los primeros pasos. Puesto que nuestras
indagaciones tienen por objeto la mejor constitución, base de la
administración perfecta del Estado, y que esta administración
perfecta es la que habrá de asegurar la mayor suma de felicidad a
todos los ciudadanos, necesitamos saber necesariamente en qué
consiste esta felicidad. Ya lo hemos dicho en nuestra Moral, y
séanos permitido creer que esta obra no carece de toda utilidad; la
felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la
virtud, no relativa, sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud
que se refiere a las necesidades precisas de la vida; por absoluta,
la que se refiere únicamente a lo bello y al bien. Y así, en la
esfera de la justicia humana, la penalidad, el justo castigo del
culpable, es un acto de virtud, pero también es un acto de
necesidad, es decir, que no es bueno sino en cuanto es necesario; y
sería ciertamente preferible que los individuos y el Estado pudiesen
pasar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen
por fin la gloria y el perfeccionamiento moral son bellos en un
sentido absoluto. De estos dos órdenes de actos: el primero tiende
simplemente a librarnos de un mal; el segundo prepara y opera
directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar
noblemente la miseria, la enfermedad y otros muchos males; pero el
bienestar no por eso deja de consistir en las cosas contrarias a
aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre virtuoso
diciendo que es el que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes
los bienes absolutos; y no hay necesidad de añadir que debe saber
también hacer de estos bienes un uso absolutamente bello y bueno. De
esto último ha nacido la opinión vulgar de que la felicidad depende
de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo que atribuir una
preciosa pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al
talento del artista.
De lo que acabamos de decir resulta evidentemente que el legislador
debe tener de antemano ciertos elementos para su obra, pero que
puede también preparar por sí mismo algunos.
Así nos ha sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de
que el azar sólo dispone; porque hemos admitido que el azar era a
veces el único dueño de las cosas; pero no es el azar el que asegura
la virtud del Estado y sí la voluntad inteligente del hombre. El
Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman
parte del gobierno lo son, y ya se sabe que, en nuestra opinión,
todos los ciudadanos deben tomar parte en el gobierno del Estado.
Indaguemos, pues, cómo se educan los hombres en la virtud.
Ciertamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a
todos a la par, sin ocuparse de los individuos uno a uno; pero la
virtud general no es más que el resultado de la virtud de todos los
particulares.
Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno y
virtuoso: la naturaleza, el hábito y la razón. Ante todo, es preciso
que la naturaleza haga que nazcamos formando parte de la raza
humana, y no en cualquiera otra especie de animales; después es
preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales.
Además, los dones de la naturaleza no bastan: las cualidades
naturales se modifican por las costumbres, que puede ejercer sobre
ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas. Casi todos
los animales están sometidos solamente al imperio de la naturaleza;
algunas especies, pocas, están también sometidas al imperio del
hábito; el hombre es el único que lo está a la razón, a la vez que a
la costumbre y a la naturaleza. Es preciso que estas tres cosas se
armonicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las
costumbres, cuando cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya
hemos dicho mediante qué condiciones los ciudadanos pueden ser una
materia a propósito para la obra del legislador; lo demás
corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y las
lecciones de los maestros.
Capítulo XIII
De la igualdad y de la diferencia entre los ciudadanos en la ciudad
perfecta
Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y
subordinados, pregunto si la autoridad y la obediencia deben ser
alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la educación
deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos. Si algunos
hombres superasen a los demás, como según la común creencia los
dioses y los héroes superan a los mortales, tanto respecto del
cuerpo, lo cual con una simple ojeada puede verse, como respecto del
alma, y de tal manera que la superioridad de los jefes fuese
incontestable y evidente para los súbditos, no cabe duda de que debe
preferirse que perpetuamente obedezcan los unos y manden los otros.
Pero tales desemejanzas son muy difíciles de encontrar, sin que
tampoco pueda suceder aquí lo que con los reyes de la India, que,
según Escilax, sobrepujan por completo a los súbditos que les
obedecen. Es, por tanto, evidente que por muchos motivos la
alternativa en el mando y en la obediencia debe, necesariamente, ser
común a todos los ciudadanos. La igualdad es la identidad de
atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no podría vivir de
un modo contrario a las leyes de la equidad. Los facciosos que
hubiese en el país encontrarían apoyo siempre y constantemente en
los súbditos descontentos, y los miembros del gobierno no podrían
ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos enemigos
reunidos.
Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre
los jefes y los subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el
modo de dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe resolver
el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado la
línea de demarcación al crear en una especie idéntica la clase de
los jóvenes y la de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros
capaces de mandar. Una autoridad conferida a causa de la edad no
puede provocar los celos, ni fomentar la vanidad de nadie, sobre
todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años la
misma prerrogativa. Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a
la vez perpetuas y alternativas, y, por consiguiente, la educación
debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según opinión de todo
el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando. Ahora
bien, la autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del
que la posee, o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en el
primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus
esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres
libres. Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el
motivo por que se han dictado como por los resultados mismos que
producen. Muchos servicios que se consideran exclusivamente como
domésticos se hacen para honrar a los jóvenes libres que los
realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto
en la acción misma como en los motivos que la inspiran y en el fin
de cuya realización se trata.
Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es
idéntica a la virtud del hombre perfecto, y hemos añadido que el
ciudadano debía obedecer antes de mandar; de todo lo cual concluimos
que al legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud,
conociendo los medios que conducen a ella y el fin esencial de la
vida más digna. El alma se compone de dos partes: una que posee en
sí misma la razón; otra que, sin poseerla, es capaz, por lo menos,
de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las virtudes que
constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal
como la proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos
partes del alma encierra el fin mismo a que debe aspirarse, porque
siempre se hace una cosa menos buena en vista de otra mejor, lo cual
es tan evidente en las producciones del arte como en las de la
naturaleza, y en este caso el objeto mejor es la parte racional del
alma.
Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el
análisis, encontramos que la razón se divide en otras dos partes,
razón práctica y razón especulativa. Como es consiguiente, la
división que aplicamos a esta parte del alma se aplica igualmente a
los actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería
preciso preferir los actos de la parte naturalmente superior, ya lo
sea en todos los casos, ya en el caso único en que las dos partes
del alma se hallen en presencia una de otra; porque en todas las
cosas es preciso preferir siempre lo que conduce a la realización
del fin más elevado.
La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y
reposo, guerra y paz. De los actos humanos, unos hacen relación a lo
necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una distinción
del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos
diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra
no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino
pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en
vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar
sus leyes en vista de las partes del alma y de sus actos, pero,
sobre todo, teniendo en cuenta el fin más elevado a que ambas puedan
aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas
profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. Es
preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el
combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber
realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a
ambos. En este sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la
infancia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a
jefes. Los gobiernos de la Grecia, que hoy pasan por ser los
mejores, así como los legisladores que los han fundado, al parecer
no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin
superior, ni dictado sus leyes, ni encaminado la educación pública
hacia el conjunto de las virtudes, sino que, antes bien, se han
inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de
útiles y son más capaces de satisfacer la ambición. Autores más
modernos han sostenido poco más o menos las mismas opiniones, y han
admirado altamente la constitución de Lacedemonia y alabado al
fundador que la ha inclinado por entero del lado de la conquista y
de la guerra. Basta la razón para condenar estos principios, así
como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se han
encargado de probar su falsedad. Compartiendo el sentimiento que
arrastra a los hombres en general a la conquista en vista de los
beneficios de la victoria, Tibrón y todos los que han escrito sobre
el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre
legislador, porque, merced al desprecio de todos los peligros, su
república ha sabido llegar a ejercer una vasta dominación. Pero
ahora que el poder espartano está destruido, todo el mundo conviene
en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No
es cosa extraordinaria que, conservando esta república las
instituciones de Licurgo y pudiendo, sin obstáculo, atemperarse a
ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad? Esto
consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre
político debe esforzarse en ensalzar. Mandar a hombres libres vale
mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a esclavos.
Además, no debe tenerse por dichoso a un Estado ni por muy hábil a
un legislador cuando sólo se han fijado en los peligrosos trabajos
de la conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano sólo
pensará evidentemente en usurpar el poder absoluto en su propia
patria, tan pronto como pueda hacerse dueño de ella, que es lo que
Lacedemonia consideró como un crimen en el rey Pausanias, sin que le
sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las
leyes que de ellos emanan no son dignos de un hombre de Estado, y
son tan falsos como funestos. El legislador no debe despertar en el
corazón de los hombres más que buenos sentimientos, así respecto del
público como de los particulares. Si se ejercitan en los combates,
no debe ser para someter a esclavitud a pueblos que no merecen este
yugo ignominioso, sino, primero, para no ser subyugados por nadie;
luego, para conquistar el poder tan sólo en interés de los súbditos,
y, por fin, para no mandar como señor a otros hombres que a los
destinados a obedecer como esclavos. El legislador debe hacer de
manera que así sus leyes sobre la guerra como las demás
instituciones sólo tengan en cuenta la paz y el reposo, y aquí los
hechos vienen en apoyo de la razón. La guerra, mientras ha durado,
ha sido la salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado
su poderío, la victoria les ha sido fatal, pues, al modo del hierro,
han perdido su temple tan pronto como han tenido paz, y la culpa es
del legislador que no ha enseñado la paz a su ciudad.
Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que
para los individuos, y puesto que el hombre de bien y una buena
constitución se proponen, por necesidad, un fin semejante, es
evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito,
la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las
virtudes que afianzan el reposo y el bienestar son aquellas que lo
mismo están en actividad durante el reposo que durante el trabajo.
El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de muchas condiciones
indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado,
para gozar de paz, debe ser prudente, valeroso y firme, porque es
muy cierto el proverbio: "No hay reposo para los esclavos". Cuando
no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le
ataca. Por tanto, se necesita tener valor y paciencia en el trabajo;
filosofía en el descanso; prudencia y templanza en ambas
situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo. La guerra
da forzosamente justicia y prudencia a los hombres que se embriagan
y pervierten en medio de las ventajas y de los goces del reposo y de
la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia
cuando se está a la cima de la prosperidad y se goza de todo lo que
excita la envidia de los demás hombres. Sucede lo que con los
bienaventurados que los poetas nos representan en las islas
Afortunadas; cuanto más completa es su beatitud en medio de todos
los bienes de que se ven colmados, tanto más deben llamar en su
auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. Estas virtudes,
evidentemente, no son menos necesarias para el bienestar y para la
vida moral del Estado. Si es vergonzoso no saber aprovecharse de la
fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la paz y
ostentar valor y virtud durante los combates, para mostrar después
una bajeza propia de un esclavo durante la paz y el reposo. No debe
entenderse la virtud como la entendía Lacedemonia; y no es que ella
haya comprendido el bien supremo de distinta manera que todos los
demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una virtud
especial, la virtud guerrera. Pero como hay bienes que son
superiores a los que procura la guerra, es evidente que el goce de
estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el goce mismo,
es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se podrán
alcanzar estos bienes inapreciables.
Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la
naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón. Hemos precisado
las cualidades que los ciudadanos deben haber obtenido previamente
de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación de la razón debe
preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas
influencias estén en la más perfecta armonía, puesto que la razón
misma puede extraviarse al ir en busca del mejor fin, y las
costumbres no están sujetas a menos errores. En esto, como en lo
demás, por la generación comienza todo, pero el fin de la generación
se remonta a un origen cuyo objeto es completamente diferente. En el
hombre, el verdadero fin de la naturaleza es la razón y la
inteligencia, únicos objetos que se deben tener en cuenta cuando se
trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la generación de los
ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. Así como el alma y
el cuerpo, según hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene
dos partes no menos diferentes: una irracional, otra dotada de
razón; y que se producen de dos maneras de ser diversas; es propio
de la primera el instinto; de la otra, la inteligencia. Si el
nacimiento del cuerpo precede al del alma, la formación de la parte
irracional es anterior a la de la parte racional. Es fácil
convencerse de ello; la cólera, la voluntad, el deseo se manifiestan
en los niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no
aparecen, en el orden natural de las cosas, sino mucho más tarde. Es
de necesidad ocuparse del cuerpo antes de pensar en el alma; y
después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que en
definitiva no se forme el instinto sino para servir a la
inteligencia ni se forme el cuerpo sino para servir al alma.
Capítulo XIV
De la educación de los hijos en la ciudad perfecta
Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el
principio a los ciudadanos que ha de formar, su primer cuidado debe
tener por objeto los matrimonios de los padres y las condiciones,
relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren para
contraerlos. Dos cosas deben tenerse presentes: las personas y la
duración probable de su unión, a fin de que haya entre las edades
una conveniente relación, y que las facultades de los dos esposos no
estén nunca en discordancia, pudiendo el marido tener aún hijos
cuando la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas
diferencias en las uniones son origen de querellas y disgustos. Esto
importa, en segundo lugar, a causa de la relación que debe haber
entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No es
conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia,
porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos, que son
demasiado ancianos, es completamente vana, no pudiendo los padres
procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco
conviene que esta diferencia de edades sea muy poca, porque se
tropieza con otros inconvenientes no menos graves. Los hijos
entonces no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros
de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la administración de la
familia a discusiones poco oportunas.
Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el
legislador podrá formar, casi como le plazca, los cuerpos de los
niños tan pronto como son engendrados.
Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una
particular atención. Como la naturaleza ha limitado la facultad
generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y
hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades
extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión
conyugal. Las uniones prematuras son poco favorables para los hijos
que de ellas salen. En toda clase de animales, el emparejamiento de
individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las más veces
hembras y de formas raquíticas. La especie humana está
necesariamente sometida a la misma ley. Puede uno convencerse de
ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se unen
ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas
proporciones. De esto también resulta otro peligro: las mujeres
jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así
se dice que, habiendo los trezenios consultado al oráculo sobre la
frecuencia con que morían sus jóvenes mujeres, éste respondió: que
se las casaba muy pronto "sin tomar en cuenta el fruto que debían
dar". La unión en una edad más adelantada no es menos útil para
asegurar la templanza de las pasiones. Las jóvenes que han sentido
el amor muy pronto parecen dotadas en general de un temperamento
ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus durante su
crecimiento daña al desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir
fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza, más allá del
cual no puede crecer más.
Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para
las mujeres y en los treinta y siete o un poco menos para los
hombres. Dentro de estos límites, el momento de la unión será el de
mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para procrear
convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder
generador. De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será
desde el momento de mayor vigor, si, como debe suponerse, el
nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la
declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los
maridos. Tales son nuestros principios sobre la época y la duración
de los matrimonios. En cuanto al momento mismo de la unión,
participamos de la opinión de aquellos que, en vista de los buenos
resultados de su propia experiencia, creen que la época más
favorable es el invierno. Es preciso consultar también lo que los
médicos y los naturalistas han dicho sobre la generación. Los
primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en cuanto
a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En
general el viento del Norte es, según ellos, preferible al del
Mediodía.
No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de
tener los padres para que nazcan con vigor sus hijos. Estos
pormenores, si se tratase el asunto profundamente, tendrían su
verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí podremos ocuparnos
de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento sea
atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la
procreación; tampoco es conveniente que sea valetudinario e incapaz
de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio
entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por medio de la
fatiga, pero de modo que ésta no sea demasiado violenta. Tampoco
deben limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los
atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos
dignos de un hombre libre. Estas condiciones me parecen igualmente
aplicables a las mujeres que a los hombres. Las madres, durante el
embarazo, atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán
bien de permanecer inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio
es fácil, pues bastará que el legislador les ordene que vayan todos
los días al templo para implorar el favor de los dioses que presiden
a los nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la actividad,
convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más
perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las madres que los
llevan en su seno, lo mismo que los frutos de la tierra penden del
suelo que los alimenta.
Para distinguir los hijos que es preciso abandonar de los que hay
que educar, convendrá que la ley prohíba que se cuide en manera
alguna a los que nazcan deformes; y en cuanto al número de hijos, si
las costumbres resisten el abandono completo, y si algunos
matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites formalmente
impuestos a la población, será preciso provocar el aborto antes de
que el embrión haya recibido la sensibilidad y la vida. El carácter
criminal o inocente de este hecho depende absolutamente sólo de esta
circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.
Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer
podrán llevar a cabo la unión conyugal; es preciso determinar
también la época en que la generación deberá cesar. Los hombres muy
ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres
incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros son
de una debilidad irremediable. Se debe cesar de engendrar en el
momento mismo en que la inteligencia ha adquirido todo su
desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de
algunos poetas que miden la vida por septenarios, coincide
generalmente con los cincuenta años. Y así se debe renunciar a
procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este
término, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de
salud o por consideraciones no menos graves.
En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que
proceda y cualquiera el grado en que se verifique, es preciso
considerarla como cosa deshonrosa, mientras uno sea esposo de hecho
o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo fijado
para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y
con toda la severidad que merece.
Capítulo XV
De la educación durante la primera infancia
Una vez nacidos los hijos, es preciso convencerse de que la calidad
del alimento que se les dé ha de ejercer un gran influjo sobre sus
fuerzas corporales. El ejemplo mismo de los animales, así como el de
todas las naciones que hacen un estudio particular de los
temperamentos propios para la guerra, nos prueba que el alimento más
sustancial y que más conviene al cuerpo es la leche, y que es
preciso abstenerse de dar vino a los niños por temor a las
enfermedades que engendra.
Importa igualmente saber hasta qué punto conviene dejarles libertad
en sus movimientos; y para evitar que sus miembros, tan delicados,
no se deformen, algunas naciones se sirven aún en nuestros días de
ciertas máquinas que procuran a estos pequeños cuerpos un
desenvolvimiento regular. También es útil habituarlos, desde la más
tierna infancia, a las impresiones del frío, costumbre que no es
menos útil para la salud que para los trabajos de la guerra.
Asimismo hay muchos pueblos bárbaros que tienen la costumbre de
bañar a sus hijos en agua fría, o de vestirlos con ropa muy ligera,
que es lo que hacen los celtas.
Todos los hábitos que deben contraer los niños conviene que
comiencen desde la más tierna edad, teniendo cuidado de proceder por
grados; así, el calor natural de los niños hace que arrostren muy
fácilmente el frío. Tales son sobre poco más o menos los cuidados
que más importa tener en la primera edad. En cuanto a la edad que
sigue a ésta y que se extiende hasta los cinco años, no se puede
exigir ni la aplicación intelectual, ni ciertas fatigas violentas
que impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir la actividad
necesaria para evitar una pereza total del cuerpo. A los niños se
les debe excitar al movimiento empleando diversos medios, sobre todo
el juego, los cuales no deben ser indignos de hombres libres, ni
demasiado penosos, ni demasiado fáciles. Pero sobre todo, que los
magistrados encargados de la educación, y que se llaman pedónomos,
vigilen con el mayor cuidado las palabras y los cuentos que lleguen
a estos tiernos oídos. Todo esto debe hacerse a fin de prepararles
para los trabajos que más tarde les esperan; y así sus juegos deben
ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse
en edad más avanzada. Es un gran error ordenar en las leyes que se
compriman los gritos y las lágrimas de los niños, cuando son un
medio de desarrollo y un género de ejercicio para el cuerpo.
Reteniendo el aliento se adquiere una nueva fuerza en medio de un
penoso esfuerzo, y los niños también se aprovechan de esta
contención cuando gritan. Entre otras muchas cosas, los pedónomos
cuidarán también de que los niños se comuniquen lo menos posible con
los esclavos, ya que hasta los siete años han de permanecer
necesariamente en la casa paterna. Mas, no obstante esta
circunstancia, conviene alejar de sus miradas y de sus oídos toda
palabra y todo espectáculo indignos de un hombre libre. El
legislador deberá desterrar severamente de su ciudad la obscenidad
en las palabras, como lo hace con cualquier otro vicio. El que se
permite decir cosas deshonestas está muy cerca de permitirse
ejecutarlas, y, por tanto, debe proscribirse desde la infancia toda
palabra y toda acción de este género. Si algún hombre libre por su
nacimiento, pero demasiado joven para ser admitido en las comidas en
común, se permite una palabra, una acción prohibida, que se le
castigue poniéndole a la vergüenza, que se le apalee, y si es de
edad ya madura, que se le pene como a un vil esclavo con castigos
convenientes a su edad, porque su falta es propia de un esclavo. Si
proscribimos las palabras indecentes, hemos de hacer lo mismo con
las pinturas y las representaciones obscenas. El magistrado debe
cuidar de que ninguna estatua ni dibujo recuerde ideas de este
género, a no ser en los templos de aquellos dioses a quienes la ley
misma permite la obscenidad. Pero la ley prescribe, en una edad más
avanzada, no dirigir súplicas a estos dioses ni en favor de uno
mismo, ni de su mujer, ni de sus hijos.
La ley debe prohibir a los jóvenes asistir a la representación de
piezas satíricas y de las comedias, hasta la edad en que puedan
tomar asiento en las comidas comunes y beber vino puro. Entonces la
educación los resguardará de los peligros de estas reuniones.
No hemos hecho hasta aquí más que tratar someramente esta materia;
pero más adelante veremos, al insistir más en ella, si será
conveniente privar a la juventud absolutamente de todo espectáculo,
o en caso de admitir este principio, cómo deberá modificarse. Por
ahora nos hemos limitado a las generalidades más indispensables.
Teodoro, el actor trágico, quizá tenía razón para decir que no podía
tolerar que un cómico, aunque fuese malo, se presentase en escena
antes que él, porque los espectadores se acomodaban fácilmente a la
voz del primero que oían. Esto es igualmente exacto en las
relaciones con nuestros semejantes y con las cosas que nos rodean.
La novedad es siempre la que más nos encanta; y así debe alejarse de
la infancia todo lo que lleve el sello de algo malo, y
principalmente todo aquello que tenga que ver con el vicio o con la
malevolencia.
Desde los cinco a los siete años es preciso que los niños asistan,
durante dos, a las lecciones que más adelante habrán de recibir
ellos mismos. Después, la educación comprenderá necesariamente dos
épocas distintas: desde los siete años hasta la pubertad, y desde la
pubertad hasta los veintiún años. Es una equivocación el querer
contar la vida sólo por septenarios. Debe seguirse más bien para
esta división la marcha misma de la naturaleza, porque las artes y
la educación tienen por único fin llenar sus vacíos.
Veamos, pues, en primer lugar, si conviene que el legislador imponga
una regla a la infancia. Después veremos si vale más que la
educación se haga en común por el Estado, o si ha de dejarse a las
familias, como sucede en la mayor parte de los gobiernos actuales; y
diremos, por fin, sobre qué objetos debe recaer.
Fin del Libro 4 |