Capítulo I
De los deberes del legislador
En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares,
sino que llegan a abrazar completamente todo un orden de hechos,
cada una de aquéllas debe estudiar por su parte todo cuanto se
refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la ciencia de los
ejercicios corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios?
¿Cómo deben modificarse según los diversos temperamentos? ¿No es
necesariamente el ejercicio más favorable el que conviene mejor a
las naturalezas más vigorosas y más bellas? ¿Qué ejercicios son los
que pueden ejecutar los más de los discípulos? ¿Hay alguno que pueda
convenir a todos? Tales son las cuestiones que se pueden plantear en
la gimnástica. Además, aun cuando ninguno de los discípulos del
gimnasio aspirase a adquirir el vigor y la destreza de un atleta de
profesión, el pedotribo y el gimnasta no son por eso menos capaces
de proporcionarle, en caso necesario, semejante desarrollo de
fuerzas. Una observación análoga sería igualmente exacta respecto de
la medicina, de la construcción naval, de la fabricación de vestidos
y de todas las demás artes en general.
Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia indagar
cuál es la mejor forma de gobierno, cuál la naturaleza de este
gobierno, y mediante qué condiciones sería tan perfecto cuanto pueda
desearse, independientemente de todo obstáculo exterior; y, por otra
parte, saber también qué constitución conviene adoptar según los
diversos pueblos, a los más de los cuales no podrá, probablemente,
darse una constitución perfecta. Y así, cuál es en sí y en absoluto
el mejor gobierno, y cuál es el mejor relativamente a los elementos
que han de constituirle; he aquí lo que deben saber el legislador y
el verdadero hombre de Estado. Puede añadirse que deben, también,
ser capaces de emitir su juicio sobre una constitución que
hipotéticamente se someta a su examen, y designar, en virtud de los
datos que se les suministren, los principios que la harían viable
desde su origen y le asegurarían, una vez establecida, la más larga
duración posible. Aquí supongo, como se ve, un gobierno que no
hubiese recibido una organización perfecta, aunque sin carecer
completamente, por otra parte, de los elementos indispensables, que
no hubiese sacado todo el partido posible de sus recursos y que
tuviesen aún mucho que perfeccionar.
Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en
conocer la constitución que, pasando generalmente como la mejor,
pueda darse a la mayor parte de las ciudades, es preciso confesar
que las más de las veces los escritores políticos, aun dando pruebas
de gran talento, se han equivocado en puntos muy capitales; porque
no basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita, sobre todo, un
gobierno practicable, que pueda aplicarse fácilmente a todos los
Estados. Lejos de esto, en nuestros días sólo se nos presentan
constituciones inaplicables y excesivamente complicadas; o cuando se
inspiran en ideas más prácticas, sólo se hace para alabar a
Lacedemonia o a otro Estado cualquiera, a costa de todos los demás
que existen en la actualidad. Cuando se propone una constitución, es
preciso que pueda ser aceptada y puesta fácilmente en ejecución,
partiendo de la situación de los Estados actuales. En política, por
lo demás, no es más fácil reformar un gobierno que crearlo, lo mismo
que es más difícil olvidar lo sabido que aprender por primera vez.
Así que, repito, el hombre de Estado, además de las cualidades que
acabo de indicar, debe ser capaz de mejorar la organización de un
gobierno ya constituido; tarea que sería para él completamente
imposible si no conociera todas las formas diversas de gobierno;
pues es, en verdad, un error grave creer, como sucede comúnmente,
que no hay más que una especie de democracia y una sola especie de
oligarquía. A este indispensable conocimiento del número y
combinaciones posibles de las diversas formas políticas es preciso
acompañar también el estudio de las leyes, que son en sí mismas más
perfectas, y de las que son mejores con relación a cada
constitución; porque las leyes deben ser hechas para las
constituciones, y no las constituciones para las leyes, principio
que reconocen todos los legisladores. La constitución del Estado
tiene por objeto la organización de las magistraturas, la
distribución de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en
una palabra, la determinación del fin especial de cada asociación
política. Las leyes, por el contrario, distintas de los principios
esenciales y característicos de la constitución, son la regla a que
ha de atenerse el magistrado en el ejercicio del poder y en la
represión de los delitos que se cometan atentando a estas leyes. Es,
por tanto, absolutamente necesario conocer el número y las
diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para poder
dictar leyes, puesto que no pueden convenir unas mismas a todas las
oligarquías, a todas las democracias, porque son muchas sus especies
y no una sola.
Capítulo II
Resumen de lo precedente e indicación de lo que sigue
En nuestro primer estudio sobre las constituciones hemos reconocido
tres especies de constituciones puras: el reinado, la aristocracia y
la república; y otras tres especies que son desviaciones de las
primeras: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo
es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república.
Hemos hablado ya de la aristocracia y del reinado; porque tratar de
un gobierno perfecto era tanto como tratar de estas dos formas,
puesto que ambas se apoyan en los principios de la más completa
virtud. Además, hemos explicado las diferencias entre la
aristocracia y el reinado, y hemos dicho lo que constituye
especialmente el reinado. Resta que hablemos del gobierno que recibe
el nombre común de república, y de las otras constituciones, la
oligarquía, la demagogia y la tiranía.
Es fácil encontrar, entre estos malos gobiernos, un orden de
degradación. El peor de todos será seguramente el que es la
corrupción del primero y más divino de los buenos gobiernos. Ahora
bien; o el reinado existe sólo en el nombre sin tener ninguna
realidad, o descansa necesariamente en la absoluta superioridad del
individuo que reina. Por tanto, la tiranía será el peor de todos los
gobiernos, como que es el más distante del gobierno perfecto. En
segundo lugar, viene la oligarquía, que tanto dista de la
aristocracia; y por último, la demagogia, que es el más soportable
de los malos gobiernos. Un escritor ha tratado de esto antes que
nosotros; pero su punto de vista difería del nuestro, puesto que,
admitiendo que todos estos gobiernos eran regulares y que lo mismo
la oligarquía que los demás podían ser buenos, ha declarado que la
demagogia era el menos bueno de los buenos gobiernos y el mejor de
los malos. Nosotros, por el contrario, consideramos radicalmente
malas estas tres especies de gobierno, y nos guardamos bien de
afirmar que esta oligarquía es mejor que aquella otra, diciendo tan
sólo que es menos mala. Mas prescindamos por el momento de esta
divergencia de opinión.
Fijaremos, desde luego, lo mismo respecto de la democracia que de la
oligarquía, el número de estos diversos géneros que atribuimos a
ambas. Entre estas diferentes formas, ¿cuál es la más aplicable y la
mejor, después del gobierno perfecto, si es que hay alguna
constitución aristocrática distinta de aquélla y que tenga algún
mérito? En seguida, ¿cuál es, entre todas las formas políticas, la
que puede convenir a la generalidad de los Estados? Indagaremos
después cuál de las constituciones inferiores es preferible para un
pueblo dado, porque, evidentemente, según sean éstos, la democracia
es mejor que la oligarquía y viceversa. Luego, una vez adoptada la
oligarquía o la democracia, ¿cómo deben organizarse según el grado
en que lo sean? Y, para terminar, después de haber pasado
rápidamente revista a todas estas cuestiones hasta donde sea
conveniente, procuraremos designar las causas más comunes de la
caída y de la prosperidad de los Estados, sea en general con
relación a todas las constituciones, sea en particular con relación
a cada una de ellas.
Capítulo III
Relación de las constituciones con los elementos sociales
Lo que hace que sean múltiples las formas de las constituciones es,
precisamente, la multiplicidad de los elementos que constituyen
siempre al Estado. En primer lugar, todo Estado se compone de
familias, como puede verse; y luego en esta multitud de hombres
necesariamente los hay ricos, pobres y de mediana fortuna. Lo mismo
entre los ricos que entre los pobres, hay unos que tienen armas y
otros que no las tienen. En el pueblo encontramos labradores,
mercaderes y artesanos, y hasta en las clases superiores hay muchos
grados de riqueza y de propiedad, según que éstas son más o menos
extensas. El sostenimiento de los caballos, por ejemplo, es un gasto
que, en general, sólo los ricos pueden soportar. Así es que en los
antiguos tiempos todos los Estados cuya fuerza militar estaba
constituida por la caballería eran Estados oligárquicos. La
caballería era entonces la única arma que se conocía para atacar a
los pueblos vecinos, como lo atestigua la historia de Eretria Calcis,
de Magnesia, situada a orillas del Meandro, y de muchas otras
ciudades de Asia. A las distinciones que nacen de la fortuna es
preciso unir las que proceden del nacimiento, de la virtud y de
tantas otras circunstancias que hemos indicado al tratar de la
aristocracia y al enumerar los elementos indispensables de todo
Estado. Pues bien, estos elementos pueden tomar parte en el poder,
sea en su totalidad, sea en mayor o menor número. De aquí se sigue
evidentemente que las especies de constituciones deben ser por
necesidad tan diversas como estos mismos elementos lo son entre sí,
y según sus especies diferentes. La constitución no es otra cosa que
la repartición regular del poder, que se divide siempre entre los
asociados, sea en razón de su importancia particular, sea en virtud
de cierto principio de igualdad común; es decir, que se puede dar
una parte a los ricos y otra a los pobres, o dar a todos derechos
comunes, de manera que las constituciones serán necesariamente tan
numerosas como lo son las combinaciones posibles entre las partes
del Estado, en razón de su superioridad respectiva y de sus
diferencias.
Parece que podrían admitirse dos especies principales en estas
partes, a la manera que se reconocen dos clases de vientos, los del
norte y los del mediodía, de los cuales son los demás como
derivaciones. En política tendremos la democracia y la oligarquía,
porque se supone que la aristocracia no es más que una forma de la
oligarquía con la cual se confunde, así como lo que se llama
república no es más que una forma de la democracia a manera que el
viento del oeste se deriva del viento norte, y el del este del
viento del mediodía. Algunos autores han llevado la comparación más
lejos. En la armonía, dicen, no se reconocen más que dos modos
fundamentales, el dórico y el frigio; y, según este sistema, todas
las demás combinaciones se refieren a uno o a otro de estos dos
modos.
Dejaremos aparte esas divisiones arbitrarias de los gobiernos que
comúnmente se adoptan prefiriendo la que nosotros hemos dado como
más verdadera y exacta. Según nosotros, no hay más que dos
constituciones, o, si se quiere, una sola bien combinada, de la cual
todas las demás se derivan y son degeneraciones. Si en música todos
los modos se derivan de un modo perfecto de armonía, aquí todas las
constituciones se derivan de la constitución modelo; y son
oligárquicas si el poder está concentrado y es más despótico;
democráticas, si los resortes de aquél aparecen más quebrantados y
son más suaves.
Es un error grave, aunque muy común, hacer descansar exclusivamente
la democracia en la soberanía del número; porque en las mismas
oligarquías, y puede decirse que en todas partes, la mayoría es
siempre soberana. De otro lado, la oligarquía no consiste tampoco en
la soberanía de la minoría. Supongamos un Estado compuesto de mil
trescientos ciudadanos, y que mil de ellos, que son ricos, despojan
de todo poder político a los otros trescientos, que aunque pobres,
son tan libres como los otros e iguales en todo, excepto en la
riqueza; dada esta hipótesis, ¿podrá decirse que tal Estado es
democrático? Y en igual forma, si los pobres, estando en minoría,
son superiores políticamente a los ricos, aunque estos últimos sean
más numerosos, tampoco se podrá decir que ésta sea una oligarquía,
si los otros ciudadanos, los ricos, están alejados del gobierno.
Ciertamente, es más exacto decir que hay democracia allí donde la
soberanía reside en todos los hombres libres, y oligarquía, donde
pertenece exclusivamente a los ricos. Que los pobres estén en
mayoría o que estén en minoría los ricos, son circunstancias
secundarias; pero la mayoría es libre, y es la minoría la que es
rica. Si el poder se repartiera según la estatura y la hermosura,
como se dice que se hace en Etiopía, resultaría una oligarquía,
porque la hermosura y la elevada estatura son condiciones muy poco
comunes. No sería error menos grave el fundar únicamente los
derechos políticos sobre bases tan deleznables. Como la democracia y
la oligarquía encierran muchas clases de elementos, es preciso
proceder con cautela en este punto. No hay democracia allí donde
cierto número de hombres libres que están en minoría mandan sobre
una multitud que no goza de libertad. Citaré a Apolonia, situada en
el golfo jónico, y a Tera. En estas dos ciudades pertenecía el poder
a algunos ciudadanos de nacimiento ilustre, que eran los fundadores
de las colonias, con exclusión de la inmensa mayoría. Tampoco hay
democracia cuando la soberanía reside en los ricos, ni aun
suponiendo que al mismo tiempo estén en mayoría, como sucedió hace
tiempo en Colofón, donde antes de la guerra de Lidia los más de los
ciudadanos poseían fortunas considerables. No hay verdadera
democracia sino allí donde los hombres libres, pero pobres, forman
la mayoría y son soberanos. No hay oligarquía más que donde los
ricos y los nobles, siendo pocos en número, ejercen la soberanía.
Estas consideraciones bastan para probar que las constituciones
pueden ser numerosas y diversas, y por qué lo son. A esto debe
añadirse que hay muchas especies en las constituciones de que
hablamos aquí. ¿Cuáles son estas formas políticas? ¿Cómo nacen? Es
lo que vamos a examinar, partiendo siempre de los principios que
antes hemos expuesto.
Se nos concede que todo Estado se compone, no de una sola parte,
sino de muchas; pues bien, cuando en historia natural se quieren
conocer todas las especies del reino animal, se comienza por
determinar los órganos indispensables de todo animal; por ejemplo,
algunos de los sentidos que tienen, los órganos de la nutrición que
reciben y digieren los alimentos, como la boca y el estómago, y,
además, el aparato locomotor de cada especie. Suponiendo que no haya
más órganos que éstos, pero que fuesen semejantes entre sí, esto es
que, por ejemplo, la boca, el estómago, los sentidos y también el
aparato de la locomoción no se pareciesen, el número de las
combinaciones de los mismos que se dieran en la realidad daría lugar
a otras tantas especies distintas de animales; porque es imposible
que una misma especie tenga un mismo órgano, boca u oído, de muchas
y diferentes clases. Todas las combinaciones posibles de estos
órganos bastarán para constituir especies nuevas de animales, y
estas especies serán, precisamente, tan múltiples cuanto puedan
serlo las combinaciones de los órganos indispensables.
Esto se aplica exactamente a las formas políticas de que tratamos
aquí; porque el Estado, como he dicho muchas veces, se compone, no
de un solo elemento, sino de elementos muy numerosos.
De un lado, una clase numerosa, la de los labradores, prepara las
subsistencias para la sociedad; de otro, los artesanos forman otra
clase dedicada a todas las artes sin las cuales la ciudad no podría
existir y que son, unas absolutamente necesarias, otras de adorno y
de las que nos procuran ciertos goces. Una tercera clase es la de
los comerciantes, en otros términos, la de los que venden y compran
en los grandes mercados y establecimientos; una cuarta clase se
compone de mercenarios, una quinta de guerreros, clase tan
indispensable como las precedentes, si el Estado quiere defenderse
de las invasiones y evitar el caer en la esclavitud; porque ¿es
posible suponer que un Estado, verdaderamente digno de este nombre,
pueda nunca ser considerado como esclavo por naturaleza? El Estado
se basta necesariamente a sí mismo; el esclavo, no.
En la República de Platón se trata de esta cuestión de una manera
ingeniosa, pero insuficiente. Sócrates da en ella por sentado que el
Estado se compone de cuatro clases completamente indispensables:
tejedores, labradores, zapateros y albañiles. Encontrando después
esta asociación incompleta, añade el herrero, el pastor y, por
último, el negociante y el mercader, y con esto cree que ha llenado
todos los vacíos de su plan primitivo. Así que a sus ojos todo
Estado se forma solamente para satisfacer las necesidades
materiales, y no en primer término para un fin moral, el cual, según
Platón, no es más indispensable que los zapateros y labradores.
Sócrates ni aun quiere la clase de guerreros, sino para el momento
en que el Estado, una vez aumentado su territorio, se encuentre en
contacto y en guerra con los pueblos vecinos. Pero entre estas
cuatro clases o más de asociados que enumera Platón, es
absolutamente preciso que haya un individuo que administre justicia
y regule los derechos de cada uno; y si se admite que en el ser
animado el alma es la parte esencial con preferencia al cuerpo, ¿no
deberá reconocerse también que sobre estos elementos necesarios para
la satisfacción de las necesidades inevitables de la existencia se
encuentra también en el Estado la clase de guerreros y la de los
árbitros de la justicia social? ¿Y no debe añadirse a estas dos la
clase que decide los intereses generales del Estado, atribución
especial de la inteligencia política? Que todas estas funciones
estén aisladas y repartidas entre ciertos individuos o que se
ejerzan todas por las mismas manos, poco importa a nuestro
razonamiento, porque muchas veces la función del guerrero y la del
labrador se encuentran reunidas; pero si es preciso admitir como
elementos del Estado a los unos y a los otros, no es, en verdad, el
elemento guerrero el menos necesario. A éstas añado yo una séptima
clase, que contribuye con su fortuna a los servicios públicos, que
es la de los ricos; después, una octava, la de los administradores
de Estado, de aquellos que se consagran al desempeño de las
magistraturas, puesto que el Estado no puede existir sin
magistrados, y, por consiguiente, necesita de ciudadanos que sean
capaces de mandar a los demás y que se consagren a este servicio
público, sea por toda la vida, sea temporal y alternativamente.
Queda, en fin, esta porción del Estado, de que acabamos de hablar,
que decide los negocios generales y juzga en las contiendas
particulares.
Si es, por tanto, una necesidad para el Estado la equitativa y justa
organización de todos estos elementos, lo será igualmente que haya
entre todos los hombres llamados al poder cierto número de ellos que
estén dotados de virtud.
Se supone, generalmente, que muchas funciones pueden sin
inconveniente acumularse y que un mismo individuo puede ser a la vez
guerrero, labrador, artesano, juez y senador. Además, todos los
hombres reivindican su parte de mérito y se creen capaces de
desempeñar casi todos los empleos; pero las únicas cosas que no se
pueden acumular son la pobreza y la riqueza, y por esto los ricos y
los pobres son las dos porciones más distintas del Estado. Por otra
parte, como ordinariamente los pobres están en mayoría y los ricos
en minoría, se les considera como dos elementos políticos
completamente opuestos. Consecuencia de esto es que el predominio de
los unos o de los otros constituye la diferencia entre las
constituciones, que por tanto quedan, al parecer, reducidas
solamente a dos: la democracia y la oligarquía.
Hemos, pues, demostrado que existen muchas especies de
constituciones, y hemos expresado la causa; y ahora vamos a probar
que hay también muchas especies de democracias y de oligarquías.
Capítulo IV
Especies diversas de democracia
Esta multiplicidad de especies en la democracia y en la oligarquía
es una consecuencia evidente de los razonamientos que preceden,
puesto que hemos reconocido que en la clase inferior hay muchos
grados y que la que se llama clase distinguida no los tiene menos.
En la clase inferior pueden reconocerse los labradores, los
artesanos, los comerciantes, ya vendan o compren, y las gentes de
mar, ya sean militares, navegantes costaneros o pescadores. Muchas
veces, cada una de estas profesiones diversas comprende una
infinidad de individuos. Bizancio y Tarento están pobladas de
pescadores; Atenas, de marineros; Egina y Quíos, de negociantes;
Ténedos, de comerciantes de cabotaje. También pueden comprenderse en
la clase inferior los obreros, las personas que no tienen bastante
fortuna para vivir sin trabajar, los que son ciudadanos y libres
sólo por el lado del padre o de la madre, y, en fin, todos aquellos
cuyos medios de existencia se aproximan a los de los que acabamos de
enumerar. En la clase elevada, las distinciones se fundan en la
fortuna, la nobleza, el mérito, la instrucción, y en otras
circunstancias análogas.
La igualdad es la que caracteriza la primera especie de democracia y
la igualdad fundada por la ley en esta democracia significa que los
pobres no tendrán derechos más extensos que los ricos, y que ni unos
ni otros serán exclusivamente soberanos, sino que lo serán todos en
igual proporción. Por tanto, si la libertad y la igualdad son, como
se asegura, las dos bases fundamentales de la democracia, cuanto más
completa sea esta igualdad en los derechos políticos, tanto más se
mantendrá la democracia en toda su pureza; porque siendo el pueblo
en este caso el más numeroso, y dependiendo la ley del dictamen de
la mayoría, esta constitución es necesariamente una democracia. Esta
es la primera especie de democracia.
Después de ella viene otra, en la que las funciones públicas se
obtienen con arreglo a una renta, que de ordinario es muy moderada.
Los empleos en esta democracia deben ser accesibles a todos los que
tengan la renta fijada, e inaccesibles para todos los demás. En una
tercera especie de democracia, todos los ciudadanos cuyo derecho no
se pone en duda obtienen las magistraturas, pero la ley reina
soberanamente. En otra, basta para ser magistrado ser ciudadano con
cualquier título, dejándose aún la soberanía a la ley. Una quinta
especie tiene las mismas condiciones, pero traspasa la soberanía a
la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la decisión
popular, no la ley, lo resuelve todo. Esto es debido a la influencia
de los demagogos.
En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay
demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados
la dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde
la ley ha perdido la soberanía. El pueblo entonces es un verdadero
monarca, único, aunque compuesto por la mayoría, que reina, no
individualmente, sino en cuerpo. Homero ha censurado la
multiplicidad de jefes, pero no puede decirse si quiso hablar, como
hacemos aquí, de un poder ejercido en masa o de un poder repartido
entre muchos jefes, ejercido por cada uno en particular. Tan pronto
como el pueblo es monarca, pretende obrar como tal, porque sacude el
yugo de la ley y se hace déspota, y desde entonces los aduladores
del pueblo tienen un gran partido. Esta democracia es en su género
lo que la tiranía es respecto del reinado. En ambos casos
encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos
ciudadanos; en el uno mediante las decisiones populares, en el otro
mediante las órdenes arbitrarias. Además, el demagogo y el adulador
tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado;
el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrupto. Los
demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a
la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo porque su
propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del
pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza
que saben inspirarle. Por otra parte, todos los que creen tener
motivo para quejarse de los magistrados, apelan al juicio exclusivo
del pueblo; éste acoge de buen grado la reclamación, y todos los
poderes legales quedan destruidos. Con razón puede decirse que esto
constituye una deplorable demagogia, y que no es realmente una
constitución; pues sólo hay constitución allí donde existe la
soberanía de las leyes. Es preciso que la ley decida los negocios
generales, como el magistrado decide los negocios particulares en la
forma prescrita por la constitución. Si la democracia es una de las
dos especies principales de gobierno, el Estado donde todo se
resuelve de plano mediante decretos populares no es, a decir verdad,
una democracia, puesto que tales decretos no pueden nunca dictar
resoluciones de carácter general legislativo.
He aquí lo que teníamos que decir sobre las formas diversas de la
democracia.
Capítulo V
Especies diversas de oligarquía
El carácter distintivo de la primera especie de oligarquía es la
fijación de un censo bastante alto, para que los pobres, aunque
estén en mayoría, no puedan aspirar al poder, abierto sólo a los que
poseen la renta fijada por la ley. En una segunda especie, el censo
exigido para tomar parte en el gobierno es de consideración, y el
cuerpo de magistrados tiene el derecho de elegir sus propios
miembros. Sin embargo, es preciso decir que si la elección ha de
recaer entre todos los incluidos en el censo, la institución parece
más bien aristocrática; y sólo es oligárquica cuando el círculo de
la elección es limitado. Una tercera especie de oligarquía se funda
en la sucesión, a manera de herencia, en los empleos que pasan de
padre a hijo. En otra, la cuarta, se une a este principio
hereditario el de la soberanía de los magistrados, la cual sustituye
al reinado de la ley. Esta última forma corresponde perfectamente a
la tiranía en los gobiernos monárquicos; y en las democracias, a la
especie de que últimamente hemos hablado. Esta especie de oligarquía
se llama dinastía o gobierno de la fuerza.
Tales son las formas diversas de oligarquía y de democracia. Es
preciso, sin embargo, añadir aquí una observación importante, y es
que muchas veces, aunque la constitución no sea democrática, el
gobierno, efecto de la tendencia de las costumbres y de los
espíritus, es popular; y recíprocamente en otros casos, aunque la
constitución legal sea más bien democrática, la tendencia de las
costumbres y de los espíritus es oligárquica. Pero esta discordancia
es casi siempre el resultado de una revolución, y nace de que se
evita hacer innovaciones bruscas; y prefiriendo contentarse con
usurpaciones progresivas y de poca consideración, se dejan en pie
las leyes anteriores; pero los jefes de la revolución no son por eso
menos dueños del Estado.
Es una consecuencia evidente de los principios antes sentados que no
hay otras especies de democracias y de oligarquías que las que hemos
dicho. En efecto, necesariamente, los derechos políticos han de
pertenecer a todas las partes del pueblo enumeradas más arriba, o
sólo a algunas de ellas con exclusión de las demás. Cuando los
agricultores y los hombres de mediana fortuna son soberanos en el
Estado, éste debe ser regido por la ley, puesto que los ciudadanos
ocupados en los trabajos a que deben su subsistencia no tienen el
tiempo de sobra necesario para dedicarse a los negocios públicos;
ellos se remiten para esto a la ley, y no se reúnen en la asamblea
política sino en los casos absolutamente indispensables. Por lo
demás, los derechos pertenecen, sin ninguna distinción, a todos los
empadronados en el censo legal; porque si no se hiciera esta
prerrogativa completamente general, se constituiría una oligarquía.
Pero como la mayor parte de los ciudadanos no tiene una renta
segura, les falta tiempo para ocuparse de los asuntos generales; y
he aquí cómo se establece esta primera especie de democracia.
La especie que viene en segundo lugar en el orden que hemos trazado
es aquella en la que todos los ciudadanos de cuyo origen no se duda
tienen derechos políticos, aunque realmente sólo los gozan los que
pueden vivir sin trabajar. En esta democracia, las leyes son todavía
soberanas, porque los ciudadanos, en general, no son bastante ricos,
ni tienen bastantes rentas propias.
En la tercera especie, basta ser libre para poseer derechos
políticos. Pero aquí también la necesidad de trabajar impide a casi
todos los ciudadanos el ejercerlos: y la soberanía de la ley no es
menos indispensable que en las dos primeras especies.
La cuarta es la más moderna, cronológicamente hablando. Habiendo
alcanzado más extensión los Estados, que la tenían escasa en un
principio, y aumentado su bienestar con el crecimiento de las rentas
públicas, la multitud adquirió, a causa de su importancia, todos los
derechos políticos; y los ciudadanos pudieron entonces consagrarse
en común a la dirección de los negocios generales, porque tenían
tiempo de sobra, y se procuró a los menos acomodados, por medio de
indemnizaciones, el tiempo necesario para consagrarse también a la
cosa pública. Estos mismos ciudadanos pobres son los más
desocupados, puesto que no tienen intereses particulares de que
cuidar, circunstancia que con tanta frecuencia no permitía a los
ricos concurrir a las asambleas del pueblo y a los tribunales de que
son miembros, y así la multitud se hace soberana, ocupando el lugar
de las leyes.
Tales son las causas necesarias que determinan el número y las
diversidades de las democracias.
La primera especie de oligarquía es aquella en la que la mayoría de
los ciudadanos posee riquezas inferiores a las de que acabamos de
hablar, y que son de poca consideración. El poder se atribuye a
todos aquellos que tienen la renta legal; y el ser tantos los
ciudadanos que adquieren de esta manera los derechos políticos ha
sido causa de que se haya atribuido la soberanía a la ley y no a los
hombres. Estando muy distantes a causa de su número de la unidad
monárquica, y siendo muy poco ricos para vivir en un ocio absoluto,
y no bastante pobres para deber vivir a expensas del Estado, tienen
necesidad de proclamar la ley soberana, en vez de hacerse ellos
mismos soberanos. Si suponemos que los poseedores de renta son menos
numerosos que en la primera hipótesis, y las fortunas más pingües,
tendremos la segunda especie de oligarquía. La ambición entonces se
aviva con el poder, y los ricos nombran ellos mismos entre los demás
ciudadanos a los que habrán de desempeñar los empleos del gobierno.
Poco poderosos aún para reinar sobre la ley, lo son bastante, sin
embargo, para hacer dictar la que les concede estas inmensas
prerrogativas. Concentrando en un número de manos todavía menor las
fortunas que han llegado ya a ser demasiado grandes, se llega al
tercer grado de la oligarquía, en el cual los miembros de la minoría
desempeñan personalmente las funciones, pero conforme a la ley que
las hace hereditarias. Suponiendo en los miembros de la oligarquía
un nuevo aumento de riquezas y de partidarios, este gobierno
hereditario se aproxima mucho a la monarquía. Los hombres, no la
ley, reinan en él. Esta cuarta forma de oligarquía corresponde a la
última forma de democracia.
Al lado de la democracia y de la oligarquía existen otras dos formas
políticas, una de las cuales, según reconocen todos los autores y
nosotros también, forma parte de las cuatro principales
constituciones, si se admite, siguiendo la opinión común, que estas
constituciones son la monarquía, la oligarquía, la democracia y la
llamada aristocracia. Una quinta forma política es aquella que
recibe el nombre genérico de todas las demás, y que se llama
comúnmente república; como es muy rara, pasa desapercibida a los
ojos de los autores que pretenden enumerar las especies diversas de
gobierno y que sólo reconocen las cuatro que acabamos de indicar,
como ha hecho Platón en sus dos repúblicas.
Con razón se ha llamado el gobierno de los mejores a aquel de que
hemos tratado precedentemente. Este hermoso nombre de aristocracia
sólo se aplica verdaderamente con toda exactitud al Estado compuesto
de ciudadanos que son virtuosos en toda la extensión de la palabra,
y que no se limitan a tener sólo alguna virtud particular. Este
Estado es el único en que el hombre de bien y el buen ciudadano se
confunden en una identidad absoluta. En todos los demás sólo se
tiene la virtud que está en relación con la constitución particular
bajo que se vive. También hay otras combinaciones políticas que,
diferenciándose de la oligarquía y de lo que se llama república,
reciben el nombre de aristocracias; estos son los sistemas en que
los magistrados son escogidos tomando en cuenta el mérito, por lo
menos tanto como la riqueza. Este gobierno entonces se aleja de la
oligarquía y de la república, y toma el nombre de aristocracia; y es
que, en efecto, no hay necesidad de que la virtud sea el objeto
especial del Estado mismo, para que encierre en su seno ciudadanos
tan distinguidos por sus virtudes como pueden serlo los de la
aristocracia. Así pues, cuando la riqueza, la virtud y la multitud
tienen derechos políticos, la constitución puede ser todavía
aristocrática, como en Cartago; y cuando la ley se limita, como en
Esparta, a los dos últimos elementos, la virtud y la multitud, la
constitución es una mezcla de democracia y de aristocracia. Y así,
la aristocracia, además de su primera y más perfecta especie, tiene
también las dos formas que acabamos de decir, y hasta una tercera
que presentan todos los Estados que se inclinan más que la república
propiamente dicha hacia el principio oligárquico.
Capítulo VI
Idea general de la república
No nos quedan ya más que dos gobiernos de que ocuparnos: del que se
llama vulgarmente república y de la tiranía. Si coloco aquí la
república, aunque no sea un gobierno degradado, como no lo son
tampoco las aristocracias de que acabamos de hablar, lo hago porque,
a decir verdad, todos los gobiernos sin excepción no son más que
corrupciones de la constitución perfecta. Pero se clasifica
ordinariamente la república entre estas aristocracias; ella da, como
éstas, origen a otras formas menos puras aún, como dije al
principio. La tiranía debe, necesariamente, ocupar el último puesto,
porque no es un verdadero gobierno; lo es menos aún que cualquiera
otra forma política; y nuestras indagaciones sólo tienen por fin el
estudio de los gobiernos. Después de haber indicado los motivos de
nuestra clasificación, pasemos al examen de la república. Ahora
conoceremos mejor su verdadero carácter, después del examen que
hemos hecho de la democracia y de la oligarquía; porque la república
no es más que una combinación de estas dos formas.
Es costumbre dar el nombre de república a los gobiernos que se
inclinan a la democracia, y el de aristocracia a los que se inclinan
a la oligarquía; y esto consiste en que la ilustración y la nobleza
son ordinariamente patrimonio de los ricos; los cuales, además, se
ven colmados ampliamente con aquellos dones que muchas veces compran
otros por medio del crimen, y que aseguran a sus poseedores un
renombre de virtud y una alta consideración. Como el sistema
aristocrático tiene por fin dar la supremacía política a estos
ciudadanos eminentes, se ha pretendido deducir de aquí que las
oligarquías se componen, en general, de hombres virtuosos y
apreciables. Parece imposible que un gobierno dirigido por los
mejores ciudadanos no sea excelente, no debiendo darse un mal
gobierno sino en Estados regidos por hombres corruptos. Y,
recíprocamente, parece imposible que donde la administración no es
buena el Estado sea gobernado por los mejores ciudadanos. Pero es
preciso observar que las buenas leyes no constituyen por sí solas un
buen gobierno, y que lo que importa, sobre todo, es que estas leyes
buenas sean observadas. No hay, pues, buen gobierno sino donde en
primer lugar se obedece la ley, y después, la ley a que se obedece,
está fundada en la razón; porque podría también prestarse obediencia
a leyes irracionales. La excelencia de la ley puede, por lo demás,
entenderse de dos maneras: la ley es la mejor posible, relativamente
a las circunstancias; o la mejor posible de una manera general y en
absoluto.
El principio esencial de la aristocracia consiste, al parecer, en
atribuir el predominio político a la virtud; porque el carácter
especial de la aristocracia es la virtud, como la riqueza es el de
la oligarquía, y la libertad el de la democracia. Todas tres
admiten, por otra parte, la supremacía de la mayoría, puesto que, en
unas como en otras, la decisión acordada por el mayor número de
miembros del cuerpo político tiene siempre fuerza de ley. Si los más
de los gobiernos toman el nombre de república, es porque casi todos
aspiran únicamente a combinar los derechos de los ricos y de los
pobres, de la fortuna y de la libertad; pues la riqueza, al parecer,
ocupa casi en todas partes el lugar del mérito y de la virtud.
Tres elementos se disputan en el Estado la igualdad: la libertad, la
riqueza y el mérito. No hablo de otro que se llama nobleza, porque
no es más que la consecuencia de otros dos, puesto que la nobleza es
una antigüedad en riqueza y en talento. Pues bien, la combinación de
los dos primeros elementos produce evidentemente la república, y la
combinación de todos tres produce la aristocracia más bien que
ninguna otra forma. Téngase en cuenta que yo siempre clasifico y
pongo aparte la verdadera aristocracia de que he hablado al
principio.
Hemos demostrado, pues, que al lado de la monarquía, de la
democracia y de la oligarquía, existen otros sistemas políticos.
Hemos explicado la naturaleza de estos sistemas, las distintas
aristocracias y las diferencias que hay entre las repúblicas y las
aristocracias; pudiendo verse claramente que todas estas formas
están menos distantes las unas de las otras de lo que podría
creerse.
Capítulo VII
Más sobre la república
En vista de estas primeras consideraciones, examinaremos ahora cómo
la república propiamente dicha se establece al lado de la oligarquía
y de la democracia, y cómo debe constituirse. Esta indagación
tendrá, además, la ventaja de que mediante ella podremos fijar
claramente los límites de la oligarquía y de la democracia; porque,
tomando algunos principios de estas dos constituciones tan opuestas,
hemos de formar la república como se forma un símbolo amistoso,
uniendo las partes separadas.
Hay tres modos posibles de combinación y de mezcla. En primer lugar,
puede reunirse la legislación de la oligarquía y la de la democracia
relativa a una materia dada, por ejemplo, al poder judicial. Así en
la oligarquía se condena al rico a una multa si no concurre al
tribunal, y no se da nada al pobre cuando concurre; en las
democracias, por el contrario, hay indemnización para los pobres y
no hay multa para los ricos. La reunión de ambas es un término medio
y común de estas instituciones diversas: multa para los ricos,
indemnización para los pobres; y esta institución nueva es
republicana, porque no es más que la mezcla de las otras dos. Este
es el primer modo de combinación. El segundo consiste en tomar un
término medio entre las disposiciones adoptadas por la oligarquía y
las de la democracia. En un lado, por ejemplo, el derecho de entrar
en la asamblea política se adquiere sin ninguna condición de
riqueza, o, por lo menos, con arreglo a un censo moderado; en otro,
por el contrario, se exige una renta extremadamente elevada; el
término medio consiste en no adoptar ninguna de estas dos tasas y
tomar el medio proporcional entre las dos.
En tercer lugar, se puede tomar, a la vez, de la ley oligárquica y
de la democrática. Y así el uso de la suerte para la designación de
los magistrados es una institución democrática. El principio de la
elección, por el contrario, es oligárquico; así como no exigir renta
para el desempeño de las magistraturas es democrático, y el exigirlo
es oligárquico. La aristocracia y la república aceptarán estas dos
disposiciones, tomando de la oligarquía la elección y de la
democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden combinarse
la oligarquía y la democracia.
Mas para que el resultado de estas combinaciones sea una mezcla
perfecta de oligarquía y de democracia, es preciso que al Estado,
producto de la misma, se le pueda llamar indiferentemente
oligárquico o democrático, porque esto es evidentemente lo que se
entiende por una mezcla perfecta. Ahora bien, el término medio tiene
esta cualidad, porque en él se encuentran los dos extremos. Se puede
citar como ejemplo la constitución de Lacedemonia. Por una parte,
muchos afirman que es una democracia, porque, efectivamente, se
descubren en ella muchos elementos democráticos; por ejemplo, la
educación común de los hijos, que es exactamente la misma para los
de los ricos que para los de los pobres, educándose aquéllos
precisamente como podrían serlo éstos; la igualdad, que continúa
hasta en la edad siguiente y cuando son ya hombres, sin distinción
alguna entre el rico y el pobre; después, la igualdad perfecta en
las comidas en común; la identidad de trajes, que hace que el rico
ande vestido como un pobre cualquiera; en fin, la intervención del
pueblo en las dos grandes magistraturas, la de los senadores, que
son por él elegidos, y la de los éforos, que salen de su seno. Por
otra parte, se sostiene que la constitución de Esparta es una
oligarquía, porque realmente encierra muchos elementos oligárquicos;
así los cargos públicos son todos electivos y no se confiere ni uno
sólo a la suerte; y algunos magistrados, pocos en número, acuerdan
soberanamente el destierro o la muerte, aparte de otras
instituciones no menos oligárquicas.
Una república en la que se combinan perfectamente la oligarquía y la
democracia debe parecer, a la vez, una y otra cosa, sin ser
precisamente ninguna de las dos. Debe poder sostenerse por sus
propios principios, y no mediante auxilios extraños; y cuando digo
que ha de sostenerse por sí misma, no entiendo que deba hacerlo
rechazando de su seno la mayor parte de los que quieren participar
del poder, cosa que puede alcanzar lo mismo un gobierno bueno que
uno malo, sino consiguiendo el acuerdo unánime de todos los
ciudadanos, ninguno de los cuales querrá mudar de gobierno.
No hay para qué llevar más adelante estas observaciones sobre los
medios de constituir la república y todas las demás formas políticas
llamadas aristocráticas.
Capítulo VIII
Breves consideraciones sobre la tiranía
Nos falta hablar de la tiranía, de que debemos ocuparnos, no porque
merezca que nos detengamos en ella mucho tiempo, sino tan sólo para
completar nuestras indagaciones, en las cuales debe ser comprendida,
puesto que la hemos incluido entre las formas posibles de gobierno.
Hemos tratado antes del reinado, fijándonos sobre todo en el reinado
propiamente dicho, es decir, en el reinado absoluto; y hemos hecho
ver sus ventajas y sus peligros, su naturaleza, su origen y sus
aplicaciones diversas. En el curso de estas consideraciones sobre el
reinado hemos indicado dos formas de tiranía, porque estas dos
formas se aproximan bastante al reinado, y tienen, como ésta, en la
ley su fundamento. Hemos dicho que algunas naciones bárbaras escogen
jefes absolutos, y que en tiempos muy remotos los griegos se
sometieron a monarcas de este género, llamados esimenetas. Entre
estos poderes había, por otra parte, algunas diferencias: eran
reales, en cuanto debían a la ley y a la voluntad de los súbditos su
existencia; pero eran tiránicos en cuanto su ejercicio era despótico
y completamente arbitrario. Queda una tercera especie de tiranía,
que, al parecer, merece más particularmente este nombre, y que
corresponde al reinado absoluto. Esta tiranía no es otra que la
monarquía absoluta, la cual, sin responsabilidad alguna y sólo en
interés del señor, gobierna a súbditos que valen tanto o más que él
sin consultar para nada los intereses particulares de los mismos.
Este es un gobierno de violencia, porque no hay corazón libre que
sufra con paciencia una autoridad semejante. Creemos haber dicho
bastante sobre la tiranía, el número de sus formas y las causas que
las producen.
Capítulo IX
Continuación de la teoría de la república propiamente dicha
¿Cuál es la mejor constitución? ¿Cuál es la mejor organización para
la vida de los Estados en general y de la mayoría de los hombres,
dejando a un lado aquella virtud que es superior a las fuerzas
ordinarias de la humanidad, y aquella instrucción que exige
disposiciones naturales y circunstancias muy felices, y sin pensar
tampoco en una constitución ideal, sino limitándonos, respecto de
los individuos, a la vida que los más de ellos pueden hacer, y
respecto de los Estados, a aquel género de constitución que casi
todos ellos pueden darse? Las aristocracias vulgares, de que
deseamos hablar aquí, o están fuera de las condiciones de la mayor
parte de los Estados existentes, o se aproximan a eso que se llama
república. Examinaremos, pues, estas aristocracias y la república
como si formasen un solo y mismo género; los elementos del juicio
que hemos de formar sobre ambas son perfectamente idénticos.
Si hemos tenido razón para decir en la Moral que la felicidad
consiste en el ejercicio fácil y permanente de la virtud, y que la
virtud no es más que un medio entre dos extremos, se sigue de aquí,
necesariamente, que la vida más sabia es la que se mantiene en este
justo medio, contentándose siempre con esta posición intermedia que
cada cual puede conseguir.
Conforme a los mismos principios, se podrá juzgar evidentemente la
excelencia o los vicios del Estado o de la constitución, porque la
constitución es la vida misma del Estado. Todo Estado encierra tres
clases distintas: los ciudadanos muy ricos, los ciudadanos muy
pobres y los ciudadanos acomodados, cuya posición ocupa un término
medio entre aquellos dos extremos. Puesto que se admite que la
moderación y el medio es en todas las cosas lo mejor, se sigue
evidentemente que en materia de fortuna una propiedad mediana será
también la más conveniente de todas. Ésta, en efecto, sabe mejor que
ninguna otra someterse a los preceptos de la razón, a los cuales se
da oídos con gran dificultad cuando se goza de alguna ventaja
extraordinaria en belleza, en fuerza, en nacimiento o en riqueza; o
cuando es uno extremadamente débil, oscuro o pobre. En el primer
caso, el orgullo que da una posición tan brillante arrastra a los
hombres a cometer los mayores atentados; en el segundo, la
perversidad se inclina del lado de los delitos particulares; los
crímenes no se cometen jamás sino por orgullo o por perversidad. Las
dos clases extremas, negligentes en el cumplimiento de sus deberes
políticos en el seno de la sociedad o en el senado, son igualmente
peligrosas para la ciudad.
También es preciso decir que el hombre que tiene la excesiva
superioridad que proporcionan el influjo de la riqueza, lo numeroso
de los partidarios o cualquiera otra circunstancia, ni quiere ni
sabe obedecer. Desde niño contrae estos hábitos de indisciplina en
la casa paterna; el lujo en medio del cual ha vivido constantemente
no le permite obedecer ni aun en la escuela. Por otra parte, una
extrema indigencia no degrada menos. Y así, la pobreza impide saber
mandar y sólo enseña a obedecer a modo de esclavo; la extrema
opulencia impide al hombre someterse a una autoridad cualquiera, y
sólo le enseña a mandar con todo el despotismo de un señor. Entonces
es cuando no se ven en el Estado otra cosa que señores y esclavos,
ningún hombre libre. De un lado, celos y envidia; de otro, vanidad y
altanería; cosas todas tan distantes de esta benevolencia recíproca
y de esta fraternidad social que es consecuencia de la benevolencia.
¡Y quién gustaría de caminar con un enemigo al lado ni por un
instante! Lo que principalmente necesita la ciudad son seres iguales
y semejantes, cualidades que se encuentran, ante todo, en las
situaciones medias; y el Estado está necesariamente mejor gobernado
cuando se compone de estos elementos, que, según nosotros, forman su
base natural. Estas posiciones medias son también las más seguras
para los individuos: no codician, como los pobres, la fortuna de
otro, y su fortuna no es envidiada por nadie, como la de los ricos
lo es ordinariamente por la indigencia. De esta manera se vive lejos
de todo peligro y en una seguridad completa, sin fraguar ni temer
conspiraciones. Y así, Focílides decía muy sabiamente:
"Un puesto modesto es el objeto de mis aspiraciones."
Es evidente que la asociación política es sobre todo la mejor cuando
la forman ciudadanos de regular fortuna. Los Estados bien
administrados son aquellos en que la clase media es más numerosa y
más poderosa que las otras dos reunidas o, por lo menos, que cada
una de ellas separadamente. Inclinándose de uno a otro lado,
restablece el equilibrio e impide que se forme ninguna
preponderancia excesiva. Es, por tanto, una gran ventaja que los
ciudadanos tengan una fortuna modesta, pero suficiente para atender
a todas sus necesidades. Dondequiera que se encuentren grandes
fortunas al lado de la extrema indigencia, estos dos excesos Jan
lugar a la demagogia absoluta, a la oligarquía pura o a la tiranía;
pues la tiranía nace del seno de una demagogia desenfrenada o de una
oligarquía extrema con más frecuencia que del seno de las clases
medias y de las clases inmediatas a éstas. Más tarde diremos el
porqué, cuando hablemos de las revoluciones.
Otra ventaja no menos evidente de la propiedad mediana es que sus
poseedores son los únicos que no se insurreccionan nunca. Donde las
fortunas regulares son numerosas, hay muchos menos disturbios y
disensiones revolucionarias. Las grandes ciudades deben su
tranquilidad a la existencia de las fortunas medias, que son en
ellas tan numerosas. En las pequeñas, por el contrario, la masa
entera se divide muy fácilmente en dos campos sin otro alguno
intermedio, porque todos, puede decirse, son pobres o ricos. Por
esto también la propiedad mediana hace que las democracias sean más
tranquilas y más durables que las oligarquías, en las que aquélla
está menos extendida y tiene menos poder político, porque aumentando
el número de pobres, sin que el de las fortunas medias se aumente
proporcionalmente, el Estado se corrompe y llega rápidamente a su
ruina.
Debe añadirse también, como una especie de comprobación de estos
principios, que los buenos legisladores han salido de la clase
media. Solón se encontraba en este caso, como lo atestiguan sus
versos; Licurgo pertenecían a esta clase, puesto que no era rey; con
Carondas y con otros muchos sucede lo mismo.
Esto debe, igualmente, hacernos comprender la razón de que la mayor
parte de los gobiernos son o demagógicos u oligárquicos, y es
porque, siendo en ellos las más de las veces rara la propiedad
mediana, todos los que dominan, sean los ricos o los pobres, estando
igualmente distantes del término medio, se apoderan del mando para
sí solos y constituyen la oligarquía o la demagogia. Además, siendo
frecuentes entre los pobres y los ricos las sediciones y las luchas,
nunca descansa el poder, cualquiera que sea el partido que triunfe
de sus enemigos, sobre la igualdad y sobre los derechos comunes.
Como el poder es el premio del combate, el vencedor que se apodera
de él crea necesariamente uno de los dos gobiernos extremos, la
democracia o la oligarquía. Así, los mismos pueblos que han tenido
alternativamente la suprema dirección de los negocios de la Grecia
sólo han consultado a su propia constitución para hacer predominar
en los Estados a ellos sometidos, ya la oligarquía, ya la
democracia, celosos siempre de sus intereses particulares y nada de
los intereses de sus tributarios. Tampoco se ha visto nunca entre
estos dos extremos una verdadera república, o, por lo menos, se ha
visto raras veces y siempre por muy poco tiempo. Sólo ha habido un
hombre entre los que en otro tiempo alcanzaron el poder, que haya
establecido una constitución de este género. Desde muy atrás los
hombres políticos han renunciado a buscar la igualdad en los
Estados; o tratan de apoderarse del poder, o se resignan a la
obediencia cuando no son los más fuertes.
Estas consideraciones bastan para mostrar cuál es el mejor gobierno
y lo que constituye su excelencia.
En cuanto a las demás constituciones, que son las diversas formas de
las democracias y de las oligarquías admitidas por nosotros, es
fácil ver en qué orden deben ser clasificadas, una primero, otra
después, y así sucesivamente, según que son mejores o menos buenas y
en comparación con el tipo perfecto que hemos expuesto.
Necesariamente, serán tanto mejores cuanto más se aproximan al
término medio, y tanto peores, cuanto más se alejen de él. Exceptúo
siempre los casos especiales; quiero decir, aquellos en que tal
constitución, aunque preferible en sí, sin embargo, es menos buena
que otra para un pueblo dado.
Capítulo X
Principios generales aplicables a estas diversas especies de
gobierno
Pasemos a tratar una cuestión que tiene íntima conexión con las
anteriores, y que se refiere a la especie y naturaleza de los
gobiernos en relación a los pueblos que hayan de gobernarse. Hay un
primer principio general que se aplica a todos los gobiernos: la
porción de la ciudad que quiere el mantenimiento de las
instituciones debe ser siempre más fuerte que la que quiere el
trastorno de las mismas. En todo Estado es preciso distinguir dos
cosas: la cantidad y la calidad de los ciudadanos. Por calidad
entiendo la libertad, la riqueza, las luces, el nacimiento; por
cantidad entiendo la preponderancia numérica. La calidad puede estar
en una parte de los elementos políticos, y la cantidad encontrarse
en otra; y así las gentes de nacimiento oscuro pueden ser más
numerosas que las de nacimiento ilustre; los pobres más numerosos
que los ricos, sin que la superioridad del número pueda compensar la
diferencia en calidad. Conviene mucho tener en cuenta todas estas
relaciones proporcionadas. En dondequiera que, aun teniendo en
cuenta esta relación, la multitud de los pobres tiene la
superioridad, la democracia se establece naturalmente con todas sus
combinaciones diversas, según la importancia relativa de cada parte
del pueblo. Por ejemplo, si los labradores son los más numerosos,
tendremos la primera de las democracias, si lo son los artesanos y
los mercaderes, tendremos la última; las demás especies se
clasifican igualmente entre estos dos extremos. Dondequiera que la
clase rica y distinguida supera en calidad más que en número, la
oligarquía se constituye de la misma manera con todos sus matices
según la tendencia particular de la masa oligárquica que predomina.
Pero el legislador no debe tener en cuenta más que la propiedad
mediana. Si hace leyes oligárquicas, esta propiedad es la que ha de
tener presente, si hace leyes democráticas, también en ellas debe
tener cabida esta propiedad. Una constitución no se consolida sino
donde la clase media es más numerosa que las otras dos clases
extremas, o, por lo menos, que cada una de ellas. Los ricos nunca
urdirán tramas temibles de concierto con los pobres; porque ricos y
pobres temen igualmente el yugo a que se someterían mutuamente. Si
quieren que haya un poder que represente el interés general, sólo
podrán encontrarlo en la clase media. La desconfianza recíproca que
se tienen mutuamente les impedirá siempre aceptar un poder
alternativo; sólo se tiene confianza en un árbitro; y el árbitro en
este caso es la clase media. Cuanto más perfecta sea la combinación
política según la que se constituya el Estado, tanto más serán las
probabilidades de permanencia que ofrezca la constitución. Casi
todos los legisladores, hasta los que han querido fundar gobiernos
aristocráticos, han cometido dos errores casi iguales: primero, al
conceder demasiado a los ricos, y después al engañar a las clases
inferiores. Con el tiempo, resulta necesariamente de un bien falso
un mal verdadero; porque la ambición de los ricos ha arruinado más
Estados que la ambición de los pobres. Los especiosos artificios con
que se pretende engañar al pueblo en política hacen referencia a
cinco cosas: a la asamblea general, a las magistraturas, a los
tribunales, a la posición de las armas y a los ejercicios de
gimnasia. Respecto a la asamblea general, se da a todos los
ciudadanos el derecho de asistir a ella; pero se tiene cuidado de
imponer una multa a los ricos, si no concurren, o por lo menos es
mucho más fuerte la que se exige a ellos que la que pagan los
pobres; respecto a las magistraturas, se prohíbe a los ricos, que
tienen la renta legal, la facultad de no aceptarlas, y se deja libre
esta facultad a los pobres; respecto a los tribunales, se impone una
multa a los ricos que se abstienen de juzgar y se concede la
impunidad a los pobres, o si no la multa es enorme para aquéllos y
casi nula para éstos, como sucede en las leyes de Carondas. A veces
basta estar inscrito en los registros civiles para tener entrada en
la asamblea general y en el tribunal; pero, una vez inscrito, si uno
falta a estos dos deberes, está expuesto a que le impongan una multa
terrible, que tiene por objeto hacer que los ciudadanos se abstengan
de inscribirse; no estando inscrito, no se forma parte entonces ni
de la asamblea ni del tribunal. El mismo sistema de leyes rige
respecto del uso de armas y de los ejercicios gimnásticos; se
permite a los pobres estar sin armas; se castiga con multa a los
ricos que no las tienen; y en cuanto a los gimnasios, nada de multa
a los pobres, y multa a los ricos que no asisten a ellos; éstos
concurren por temor a la multa; aquéllos jamás se presentan, porque
no tienen este temor. Tales son los ardides puestos en práctica por
las leyes en las condiciones oligárquicas.
En las democracias el sistema de intriga y artificio es todo lo
contrario; indemnización para los pobres que asisten al tribunal y a
la asamblea general; impunidad para los ricos que no concurren.
Para que la combinación política sea equitativa, es preciso tomar
algo de estos dos sistemas: salario para los pobres y multa para los
ricos. Entonces todos sin excepción toman parte en los negocios del
Estado; de otra manera, el gobierno sólo pertenecerá a los unos con
exclusión de los otros. El cuerpo político sólo debe componerse de
ciudadanos armados. En cuanto al censo, no es posible fijar la
cantidad de una manera absoluta e invariable; pero debe dársele la
base más ancha posible, para que el número de los que tengan parte
en el gobierno sobrepuje al de los que queden excluidos de él. Los
pobres, aun cuando se les excluya de las funciones públicas, no
reclaman y permanecen tranquilos con tal que no se les ultraje ni se
les despoje de lo poco que poseen. Esta equidad para los pobres no
es, por lo demás, cosa tan fácil; porque los jefes de gobierno no
siempre son los más considerados de los hombres. En tiempo de
guerra, los pobres permanecerán en la inacción a consecuencia de su
indigencia, a no ser que el Estado los alimente; pero si lo hace,
marcharán con gusto al combate.
En algunos Estados, para disfrutar los derechos de ciudadanía, basta
no sólo llevar las armas, sino también el haberlas llevado. En Malia,
el cuerpo político se compone de todos los guerreros; y sólo se
eligen los magistrados de entre los que pertenecen al ejército. Las
primeras repúblicas que sucedieron en Grecia a los reinados se
formaron sólo de los guerreros que llevaban las armas. En su origen,
todos los miembros del gobierno eran caballeros; porque la
caballería constituía entonces toda la fuerza de los ejércitos y
aseguraba la vitoria en los combates. Verdaderamente, la infantería,
cuando carece de disciplina, presta escaso auxilio. En aquellos
tiempos remotos no se conocía aún por experiencia todo el poder de
la táctica respecto de la infantería, y todas las esperanzas se
cifraban en la caballería. Pero, a medida que los Estados se
extendieron y que la infantería tuvo más importancia, el número de
los hombres que gozaban de los derechos políticos se aumentó en
igual proporción. Nuestros mayores llamaban democracia a lo que hoy
llamamos nosotros república. Estos antiguos gobiernos, a decir
verdad, eran oligarquías o reinados; entonces escaseaban demasiado
en ellos los hombres para que la clase media pudiese ser numerosa.
Como eran poco numerosos y estaban sometidos además a un orden
severo, sabían soportar mejor el yugo de la obediencia.
En resumen, hemos visto por qué las constituciones son tan
múltiples; por qué existen otras distintas que las que hemos
nombrado, puesto que lo mismo la democracia que las otras especies
de gobierno pueden ofrecer diversos matices; en seguida hemos
estudiado las diferencias que hay entre estas constituciones y las
causas que las han producido; y, en fin, hemos visto cuál era, en
general, la forma política más perfecta y cuál era la mejor
relativamente a los pueblos de cuya constitución se trate.
Capítulo XI
Teoría de los tres poderes en cada especie de gobierno: poder
legislativo
Volvamos ahora al estudio de todos estos gobiernos en globo y uno
por uno, remontándonos a los principios mismos en que descansan
todos.
En todo Estado hay tres partes de cuyos intereses debe el
legislador, si es entendido, ocuparse ante todo, arreglándolos
debidamente. Una vez bien organizadas estas tres partes, el Estado
todo resultará bien organizado; y los Estados no pueden realmente
diferenciarse sino en razón de la organización diferente de estos
tres elementos. El primero de estos tres elementos es la asamblea
general, que delibera sobre los negocios públicos; el segundo, el
cuerpo de magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo de
nombramiento es preciso fijar; y el tercero, el cuerpo judicial.
La asamblea general decide soberanamente en cuanto a la paz y a la
guerra, y a la celebración y ruptura de tratados; hace las leyes,
impone la pena de muerte, la de destierro y la confiscación, y toma
cuentas a los magistrados. Aquí es preciso seguir necesariamente uno
de estos dos caminos: o dejar las decisiones todas a todo el cuerpo
político, o encomendarlas todas a una minoría, por ejemplo, a una o
más magistraturas especiales; o distribuirlas, atribuyendo unas a
todos los ciudadanos y otras a algunos solamente.
El encomendarlas a la generalidad es propio del principio
democrático, porque la democracia busca sobre todo este género de
igualdad. Pero hay muchas maneras de admitir la universalidad de los
ciudadanos al goce de los derechos que se refieren a la asamblea
pública. Pueden, en primer lugar, deliberar por secciones, como en
la república de Telecles de Mileto, y no en masa. Muchas veces todos
los magistrados se reúnen para deliberar; pero como son temporales
sus cargos, todos los ciudadanos llegan a serlo cuando les llega su
turno, hasta que todas las tribus y las fracciones más pequeñas de
la ciudad los han desempeñado sucesivamente. El cuerpo todo de los
ciudadanos se reúne entonces sólo para sancionar las leyes, arreglar
los negocios relativos al gobierno mismo y oír la promulgación de
los decretos de los magistrados. En segundo lugar, aun admitiendo la
reunión en masa, se la puede convocar sólo cuando se trata de alguno
de estos asuntos: de la elección de magistrados, de la sanción
legislativa, de la paz o de la guerra, y de las cuentas públicas. Se
deja entonces el resto de los negocios a las magistraturas
especiales, cuyos miembros son, por otra parte, elegidos o
designados por la suerte de entre la masa de los ciudadanos. Se
puede, también, reservando a la asamblea general la elección de los
magistrados ordinarios, las cuentas públicas, la paz y las alianzas,
dejar los demás negocios, para cuya resolución son indispensables
luces y experiencia, a magistrados especialmente escogidos para
conocer de ellos. Resta, por último, un cuarto modo, según el cual
la asamblea general tiene todas las atribuciones sin excepción, y
los magistrados, no pudiendo decidir nada soberanamente, sólo tienen
la iniciativa de las leyes. Este es el último grado de la demagogia,
tal como existe en nuestros días, correspondiendo, como ya hemos
dicho, a la oligarquía violenta y a la monarquía tiránica.
Estos cuatro modos posibles de asamblea general son todos
democráticos.
En la oligarquía, la decisión de todos los negocios está confiada a
una minoría, y este sistema admite igualmente muchos grados. Si el
censo es muy moderado, y por lo mismo son muchos los ciudadanos que
pueden inscribirse en él; si se respetan religiosamente las leyes
sin violarlas jamás; y si todo individuo incluido en el censo tiene
parte en el poder, la institución oligárquica en su principio, se
convierte en republicana por la suavidad de sus formas. Si, por el
contrario, no todos los ciudadanos pueden tomar parte en las
deliberaciones, pero todos los magistrados son elegidos y observan
las leyes, el gobierno es oligárquico como el primero. Pero si la
minoría, dueña soberana de los negocios generales, se constituye por
sí misma, haciéndose hereditaria y sobreponiéndose a las leyes,
tendremos necesariamente el último grado de la oligarquía.
Cuando la decisión de ciertos asuntos, como la paz y la guerra, se
pone en manos de algunos magistrados, quedando encomendado a la masa
de los ciudadanos el derecho de intervenir en las cuentas generales
del Estado, y estos magistrados tienen la decisión de los demás
negocios, siendo, por otra parte, electivos o designados por la
suerte, el gobierno es aristocrático o republicano. Si se acude a la
elección para ciertos negocios y para otros a la suerte, ya entre
todos, ya entre los candidatos incluidos en una lista, o si la
elección y la suerte recaen sobre la universalidad de los
ciudadanos, entonces el sistema es, en parte, republicano y
aristocrático, y en parte, puramente republicano.
Tales son todas las modificaciones de que es susceptible la
organización del cuerpo deliberante, y cada gobierno lo organiza
según las relaciones que acabamos de indicar.
En la democracia, sobre todo en este género de democracia que se
cree hoy más digno de este nombre que todos los demás, en otros
términos, en la democracia en que la voluntad del pueblo está por
encima de todo, hasta de las leyes, sería bueno, en interés de las
deliberaciones, adoptar para los tribunales el sistema de las
oligarquías. La oligarquía se sirve de la multa para obligar a
concurrir al tribunal a aquellos cuya presencia estima necesaria. La
democracia, que da una indemnización a los pobres que desempeñan
funciones judiciales, debería seguir el mismo método respecto de las
asambleas generales. Conviene a la deliberación que tomen parte en
ella todos los ciudadanos en masa, para que se ilustre la multitud
con las luces de los hombres distinguidos y éstos aprovechen lo que
por instinto sabe la multitud. También podría tomarse un número
igual de votantes por una y por otra parte, procediéndose después a
su designación por elección o por suerte. En fin, en el caso en que
el pueblo supere excesivamente en número a los hombres políticamente
capaces, podría concederse la indemnización, no a todos, sino sólo a
tantos pobres como sean los ricos, y eliminar a todos los demás.
En el sistema oligárquico es preciso, o escoger desde luego algunos
individuos de entre la generalidad, o constituir una magistratura,
que por cierto existe ya en algunos Estados, y cuyos miembros se
llaman comisarios o guardadores de las leyes. La asamblea pública en
este caso sólo se ocupa de los asuntos preparados por estos
magistrados. Este es un medio de dar a las masas voz deliberativa en
los negocios, sin que puedan atentar en lo más mínimo a la
constitución. También es posible conceder al pueblo únicamente el
derecho de sancionar las disposiciones que se le presenten, sin que
pueda decidir nunca en sentido contrario. Por último, se puede
conceder a las masas voz consultiva, dejando la decisión suprema a
los magistrados.
En cuanto a las condenaciones, es preciso tomar un camino opuesto al
adoptado al presente en las repúblicas. La decisión del pueblo debe
ser soberana cuando absuelve y no cuando condena, debiendo
recurrirse en este último caso a los magistrados. El sistema actual
es detestable; la minoría puede soberanamente absolver; pero cuando
condena, abdica de su soberanía y tiene siempre cuidado de someter
el fallo al juicio del pueblo entero.
No diré más respecto del cuerpo deliberante, es decir, del verdadero
soberano del Estado.
Capítulo XII
Del poder ejecutivo
A la cuestión de la organización de la asamblea general debe seguir
la relativa a las magistraturas. Este segundo elemento de gobierno
no presenta menos variedad que el primero desde el punto de vista
del número de sus miembros, de su extensión y de su duración. Esta
duración es tan pronto de seis meses o menos, como de un año o
mayor. ¿Los poderes deben conferirse con carácter vitalicio, por
largos plazos, o según otro sistema? ¿Es preciso que un mismo
individuo pueda ser reelegido muchas veces, o podrá serlo sólo una
vez, quedando para siempre incapacitado para optar a él? Y en cuanto
a la composición de las magistraturas, ¿de qué miembros se han de
componer?, ¿quién los nombrará?, ¿en qué forma se han de designar?
Es preciso conocer todas las soluciones posibles de estas diversas
cuestiones, y aplicarlas en seguida según el principio y la utilidad
de los diferentes gobiernos. Por lo pronto, es difícil precisar lo
que debe entenderse por magistraturas. La asociación política exige
muchas clases de funcionarios, y sería un error considerar como
verdaderos magistrados a todos aquellos que obtienen este o aquel
poder, ya sea por elección, ya por la suerte. Los pontífices, por
ejemplo, ¿no son una cosa distinta de los magistrados políticos? Los
directores de orquestas, los heraldos, los embajadores, ¿no son
también funcionarios electivos? Pero ciertos cargos son
eminentemente políticos y obran en una esfera dada de hechos, o
sobre el cuerpo entero de los ciudadanos, como, por ejemplo, el
general que manda a todos los miembros del ejército, o sobre una
porción solamente de la ciudad, como sucede con los inspectores de
mujeres o de los niños. Otras funciones pertenecen, por decirlo así,
a la economía pública; por ejemplo, la que desempeña el intendente
de víveres, que es un funcionario también electivo. Otras, en fin,
son serviles, y se confían a esclavos cuando el Estado es bastante
rico para pagarles.
Por regla general, las funciones que dan derecho a deliberar,
decidir y ordenar ciertas cosas, son las que constituyen las únicas
y verdaderas magistraturas. Yo me fijo principalmente en la última
condición, porque el derecho de ordenar es el carácter realmente
distintivo de la autoridad. Esto, por otra parte, importa poco, por
decirlo así, para la vida ordinaria; porque nunca se ha disputado
sobre la denominación de los magistrados, quedando así reducida la
cuestión a un punto de controversia puramente teórico.
¿Cuáles son las magistraturas esenciales a la existencia de la
ciudad? ¿Cuál es su número? ¿Cuáles aquellas que, sin ser
indispensables, contribuyen, sin embargo, a que tenga una buena
organización el Estado? He aquí una serie de preguntas que pueden
hacerse con motivo de cualquier Estado, por pequeño que se le
suponga. En los grandes, cada magistratura puede y debe tener
atribuciones que son propias y peculiares de ella. Lo numeroso de
los ciudadanos permite multiplicar los funcionarios.
Entonces, ciertos empleos no son obtenidos por un mismo individuo
sino mediando largos intervalos, y a veces sólo se alcanzan una vez.
No puede negarse que un empleo está mejor desempeñado cuando la
atención del magistrado se limita a un solo objeto, en vez de
extenderse a una multitud de asuntos diversos. En los pequeños
Estados, por el contrario, es preciso centralizar las diversas
atribuciones en algunas manos; siendo los ciudadanos muy pocos, el
cuerpo de los magistrados no puede ser numeroso. ¿Cómo sería posible
encontrar sustitutos? Los pequeños Estados necesitan muchas veces
las mismas magistraturas y las mismas leyes que los grandes; sólo
que en los unos los cargos recaen frecuentemente en unas mismas
manos, y en los otros esta necesidad sólo se reproduce de largo en
largo tiempo. Pero no hay inconveniente en confiar a una misma
persona muchas funciones a la vez, con tal que estas funciones no
sean por su naturaleza contrarias. La escasez de ciudadanos obliga
necesariamente a multiplicar las atribuciones conferidas a cada
empleo, pudiendo entonces compararse los empleos públicos a esos
instrumentos que prestan usos distintos y que sirven al mismo tiempo
de lanza y de antorcha.
Podríamos determinar, ante todo, el número de los empleos
indispensables en todo Estado y el de los que, sin ser absolutamente
necesarios, son, sin embargo, convenientes. Partiendo de este dato
será fácil descubrir cuáles son los que se pueden reunir sin peligro
en una sola mano. También deberán distinguirse con cuidado aquellos
de que puede encargarse un mismo magistrado según las localidades, y
aquellos que en todas partes podrían reunirse sin inconvenientes. Y
así, en cuanto a policía urbana, ¿debe establecerse un magistrado
especial para la vigilancia del mercado público y otro magistrado
para otro lugar, o basta un solo magistrado para toda la ciudad? La
división de las atribuciones ¿debe hacerse teniendo en cuenta las
cosas o las personas? Me explicaré: ¿es preciso que un funcionario,
por ejemplo, se encargue de toda la policía urbana, y otros de la
inspección de las mujeres y de los niños?
Examinando el punto con relación a la constitución, puede
preguntarse si la clase de funciones es en cada sistema político
diferente, o si es en todas partes idéntica. Así, ¿en la democracia,
en la oligarquía, en la aristocracia, en la monarquía, las
magistraturas elevadas son las mismas aunque no estén confiadas a
individuos iguales y ni siquiera semejantes? ¿No varían según los
diversos gobiernos? ¿En la aristocracia, por ejemplo, no están en
manos de las personas ilustradas; en la oligarquía, en las de los
hombres ricos; y en la democracia, en las de los hombres libres? ¿No
deben algunas magistraturas organizarse sobre estas diversas bases?
¿No hay casos en que es bueno que sean las mismas, y casos en que es
bueno que sean diferentes? ¿No conviene que, teniendo las mismas
atribuciones, sea su poder unas veces restringido y otras muy
amplio?
Es cierto que algunas magistraturas son exclusivamente peculiares de
un sistema: tal es la de las comisiones preparatorias tan contrarias
a la democracia que reclama un senado. Ni tampoco es menos cierto
que se necesitan funcionarios análogos encargados de preparar las
deliberaciones del pueblo, a fin de economizar tiempo. Pero si estos
funcionarios son pocos, la institución es oligárquica; y como los
comisarios no pueden ser nunca muchos, la institución pertenece
esencialmente a la oligarquía. Pero dondequiera que existen
simultáneamente una comisión y un senado, el poder de los comisarios
está siempre por encima del de los senadores. El senado procede de
un principio democrático; la comisión, de un principio oligárquico.
El poder del senado queda también reducido a la nulidad en aquellas
democracias en que el pueblo se reúne en masa para decidir por sí
mismo todos los negocios. El pueblo toma ordinariamente este cuidado
cuando es rico, o cuando con una indemnización se retribuye su
presencia en la asamblea general; entonces, gracias al tiempo
desocupado de que dispone, se reúne frecuentemente y juzga de todo
por sí mismo. La pedonomía, la gineconomía y cualquiera otra
magistratura especialmente encargada de vigilar la conducta de los
jóvenes y de las mujeres son instituciones aristocráticas y no
tienen nada de populares; pues ¿cómo se va a prohibir a las mujeres
pobres salir de sus casas? Tampoco tiene nada de oligárquica; porque
¿cómo se puede impedir el lujo a las mujeres en la oligarquía?
Pongamos aquí fin a estas consideraciones, y veamos ahora de tratar
de la institución de las magistraturas de una manera fundamental.
Las diferencias sólo pueden recaer sobre tres términos diversos,
cuyas combinaciones deben dar todos los modos posibles de
organización. Estos tres términos son: primero, los electores;
segundo, los elegibles; por último, la manera de hacer los
nombramientos. Estos términos pueden presentarse bajo tres aspectos
diferentes. El derecho de nombrar a los magistrados puede
pertenecer, o a la universalidad de los ciudadanos, o sólo a una
clase especial. La elegibilidad puede ser el derecho de todos, o un
privilegio unido a la riqueza, al nacimiento, al mérito o a
cualquier otra condición; en Megara, por ejemplo, estaba reservado
este derecho a los que habían conspirado y combatido para destruir
la democracia. En fin, la forma del nombramiento puede variar desde
la suerte hasta la elección. Además, pueden combinarse estos modos
de dos en dos; con lo cual quiero decir que para sus magistraturas
puede hacerse el nombramiento por una clase especial, al mismo
tiempo que para otras por la universalidad de los ciudadanos; o bien
que la elegibilidad será, respecto de unas un derecho general, al
mismo tiempo que será, respecto de otras, un privilegio; o, en fin,
que para éstas serán nombrados a la suerte los que las han de
desempeñar, y para aquéllas, por elección. Cada una de estas tres
combinaciones puede ofrecer cuatro modos: primero, todos los
magistrados son tomados de la universalidad de los ciudadanos por
medio de la elección; segundo, todos los magistrados son tomados de
la universalidad de los ciudadanos por medio de la suerte; tercero y
cuarto, aplicándose la elegibilidad a todos los ciudadanos a la vez,
puede verificarse esto sucesivamente por tribus, por cantones, por
fratrias, de manera que todas las clases vayan pasando por turno;
quinto y sexto, o bien la elegibilidad puede aplicarse a todos los
ciudadanos en masa, adoptando uno de estos modos para unas funciones
y otro modo para otras. Por otra parte, siendo el derecho de nombrar
privilegio de ciertos ciudadanos, los magistrados pueden tomarse, y
es el séptimo modo, del cuerpo entero de ciudadanos por medio de la
elección; octavo, del cuerpo entero de ciudadanos, por medio de la
suerte; noveno, de entre cierta parte de ciudadanos, por medio de
elección; décimo, de cierta porción de ciudadanos, por medio de la
suerte; undécimo, se puede nombrar para ciertas funciones, según la
primera forma; y duodécimo, para otras según la segunda, es decir,
aplicar al cuerpo entero de los ciudadanos la elección para unas
funciones, la suerte para otras. He aquí, pues, doce modos de
instituir las magistraturas, sin contar las combinaciones
compuestas.
De todos estos modos de organización sólo dos son democráticos: la
elegibilidad para todas las magistraturas concedida a todos los
ciudadanos, sea por suerte, sea por elección; o, simultáneamente,
designando para una función por suerte y para otra por elección. Si
son llamados a nombrar todos los ciudadanos, no en masa, sino
sucesivamente, y el nombramiento ha de recaer ya en uno de la
generalidad de los ciudadanos, ya en algunos privilegiados, por
suerte o por elección, o por los dos medios al mismo tiempo; o
también si para unas magistraturas se nombra de entre la masa de
ciudadanos, y otras están reservadas a ciertas clases privilegiadas,
con tal que esto se haga por los dos modos a la vez, es decir, unas
por suerte y por elección otras, la institución en todos estos casos
es republicana. Si el derecho de nombrar de entre todos los
ciudadanos pertenece solamente a algunos, y las magistraturas se
proveen unas por suerte, otras por elección, o de ambos modos a la
par, en este caso la institución es oligárquica, siéndolo el segundo
modo más que el primero. Si la elegibilidad pertenece a todos para
ciertas funciones, y sólo a algunos para otras, sea por suerte, sea
por elección, el sistema en este caso es republicano y
aristocrático. Cuando la designación y la elegibilidad están
reservadas a una minoría, es un sistema oligárquico, si no hay
reciprocidad entre todos los ciudadanos, ya se emplee la suerte o
los dos modos simultáneamente; pero si los privilegiados se nombran
de entre la universalidad de ciudadanos, el sistema no es ya
oligárquico. El derecho de elección concedido a todos y la
elegibilidad sólo a algunos constituyen un sistema aristocrático.
Tal es el número de combinaciones posibles, según las especies
diversas de constitución. Podrá verse fácilmente qué sistema
conviene aplicar a los diferentes Estados, qué modo de instituciones
debe adoptarse para las magistraturas y qué atribuciones se les debe
asignar. Entiendo por atribuciones de una magistratura el que corra
una, por ejemplo, con las rentas del Estado, y otra con su defensa.
Las atribuciones pueden ser muy variadas, desde el mando de los
ejércitos hasta la jurisdicción para entender en los contratos que
se celebren en el mercado público.
Capítulo XIII
Del poder judicial
De los tres elementos políticos antes enumerados, sólo nos resta
hablar de los tribunales. Seguiremos los mismos principios al hacer
el estudio de sus diversas modificaciones.
Las diferencias entre los tribunales sólo pueden recaer sobre tres
puntos: su personal, sus atribuciones, su modo de formación. En
cuanto al personal, los jueces pueden tomarse de la universalidad o
sólo de una parte de los ciudadanos; en cuanto a las atribuciones,
los tribunales pueden ser de muchos géneros; y, en fin, respecto al
modo de formación, pueden ser creados por elección o a la suerte.
Determinemos, ante todo, cuáles son las diversas especies de
tribunales. Son ocho: primera, tribunal para entender en las cuentas
y gastos públicos; segunda, tribunal para conocer de los daños
causados al Estado; tercera, tribunal para juzgar en los atentados
contra la constitución; cuarta, tribunal para entender en las
demandas de indemnización, tanto de los particulares como de los
magistrados; quinta, tribunal que ha de conocer en las causas
civiles más importantes; sexta, tribunal para las causas de
homicidio; séptima, tribunal para los extranjeros. El tribunal que
entiende en las causas de homicidio puede subdividirse, según que
unos mismos jueces o jueces diferentes conozcan del homicidio
premeditado o involuntario, según que el hecho es o no confesado,
aunque haya duda sobre el derecho del acusado. En el tribunal
criminal puede admitirse una cuarta subdivisión para los homicidas
que vengan a purgar su contumacia; tal es, por ejemplo, en Atenas el
tribunal de los Pozos. Por lo demás, estos casos judiciales se
presentan muy raras veces, hasta en los Estados muy grandes. El
tribunal de los extranjeros puede dividirse según que conoce de las
causas entre extranjeros y nacionales. En fin, la octava y última
especie de tribunal entenderá en todas las causas de menor cuantía,
cuyo valor sea de una a cinco dracmas o poco más. Estas causas, por
ligeras que sean, deben ser sustanciadas como las demás, y no pueden
someterse a la decisión de los jueces ordinarios.
No creemos necesario extendernos más sobre la organización de estos
tribunales y de los encargados de las causas de homicidio y de las
de los extranjeros; pero hablaremos algo de los tribunales
políticos, cuya viciosa organización puede producir tantos
disturbios y revoluciones en el Estado.
Si la universalidad de los ciudadanos es apta para el desempeño de
todas las funciones judiciales, los jueces pueden ser nombrados
todos por suerte o todos por medio de la elección. Si está limitada
su aptitud a algunas jurisdicciones especiales, los jueces pueden
ser nombrados unos por suerte y otros por elección. Además de estos
cuatro modos de formación, en los que figura todo el cuerpo de
ciudadanos, hay igualmente otros cuatro para el caso en que la
entrada en el tribunal sea el privilegio de una minoría. La minoría,
que conoce de todas las causas, puede ser igualmente nombrada por
elección o por suerte, o también puede, a la vez, proceder de la
suerte respecto de unos asuntos y de la elección respecto de otros.
En fin, algunos tribunales, aun teniendo atribuciones en todo
semejantes, pueden formarse unos por suerte y otros por elección.
Tales son los cuatro nuevos modos que corresponden a los que
acabamos de indicar.
Aún pueden combinarse de dos en dos estas diversas hipótesis. Por
ejemplo, los jueces para ciertas causas pueden tomarse de la masa de
los ciudadanos, y los jueces para otras pueden tomarse de
determinadas clases, o bien pueden tomarse de ambos modos a la vez,
componiéndose los miembros de un mismo tribunal, de modo que salgan
unos de la masa, otros de las clases privilegiadas, ya por suerte,
ya por elección, o ya por ambos modos simultáneamente.
He aquí todas las modificaciones de que es susceptible la
organización judicial. Las primeras son democráticas, porque todas
ellas conceden la jurisdicción general a la universalidad de los
ciudadanos; las segundas son oligárquicas, porque limitan la
jurisdicción general a ciertas clases de ciudadanos; y las terceras,
por último, son aristocráticas y republicanas, porque admiten a la
vez a la generalidad y a una minoría privilegiada.
Fin del Libro 6 |