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LA NOVELA
Como un diario de memorias

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LA NOVELA

Sólo queríamos ser lo que éramos.

Militantes de la vida

17

Mientras tomábamos nuestros cortados, Santiago comentó que había hecho unas figuras en arcilla y me pidió que las viese antes de hornearlas, para que le dijese algo, una opinión, una crítica, algo. Mentiras, me dije. Él hará todo lo contrario de lo que yo le diga. Esa es su manera de confirmarse, de hacer lo suyo y, en caso de que esté de acuerdo con mis palabras respecto de su trabajo, entonces lo modificará, hará otra cosa, con tal de que yo no tenga razón alguna para opinar sobre lo que hace. Es un retorcido existencial. Lo fue siempre, lo seguirá siendo. En un principio, cuando lo conocí por intermedio de su hermana, en dos o tres oportunidades decidí no verlo más, no relacionarme más con él. Llamó por teléfono a la casa de mis padres, que era el lugar donde yo vivía y tenía un taller en la terraza, que había construido mi padre, para que yo pudiese hacer el estudio de las bellas artes, como él decía. Venían por aquellos días Aldo, como también lo hicieron Inés y Cistina para hacer las tareas que los profesores nos proponían. Era una habitación de cuatro metros por cuatro, con un ventanal grande proponía la entrada de buena luz. La terraza era de unos diez metros por seis, y eso nos permitía en días de verano, trabajar al aire libre, tomar sol o por las noches, los cuatro, acostados en el suelo, observando un cielo estrellado que nos provocaba sensaciones agradables, irnos al universo, cada uno en sus pensamientos. Los días nublados, o el acercamiento de una tormenta, era lo que más nos agradaba; disfrutábamos hondamente mientras observábamos cómo las nubes se desplazaban y considerábamos que era un día hermoso, espléndido que presagiaba buenas cosas. Los días nublados, siguen siendo bellos.

Santiago hizo varias llamadas telefónicas y siempre le respondimos con excusas, pues no queríamos verlo. Pero llegó el día. Sí, el día que nos jugó una mala pasada y tuvimos que aceptarlo en el taller. Mi madre atendió el teléfono. Para comunicarse con el taller, mi padre había puesto una campana, que se accionaba desde la planta baja. Sonó esa campana, asomé a la ventana y mi madre, me hizo el anuncio sobre la llamada. Bajé para atender; Aldo, que era entrometido, siempre queriendo saber todo, bajó conmigo, intuyendo que una vez más, era Santiago que insistía con vernos. Era Santiago. Aldo me dijo: “Decile que justo estamos por salir” En el momento en que voy a pronunciar la primera palabra, Santiago me dice: “Hola, tengo una botella de ginebra, si quieren, voy para el taller” Tapé el auricular con una mano y le dije a Aldo. “Dice que tiene una botella de ginebra y quiere venir al taller” “Decile que venga” Respuesta categórica de Aldo. Así fue como llegó esa noche y se quedó para siempre. Fuimos tan débiles, que una botella de ginebra pudo más que «nuestros principios»

Habíamos bautizado al taller con el nombre de CAIRA, que era el inicio del apellido de Aldo, Caponi y el mío, Buira. O sea, las dos primeras letras de uno y las tres últimas del otro. Con el tiempo y dadas las reuniones que allí hacíamos, el nombre cobró cierta notoriedad entre los concurrentes y, años después, en algunos encuentros con quienes habían pasado por allí, recordarían aquellos días, diciéndome: “Me acuerdo siempre de Cairá” Con Aldo, habíamos acentuado la última letra, pues nos parecía más llamativo o, quizás, no lo acentuamos nosotros, sino algunos que lo pronunciaban de esa manera y así lo dejamos.

La bondad y la comprensión de mis padres.

Hicimos una reunión y ese día, entraron al taller, de cuatro metros por cuatro, ¡veinte personas! Todos juntos, apiñados, la mayoría fumando, vino, gaseosas, empanadas, fue impresionante. Llegaban compañeros de la escuela, que a su vez venían con un novio o una novia según el caso, o con otro amigo o amiga; fue maravilloso. La cuestión, es que esa noche llovía y no hubo posibilidad de distribuirnos por la terraza. Y la bondad y comprensión de mis padres, era que para llegar al taller, había que ingresar a la casa, para luego subir las escaleras que desembocaban en la zona alta. Una especie de invasión.

Así eran los días por aquellos años, cargados de asombro, de nuevas experiencias, de un aprendizaje intenso para transitar por el mundo del arte que se nos presentaba inmenso, y por momentos sentíamos que nos perdíamos en él.

Allí comenzaron las lecturas en voz alta mientras trabajábamos, lecturas que hacía Santiago, pues él no pertenecía al mundo de la plástica, sino al de la música, la poesía y se prestaba a esas lecturas que nos causaban placer, nos integraban en la tarea y el disfrute era sideral.

Así conocimos la obra de Máximo Simpson.

Nos emocionamos todos cuando Santiago leyó por primera vez uno de sus Poemas. -Años después, fue que conocí a Máximo en presencia, para el inicio de una amistad- era una noche de esas en que la energía en el taller, la notaban hasta las hojas en las cuales los dibujos tomaban vida, hojas puestas unas sobre otras, sostenidas en la pared por un sistema que habíamos implementado para que los dibujos estuviesen protegidos, de alguna manera también expuestos; siempre, el primero que se podía ver, era el último que habíamos hecho. Cada uno de nosotros, tenía su mini muestra, o sea, eran cuatro soportes.

Fue en esa noche que Santiago había conseguido un libro de Máximo y nos dijo: “Traje a un Poeta” ¿Lo leo? Respondimos que sí. Nos habíamos reunido por la tarde Cristina, Aldo y yo. Trabajamos, hicimos tarea para la escuela y al anochecer, con la llegada de Santiago, decidimos dar por terminado el día de labor y preparar algo para comer; salimos a comprar fiambres como para una “picada”, dos botellas de cerveza y mi madre, nos hizo dos pizzas que una vez subidas al taller, devoramos en segundos.

Nos sentamos en el piso, sobre unos almohadones que cumplían la función de sillas, porque en tan reducido espacio, era imposible incorporarlas al mobiliario compuesto por una cama que se levantaba y quedaba dentro de un mueble que usábamos a modo de estante, para apoyar materiales, botellas, o lo que fuere necesario ubicar sobre él; una incipiente biblioteca, la mesa de dibujo con el banco alto y cajones de fruta puestos uno sobre otro, a modo de estantería para materiales de todo tipo.

Preparamos el mate, nos acomodamos para la lectura de poemas y Santiago dijo: “Es un libro que se llama Poemas del hotel melancólico. Escuchen” Y leyó.
 

TO BE OR NOT TO BE

 

Yo quise ser un rojo violín desorbitado,

un ex abrupto eterno,

un jardín de magnolias o una tromba,

y sólo soy ahora profesor de nostalgias,

edecán del otoño pesaroso.

Yo quise ser el mar,

o tal vez quise ser lo que no quise,

un triángulo isósceles o un trueno,

o una momia egipcia

con su paz infinita, imperturbable.

 

Eso quise tal vez en mi constancia,

en mi apuro, en mi afán, en mi zozobra,

quise ser el revés, la mano izquierda,

el costado de mí, mi renegado,

y sólo soy mi tú, mi pobre mí,

un pronombre ya exhausto,

un posesivo huérfano, un despojado mi.

 

Eso quise tal vez,

y sólo soy ahora mi vecino,

apenas mi perfil, mi suroeste,

mi terco lateral:

estoy en la adyacencia limítrofe de mí,

y siento desazón, me extraño mucho.

Silencio. Absoluto silencio. Cristina lo rompió diciendo: “Es muy triste”, Aldo decía que sí con movimientos de su cabeza, yo sentía algo en la garganta y Santiago dijo “Es maravilloso”. Sí, dijimos, creo que los tres. Cristina tomó una de mis manos, apretándola “quiero ser ese rojo violín y lo que él quiso ser” dijo, con lágrimas en sus ojos.

Santiago leyó hasta terminar el libro. Fue una noche de emoción profunda y tal vez, supimos, que una noche inolvidable para cada uno de nosotros. El inicio de la comprensión sobre el significado del mundo que estábamos conociendo.

 


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© Helios Buira

Barrio de San Nicolás - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2019

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