Espero una llegada, una
reciprocidad, un signo prometido. Puede ser
fútil o enormemente patético. Todo es
solemne: no tengo sentido de las
proporciones.
Hay una escenografía de la espera: la
organizo, la manipulo, destaco un trozo de
tiempo en que voy a imitar la pérdida del
objeto amado y provocar todos los afectos de
un pequeño duelo, lo cual se representa, por
lo tanto, como una pieza del teatro.
La espera es un encantamiento: recibí la
orden de no moverme. La espera de una
llamada telefónica se teje así de
interdicciones minúsculas, al infinito,
hasta lo inconfesable: me privo de salir de
la pieza, de ir al lavabo, de hablar por
teléfono incluso; sufro si me telefonean; me
enloquece pensar que a tal hora cercana será
necesario que yo salga, arriesgándome así a
perder el llamado. Todas estas diversiones
que me solicitan serían momentos perdidos
para la espera, impurezas de la angustia.
Puesto que la angustia de la espera, en su
pureza, quiere que yo me quede sentado en un
sillón al alcance del teléfono, sin hacer
nada.
El ser que espero no es real. El otro viene
allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he
creado ya. Y si no viene lo alucino: la
espera es un delirio.
***
Como Relato (Romance,
Pasión), el amor es una historia que se
cumple, en el sentido sagrado: es un
programa que debe ser recorrido. Para mí,
por el contrario, esta historia ya ha tenido
lugar; porque lo que es acontecimiento es el
arrebato del que he sido objeto y del que
ensayo (y yerro) el después. El
enamoramiento es un drama, si devolvemos a
esta palabra el sentido arcaico que le dio
Nietzsche: "El drama antiguo tenía grandes
escenas declamatorias, lo que excluía la
acción". El rapto amoroso (puro momento
hipnótico) se produce antes del discurso y
tras el proscenio de la conciencia: el
"acontecimiento" amoroso es de orden
hierático: es mi propia leyenda local, mi
pequeña historia sagrada lo que yo me
declamo a mí mismo, y esta declamación de un
hecho consumado (coagulado, embalsamado,
retirado del hacer pleno) es el discurso
amoroso.
***
Humboldt llama a la
libertad del signo locuacidad. Soy
(interiormente) locuaz, porque no puedo
anclar mi discurso: los signos giran "en
piñón libre". Si pudiera forzar el signo,
someterlo a una sanción, podría finalmente
encontrar descanso. Pero no puedo impedirme
pensar, hablar; ningún director de escena
está ahí para interrumpir el cine interior
que me paso a mí mismo y decirme: ¡Corte! La
locuacidad sería una especie de desdicha
propiamente humana: estoy loco de lenguaje:
nadie me escucha, nadie me mira, pero
continuo hablando, girando mi manivela.
***
Para poder interrogar al
destino es necesaria una pregunta
alternativa (Me quiere / No me quiere), un
objeto susceptible de una variación simple
(Caerá / No caerá) y una fuerza exterior
(divinidad, azar, viento) que marque uno de
los polos de la variación. Planteo siempre
la misma pregunta (¿seré amado?), y esta
pregunta es alternativa: todo o nada; no
concibe que las cosas maduren, que sean
sustraídas a la oportunidad del deseo. No
soy dialéctico. La dialéctica diría: la hoja
no caerá, y después cae; pero entretanto
habrás cambiado y no te plantearás ya la
pregunta.
***
Para mostrarte dónde está tu deseo basta
prohibírtelo un poco. X... desea que esté
allí, a su lado, pero dejándolo un poco
libre: ligero, ausentándome a veces, pero
quedándome no lejos: es preciso, por un
lado, que esté presente como prohibido, pero
también que me aleje en el momento en que,
estando en formación ese deseo, amenazaría
con obstruirlo. Tal sería la estructura de
la pareja "realizada": un poco de
prohibición, mucho de juego; señalar el
deseo y después dejarlo.
***
Desacreditada por la opinión moderna, la
sentimentalidad del amor debe ser asumida
por el sujeto amoroso como una fuerte
transgresión, que lo deja solo y expuesto;
por una inversión de valores, es pues esta
sentimentalidad lo que constituye hoy lo
obsceno del amor.
(Tomaré para mí el desprecio con el que se
abruma todo pathos: en otro tiempo, en
nombre de la razón, hoy, en nombre de la
"modernidad", que requiere un sujeto, con
tal que sea "generalizado".)
Dí con un intelectual enamorado: para él,
"asumir" (no reprimir) la extrema tontería,
la tontería desnuda de su discurso, es la
forma necesaria de lo imposible y de lo
soberano: una abyección tal que ningún
discurso de la transgresión puede
recuperarla y que se expone sin protección
al moralismo de la antimoral. De ahí que
juzgue a sus contemporáneos modernos como
otros tantos inocentes: lo son los que
censuran la sentimentalidad amorosa en
nombre de una nueva moral (Nietzche): "El
sello distintivo de las almas modernas no es
la mentira sino la inocencia, encarnada en
el moralismo falso". (Inversión histórica:
no es ya lo sexual lo que es indecente; es
lo sentimental -censurado en nombre de lo
que no es, en el fondo, más que otra moral.)
El enamorado delira ("desplaza el
sentimiento de los valores"), pero su
delirio es tonto. El daimon de Sócrates le
soplaba: no. Mi daimon es por el contrario
mi tonteria: como el asno nietzscheano digo
sí a todo, en el campo del amor. Me obstino,
rechazo el aprendizaje, repito la misma
conducta; no se me puede educar - y yo mismo
no lo puedo hacer; mi discurso es
continuamente irreflexivo; no sé ordenarlo,
graduarlo, disponer de enfoques, las
comillas; hablo siempre en primer grado; me
mantengo en un delirio prudente, ajustado,
discreto, domesticado, trivializado por la
literatura.
Todo lo que es anacrónico es obsceno. Como
divinidad (moderna), la Historia es
represiva, la Historia nos prohíbe ser
inactuales. Del pasado no soportamos más que
la ruina, el monumento, el kitsch o el
retro, que es divertido; reducimos ese
pasado a su sola rúbrica. El sentimiento
amoroso está pasado de moda (demodé), pero
ese demodé no puede siquiera ser recuperado
como espectáculo: el amor cae fuera del
tiempo interesante; ningún sentido
histórico, polémico, puede serle conferido;
es en esto que es obsceno.
En la vida amorosa, la trama de los
incidentes es de una increíble futilidad, y
esta futilidad, unida a la mayor formalidad,
es sin duda inconveniente. Cuando imagino
seriamente suicidarme por una llamada
telefónica que no llega, se produce una
obscenidd tan grande como cuando, en Sado,
el papa sodomiza a un pavo. Pero la
obscenidad sentimental es menos extraña, y
eso es lo que la hace más abyecta; nada
puede superar el inconveniente de un sujeto
que se hunde porque su otro adopta un aire
ausente.
La carga moral decidida por la sociedad para
todas las transgresiones golpea todavía más
hoy la pasión que el sexo. Todo el mundo
comprenderá que X... tenga "enormes
problemas" con su sexualidad; pero nadie se
interesará en los que Y... pueda tener con
su sentimentalidad: el amor es obsceno en
que precisamente pone lo sentimental en el
lugar de lo sexual.
La obscenidad amorosa es extrema: nada puede
concentrarla, darle el valor fuerte de una
transgresión; la soledad del sujeto es
tímida, carente de todo decoro: ninbún
Bataille le dará una escritura a ese
obsceno. El texto amoroso está hecho de
pequeños narcisismos, de mezquindades
psicológicas; carece de grandeza: o su
grandeza es la de no poder alcanzar ninguna
grandeza. Es pues, el momento imposible en
que lo obsceno puede verdaderamente
coincidir con la afirmación, el amén, el
límite grado de lo obsceno.
***
La catástrofe amorosa está quizás próxima de
lo que se ha llamado, en el campo psicótico,
una situación extrema, que es "una situación
vivida por el sujeto como algo que debe
destruirlo irremediablemente"; la imagen
surge de lo que pasó en Dachau. ¿No es
indecente comparar la situación de un sujeto
con mal de amores a la de un recluso de
Dachau? Estas dos situaciones tienen, sin
embargo, algo de común: son, literalmente
pánicas: son situaciones sin remanente, sin
retorno: me he proyectado en el otro con tal
fuerza que, cuando me falta, no puedo
recuperarme: estoy perdido, para siempre.
***
Desde hace cien años se considera que la
locura (literaria) consiste en esto: "Yo es
otro": la locura es una experiencia de
despersonalización. Para mí, sujeto amoroso,
es todo lo contrario: es a causa de
convertirme en sujeto, de no poder
sustraerme a serlo, que me vuelvo loco. Yo
no soy otro: es lo que compruebo con pavor.
(Cuento zen: un viejo monje está ocupado a
pleno sol en desecar hongos: "¿Por qué no
hace que lo hagan otros? -Otro no es yo, y
yo no soy otro. Otro no puede hacer la
experiencia de mi acción. Yo debo hacer la
experiencia de descar los hongos.")
Soy indefectiblemente yo mismo y es en esto
en lo que radica mi estar loco: estoy loco
puesto que consisto.
Es loco aquel que está limpio de todo poder.
-¿Cómo? ¿Acaso el enamorado no conoce
ninguna excitación de poder? El sometimiento
es no obstante asunto mío: sometido,
queriendo someter, experimento a mi manera
la ambición de poder, la libido dominandi.
Sin embargo, ahí está mi singularidad; mi
libido está absolutamente encerrada: no
habito ningún otro espacio que el duelo
amoroso: ni un ápice de exterior, y por lo
tanto ni un ápice de sentido gregario: estoy
loco: no porque sea orginial sino porque
estoy separado de toda socialidad. Si los
demás hombres son siempre, en grados
diversos militantes de algo, yo no soy
soldado de nada, ni siquiera de mi propia
locura: yo no socializo.
***
La ausencia amorosa va
solamente en un sentido y no puede suponerse
sino a partir de quien se queda -y no de
quien parte-: yo, siempre presente, no se
constituye más que ante tú, siempre ausente.
A veces ocurre que soporto bien la ausencia.
Estoy entonces "normal": me ajusto a la
manera en que "todo el mundo" soporta la
partida de una "persona querida"; obedezco
con eficacia al adiestramiento por el cual
se me ha dado muy temprano el hábito de
estar separado de mi madre. Actúo como un
sujeto bien destetado; sé alimentarme,
mientras espero. Si se soporta bien esta
ausencia, no es más que el olvido. Soy
irregularmente infiel. Es la condición de mi
supervivencia; si no olvidara, moriría. El
enamorado que no olvida a veces, muere por
exceso, fatiga y tensión de memorias.
Muy pronto desperté de este olvido.
Apresuradamente, puse en su lugar una
memoria, un desasosiego. En la ausencia
amorosa, soy, tristemente, una imagen
desapegada que se seca, se amarillea, se
encoge.
¿El deseo no es siempre el mismo, esté
presente o ausente el objeto? ¿El objeto no
está siempre ausente? No es la misma
languidez: hay dos palabras: Pothos, para el
deseo del ser ausente, e Himeros, más
palpitante, para el deso del ser presente.
Dirijo sin cesar al ausente el discurso de
su ausencia; situación en suma inaudita; el
otro está ausente como referente, presente
como alocutor. De esta distosión singular,
nace una suerte de rpesente insostenible;
estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo
de la referencia y el tiempo de la
alocución: has partido (de ello me quejo),
estás ahí (puesto que me dirijo a tí). Sé
entonces lo que es el presente, ese tiempo
difícil: un mero fragmento de angustia.
La ausencia dura, me es necesario
soportarla. Voy pues a manipularla:
transformar la distorsión del tiempo en
vaivén, producir ritmo, abrir la escena del
lenguaje. La ausencia se convierte en una
práctica activa, en un ajetreo (que me
impide hacer cualquier otra cosa); en él se
crea una ficción de múltiples funciones
(dudas, reproches, deseos, melancolías).
Esta escenificación lingüística aleja la
muerte del otro: un momento muy breve,
digamos, separa el tiempo en que el niño
cree todavía a su madre ausente y aquél en
que la cree ya muerta. Manipular la ausencia
es aplazar este momento, retardar tanto
tiempo como sea posible el instante en que
el otro podría caer descarnadamente de la
ausencia a la muerte.
***
Mis angustias de conducta son fútiles,
incesantemente cada vez más fútiles, al
infinito. Es fútil lo que aparentemente no
tiene, no tendrá, consecuencias. Pero para
mí, sujeto amoroso, todo lo que es nuevo, lo
que altera, no se recibe como si fuera un
hecho sino como si fuera un signo que es
necesario interpretar. Desde el punto de
vista amoroso, es el signo, no el hecho, el
que es consecuente (por su resonancia). Todo
significa: mediante esta proposición yo me
fraguo, me alto en el cálculo, me impido
gozar.
***
Contingencias. Pequeños
acontecimientos, incidentes, reveses,
fruslerías, mezquindades, futilidades,
pliegues de la existencia amorosa; todo nudo
factual cuya resonancia llega a atravesar
las miras de la felicidad del sujeto
amoroso, como si el azar intrigase contra
él.
El incidente es fútil (siempre es fútil)
pero va a atraer hacia sí todo mi lenguaje.
Lo transformo enseguida en acontecimiento
importante, pensado por algo que se parece
al destino. Es una capa que cae sobre mí
arrastrándolo todo. Cicunstancias
innumerables y tenues tejen así el velo
negro de la Maya; el tapiz de las ilusiones,
de los sentidos, de las palabras.Como un
pensamiento diurno enviado a un sueño, será
el incidente el empresario del discurso
amoroso, que va a fructificar gracias al
capital de lo Imaginario.
En el incidente no es la causa lo que me
retiene y repercute en mí, es la estructura.
No recrimino, no sospecho, no busco las
causas; veo con pavor la extensión de la
situación en la que estoy preso; no soy el
hombre del resentimiento, sino el de la
fatalidad.
El incidente es para mí un signo, no un
indicio: el elemento de un sistema, no la
eflorescencia de una causalidad.
***
El lenguaje es una piel.
Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi
lenguaje tiembla de deseo. La emoción
proviene de un doble contacto: por una
parte, toda una actividad discursiva viene a
realzar discretametne, indirectamente, un
significado único, que es "yo te deseo", y
lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace
estallar (el lenguaje goza tocándose a sí
mismo); por otra parte, envuelvo al otro en
mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso
acerca de estos mimos, me desvivo por hacer
durar el comentario al que someto la
relación.
(Hablar amorosametne es desvivirse sin
término, sin crisis; es practicar una
relación sin orgasmo. Existe tal voz una
forma literaria de este coitus reservatus:
el galanteo)
La pulsión del comentario se desplaza, sigue
la vía de las sustituciones. En principio,
discurro sobre la relación para el otro;
pero también puede ser ante el confidente:
de tú paso a él. Y después, de él paso a
uno: elaboro un discurso abstracto sobre al
amor, una filosofía de la cosa, que no sería
pues, en suma, mas que una palabrería
generalizada. Retomando desde allí el camino
inverso, se podrá decir que todo propósito
que tiene por objeto al amor implica
fatalmente una alocución secreta.
***
El ser amado es
reconocido por el sujeto amoroso como "átopos",
es decir como inclasificable, de una
originalidad imprevisible. Es átopos el otro
que amo y que me fascina. No puedo
clasificarlo puesto que es precisamente el
Único, la Imagen singular que ha venido
milagrosamente a responder a la
especificidad de mi deseo. Es la figura de
mi verdad.
Frente a la originalidad brillante del otro
no me siento jamás átopos, sino mas bien
clasificado (como un expediente conocido). A
veces, sin embargo, llego a suspender el
juego de la imágenes desiguales ("¡Que no
pueda yo ser tan original, tan fuerte como
el otro!"); intuyo que el verdadero lugar de
la originalidad no es ni el otro ni yo, sino
nuestra propia relación. Es la originaliad
de la relación lo que es preciso
reconquistar. La mayor parte de las heridas
provienen del estereotipo: estoy obligado a
hacerme el enamorado, como todo el mundo: a
estar celoso, abandonado, frustrado, como
todo el mundo. Pero cuando la relación es
original, el estereotipo es conmovido,
rebasado, eliminado, y los celos, por
ejemplo, no tienen ya espacio en esa
relación sin lugar, sin topos, sin "plano"
-sin discurso.
***
La verdad es que
-paradoja desorbitante- no ceso de creer que
soy amado. Alucino lo que deseo. Cada herida
viene menos de unda duda que de una
traición: porque no puede traicionar sino
quien ama, no puede estar celoso sino quien
cree ser amado: el otro, episódicamente,
falta a su ser, que es el de amarme; he aquí
el origen de mis desgracias. Un delirio, sin
embargo, sólo existe si despertamos de él
(no hay sino delirios retrospectivos): un
dia comprendo lo que me ha ocurrido: creía
sufrir por no ser amado y sin embargo sufría
porque creía serlo; vivía en la complicación
de ceerme a la vez amado y abandonado.
Cualquiera que hubiese entendido mi lenguaje
íntimo no habría podido menos que exclamar:
pero en fin, ¿qué quiere?
***
Es propio de la situación
amorosa ser inmediatamente intolerable una
vez que la fascinación del encuentro ha
pasado. Un demonio niega el tiempo, la
maduración, la dialéctica y dice a cada
instante: ¡esto no puede durar! Sin embargo
dura, al menos mucho tiempo. La paciencia
amorosa tiene pues por punto de partida su
propia negación: no procede ni de una
espera, ni de un domino, ni de un ardid, ni
de una temeridad: es una desgracia que no se
usa, en proporción a su agudeza; una
sucesión de sacudidas, la repetición
(¿cómica?) del gesto por el cual yo me
manifiesto que he decidido poner fin a la
repetición; la paciencia de una impaciencia.
(Sentimiento razonable: todo se arregla
-pero nada dura. Sentimiento amoroso: nada
se arregla -y sin embargo dura)
Comprobar lo Insoportable: ese grito tiene
su beneficio: manifestándome a mí mismo que
es preceiso salir de él, por cualquier medio
que sea, instalo en mí el teatro marcial de
la Decisión, de la Acción, de la Salida. La
exaltación es como una ganancia secundaria
de mi impaciencia; me nutro de ella, me
revuelco en ella. Siempre "artista", hago de
la forma misma un contenido. Imaginando una
solución dolorosa (renunciar, partir, etc.),
hago retumbar en mí el fantasma exaltado de
la salida; una gloria de abnegación me
invade y olvido enseguida lo que debería
entonces sacrificar: nada menos que mi
locura -que, por definición, no puede
constituirse en objeto de sacrificio: ¿se ha
visto a un loco "sacrificando" su locura a
alguien?
Cuando la exaltación ha decaído quedo
reducido a la filosofía más simple: la de la
resistencia (dimensión natural de las
fatigas verdaderas). Sufro sin adaptarme,
persisto sin curtirme: siempre perdido,
nunca desalentado.
***
El discurso amoroso
asfixia al otro, que no encuentra ningún
lugar para su propia palabra bajo ese decir
masivo. No es que yo le impida hablar; pero
sé insinuar los pronombres: "Yo hablo y tú
entiendes, luego existimos" (Ponge). A
veces, con terror, tomo conciencia de ese
vuelco: yo, que me creía puro sujeto (sujeto
sujetado: frágil, delicado, lastimero), me
veo convertido en una cosa obtusa, que anda
a ciegas, que aplasta a todo bajo su
discurso; yo, que amo, soy indeseable,
alienado hasta las filas de los fastidiosos:
los que son pesados, molestan, se
inmiscuyen, complican, reclaman, intimidan
(o más simplemente: los que hablan). Me he
equivocado monumentalmente.
***
Idea de suicidio; idea de separación; idea
de retiro; idea de viaje; idea de oblación,
etc; puedo imaginar muchas soluciones a la
crisis amorosa y no ceso de hacerlo. Sin
embargo, por más enajenado que esté, no me
es difícil aprehender, a través de esas
ideas recurrentes, una figura única, vacía,
que es solamente la de la salida; aquello
con lo que vivo, con complacencia, es el
fantasma de otro papel: el papel de alquien
que "se las arregla". Así se descubre, una
vez más, la naturaleza lingual del
sentimiento amoroso: toda solución es
implacablemente remitida a su sola idea -es
decir a un ser verbal-; ajustarse a la
preclusión de toda salidad: el discurso
amoroso es en cierta forma un a puertas
cerradas de las salidas.
La Idea es siempre una escena patética que
imagino y de la que me conmuevo; en suma, un
teatro. Imaginando una solución extrema (es
decir, definitiva, definida), produzco una
ficción, me convierto en artista, hago un
cuadro, pinto mi salida; la Ida se ve, como
el momento fecundo del drama burgués:es tan
pronto una escena de adiós como una carta
solemne, o bien, mucho más tarde, una
despedida plena de dignidad. El arte de la
catástrofe me apacigua.
Todas las soluciones que imagino son
interiores al sistema amoroso: retiro,
viaje, suicidio, es siempre el enamorado
quien se enclaustra, se va o muerte; si se
ve encerrado, ido o muerto, lo que ve es
siempre un enamorado: me ordeno a mí mismo
estar siempre enamorado y no estarlo más.
Esta suerte de identidad del problema y de
su solución define precisamente la trampa:
estoy entrampado proque está fuera de mi
alcance cambiar de sistema y puesto que no
puedo sustituirlo por otro. Para
"arreglármelas" sería necesario que yo salga
del sistema -del que debo salir. Si no fuera
propio de la "naturaleza" del delirio
amoroso pasar, decaer solo, nadie podría
ponerle fin.
***
Hay dos afirmaciones del
amor. En primer lugar, cuando el enamorado
encuentra al otro, hay afirmación inmediata
(psicológicamente: deslumbramiento,
entusiasmo, exaltación, proyección loca de
un futuro pleno: soy devorado por el deseo,
por el impulso de ser feliz): digo sí a todo
(cegándome). Sigue un largo túnel: mi primer
sí está carcomido de dudas, el valor amoroso
es incesantemente amenzado de depreciación:
es el momento de la pasión triste, la
ascensión del resentimiento y de la
oblación. De este túnel, sin embargo, puedo
salir; puedo "superar", sin liquidar; lo que
afirmé una primera vez puedo afirmarlo de
nuevo sin repetirlo, puesto que entonces lo
que yo afirmo es la afirmación, no su
contingencia: afirmo el primer encuentro en
su diferencia, quiero su regreso, no su
repetición. Digo al otro (viejo o nuevo):
Recomencemos.
***
Estrechez de espíritu: en
realidad no admito nada del otro, no
comprendo nada. Todo lo que, del otro, no me
concierne, me parece extraño, hostil;
experimento entonces respecto de él una
mezcla de pavor y de severidad: temo y
repruebo al ser amado, desde el momento en
que ya no "pega" con su imagen. Soy
solamente "liberal": un dogmático doliente,
en cierta manera.
(Industriosa, infatigablel, la máquina de
lenguaje resuena en mí -puesto que marcha
bien- fabrica su cadena de adjetivos: cubro
al otro de adjetivos, desgrano sus
cualidades, su qualitas.)
A través de esos juicios variables,
versátiles, subsiste una impresión penosa:
veo que el otro persevera en sí mismo: es él
mismo esta perseverancia con la que
tropiezo. Me enloquezco al comprobar que no
puedo desplazarla; haga lo que haga, por más
que me prodigue para él, no renuncia nunca a
su propio sistema. Experimento
contradictoriamente al otro como una
divinidad caprichosa, y como una cosa
inveterada. O también, veo al otro en sus
límites. O, en fin, me interrogo ¿hay un
punto, uno solo, sobre el cual el otro
podría sorprenderme? Así, curiosamente, la
"libertad" del otro de "ser él mismo" la
experimento como una obstinación
pusilánime.Veo bien al otro como tal -veo el
tal del otro-, pero en el campo del
sentimiento amoroso, ese tal me es doloroso,
puesto que nos separa, y puesto que una vez
más, me rehúso a reconocer la división de
nuestra imagen, la alterirdad del otro.
Este primer tal es malo porque dejó en
secreto un adjetivo: el otro es obstinado:
él revela todavía la qualitas. Es preciso
que me desembarace de todo deseo de balance;
es preciso que el otro devenga a mis ojos
puro de toda atribución. Tú eres así,
precisamente así. Tal cual es, el ser amado
no recibe ya ningún sentido ni de mí mismo
ni del sistema en el que está inmerso; no es
ya sino un texto sin contexto; no tengo más
necesidad o deseo de descrifrarlo; él es de
algún modo el suplemento de su propio lugar.
Accedo entonces (fugitivamente) a un
lenguaje sin adjetivos. Amo al otro no según
sus cualidades (compatibilizadas) sino según
su existencia; por un movimiento que ustedes
bien podrían llamar místico, amo no lo que
él es sino: que él es. El lenguaje del que
el sujeto amoroso hace protesta entonces es
un lenguaje obtuso: todo juicio es
suspendido, el terror del sentido es
abolido. Lo que liquido en ese movimiento,
es la categoría misma del mérito.
***
Denominación de la unión
total: es el "único y simple placer"
(Aristóteles), "el gozo sin mancha y sin
mezcla, la perfección de los sueños, el
término de todas las promesas" (Ibn Hazm),
"la magnificiencia divina" (Novalis), es: la
paz indivisa. O también: el colmamiento de
la propiedad; sueño que gozamos el funo del
otro sgún una apropiación absoluta; es la
unión furtiva, la fruición del amor.
"A su mitad, vuelvo a pegar mi mitad." Salgo
de ver un film. Un personaje evoca a Platón
y el Andrógino. Se diría que todo el mundo
conoce la maña de las dos mitades que buscan
volverse a unir (el deseo, lo es de carecer
de lo que se tiene -y de dar lo que no se
tiene: cuestión de suplemento, no de
complemento).
La Naturaleza, la sabiduría, elmito dicen
que no hay que buscar la unión (la
anfimixtión) fuera de la división de
papeles, sino de los sexos: tal es la razón
de la pareja. El sueño, excéntrico
(escandaloso), dice la imagen contraria. En
la forma dual que fantasmo, quiero que hay
un punto sin otra parte, suspiro por una
estructura centrada, ponderada por la
consistencia del Mismo: si todo no está en
dos, ¿para qué luchar? Mejor volverme a
meter en el curso de lo múltiple. Basata
para consumar ese todo que deseo (insiste el
sueño) que uno y otro carezcamos de lugar:
que podamos mágicamente sustituirnos uno al
otro: que advenga el reino "uno por el
otro", como si fuéramos los vocabls de una
lengua nueva y extraña, en la que sería
absolutamente lícito emplear una palabra por
otra. Esta unión carecería de límites, no
por la amplitud de su expansión, sino por la
diferencia de sus permutaciones.
***
La saciedad es una
precipitación: algo se condensa, echa raíces
en mí, me fulmina. ¿Qué es lo que llena así?
¿Una totalidad? No. Algo que, partiendo de
la totalidad, llega a exederla: una
totalidad sin remanente, una suma sin
excepción, un lugar sin nada al costado.
Colmo, acumulo, pero no me detengo en el
nivel de la falta: produzco un exceso, y es
en este exceso que sobreviene la saciedad
(el exceso es el régimen de lo Imaginario:
en cuanto no estoy en el exceso me siento
frustrado; para mi, justo quiere decir no
suficiente): conozco finalmente ese estado:
dejando tras de mí toda "satisfacción", ni
ahíto ni harto, sobrepaso los límites de la
saciedad y, en lugar de encontrar asco, la
náusea, o incluso la embriaguez, descubro...
la coincidencia. La desmesura me ha
conducido a la mesura; me ajusto a la
imagen, nuestras medidas son las mismas:
exactitud, preceisión, música; he terminado
con el no suficiente. Vivo entonces la
asunción definitiva de lo Imaginario, su
triunfo.
Saciedades: no se las menciona - de modo que
falsamente la relación amorosa parece
reducirse a una larga queja. Es que si es
inconsecuente hablar mal de la desdicha, en
cambio, en la felicidad, parecería culpable
de estragar su expresión: el yo no discurre
sino herido: cuando estoy colmado o recuerdo
haberlo estado el lenguaje me parece
pusilánime: soy transportado fuera del
lenguaje, es decir, fuera de lo mediocre,
fuera de lo general.
En realidad, poco me importan mis
oportunidades de ser realmente colmado. Sólo
brilla, indestructible, la voluntad de
saciedad. Por esta voluntad, me abandono:
forma en mí la utopía de un sujeto sustraído
al rechazo: soy ya ese sujeto. |