La voluntad de ser
feliz
El viejo Hofmann
había hecho su
fortuna como
propietario de una
plantación en
Sudamérica. Allí se
había casado con una
nativa de buena
familia con la que
poco tiempo después
se trasladó al norte
de Alemania. Vivían
en mi ciudad natal,
de donde también era
oriundo el resto de
su familia. Aquí es
donde nació Paolo.
A sus padres, por
cierto, nunca llegué
a conocerlos de
cerca. De todos
modos, Paolo era la
viva imagen de su
madres. Cuando lo vi
por primera vez, es
decir, cuando
nuestros padres nos
llevaron a la
escuela por primera
vez, era un
muchachito flaco de
rostro amarillento.
Aún me parece estar
viéndolo. Por
entonces llevaba el
negro cabello en
largos rizos que
caían
desordenadamente
sobre el cuello de
su traje de marinero
y enmarcaban su
delgada carita.
Como a los dos nos
había ido muy bien
en casa, no
estábamos en
absoluto conformes
con el nuevo
entorno, ni con la
sobria aula escolar
ni, sobre todo, con
esa persona fea y de
barba pelirroja que
se empeñaba en
enseñarnos el
abecedario. Cuando
mi padre ya se
disponía a
marcharse, lo agarré
del abrigo llorando;
Paolo, en cambio,
adoptó una actitud
totalmente pasiva.
Apoyado contra la
pared en total
inmovilidad,
apretaba los finos
labios mientras, con
sus grandes ojos
llenos de lágrimas,
miraba al resto de
aquella prometedora
juventud que se
estaba dando codazos
mutuamente y se reía
sin la menor
compasión.
De tal modo rodeados
de máscaras
sardónicas,
enseguida nos
sentimos atraídos el
uno por el otro y
nos alegramos de que
aquel pedagogo
pelirrojo dejara que
nos sentáramos
juntos. Desde
entonces ya no nos
separamos,
afianzando
conjuntamente la
base de nuestra
formación e
intercambiando
nuestros bocadillos
a diario.
Por cierto que, si
mal no recuerdo, ya
por entonces Paolo
era un chico
enfermizo. De vez en
cuando tenía que
perderse la escuela
por un tiempo
considerable y,
cuando regresaba,
sus sienes y
mejillas mostraban,
con mayor claridad
que de ordinario,
esas venitas azul
pálido que muchas
veces pueden
apreciarse
precisamente en las
personas delicadas
de pelo castaño.
Siempre las
conservó. Eso fue lo
primero que me llamó
la atención al
reencontrarnos en
Munich y también
después, en Roma.
Durante todos los
años escolares
mantuvimos nuestra
camaradería más o
menos por la misma
causa que le había
dado origen. Se
trataba de ese «pathos
de la distancia»
frente a la mayoría
de los compañeros,
tan familiar para
todo aquel que a los
quince años haya
leído a Heine a
escondidas y en
tercero de
bachillerato ya
dicte firmes
sentencias sobre el
mundo y los hombres.
También compartíamos
la clase de baile
—creo que por
entonces tendríamos
unos dieciséis
años—, por lo que
también vivimos
juntos nuestro
primer amor. A la
pequeña muchacha que
le había caído en
gracia, una criatura
rubia y alegre,
Paolo la veneraba
con un ardor
melancólico notable
para su edad y que a
veces incluso me
parecía algo
siniestro.
Recuerdo sobre todo
un baile. La
muchacha le llevó a
otro chico dos
placas de cotillón
seguidas mientras
que a él no le llevó
ninguna. Yo
observaba con miedo
su reacción. Estaba
de pie junto a mí,
apoyado contra la
pared, mirándose
impávido los zapatos
de charol y, de
repente, se desplomó
en un desmayo. Lo
llevaron a casa y
pasó enfermo ocho
días. Fue por aquel
entonces cuando se
supo —creo que
incluso con motivo
de esta ocasión— que
la salud de su
corazón no era
precisamente la
mejor.
Ya antes de aquellas
fechas Paolo había
empezado a dibujar,
actividad en la que
desarrolló un gran
talento. Conservo un
dibujo al carbón que
refleja, con un
parecido
considerable, los
rasgos de aquella
muchacha, con una
leyenda al pie que
reza: «¡Eres como
una flor! — Paolo
Hofmann fecit».
No sé exactamente
cuándo fue, pero ya
nos hallábamos en
los cursos
superiores cuando
los padres de Paolo
abandonaron la
ciudad para
establecerse en
Karlsruhe, ciudad en
la que el viejo
Hofmann mantenía
buenos contactos. No
se quiso que Paolo
cambiara de escuela,
por lo que fue
alojado en régimen
de pensión en casa
de un anciano
profesor.
Sin embargo, tampoco
esta situación duró
mucho tiempo. Puede
que lo que voy a
contar a
continuación no
fuera precisamente
la causa de que un
buen día Paolo
decidiera seguir a
sus padres a
Karlsruhe, pero no
hay duda de que
contribuyó a ello.
Sucedió que durante
una clase de
religión, el
profesor se encaminó
de pronto a la mesa
de Paolo y extrajo
de debajo del
Antiguo Testamento
que éste tenía
delante un papel en
el que se ofrecía
impúdicamente a la
mirada una figura en
extremo femenina y
prácticamente
terminada, a
excepción del pie
izquierdo.
Así pues, Paolo se
mudó a Karlsruhe y
de vez en cuando
intercambiábamos
postales, una
correspondencia que,
poco a poco, terminó
por quedar
interrumpida.
Habían transcurrido
unos cinco años
desde nuestra
separación cuando
volví a encontrarlo
en Múnich. Fue una
hermosa mañana de
primavera; mientras
descendía por la
Amalienstrasse vi
bajar la escalinata
de la Academia a
alguien que, de
lejos, casi parecía
un modelo italiano.
Cuando me acerqué,
en efecto, resultó
ser él.
De mediana estatura,
delgado, el sombrero
retirado sobre la
espesa cabellera
negra, el cutis
amarillento y
atravesado por
venitas azules,
vestido con
descuidada elegancia
—el chaleco, por
ejemplo, tenía dos
botones sin
abrochar— y el
pequeño bigote
levemente revuelto:
así fue como me
salió al encuentro
con su paso flexible
e indolente.
Nos reconocimos
prácticamente al
unísono y nuestro
saludo fue muy
cordial. Mientras
nos interrogábamos
alternativamente en
el café Minerva
sobre el transcurso
de los últimos años,
me pareció que
estaba de un humor
positivo, casi
exaltado. Le
brillaban los ojos y
sus movimientos eran
generosos y amplios.
Con todo, tenía mal
aspecto. Parecía
estar verdaderamente
enfermo. Cierto que
decirlo ahora
resulta fácil. Con
todo, es verdad que
me llamó la atención
e incluso se lo dije
sin miramientos.
—¿Ah, sí? ¿Todavía?
—preguntó—. Sí, me
lo puedo imaginar.
He pasado mucho
tiempo enfermo. En
los últimos años
incluso gravemente.
El problema está
aquí.
Al decir esto, me
señaló el pecho con
la mano izquierda.
—El corazón. Siempre
ha sido lo mismo.
Pero en los últimos
tiempos me encuentro
muy bien,
estupendamente. Es
más, puedo decir que
estoy completamente
sano. Por otra
parte, a mis
veintitrés años…
Sería muy triste…
Su humor era
verdaderamente
excelente. Me habló
con alegría y viveza
de lo que había sido
su vida desde
nuestra separación.
Poco después de que
ésta se produjera
había logrado
convencer a sus
padres de que le
permitieran ser
pintor. Hacía casi
un año que había
terminado su
formación en la
Academia —que
hubiera salido de
ella hacía unos
instantes era mera
casualidad—, había
estado de viaje
durante algún
tiempo, sobre todo
en París, y llevaba
unos cinco meses
establecido aquí, en
Múnich…
—Seguramente por
mucho tiempo. ¿Quién
sabe? Quizá para
siempre…
—¿Ah, sí? —pregunté.
—Pues sí. Mejor
dicho, ¿por qué no?
¡La ciudad me gusta,
me gusta mucho! Toda
su atmósfera…, ¿no?
¡La gente! Y además
(y esto también es
importante), aquí la
posición social que
se tiene como
pintor, incluso como
pintor desconocido,
es excelente. Mejor
que en cualquier
otro lugar…
—¿Has conocido a
gente agradable?
—Sí. A poca gente,
pero muy selecta.
Por ejemplo, te
tengo que recomendar
a una familia… La
conocí en el
carnaval… ¡Aquí el
carnaval tiene mucho
encanto! Se llaman
Stein. La familia
del barón Von Stein.
—¿Y qué clase de
aristocracia es ésa?
—Es la que llaman
«aristocracia del
dinero». En sus
tiempos el barón
especulaba en la
bolsa, en Viena. Su
papel había sido
colosal: se
relacionaba con toda
la nobleza,
etcétera… Entonces,
de pronto, entró en
decadencia, logró
salir del paso
(según dicen, con un
millón) y ahora vive
aquí, sin mucho
boato, pero con
dignidad.
—¿Es judío?
—Creo que él no. Su
mujer seguramente
sí. Por lo demás no
puedo sino decir que
es gente
extremadamente
agradable y
refinada.
—¿Y tienen… niños?
—No. Es decir… Una
hija de diecinueve
años. Los padres son
encantadores…
Pareció sentirse
incomodado unos
instantes y después
añadió:
—Te propongo muy
seriamente que me
permitas que te
introduzca en el
círculo de la
familia. Para mí
sería un placer. ¿No
estás de acuerdo?
—Claro que sí. Te
estaré muy
agradecido. Aunque
solo sea por poder
conocer a esa hija
de diecinueve años…
Él me miró de
soslayo y repuso, un
instante después:
—Muy bien. Entonces
no lo atrasemos más.
Si te parece bien,
pasaré mañana hacia
la una o la una y
media y te vendré a
buscar. Viven en la
Theresienstrasse,
25, primer piso. Me
alegro de poder
presentarles a un
amigo del colegio.
Quedamos así.
Efectivamente, al
día siguiente, hacia
el mediodía, los dos
estábamos llamando
al timbre del primer
piso de una casa
elegante en la
Theresienstrasse.
Junto a la
campanilla se podía
leer, en tipos
anchos y negros, el
nombre del barón Von
Stein.
Durante todo el
camino, Paolo se
mostró excitado y
casi relajadamente
contento. Ahora, en
cambio, mientras
esperábamos a que
nos abrieran la
puerta, percibí en
él una extraña
transformación. A
excepción de un tic
nervioso en los
párpados, parecía
completamente sereno
mientras estaba a mi
lado: una serenidad
violenta y tensa.
Tenía la cabeza algo
echada hacia
delante. La piel de
su frente estaba muy
tirante. Casi
parecía un animal
aguzando
convulsivamente las
orejas y tensando
todos los músculos
al acecho.
El criado que se
había llevado
nuestras tarjetas de
visita regresó para
invitarnos a tomar
asiento por unos
instantes, pues la
señora baronesa
aparecería
enseguida, y nos
abrió la puerta que
conducía a una
habitación
moderadamente grande
y de muebles
oscuros.
Cuando entramos en
la casa, vimos
incorporarse en la
galería que da a la
calle a una joven
dama con un vestido
claro de primavera
que permaneció de
pie un instante con
ademán escrutador.
«La hija de
diecinueve años»,
pensé, mirando de
reojo sin querer a
mi acompañante. Él,
por su parte, me
susurró:
—¡La baronesa Ada!
Era de figura
elegante, pero de
formas maduras para
su edad. Con sus
movimientos
extremadamente
suaves y casi
indolentes apenas
daba la impresión de
ser tan joven. El
cabello, que llevaba
peinado en dos rizos
sobre las sienes,
era de un negro
brillante y generaba
un efectivo
contraste con su
cutis sedoso y
blanco. Por mucho
que su rostro, de
labios gruesos y
húmedos, nariz
carnosa y ojos
negros y almendrados
sobre los que se
arqueaban cejas
oscuras y suaves, no
permitía el menor
asomo de duda sobre
su ascendencia al
menos parcialmente
semítica, era de una
belleza muy poco
habitual.
—¡Ah!, ¿visitas?
—preguntó, saliendo
unos pasos a nuestro
encuentro.
Tenía la voz algo
velada. Se llevó una
mano a la frente,
como para poder
vernos mejor,
mientras con la otra
se apoyaba en el
piano de cola que
había frente a la
pared.
—¡Y además, unas
visitas muy
bienvenidas! —añadió
con la misma
entonación, como si
no hubiera
reconocido a mi
amigo hasta ese
momento.
Entonces me dedicó a
mí una mirada
inquisitiva.
Paolo salió a su
encuentro y, con la
lentitud casi
adormecida con la
que uno se entrega a
un placer exquisito,
se inclinó sin
mediar palabra sobre
la mano que ella le
ofrecía.
—Baronesa —dijo
entonces—, me voy a
permitir la libertad
de presentarle a un
amigo mío, a un
compañero de colegio
con el que aprendí
el abecedario…
La joven me tendió
la mano también a
mí, una mano sin
joyas, blanda y que
parecía no tener
huesos.
—Encantada —repuso
ella mientras posaba
en mí su mirada
oscura,
caracterizada por un
leve temblor—. Y
también mis padres
lo estarán… Espero
que ya hayan sido
avisados.
Tomó asiento en la
otomana mientras
nosotros ocupamos
sendas sillas frente
a ella. Sus manos
blancas y exánimes
reposaban en su
regazo mientras
charlaba. Las mangas
abullonadas le
llegaban casi hasta
el codo. Me llamó la
atención la suavidad
del arranque de la
articulación de sus
manos.
Unos minutos después
se abrió la puerta
que daba a la
habitación contigua
y entraron sus
padres. El barón era
un señor elegante,
de baja estatura,
con calva y perilla
gris. Tenía una
manera inimitable de
devolver a su sitio,
bajo el puño de la
camisa, una gruesa
pulsera de oro con
un solo ademán del
brazo. No se podía
distinguir a ciencia
cierta si algún día,
con el fin de ser
ascendido a barón,
tuvo que renunciar a
unas cuantas sílabas
de su nombre. Su
esposa, por el
contrario, no era
sino una judía
pequeña y fea
ataviada con un
vestido gris de
pésimo gusto.
Grandes brillantes
centelleaban en sus
orejas.
Después de haber
intercambiado
algunas preguntas y
respuestas relativas
a mi procedencia y a
los motivos de mi
estancia en Múnich,
se empezó a hablar
de una exposición en
la que se exhibía un
cuadro de Paolo, un
desnudo femenino.
—¡Un trabajo
verdaderamente
excelente! —dijo el
barón—. Hace poco
pasé media hora de
pie frente a él. El
tono de la carne
sobre la alfombra
roja es de un gran
efecto. Sí, sí, ¡el
bueno del señor
Hofmann! —Al decir
esto le dio a Paolo
una palmadita
condescendiente en
el hombro—. ¡Pero no
trabaje demasiado,
joven amigo! ¡De
ninguna manera!
Necesita usted con
urgencia cuidarse un
poco. ¿Cómo está de
salud?
Mientras yo daba las
informaciones
pertinentes sobre mi
persona a los
señores de la casa,
Paolo aprovechó para
intercambiar unas
palabras en voz baja
con la baronesa, que
tenía sentada
delante y muy cerca
de él. Aquella
serenidad
extrañamente tensa
que había podido
observar en él unos
momentos antes
estaba lejos de
haberlo abandonado.
Sin que yo hubiera
sido capaz de
estimar a ciencia
cierta a qué se
debía, su actitud
hacía pensar en una
pantera presta a
saltar. Los ojos
oscuros en el rostro
amarillento y
delgado tenían un
brillo tan enfermizo
que me conmovió casi
funestamente la
confianza con que
respondió a la
pregunta del barón:
—¡Oh, excelente!
¡Muchas gracias! ¡Me
encuentro muy bien!
Al cabo de un cuarto
de hora
aproximadamente,
cuando nos pusimos
en pie para
despedirnos, la
baronesa le recordó
a mi amigo que dos
días después ya
sería jueves y que
no se olvidara de
tomar con ellos el
té de las cinco.
Aprovechó la ocasión
para invitarme
cordialmente también
a mí a que retuviera
este día de la
semana en la
memoria…
Ya en la calle,
Paolo se encendió un
cigarrillo.
—¿Y bien? —me
preguntó—. ¿Qué me
dices?
—¡Oh, parece gente
muy agradable! —me
apresuré a
responder—. La hija
de diecinueve años
incluso me ha
impresionado.
—¿Impresionado?
Paolo soltó una
breve carcajada y
volvió la cabeza.
—¡Si, tú ríete!
—dije yo—. En
cambio, ahí arriba,
en algún momento, me
ha parecido como si…
un secreto anhelo te
enturbiara la
mirada. ¿Me
equivoco?
Guardó silencio unos
instantes. Después
negó lentamente con
la cabeza.
—Si supiera cómo
has…
—¡Qué más da eso!
Por lo que a mí
respecta, ya solo me
queda preguntar si
también la baronesa
Ada…
Paolo volvió a
quedarse un momento
ensimismado, mirando
al suelo. Al cabo de
un rato dijo en voz
baja y confiada:
—Creo que voy a ser
feliz.
Me separé de él
estrechándole
cordialmente la
mano, aunque
interiormente no
pude reprimir cierto
reparo.
A partir de entonces
transcurrieron un
par de semanas en
las que, de vez en
cuando, acompañaba a
Paolo a tomar el té
de la tarde en el
salón del barón.
Solía reunirse allí
un círculo reducido,
pero muy agradable:
una joven actriz de
la corte, un médico,
un oficial… Ya no
puedo recordarlos a
todos.
No logré apreciar
nada nuevo en la
conducta de Paolo.
Normalmente, a pesar
de su preocupante
aspecto, solía estar
de muy buen humor,
aunque en la
proximidad de la
baronesa siempre
volvía a mostrar
aquella siniestra
serenidad que ya
había percibido en
él la primera vez.
Entonces, un día
—casualmente hacía
dos que no veía a
Paolo— me encontré
con el barón Von
Stein en la
Ludwigstrasse. Iba a
caballo y me tendió
la mano desde la
silla.
—¡Me alegro de
verle! Espero que se
deje caer en casa
mañana por la tarde…
—Si usted me lo
permite, no le quepa
duda, señor barón.
Incluso aunque, por
algún motivo, mi
amigo Hofmann no
pudiera venir a
buscarme como cada
jueves…
—¿Hofmann? Pero… ¿no
lo sabe? ¡Se ha ido
de viaje! Creí que
al menos a usted se
lo habría dicho.
—¡Pues no me ha
dicho ni una
palabra!
—Se ha ido así, de
bote pronto… Debe de
ser eso que llaman
«extravagancia de
artista»… En fin,
entonces, ¡hasta
mañana por la tarde!
Dicho esto espoleó a
su montura y me dejó
atrás, totalmente
perplejo.
Fui corriendo a casa
de Paolo. Sí, así
era.
Desgraciadamente, el
señor Hofmann había
salido de viaje. No
había dejado ninguna
dirección.
Estaba claro que el
barón estaba al
corriente de algo
que iba más allá de
una mera
«extravagancia de
artista». Su propia
hija terminó por
confirmarme lo que
yo ya había
supuesto.
Fue durante un paseo
organizado por el
valle del Isar al
que yo también fui
invitado. No salimos
hasta entrada la
tarde y, de regreso
a casa, a primera
hora de la noche, se
dio la circunstancia
de que la baronesa y
yo quedamos
rezagados en el
seguimiento de la
comitiva.
Desde la
desaparición de
Paolo no había
logrado percibir en
ella ninguna
transformación. La
joven parecía
conservar la calma
por completo y ni
siquiera mencionó a
mi amigo cuando sus
padres se
deshicieron en
expresiones de
condolencia por su
repentina partida.
Aquel día
caminábamos uno
junto a otro por la
zona más agradable
de los alrededores
de Múnich. La luz de
la luna centelleaba
entre las hojas y
nos quedamos un rato
escuchando en
silencio el parloteo
del resto del grupo,
monótono como el
fluir de las aguas
que se deslizaban
junto a nosotros.
Entonces, de pronto,
empezó a hablar de
Paolo; lo hizo con
un tono de voz muy
sereno y firme.
—¿Es usted amigo
suyo desde la
infancia? —me
preguntó.
—Sí, baronesa.
—Comparte usted sus
secretos?
—Creo que compartía
su secreto más
importante, incluso
sin necesidad de que
él me lo comunicara.
—Y yo, ¿puedo
confiar en usted?
—Espero que no le
quepa ninguna duda,
señorita.
—Pues bien —dijo,
alzando la cabeza
con ademán
decidido—. Ha pedido
mi mano y mis padres
se la han negado.
Está enfermo, me
dijeron, muy
enfermo. Pero me da
igual: le amo. Puedo
hablar con usted en
este tono, ¿verdad?
Yo…
Se mostró confusa
unos instantes y
después prosiguió
con la misma
determinación:
—No sé dónde se
encuentra. Pero le
doy a usted mi
permiso para
repetirle, en cuanto
vuelva a verlo, las
siguientes palabras
que él ya ha oído
pronunciar de mi
boca, o bien de
escribírselas cuando
haya dado con su
dirección: no le
daré nunca mi mano a
ningún otro hombre.
Y ahora, ¡veremos!
Además de terquedad
y determinación, en
esta última
exclamación se
reflejaba un dolor
tan desamparado que
no pude por menos de
tomar su mano y
estrechársela en
silencio.
Por aquel entonces
me dirigí por carta
a los padres de
Hofmann con el ruego
de que me informaran
sobre el paradero de
su hijo. Obtuve una
dirección del sur
del Tirol, aunque la
carta que le envié
allí me llegó
devuelta con la
observación de que
el destinatario ya
había abandonado el
lugar sin haber
dejado indicado su
nuevo destino.
No quería que nadie
lo molestara. Había
salido huyendo de
todo para poder
morir en algún lugar
en la más completa
soledad. Sí, sin
duda para morir,
pues después de todo
aquello yo ya había
asumido la triste
probabilidad de que
no fuera a volver a
verlo.
¿No había quedado
claro que esta
persona enferma sin
remedio amaba a
aquella joven
muchacha con esa
pasión silenciosa,
volcánica y
ardientemente
sensual equivalente
a las primeras
agitaciones de este
tipo que había
sentido en su
adolescencia? El
instinto egoísta del
enfermo había
desarrollado en él
el ansia de unirse
con la salud más
floreciente. ¿Y
acaso no era forzoso
que este ardor, al
quedar insatisfecho,
consumiera
rápidamente la
energía vital que
todavía le quedaba?
Y así transcurrieron
cinco años sin que
obtuviera señales de
vida de Paolo… ¡Pero
también sin que me
llegara la noticia
de su muerte!
El caso es que este
último año pasé un
tiempo en Italia,
particularmente en
Roma y sus
alrededores. Había
aguardado en la
montaña a que
transcurrieran los
meses de calor y a
finales de
septiembre regresé a
la ciudad. Así, una
tarde calurosa me
hallaba sentado
frente a una taza de
té en el café Aranjo.
Mientras hojeaba el
periódico me quedé
ensimismado
contemplando la
febril actividad que
imperaba en aquel
espacio amplio y
lleno de luz. Los
clientes iban y
venían, los
camareros corrían de
un lado a otro y, de
vez en cuando, en el
interior de la sala
resonaban los
interminables voceos
de los repartidores
de periódicos que
llegaban a través de
las puertas abiertas
de par en par.
De pronto veo a un
caballero de mi edad
que avanza despacio
entre las mesas en
dirección a la
salida. Esa forma de
andar… Pero en ese
mismo instante él ya
vuelve la cabeza
hacia mí, enarca las
cejas y me sale al
encuentro con un,
“¡ah!” de jubilosa
sorpresa.
—¿Tú aquí?
—exclamamos los dos
al unísono, y él
añadió:
—¡Así que los dos
seguimos vivos!
Sus ojos se
desviaron un poco al
decir esto.
Prácticamente no
había cambiado en
estos cinco años,
solo que tal vez se
le había alargado un
poco la cara y los
ojos se le habían
hundido más
profundamente en las
órbitas. De vez en
cuando necesitaba
tomar aliento.
—¿Hace tiempo que
estás en Roma?
—preguntó.
—No, en la ciudad
aún no llevo mucho.
Pasé un par de meses
en el campo. ¿Y tú?
—Hasta hace una
semana estaba en la
costa. Ya sabes,
siempre he preferido
el mar a la montaña…
Sí, desde la última
vez que nos vimos he
podido conocer una
buena porción del
mundo.
Y, mientras se
tomaba conmigo una
copa de Sorbetto,
empezó a contarme
cómo habían
transcurrido para él
todos aquellos años:
de viaje, siempre de
viaje. Había estado
vagando por las
montañas del Tirol
para después
recorrer poco a poco
toda Italia,
partiendo después a
África desde
Sicilia; también me
habló de Argelia,
Túnez y Egipto.
—Finalmente pasé
algún tiempo en
Alemania —siguió
diciendo—, en
Karlsruhe. Mis
padres querían verme
urgentemente y solo
me han dejado partir
de nuevo a
regañadientes. Ahora
ya hace tres meses
que estoy otra vez
en Italia. En el sur
me siento como en
casa, ¿sabes? ¡Roma
me gusta por encima
de todo!…
Yo, por mi parte,
aún no había mediado
palabra para
preguntarle cómo se
encontraba. Pero
llegado este momento
le dije:
—De todo esto puedo
deducir que tu
estado de salud ha
mejorado
significativamente.
Me miró
interrogativamente
unos instantes.
Después repuso:
—¿Lo dices porque
viajo tan
alegremente de un
lado para otro?
Mira, te diré: se
trata de una
necesidad muy
natural. ¿Qué
quieres que haga? Me
han prohibido beber,
fumar y amar.
Necesito algún tipo
de narcótico,
¿entiendes?
Como yo guardaba
silencio, añadió:
—Y desde hace cinco
años… lo necesito
especialmente.
Habíamos llegado por
fin al punto que
hasta entonces
habíamos estado
evitando, y la pausa
que se produjo fue
una manifestación
elocuente de que
ninguno de los dos
sabía cómo
continuar. Paolo
estaba apoyado
contra el respaldo
de terciopelo, con
la vista alzada
hacia la araña de
cristal. Entonces
dijo de pronto:
—Sobre todo… me
perdonarás que no
haya dado noticias
mías en tanto
tiempo, ¿verdad?…
¿Puedes entenderlo?
—Claro que sí.
—¿Estás al corriente
de mis vivencias en
Múnich? —prosiguió
en un tono que casi
se podía considerar
duro.
—Con todo detalle.
¿Y sabes que durante
todo este tiempo he
estado cargando con
un recado para ti?
¿Un recado de parte
de una dama?
Sus cansados ojos se
encendieron por un
instante. Después
dijo, en el mismo
tono seco y áspero
de antes:
—Pues a ver si me
cuentas algo nuevo…
—Probablemente no.
Solo una
confirmación de lo
que ya has oído de
sus labios…
Y en medio de
aquella multitud
charlatana y
gesticulante le
repetí las palabras
que aquella noche me
había dicho la
baronesa.
Me escuchó
atentamente mientras
se pasaba la mano
por el pelo con
lentitud. Después
dijo, sin la menor
señal de emoción:
—Te lo agradezco.
Su tono empezaba a
ponerme nervioso.
—Claro que desde que
pronunció estas
palabras han
transcurrido muchos
años —dije yo—,
cinco largos años
que habéis vivido
ella y tú, los dos…
Miles de nuevas
impresiones,
sentimientos, ideas,
deseos…
Me interrumpí, pues
Paolo se incorporó y
me dijo, con una voz
en la que volvía a
temblar la pasión
que yo, por un
momento, había
creído extinguida:
—Sin embargo, yo…
¡Mantengo esas
palabras!
Y en ese instante
pude reconocer en su
rostro y en toda su
postura esa
expresión que había
observado antaño en
él, cuando vi a la
baronesa por primera
vez: esa serenidad
violenta,
convulsivamente
tensa que muestra el
depredador momentos
antes del ataque.
Cambié de tema y
volvimos a hablar de
viajes y de los
estudios artísticos
que había hecho a lo
largo del trayecto,
que no debían de ser
muchos, pues se
expresó al respecto
con bastante
indiferencia.
Poco después de
medianoche se puso
en pie.
—Querría irme a
dormir o estar un
rato solo… Me
encontrarás mañana
en la galería Doria.
Estoy copiando a
Saraceni. Me he
enamorado de su
ángel músico. Sé
buen chico y pásate
por ahí. Me alegro
mucho de que estés
aquí. Buenas noches.
Y se fue:
lentamente, sereno,
con movimientos
laxos y cansinos.
Durante todo el mes
siguiente recorrí la
ciudad con él. Roma,
este museo de todas
las artes de
rebosante riqueza,
esta moderna
metrópoli del sur,
esta ciudad
pletórica de una
vida ruidosa,
acelerada y sensual
y a la que, aun así,
los vientos cálidos
llevan la sofocante
indolencia de
Oriente.
El comportamiento de
Paolo siempre era el
mismo. La mayor
parte del tiempo
permanecía serio y
callado. A veces
podía caer en un
desmayado cansancio
para, de pronto, con
un repentino
centelleo en los
ojos, reponerse
enseguida y
proseguir con
vehemencia una
conversación que se
había ido apagando.
Debo recordar un día
en el que mencionó
unas palabras que
hasta hoy no habían
adquirido para mí su
auténtico
significado.
Era domingo.
Habíamos empleado
aquella espléndida
mañana de finales de
verano para dar un
paseo por la Via
Apia y, tras haber
seguido un largo
trecho aquella
antigua calzada,
descansábamos por
fin en esa pequeña
colina flanqueada de
cipreses desde la
que se disfruta de
una vista
encantadora sobre
toda la soleada
campaña, con su gran
acueducto y los
montes Albanos,
inmersos en una
tenue neblina.
Prácticamente
tumbado, la barbilla
apoyada en la mano,
Paolo descansaba
junto a mí sobre la
cálida hierba
mientras miraba el
horizonte con ojos
fatigados y turbios.
De pronto se dirigió
a mí en una de esas
recuperaciones
repentinas de la
apatía absoluta:
—¡Esta atmósfera…!
¡La atmósfera lo es
todo!
Yo respondí
vagamente dándole la
razón y volvió a
hacerse el silencio.
Y entonces, de
repente, sin
transición alguna,
me dijo, volviendo
la cara hacia mí de
forma algo
penetrante:
—Dime, ¿es que aún
no te ha llamado la
atención el hecho de
que siga vivo?
Callé, afectado, y
Paolo volvió a mirar
a lo lejos con
expresión
meditabunda.
—A mí, sí —prosiguió
lentamente—. En el
fondo es algo que me
sorprende todos los
días. ¿Sabes en qué
estado me encuentro?
El médico francés de
Argelia me dijo:
«¡Solo el diablo
entiende cómo puede
usted seguir
viajando por ahí!
¡Le recomiendo que
vuelva a casa
enseguida y se meta
en la cama!».
Siempre era así de
directo conmigo
porque todas las
noches jugábamos
juntos al dominó.
»Pero yo sigo vivo.
Casi todos los días
estoy en las
últimas. Por la
noche me quedo
tumbado en la cama
—en la posición
adecuada, claro
está—, a oscuras, y
siento cómo el
corazón me late
hasta querer
salírseme por la
garganta. Entonces
me mareo hasta
romper a sudar de
puro miedo y, de
pronto, noto como si
la muerte me rozara.
Por un instante es
como si todo se
quedara quieto en mi
interior; mi corazón
deja de latir, me
falla la
respiración.
Entonces me
incorporo, enciendo
la luz, aspiro
profundamente, miro
a mi alrededor y
devoro las cosas con
la mirada. Después
tomo un sorbo de
agua y me tumbo otra
vez, ¡siempre en la
posición adecuada!,
y poco a poco
consigo dormir.
»Duermo muy
profundamente y
durante mucho
tiempo, pues en
realidad siempre
estoy muerto de
sueño. ¿No crees
que, si quisiera,
podría tumbarme aquí
mismo y morir?
»Creo que este año
ya he visto a la
muerte cara a cara
unas mil veces. Sin
embargo, no me he
muerto. Hay algo que
me sostiene. De
pronto me incorporo,
pienso en algo, me
agarro a una frase
que me repito a mí
mismo veinte veces
mientras mis ojos
absorben ansiosos
toda la luz y la
vida que hay a mi
alrededor… ¿Me
comprendes?
Yacía inmóvil y no
parecía estar
esperando realmente
una respuesta. Ya no
recuerdo lo que le
dije, pero jamás
olvidaré la
impresión que me
causaron sus
palabras.
Y entonces llegó
aquel día. ¡Parece
como si fuera ayer!
Era uno de los
primeros días de
otoño, uno de esos
días grises,
terriblemente
calurosos, en los
que el viento húmedo
y asfixiante que
procede de África
atraviesa las calles
y por la noche hace
que el firmamento
entero se estremezca
continuamente con
sus relámpagos.
Por la mañana fui a
buscar a Paolo a su
habitación para
salir a hacer una
excursión juntos.
Tenía la enorme
maleta en medio de
la habitación y el
armario y la cómoda
estaban abiertos de
par en par. Los
bocetos a la
acuarela traídos de
Oriente y el vaciado
en yeso de la Juno
vaticana seguían en
su sitio.
Él estaba de pie,
muy derecho, frente
a la ventana, y ni
siquiera dejó de
mirar impertérrito
el exterior cuando
yo me detuve tras él
con una exclamación
de asombro. Un
instante después se
volvió un momento,
me tendió una carta
y lo único que me
dijo fue:
—¡Lee!
Me lo quedé mirando.
En aquel rostro
delgado y
amarillento propio
de un enfermo, con
sus ojos negros y
febriles, había una
expresión de esas
que, por lo común,
solo es capaz de
suscitar la muerte,
una seriedad
monstruosa que me
obligó a bajar la
mirada hacia la
carta que le había
tomado de la mano. Y
leí:
«Honorable señor
Hofmann:
»Debo a la
amabilidad de sus
señores padres, a
quienes me he
dirigido con este
fin, el conocimiento
de su dirección. Ya
solo me queda
esperar que tenga
Usted a bien recibir
de buen grado las
presentes líneas.
»Espero que acepte,
estimadísimo señor
Hofmann, la garantía
de que durante estos
cinco años le he
recordado siempre
movido por el
sentimiento de la
más sincera amistad.
Si tuviera que
suponer que su
repentina partida
tras aquel día tan
doloroso tanto para
Usted como para mí
no fue sino una
manifestación de su
ira para con
nosotros, la
aflicción que esto
me causaría sería
aún mayor que el
espanto y el
profundo asombro que
sentí en el momento
en que me solicitó
la mano de mi hija.
»Por aquel entonces
hablé con Usted de
hombre a hombre y le
expuse de forma
franca y sincera, a
riesgo de parecer
brutal, el motivo
por el que me veía
obligado a negarle
la mano de mi hija a
un hombre al que —y
no puedo insistir en
ello lo suficiente—
tanto aprecio y
valoro en todos los
aspectos. Pero
también hablé con
Usted en calidad de
padre que tiene a la
vista la felicidad a
largo plazo de su
única hija y que
habría impedido en
buena conciencia el
nacimiento de
cualquier deseo de
esta índole por
ambas partes de
habérsele ocurrido
en algún momento que
éstos pudieran
llegar a producirse.
»Y de esa misma
manera, estimado
señor Hofmann, me
dirijo también a
Usted en el día de
hoy: en calidad de
amigo y de padre.
Han transcurrido
cinco años desde su
partida, y si hasta
hace poco aún no
había dispuesto de
tiempo suficiente
para constatar en
toda su amplitud lo
profunda que es la
inclinación que
logró Usted
despertar en mi
hija, recientemente
ha tenido lugar un
suceso que me ha
obligado a abrir los
ojos al respecto.
¿Para qué voy a
ocultarle que mi
hija, por el
recuerdo de Usted,
ha rechazado la mano
de un hombre
extraordinario cuya
pretensión, como
padre, yo no podía
por menos de aprobar
con insistencia?
»Los años han
transcurrido en vano
sobre los
sentimientos y los
deseos de mi hija y
(se lo planteo con
total franqueza y
humildad) si se
diera el caso de que
Usted, mi estimado
señor Hofmann,
todavía sintiera lo
mismo, le declaro
por medio de la
presente que
nosotros, sus
padres, ya no
tenemos intención de
seguir constituyendo
un obstáculo para su
felicidad.
»Quedo a la espera
de su respuesta, por
la que le estaré
sinceramente
agradecido,
independientemente
de cuál sea la
postura que tenga a
bien adoptar al
respecto. Sin nada
más que añadir salvo
la expresión de mis
más sinceros
respetos, se despide
humildemente
»Oskar, barón Von
Stein.»
Entonces alcé la
mirada. Paolo tenía
las manos cogidas a
la espalda y volvía
a mirar por la
ventana. Mi única
pregunta fue:
—¿Te vas?
Y, sin mirarme,
respondió:
—Mis cosas tienen
que estar listas
antes de mañana por
la mañana.
El día transcurrió
con recados diversos
y llenando maletas,
tarea en la que le
presté mi ayuda. Por
la noche, a
propuesta mía, dimos
un último paseo por
las calles de la
ciudad.
Todavía hacía un
bochorno casi
insoportable y el
cielo se estremecía
a cada segundo con
súbitos resplandores
fosforescentes.
Paolo parecía
tranquilo y cansado,
pero respiraba
profunda y
pesadamente.
Debíamos de llevar
una hora deambulando
en silencio o
sumidos en
conversaciones
triviales cuando nos
detuvimos frente a
la Fontana de Trevi,
esa famosa fuente
que muestra el tiro
galopante del dios
del mar.
Una vez más,
contemplamos
admirados durante
mucho rato ese grupo
dotado de un brío
magnífico y que,
sumido de continuo
en la luz hiriente y
azul de los
relámpagos, causaba
una impresión casi
mágica. Mi
acompañante me dijo:
—Sin duda, Bernini
sigue fascinándome a
través de las obras
de sus discípulos.
No acierto a
comprender a sus
enemigos. Es verdad
eso de que, si el
Juicio Final está
más esculpido que
pintado, todas las
obras de Bernini
están más pintadas
que esculpidas. Pero
¿acaso existe mejor
decorador que él?
—¿Sabes qué es lo
que cuentan de esta
fuente? —le
pregunté—. Dicen que
quien bebe de ella
al despedirse de
Roma, regresará
algún día. Aquí
tienes mi vaso de
viaje —dije,
llenándolo con uno
de los chorros de
agua—. ¡Quiero que
vuelvas a ver Roma!
Paolo tomó el vaso y
se lo llevó a los
labios. En ese
instante, el cielo
entero se inflamó en
un resplandor
incandescente y
prolongado y el fino
recipiente se hizo
añicos sonoramente
contra el borde del
estanque.
Paolo se secó con un
pañuelo el agua que
se le había
derramado sobre el
traje.
—Estoy muy nervioso
y torpe —dijo—.
Sigamos andando.
Espero que el vaso
no valiera
demasiado.
A la mañana
siguiente el tiempo
se había despejado.
Un cielo estival
azul y luminoso nos
sonreía mientras nos
dirigíamos a la
estación.
La despedida fue
breve. Paolo me
estrechó la mano en
silencio y yo le
deseé suerte, mucha
suerte.
Me quedé un buen
rato viéndolo
partir, de pie tras
el ventanal del
mirador del vagón.
En sus ojos había
una profunda
seriedad… y una
expresión
triunfante.
¿Qué más me queda
por decir? Paolo ha
muerto. Murió la
mañana que siguió a
su noche de bodas…
Casi en la noche de
bodas misma.
Tenía que ser así.
¿No fue la voluntad,
la simple voluntad
de ser feliz, la que
le había permitido
mantener durante
tanto tiempo a la
muerte bajo dominio?
Era forzoso que
muriera, que muriera
sin lucha ni
resistencia en el
momento en que su
voluntad de ser
feliz se hubiera
visto
suficientemente
satisfecha. Ya no le
quedaba ningún
pretexto para seguir
viviendo.
Muchas veces me he
preguntado si obró
mal, mal de una
forma consciente,
para con la mujer a
la que se unió en
matrimonio. Sin
embargo, tuve
ocasión de verla
durante el entierro,
de pie a la cabeza
de su ataúd. Y
también en ella pude
reconocer la
expresión que había
visto en el rostro
de mi amigo: la
seriedad solemne e
intensa del triunfo. |