Anécdota
Habíamos cenado
juntos, entre
amigos, y
proseguimos la
velada hasta tarde
charlando en el
despacho del
anfitrión.
Fumábamos, sumidos
en una conversación
contemplativa y un
tanto sentimental.
Hablábamos del velo
de Maya y de su
resplandeciente
ilusión, de eso que
Buda llama «estar
sediento», de las
dulzuras del deseo y
de la amargura del
conocimiento, de la
gran seducción y del
gran engaño. Se
habló del «chasco
del deseo». Alguien
planteó la tesis
filosófica según la
cual la meta de todo
deseo es la
superación del
mundo. Y, estimulado
por estas
consideraciones, uno
de los presentes
relató la siguiente
anécdota que, según
nos aseguró, había
tenido lugar en la
alta sociedad de su
ciudad natal,
exactamente tal como
él nos la contaba.
—Si hubierais
conocido a Ángela,
la esposa del
director Becker, la
pequeña y celestial
Ángela Becker, si
hubierais visto sus
ojos azules y
sonrientes, su dulce
boca, su delicioso
hoyuelo en la
mejilla, los rubios
rizos de sus sienes,
si hubierais podido
ser partícipes por
una sola vez del
arrebatador encanto
de su ser, os
habríais vuelto
locos por ella,
igual que me volví
yo y se volvieron
todos. ¿Qué es un
ideal? ¿No es por
encima de todo un
poder vivificador,
una promesa de
felicidad, una
fuente de entusiasmo
y de fuerza y, en
consecuencia, un
acicate y estímulo
de todas las
energías del alma
ofrecido por la vida
misma? Si esto es
así, Ángela Becker
era el ideal de
nuestra sociedad, su
estrella, la viva
encamación de sus
deseos. Por lo
menos, creo que
nadie de su entorno
podía imaginarse un
mundo sin ella,
nadie podía
plantearse su
pérdida sin sentir
al mismo tiempo una
merma en sus ganas y
en su voluntad de
vivir, sin percibir
un inmediato
menoscabo de su
dinamismo. ¡Os juro
que así era!
Se la había traído
de fuera Ernst
Becker, un hombre
callado, cortés y,
por cierto, bastante
insignificante, de
barba castaña. Solo
Dios sabía cómo
había logrado
ganarse a Ángela.
Pero, en definitiva,
el caso es que era
suya. Jurista y
funcionario de
Estado en su origen,
a los treinta años
se había pasado a la
rama bancaria, a
todas luces para
poderle ofrecer
bienestar y una rica
administración
doméstica a la joven
que pretendía llevar
a su casa, ya que
contrajo matrimonio
poco después.
Como codirector del
Banco Hipotecario,
ganaba entre treinta
mil y treinta y
cinco mil marcos, y
los Becker —que, por
cierto, no tenían
hijos— participaban
activamente en la
vida social de la
ciudad. Ángela era
la reina de la
temporada, la
triunfadora de los
cotillones, el punto
central de las
reuniones
vespertinas. Durante
las pausas, su palco
en el teatro siempre
estaba atestado de
hombres que iban a
ofrecerle sus
respetos, sonrientes
y encandilados. En
los bazares de
beneficencia, su
puesto era asediado
por compradores que
se apremiaban unos a
otros con el fin de
aligerar sus bolsas
en él y, a cambio,
poder besar la
pequeña mano de
Ángela o ganarse una
sonrisa de sus
dulces labios. ¿De
qué serviría
calificarla de
resplandeciente y
maravillosa? Solo
describiendo el
efecto que causaba
en los demás se
puede expresar el
dulce encanto de su
persona. Había
cautivado con lazos
de amor a jóvenes y
viejos. La adoraban
tanto muchachas como
mujeres casadas. Los
adolescentes le
enviaban versos
entre flores. Un
subteniente le
disparó en el hombro
a un funcionario
administrativo en un
duelo motivado por
una discusión que
los dos habían
tenido en un baile a
causa de un vals con
Ángela. A
continuación se
volvieron amigos
inseparables al
unirlos la
veneración que
sentían por ella.
Ancianos caballeros
la rodeaban después
de las cenas para
regodearse con su
gracioso parloteo,
con su gestualidad
de divina picardía.
La sangre volvía a
fluir a las mejillas
de los ancianos, que
de este modo sentían
deseos de vivir y
eran felices. En una
ocasión, un general
—en broma,
naturalmente, aunque
no sin la plena
expresión de su
sentimiento— llegó a
arrodillarse ante
ella en el salón.
Con todo, en
realidad nadie, ni
hombre ni mujer,
podía presumir de
tener verdadera
confianza o amistad
con ella, a
excepción de Ernst
Becker,
naturalmente, y éste
era demasiado
callado y modesto, y
quizá también
demasiado
inexpresivo, para
hacer alarde de su
felicidad. Entre
ella y nosotros
siempre había una
bella distancia, a
la que también debió
de contribuir la
circunstancia de que
resultaba difícil
encontrarla fuera de
un salón o de una
sala de baile. Es
más, pensándolo
bien, a esta festiva
criatura apenas se
la podía ver a la
luz del día, sino
solo por las noches,
sonada la hora de la
luz artificial y del
calor social. Aunque
nos tenía a todos
como admiradores,
carecía de un
verdadero amigo o
amiga. Y estaba bien
así, pues, ¿qué es
un ideal con el que
puedes tutearte?
Ángela parecía
dedicar sus días a
la administración de
su hogar, al menos a
juzgar por el
confortable
esplendor que
caracterizaba sus
propias reuniones
vespertinas. Estas
veladas eran famosas
y, de hecho,
constituían el punto
culminante del
invierno: un mérito
de la anfitriona,
todo hay que
decirlo, pues aunque
Becker era un
anfitrión cortés, no
era nada
entretenido. En
tales ocasiones
Ángela se superaba a
sí misma. Después de
cenar tomaba el arpa
y acompañaba el
susurrar de las
cuerdas con su voz
de plata. Resultaba
inolvidable. El
gusto, la gracia, la
vivaz presencia de
espíritu con que
configuraba tales
encuentros eran
cautivadores. Su
amabilidad, que
irradiaba por igual
a todas partes,
lograba ganarse
todos los corazones.
Y la fervorosa
atención y,
seguramente, también
la furtiva ternura
con que trataba a su
esposo nos mostraban
la felicidad, la
posibilidad de ser
feliz, y nos
llenaban de una fe
refrescante y
henchida de
nostalgia y de deseo
por todo lo bueno,
similar a la que nos
puede procurar la
sublimación de la
propia vida a través
del arte.
Todo eso era la
esposa de Becker, y
cabía esperar que
éste supiera estimar
su posesión en su
justa medida. Si
había un hombre en
la ciudad que
constituyera el
centro de la envidia
general, era él, y
resulta fácil
imaginar la cantidad
de veces en que se
veía obligado a
escuchar lo
afortunado que era.
Todo el mundo se lo
repetía y él
aceptaba los
tributos de envidia
con cordial
aprobación. Los
Becker llevaban diez
años casados. El
director había
cumplido los
cuarenta y Ángela
debía de contar unos
treinta años.
Entonces sucedió lo
siguiente:
Los Becker
celebraban una
reunión, una de sus
veladas ejemplares,
una cena con unos
veinte comensales.
El menú era
excelente y la
atmósfera, de lo más
estimulante. En el
momento en que se
estaba sirviendo el
champán con el
helado, se pone en
pie un caballero, un
soltero entrado en
años, y se dispone a
pronunciar un
brindis. Elogia a
los anfitriones y
celebra su
hospitalidad, esa
hospitalidad sincera
y rica que procede
de un exceso de
felicidad y del
deseo de que les sea
dado a muchos
participar de ella.
Llegado a este
punto, se pone a
hablar de Ángela,
alabándola de todo
corazón.
—Sí, mi querida,
maravillosa y
respetada señora
—dice, dirigiéndose
a ella con la copa
en la mano—, si yo
dejo que pasen mis
días como solterón
empedernido, es
porque no he logrado
encontrar a una
mujer que fuera como
usted, y si algún
día llegara a
casarme… ¡De una
cosa no hay duda, mi
mujer tendría que
parecerse a usted en
todo!
Entonces se dirige a
Ernst Becker y pide
permiso para decirle
una vez más lo que
éste ya ha tenido
que escuchar tantas
veces: lo mucho que
todos lo envidiaban,
felicitaban y
consideraban
dichoso. Finalmente
invita a todos los
presentes a que se
unan a él en el viva
que va a pronunciar
en honor de aquellos
anfitriones
bendecidos por Dios:
en honor del señor y
la señora Becker.
El viva resuena con
fuerza, la gente
abandona sus
asientos y se
apremia con tal de
poder brindar con la
celebrada pareja.
Entonces, de pronto,
se hace el silencio,
pues Becker, el
director Becker, se
ha puesto en pie,
pálido como la
muerte.
Está verdaderamente
pálido y solo sus
ojos destacan
enrojecidos. Con
temblorosa
solemnidad toma la
palabra.
Por una vez, espeta
desde su pecho,
respirando con
dificultad, ¡por una
vez tenía que
decirlo! ¡Por una
sola vez descargarse
de la verdad que
durante tanto tiempo
ha tenido que
soportar en
solitario! ¡Por una
sola vez, abrirnos
los ojos a todos
nosotros,
deslumbrados y
fascinados como
estábamos, sobre ese
ídolo cuya posesión
tanta envidia nos
causaba! Y entonces,
mientras nosotros,
los invitados, en
parte sentados y en
parte de pie,
helados y
paralizados, sin dar
crédito a nuestros
oídos, rodeábamos
con los ojos muy
abiertos la decorada
mesa, este hombre,
en un espantoso
arrebato, nos dibujó
la imagen de su
matrimonio… Del
infierno que era su
matrimonio…
Esa mujer, ésa de
ahí, qué falsa,
hipócrita y
terriblemente cruel
que era. Qué carente
de amor y qué
repulsivamente
degenerada. Cómo se
pasaba el tiempo
tumbada en decadente
y negligente
indolencia, para,
solo por la noche y
bajo la luz
artificial,
despertar a una vida
de falsedad. Cómo la
única actividad que
ejercía durante el
día era torturar a
su gato con una
inventiva
estremecedora. Hasta
qué extremo lo
atormentaba también
a él con sus
maliciosos
caprichos. Cómo lo
había engañado
desvergonzadamente,
poniéndole los
cuernos con criados,
con obreros e
incluso con mendigos
que llamaban a su
puerta. Cómo había
llegado a hundirlo a
él en el abismo de
su depravación,
humillándolo,
denigrándolo y
emponzoñándolo. Cómo
él lo había
soportado todo en
nombre del amor que
había profesado en
su día a esta
impostora y también
porque, en última
instancia, no era
sino una desgraciada
que merecía una
enorme compasión.
Pero cómo, por fin,
se había hartado de
toda aquella
envidia, vivas y
felicitaciones, y
cómo por una vez,
por una sola vez,
había tenido que
decirlo.
—¡Y es que ni
siquiera se lava!
—exclama—. ¡Es
demasiado vaga para
eso! ¡Está sucia por
debajo de sus
encajes!
Dos caballeros lo
condujeron fuera de
la habitación. La
reunión se disolvió.
Unos días más tarde
el señor Becker, al
parecer de común
acuerdo con su
esposa, se hizo
internar en un
sanatorio para
enfermedades
nerviosas. Sin
embargo, estaba
perfectamente sano;
simplemente, había
llegado a un límite.
Después los Becker
se mudaron a otra
ciudad. |