En casa de profeta
Hay lugares
extraños, mentes
extrañas, regiones
extrañas del
espíritu, elevadas y
miserables. En la
periferia de las
grandes ciudades,
allí donde las
farolas se vuelven
más escasas y los
gendarmes patrullan
por parejas, hay que
subir las escaleras
de las casas hasta
que ya no se pueda
avanzar más para
acceder a las
oblicuas buhardillas
en donde unos genios
jóvenes y pálidos,
criminales del
sueño, incuban
apáticamente y de
brazos cruzados sus
pensamientos, o para
llegar a los
talleres de
decoración barata e
insignificante donde
unos artistas
solitarios,
indignados y
consumidos por
dentro, hambrientos
y orgullosos, luchan
inmersos en una nube
de humo por sus más
extremos y confusos
ideales. Es aquí
donde hallaremos el
fin, el hielo, la
pureza y la nada.
Aquí carece de
validez todo
contrato, toda
concesión, toda
tolerancia, toda
mesura y todo valor.
Aquí el aire es tan
poco denso y tan
honesto que las
miasmas de la vida
son incapaces de
medrar. Aquí rige la
obstinación, la más
extrema
consecuencia, el yo
que reina
desesperado, la
libertad, el delirio
y la muerte…
Era un Viernes
Santo, a las ocho de
la noche. Varias de
las personas a las
que Daniel había
invitado llegaron en
aquel mismo
instante. Habían
recibido
invitaciones en
formato cuartilla en
las que un águila se
llevaba por los
aires, cogida con
las garras, una daga
desenvainada y que,
en una escritura
singular, exhortaban
a su receptor a que
asistiera a la
reunión que se
celebraría el
Viernes Santo con
objeto de la lectura
de las
proclamaciones de
Daniel; así es como,
en la hora fijada,
coincidieron en
aquella calle
desierta y sombría
del arrabal frente
al banal edificio en
alquiler en el que
se hallaba la morada
terrenal del
profeta.
Algunos ya se
conocían e
intercambiaron
saludos. Se trataba
del pintor polaco y
de la flaca muchacha
que vivía con él;
del poeta, un semita
larguirucho y de
barba negra
acompañado por su
voluminosa y pálida
esposa ataviada con
largas túnicas
colgantes, una
personalidad de
aspecto
simultáneamente
marcial y enfermizo,
espiritista y
capitán de
caballería fuera de
servicio; y de un
joven filósofo con
apariencia de
canguro. El
novelista, un
caballero de
sombrero rígido y
cuidado bigote, era
el único que no
conocía a nadie.
Procedía de una
esfera muy distinta
y había ido a parar
allí por pura
casualidad. Mantenía
cierta relación con
la vida, y uno de
sus libros era leído
en los circuitos
burgueses. Estaba
decidido a
comportarse con
agradecimiento, con
severa humildad y,
en todo, como una
criatura que estaba
siendo tolerada.
Siguió a cierta
distancia a los
demás al interior de
la casa.
Subieron las
escaleras, un
escalón tras otro,
apoyados en la
barandilla de hierro
forjado. Guardaban
silencio, pues eran
personas que
conocían el valor de
la palabra y no
acostumbraban a
hablar inútilmente.
A la tenue luz de
las lamparitas de
petróleo que había
sobre los alféizares
de las ventanas en
los recodos de la
escalera, iban
leyendo al pasar los
nombres que había en
las puertas de las
viviendas. Así
pasaron de largo por
el hogar y el nido
de inquietudes de un
empleado de una
agencia de seguros,
de una comadrona, de
una lavandera, de un
«agente» y de un
callista, en
silencio, sin
desprecio, pero
sintiéndose
extraños. Ascendían
por la estrecha caja
de la escalera como
a través de un pozo
en penumbra, con
confianza y sin
detenerse, pues
desde allá arriba,
desde ese lugar en
el que ya no se
puede avanzar más,
les esperaba un
resplandor, el
temblor de un
reflejo suave y
fugaz que procedía
de la altura más
extrema.
Por fin se hallaban
en la meta, justo
debajo del tejado, a
la luz de seis velas
que ardían en varios
candelabros
distintos sobre una
mesita cubierta con
palias desteñidas
que había al final
de la escalera. En
la puerta, ya con el
aspecto de la
entrada a un desván,
alguien había
colgado un letrero
de cartón gris que,
en tipos romanos
trazados con
carboncillo, rezaba
«Daniel». Llamaron
al timbre…
Les abrió un niño
cabezón y de mirada
cordial vestido con
un traje azul nuevo
y botas relucientes,
con una vela en la
mano, y les iluminó
oblicuamente el
camino a través del
corredor pequeño y
oscuro hasta una
estancia
abuhardillada sin
empapelar,
completamente vacía
a excepción de un
perchero de madera.
Sin mediar palabra,
con un gesto
acompañado de un
sonido gutural y
balbuceante, el niño
invitó a los
presentes a dejar
allí sus cosas, y
cuando el novelista,
movido por una
genérica simpatía,
le formuló una
pregunta, se hizo
definitivamente
patente que el niño
era mudo. A
continuación guió de
nuevo con su luz a
los invitados a
través del corredor,
esta vez hacia otra
puerta distinta, y
les hizo entrar. El
novelista entró el
último. Llevaba
levita y guantes,
decidido a
comportarse como si
estuviera en una
iglesia.
Una claridad
generada por veinte
o veinticinco velas
encendidas que
vibraban y
centelleaban
festivamente
imperaba en la
estancia de
dimensiones
moderadas en la que
entraron. Una joven
que llevaba un
vestido sencillo con
puños y cuello de
color blanco, María
Josefa, la hermana
de Daniel, de
semblante puro y
necio, se hallaba
muy cerca de la
puerta y les iba
estrechando la mano
a todos a medida que
llegaban. El
novelista la
conocía. Había
coincidido con ella
en una tertulia
literaria. En
aquella ocasión la
había visto muy
erguida en su
asiento, con la taza
en la mano, y la
había oído hablar de
su hermano con voz
clara y fervorosa.
Adoraba a Daniel.
El novelista lo
buscó con la mirada…
—No está aquí —dijo
Maria Josefa—. Está
ausente, no sé
dónde. Pero su
espíritu estará
entre nosotros y
seguirá frase por
frase las
proclamaciones
mientras sean
leídas.
—¿Quién las va a
leer? —preguntó el
novelista con voz
contenida y
reverente.
Se tomaba aquello en
serio. Era una
persona de buenas
intenciones y con
una íntima humildad,
lleno de respeto por
todas las
manifestaciones del
mundo, dispuesto a
aprender y a honrar
todo lo que fuera
digno de ser
honrado.
—Un discípulo de mi
hermano —respondió
María Josefa— que va
a venir desde Suiza.
Aún no está aquí. Lo
estará en el momento
oportuno.
Frente a la puerta,
apoyado sobre una
mesa y con el canto
superior arrimado
contra el techo
inclinado, se
mostraba a la luz de
las velas un gran
dibujo al pastel
realizado con trazos
amplios y vehementes
que representaba a
Napoleón
calentándose, en
actitud tosca y
despótica, los pies
calzados con botas
de cañonero a la
lumbre de la
chimenea. A la
derecha de la
entrada se erigía un
baúl parecido a un
altar sobre el que,
entre velas que
ardían en
candelabros
plateados, extendía
sus manos la talla
policromada de un
santo que tenía los
ojos dirigidos hacia
lo alto. Delante
había un
reclinatorio y, al
aproximarse, uno se
podía percatar de la
presencia de una
pequeña fotografía
de aficionado que
había sido apoyada
verticalmente contra
uno de los pies del
santo y que
representaba a un
hombre joven de unos
treinta años, de
frente tremendamente
elevada, pálida e
inclinada hacia
atrás, y un rostro
rasurado y huesudo
como de ave de presa
que denotaba una
concentrada
espiritualidad.
El novelista se
quedó un rato frente
al retrato de
Daniel. A
continuación, con
suma precaución, se
atrevió a entrar un
poco más en la
estancia. Tras una
gran mesa redonda
cuyo tablero pulido
en tonos amarillos
mostraba, rodeada de
una corona de
laurel, la misma
águila portadora de
una daga que ya
habían tenido
ocasión de ver en
las invitaciones,
entre las butacas
bajas de madera,
asomaba una silla
gótica severa,
estrecha y empinada
como si se tratara
de un trono o de un
sitial. Un banco
largo y de hechura
sencilla, recubierto
de tela barata, se
extendía frente al
espacioso nicho que
formaba la
confluencia del muro
y del tejado y en la
que había embutida
una ventana baja.
Estaba abierta,
seguramente porque
la estufa cerámica,
baja y rechoncha, se
había caldeado
demasiado, y abría
la vista a una
porción de noche
azul en cuya
profundidad y
vastedad se perdían,
en forma de puntos
incandescentes de
color amarillo, las
farolas de gas
distribuidas
irregularmente en
intervalos cada vez
mayores.
Pero delante de la
ventana se
estrechaba la
estancia hasta
formar un aposento
con aspecto de
alcoba que estaba
iluminado con mayor
claridad que el
resto de la
buhardilla y que
parecía medio
gabinete, medio
capilla. Al fondo
había un diván
recubierto de una
tela fina y pálida.
A la derecha se veía
una librería tapada
con una sábana en
cuyo extremo
superior ardían
varias velas
dispuestas en
candelabros y
lamparillas de
aceite de formas
antiguas. A la
izquierda había una
mesa cubierta con un
mantel blanco que
exhibía un
crucifijo, un
candelabro de siete
brazos, un vaso
lleno de vino tinto
y un plato con un
trozo de pastel de
pasas. En el primer
término de la
alcoba, sin embargo,
se erigía sobre un
podio plano, frente
a un candelabro de
hierro que la
sobrepasaba, una
columna de escayola
dorada cuyo capitel
había sido
recubierto con una
palia de altar de
seda roja. Y sobre
ella descansaba una
pila escrita de
hojas de papel en
formato folio: las
proclamaciones de
Daniel. Un papel
pintado claro y
estampado con
pequeñas guirnaldas
estilo Imperio
cubría las paredes y
la parte inclinada
del techo. Una
mascarilla
mortuoria,
guirnaldas de rosas
y una gran espada
oxidada colgaban de
la pared. Y además
del gran retrato de
Napoleón, había
diseminados por la
estancia, en
ejecuciones de lo
más diverso, los
retratos de Lutero,
Nietzsche, Moltke,
Alejandro VI,
Robespierre y
Savonarola…
—Todas estas cosas
han sido vividas por
él —dijo María
Josefa, tratando de
escudriñar el efecto
que había causado la
decoración en el
rostro
respetuosamente
inexpresivo del
novelista.
Pero entretanto
habían llegado
nuevos invitados,
con solemnidad y en
silencio, y la gente
empezaba a
acomodarse con
actitud decorosa en
bancos y sillas.
Aparte de los que
habían llegado al
principio, ahora
también habían
tomado asiento un
dibujante de
extravagante
aspecto, con un
decrépito rostro
infantil, una dama
coja que solía
hacerse presentar
como «poetisa
erótica», una joven
madre soltera de
ascendencia
aristocrática que
había sido repudiada
por su familia, pero
que carecía de toda
pretensión
espiritual y que
única y
exclusivamente había
sido acogida en este
círculo a causa de
su maternidad, una
escritora de cierta
edad y un músico
jorobado… Unas doce
personas en total.
El novelista se
había retirado al
nicho de la ventana
para sentarse, y
Maria Josefa se
había acomodado en
una silla que había
muy cerca de la
puerta, las manos
entrelazadas sobre
las rodillas. Así es
como esperaron al
discípulo procedente
de Suiza que estaría
allí en el momento
oportuno.
De repente llegó
también una dama
rica que solía
visitar por pura
afición esta clase
de celebraciones.
Había llegado hasta
aquí en su cupé de
seda procedente del
centro de la ciudad,
de su suntuosa casa
con gobelinos y
marcos de puerta de
giallo antico, había
subido todos los
escalones y ahora,
bella, perfumada y
lujosa, entraba por
la puerta, ataviada
con un vestido de
paño azul bordado en
amarillo y con un
sombrero parisino
sobre su cabello de
un castaño caoba,
sonriendo con ojos
como pintados por
Tiziano. Venía por
curiosidad, por
aburrimiento, por el
placer que sentía
por los contrastes,
por su buena
predisposición hacia
todo lo que se
saliera un poco de
lo normal, por una
encantadora
extravagancia.
Saludó a la hermana
de Daniel y al
novelista, que era
un visitante asiduo
de su casa, y se
sentó en el banco
que había frente al
nicho de la ventana,
entre la poetisa
erótica y el
filósofo con
apariencia de
canguro, como si eso
fuera lo más normal
del mundo.
—He estado a punto
de llegar tarde —le
dijo en voz baja,
con su boca bella y
expresiva, al
novelista que estaba
sentado tras ella—.
Tenía invitados a
tomar el té y la
reunión se ha
alargado un poco…
El novelista estaba
muy emocionado y
daba gracias a Dios
por haberse
presentado con un
atavío respetable.
«¡Qué hermosa es!»,
pensó. «Merece ser
la madre de una hija
así…»
—¿Y la señorita
Sonja? —le preguntó
por encima del
hombro…—. ¿No ha
traído usted a la
señorita Sonja?
Sonja era la hija de
aquella dama rica y,
a los ojos del
novelista, un
espécimen
increíblemente
afortunado de
criatura, un
prodigio de
formación universal,
la viva
personificación de
un ideal de cultura.
Pronunció su nombre
dos veces porque le
generaba un placer
indescriptible
articularlo.
—Sonja está enferma
—dijo la rica dama—.
Sí, imagínese, se ha
herido en un pie. Oh,
no es nada, una
hinchazón, una
pequeña infección o
tumescencia. Ya se
lo han intervenido.
Quizá ni siquiera
hubiera hecho falta,
pero ella misma lo
ha querido así.
—¡Ella misma lo ha
querido! —repitió el
novelista en un
susurro entusiasta—.
¡En eso la
reconozco! Pero,
dígame, ¿cómo puedo
comunicarle mi
sentimiento?
—Oh, ya la saludaré
yo de su parte —dijo
la rica dama. Y como
él guardó silencio,
añadió—: ¿O es que
no le basta con eso?
—No, no me basta
—dijo el novelista
en voz
extremadamente baja,
y dado que ella
valoraba sus libros,
repuso con una
sonrisa:
—Pues entonces
envíele alguna
florecilla.
—¡Gracias! —dijo
él—. ¡Gracias! ¡Lo
haré!
Y por dentro
pensaba: «¿Una
florecilla? ¡Un
ramillete! ¡Un ramo
entero! ¡Aun antes
de desayunar me
acercaré mañana en
un coche de punto
hasta la
florista…!». Y
sintió que mantenía
cierta relación con
la vida.
Entonces se percibió
un ruido fugaz en el
exterior, se abrió
la puerta para
volver a cerrarse
enseguida
bruscamente y, a los
ojos de los
invitados y a la luz
de las velas,
apareció un joven
bajo y robusto
vestido con un traje
oscuro: el discípulo
de Suiza. Sobrevoló
la estancia con una
mirada amenazadora,
acudió con
vehementes zancadas
hasta la columna de
escayola que había
frente a la alcoba,
se puso de pie tras
ella sobre el podio
plano con un ahínco
tal que parecía como
si quisiera echar
raíces en él, agarró
el pliego superior
del manuscrito y
empezó a leer de
inmediato.
Tendría unos
veintiocho años y
era feo y de cuello
corto. Su cabello
rapado formaba una
punta de excepcional
longitud que se
internaba en su
frente ya de por sí
estrecha y surcada.
Su rostro, rasurado,
hosco y rudo,
mostraba una nariz
de dogo, bastos
pómulos, las
mejillas hundidas y
labios gruesos y
prominentes que
parecían articular
las palabras con
dificultad, a
regañadientes y con
una especie de
blanda ira. Su
rostro era tosco,
pero también pálido.
Leía con voz salvaje
y excesivamente
alta, aunque
interiormente
temblara, oscilara y
se mostrara afectada
por la falta de
aliento. La mano con
que sostenía el
pliego escrito era
ancha y roja, y aun
así se estremecía.
Constituía una
siniestra mixtura de
brutalidad y
debilidad, y lo que
leía concordaba
extrañamente con
esta impresión.
Eran sermones,
metáforas, tesis,
leyes, visiones,
profecías y unos
llamamientos que más
bien parecían
órdenes del día, que
se sucedían
pintoresca e
imprevisiblemente
unos a otros en una
mezcla de estilos
compuesta tanto por
un apocalíptico tono
de salterio como por
términos técnicos
que procedían tanto
del vocabulario
estratégico militar
como de la
terminología
filosófico-crítica.
Un yo febril y
terriblemente
irritado se
incorporaba
lentamente en un
delirio solitario de
grandeza, amenazando
al mundo con un
torrente de palabras
violentas. Christus
imperator maximus
era su nombre, y
reclutaba tropas
dispuestas a morir
para someter el
orbe, emitía
mensajes, dictaba
sus inflexibles
condiciones, exigía
castidad y pobreza,
y repetía una y otra
vez, en un ilimitado
alboroto y con una
especie de
voluptuosidad
antinatura, el
mandamiento de la
obediencia
incondicional. Se
nombró a Buda,
Alejandro, Napoleón
y Jesús como sus
humildes
antecesores, aunque
todos estos eran
indignos de soltarle
siquiera los
cordones de los
zapatos al emperador
espiritual…
El discípulo leyó
durante una hora.
Entonces, con mano
temblorosa, tomó un
trago del vaso de
vino tinto y echó
mano de nuevas
proclamaciones.
Tenía la estrecha
frente perlada de
sudor, los gruesos
labios le palpitaban
y entre palabra y
palabra, fatigado y
vociferante,
expulsaba aire
continuamente por la
nariz con un breve y
sonoro bufido. Ese
yo solitario
cantaba, rabiaba y
daba órdenes. Se
perdía en imágenes
delirantes, se
hundía en un
remolino de
absurdidades para
volver a salir
inesperadamente a
flote en algún lugar
totalmente
imprevisto. Se
mezclaban las
maledicencias y los
hosannas, el
incienso y el vapor
de la sangre. El
mundo era
conquistado y
redimido en batallas
atronadoras…
Habría sido difícil
determinar cuál era
el efecto que las
proclamaciones de
Daniel estaban
causando en los
oyentes. Algunos, la
cabeza muy inclinada
hacia atrás, miraban
al techo con ojos
apagados. Otros,
profundamente
agachados sobre las
rodillas, tenían el
rostro enterrado
entre las manos. Los
ojos de la poetisa
erótica se velaban
de forma extraña
cada vez que
resonaba la palabra
«castidad», y el
filósofo con
apariencia de
canguro escribía de
vez en cuando algo
incierto en el aire
con su índice largo
y torcido. El
novelista hacía rato
que buscaba en vano
una posición
adecuada para su
dolorida espalda. A
las diez le
sobrevino la visión
de un bocadillo de
jamón, pero la
ahuyentó con
hombría.
Hacia las diez y
media los oyentes
pudieron apreciar
que el discípulo
estaba sosteniendo
el último folio en
su derecha
enrojecida y
temblorosa. Ya se
había terminado.
—¡Soldados!
—concluyó, en el
límite más extremo
de sus fuerzas,
fallándole la voz
atronadora—: ¡Para
su saqueo os lego…
el mundo!
Entonces bajó del
podio, escudriñó a
todos los presentes
con mirada
amenazadora y salió
con vehemencia por
la puerta tal y como
había llegado.
Los oyentes aún
permanecieron
inmóviles un minuto
más en la misma
posición que habían
adoptado al final.
Entonces se pusieron
en pie como si lo
hubieran decidido al
unísono y se fueron
enseguida, después
de que cada uno de
ellos, susurrando
una palabra en voz
baja, hubiera
estrechado la mano
de Maria Josefa, que
volvía a estar,
callada y pura, muy
cerca de la puerta.
Fuera, el niño mudo
estaba dispuesto
otra vez. Iluminó el
camino a los
invitados hasta la
guardarropía, les
ayudó a ponerse los
abrigos y, a través
de la oscura
escalera de cuyo
punto más alto, el
reino de Daniel,
caía el inquieto
resplandor de las
velas, los guió
hasta la puerta de
la casa, que abrió
con llave. Uno tras
otro, los invitados
salieron a la
desolada calle del
arrabal.
El cupé de la dama
rica la estaba
esperando delante de
la casa. Se pudo
apreciar cómo el
cochero, sentado en
el pescante entre
dos luminosas
farolas, saludó
llevándose al
sombrero la mano que
sostenía la fusta.
El novelista
acompañó a la dama
rica hasta la
portezuela.
—¿Qué impresión le
ha causado?
—preguntó.
—No me gusta
manifestarme sobre
esta clase de cosas
—respondió—. Quizá
sea verdaderamente
un genio o algo
parecido…
—Es verdad; en el
fondo, ¿qué es un
genio en realidad…?
—repuso pensativo—.
En este Daniel se
dan todas las
premisas: la
soledad, la
libertad, la pasión
espiritual, la
grandiosidad del
punto de vista, la
fe en sí mismo,
incluso la
proximidad entre
crimen y locura.
¿Qué le falta? ¿Tal
vez el lado humano?
¿Un poco de
sentimiento, de
nostalgia, de amor?
Claro que todo esto
no es más que una
hipótesis totalmente
improvisada… Salude
usted a Sonja
—añadió todavía
cuando ella le
tendió la mano desde
el asiento, al
tiempo que, tenso,
trataba de leer en
la expresión de su
rostro cómo iba a
tomarse que le
hablara simplemente
de «Sonja», y no de
la «señorita Sonja»
o de «su respetable
hija».
Pero dado que ella
valoraba sus libros,
lo toleró con una
sonrisa.
—Lo haré de su
parte.
—¡Gracias! —dijo él,
y una oleada de
esperanza lo
confundió por un
instante—. ¡Ahora
voy a cenar como un
lobo!
Sí, mantenía cierta
relación con la
vida. |