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															En casa de profeta
 
															Hay lugares 
															extraños, mentes 
															extrañas, regiones 
															extrañas del 
															espíritu, elevadas y 
															miserables. En la 
															periferia de las 
															grandes ciudades, 
															allí donde las 
															farolas se vuelven 
															más escasas y los 
															gendarmes patrullan 
															por parejas, hay que 
															subir las escaleras 
															de las casas hasta 
															que ya no se pueda 
															avanzar más para 
															acceder a las 
															oblicuas buhardillas 
															en donde unos genios 
															jóvenes y pálidos, 
															criminales del 
															sueño, incuban 
															apáticamente y de 
															brazos cruzados sus 
															pensamientos, o para 
															llegar a los 
															talleres de 
															decoración barata e 
															insignificante donde 
															unos artistas 
															solitarios, 
															indignados y 
															consumidos por 
															dentro, hambrientos 
															y orgullosos, luchan 
															inmersos en una nube 
															de humo por sus más 
															extremos y confusos 
															ideales. Es aquí 
															donde hallaremos el 
															fin, el hielo, la 
															pureza y la nada. 
															Aquí carece de 
															validez todo 
															contrato, toda 
															concesión, toda 
															tolerancia, toda 
															mesura y todo valor. 
															Aquí el aire es tan 
															poco denso y tan 
															honesto que las 
															miasmas de la vida 
															son incapaces de 
															medrar. Aquí rige la 
															obstinación, la más 
															extrema 
															consecuencia, el yo 
															que reina 
															desesperado, la 
															libertad, el delirio 
															y la muerte… 
															Era un Viernes 
															Santo, a las ocho de 
															la noche. Varias de 
															las personas a las 
															que Daniel había 
															invitado llegaron en 
															aquel mismo 
															instante. Habían 
															recibido 
															invitaciones en 
															formato cuartilla en 
															las que un águila se 
															llevaba por los 
															aires, cogida con 
															las garras, una daga 
															desenvainada y que, 
															en una escritura 
															singular, exhortaban 
															a su receptor a que 
															asistiera a la 
															reunión que se 
															celebraría el 
															Viernes Santo con 
															objeto de la lectura 
															de las 
															proclamaciones de 
															Daniel; así es como, 
															en la hora fijada, 
															coincidieron en 
															aquella calle 
															desierta y sombría 
															del arrabal frente 
															al banal edificio en 
															alquiler en el que 
															se hallaba la morada 
															terrenal del 
															profeta. 
															Algunos ya se 
															conocían e 
															intercambiaron 
															saludos. Se trataba 
															del pintor polaco y 
															de la flaca muchacha 
															que vivía con él; 
															del poeta, un semita 
															larguirucho y de 
															barba negra 
															acompañado por su 
															voluminosa y pálida 
															esposa ataviada con 
															largas túnicas 
															colgantes, una 
															personalidad de 
															aspecto 
															simultáneamente 
															marcial y enfermizo, 
															espiritista y 
															capitán de 
															caballería fuera de 
															servicio; y de un 
															joven filósofo con 
															apariencia de 
															canguro. El 
															novelista, un 
															caballero de 
															sombrero rígido y 
															cuidado bigote, era 
															el único que no 
															conocía a nadie. 
															Procedía de una 
															esfera muy distinta 
															y había ido a parar 
															allí por pura 
															casualidad. Mantenía 
															cierta relación con 
															la vida, y uno de 
															sus libros era leído 
															en los circuitos 
															burgueses. Estaba 
															decidido a 
															comportarse con 
															agradecimiento, con 
															severa humildad y, 
															en todo, como una 
															criatura que estaba 
															siendo tolerada. 
															Siguió a cierta 
															distancia a los 
															demás al interior de 
															la casa. 
															Subieron las 
															escaleras, un 
															escalón tras otro, 
															apoyados en la 
															barandilla de hierro 
															forjado. Guardaban 
															silencio, pues eran 
															personas que 
															conocían el valor de 
															la palabra y no 
															acostumbraban a 
															hablar inútilmente. 
															A la tenue luz de 
															las lamparitas de 
															petróleo que había 
															sobre los alféizares 
															de las ventanas en 
															los recodos de la 
															escalera, iban 
															leyendo al pasar los 
															nombres que había en 
															las puertas de las 
															viviendas. Así 
															pasaron de largo por 
															el hogar y el nido 
															de inquietudes de un 
															empleado de una 
															agencia de seguros, 
															de una comadrona, de 
															una lavandera, de un 
															«agente» y de un 
															callista, en 
															silencio, sin 
															desprecio, pero 
															sintiéndose 
															extraños. Ascendían 
															por la estrecha caja 
															de la escalera como 
															a través de un pozo 
															en penumbra, con 
															confianza y sin 
															detenerse, pues 
															desde allá arriba, 
															desde ese lugar en 
															el que ya no se 
															puede avanzar más, 
															les esperaba un 
															resplandor, el 
															temblor de un 
															reflejo suave y 
															fugaz que procedía 
															de la altura más 
															extrema. 
															Por fin se hallaban 
															en la meta, justo 
															debajo del tejado, a 
															la luz de seis velas 
															que ardían en varios 
															candelabros 
															distintos sobre una 
															mesita cubierta con 
															palias desteñidas 
															que había al final 
															de la escalera. En 
															la puerta, ya con el 
															aspecto de la 
															entrada a un desván, 
															alguien había 
															colgado un letrero 
															de cartón gris que, 
															en tipos romanos 
															trazados con 
															carboncillo, rezaba 
															«Daniel». Llamaron 
															al timbre… 
															Les abrió un niño 
															cabezón y de mirada 
															cordial vestido con 
															un traje azul nuevo 
															y botas relucientes, 
															con una vela en la 
															mano, y les iluminó 
															oblicuamente el 
															camino a través del 
															corredor pequeño y 
															oscuro hasta una 
															estancia 
															abuhardillada sin 
															empapelar, 
															completamente vacía 
															a excepción de un 
															perchero de madera. 
															Sin mediar palabra, 
															con un gesto 
															acompañado de un 
															sonido gutural y 
															balbuceante, el niño 
															invitó a los 
															presentes a dejar 
															allí sus cosas, y 
															cuando el novelista, 
															movido por una 
															genérica simpatía, 
															le formuló una 
															pregunta, se hizo 
															definitivamente 
															patente que el niño 
															era mudo. A 
															continuación guió de 
															nuevo con su luz a 
															los invitados a 
															través del corredor, 
															esta vez hacia otra 
															puerta distinta, y 
															les hizo entrar. El 
															novelista entró el 
															último. Llevaba 
															levita y guantes, 
															decidido a 
															comportarse como si 
															estuviera en una 
															iglesia. 
															Una claridad 
															generada por veinte 
															o veinticinco velas 
															encendidas que 
															vibraban y 
															centelleaban 
															festivamente 
															imperaba en la 
															estancia de 
															dimensiones 
															moderadas en la que 
															entraron. Una joven 
															que llevaba un 
															vestido sencillo con 
															puños y cuello de 
															color blanco, María 
															Josefa, la hermana 
															de Daniel, de 
															semblante puro y 
															necio, se hallaba 
															muy cerca de la 
															puerta y les iba 
															estrechando la mano 
															a todos a medida que 
															llegaban. El 
															novelista la 
															conocía. Había 
															coincidido con ella 
															en una tertulia 
															literaria. En 
															aquella ocasión la 
															había visto muy 
															erguida en su 
															asiento, con la taza 
															en la mano, y la 
															había oído hablar de 
															su hermano con voz 
															clara y fervorosa. 
															Adoraba a Daniel. 
															El novelista lo 
															buscó con la mirada… 
															—No está aquí —dijo 
															Maria Josefa—. Está 
															ausente, no sé 
															dónde. Pero su 
															espíritu estará 
															entre nosotros y 
															seguirá frase por 
															frase las 
															proclamaciones 
															mientras sean 
															leídas. 
															—¿Quién las va a 
															leer? —preguntó el 
															novelista con voz 
															contenida y 
															reverente. 
															Se tomaba aquello en 
															serio. Era una 
															persona de buenas 
															intenciones y con 
															una íntima humildad, 
															lleno de respeto por 
															todas las 
															manifestaciones del 
															mundo, dispuesto a 
															aprender y a honrar 
															todo lo que fuera 
															digno de ser 
															honrado. 
															—Un discípulo de mi 
															hermano —respondió 
															María Josefa— que va 
															a venir desde Suiza. 
															Aún no está aquí. Lo 
															estará en el momento 
															oportuno. 
															Frente a la puerta, 
															apoyado sobre una 
															mesa y con el canto 
															superior arrimado 
															contra el techo 
															inclinado, se 
															mostraba a la luz de 
															las velas un gran 
															dibujo al pastel 
															realizado con trazos 
															amplios y vehementes 
															que representaba a 
															Napoleón 
															calentándose, en 
															actitud tosca y 
															despótica, los pies 
															calzados con botas 
															de cañonero a la 
															lumbre de la 
															chimenea. A la 
															derecha de la 
															entrada se erigía un 
															baúl parecido a un 
															altar sobre el que, 
															entre velas que 
															ardían en 
															candelabros 
															plateados, extendía 
															sus manos la talla 
															policromada de un 
															santo que tenía los 
															ojos dirigidos hacia 
															lo alto. Delante 
															había un 
															reclinatorio y, al 
															aproximarse, uno se 
															podía percatar de la 
															presencia de una 
															pequeña fotografía 
															de aficionado que 
															había sido apoyada 
															verticalmente contra 
															uno de los pies del 
															santo y que 
															representaba a un 
															hombre joven de unos 
															treinta años, de 
															frente tremendamente 
															elevada, pálida e 
															inclinada hacia 
															atrás, y un rostro 
															rasurado y huesudo 
															como de ave de presa 
															que denotaba una 
															concentrada 
															espiritualidad. 
															El novelista se 
															quedó un rato frente 
															al retrato de 
															Daniel. A 
															continuación, con 
															suma precaución, se 
															atrevió a entrar un 
															poco más en la 
															estancia. Tras una 
															gran mesa redonda 
															cuyo tablero pulido 
															en tonos amarillos 
															mostraba, rodeada de 
															una corona de 
															laurel, la misma 
															águila portadora de 
															una daga que ya 
															habían tenido 
															ocasión de ver en 
															las invitaciones, 
															entre las butacas 
															bajas de madera, 
															asomaba una silla 
															gótica severa, 
															estrecha y empinada 
															como si se tratara 
															de un trono o de un 
															sitial. Un banco 
															largo y de hechura 
															sencilla, recubierto 
															de tela barata, se 
															extendía frente al 
															espacioso nicho que 
															formaba la 
															confluencia del muro 
															y del tejado y en la 
															que había embutida 
															una ventana baja. 
															Estaba abierta, 
															seguramente porque 
															la estufa cerámica, 
															baja y rechoncha, se 
															había caldeado 
															demasiado, y abría 
															la vista a una 
															porción de noche 
															azul en cuya 
															profundidad y 
															vastedad se perdían, 
															en forma de puntos 
															incandescentes de 
															color amarillo, las 
															farolas de gas 
															distribuidas 
															irregularmente en 
															intervalos cada vez 
															mayores. 
															Pero delante de la 
															ventana se 
															estrechaba la 
															estancia hasta 
															formar un aposento 
															con aspecto de 
															alcoba que estaba 
															iluminado con mayor 
															claridad que el 
															resto de la 
															buhardilla y que 
															parecía medio 
															gabinete, medio 
															capilla. Al fondo 
															había un diván 
															recubierto de una 
															tela fina y pálida. 
															A la derecha se veía 
															una librería tapada 
															con una sábana en 
															cuyo extremo 
															superior ardían 
															varias velas 
															dispuestas en 
															candelabros y 
															lamparillas de 
															aceite de formas 
															antiguas. A la 
															izquierda había una 
															mesa cubierta con un 
															mantel blanco que 
															exhibía un 
															crucifijo, un 
															candelabro de siete 
															brazos, un vaso 
															lleno de vino tinto 
															y un plato con un 
															trozo de pastel de 
															pasas. En el primer 
															término de la 
															alcoba, sin embargo, 
															se erigía sobre un 
															podio plano, frente 
															a un candelabro de 
															hierro que la 
															sobrepasaba, una 
															columna de escayola 
															dorada cuyo capitel 
															había sido 
															recubierto con una 
															palia de altar de 
															seda roja. Y sobre 
															ella descansaba una 
															pila escrita de 
															hojas de papel en 
															formato folio: las 
															proclamaciones de 
															Daniel. Un papel 
															pintado claro y 
															estampado con 
															pequeñas guirnaldas 
															estilo Imperio 
															cubría las paredes y 
															la parte inclinada 
															del techo. Una 
															mascarilla 
															mortuoria, 
															guirnaldas de rosas 
															y una gran espada 
															oxidada colgaban de 
															la pared. Y además 
															del gran retrato de 
															Napoleón, había 
															diseminados por la 
															estancia, en 
															ejecuciones de lo 
															más diverso, los 
															retratos de Lutero, 
															Nietzsche, Moltke, 
															Alejandro VI, 
															Robespierre y 
															Savonarola… 
															—Todas estas cosas 
															han sido vividas por 
															él —dijo María 
															Josefa, tratando de 
															escudriñar el efecto 
															que había causado la 
															decoración en el 
															rostro 
															respetuosamente 
															inexpresivo del 
															novelista. 
															Pero entretanto 
															habían llegado 
															nuevos invitados, 
															con solemnidad y en 
															silencio, y la gente 
															empezaba a 
															acomodarse con 
															actitud decorosa en 
															bancos y sillas. 
															Aparte de los que 
															habían llegado al 
															principio, ahora 
															también habían 
															tomado asiento un 
															dibujante de 
															extravagante 
															aspecto, con un 
															decrépito rostro 
															infantil, una dama 
															coja que solía 
															hacerse presentar 
															como «poetisa 
															erótica», una joven 
															madre soltera de 
															ascendencia 
															aristocrática que 
															había sido repudiada 
															por su familia, pero 
															que carecía de toda 
															pretensión 
															espiritual y que 
															única y 
															exclusivamente había 
															sido acogida en este 
															círculo a causa de 
															su maternidad, una 
															escritora de cierta 
															edad y un músico 
															jorobado… Unas doce 
															personas en total. 
															El novelista se 
															había retirado al 
															nicho de la ventana 
															para sentarse, y 
															Maria Josefa se 
															había acomodado en 
															una silla que había 
															muy cerca de la 
															puerta, las manos 
															entrelazadas sobre 
															las rodillas. Así es 
															como esperaron al 
															discípulo procedente 
															de Suiza que estaría 
															allí en el momento 
															oportuno. 
															De repente llegó 
															también una dama 
															rica que solía 
															visitar por pura 
															afición esta clase 
															de celebraciones. 
															Había llegado hasta 
															aquí en su cupé de 
															seda procedente del 
															centro de la ciudad, 
															de su suntuosa casa 
															con gobelinos y 
															marcos de puerta de 
															giallo antico, había 
															subido todos los 
															escalones y ahora, 
															bella, perfumada y 
															lujosa, entraba por 
															la puerta, ataviada 
															con un vestido de 
															paño azul bordado en 
															amarillo y con un 
															sombrero parisino 
															sobre su cabello de 
															un castaño caoba, 
															sonriendo con ojos 
															como pintados por 
															Tiziano. Venía por 
															curiosidad, por 
															aburrimiento, por el 
															placer que sentía 
															por los contrastes, 
															por su buena 
															predisposición hacia 
															todo lo que se 
															saliera un poco de 
															lo normal, por una 
															encantadora 
															extravagancia. 
															Saludó a la hermana 
															de Daniel y al 
															novelista, que era 
															un visitante asiduo 
															de su casa, y se 
															sentó en el banco 
															que había frente al 
															nicho de la ventana, 
															entre la poetisa 
															erótica y el 
															filósofo con 
															apariencia de 
															canguro, como si eso 
															fuera lo más normal 
															del mundo. 
															—He estado a punto 
															de llegar tarde —le 
															dijo en voz baja, 
															con su boca bella y 
															expresiva, al 
															novelista que estaba 
															sentado tras ella—. 
															Tenía invitados a 
															tomar el té y la 
															reunión se ha 
															alargado un poco… 
															El novelista estaba 
															muy emocionado y 
															daba gracias a Dios 
															por haberse 
															presentado con un 
															atavío respetable. 
															«¡Qué hermosa es!», 
															pensó. «Merece ser 
															la madre de una hija 
															así…» 
															—¿Y la señorita 
															Sonja? —le preguntó 
															por encima del 
															hombro…—. ¿No ha 
															traído usted a la 
															señorita Sonja? 
															Sonja era la hija de 
															aquella dama rica y, 
															a los ojos del 
															novelista, un 
															espécimen 
															increíblemente 
															afortunado de 
															criatura, un 
															prodigio de 
															formación universal, 
															la viva 
															personificación de 
															un ideal de cultura. 
															Pronunció su nombre 
															dos veces porque le 
															generaba un placer 
															indescriptible 
															articularlo. 
															—Sonja está enferma 
															—dijo la rica dama—. 
															Sí, imagínese, se ha 
															herido en un pie. Oh, 
															no es nada, una 
															hinchazón, una 
															pequeña infección o 
															tumescencia. Ya se 
															lo han intervenido. 
															Quizá ni siquiera 
															hubiera hecho falta, 
															pero ella misma lo 
															ha querido así. 
															—¡Ella misma lo ha 
															querido! —repitió el 
															novelista en un 
															susurro entusiasta—. 
															¡En eso la 
															reconozco! Pero, 
															dígame, ¿cómo puedo 
															comunicarle mi 
															sentimiento? 
															—Oh, ya la saludaré 
															yo de su parte —dijo 
															la rica dama. Y como 
															él guardó silencio, 
															añadió—: ¿O es que 
															no le basta con eso? 
															—No, no me basta 
															—dijo el novelista 
															en voz 
															extremadamente baja, 
															y dado que ella 
															valoraba sus libros, 
															repuso con una 
															sonrisa: 
															—Pues entonces 
															envíele alguna 
															florecilla. 
															—¡Gracias! —dijo 
															él—. ¡Gracias! ¡Lo 
															haré! 
															Y por dentro 
															pensaba: «¿Una 
															florecilla? ¡Un 
															ramillete! ¡Un ramo 
															entero! ¡Aun antes 
															de desayunar me 
															acercaré mañana en 
															un coche de punto 
															hasta la 
															florista…!». Y 
															sintió que mantenía 
															cierta relación con 
															la vida. 
															Entonces se percibió 
															un ruido fugaz en el 
															exterior, se abrió 
															la puerta para 
															volver a cerrarse 
															enseguida 
															bruscamente y, a los 
															ojos de los 
															invitados y a la luz 
															de las velas, 
															apareció un joven 
															bajo y robusto 
															vestido con un traje 
															oscuro: el discípulo 
															de Suiza. Sobrevoló 
															la estancia con una 
															mirada amenazadora, 
															acudió con 
															vehementes zancadas 
															hasta la columna de 
															escayola que había 
															frente a la alcoba, 
															se puso de pie tras 
															ella sobre el podio 
															plano con un ahínco 
															tal que parecía como 
															si quisiera echar 
															raíces en él, agarró 
															el pliego superior 
															del manuscrito y 
															empezó a leer de 
															inmediato. 
															Tendría unos 
															veintiocho años y 
															era feo y de cuello 
															corto. Su cabello 
															rapado formaba una 
															punta de excepcional 
															longitud que se 
															internaba en su 
															frente ya de por sí 
															estrecha y surcada. 
															Su rostro, rasurado, 
															hosco y rudo, 
															mostraba una nariz 
															de dogo, bastos 
															pómulos, las 
															mejillas hundidas y 
															labios gruesos y 
															prominentes que 
															parecían articular 
															las palabras con 
															dificultad, a 
															regañadientes y con 
															una especie de 
															blanda ira. Su 
															rostro era tosco, 
															pero también pálido. 
															Leía con voz salvaje 
															y excesivamente 
															alta, aunque 
															interiormente 
															temblara, oscilara y 
															se mostrara afectada 
															por la falta de 
															aliento. La mano con 
															que sostenía el 
															pliego escrito era 
															ancha y roja, y aun 
															así se estremecía. 
															Constituía una 
															siniestra mixtura de 
															brutalidad y 
															debilidad, y lo que 
															leía concordaba 
															extrañamente con 
															esta impresión. 
															Eran sermones, 
															metáforas, tesis, 
															leyes, visiones, 
															profecías y unos 
															llamamientos que más 
															bien parecían 
															órdenes del día, que 
															se sucedían 
															pintoresca e 
															imprevisiblemente 
															unos a otros en una 
															mezcla de estilos 
															compuesta tanto por 
															un apocalíptico tono 
															de salterio como por 
															términos técnicos 
															que procedían tanto 
															del vocabulario 
															estratégico militar 
															como de la 
															terminología 
															filosófico-crítica. 
															Un yo febril y 
															terriblemente 
															irritado se 
															incorporaba 
															lentamente en un 
															delirio solitario de 
															grandeza, amenazando 
															al mundo con un 
															torrente de palabras 
															violentas. Christus 
															imperator maximus 
															era su nombre, y 
															reclutaba tropas 
															dispuestas a morir 
															para someter el 
															orbe, emitía 
															mensajes, dictaba 
															sus inflexibles 
															condiciones, exigía 
															castidad y pobreza, 
															y repetía una y otra 
															vez, en un ilimitado 
															alboroto y con una 
															especie de 
															voluptuosidad 
															antinatura, el 
															mandamiento de la 
															obediencia 
															incondicional. Se 
															nombró a Buda, 
															Alejandro, Napoleón 
															y Jesús como sus 
															humildes 
															antecesores, aunque 
															todos estos eran 
															indignos de soltarle 
															siquiera los 
															cordones de los 
															zapatos al emperador 
															espiritual… 
															El discípulo leyó 
															durante una hora. 
															Entonces, con mano 
															temblorosa, tomó un 
															trago del vaso de 
															vino tinto y echó 
															mano de nuevas 
															proclamaciones. 
															Tenía la estrecha 
															frente perlada de 
															sudor, los gruesos 
															labios le palpitaban 
															y entre palabra y 
															palabra, fatigado y 
															vociferante, 
															expulsaba aire 
															continuamente por la 
															nariz con un breve y 
															sonoro bufido. Ese 
															yo solitario 
															cantaba, rabiaba y 
															daba órdenes. Se 
															perdía en imágenes 
															delirantes, se 
															hundía en un 
															remolino de 
															absurdidades para 
															volver a salir 
															inesperadamente a 
															flote en algún lugar 
															totalmente 
															imprevisto. Se 
															mezclaban las 
															maledicencias y los 
															hosannas, el 
															incienso y el vapor 
															de la sangre. El 
															mundo era 
															conquistado y 
															redimido en batallas 
															atronadoras… 
															Habría sido difícil 
															determinar cuál era 
															el efecto que las 
															proclamaciones de 
															Daniel estaban 
															causando en los 
															oyentes. Algunos, la 
															cabeza muy inclinada 
															hacia atrás, miraban 
															al techo con ojos 
															apagados. Otros, 
															profundamente 
															agachados sobre las 
															rodillas, tenían el 
															rostro enterrado 
															entre las manos. Los 
															ojos de la poetisa 
															erótica se velaban 
															de forma extraña 
															cada vez que 
															resonaba la palabra 
															«castidad», y el 
															filósofo con 
															apariencia de 
															canguro escribía de 
															vez en cuando algo 
															incierto en el aire 
															con su índice largo 
															y torcido. El 
															novelista hacía rato 
															que buscaba en vano 
															una posición 
															adecuada para su 
															dolorida espalda. A 
															las diez le 
															sobrevino la visión 
															de un bocadillo de 
															jamón, pero la 
															ahuyentó con 
															hombría. 
															Hacia las diez y 
															media los oyentes 
															pudieron apreciar 
															que el discípulo 
															estaba sosteniendo 
															el último folio en 
															su derecha 
															enrojecida y 
															temblorosa. Ya se 
															había terminado. 
															—¡Soldados! 
															—concluyó, en el 
															límite más extremo 
															de sus fuerzas, 
															fallándole la voz 
															atronadora—: ¡Para 
															su saqueo os lego… 
															el mundo! 
															Entonces bajó del 
															podio, escudriñó a 
															todos los presentes 
															con mirada 
															amenazadora y salió 
															con vehemencia por 
															la puerta tal y como 
															había llegado. 
															Los oyentes aún 
															permanecieron 
															inmóviles un minuto 
															más en la misma 
															posición que habían 
															adoptado al final. 
															Entonces se pusieron 
															en pie como si lo 
															hubieran decidido al 
															unísono y se fueron 
															enseguida, después 
															de que cada uno de 
															ellos, susurrando 
															una palabra en voz 
															baja, hubiera 
															estrechado la mano 
															de Maria Josefa, que 
															volvía a estar, 
															callada y pura, muy 
															cerca de la puerta. 
															Fuera, el niño mudo 
															estaba dispuesto 
															otra vez. Iluminó el 
															camino a los 
															invitados hasta la 
															guardarropía, les 
															ayudó a ponerse los 
															abrigos y, a través 
															de la oscura 
															escalera de cuyo 
															punto más alto, el 
															reino de Daniel, 
															caía el inquieto 
															resplandor de las 
															velas, los guió 
															hasta la puerta de 
															la casa, que abrió 
															con llave. Uno tras 
															otro, los invitados 
															salieron a la 
															desolada calle del 
															arrabal. 
															El cupé de la dama 
															rica la estaba 
															esperando delante de 
															la casa. Se pudo 
															apreciar cómo el 
															cochero, sentado en 
															el pescante entre 
															dos luminosas 
															farolas, saludó 
															llevándose al 
															sombrero la mano que 
															sostenía la fusta. 
															El novelista 
															acompañó a la dama 
															rica hasta la 
															portezuela. 
															—¿Qué impresión le 
															ha causado? 
															—preguntó. 
															—No me gusta 
															manifestarme sobre 
															esta clase de cosas 
															—respondió—. Quizá 
															sea verdaderamente 
															un genio o algo 
															parecido… 
															—Es verdad; en el 
															fondo, ¿qué es un 
															genio en realidad…? 
															—repuso pensativo—. 
															En este Daniel se 
															dan todas las 
															premisas: la 
															soledad, la 
															libertad, la pasión 
															espiritual, la 
															grandiosidad del 
															punto de vista, la 
															fe en sí mismo, 
															incluso la 
															proximidad entre 
															crimen y locura. 
															¿Qué le falta? ¿Tal 
															vez el lado humano? 
															¿Un poco de 
															sentimiento, de 
															nostalgia, de amor? 
															Claro que todo esto 
															no es más que una 
															hipótesis totalmente 
															improvisada… Salude 
															usted a Sonja 
															—añadió todavía 
															cuando ella le 
															tendió la mano desde 
															el asiento, al 
															tiempo que, tenso, 
															trataba de leer en 
															la expresión de su 
															rostro cómo iba a 
															tomarse que le 
															hablara simplemente 
															de «Sonja», y no de 
															la «señorita Sonja» 
															o de «su respetable 
															hija». 
															Pero dado que ella 
															valoraba sus libros, 
															lo toleró con una 
															sonrisa. 
															—Lo haré de su 
															parte. 
															—¡Gracias! —dijo él, 
															y una oleada de 
															esperanza lo 
															confundió por un 
															instante—. ¡Ahora 
															voy a cenar como un 
															lobo! 
															Sí, mantenía cierta 
															relación con la 
															vida. |