El camino al
cementerio
El camino al
cementerio
transcurría paralelo
a la avenida,
siempre a su lado,
hasta que llegaba a
su meta, es decir,
al cementerio. Al
principio, en el
otro lado había
viviendas humanas,
construcciones
suburbiales de nueva
planta, algunas de
las cuales aún
estaban en obras.
Más allá se
extendían los
campos. Por lo que
respecta a la
avenida, flanqueada
de árboles —nudosas
hayas de
considerable edad—,
tenía una mitad
asfaltada y la otra
sin asfaltar. El
camino al
cementerio, en
cambio, estaba
recubierto de una
fina capa de grava
que le otorgaba el
carácter de un
agradable sendero de
paseo. Una cuneta
estrecha y seca,
cubierta de hierbas
y flores silvestres,
se extendía entre
los dos.
Era primavera, casi
verano. El mundo
sonreía. El azul
cielo de Dios estaba
cubierto de cientos
de pedacitos de
nube, pequeños,
redondos y
compactos, y
salpicado por
incontables grumos
blancos como la
nieve y de cómico
aspecto. Los pájaros
trinaban en las
hayas y una suave
brisa soplaba desde
los campos.
Por la avenida se
deslizaba un coche
que, procedente del
pueblo más próximo,
se dirigía a la
ciudad. Una mitad
del coche circulaba
por la parte
asfaltada y la otra
por la parte sin
asfaltar. El cochero
dejaba que las
piernas le colgaran
a cada lado del
pértigo y silbaba,
desafinando
terriblemente. En el
extremo de la parte
trasera, sin
embargo, había un
perrito amarillo que
le daba la espalda
y, por encima de su
puntiagudo morro,
con expresión
indeciblemente seria
y concentrada,
miraba el camino por
el que había venido
y que iban dejando
atrás. Era un perro
incomparable, que
valía su peso en
oro, tremendamente
cómico. Pero,
desafortunadamente,
el perrito no viene
ahora al caso, por
lo que vamos a tener
que apartar de él
nuestra atención.
También pasó una
tropa de soldados.
Venían del cuartel,
que no quedaba
lejos, marchaban en
medio de sus
emanaciones y
cantaban. Un segundo
coche, esta vez
procedente de la
ciudad, avanzaba
suavemente en
dirección al pueblo
más próximo. El
cochero se había
quedado dormido y no
había ningún perro
en él, por lo que
este vehículo carece
por completo de
interés. Dos
menestrales venían
por el camino, uno
de ellos jorobado,
el otro de
complexión
gigantesca. Iban
descalzos porque
llevaban las botas a
la espalda, le
gritaron algo alegre
al cochero dormido y
continuaron su
camino. Se trataba
de un tráfico
moderado, que se
resolvía sin
contratiempos ni
incidentes.
Por el camino al
cementerio solo iba
un hombre. Caminaba
despacio, con la
cabeza baja y
apoyado en un bastón
negro. Este hombre
se llamaba Piepsam,
Lobgott Piepsam, y
de ninguna otra
manera. Hemos
indicado
expresamente su
nombre porque en lo
sucesivo va a
comportarse de la
forma más singular.
Vestía de negro,
pues iba de camino a
las tumbas de sus
seres queridos.
Llevaba un sombrero
de copa basto y
arqueado, una levita
reluciente por el
uso, pantalones que
le venían tan cortos
como estrechos y
guantes de
cabritilla
desgastados por
todas partes. Su
cuello, un cuello
largo y seco con una
gran nuez, asomaba
por entre unas
solapas que se
estaban
deshilachando; sí,
ciertamente estaban
algo rozadas, sus
solapas. Pero cuando
el hombre levantaba
la cabeza, cosa que
hacía de vez en
cuando para ver lo
que le faltaba
todavía para llegar
al cementerio,
ofrecía algo
realmente digno de
verse: un rostro
raro, sin lugar a
dudas una de esas
caras que no se
olvidan fácilmente.
Era una cara
rasurada y pálida.
Entre las
concavidades de las
mejillas, sin
embargo, asomaba una
nariz cuya punta iba
en aumento como si
se tratara de un
bulbo, inflamada de
un color rojo
desmesurado y
antinatural y que,
por si fuera poco,
rebosaba de
innumerables y
diminutos pólipos,
excrecencias insanas
que le procuraban un
aspecto irregular y
fantástico. Esta
nariz, cuya profunda
incandescencia
generaba un agudo
contraste frente a
la palidez mate de
la superficie del
rostro, tenía algo
de inverosímil y
pintoresco, parecía
postiza, como una
nariz de carnaval,
como una broma
melancólica. Pero no
era éste el caso… La
boca, una boca ancha
de comisuras
hundidas, aquel
hombre la mantenía
fuertemente cerrada,
y cuando alzaba la
mirada, enarcaba las
cejas negras,
atravesadas de
pelillos blancos,
hasta que topaban
con el ala del
sombrero, de manera
que se pudiera
apreciar con la
mayor claridad
posible sus
lastimosas ojeras y
lo inflamados que
tenía los ojos. En
definitiva era un
rostro al que uno no
podía negarle por
mucho tiempo la más
viva simpatía.
La figura de Lobgott
Piepsam no era nada
alegre y casaba mal
con aquella tarde
tan encantadora,
resultando demasiado
afligida incluso
para alguien que se
dispone a visitar
las tumbas de sus
seres queridos. Pero
si uno miraba en su
interior, se veía
obligado a reconocer
que Piepsam tenía
motivos más que
suficientes para
ello. Estaría un
poco deprimido,
¿verdad?… Resulta
difícil hacer
comprensible una
cosa así a personas
tan alegres como
vosotros… Se
sentiría un poco
desgraciado,
¿verdad? Un poco
maltratado. Pues,
¡ay!, lo cierto es
que no era solo «un
poco» de todas estas
cosas, sino que lo
era en alto grado,
por no decir, sin
exagerar, que su
situación era
realmente
desesperada.
En primer lugar,
bebía. Pero de eso
ya se hablará más
adelante. Además
había enviudado, era
huérfano y todos lo
habían abandonado.
No había ni un alma
en este mundo que lo
quisiera. Su mujer,
nacida Lebzelt, le
había sido
arrebatada al darle
un hijo antes de
transcurridos los
seis meses. Era el
tercer hijo y nació
muerto. También los
otros dos habían
fallecido. Uno de
difteria, y el otro
por nada, así, sin
más, quizá por
insuficiencia
general. Por si
fuera poco, no mucho
después perdió su
puesto de trabajo:
lo pusieron
ignominiosamente de
patitas en la calle,
y ello por esa
pasión que era más
fuerte que Piepsam.
Hubo un tiempo en
que había sido capaz
de ofrecerle cierta
resistencia, aunque
de vez en cuando se
rendía
desmedidamente a
ella. Pero cuando le
fueron arrebatados
la mujer y los
niños, cuando, sin
el menor apoyo,
despojado de toda la
familia, se quedó
solo en este mundo,
el vicio logró
dominarlo por
completo y fue
venciendo más y más
la resistencia de su
ánimo. Había sido
empleado de una
compañía de seguros,
una especie de
copista de rango
superior con noventa
Reichsmark al mes.
No obstante,
hallándose en estado
de enajenación, se
hizo culpable de una
grave negligencia y,
tras repetidas
amonestaciones,
terminó por ser
despedido como
persona de poca
confianza.
Evidentemente, eso
no provocó ninguna
elevación moral en
Piepsam, sino que lo
hizo caer en la
ruina más absoluta.
Y es que tenéis que
saber que la
desgracia aniquila
la dignidad de la
persona: siempre
viene bien tener
cierta idea de estas
cosas. Se trata de
un asunto muy
singular y algo
espinoso. No sirve
de nada que el
hombre se diga
insistentemente a sí
mismo que es
inocente: en la
mayoría de los casos
se menospreciará por
su desgracia. Sin
embargo, el
menosprecio por uno
mismo y el vicio
mantienen la más
escabrosa relación
mutua. Se alimentan
recíprocamente y son
tan cómplices el uno
del otro que es un
horror. Eso mismo le
sucedió a Piepsam.
Bebía porque no se
respetaba, y se
respetaba cada vez
menos y menos porque
el fracaso
continuamente
renovado de todos
sus buenos
propósitos carcomía
la confianza que
tenía en sí mismo.
En casa, en el
armario, solía haber
una botella llena de
un líquido de color
amarillo veneno, un
líquido pernicioso
cuyo nombre no vamos
a decir, por si
acaso. Frente a este
armario Lobgott
Piepsam había
llegado a estar
literalmente de
rodillas,
mordiéndose la
lengua; y aun así,
siempre terminaba
por sucumbir… No es
de nuestro agrado
contaros esta clase
de cosas, pero lo
cierto es que no
dejan de ser
instructivas. En
fin, el caso es que
Piepsam iba por el
camino al
cementerio,
empujando un bastón
negro frente a él.
La suave brisa del
día también flotaba
en torno a su nariz,
pero él no se daba
cuenta. Con las
cejas extremadamente
enarcadas, tenía la
mirada extraviada y
turbia fija en el
vacío; un hombre
desgraciado y
perdido. De pronto
percibió un ruido
tras él y atendió:
un suave zumbido se
aproximaba
velozmente a lo
lejos. Piepsam se
dio la vuelta y se
detuvo… Era una
bicicleta, cuyos
neumáticos crujían
sobre el suelo
cubierto con una
fina capa de
gravilla y que se
acercaba a toda
carrera, aunque en
ese momento empezó a
disminuir la
velocidad, ya que
Piepsam estaba en
medio del camino.
En el sillín iba un
hombre joven, un
muchacho, un turista
despreocupado. ¡Ay,
a fe mía que no
pretendía en
absoluto contarse
entre los grandes y
nobles de esta
Tierra! Llevaba una
bicicleta de mediana
calidad, no importa
la marca, una bici
de unos doscientos
marcos, a ojo. Y con
ella salía a pasear
un poco por el
campo, recién venido
de la ciudad,
adentrándose con sus
pedales relucientes
en la libre
naturaleza de Dios,
¡hurra! Llevaba una
camisa de colores
cubierta con una
chaqueta gris,
polainas deportivas
y el gorrito más
gracioso del mundo:
una auténtica
monería de gorrito,
a cuadros marrones y
con un botón en su
extremo. Por debajo
asomaba un grueso
mechón despeinado de
pelo rubio que le
sobresalía por
encima de la frente.
Sus ojos eran de un
azul centelleante.
Se estaba
aproximando como si
fuera la vida misma
e hizo sonar el
timbre. Pero Piepsam
no se movió ni un
ápice del camino. Se
quedó allí mismo,
mirando cara a cara
a la vida con
expresión
impertérrita.
La vida, por su
parte, le dedicó una
mirada de disgusto y
pasó despacio junto
a él, Piepsam
también se puso a
caminar de nuevo.
Pero en cuanto la
bicicleta lo hubo
adelantado, dijo
poco a poco y
articulando mucho
las palabras.
—Número nueve mil
setecientos siete.
Dicho esto, apretó
fuertemente los
labios y miró al
frente sin
pestañear, mientras
percibía que la
perpleja mirada de
la vida descansaba
sobre él.
Se había vuelto
hacia él, apoyando
una mano en el
sillín y avanzando
lentamente.
—¿Cómo? —preguntó.
—Número nueve mil
setecientos siete
—repitió Piepsam—.
Oh, nada. Es que voy
a denunciarle.
—¿Que me va a
denunciar? —preguntó
la vida, girándose
aún más y avanzando
con lentitud aún
mayor, lo que lo
obligaba a hacer
esforzados
equilibrios de un
lado a otro con el
manillar…
—Sin duda —respondió
Piepsam a una
distancia de cinco o
seis pasos.
—¿Por qué? —preguntó
la vida, bajando de
la bicicleta.
Estaba ahí, de pie,
y parecía muy
expectante.
—Eso lo sabe usted
muy bien.
—Pues no, no lo sé.
—Tiene que saberlo.
—Pero no lo sé —dijo
la vida—, y además,
¡me interesa bien
poco!
Dicho esto se volvió
hacia la bici para
montar de nuevo en
ella. No cabe duda
de que el muchacho
no tenía pelos en la
lengua.
—Voy a denunciarle
porque circula usted
por aquí; no ahí
fuera, en la
avenida, sino aquí,
en el camino al
cementerio —dijo
Piepsam.
—¡Pero, señor mío!
—dijo la vida con
una risa enojada e
impaciente,
girándose de nuevo y
deteniéndose…—. Aquí
hay huellas de
bicicletas por todo
el camino… Todo el
mundo circula por
aquí…
—Eso me da igual
—repuso Piepsam—. Yo
voy a denunciarle.
—¡Pues muy bien,
haga usted lo que le
dé la gana! —exclamó
la vida, montando de
nuevo en la bici.
Y montó de verdad.
No se puso en
evidencia tratando
de montar sin
conseguirlo. No tuvo
que apoyar el pie ni
una sola vez, sino
que se sentó con
aplomo en el sillín
y ya empezaba a
poner empeño en
alcanzar de nuevo la
velocidad que
respondía a su
temperamento.
—Si ahora sigue
circulando por aquí,
por el camino al
cementerio,
segurísimo que voy a
denunciarle —dijo
Piepsam con voz
temblorosa y más
aguda.
Pero a la vida eso
le importaba bien
poco. Continuó
circulando a
velocidad cada vez
mayor.
Si en ese momento
hubierais visto la
cara de Lobgott
Piepsam, os habríais
llevado un buen
susto. Apretaba los
labios con tanta
fuerza que sus
mejillas e incluso
la nariz
incandescente se
habían desplazado
por completo, y bajo
esas cejas enarcadas
de forma tan poco
natural, sus ojos
estaban siguiendo
con expresión
demencial el
vehículo que se
alejaba. De pronto
se precipitó hacia
delante. Recorrió a
la carrera el corto
trayecto que ya lo
separaba de la
máquina y aferró la
bolsa del sillín. Se
agarró a ella con
las dos manos,
prácticamente se
colgó de ella y,
todavía con los
labios apretados de
forma sobrehumana,
mudo y con mirada
salvaje, empezó a
tirar con todas sus
fuerzas de la
bicicleta que
trataba de seguir
avanzando y de
mantener el
equilibrio. Quien lo
viera podría dudar
de si tenía la
malvada intención de
impedir la marcha
del joven o si le
había embargado el
deseo de dejarse
arrastrar, de
montarse atrás y
circular con él,
adentrándose con los
pedales relucientes
en la libre
naturaleza de Dios,
¡hurra!… La
bicicleta no pudo
resistirse por mucho
tiempo a aquella
carga desesperada.
Se detuvo, se
inclinó, se cayó al
suelo.
Llegados a este
punto, la vida ya
empezaba a mostrarse
grosera. Tras haber
logrado mantenerse
en pie apoyándose en
una pierna, levantó
el brazo derecho y
le dio al señor
Piepsam semejante
golpe en le pecho
que éste retrocedió
varios pasos,
tambaleándose.
Entonces dijo, con
un tono que se
henchía amenazador:
—¡Oiga, estará usted
borracho! Si a
usted, tío raro, se
le vuelve a ocurrir
retenerme, le voy a
dar una buena
paliza, ¿me ha
entendido? ¡Le voy a
romper los huesos!
¡Entérese bien!
Y dicho esto le dio
la espalda al señor
Piepsam, se
encasquetó el gorro
con un gesto
indignado y montó
otra vez en la bici.
No, desde luego que
no tenía pelos en la
lengua, el muchacho.
Tampoco esta vez
fracasó al montar.
Como la vez
anterior, bastó con
que tomara impulso
para volver a estar
firmemente asentado
en el sillín y
dominar enseguida la
máquina. Piepsam vio
su espalda alejarse
cada vez más aprisa.
Él se quedó ahí,
jadeando, mientras
seguía a la vida con
los ojos… No se
caía, no le sucedía
ninguna desgracia,
no se le pinchaba la
rueda y no había
piedra que le
obstaculizara el
camino. Siguió
circulando
elásticamente, sin
más. Entonces
Piepsam empezó a
gritar y a renegar…
Aunque se trataba
más bien de un
berrido, pues
aquella voz ya no
era humana.
—¡Usted no va a
seguir circulando!
—gritó—. ¡No lo
hará! Circulará
usted por ahí fuera,
y no por el camino
al cementerio, ¿me
oye?… ¡Va a bajarse
ahora mismo,
inmediatamente! ¡Ah!
¡Ah! ¡Voy a
denunciarle! ¡Voy a
demandarle! ¡Ay,
Señor, Dios mío, si
te cayeras, si por
casualidad te
cayeras, canalla
desvergonzado, te
pisotearía, te daría
con la bota en la
cara, maldito
mocoso…!
¡Nunca se había
visto nada igual!
¡Un hombre que
reniega a gritos de
camino al
cementerio, un
hombre que berrea
con la cabeza
hinchada, un hombre
que baila de tanto
renegar, que hace
cabriolas, que agita
desordenadamente
brazos y piernas y
es incapaz de
contenerse! La
bicicleta ya no
estaba a la vista,
pero Piepsam seguía
pataleando en el
mismo lugar.
—¡Cogedle! ¡Cogedle!
¡Circula por el
camino al
cementerio! ¡Tirad
al suelo a ese
maldito presumido!
Ah… Ah… Si te
agarrase, cómo iba a
arrearte, perro
estúpido, fanfarrón
del demonio, bufón
de corte, jovenzuelo
ignorante… ¡Va a
bajarse ahora mismo!
¡Va a bajarse en
este mismo instante!
¿Es que nadie va a
pararle los pies a
ese infame?… Conque
paseando, ¿eh? Y por
el camino al
cementerio, ¿verdad?
¡Bribón! ¡Mocoso
impertinente!
¡Maldito simio!
Conque los ojos
azules, ¿eh? ¿Y qué
más? ¡¡Que el
demonio te los
arranque, jovenzuelo
ignorante,
ignorante,
ignorante!!…
Llegado a este
punto, Piepsam pasó
a pronunciar ciertas
frases hechas que no
podemos reproducir
aquí, echaba espuma
por la boca y, con
voz quebrada,
prorrumpía en los
insultos más
ofensivos, mientras
la frenética rabia
de su cuerpo
aumentaba por
momentos. Un par de
niños con una cesta
y un perro pinscher
acudieron desde la
avenida, treparon
por la cuneta y
rodearon al hombre
vociferante, mirando
con curiosidad su
rostro descompuesto.
También les llamó la
atención a algunas
personas que
trabajaban ahí
atrás, en las obras
de los edificios de
nueva planta, o que
acababan de iniciar
su pausa del
almuerzo, por lo que
tanto los hombres
como las mujeres que
mezclaban el mortero
se unieron al grupo
procedentes del
camino. Pero Piepsam
seguía
enfureciéndose sin
parar y la cosa se
estaba poniendo cada
vez más fea. Ciego y
delirante, agitaba
los puños contra el
cielo y en todas las
direcciones,
pataleaba con las
piernas, giraba
sobre sí mismo,
doblaba las rodillas
para volver a
incorporarse
enseguida de un
salto debido a su
esfuerzo desmedido
por gritar lo más
alto posible. No se
tomaba ni una pausa
en sus vituperios,
casi no se daba
tiempo ni para
respirar, y uno
podía preguntarse
con asombro de dónde
le salían todas
aquellas palabras.
Tenía la cara
espantosamente
hinchada, el
sombrero de copa le
había resbalado
hasta la nuca y su
pechera se le salía
del chaleco. Y eso
que para entonces ya
había llegado a las
consideraciones
generales y
farfullaba cosas que
no tenían
absolutamente nada
que ver con lo que
había sucedido. Eran
tanto alusiones a su
vida licenciosa como
de tipo religioso,
expresadas con un
tono de lo más
inadecuado y
negligentemente
entreveradas de
insultos.
—¡Sí, eso, venid!
¡Venid todos!
—vociferó—. ¡Pero no
vosotros, no solo
vosotros, que vengan
también los demás,
los de los gorritos
y los ojos azules!
¡Voy a gritaros unas
cuantas verdades al
oído que os van a
dejar de piedra,
pobres
desgraciados!… ¿Qué?
¿Os reís? ¿Os
encogéis de
hombros?… Yo bebo.
¡Pues sí, bebo! ¡Es
más, soy un
borracho, si queréis
oírlo! ¿Y eso qué
quiere decir? ¡No
penséis que os vais
a reír los últimos!
Llegará el día,
chusma inútil, en
que Dios nos juzgará
a todos… Ah… Ah… El
Hijo del Hombre
vendrá de entre las
nubes, estúpidos
inocentes, ¡y su
justicia no es de
este mundo! Os
lanzará a todos a la
oscuridad eterna, a
vosotros, alegres
criaturas, donde
será el llanto y el…
Para entonces
Piepsam ya estaba
rodeado por un grupo
considerable.
Algunos se reían,
mientras otros lo
miraban con el ceño
fruncido. Aún habían
venido más obreros y
argamaseras de la
obra. Un cochero se
apeó del coche, que
dejó en la carretera
para, fusta en mano,
sumarse también al
grupo tras atravesar
la cuneta. Un hombre
agarró a Piepsam del
brazo y lo sacudió,
pero no sirvió de
nada. Una tropa de
soldados que
marchaban por el
lugar alargaron el
cuello entre risas
para verlo. El
pinscher ya no pudo
contenerse por más
tiempo, así que
hincó en el suelo
las patas delanteras
y, con el rabo
atrapado bajo el
cuerpo, le aulló
directamente a la
cara.
De repente Lobgott
Piepsam volvió a
gritar una sola vez
con todas sus
fuerzas:
—¡Vas a bajarte, te
vas a bajar ahora
mismo, jovenzuelo
ignorante!
Dicho esto, trazó un
amplio semicírculo
con el brazo y se
desplomó. Se quedó
ahí tendido,
repentinamente
enmudecido, un
amorfo montón negro
en medio de tantos
curiosos. Su
arqueado sombrero de
copa salió volando,
rebotó una sola vez
contra el suelo y
también quedó
tendido.
Dos albañiles se
inclinaron sobre el
inmóvil Piepsam y
discutieron el caso
con el tono probo y
sensato de los
trabajadores.
Entonces uno de
ellos se puso en
camino y desapareció
a paso rápido. Los
que quedaron atrás
aún procedieron a
efectuar algunos
experimentos con el
inconsciente. Uno lo
roció con agua de un
cubo, otro sacó su
botella, vertió un
poco de aguardiente
en la palma de la
mano y le frotó las
sienes. Pero ninguno
de estos esfuerzos
se vio coronado por
el éxito.
Así transcurrió un
rato. Después se oyó
un sonido de ruedas
y un coche se acercó
por la avenida. Era
una ambulancia y se
detuvo ahí mismo:
iba tirada por dos
lindos caballitos y
con una cruz roja
desmesuradamente
grande pintada a
cada lado. Dos
hombres de elegante
uniforme bajaron del
pescante y, mientras
uno de ellos se
dirigía a la parte
trasera del coche
para abrirla y sacar
la camilla
desplazable, el otro
se colocó de un
salto en el camino
al cementerio, hizo
a un lado a los
mirones y, con la
ayuda de un hombre
del pueblo, llevó al
señor Piepsam hasta
el coche. Lo
pusieron en la
camilla y lo
introdujeron en el
coche como se
introduce un pan en
el horno, a lo que
la puerta se cerró
nuevamente con un
chasquido y los dos
hombres de uniforme
volvieron a subir al
pescante. Todo esto
se efectuó con la
máxima precisión,
con un par de gestos
ensayados, plis plas,
como en un
espectáculo de monos
amaestrados.
Y entonces se
llevaron a Lobgott
Piepsam de ahí. |