Hermosas amigas, son
muchos los hombres y
mujeres majaderos
que suponen que, por
vestir a una moza
con una blanca toca
y una oscura
vestidura, ha dejado
de sentir apetitos
femeninos, y de ser
mujer, como si en
roca la convirtieran
al hacerla monja. Y
si escuchan algo
contrario a su
convicción, se
azoran como si algún
gran y avieso mal se
hubiese perpetrado
contra la
naturaleza, no
pensando ni
pretendiendo pensar
en sí mismos, que
poseen licencia
completa para obrar
como deseen hasta
saciarse, ni
reflexionando en el
inmenso poder de la
soledad y el ocio. Y
muchos de aquellos
también imaginan que
el azadón y la pala,
las comidas toscas,
y las fatigas quitan
por completo los
deseos
conscupiscentes a
los trabajadores del
campo y les hacen de
ingenio y sagacidad
muy romos.
Y, como los que así
creen se engañan
mucho, deseo
aclarárselo con un
relato, según la
reina me ha mandado.
Existía y aún
subsiste en nuestro
país un convento de
religiosas muy
famoso por su
santidad, del cual
su nombre no
mencionaré para no
mermar esa
reputación. En el
que, no hace mucho,
residían ocho
mujeres y una
superiora, jóvenes
todas, y vivía un
hombre humilde que
era hortelano de un
hermosísimo jardín.
Y él, no contento
con su paga,
solicitó la cuenta a
las mujeres y se
regresó a
Lamporecchio, de
donde era
originario. Y entre
quienes con alegría
le acogieron, había
un labriego joven,
corpulento, vigoroso
y de buen semblante
como de persona de
aldea. Masetto se
llamaba quien
preguntó al recién
llegado dónde había
permanecido tanto
tiempo. El hombre,
que se llamaba Nuto,
se lo contó, y
Masetto le preguntó
en qué servía en el
convento. A lo cual
Nuto respondió:
-Trabajaba yo en un
amplio y hermoso
jardín, y además iba
a buscar leña por el
bosque, y traía agua
y realizaba oficios
semejantes, pero me
pagaban con tan poco
jornal que ni para
calzas me alcanzaba.
Además, todas las
monjas son jóvenes,
y parecen que tienen
el diablo en el
cuerpo, de modo que
nada se hace a su
gusto, sino que,
cuando en el plantío
trabajaba yo, alguna
llegaba y me decía:
"Aquí coloca esto",
y otra: "Aquello
ponlo aquí", y otra,
arrebatándome la
azada, decía: "No
está bien eso"; y
tanto enfado me
daba, que
abandonando yo la
faena me salí del
huerto; así, entre
una y otra cosa, no
quise continuar más
allí y me vine. Su
administrador en
cuanto partí, me
rogó que si a
alguien conocía de
este oficio, se lo
mandara, y se lo
prometí; pero así
Dios le haga tan
sano de los riñones
no pienso enviarle a
nadie.
Oyendo Masetto las
palabras de Nuto,
sintió vivo deseo de
estar con aquellas
monjas, suponiendo
que él podría
cumplir allí sus
deseos. Y,
presumiendo que ello
no ocurriría si
decía algo a Nuto,
le dijo:
-Bien has hecho en
venir. ¿Qué hace un
hombre entre
mujeres? Mejor
estaría con diablos,
porque ellas, seis
veces de cada siete,
ni lo que quieren
saben.
Y, acabados estos
razonamientos,
empezó Masetto a
pensar cómo debía
presentarse a ellas.
Entendía el oficio
de que Nuto le
habló, pero temió
que no le recibieran
al verle demasiado
mozo y bien
parecido. Y,
figurándose entre sí
muchas cosas,
imaginó: "El lugar
es harto lejano de
aquí y nadie me
conoce. Si finjo ser
mudo, de fijo me
recibirán". Y,
aferrándose a esta
imaginación, echose
la segur al hombro
y, sin decir a nadie
dónde iba, a guisa
de pobre hombre
entró en el
convento, en el
cual, al llegar,
casualmente halló al
administrador en el
patio y, por señas,
cual mudo, pidióle
de comer por amor de
Dios y ofrecióle, si
quería, partir leña.
El otro diole de
comer de buen grado
y le puso ante unos
troncos que Nuto no
había podido partir,
pero que el joven,
que muy robusto era,
en pocas horas
cortó. El mayordomo,
que necesitaba ir al
bosque, le llevó
consigo y, luego de
hacerle cortar más
leña, le puso el
asno delante y por
signos le indicó que
lo llevara al
monasterio.
Cumpliolo todo bien
el joven, y el
mayordomo, para que
le sirviese en
algunas cosas que le
eran precisas, le
tuvo consigo más
días. Y, viéndole
una vez la abadesa,
preguntó quién era,
y el otro repuso:
-Un pobre sordomudo,
señora, que vino a
pedir limosna y a
quien he encargado
algunas cosas que
nos eran necesarias.
Si supiese trabajar
el huerto y quisiera
quedarse, creo que
nos prestaría buenos
servicios, porque
anda necesitado, y
es fuerte, y podría
hacer lo que
quisiera. Y, además,
no existiría peligro
de que platicase con
vuestras jóvenes.
A lo que dijo la
abadesa:
-A fe de Dios que
hablas en verdad.
Mira si sabe labrar
e ingéniate para
retenerle. Regálale
un par de zapatos y
algún vestido viejo,
halágale y dale bien
de comer.
El hombre prometió
hacerlo. Masetto,
que estaba barriendo
el patio, lo oyó
todo y díjose,
contento: "Si aquí
me ponéis, yo os
labraré el huerto
como no os lo habrán
labrado nunca".
Viendo el
administrador que el
mozo labraba
óptimamente, por
señas le preguntó si
quería quedarse
allí. Y con señas
respondiole Masetto
que haría lo que a
él le pluguiese, y
el hombre,
aceptándolo, le
impuso la tarea de
cuidar el huerto y
le mostró sus otras
obligaciones, y
luego, yendo a otras
faenas del
monasterio, le dejó.
Y, trabajando un día
tras otro,
comenzaron las
monjas a molestarle
e importunarle y,
como a menudo pasa
con los mudos, le
decían, no creyendo
ser atendidas, las
más injuriosas
palabras
imaginables. De lo
cual la abadesa se
curaba poco o nada,
creyéndolo privado
de oído como de
habla. Y una vez que
él había trabajado
mucho y descansaba,
dos monjas
jovenzuelas que
andaban por el
jardín llegáronse a
donde estaba y,
creyéndole dormido,
le miraron. Una, que
era más atrevida,
dijo a la otra:
-Si pensase que
callabas, te diría
un pensamiento que
muchas veces se me
ha ocurrido y del
que tú también
podrías
aprovecharte.
La otra respondió:
-Habla, que nada
diré a nadie.
Y la arrojada
comenzó:
-No sé si habrás
parado mientes en lo
estrictamente que
vivimos, y en que
aquí ningún hombre
osa entrar, salvo el
mayordomo, por
viejo, y éste por
mudo. Y yo muchas
veces a mujeres que
nos han visitado les
he oído decir que
todas las dulzuras
del mundo son una
burla por
comparación a la que
siente la mujer con
el hombre. Por lo
que muchas veces he
determinado que, si
con otros no puedo,
con este mudo me he
de ensayar, y más
que es para el caso
el mejor del mundo,
puesto que nada
puede ni sabría
decir. Ya ves que es
un mozallón
estúpido, más
crecido que sensato.
Oiré tu parecer.
-¡Oh, lo que dices!
-exclamó la otra-.
¿No sabes que hemos
prometido a Dios
nuestra virginidad?
-¡Oh -dijo la
primera-, cuántas
cosas que no se
cumplen se le
prometen todos los
días! Si le hemos
eso prometido, busca
otra u otras que lo
cumplan.
La compañera le
dijo:
-¿Y si quedásemos
embarazadas?
Su amiga alegó:
-Ya estás pensando
en el mal antes de
que llegue. Cuando
se produzca, se
podrá pensar. Mil
modos habrá de
arreglarse sin que
nada se sepa,
siempre que nosotras
no lo digamos.
La otra, al oír
esto, tuvo aún más
ganas que la primera
de probar qué animal
es el hombre, y
dijo:
-¿Y qué haremos?
La otra respondió:
-Ya ves que es sobre
la nona. Creo que
todas las monjas
duermen menos
nosotras. Miremos si
hay alguien en el
huerto y, si no,
¿qué otra cosa
tenemos que hacer
sino echar mano a
éste y llevarlo a
esa cabaña junto al
manantial? Una puede
estar con él y la
otra estar al
cuidado. Y como él
es necio se plegará
a lo que queramos.
Masetto oía este
razonamiento y,
presto a obedecer,
no esperaba sino que
le tomase una de
ellas. Y habiendo
las dos examinádolo
todo y comprobado
que de nadie podían
ser vistas, la que
había propuesto el
lance, fue a Masetto
y le despertó y él
incorporose y ella,
con obras
lisonjeras, le tomó
la mano, y mientras
él reía neciamente,
llevole a la cabaña,
donde Masetto, sin
hacerse rogar mucho,
accedió a lo que
ella quería. Y la
monja, como leal
compañera, una vez
satisfecha, llamó a
la otra y también
Masetto se plegó a
lo que ella quiso,
sin dejar de
mostrarse un entero
simple.
Y así, antes de
partirse, otra vez
cada una quisieron
saber cómo el mudo
cabalgaba, y luego,
departiendo entre
sí, decíanse que
aquello era tan
dulce y más que lo
que se hablaba. Y
desde entonces,
escogiendo horas
adecuadas, iban a
retozar con el mudo.
Ocurrió que, un día,
una compañera suya
las vio desde la
ventanilla de su
celda y se las
mostró a dos
compañeras más.
Tuvieron ante todo
razonamientos
encaminados a
acusarlas ante la
abadesa, pero luego,
cambiando de
opinión, de consenso
empezaron a
participar también
de Masetto, al cual,
por diversos
accidentes, las
otras tres también
hicieron compañía en
varios casos.
Últimamente, la
abadesa, andando un
día de gran calor
sola por el jardín,
encontró a Masetto,
el cual, durante el
día, por la fatiga
del mucho cabalgar
por la noche, se
había tendido a
dormir a la sombra
de un árbol. Y
habiéndole el viento
alzado las ropas,
hallábase todo él
descubierto. Lo que,
mirándolo la mujer y
hallándose sola,
hízola caer en igual
apetito que sus
monjitas y,
despertando a
Masetto, se lo llevó
a su cámara, donde
le tuvo varios días,
con gran desolación
de las monjas al ver
que su hortelano no
salía a labrarles el
huerto.
Y la abadesa probó y
reprobó aquella
dulzura que
usualmente ante las
otras solía
censurar. En fin,
mandole a su
aposento y buscole
otras veces, y como
las demás le
buscaban también, no
pudiendo el hombre
satisfacer a tantas,
pensó que el seguir
siendo mudo podría
arrojarle gran daño,
y una noche, estando
con la abadesa, al
separarse de ella,
comenzó a decir:
-He oído, señora,
que un gallo se
basta para diez
gallinas, pero que
ni aun diez hombres
se bastan para
satisfacer a una
mujer, de suerte que
a mí me conviene
servir a nueve. Por
nada del mundo
podría perseverar en
ello, y aun con lo
hecho, he venido a
tal extremo, que ya
no puedo hacer ni
poco ni mucho, por
lo que, o me dejáis
ir con Dios, o
buscáis remedio a
este caso.
La mujer, oyendo
hablar al que tenía
por mudo, pasmóse y
dijo:
-¿Cómo es esto? Te
creía mudo.
-Señora -dijo
Masetto-, lo era,
pero no por
naturaleza, sino por
una enfermedad que
me privó del habla,
la cual solamente
desde esta noche me
ha sido restituida,
por lo que alabo a
Dios en cuanto
puedo.
Creyolo la mujer y
le preguntó qué
significaba aquello
de haber de servir a
nueve mujeres. Lo
contó todo Masetto,
y la abadesa,
advirtiendo que no
había monja que no
fuera más experta
que ella, como
discreta, y aunque
sin dejar partir a
Masetto, convino
buscar remedio al
mal con sus monjas,
para que por Masetto
no fuese el
monasterio
vituperado.
Y como en aquellos
días había muerto el
administrador,
ellas, de común
acuerdo, y
revelándose entre sí
lo hasta entonces
hecho a escondidas,
convinieron, con
placer de Masetto,
en hacer creer a las
gentes del contorno
que sus oraciones y
los méritos del
santo bajo cuya
advocación estaba el
monasterio habían
restituido a Masetto
el habla tan
largamente perdida:
y le hicieron
administrador, y tan
hábilmente se
distribuyeron entre
todas las fatigas
del hombre, que él
pudo fácilmente
soportarlas. Y entre
ellas, aunque
bastantes monjitos
el buen hombre
generó, tan
diestramente se
llevó la cosa que
nada se supo hasta
después de la muerte
de la abadesa.
Siendo ya Masetto
viejo, padre y rico,
sin el trabajo de
nutrir a sus hijos y
costear sus gastos,
habiendo con su
agudeza sabido
manejarse bien en la
mocedad, volvió al
sitio de donde había
salido con la segur
al hombro, afirmando
que así trataba
Cristo a quien le
ponía cuernos en la
cabeza. |