Había en Rávena,
antigua ciudad de la
Romaña, muchos
gentiles hombres,
entre los que se
hallaba un mozo de
nombre Anastasio
degli Onesti, muy
rico por herencia de
su padre y de su
tío. Y estando sin
mujer, se enamoró de
una hija de micer
Pablo Traversari.
Era la joven más
noble que él, mas él
esperaba con su
conducta atraerla
para que lo amase.
Pero esas obras, por
hermosas que eran,
sólo lograban enojar
a la joven, porque
ella solía
manifestarse tosca,
huraña y dura,
aunque tal vez esto
se debía a que ella
poseía una belleza
singular o a su
altiva nobleza. En
resumen, a ella nada
de él la complacía,
lo que para
Anastasio resultaba
doloroso de
soportar, y cuando
le dolía demasiado
pensaba en matarse.
Otras veces, cuando
reflexionaba, se
hacía a la idea de
dejarla tranquila y
aun de odiarla tanto
como ella a él. Pero
todo resultaba en
vano: cuanto más se
lo proponía más se
multiplicaba su
amor. Y,
perseverando el
joven en amarla sin
medida, a sus
familiares y amigos
les pareció que él y
su hacienda iban a
agotarse de consumo.
Por lo cual, muchas
veces le rogaron que
se fuese de Rávena a
morar en otro lugar
por algún tiempo,
para ver si lograba
disminuir su amor y
sus impulsos.
Anastasio se burló
de aquel consejo,
pero ellos insistían
en su solicitud y al
fin decidió
complacerles, y
mandó organizar
tantas maletas como
si se fuese a España
o a Francia o a
cualquier otro lugar
remoto; montó en su
caballo y, en
compañía de sus
amigos, partió de
Rávena y se fue a un
sitio que dista de
Rávena tres millas y
se llama Chiassi.
Una vez hubo
llegado, mandó armar
las tiendas y dijo a
quienes le
acompañaban que se
devolviesen, pues
pensaba quedarse
donde estaba. Y
ellos regresaron a
Rávena. Se quedó
Anastasio y empezó a
hacer la más
magnífica vida que
jamás se conociera,
invitando a tales o
cuales a comer o
cenar como era su
costumbre.
Y sucedió que,
llegando primeros de
mayo, y haciendo
buenísimo tiempo y
él siempre pensando
en su cruel amada,
mandó a todos lo
suyos que le dejasen
solo para poder
meditar más a sus
anchas, y a pie se
trasladó,
reflexionando, hasta
el pinar. Pasaba la
quinta hora del día,
y habiéndose él
adentrado en el
pinar como una media
milla, sin acordarse
de comer ni de nada,
súbitamente le
pareció oír un
grandísimo llanto y
quejas de una mujer.
Interrumpido así en
sus dulces
pensamientos, alzó
la cabeza para ver
lo que fuese, y se
extrañó de hallarse
en pleno pinar. Y,
además, mirando ante
sí, vio venir,
saliendo de un
bosquecillo muy
denso de zarzas y
realezas, y
corriendo hacia
donde él se hallaba,
una bellísima mujer
desnuda, toda
arañada de las
zarzas y matorrales,
que lloraba y pedía
piedad a gritos.
Dos grandes y fieros
mastines corrían
tras ella, y cuando
la alcanzaban la
mordían. Venía
detrás. sobre un
negro corcel, un
caballero moreno de
muy airado rostro y
con un estoque en la
mano, amenazando de
muerte a la joven
con terribles y
ofensivas palabras.
Aquella puso a la
vez maravilla y
espanto en el ánimo
del joven, y sintió
compasión de la
desventurada, por lo
que se resolvió, si
podía, librarla de
la muerte y de tal
angustia. Pero,
hallándose sin
armas, recurrió a
coger una rama de
árbol a guisa de
garrote, y fue a
hacer frente a los
canes y al
caballero. El cual,
reparando en ello,
le gritó de lejos:
-No intervengas,
Anastasio, y déjanos
a los perros y a mí
hacer lo que esa
mala hembra ha
merecido.
En esto, los perros,
aferrando con fuerza
por las caderas a la
mujer, la detuvieron
y el caballero se
apeó del corcel. Y
Anastasio,
acercándosele, le
dijo:
-No sé quién eres
que así me conoces,
pero te digo que es
gran vileza que un
caballero armado
quiera matar a una
mujer desnuda y
echarle los perros
detrás como a una
bestia del bosque.
Por cierto ten que
la defenderé.
El caballero
respondió entonces:
-Anastasio, de tu
misma tierra fui, y
aún eras rapaz
pequeño cuando yo, a
quien llamaban micer
Guido degli Anastagi,
me enamoré tanto de
esa mujer como tú
ahora de la
Traversari. Y su
fiereza y crueldad
de tal modo causaron
mi desgracia, que un
día, con el estoque
que ves en mi mano,
desesperado me maté
y fui condenado a
penas infernales No
pasó mucho tiempo
sin que ésta. que de
mi muerte se sintió
desmedidamente
contenta, muriese, y
por el pecado de su
crueldad y de la
alegría que le causó
mi muerte, no
habiéndose
arrepentido, fue
también condenada a
las penas del
infierno. Mas cuando
a él bajó por
castigo, a los dos
nos fue dado el huir
siempre ella ante
mí, mientras yo, que
tanto la amé, habría
de perseguirla como
a mortal enemiga, no
como a mujer amada.
Y siempre que la
alcanzo, con este
estoque con que me
maté, la mato, y la
abro en canal, y ese
corazón duro y frío
en el que nunca amor
ni piedad pudieron
entrar, le arranco
con las demás
vísceras, como verás
pronto, y lo doy a
comer a estos
perros. Y, según
voluntad de la
justicia y potencia
de Dios, no pasa
mucho tiempo sin
que, como si muerta
no estuviera,
resucite, y otra vez
comience su dolorosa
fuga de los perros y
de mí. Y cada
viernes, sobre esta
hora, aquí la
alcanzo y hago en
ella el estrago que
verás. Mas no creas
que descansamos los
demás días, pues
entonces también la
sigo y la alcanzó en
otros parajes donde
cruelmente pensó y
obró contra mí. Y,
convertido de amante
en enemigo, como
ves, he de seguirla
así durante tantos
años como ella se
portó rigurosamente
conmigo. Dejemos,
pues, ejecutar a la
divina justicia, y
no te opongas a lo
que no puedes
evitar.
Anastasio, al oír
tales palabras,
quedó tímido y
suspenso, con todos
los cabellos
erizados, y
retrocediendo y
mirando a la mísera
joven, comenzó
temeroso a esperar
lo que hiciere el
caballero, el cual.
acabando su
razonamiento, como
un can rabioso
corrió estoque en
mano hacia la mujer
(que, arrodillada y
sostenida con fuerza
por los dos
mastines, le pedía
perdón) y con todas
sus fuerzas le
atravesó el pecho de
parte a parte. Y
cuando la mujer
recibió el golpe,
cayó de bruces,
siempre llorando y
gritando, y el
caballero, poniendo
mano a un cuchillo,
le abrió los riñones
y le sacó el corazón
con cuanto lo
circuía, y echólo a
los dos mastines,
que lo devoraron
afanosamente. Casi
en el acto, la
joven, como si
ninguna de aquellas
cosas hubiere
sucedido, se levantó
y huyó hacia el mar,
perseguida y
desgarrada por los
perros. Y el
caballero, volviendo
a montar a caballo y
a requerir su
estoque, la comenzó
a seguir y en poco
rato tanto se
distanciaron, que ya
Anastasio no les
pudo ver.
Habiendo contemplado
tales cosas, gran
rato estuvo entre
complacido y
temeroso, y después
le vino a la memoria
la idea de que el
suceso podría
valerle de mucho, ya
que acontecía todos
los viernes. Y, así,
habiéndose fijado
bien en el paraje,
se volvió con su
gente y cuando le
pareció hizo llamar
a los más de sus
parientes y amigos y
les dijo:
-Durante largo
tiempo me habéis
incitado a que deje
de amar a mi enemiga
y ceje en mis
gastos. Estoy
dispuesto a hacerlo,
siempre que una
gracia me concedáis.
Y es que hagáis que
el viernes venidero
micer Pablo
Traversari, con su
mujer e hija y todas
las mujeres de su
parentela, y las
demás que os
plazcan, vengan a
almorzar conmigo.
Entonces veréis por
qué quiero eso.
Parecióles a sus
amigos que no era
cosa difícil de
hacer y, al regresar
a Rávena, cuando
llegó el momento,
invitaron a los que
Anastasio deseaba.
Y, aunque mucho
costó convencer a la
mujer a quien amaba
Anastasio, al fin
ella fue con las
otras.
Hizo Anastasio que
se aderezase un
magnífico yantar y
dispuso que se
colocasen las mesas
bajo los pinos,
junto al lugar donde
presenció la agonía
de la cruel mujer. Y
una vez que hizo
sentarse a todas las
mesas hombres y
mujeres, mandó que
su amada fuese
puesta frente al
sitio donde debía
acontecer el hecho.
Y habiendo llegado
el último manjar, el
desesperado clamor
de la joven
perseguida empezóse
a oír. Mucho se
maravillaron todos,
y preguntaron qué
era, y no lo supo
decir nadie.
Levantándose, pues,
para averiguar qué
sería, vieron a la
doliente mujer, y al
caballero y los
canes, y en un
momento todos
estuvieron a su
lado. Alzóse gran
vocerío contra los
perros y el
caballero y muchos
se adelantaron para
ayudar a la joven.
Pero el caballero,
hablándoles como
habló a Anastasio,
no sólo les forzó a
retroceder, sino que
les espantó y les
llenó de pasmo. E
hizo lo que la otra
vez hiciera, y las
mujeres presentes
allí (muchas de las
cuales, parientes de
la joven o del
caballero, no habían
olvidado su amor y
la muerte de él)
míseramente
lloraron, como si
ellas mismas
hubieran sufrido lo
mismo. Acabó, en
fin, el lance, y
desaparecieron mujer
y caballero, y los
que aquello habían
visto entregáronse a
muchos y variados
razonamientos.
Pero entre los que
más espanto tuvieron
figuró la cruel
joven amada por
Anastasio. Porque
habiéndolo visto y
oído todo muy
claramente, y
conociendo que a
ella más que a nadie
tales cosas atañían,
ya le parecía estar
huyendo de la ira de
él y tener los
perros a los
talones. Y tanto
miedo de esto le
sobrevino que, para
no incurrir en lo
mismo, en breve
ocurrió (tan en
breve que aquella
misma tarde fue)
que, mudado su odio
en amor,
secretamente mandó a
la estancia de
Anastasio una
camarera de su
confianza, rogándole
que fuese a verla,
porque estaba
dispuesta a
complacerle en todo.
Resolvió Anastasio
que ello le
satisfacía mucho, y
que si a ella le
placía, haría con
ella lo que le
pluguiese, pero,
para honor de la
dama, tomándola por
mujer. La joven,
sabedora que sólo
por su culpa no era
ya esposa de
Anastasio, mandó
contestar que estaba
acorde. Y luego,
sirviéndose de
mensajera a sí
misma, dijo a sus
padres que quería
ser mujer de
Anastasio, lo que
mucho les contentó.
Y al domingo
siguiente casó
Anastasio con ella,
e hiciéronse bodas,
y mucho tiempo
jubilosamente
convivió con ella. Y
no sólo el temor de
la dama fue factor
de aquel bien, sino
que todas las
mujeres altivas se
tornaron medrosas, y
en lo sucesivo mucho
más que antes se
plegaron al placer
de los hombres. |