Habiéndose Musciatto
Franzesi convertido,
de riquísimo y gran
mercader en Francia,
en caballero, y
debiendo venir a
Toscana con micer
Carlos Sin Tierra,
hermano del rey de
Francia, que fue
llamado y solicitado
por el papa
Bonifacio, dándose
cuenta de que sus
negocios estaban,
como muchas veces lo
están los de los
mercaderes, muy
intrincados acá y
allá, y que no se
podían de ligero ni
súbitamente
desintrincar, pensó
encomendarlos a
varias personas, y
para todos encontró
cómo; fuera de que
le quedó la duda de
a quién dejar que
fuera capaz de
rescatar los
créditos hechos a
varios borgoñones. Y
la razón de la duda
era saber que los
borgoñones son
litigiosos y de mala
condición y
desleales, y a él no
le venía a la cabeza
quién pudiese haber
tan malvado en quien
pudiera tener alguna
confianza para que
pudiese oponerse a
su perversidad. Y
después de haber
estado pensando
largamente en este
asunto, le vino a la
memoria un seor
Cepparello de Prato
que muchas veces se
hospedaba en su casa
de París, que porque
era pequeño de
persona y muy
acicalado, no
sabiendo los
franceses qué quería
decir Cepparello, y
creyendo que vendría
a decir capelo, es
decir, guirnalda,
como en su romance,
porque era pequeño
como decimos, no
Chapelo, sino
Ciappelletto le
llamaban: y por
Ciappelletto era
conocido en todas
partes, donde pocos
como Cepparello le
conocían. Era este
Ciappelletto de esta
vida: siendo
notario, sentía
grandísima vergüenza
si alguno de sus
instrumentos (aunque
fuesen pocos) no
fuera falso; de los
cuales hubiera hecho
tantos como le
hubiesen pedido
gratuitamente, y con
mejor gana que
alguno de otra clase
muy bien pagado.
Declaraba en falso
con sumo gusto,
tanto si se le pedía
como si no; y
dándose en aquellos
tiempos en Francia
grandísima fe a los
juramentos, no
preocupándose por
hacerlos falsos,
vencía malvadamente
en tantas causas
cuantas le pidiesen
que jurara decir
verdad por su fe.
Tenía otra clase de
placeres (y mucho se
empeñaba en ello) en
suscitar entre
amigos y parientes y
cualesquiera otras
personas, males y
enemistades y
escándalos, de los
cuales cuantos
mayores males veía
seguirse, tanta
mayor alegría
sentía. Si se le
invitaba a algún
homicidio o a
cualquier otro acto
criminal, sin
negarse nunca, de
buena gana iba y
muchas veces se
encontró
gustosamente
hiriendo y matando
hombres con las
propias manos. Gran
blasfemador era
contra Dios y los
santos, y por
cualquier cosa
pequeña, como que
era iracundo más que
ningún otro. A la
iglesia no iba
jamás, y a todos sus
sacramentos como a
cosa vil escarnecía
con abominables
palabras; y por el
contrario las
tabernas y los otros
lugares deshonestos
visitaba de buena
gana y los
frecuentaba. A las
mujeres era tan
aficionado como lo
son los perros al
bastón, con su
contrario más que
ningún otro hombre
flaco se deleitaba.
Habría hurtado y
robado con la misma
conciencia con que
oraría un santo
varón. Golosísimo y
gran bebedor hasta a
veces sentir
repugnantes náuseas;
era solemne jugador
con dados trucados.
Mas ¿por qué me
alargo en tantas
palabras? Era el
peor hombre, tal
vez, que nunca
hubiese nacido. Y su
maldad largo tiempo
la sostuvo el poder
y la autoridad de
micer Musciatto, por
quien muchas veces
no sólo de las
personas privadas a
quienes con
frecuencia injuriaba
sino también de la
justicia, a la que
siempre lo hacía,
fue protegido.
Venido, pues, este
seor Cepparello a la
memoria de micer
Musciatto, que
conocía óptimamente
su vida, pensó el
dicho micer
Musciatto que éste
era el que
necesitaba la maldad
de los borgoñones;
por lo que,
llamándole, le dijo
así:
-Seor Ciappelletto,
como sabes, estoy
por retirarme del
todo de aquí y,
teniendo entre otros
que entenderme con
los borgoñones,
hombres llenos de
engaño, no sé quién
pueda dejar más
apropiado que tú
para rescatar de
ellos mis bienes; y
por ello, como tú al
presente nada estás
haciendo, si quieres
ocuparte de esto
entiendo conseguirte
el favor de la corte
y darte aquella
parte de lo que
rescates que sea
conveniente.
Seor Cepparello, que
se veía desocupado y
mal provisto de
bienes mundanos y
veía que se iba
quien su sostén y
auxilio había sido
durante mucho
tiempo, sin ningún
titubeo y como
empujado por la
necesidad se decidió
sin dilación alguna,
como obligado por la
necesidad y dijo que
quería hacerlo de
buena gana. Por lo
que, puestos de
acuerdo, recibidos
por seor
Ciappelletto los
poderes y las cartas
credenciales del
rey, partido micer
Musciatto, se fue a
Borgoña donde casi
nadie le conocía: y
allí de modo extraño
a su naturaleza,
benigna y mansamente
empezó a rescatar y
hacer aquello a lo
que había ido, como
si reservase la ira
para el final. Y
haciéndolo así,
hospedándose en la
casa de dos hermanos
florentinos que
prestaban con usura
y por amor de micer
Musciatto le
honraban mucho,
sucedió que enfermó,
con lo que los dos
hermanos hicieron
prestamente venir
médicos y criados
para que le
sirviesen en
cualquier cosa
necesaria para
recuperar la salud.
Pero toda ayuda era
vana porque el buen
hombre, que era ya
viejo y había vivido
desordenadamente,
según decían los
médicos iba de día
en día de mal en
peor como quien
tiene un mal de
muerte; de lo que
los dos hermanos
mucho se dolían y un
día, muy cerca de la
alcoba en que seor
Ciappelletto yacía
enfermo, comenzaron
a razonar entre
ellos.
-¿Qué haremos de
éste? -decía el uno
al otro-. Estamos
por su causa en una
situación pésima
porque echarlo fuera
de nuestra casa tan
enfermo nos traería
gran tacha y sería
signo manifiesto de
poco juicio al ver
la gente que primero
lo habíamos recibido
y después hecho
servir y medicar tan
solícitamente para
ahora, sin que haya
podido hacer nada
que pudiera
ofendernos, echarlo
fuera de nuestra
casa tan
súbitamente, y
enfermo de muerte.
Por otra parte, ha
sido un hombre tan
malvado que no
querrá confesarse ni
recibir ningún
sacramento de la
Iglesia y, muriendo
sin confesión,
ninguna iglesia
querrá recibir su
cuerpo y será
arrojado a los fosos
como un perro. Y si
por el contrario se
confiesa, sus
pecados son tantos y
tan horribles que no
los habrá semejantes
y ningún fraile o
cura querrá ni podrá
absolverle; por lo
que, no absuelto,
será también
arrojado a los fosos
como un perro. Y si
esto sucede, el
pueblo de esta
tierra, tanto por
nuestro oficio (que
les parece inicuo y
al que todo el
tiempo pasan
maldiciendo) como
por el deseo que
tiene de robarnos,
viéndolo, se
amotinará y gritará:
«Estos perros
lombardos a los que
la iglesia no quiere
recibir no pueden
sufrirse más», y
correrán en busca de
nuestras arcas y tal
vez no solamente nos
roben los haberes
sino que pueden
quitarnos también la
vida; por lo que de
cualquiera guisa
estamos mal si éste
se muere.
Seor Ciappelletto,
que, decimos, yacía
allí cerca de donde
éstos estaban
hablando, teniendo
el oído fino, como
la mayoría de las
veces pasa a los
enfermos, oyó lo que
estaban diciendo y
los hizo llamar y
les dijo:
-No quiero que
temáis por mí ni
tengáis miedo de
recibir por mi causa
algún daño; he oído
lo que habéis estado
hablando de mí y
estoy certísimo de
que sucedería como
decís si así como
pensáis anduvieran
las cosas; pero
andarán de otra
manera. He hecho,
viviendo, tantas
injurias al Señor
Dios que por hacerle
una más a la hora de
la muerte poco se
dará. Y por ello,
procurad hacer venir
un fraile santo y
valioso lo más que
podáis, si hay
alguno que lo sea, y
dejadme hacer, que
yo concertaré
firmemente vuestros
asuntos y los míos
de tal manera que
resulten bien y
estéis contentos.
Los dos hermanos,
aunque no sintieron
por esto mucha
esperanza, no
dejaron de ir a un
convento de frailes
y pidieron que algún
hombre santo y sabio
escuchase la
confesión de un
lombardo que estaba
enfermo en su casa;
y les fue dado un
fraile anciano de
santa y de buena
vida, y gran maestro
de la Escritura y
hombre muy
venerable, a quien
todos los ciudadanos
tenían en grandísima
y especial devoción,
y lo llevaron con
ellos. El cual,
llegado a la cámara
donde el seor
Ciappelletto yacía,
y sentándose a su
lado, empezó primero
a confortarle
benignamente y le
preguntó luego que
cuánto tiempo hacía
que no se había
confesado. A lo que
el seor Ciappelletto,
que nunca se había
confesado,
respondió:
-Padre mío, mi
costumbre es de
confesarme todas las
semanas al menos una
vez; sin lo que son
bastantes las que me
confieso más; y la
verdad es que, desde
que he enfermado,
que son casi ocho
días, no me he
confesado, tanto es
el malestar que con
la enfermedad he
tenido.
Dijo entonces el
fraile:
-Hijo mío, bien has
hecho, y así debes
hacer de ahora en
adelante; y veo que
si tan
frecuentemente te
confiesas, poco
trabajo tendré en
escucharte y
preguntarte.
Dijo seor
Ciappelletto:
-Señor fraile, no
digáis eso; yo no me
he confesado nunca
tantas veces ni con
tanta frecuencia que
no quisiera hacer
siempre confesión
general de todos los
pecados que pudiera
recordar desde el
día en que nací
hasta el que me haya
confesado; y por
ello os ruego, mi
buen padre, que me
preguntéis tan
menudamente de todas
las cosas como si
nunca me hubiera
confesado, y no
tengáis compasión
porque esté enfermo,
que más quiero
disgustar a estas
carnes mías que,
excusándolas, hacer
cosa que pudiese
resultar en
perdición de mi
alma, que mi
Salvador rescató con
su preciosa sangre.
Estas palabras
gustaron mucho al
santo varón y le
parecieron señal de
una mente bien
dispuesta; y luego
que al seor
Ciappelletto hubo
alabado mucho esta
práctica, empezó a
preguntarle si había
alguna vez pecado
lujuriosamente con
alguna mujer. A lo
que seor
Ciappelletto
respondió
suspirando:
-Padre, en esto me
avergüenzo de decir
la verdad temiendo
pecar de vanagloria.
A lo que el santo
fraile dijo:
-Dila con
tranquilidad, que
por decir la verdad
ni en la confesión
ni en otro caso
nunca se ha pecado.
Dijo entonces seor
Ciappelletto:
-Ya que lo queréis
así, os lo diré: soy
tan virgen como salí
del cuerpo de mi
madre.
-¡Oh, bendito seas
de Dios! -dijo el
fraile-, ¡qué bien
has hecho! Y al
hacerlo has tenido
tanto más mérito
cuando, si hubieras
querido, tenías más
libertad de hacer lo
contrario que
tenemos nosotros y
todos los otros que
están constreñidos
por alguna regla.
Y luego de esto, le
preguntó si había
desagradado a Dios
con el pecado de la
gula. A lo que,
suspirando mucho,
seor Ciappelletto
contestó que sí y
muchas veces;
porque, como fuese
que él, además de
los ayunos de la
cuaresma que las
personas devotas
hacen durante el
año, todas las
semanas tuviera la
costumbre de ayunar
a pan y agua al
menos tres días, se
había bebido el agua
con tanto deleite y
tanto gusto y
especialmente cuando
había sufrido alguna
fatiga por rezar o
ir en peregrinación,
como los grandes
bebedores hacen con
el vino. Y muchas
veces había deseado
comer aquellas
ensaladas de hierbas
que hacen las
mujeres cuando van
al campo, y algunas
veces le había
parecido mejor comer
que le parecía que
debiese parecerle a
quien ayuna por
devoción como él
ayunaba. A lo que el
fraile dijo:
-Hijo mío, estos
pecados son
naturales y son asaz
leves, y por ello no
quiero que te
apesadumbres la
conciencia más de lo
necesario. A todos
los hombres sucede
que les parezca
bueno comer después
de largo ayuno, y,
después del
cansancio, beber.
-¡Oh! -dijo seor
Ciappelletto-, padre
mío, no me digáis
esto por
confortarme; bien
sabéis que yo sé que
las cosas que se
hacen en servicio de
Dios deben hacerse
limpiamente y sin
ninguna mancha en el
ánimo: y quien lo
hace de otra manera,
peca.
El fraile,
contentísimo, dijo:
-Y yo estoy contento
de que así lo
entiendas en tu
ánimo, y mucho me
place tu pura y
buena conciencia.
Pero dime, ¿has
pecado de avaricia
deseando más de lo
conveniente y
teniendo lo que no
debieras tener?
A lo que seor
Ciappelletto dijo:
-Padre mío, no
querría que
sospechaseis de mí
porque estoy en casa
de estos usureros:
yo no tengo parte
aquí sino que había
venido con la
intención de
amonestarles y
reprenderles y
arrancarles a este
abominable oficio; y
creo que habría
podido hacerlo si
Dios no me hubiese
visitado de esta
manera. Pero debéis
de saber que mi
padre me dejó rico,
y de sus haberes,
cuando murió, di la
mayor parte por
Dios; y luego, por
sustentar mi vida y
poder ayudar a los
pobres de Cristo, he
hecho mis pequeños
mercadeos y he
deseado tener
ganancias de ellos,
y siempre con los
pobres de Dios lo
que he ganado lo he
partido por medio,
dedicando mi mitad a
mis necesidades,
dándole a ellos la
otra mitad; y en
ello me ha ayudado
tan bien mi Creador
que siempre de bien
en mejor han ido mis
negocios.
-Has hecho bien
-dijo el fraile-,
pero ¿con cuánta
frecuencia te has
dejado llevar por la
ira?
-¡Oh! -dijo seor
Ciappelletto-, eso
os digo que muchas
veces lo he hecho.
¿Y quién podría
contenerse viendo
todo el día a los
hombres haciendo
cosas sucias, no
observar los
mandamientos de
Dios, no temer sus
juicios? Han sido
muchas veces al día
las que he querido
estar mejor muerto
que vivo al ver a
los jóvenes ir tras
vanidades y
oyéndolos jurar y
perjurar, ir a las
tabernas, no visitar
las iglesias y
seguir más las vías
del mundo que las de
Dios.
Dijo entonces el
fraile:
-Hijo mío, ésta es
una ira buena y yo
en cuanto a mí no
sabría imponerte por
ella penitencia.
Pero ¿por acaso no
te habrá podido
inducir la ira a
cometer algún
homicidio o a decir
villanías de alguien
o a hacer alguna
otra injuria?
A lo que el seor
Ciappelletto
respondió:
-¡Ay de mí, señor!,
vos que me parecéis
hombre de Dios,
¿cómo decís estas
palabras? Si yo
hubiera podido tener
aún un pequeño
pensamiento de hacer
alguna de estas
cosas, ¿creéis que
crea que Dios me
hubiese sostenido
tanto? Eso son cosas
que hacen los
asesinos y los
criminales, de los
que, siempre que
alguno he visto, he
dicho siempre: «Ve
con Dios que te
convierta».
Entonces dijo el
fraile:
-Ahora dime, hijo
mío, que bendito
seas de Dios,
¿alguna vez has
dicho algún falso
testimonio contra
alguien, o dicho mal
de alguien o quitado
a alguien cosas sin
consentimiento de su
dueño?
-Ya, señor, sí
-repuso seor
Ciappelletto- que he
dicho mal de otro,
porque tuve un
vecino que con la
mayor sinrazón del
mundo no hacía más
que golpear a su
mujer tanto que una
vez hablé mal de él
a los parientes de
la mujer, tan gran
piedad sentí por
aquella pobrecilla
que él, cada vez que
había bebido de más,
zurraba como Dios os
diga.
Dijo entonces el
fraile:
-Ahora bien, tú me
has dicho que has
sido mercader: ¿has
engañado alguna vez
a alguien como hacen
los mercaderes?
-Por mi fe -dijo
seor Ciappelletto-,
señor, sí, pero no
sé quiénes eran:
sino que habiéndome
dado uno dineros que
me debía por un paño
que le había
vendido, y yo
puéstolos en un
cofre sin contarlos,
vine a ver después
de un mes que eran
cuatro reales más de
lo que debía ser por
lo que, no
habiéndolo vuelto a
ver y habiéndolos
conservado un año
para devolvérselos,
los di por amor de
Dios.
Dijo el fraile:
-Eso fue poca cosa e
hiciste bien en
hacer lo que
hiciste.
Y después de esto
preguntole el santo
fraile sobre muchas
otras cosas, sobre
las cuales dio
respuesta en la
misma manera. Y
queriendo él
proceder ya a la
absolución, dijo
seor Ciappelletto:
-Señor mío, tengo
todavía algún pecado
que aún no os he
dicho.
El fraile le
preguntó cuál, y
dijo:
-Me acuerdo que hice
a mi criado, un
sábado después de
nona, barrer la casa
y no tuve al santo
día del domingo la
reverencia que
debía.
-¡Oh! -dijo el
fraile-, hijo mío,
ésa es cosa leve.
-No -dijo seor
Ciappelletto-, no he
dicho nada leve, que
el domingo mucho hay
que honrar porque en
un día así resucitó
de la muerte a la
vida Nuestro Señor.
Dijo entonces el
fraile:
-¿Alguna cosa más
has hecho?
-Señor mío, sí
-respondió seor
Ciappelletto-, que
yo, no dándome
cuenta, escupí una
vez en la iglesia de
Dios.
El fraile se echó a
reír, y dijo:
-Hijo mío, ésa no es
cosa de
preocupación:
nosotros, que somos
religiosos, todo el
día escupimos en
ella.
Dijo entonces seor
Ciappelletto:
-Y hacéis gran
villanía, porque
nada conviene tener
tan limpio como el
santo templo, en el
que se rinde
sacrificio a Dios.
Y en breve, de tales
hechos le dijo
muchos, y por último
empezó a suspirar y
a llorar mucho, como
quien lo sabía hacer
demasiado bien
cuando quería. Dijo
el santo fraile:
-Hijo mío, ¿qué te
pasa?
Repuso seor
Ciappelletto:
-¡Ay de mí, señor!
Que me ha quedado un
pecado del que nunca
me he confesado, tan
grande vergüenza me
da decirlo, y cada
vez que lo recuerdo
lloro como veis, y
me parece muy cierto
que Dios nunca
tendrá misericordia
de mí por este
pecado.
Entonces el santo
fraile dijo:
-¡Bah, hijo! ¿Qué
estás diciendo? Si
todos los pecados
que han hecho todos
los hombres del
mundo, y que deban
hacer todos los
hombres mientras el
mundo dure, fuesen
todos en un hombre
solo, y éste
estuviese
arrepentido y
contrito como te
veo, tanta es la
benignidad y la
misericordia de Dios
que, confesándose
éste, se los
perdonaría
liberalmente; así,
dilo con confianza.
Dijo entonces seor
Ciappelletto,
todavía llorando
mucho:
-¡Ay de mí, padre
mío! El mío es
demasiado grande
pecado, y apenas
puedo creer, si
vuestras plegarias
no me ayudan, que me
pueda ser por Dios
perdonado.
A lo que le dijo el
fraile:
-Dilo con confianza,
que yo te prometo
pedir a Dios por ti.
Pero seor
Ciappelletto lloraba
y no lo decía y el
fraile le animaba a
decirlo. Pero luego
de que seor
Ciappelletto
llorando un buen
rato hubo tenido así
suspenso al fraile,
lanzó un gran
suspiro y dijo:
-Padre mío, pues que
me prometéis rogar a
Dios por mí, os lo
diré: sabed que,
cuando era
pequeñito, maldije
una vez a mi madre.
Y dicho esto, empezó
de nuevo a llorar
fuertemente. Dijo el
fraile:
-¡Ah, hijo mío! ¿Y
eso te parece tan
gran pecado? Oh, los
hombres blasfemamos
contra Dios todo el
día y si Él perdona
de buen grado a
quien se arrepiente
de haber blasfemado,
¿no crees que vaya a
perdonarte esto? No
llores, consuélate,
que por seguro si
hubieses sido uno de
aquellos que le
pusieron en la cruz,
teniendo la
contrición que te
veo, te perdonaría
Él.
Dijo entonces seor
Ciappelletto:
-¡Ay de mí, padre
mío! ¿Qué decís? La
dulce madre mía que
me llevó en su
cuerpo nueve meses
día y noche, y me
llevó en brazos más
de cien veces.
¡Mucho mal hice al
maldecirla, y pecado
muy grande es; y si
no rogáis a Dios por
mí, no me será
perdonado!
Viendo el fraile que
nada le quedaba por
decir al seor
Ciappelletto, le dio
la absolución y su
bendición teniéndolo
por hombre
santísimo, como
quien totalmente
creía ser cierto lo
que seor
Ciappelletto había
dicho: ¿y quién no
lo hubiera creído
viendo a un hombre
en peligro de muerte
confesándose decir
tales cosas? Y
después, luego de
todo esto, le dijo:
-Señor Ciappelletto,
con la ayuda de Dios
estaréis pronto
sano; pero si
sucediese que Dios a
vuestra bendita y
bien dispuesta alma
llamase a sí, ¿os
placería que vuestro
cuerpo fuese
sepultado en nuestro
convento?
A lo que seor
Ciappelletto repuso:
-Señor, sí, que no
querría estar en
otro sitio, puesto
que vos me habéis
prometido rogar a
Dios por mí, además
de que yo he tenido
siempre una especial
devoción por vuestra
orden; y por ello os
ruego que, en cuanto
estéis en vuestro
convento, haced que
venga a mí aquel
veracísimo cuerpo de
Cristo que vos por
la mañana consagráis
en el altar, porque
aunque no sea digno,
entiendo comulgarlo
con vuestra
licencia, y después
la santa y última
unción para que, si
he vivido como
pecador, al menos
muera como
cristiano.
El santo hombre dijo
que mucho le
agradaba y él decía
bien, y que haría
que de inmediato le
fuese llevado; y así
fue.
Los dos hermanos,
que temían mucho que
seor Ciappelletto
les engañase, se
habían puesto junto
a un tabique que
dividía la alcoba
donde seor
Ciappelletto yacía
de otra y,
escuchando,
fácilmente oían y
entendían lo que
seor Ciappelletto al
fraile decía; y
sentían algunas
veces tales ganas de
reír, al oír las
cosas que le
confesaba haber
hecho, que casi
estallaban, y se
decían uno al otro:
¿qué hombre es éste,
al que ni vejez ni
enfermedad ni temor
de la muerte a que
se ve tan vecino, ni
aún de Dios, ante
cuyo juicio espera
tener que estar de
aquí a poco, han
podido apartarle de
su maldad, ni hacer
que quiera dejar de
morir como ha
vivido? Pero viendo
que había dicho que
sí, que recibiría la
sepultura en la
iglesia, de nada de
lo otro se
preocuparon. Seor
Ciappelletto comulgó
poco después y,
empeorando sin
remedio, recibió la
última unción; y
poco después del
crepúsculo, el mismo
día que había hecho
su buena confesión,
murió. Por lo que
los dos hermanos,
disponiendo de lo
que era de él para
que fuese
honradamente
sepultado y
mandándolo decir al
convento, y que
viniesen por la
noche a velarle
según era costumbre
y por la mañana a
por el cuerpo,
dispusieron todas
las cosas oportunas
para el caso. El
santo fraile que lo
había confesado, al
oír que había
finado, fue a buscar
al prior del
convento, y habiendo
hecho tocar a
capítulo, a los
frailes reunidos
mostró que seor
Ciappelletto había
sido un hombre santo
según él lo había
podido entender de
su confesión; y
esperando que por él
el Señor Dios
mostrase muchos
milagros, les
persuadió a que con
grandísima
reverencia y
devoción recibiesen
aquel cuerpo. Con
las cuales cosas el
prior y los frailes,
crédulos, estuvieron
de acuerdo: y por la
noche, yendo todos
allí donde yacía el
cuerpo de seor
Ciappelletto, le
hicieron una grande
y solemne vigilia, y
por la mañana,
vestidos todos con
albas y capas
pluviales, con los
libros en la mano y
las cruces delante,
cantando, fueron a
por este cuerpo y
con grandísima
fiesta y solemnidad
se lo llevaron a su
iglesia,
siguiéndoles el
pueblo todo de la
ciudad, hombres y
mujeres; y,
habiéndolo puesto en
la iglesia, subiendo
al púlpito, el santo
fraile que lo había
confesado empezó
sobre él y su vida,
sobre sus ayunos, su
virginidad, su
simplicidad e
inocencia y
santidad, a predicar
maravillosas cosas,
entre otras contando
lo que seor
Ciappelletto como su
mayor pecado,
llorando, le había
confesado, y cómo él
apenas le había
podido meter en la
cabeza que Dios
quisiera
perdonárselo, tras
de lo que se volvió
a reprender al
pueblo que le
escuchaba, diciendo:
-Y vosotros,
malditos de Dios,
por cualquier brizna
de paja en que
tropezáis,
blasfemáis de Dios y
de su Madre y de
toda la corte
celestial.
Y además de éstas,
muchas otras cosas
dijo sobre su
lealtad y su pureza,
y, en breve, con sus
palabras, a las que
la gente de la
comarca daba
completa fe, hasta
tal punto lo metió
en la cabeza y en la
devoción de todos
los que allí estaban
que, después de
terminado el oficio,
entre los mayores
apretujones del
mundo todos fueron a
besarle los pies y
las manos, y le
desgarraron todos
los paños que
llevaba encima,
teniéndose por
bienaventurado quien
al menos un poco de
ellos pudiera tener:
y convino que todo
el día fuese
conservado así, para
que por todos
pudiese ser visto y
visitado. Luego, la
noche siguiente, en
una urna de mármol
fue honrosamente
sepultado en una
capilla, y enseguida
al día siguiente
empezaron las gentes
a ir allí y a
encender candelas y
a venerarlo, y
seguidamente a hacer
promesas y a colgar
exvotos de cera
según la promesa
hecha. Y tanto
creció la fama de su
santidad y la
devoción en que se
le tenía que no
había nadie que
estuviera en alguna
adversidad que
hiciese promesas a
otro santo que a él,
y lo llamaron y lo
llaman San
Ciappelletto, y
afirman que Dios ha
mostrado muchos
milagros por él y
los muestra todavía
a quien devotamente
se lo implora. Así
pues, vivió y murió
el seor Cepparello
de Prato y llegó a
ser santo, como
habéis oído; y no
quiero negar que sea
posible que sea un
bienaventurado en la
presencia de Dios
porque, aunque su
vida fue criminal y
malvada, pudo en su
último extremo haber
hecho un acto de
contrición de manera
que Dios tuviera
misericordia de él y
lo recibiese en su
reino; pero como
esto es cosa oculta,
razono sobre lo que
es aparente y digo
que más debe
encontrarse
condenado entre las
manos del diablo que
en el paraíso. Y si
así es, grandísima
hemos de reconocer
que es la benignidad
de Dios para con
nosotros, que no
mira nuestro error
sino la pureza de la
fe, y al tomar
nosotros de mediador
a un enemigo suyo,
creyéndolo amigo,
nos escucha, como si
a alguien
verdaderamente santo
recurriésemos como a
mediador de su
gracia. Y por ello,
para que por su
gracia en la
adversidad presente
y en esta compañía
tan alegre seamos
conservados sanos y
salvos, alabando su
nombre en el que la
hemos comenzado,
teniéndole
reverencia, a él
acudiremos en
nuestras
necesidades,
segurísimos de ser
escuchados. |