Voy a contar de un
marqués no una cosa
magnífica, sino una
solemne barbaridad,
aunque terminase con
buen fin; la cual no
aconsejo a nadie que
la imite porque una
gran lástima fue que
a aquél le saliese
bien. Hace ya mucho
tiempo, fue el mayor
de la casa de los
marqueses de Saluzzo
un joven llamado
Gualtieri, el cual
estando sin mujer y
sin hijos, no pasaba
en otra cosa el
tiempo sino en la
cetrería y en la
caza, y ni de tomar
mujer ni de tener
hijos se ocupaban
sus pensamientos; en
lo que había que
tenerlo por sabio.
La cual cosa, no
agradando a sus
vasallos, muchas
veces le rogaron que
tomase mujer para
que él sin herederos
y ellos sin señor no
se quedasen,
ofreciéndole a
encontrársela tal, y
de tal padre y madre
descendiente, que
buena esperanza
pudiesen tener, y
alegrarse mucho con
ello. A los que
Gualtieri repuso:
-Amigos míos, me
obligáis a algo que
estaba decidido a no
hacer nunca,
considerando qué
dura cosa sea
encontrar alguien
que bien se adapte a
las costumbres de
uno, y cuán grande
sea la abundancia de
lo contrario, y cómo
es una vida dura la
de quien da con una
mujer que no le
convenga bien. Y
decir que creéis por
las costumbres de
los padres y de las
madres conocer a las
hijas, con lo que
argumentáis que me
la daréis tal que me
plazca, es una
necedad, como sea
que no sepa yo cómo
podéis saber quiénes
son sus padres ni
los secretos de sus
madres; y aun
conociéndolos, son
muchas veces los
hijos diferentes de
los padres y las
madres. Pero puesto
que con estas
cadenas os place
anudarme, quiero
daros gusto; y para
que no tenga que
quejarme de nadie
sino de mí, si mal
sucediesen las
cosas, quiero ser yo
mismo quien la
encuentre,
asegurándoos que,
sea quien sea a
quien elija, si no
es como señora
acatada por
vosotros,
experimentaréis para
vuestro daño cuán
penoso me es tomar
mujer a ruegos
vuestros y contra mi
voluntad.
Los valerosos
hombres respondieron
que estaban de
acuerdo con que él
se decidiese a tomar
mujer. Habían
gustado a Gualtieri
hacía mucho tiempo
las maneras de una
pobre jovencita que
vivía en una villa
cercana a su casa, y
pareciéndole muy
hermosa, juzgó que
con ella podría
llevar una vida asaz
feliz; y por ello,
sin más buscar, se
propuso casarse con
ella; y haciendo
llamar a su padre,
que era pobrísimo,
convino con él
tomarla por mujer.
Hecho esto, hizo
Gualtieri reunirse a
todos sus amigos de
la comarca y les
dijo:
-Amigos míos, os ha
placido y place que
me decida a tomar
mujer, y me he
dispuesto a ello más
por complaceros a
vosotros que por
deseo de mujer que
tuviese. Sabéis lo
que me prometisteis:
es decir, que
estaríais contentos
y acataríais como
señora a cualquiera
que yo eligiese; y
por ello, ha llegado
el momento en que
pueda yo cumpliros
mi promesa y en que
vos cumpláis la
vuestra. He
encontrado una joven
de mi gusto muy
cerca de aquí que
entiendo tomar por
mujer y traérmela a
casa dentro de pocos
días: y por ello,
pensad en preparar
una buena fiesta de
bodas y en recibirla
honradamente para
que me pueda sentir
satisfecho con el
cumplimiento de
vuestra promesa como
vos podéis sentiros
con el mío.
Los hombres buenos,
todos contentos,
respondieron que les
placía y que, fuese
quien fuese, la
tendrían por señora
y la acatarían en
todas las cosas como
a señora; y después
de esto todos se
pusieron a preparar
una buena y alegre
fiesta, y lo mismo
hizo Gualtieri. Hizo
preparar unas bodas
grandísimas y
hermosas, e invitar
a muchos de sus
amigos y parientes y
a muchos
gentileshombres y a
otros de los
alrededores; y
además de esto hizo
cortar y coser
muchas ropas
hermosas y ricas
según las medidas de
una joven que en la
figura le parecía
como la jovencita
con quien se había
propuesto casarse, y
además de esto
dispuso cinturones y
anillos y una rica y
bella corona, y todo
lo que se necesitaba
para una recién
casada. Y llegado el
día que había fijado
para las bodas,
Gualtieri, a la hora
de tercia, montó a
caballo, y todos los
demás que habían
venido a honrarlo; y
teniendo dispuestas
todas las cosas
necesarias, dijo:
-Señores, es hora de
ir a por la novia.
Y poniéndose en
camino con toda su
comitiva llegaron al
villorrio; y
llegados a casa del
padre de la
muchacha, y
encontrándola a ella
que volvía de la
fuente con agua, con
mucha prisa para ir
después con otras
mujeres a ver la
novia de Gualtieri,
cuando la vio
Gualtieri la llamó
por su nombre -es
decir, Griselda- y
le preguntó dónde
estaba su padre; a
quien ella repuso
vergonzosamente:
-Señor mío, está en
casa.
Entonces Gualtieri,
echando pie a tierra
y mandando a todos
que esperasen, solo
entró en la pobre
casa, donde encontró
al padre de ella,
que se llamaba
Giannúculo, y le
dijo:
-He venido a casarme
con Griselda, pero
antes quiero que
ella me diga una
cosa en tu
presencia.
Y le preguntó si
siempre, si la
tomaba por mujer, se
ingeniaría en
complacerle y en no
enojarse por nada
que él dijese o
hiciese, y si sería
obediente, y
semejantemente otras
muchas cosas, a las
cuales, a todas
contestó ella que
sí. Entonces
Gualtieri,
cogiéndola de la
mano, la llevó
fuera, y en
presencia de toda su
comitiva y de todas
las demás personas
hizo que se
desnudase; y
haciendo venir los
vestidos que le
había mandado hacer,
prestamente la hizo
vestirse y calzarse,
y sobre los
cabellos, tan
despeinados como
estaban, hizo que le
pusieran una corona,
y después de esto,
maravillándose todos
de esto, dijo:
-Señores, ésta es
quien quiero que sea
mi mujer, si ella me
quiere por marido.
Y luego, volviéndose
a ella, que
avergonzada de sí
misma y titubeante
estaba, le dijo:
-Griselda, ¿me
quieres por marido?
A quien ella repuso:
-Señor mío, sí.
Y él dijo:
-Y yo te quiero por
mujer.
Y en presencia de
todos se casó con
ella; y haciéndola
montar en un
palafrén,
honrosamente
acompañada se la
llevó a su casa.
Hubo allí grandes y
hermosas bodas, y
una fiesta no
diferente de que si
hubiera tomado por
mujer a la hija del
rey de Francia. La
joven esposa pareció
que con los vestidos
había cambiado el
ánimo y el
comportamiento. Era,
como ya hemos dicho,
hermosa de figura y
de rostro, y todo lo
hermosa que era
pareció agradable,
placentera y cortés,
que no hija de
Giannúculo y pastora
de ovejas parecía
haber sido sino de
algún noble señor;
de lo que hacía
maravillarse a todo
el mundo que antes
la había conocido; y
además de esto era
tan obediente a su
marido y tan
servicial que él se
tenía por el más
feliz y el más
pagado hombre del
mundo; y de la misma
manera, para con los
súbditos de su
marido era tan
graciosa y tan
benigna que no había
ninguno de ellos que
no la amase y que no
la honrase de grado,
rogando todos por su
bien y por su
prosperidad y por su
exaltación, diciendo
(los que solían
decir que Gualtieri
había obrado como
poco discreto al
haberla tomado por
mujer) que era el
más discreto y el
más sagaz hombre del
mundo, porque
ninguno sino él
habría podido
conocer nunca la
alta virtud de ésta
escondida bajo los
pobres paños y bajo
el hábito de
villana. Y en
resumen, no
solamente en su
marquesado, sino en
todas partes, antes
de que mucho tiempo
hubiera pasado, supo
ella hacer de tal
manera que hizo
hablar de su valor y
de sus buenas obras,
y volver en sus
contrarias las cosas
dichas contra su
marido por causa
suya (si algunas se
habían dicho) al
haberse casado con
ella. No había
vivido mucho tiempo
con Gualtieri cuando
se quedó embarazada,
y en su momento
parió una niña, de
lo que Gualtieri
hizo una gran
fiesta. Pero poco
después,
viniéndosele al
ánimo un extraño
pensamiento, esto
es, de querer con
larga experiencia y
con cosas
intolerables probar
su paciencia,
primeramente la
hirió con palabras,
mostrándose airado y
diciendo que sus
vasallos muy
descontentos estaban
con ella por su baja
condición, y
especialmente desde
que veían que tenía
hijos, y de la hija
que había nacido,
tristísimos, no
hacían sino
murmurar. Cuyas
palabras oyendo la
señora, sin cambiar
de gesto ni de buen
talante en ninguna
cosa, dijo:
-Señor mío, haz de
mí lo que creas que
mejor sea para tu
honor y felicidad,
que yo estaré
completamente
contenta, como que
conozco que soy
menos que ellos y
que no era digna de
este honor al que tú
por tu cortesía me
trajiste.
Gualtieri amó mucho
esta respuesta,
viendo que no había
entrado en ella
ninguna soberbia por
ningún honor de los
que él u otros le
habían hecho. Poco
tiempo después,
habiendo con
palabras generales
dicho a su mujer que
sus súbditos no
podían sufrir a
aquella niña nacida
de ella, informando
a un siervo suyo, se
lo mandó, el cual
con rostro muy
doliente le dijo:
-Señora, si no
quiero morir tengo
que hacer lo que mi
señor me manda. Me
ha mandado que coja
a esta hija vuestra
y que... -y no dijo
más.
La señora, oyendo
las palabras y
viendo el rostro del
siervo, y
acordándose de las
palabras dichas,
comprendió que le
había ordenado que
la matase; por lo
que prestamente,
cogiéndola de la
cuna y besándola y
bendiciéndola,
aunque con gran
dolor en el corazón
sintiese, sin
cambiar de rostro,
la puso en brazos
del siervo y le
dijo:
-Toma, haz por
entero lo que tu
señor y el mío te ha
ordenado; pero no
dejes que los
animales y los
pájaros la devoren
salvo si él lo
mandase.
El siervo, cogiendo
a la niña y contando
a Gualtieri lo que
dicho había la
señora,
maravillándose él de
su paciencia, la
mandó con ella a
Bolonia a casa de
una pariente,
rogándole que sin
nunca decir de quién
era hija,
diligentemente la
criase y educase.
Sucedió después que
la señora se quedó
embarazada, y al
debido tiempo parió
un hijo varón, lo
que carísimo fue a
Gualtieri; pero no
bastándole lo que
había hecho, con
mayor golpe hirió a
su mujer, y con
rostro airado le
dijo un día:
-Mujer, desde que
tuviste este hijo
varón de ninguna
guisa puedo vivir
con esta gente mía,
pues tan duramente
se lamentan que un
nieto de Giannúculo
deba ser su señor
después de mí, por
lo que dudo que, si
no quiero que me
echen, no tenga que
hacer lo que hice
otra vez, y al final
dejarte y tomar otra
mujer. La mujer le
oyó con paciente
ánimo y no contestó
sino:
-Señor mío, piensa
en contentarte a ti
mismo y satisfacer
tus gustos, y no
pienses en mí,
porque nada me es
querido sino cuando
veo que te agrada.
Luego de no muchos
días, Gualtieri, de
aquella misma manera
que había mandado
por la hija, mandó
por el hijo, y
semejantemente
mostrando que lo
había hecho matar, a
criarse lo mandó a
Bolonia, como había
mandado a la niña;
de la cual cosa, la
mujer, ni otro
rostro ni otras
palabras dijo que
había dicho cuando
la niña, de lo que
Gualtieri mucho se
maravillaba, y
afirmaba para sí
mismo que ninguna
otra mujer podía
hacer lo que ella
hacía: y si no fuera
que afectuosísima
con los hijos,
mientras a él le
placía, la había
visto, habría creído
que hacía aquello
para no preocuparse
más de ellos,
mientras que sabía
que lo hacía como
discreta. Sus
súbditos, creyendo
que había hecho
matar a sus hijos
mucho se lo
reprochaban y lo
reputaban como
hombre cruel, y de
su mujer tenían gran
compasión; la cual,
con las mujeres que
con ella se dolían
de los hijos muertos
de tal manera nunca
dijo otra cosa sino
que aquello le
placía a aquel que
los había
engendrado.
Pero habiendo pasado
muchos años después
del nacimiento de la
niña, pareciéndole
tiempo a Gualtieri
de hacer la última
prueba de la
paciencia de ella, a
muchos de los suyos
dijo que de ninguna
guisa podía sufrir
más el tener por
mujer a Griselda y
que se daba cuenta
de que mal y
juvenilmente había
obrado, y por ello
en lo que pudiese
quería pedirle al
Papa que le diera
dispensa para que
pudiera tomar otra
mujer y dejar a
Griselda; de lo que
le reprendieron
muchos hombres
buenos, a quienes
ninguna otra cosa
respondió sino que
tenía que ser así.
Su mujer, oyendo
estas cosas y
pareciéndole que
tenía que esperar
volverse a la casa
de su padre, y tal
vez a guardar ovejas
como había hecho
antes, y ver a otra
mujer tener a aquel
a quien ella quería
todo lo que podía,
mucho en su interior
sufría; pero, tal
como había sufrido
otras injurias de la
fortuna, así se
dispuso con
tranquilo semblante
a soportar ésta. No
mucho tiempo
después, Gualtieri
hizo venir sus
cartas falsificadas
de Roma, y mostró a
sus súbditos que el
Papa, con ellas, le
había dado dispensa
para poder tomar
otra mujer y dejar a
Griselda; por lo
que, haciéndola
venir delante, en
presencia de muchos
le dijo:
-Mujer, por
concesión del Papa
puedo elegir otra
mujer y dejarte a
ti; y porque mis
antepasados han sido
grandes
gentileshombres y
señores de este
dominio, mientras
los tuyos siempre
han sido labradores,
entiendo que no seas
más mi mujer, sino
que te vuelvas a tu
casa con Giannúculo
con la dote que me
trajiste, y yo
luego, otra que he
encontrado apropiada
para mí, tomaré.
La mujer, oyendo
estas palabras, no
sin grandísimo
trabajo (superior a
la naturaleza
femenina) contuvo
las lágrimas, y
respondió:
-Señor mío, yo
siempre he conocido
mi baja condición y
que de ningún modo
era apropiada a
vuestra nobleza, y
lo que he tenido con
vos, de Dios y de
vos sabía que era y
nunca mío lo hice o
lo tuve, sino que
siempre lo tuve por
prestado; os place
que os lo devuelva y
a mí debe placerme
devolvéroslo: aquí
está vuestro anillo,
con el que os
casasteis conmigo,
tomadlo. Me ordenáis
que la dote que os
traje me lleve, para
lo cual ni a vos
pagadores ni a mí
bolsa ni bestia de
carga son
necesarios, porque
de la memoria no se
me ha ido que
desnuda me
tomasteis; y si
creéis honesto que
el cuerpo en el que
he llevado hijos
engendrados por vos
sea visto por todos,
desnuda me iré; pero
os ruego, en
recompensa de la
virginidad que os
traje y que no me
llevo, que al menos
una camisa sobre mi
dote os plazca que
pueda llevarme.
Gualtieri, que mayor
gana tenía de llorar
que de otra cosa,
permaneciendo, sin
embargo, con el
rostro impasible,
dijo:
-Pues llévate una
camisa.
Cuantos en torno
estaban le rogaban
que le diera un
vestido, para que no
fuese vista quien
había sido su mujer
durante trece años o
más salir de su casa
tan pobre y tan
vilmente como era
saliendo en camisa;
pero fueron vanos
los ruegos, por lo
que la señora, en
camisa y descalza y
con la cabeza
descubierta,
encomendándoles a
Dios, salió de casa
y volvió con su
padre, entre las
lágrimas y el llanto
de todos los que la
vieron. Giannúculo,
que nunca había
podido creer que era
cierto que Gualtieri
tenía a su hija por
mujer, y cada día
esperaba que
sucediese esto,
había guardado las
ropas que se había
quitado la mañana en
que Gualtieri se
casó con ella; por
lo que,
trayéndoselas y
vistiéndose ella con
ellas, a los
pequeños trabajos de
la casa paterna se
entregó como antes
hacer solía,
sufriendo con
esforzado ánimo el
duro asalto de la
enemiga fortuna.
Cuando Gualtieri
hubo hecho esto,
hizo creer a sus
súbditos que había
elegido a una hija
de los condes de
Pánago ; y haciendo
preparar grandes
bodas, mandó a
buscar a Griselda; a
quien, cuando llegó,
dijo:
-Voy a traer a esta
señora a quien acabo
de prometerme y
quiero honrarla en
esta primera llegada
suya; y sabes que no
tengo en casa
mujeres que sepan
arreglarme las
cámaras ni hacer
muchas cosas
necesarias para tal
fiesta; y por ello
tú, que mejor que
nadie conoces estas
cosas de casa, pon
en orden lo que haya
que hacer y haz que
se inviten las damas
que te parezcan y
recíbelas como si
fueses la señora de
la casa; luego,
celebradas las
bodas, podrás
volverte a tu casa.
Aunque estas
palabras fuesen
otras tantas
puñaladas dadas en
el corazón de
Griselda, como quien
no había podido
arrojar de sí el
amor que sentía por
él como había hecho
la buena fortuna,
repuso:
-Señor mío, estoy
presta y dispuesta.
Y entrando, con sus
vestidos de paño
pardo y burdo en
aquella casa de
donde poco antes
había salido en
camisa, comenzó a
barrer las cámaras y
ordenarlas, y a
hacer poner
reposteros y tapices
por las salas, a
hacer preparar la
cocina, y todas las
cosas, como si una
humilde criadita de
la casa fuese, hacer
con sus propias
manos; y no descansó
hasta que tuvo todo
preparado y ordenado
como convenía. Y
después de esto,
haciendo de parte de
Gualtieri invitar a
todas las damas de
la comarca, se puso
a esperar la fiesta,
y llegado el día de
las bodas, aunque
vestida de pobres
ropas, con ánimo y
porte señorial a
todas las damas que
vinieron, y con
alegre gesto, las
recibió. Gualtieri,
que diligentemente
había hecho criar en
Bolonia a sus hijos
por sus parientes
(que por su
matrimonio
pertenecían a la
familia de los
condes de Pánago),
teniendo ya la niña
doce años y siendo
la cosa más bella
que se había visto
nunca, y el niño que
tenía seis, había
mandado un mensaje a
Bolonia a su
pariente rogándole
que le pluguiera
venir a Saluzzo con
su hija y su hijo y
que trajese consigo
una buena y honrosa
comitiva, y que
dijese a todos que
la llevaba a ella
como a su mujer, sin
manifestar a nadie
sobre quién era
ella. El
gentilhombre,
haciendo lo que le
rogaba el marqués,
poniéndose en
camino, después de
algunos días con la
jovencita y con su
hermano y con una
noble comitiva, a la
hora del almuerzo
llegó a Saluzzo,
donde todos los
campesinos y muchos
otros vecinos de los
alrededores encontró
que esperaban a esta
nueva mujer de
Gualtieri. La cual,
recibida por las
damas y llegada a la
sala donde estaban
puestas las mesas,
Griselda, tal como
estaba, saliéndole
alegremente al
encuentro, le dijo:
-¡Bien venida sea mi
señora!
Las damas, que mucho
habían (aunque en
vano) rogado a
Gualtieri que
hiciese de manera
que Griselda se
quedase en una
cámara o que él le
prestase alguno de
los vestidos que
fueron suyos, se
sentaron a la mesa y
se comenzó a
servirles. La
jovencita era mirada
por todos y todos
decían que Gualtieri
había hecho buen
cambio, y entre los
demás Griselda la
alababa mucho, a
ella y a su hermano.
Gualtieri, a quien
parecía haber visto
por completo todo
cuanto deseaba de la
paciencia de su
mujer, viendo que en
nada la cambiaba la
extrañeza de
aquellas cosas, y
estando seguro de
que no por necedad
sucedía aquello
porque muy bien
sabía que era
discreta, le pareció
ya hora de sacarla
de la amargura que
juzgaba que bajo el
impasible gesto
tenía escondida; por
lo que, haciéndola
venir, en presencia
de todos
sonriéndole, le
dijo:
-¿Qué te parece
nuestra esposa?
-Señor mío -repuso
Griselda-, me parece
muy bien; y si es
tan discreta como
hermosa, lo que
creo, no dudo de que
viváis con ella como
el más feliz señor
del mundo; pero
cuanto está en mi
poder os ruego que
las heridas que a la
que fue antes
vuestra causasteis,
no se las causéis a
ésta, que creo que
apenas podría
sufrirlas, tanto
porque es más joven
como porque está
educada en la
blandura mientras
aquella otra estaba
educada en fatigas
continuas desde
pequeñita.
Gualtieri, viendo
que creía firmemente
que aquélla iba a
ser su mujer, y no
por ello decía algo
que no fuese bueno,
la hizo sentarse a
su lado y dijo:
-Griselda, tiempo es
ya de que recojas el
fruto de tu larga
paciencia y de que
quienes me han
juzgado cruel e
inicuo y bestial
sepan que lo que he
hecho lo hacía con
vistas a un fin,
queriendo enseñarte
a ser mujer, y a
ellos saber elegirla
y guardarla, y
lograr yo perpetua
paz mientras contigo
tuviera que vivir;
lo que, cuando tuve
que tomar mujer,
gran miedo tuve de
no conseguirlo; y
por ello, para
probar si era
cierto, de cuantas
maneras sabes te
herí y te golpeé. Y
como nunca he visto
que ni en palabras
ni en acciones te
hayas apartado de
mis deseos,
pareciéndome que
tengo en ti la
felicidad que
deseaba, quiero
devolverte en un
instante lo que en
muchos años te quité
y con suma dulzura
curar las heridas
que te hice; y por
ello, con alegre
ánimo recibe a ésta
que crees mi esposa,
y a su hermano, como
tus hijos y míos:
son los mismos que
tú y muchos otros
durante mucho tiempo
habéis creído que yo
había hecho matar
cruelmente, y yo soy
tu marido, que sobre
todas las cosas te
amo, creyendo poder
jactarme de que no
hay ningún otro que
tanto como yo pueda
estar contento de su
mujer.
Y dicho esto, lo
abrazó y lo besó, y
junto con ella, que
lloraba de alegría,
poniéndose en pie
fueron donde su
hija, toda
estupefacta, había
estado sentada
escuchando estas
cosas; y abrazándola
tiernamente, y
también a su
hermano, a ella y a
muchos otros que
allí estaban sacaron
de su error. Las
damas,
contentísimas,
levantándose de las
mesas, con Griselda
se fueron a su
alcoba y con mejores
augurios quitándole
sus rópulas, con un
noble vestido de los
suyos la volvieron a
vestir, y como a
señora, que ya lo
parecía en sus
harapos, la llevaron
de nuevo a la sala.
Y haciendo allí con
sus hijos
maravillosa fiesta,
estando todos
contentísimos con
estas cosas, el
solaz y el festejar
multiplicaron y
alargaron muchos
días; y discretísimo
juzgaron a
Gualtieri, aunque
demasiado acre e
intolerable juzgaron
el experimento que
había hecho con su
mujer, y
discretísima sobre
todos juzgaron a
Griselda. El conde
de Pánago se volvió
a Bolonia luego de
algunos días, y
Gualtieri, retirando
a Giannúculo de su
trabajo, como a su
suegro lo puso en un
estado en que
honradamente y con
gran felicidad vivió
y terminó su vejez.
Y él luego, casando
altamente a su hija,
con Griselda,
honrándola siempre
lo más que podía,
largamente y feliz
vivió. ¿Qué podría
decirse aquí sino
que también sobre
las casas pobres
llueven del cielo
los espíritus
divinos, y en las
reales aquellos que
serían más dignos de
guardar puercos que
de tener señorío
sobre los hombres?
¿Quién más que
Griselda habría
podido, con el
rostro no solamente
seco, sino alegre,
sufrir las duras y
nunca oídas pruebas
a que la sometió
Gualtieri? A quien
tal vez le habría
estado muy merecido
haber dado con una
que, cuando la
hubiera echado de
casa en camisa, se
hubiese hecho
sacudir el polvo de
manera que se
hubiese ganado un
buen vestido. |