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Proudhon

El principio federativo

 
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Capítulo 10
 

IDEALISMO POLÍTICO.

EFICACIA DE LA GARANTÍA FEDERAL

Una observación general hay que hacer sobre las ciencias morales y políticas, y es que la dificultad de sus problemas nace principalmente de la manera figurada como la razón primitiva ha concebido los elementos de que se componen. En la imaginación del pueblo, la política, del mismo modo que la moral, es una mitología. Todo es para ella ficción, símbolo, misterio, ídolo. Los filósofos han adoptado luego confiadamente este idealismo como expresión de la realidad, y se han creado con esto muchas y grandes dificultades.

El pueblo, en la vaguedad de su pensamiento, se contempla como una gigantesca y misteriosa existencia, y no halla a la verdad en su lenguaje nada que no le afirme en la opinión de su indivisible unidad. Se llama a sí mismo el pueblo, la nación, es decir, la multitud, la masa; es el verdadero soberano, el legislador, el poder, la dominación, la patria, el Estado; tiene sus asambleas, sus escrutinios, sus tribunales, sus manifestaciones, sus declaraciones, sus plebiscitos, su legislación directa; algunas veces sus juicios y sus ejecuciones, sus oráculos, su voz parecida al trueno, la gran voz de Dios. Cuanto más innumerable, irresistible e inmenso se siente, tanto más horror tiene a las divisiones, a las escisiones, a las minorías. Su ideal, su más deleitable sueño, es unidad, identidad, uniformidad, concentración; maldice como atentatorio contra su majestad todo lo que puede disgregarse, dividir su voluntad, crear en él diversidad, pluralidad, divergencia.

Toda mitología supone ídolos, y el pueblo no deja nunca de tenerlos. Como Israel en el desierto, se improvisa dioses cuando nadie se toma el trabajo de dárselos; tiene sus encarnaciones, sus mesías, sus dioses. Ya lo es el caudillo levantado en alto sobre un escudo, ya el rey glorioso, conquistador y magnífico parecido al sol, ya también el tribuno revolucionario: Clodoveo, Carlomagno, Luis XIV, Lafayette, Mirabeau, Garibaldi. ¡Cuántos, para subir al pedestal, no esperan más que un cambio de opinión, un aletazo de la fortuna! El pueblo se muestra hasta celoso por esos ídolos, la mayor parte tan vacíos de ideas y tan faltos de conciencia como él mismo; no tolera que se los discutan ni se los contradigan, y, sobre todo, no les regatea el poder. No toquéis a sus ungidos, o vais a ser tratado de sacrílego.

Lleno el pueblo de sus mitos y considerándose una colectividad esencialmente indivisa, ¿cómo había de coger de buenas a primeras la relación que une al individuo con la sociedad? ¿Cómo, bajo su inspiración, habían de poder dar los hombres de Estado que le representan la verdadera fórmula de gobierno? Donde reina en su cándida sencillez el sufragio universal, se puede asegurar de antemano que todo se hará en el sentido de la indivisión. Siendo el pueblo la colectividad en que está encerrada toda autoridad y todo derecho, el sufragio universal, para ser sincero en sus manifestaciones, deberá ser también indiviso en cuanto quepa, y las elecciones se deberán hacer por lo tanto por provincias. Ya hubo unitarios, en 1848, que pretendieron hacer de la nación entera un solo colegio electoral. De esa elección indivisa sale naturalmente una asamblea indivisa, que delibera y legisla como un solo hombre. Ya que los votos se dividan, la mayoría representa sin disminución alguna la unidad nacional. De esa mayoría sale a su vez un gobierno indiviso, que habiendo recibido sus poderes de la nación indivisible, está también llamado a administrar colectiva e indivisamente sin espíritu de localidad, ni intereses de grupo. Así es como deriva del idealismo popular el sistema de centralización, de imperialismo, de comunismo, de absolutismo, palabras sinónimos; así es como en el pacto social, tal como lo concibieron Rousseau y los jacobinos, el ciudadano se desprende de su soberanía, y el municipio, el departamento y la provincia, absorbidos sucesivamente en la autoridad central, no son más que agencias puestas bajo la inmediata dirección del ministerio.

Las consecuencias no tardan en dejarse sentir: despojado de toda dignidad el ciudadano y el municipio, se multiplican las usurpaciones del Estado y crecen en proporción las cargas del contribuyente. No es ya el gobierno para el pueblo, sino el pueblo para el gobierno. El poder lo invade todo, se apodera de todo, se lo arroga todo para siempre jamás: guerra y marina, administración, justicia, policía, Instrucción pública, obras y reparaciones públicas; bancos, bolsas, crédito, seguros, socorros, ahorros, beneficencia, bosques, canales, ríos; cultos, hacienda, aduanas, comercio, agricultura, industria, transportes. Y coronado todo por una contribución formidable, que arranca a la nación la cuarta parte de su producto bruto. El ciudadano no tiene ya que ocuparse sino en cumplir allá en su pequeño rincón su pequeña tarea, recibiendo su pequeño salario, educando a su pequeña familia, y confiándose para todo lo demás a la providencia del gobierno.

Ante esa disposición de los ánimos y en medio de potencias hostiles a la Revolución, ¿cuál podía ser el pensamiento de los fundadores de 1789, amigos sinceros de la libertad? No atreviéndose a desatar el haz del Estado, debían principalmente preocuparse de dos cosas: primera, de contener al poder, siempre dispuesto a la usurpación; segunda, de contener al pueblo, siempre dispuesto a dejarse arrastrar por sus tribunos y a reemplazar las costumbres de la legalidad por las de la omnipotencia.

Hasta el día, en efecto, los autores de constituciones, Sieyès, Mirabeau, el Senado de 1814, la Cámara de 1830, la Asamblea de 1848, han creído, no sin motivo, que el punto capital del sistema político era contener el poder central, dejándole, sin embargo, la mayor libertad de acción y la mayor fuerza. Para conseguir este objeto, ¿qué se ha hecho? Se ha empezado, como se ha dicho, dividiendo el poder por categorías de ministerios, y se ha distribuido luego la autoridad legislativa entre la Corona y las Cámaras, a cuya mayoría se ha subordinado además la elección que el príncipe ha de hacer de sus ministros. Las contribuciones han sido por fin votadas anualmente por las Cámaras, que han aprovechado esta ocasión para examinar los actos del gobierno.

Mas al paso que se organizaba el parlamento de las Cámaras contra los ministros, al paso que se daba a la prerrogativa real por contrapeso la uniciativa de los representantes del pueblo, y a la autoridad de la Corona la soberanía de la nación; al paso que se oponían palabras a palabras y ficciones a ficciones, se confiaba al gobierno, sin reserva de ninguna clase y sin más contrapeso que una vana facultad de censurarle, la prerrogativa de una administración inmensa; se ponían en sus manos todas las fuerzas del país; se suprimían para mayor seguridad las libertades locales; se aniquilaba con frenético celo el espíritu de lección; se creaba, finalmente, un poder formidable, abrumador, al cual se divertían luego en hacer una guerra de epigramas, como si la realidad fuese sensible a las personalidades. Así, ¿qué sucedía? La oposición acababa por dar al traste con las personas: caían unos tras otros los ministerios, derribábase una y otra dinastía; levantábase imperio sobre república, y ni dejaba de menguar la libertad ni de crecer el despotismo centralizador, anónimo. Tal ha sido nuestro progreso desde la victoria de los jacobinos sobre la Gironda. Resultado inevitable todo de un sistema artificial, donde se ponían a un lado la soberanía metafísica y el derecho de crítica, y al otro todas las realidades del patrimonio nacional, todas las fuerzas activas de un gran pueblo.

En el sistema federativo no caben tales temores. La autoridad central, más iniciadora que ejecutiva, no posee sino una parte bastante limitada de la administración pública, la concerniente a los servicios federales; y está supeditada a los demás Estados, que son dueños absolutos de sí mismos y gozan para todo lo que respectivamente les atañe de la autoridad más completa: legislativa, ejecutiva y judicial. El Poder central está tanto mejor subordinado cuanto que está en manos de una Asamblea compuesta de los representantes de los Estados, que a su vez son casi siempre miembros de sus respectivos gobiernos, y ejercen por esta razón sobre los actos de la Asamblea federal una vigilancia escrupulosísima y severa.

Para contener a las masas no es menor el embarazo de los publicistas, ni menos ilusorios los medios que emplearon, ni menos funesto el resultado.

El pueblo es también uno de los poderes del Estado, el poder cuyas explosiones son más terribles. Tiene esté poder también necesidad de contrapeso: se ha visto obligado a reconocerlo la democracia, puesto que, por no tenerlo, entregado el pueblo a los más peligrosos estímulos y hecho el Estado blanco de las más formidables insurrecciones, ha caído dos veces en Francia la República.

Se ha creído encontrar un contrapeso a la acción de las, masas en dos instituciones, la una gravosa para el país y llena de peligros, y la otra penosísima para la conciencia pública, sin ser menos arriesgada: el ejército permanente y la limitación del derecho de sufragio. Desde 1848, el sufragio universal es ya ley del Estado; mas por lo mismo, habiendo crecido en proporción la agitación democrática, ha sido forzoso aumentar el ejército y dar más nervio a la acción militar. De suerte que, para precaverse contra las insurrecciones populares, ha sido necesario, en el sistema de los fundadores de 1789, aumentar la fuerza del poder en el momento mismo en que por otro lado se tomaban contra él graves precauciones. Así las cosas, ¿qué ha de suceder el día en que pueblo y poder se den. la mano, sino venirse abajo todos los andamios? ¡Extraño sistema éste en que el pueblo no puede ejercer la soberanía sin exponerse a destrozar al gobierno, ni el gobierno usar de su prerrogativa sin ir al absolutismo!

El sistema federativo apaga la efervescencia de las masas y pone coto a todas las ambiciones y excitaciones de la demagogia; es el fin del régimen de plaza pública, de los triunfos de los tribunos, del predominio de las capitales. Haga en hora buena París dentro de sus murallas las revoluciones que quiera. ¿De qué le han de servir sí no la siguen los departamentos, si no la secundan Lyon, Marsella, Tolosa, Burdeos, Nantes, Ruán, Lille, Estrasburgo, Dijon, etc.? Suyos habrán sido los gastos y ninguno el provecho. La federación viene a ser así la salvación del pueblo: dividiéndolo, lo salva a la vez de la tiranía de sus pretendidos conductores y de su propia locura.

La constitución de 1848, quitando, por una parte, al presidente de la república el mando del ejército y declarándose, por otra, susceptible de reforma y de progreso, había probado de conjurar ese doble riesgo de la usurpación del poder central y la insurrección del pueblo. Pero esa constitución no decía ni en qué consistía el progreso, ni bajo qué condiciones había de efectuarse. En el sistema que había fundado subsistía siempre la distinción de clases: la burguesía, el pueblo; demostrólo claramente la discusión del derecho al trabajo y de la ley de 31 de mayo, que restringió el sufragio. La preocupación por la unidad era entonces más viva que nunca: dando 'París el tono, la idea, la voluntad, a los departamentos, era fácil ver que en el caso de un conflicto entre el presidente y la asamblea, el pueblo seguiría más a su elegido que a sus representantes. Los sucesos vinieron a confirmar esas previsiones. La jornada de 2 de diciembre ha demostrado lo que valen garantías puramente legales contra un poder que al favor popular une los recursos de la administración, y también su derecho. Mas si, por ejemplo, al mismo tiempo que se escribió la constitución republicana de 1848, se hubiese hecho y puesto en práctica la organización del municipio y del departamento; si las provincias hubiesen aprendido a vivir de nuevo de su propia vida; si hubiesen tenido una buena parte del poder ejecutivo; si la multitud inerte del 2 de diciembre hubiese entrado por algo en el poder, el golpe de Estado habría sido a buen seguro imposible. Limitado el campo de batalla entre el Elíseo y el Palacio Borbón, el alzamiento del poder ejecutivo habría arrastrado, a lo más, la guarnición de París y al personal de los ministerios.

No terminaré este párrafo sin citar las palabras de un escritor cuya templanza y profundidad ha podido apreciar el público algunas veces en El Correo del Domingo, de monsieur Gustavo Chaudey, abogado de la Audiencia de París. Servirán para hacer comprender que no se trata aquí de una vana utopía, sino de un sistema actualmente en vigor, cuya idea viva se va diariamente desenvolviendo:

«El ideal de una Confederación sería un pacto de alianza, del cual pudiera decirse que no impone a la soberanía particular de los Estados federales, sino restricciones que en manos de la autoridad central pasan a ser un aumento de garantía para la libertad de los ciudadanos, y de protección para su actividad, ya individual, ya colectiva.

»Por esto sólo se comprende la enorme diferencia que existe entre una autoridad federal y un gobierno unitario, por otro nombre, un gobierno que no representa sino una soberanía.»

La definición de monsieur Chaudey es perfectamente exacta: lo que él llama ideal no es otra cosa que la fórmula dada por la más rigurosa teoría. En la federación la centralización es parcial, está limitada a ciertos objetos especiales quitados a los cantones para serle más tarde devueltos, en el gobierno unitario, la centralización es universal, se extiende a todo, y no se desprende jamás de nada. La consecuencia es fácil de prever.

«En el gobierno unitario -prosigue monsieur Chaudey-, la centralización es una fuerza inmensa puesta a disposición del poder, que viene empleada en muy diversos sentidos, según las diversas voluntades personales que componen el gobierno. Cambiadas las condiciones del poder, cambian las de la centralización. Liberal ésta hoy con un gobierno liberal, será mañana un formidable instrumento de usurpacion para un poder usurpador, y después de la usurpación un formidable instrumento de despotismo, sin contar que por esto mismo es para el poder una tentación perpetua, para la libertad de los ciudadanos una perpetua amenaza. Dadas estas condiciones, la centralización es, propiamente hablando, el desarme de una nación en provecho de un gobierno, y la libertad está condenada a una incesante lucha con la fuerza.»

«Sucede lo contrario con la centralización federal. Esta, en vez de armar el poder con la fuerza del TODO contra la parte, arma la PARTE de la fuerza del todo contra sus propios abusos. Un cantón suizo que viese mañana amenazadas sus libertades por su gobierno, podía oponerle no sólo su fuerza, sino también la de los veintidós cantones. ¿No vale esto el sacrificio que del derecho de insurrección hicieron los cantones en su nueva Constitución de 1848?»

Ni reconoce menos el escrito que cito la ley del progreso, que tan esencial es a las constituciones federales y tan imposible de aplicar bajo una constitución unitaria.

«La Constitución federal de 1848 reconoce a los cantones el derecho de revisar y modificar las suyas, pero con dos condiciones: con la de que se hagan las reformas según las reglas prescritas por cada constitución cantonal, y con la de que constituyan siempre un adelanto, no un retroceso.

»Quiere que un pueblo modifique su constitución, no para ir hacia atrás, sino para marchar hacia adelante. Dice a los pueblos suizos: Si no queréis cambiar vuestras instituciones para aumentar vuestras libertades, señal es de que no sois dignos de las que tenéis: permaneced guardándolas; si para aumentar vuestras libertades, señal es de que sois dignos de ir adelante: marchad bajo la protección de toda Suiza.»

La idea de garantir y asegurar una constitución política casi del mismo modo que se asegura una casa contra incendios o un campo contra el granizo, es, en efecto, la idea más importante y por cierto la más original del sistema. Nuestros legisladores de 1791, 1793, 1795, 1799, 1814, 1830 y 1848 no han acertado a invocar en favor de sus constituciones sino el patriotismo de los ciudadanos y la abnegación de los guardias nacionales: la constitución del 93 iba hasta el derecho de insurrección y el llamamiento a las armas. La experiencia ha demostrado cuán ilusorias son esas garantías. La Constitución de 1852, en el fondo la misma del consulado y del primer Imperio, no está garantizada: y no seré yo por cierto quien lo censure. ¿Qué garantía podría haber contenido estando fuera del contrato federativo? Está todo el secreto en distribuir la nación en provincias independientes, soberanas, o que, al menos, administrándose a sí mismas, dispongan por lo menos de una fuerza, una iniciativa y una influencia suficiente, y en hacer luego que las urnas se garanticen a las otras.

Se encuentra una excelente aplicación de estos principios en la organización del ejército suizo.

«La protección -dice monsieur Chaudey- aumenta en todas partes; la opresión no constituye en ninguna un peligro. Al pasar al ejército federal los contingentes cantonales, no olvidan el suelo paterno; lejos de esto, obedecen a la Confederación sólo porque su patria les manda que la sirvan. ¿Cómo han de poder temer los cantones que sus soldados lleguen a ser en ningún tiempo contra ellos instrumentos de una conspiración unitaria? No sucede otro tanto en los demás Estados de Europa donde se separa al soldado de la masa del pueblo de la que se le extrae y se le convierte en cuerpo y alma en hombre del gobierno.»

Domina el mismo espíritu en la constitución americana, a cuyos autores se puede, sin embargo, acusar de haber multiplicado fuera de medida las atribuciones de la autoridad federal. Las facultades otorgadas al presidente americano son casi tan extensas como las que dio a Luis Napoleón la Constitución de 1848, exceso de atribuciones que no ha dejado de contribuir a la idea de absorción unitaria que apareció primero en los Estados del Sur y hoy arrastra a su vez a los del Norte.

La idea de federación es a buen seguro la más alta a que se haya elevado hasta nuestros días el genio político. Deja muy atrás las constituciones francesas que a despecho de la Revolución se han promulgado en estos últimos sesenta años; constituciones cuya corta duración honra tan poco a nuestra patria. Resuelve todas las dificultades que suscita la idea de armonizar la libertad y la autoridad. Con ella no hay ya que temer ni que nos perdamos en el fondo de las antinomias gubernamentales, ni que la plebe se emancipe proclamando una dictadura perpetua, ni que la burguesía manifieste su liberalismo llevando la centralización al extremo, ni que el espíritu público se corrompa por el nefando consorcio de la licencia y el despotismo, ni que el poder vuelva sin cesar a manos de los intrigantes, como los llamaba Robespierre, que la Revolución, como Danton decía, esté siempre en poder de los más malvados. La eterna razón queda al fin justificada, el escepticismo, vencido. No se acusará ya de nuestros infortunios, ni la imperfecta Naturaleza, ni nuestro contradictorio espíritu; la oposición de los principios se presenta al fin como la condición del universal equilibrio.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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