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FILOSOFÍA
 
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Proudhon

El principio federativo

 
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Capítulo 8
 

CONSTITUCIÓN PROGRESIVA

La historia y el análisis, la teoría y el empirismo, nos han conducido, a través de las agitaciones de la libertad y del poder, a la idea de un contrato político.

Aplicando luego esta idea y procurando darnos cuenta de ella, hemos reconocido que el contrato social por excelencia es un contrato de federación, que hemos definido en estos términos: Un contrato sinalagmático y conmutativo para uno o muchos objetos determinados, cuya condición esencial es que los contratantes se reserven siempre una parte de soberanía y de acción mayor de la que ceden.

Es justamente lo contrario de lo que ha sucedido en los antiguos sistemas monárquicos, democráticos y constitucionales, donde por la fuerza de las situaciones y el irresistible impulso de los principios, se supone que los individuos y grupos han abdicado en manos de una autoridad, ya impuesta, ya elegida, toda su soberanía, y obtenido menos derechos, y conservado menos garantías y menos iniciativa que cargas y deberes tienen.

Esta definición del contrato federativo es un paso inmenso que va a darnos la solución tan prolijamente buscada.

El problema político, hemos dicho en el capítulo I, reducido a si más sencilla expresión, consiste en hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios, la autoridad y la libertad. Todo equilibrio falso produce inmediatamente para el Estado desorden y ruina, para los ciudadanos opresión y miseria. En otros términos: las anomalías o perturbaciones del orden social resultan del antagonismo de sus principios, y desaparecerán en cuanto los principios estén coordinados de suerte que no puedan hacerse daño.

Equilibrar dos fuerzas es sujetarlas a una ley que, teniéndolas a raya la una por la otra, las ponga de acuerdo. ¿Quién va a proporcionarnos ese nuevo elemento superior a la autoridad y a la libertad, convertido en el elemento dominante del Estado por voluntad de entramos? El contrato, cuyo tenor constituye DERECHO y se impone por igual a las dos fuerzas rivales.

Mas en una naturaleza concreta y viva, tal como la sociedad, no se puede reducir el Derecho a una noción puramente abstracta, a una aspiración indefinida de la conciencia, cosa que sería echarnos de nuevo en la ficciones y los mitos. Para fundar la sociedad es preciso no ya tan sólo sentar una idea, sino también verificar un acto jurídico, esto es, celebrar un verdadero contrato. Así lo sentían los hombres del 89 cuando acometieron la empresa de dar una Constitución a Francia, y así lo han sentido cuantos poderes han venido tras ellos. Desgraciadamente, si no les faltaba buena voluntad, carecían de luces suficientes: ha faltado hasta aquí notario para redactar el contrato. Sabemos ya cuál debe ser su espíritu; probemos ahora de hacer la minuta de su contenido.

Todos los artículos de una constitución pueden reducirse a uno solo, el que se refiere al papel y a la competencia de ese gran funcionario que se llama el Estado. Nuestras asambleas nacionales se han ocupado a más y mejor en distinguir y separar los poderes, es decir, en determinar la acción del Estado; de la competencia del Estado en sí misma, de su extensión, de su objeto, no se ha preocupado gran cosa nadie. Se ha pensado en la partición, como ha dicho cándidamente un ministro de 1848; en cuanto a la cosa a repartir, se ha creído generalmente que cuanto mayor fuese más grande sería el banquete. Y, sin embargo, deslindar el papel del Estado es una cuestión de vida o muerte para la libertad, tanto individual como colectiva.

Lo único que podía ponernos en el camino de la verdad era el contrato de federación, que por su esencia no puede menos de reservar siempre más a los individuos que al Estado, más a las autoridades municipales y provinciales que a la central.

En una sociedad libre, el papel del Estado o Gobierno está principalmente en legislar, instituir, crear, inaugurar, instalar, lo menos posible en ejecutar. En esto el nombre de poder ejecutivo, por el cual se designa uno de los aspectos del poder soberano, ha contribuido singularmente a falsear las ideas. El Estado no es un empresario de servicios públicos; esto sería asimilarle a los industriales que se encargan por un precio alzado de los trabajos del municipio. El Estado, bien ordene, bien obre o vigile, es el generador y el supremo director del movimiento; si algunas veces pone mano a la obra, es sólo para impulsar y dar ejemplo. Verificada la creación, hecha la instalación o la inauguración, el Estado se retira, dejando á las autoridades locales y a los ciudadanos la ejecución del nuevo servicio.

El Estado, por ejemplo, es el que fija los pesos y las medidas, el que da el modelo, el valor y las divisiones de la moneda. Proporcionados los tipos, hecha la primera emisión, la fabricación de las monedas de oro, plata y cobre deja de ser una función pública, un empleo del Estado, una atribución ministerial; es una industria que incumbe a las ciudades, y que nada obstaría que en caso necesario fuese del todo libre, del mismo modo que lo es la fabricación de las balanzas, de las básculas, de los toneles y de toda clase de medidas. La única ley es en esto la mayor baratura. ¿ Qué se exige en Francia para que sea reputada de ley la moneda de oro y plata? Que tenga nueve décimos de metal fino, uno sólo de liga. No me opongo, antes quiero que haya un inspector que siga y vigile la fabricación de la moneda; pero sí sostengo que no va más allá el deber ni el derecho del Estado.

Lo que digo de la moneda, lo repito de una multitud de servicios que se han dejado abusivamente en manos del Gobierno: caminos, canales, tabacos, correos, telégrafos, caminos de hierro, etc. Comprendo, admito, reclamo si es necesario, la intervención del Estado en todas esas grandes creaciones de utilidad pública; pero no veo la necesidad de dejarlas en sus manos después de entregadas al uso de los ciudadanos. Semejante centralización constituye a mis ojos un exceso de atribuciones. He pedido en 1848 la intervención del Estado para el establecimiento de bancos nacionales, instituciones de crédito, de previsión, de seguros, así como para los ferrocarriles; jamás he tenido la idea de que el Estado, una vez creados, debiese seguir para siempre jamás siendo banquero, asegurador, transportista, etc. No creo a la verdad que sea posible organizar la instrucción del pueblo sin un grande esfuerzo de la autoridad central; pero no por esto soy menos partidario de la libertad de enseñanza que de las demás libertades. Quiero que la escuela esté tan radicalmente separada del Estado como la misma Iglesia. Enhorabuena que haya un Tribunal de Cuentas, del mismo modo que buenas oficinas de estadística encargadas de reunir, verificar y generalizar todos los datos, así como todas las transacciones y operaciones de hacienda que se hagan en toda la superficie de la República; pero ¿a qué hacer pasar todos los gastos e ingresos por las manos de un tesorero, recaudador o pagador único, de un ministro de Estado, cuando el Estado por su naturaleza debe tener pocos o ningunos servicios a su cargo, y, por tanto, pocos o ningunos gastos? ¿Es también de verdadera necesidad que dependan de la autoridad central los tribunales? Administrar justicia fue en todos tiempos la más alta atribución del príncipe, no lo ignoro; pero esto, que es todavía un resto de derecho divino, no podría ser reivindicado por ningún rey constitucional, y mucho menos por el jefe de un imperio, establecido por el voto de todos los ciudadanos. Desde el momento en que la idea del Derecho, humanizada, obtiene, como tal, preponderancia en el sistema político, es de rigurosa consecuencia que la magistratura sea independiente. Repugna que la justicia sea considerada como un atributo de la autoridad central o federal; no puede ser sino una delegación hecha por los ciudadanos a la autoridad municipal, cuando más a la de la provincia. La justicia es una atribución del hombre, de la cual no se le puede despojar por ninguna razón de Estado. No exceptúo de esta regla ni aun el servicio militar: en las repúblicas federales las milicias, los almacenes las fortalezas, no pasan a manos de las autoridades centrales sino en los casos de guerra y para el objeto especial de la guerra; fuera de ahí, soldados y armamento quedan en poder de las autoridades locales.

En una sociedad regularmente organizada, todo debe ir en continuo aumento: ciencia, industria, trabajo, riqueza, salud pública; la libertad y la moralidad deben seguir el mismo paso. En ella el movimiento, la vida, no paran un solo instante. Organo principal de ese movimiento, el Estado está siempre en acción, porqué tiene que satisfacer incesantemente nuevas necesidades y resolver nuevas cuestiones. Si su función de primer motor y de supremo director es, sin embargo, continua, en cambio sus obras no se repiten nunca. Es la más alta expresión del progreso. Ahora bien: ¿qué sucede cuando, como lo vemos en todas partes y se ha visto casi siempre, llena los mismos servicios que ha creado y cede a la tentación de acapararlos? De fundador se convierte en obrero; no es ya el genio de la colectividad que la fecunda, la dirige y la enriquece sin atarla; es una vasta compañía anónima de seiscientos mil empleados y seiscientos mil soldados, organizada para hacerlo todo, la cual, en lugar de servir de ayuda a la nación, a los municipios y a los particulares, los desposee y los estruja. La corrupción, la malversación, la relajación, invaden pronto el sistema; el Poder, ocupado en sostenerse, en aumentar sus prerrogativas, en multiplicar sus servicios, en engrosar su presupuesto, pierde de vista su verdadero papel y cae en la autocracia y el inmovilismo; el cuerpo social sufre; la nación, contra su ley histórica, entra en un período de decadencia.

Hemos hecho observar en el capítulo VI que en la evolución de los Estados la autoridad y la libertad se suceden lógica y cronológicamente; que además la primera está en continuo descenso, y la segunda asciende; que el Gobierno, expresión de la autoridad, va quedando insensiblemente subalternizado por los representantes u órganos de la libertad: el Poder central, por los diputados de los departamentos o provincias; la autoridad provincial, por los delegados de los municipios; la autoridad municipal, por los habitantes; que así la libertad aspira a la preponderancia, la autoridad a ser la servidora de la libertad, y el principio consensual a reemplazar por todas partes el principio de autoridad en los negocios públicos.

Si estos hechos son ciertos, la consecuencia no puede ser dudosa. En conformidad a la naturaleza de las cosas y al juego de los principios, estando la autoridad constantemente en retirada y avanzando la libertad sobre ella, de manera que las dos se sigan sin jamás chocar, la constitución de la sociedad es esencialmente progresiva, es decir, de día en día más liberal, hecho que no puede verificarse sino en un sistema donde la jerarquía gubernamental, en lugar de estar sentada sobre su vértice, lo esté anchamente sobre su base, quiero decir, en el sistema federativo.

En eso está toda la ciencia constitucional que voy a resumir en tres proposiciones:

1.ª Conviene formar grupos, ni muy grandes ni muy pequeños, que sean respectivamente soberanos, y unirlos por medio de un pacto federal.

2.ª Conviene organizar en cada Estado federado el gobierno con arreglo a la ley de separación de órganos o de funciones; esto es, separar en el poder todo lo que sea separable, definir todo lo que sea definible, distribuir entre distintos funcionarios y órganos todo lo que haya sido definido y separado, no dejar nada indiviso, rodear por fin la administración pública de todas las condiciones de publicidad y vigilancia.

3.ª Conviene que en vez de refundir los Estados federados o las autoridades provinciales y municipales en una autoridad central, se reduzcan las atribuciones de ésta a un simple papel de iniciativa, garantía mutua y vigilancia, sin que sus decretos puedan ser ejecutados sino previo el visto bueno de los gobiernos confederados y por agentes puestos a sus órdenes, como sucede en la monarquía constitucional, donde toda orden que emana del rey no puede ser ejecutada sin el refrendo de un ministro.

La división de poderes, tal como era aplicada por la Constitución de 1830, es, a no dudarlo, una institución magnífica y de grandes alcances; pero es pueril restringirla a los miembros de un gabinete. No debe dividirse el gobierno de un país solamente entre siete u ocho hombres escogidos del seno de una mayoría parlamentaria, y que sufran la censura de una minoría de oposición; debe serio entre las provincias y los municipios, so pena de que la vida política abandone las extremidades y refluya al centro, y la nación, hidrocéfala, caiga en completo marasmo.

El sistema federativo es aplicable a todas las naciones y a todas las épocas, puesto que la humanidad es progresiva en todas sus generaciones y en todas sus razas; y la política de la federación, que es por excelencia la del progreso, consiste en tratar a cada pueblo, en todos y cualesquiera de sus períodos, por un régimen de autoridad y centralización decrecientes que corresponda al estado de los espíritus y de las costumbres.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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