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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
Anarquismo
 

Proudhon

El principio federativo

 
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Capítulo 3
 

FORMAS DE GOBIERNO

Con la ayuda de esos trebejos metafísicos, se han establecido, no obstante, desde el principio del mundo todos los gobiernos de la Tierra, y con ellos llegaremos a descifrar el enigma político, por poco que trabajemos para conseguirlo. Perdóneseme, pues, sí insisto en ellos, como se hace con los niños a quienes se enseñan los elementos de la gramática.

En todo lo que precede no se encontrará una sola palabra que no sea perfectamente exacta. No se raciocina de otro modo en las matemáticas puras. No está en el uso de las nociones el principio de nuestros errores, sino en las exclusiones que, so pretexto de lógica, nos permitimos hacer al aplicarlas.

a) Autoridad, libertad. Estos son los dos polos de la política. Su oposición antitética, diametral, contradictoria, nos da la seguridad de que es imposible un tercer término, de que no existe. Entre el y el no, del mismo modo que entre el ser y el no-ser, no admite nada la lógica.

b) La conexión de esas mismas nociones, su irreductibilidad, su movimiento, están igualmente demostradas. No van la una sin la otra, no se puede suprimir ésta ni aquélla, no es posible reducirlas a una expresión común. Respecto a su movimiento, basta ponerlas la una enfrente de la otra para que, tendiendo a absorberse mutuamente, se desarrollen la una a expensas de la otra, y entren al punto en acción.

c) De esas dos nociones resultan para la sociedad dos regímenes diferentes, que hemos llamado régimen de autoridad y régimen de libertad, regímenes de los cuales puede luego tomar cada uno dos formas diferentes, no más ni menos. La autoridad no se presenta con toda su grandeza sino en la colectividad social, y, por consecuencia, no puede ni manifestar su voluntad ni obrar sino por medio de la colectividad misma o de alguien que la represente. Otro tanto sucede con la libertad, la cual no es perfecta sino cuando está para todos asegurada, bien porque todos participen del gobierno bien porque el gobierno no haya sido deferido a nadie. Es de todo punto imposible salir de esas alternativas: respecto al régimen de autoridad, gobierno de todos por todos o gobierno de todos por uno solo; respecto al de libertad, gobierno en participación de todos por cada uno o gobierno de cada uno por sí mismo. Todo esto es fatal, como la unidad y la pluralidad, el calor y el frío, la luz y las tinieblas. Pero se me dirá: ¿No se ha visto acaso jamás que el gobierno sea el patrimonio de una harte más o menos considerable de la república con exclusión del resto? ¿No se han visto aristocracias, gobierno de las clases altas; olocracias, gobierno de la plebe; oligarquías, gobierno de una facción. La observación es justa, todo esto se ha visto real y verdaderamente; pero esos gobiernos son de hecho, obras de usurpación, de violencia, de reacción, de transición, de empirismo, donde están adoptados a la vez todos los principios, y luego son igualmente violados, desconocidos y confundidos todos; y nosotros hablamos ahora sólo de los gobiernos, a priori, concebidos según las leyes de la lógica y basados en un solo principio.

Lo repito: nada hay de arbitrario en la política racional, que tarde o temprano ha de venir a confundirse con la política práctica. La arbitrariedad no es obra ni de la naturaleza ni del espíritu; no la engendran ni la necesidad de las cosas ni la infalible dialéctica de las nociones. La arbitrariedad es hija, ¿sabéis de quién? Su propio nombre os lo dice: del LIBRE ARBITRIO, de la libertad. ¡Cosa admirable! El único enemigo contra el cual se ha de poner la libertad en guardia no es, en el fondo, la autoridad que todos los hombres adoran como si fuese la justicia; es la libertad misma, la libertad del príncipe, la libertad de los grandes, la libertad de las muchedumbres disfrazada con la máscara de la autoridad.

De la definición a priori de las diversas especies de gobierno, pasemos ahora a sus formas.

Dase el nombre de forma de gobierno a la manera cómo el Poder se distribuye y se ejerce. Natural y lógicamente, esas formas están en relación con el principio, la formación y la ley de cada régimen.

Así como el padre en la familia primitiva y el patriarca en la tribu son a la vez amos de la casa, del carro o de la tienda, herus, dominus, propietarios de la tierra, de los ganados y de sus crías, labradores, industriales, directores, comerciantes, sacrificadores, guerreros; así en la monarquía el príncipe es a la vez legislador, administrador, juez, general, pontífice. Tiene el dominio eminente sobre la tierra y sus productos; es jefe de las artes y los oficios, del comercio, de la agricultura, de la marina, de la instrucción pública; está revestido de toda autoridad y de todo derecho. El rey es, en dos palabras, el representante, la encarnación de la sociedad: él es el Estado. La reunión o indivisión de los poderes es el carácter de la monarquía. Al principio de autoridad que distingue al padre de familia y al monarca, viene a unirse aquí como corolario el principio de universalidad de atribuciones. Hay aquí reunidos en la misma persona un jefe militar como Josué, un juez como Samuel, un sacerdote como Aarón, un rey como David, un legislador como Moisés, Salón, Licurgo, Numa. Tal es el espíritu de la monarquía, tales son sus formas.

Pronto, empero, por la extensión dada al Estado, el ejercicio de la autoridad es superior a las fuerzas de un hombre. El príncipe entonces se hace ayudar por consejeros oficiales o ministros escogidos por él que obran en su puesto y lugar, y son sus mandatarios y procuradores para con el pueblo. Del mismo modo que el príncipe a quien representan, esos enviados, sátrapas, procónsules o prefectos, acumulan a su mandato todos los atributos de la autoridad; pero debiendo, se entiende, dar cuenta de su gestión al monarca su amo, en cuyo interés y en cuyo nombre gobiernan, cuya dirección reciben y de cuya vigilancia son constante objeto, a fin de que esté seguro de la alta posesión de la autoridad, del honor del mando y de los beneficios del Estado, y al abrigo de toda clase de usurpaciones y revueltas. En cuanto a la nación, ni tiene derecho de pedir cuentas, ni tienen por qué dárselas los agentes del príncipe. En ese sistema, la única garantía de los súbditos está en el interés del soberano, el cual, por lo demás, no reconoce otra ley que su gusto.

En el régimen comunista, las formas del gobierno son las mismas: el poder está en el ejercicio pro indiviso por la colectividad social, del mismo modo que lo era antes por la sola persona del monarca. Así en los campos de Mayo de los germanos deliberaba y juzgaba el Pueblo entero sin distinción de edad ni sexo; así los cimbrios y los teutones peleaban contra Mario acompañados de sus mujeres: no conociendo la estrategia ni la táctica, ¿qué falta les habían de hacer los generales? Por un resto de ese comunismo dictaba la masa entera en Atenas las sentencias criminales, por una inspiración del mismo género diose la República de 1848 novecientos legisladores, sintiendo no poder reunir en una misma asamblea sus diez millones de electores, que hubo de contentarse con llamar a las urnas. De aquí han salido, por fin, los proyectos de legislación directa por sí y por no que se ha concebido en nuestros mismos tiempos.

Las formas del Estado liberal o democrático corresponden igualmente al principio de formación y a la ley de desenvolvimiento de ese mismo Estado: por consecuencia, difieren radicalmente de los de la monarquía. Consisten en que el poder, lejos de ser ejercido colectivamente y pro indiviso, como en la comunidad primitiva, está distribuido entre los ciudadanos, cosa que se verifica de dos maneras. Si se trata de un servicio susceptible de ser materialmente dividido, como de la construcción de un camino, del mando de una armada de la policía de una ciudad, de la instrucción de la juventud, se reparte el trabajo por secciones, la armada por escuadras y aun por buques, la ciudad por barrios, la enseñanza por cursos, y se pone al frente de cada división un director, un comisario, un almirante, un capitán, un maestro. Los atenienses acostumbraban a nombrar en sus guerras diez o doce generales, cada uno de los cuales mandaba por turno un día; uso que parecería hoy muy extraño, pero necesario en aquella democracia, que no consentía otra cosa. Si la función es indivisible, se la deja entera, y o bien se nombran muchos para ejercerlo, a pesar del precepto de Homero, que halló mala la pluralidad en tratándose de mando, y donde mandamos nosotros un embajador se manda una compañía, como hacían los antiguos; o bien se confía cada función a un solo individuo, que se entrega a ella y hace de ella su especialidad, su oficio; hecho que tiende a introducir en el cuerpo político una clase particular de ciudadanos, a saber, los funcionarios públicos. Desde este momento, la democracia- está en peligro: el Estado es distinto de la nación; su personal pasa a ser, poco más o menos como en la monarquía, más afecto al príncipe que a la sociedad y al Estado. En cambio, ha surgido una gran idea, una de las más grandes ideas de la ciencia, la de la división o separación de los poderes. Gracias a ella, toma la sociedad una forma decididamente orgánica; las revoluciones pueden sucederse como las estaciones, sin temor de que jamás perezca esa bella constitución del poderío público por categorías: Justicia, Administración, Guerra, Hacienda, Culto, Instrucción Pública, Comercio, etc. Hay ya por lo menos en las sociedades algo que no morirá jamás.

La organización del gobierno liberal o democrático es más complicada, más sabia, de una práctica más trabajosa y menos brillante que la del gobierno monárquico, y, por tanto, menos popular. Casi siempre las formas del gobierno libre han sido tratadas de aristocráticas por las masas, que han preferido el absolutismo monárquico. De aquí la especie de círculo vicioso en que giran y girarán aún por largo tiempo los hombres de progreso. Los republicanos piden libertades y garantías naturalmente con el objeto de mejorar la suerte de las masas; así que no pueden menos de buscar su apoyo en el pueblo. Ahora bien, el pueblo es siempre un obstáculo para la libertad, bien porque desconfíe de las formas democráticas, bien porque le sean indiferentes.

Las formas de la anarquía son indistintamente las de la monarquía o las de la democracia, según la voluntad de cada individuo y según lo permita el límite de sus derechos.

Tales son en sus principios y en sus formas los cuatro gobiernos elementales que concibe a priori el entendimiento humano y están destinados a servir de materiales para todas las futuras construcciones políticas. Pero, lo repito, esos cuatro tipos, aunque sugeridos a la vez por la naturaleza de las cosas y el sentimiento de la libertad y del derecho, no son para realizados en sí mismos ni con todo el rigor de sus leyes. Son concepciones ideales y fórmulas abstractas que no pueden pasar a realidades, aunque por ellas se constituyan empírica e intuitivamente todos los gobiernos de hecho. La realidad es compleja por su propia naturaleza lo simple no sale de la esfera de lo ideal ni llega a lo concreto. Poseemos en esas fórmulas antitéticas los elementos de una constitución regular, de la futura constitución del género humano; pero será necesario que pasen siglos y se desenvuelva ante nuestros ojos toda una serie de revoluciones antes que del cerebro que ha de concebirla, es decir, del cerebro de la humanidad se desprenda la fórmula definitiva


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© Helios Buira

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