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Proudhon

El principio federativo

 
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Capítulo 9
 

CAUSAS QUE HAN RETARDADO LA CONCEPCIÓN

Y LA REALIZACIÓN DE LAS CONFEDERACIONES

La idea de federación parece tan antigua en la historia como las de monarquía y democracia, tan antigua como la autoridad y la libertad mismas. ¿Cómo había de ser de otra manera? Todo lo que la ley del progreso hace aparecer a la superficie de las sociedades tiene sus raíces en la misma naturaleza. La civilización camina envuelta en sus principios, y precedida y seguida del cortejo de sus ideas, que van sin cesar en torno suyo. Fundada en el contrato, expresión solemne de la libertad, la federación no podía dejar de acudir al llamamiento. Más de doce siglos antes de Jesucristo se la ve en las tribus hebraicas, separadas las unas de las otras en sus valles, pero unidas, al igual que las tribus ismaelitas, por una especie de pacto fundado en la consanguinidad. Casi en aquel mismo tiempo aparece en la Anfictionía griega (o confederación de las ciudades griegas), impotente, es verdad, para apagar las discordias y evitar la conquista, o lo que viene a ser lo mismo, la absorción unitaria, pero testimonio de la futura libertad universal y del futuro derecho de gentes. Ni están aún olvidadas las gloriosas ligas de los pueblos eslavos y germánicos, continuadas hasta nuestros días en las constituciones federales de Suiza y Alemania, y hasta en ese imperio de Austria, compuesto de tantas naciones heterogéneas, pero, por más que se haga, inseparables. Será al fin ese contrato federal el que, constituyéndose poco a poco en gobierno regular, ponga en todas partes término a las contradicciones del empirismo, elimine toda arbitrariedad y funde en un equilibrio indestructible la paz y la justicia.

Durante largos siglos, la idea de federación parece como velada y en reserva. La causa de este aplazamiento reside en la incapacidad primitiva de las naciones y en la necesidad de irlas formando por medio de una vigorosa disciplina. Ahora bien, tal es el papel que por una especie de consejo soberano parece haberse dado al sistema unitario.

Era preciso, ante todo, domar y fijar las errantes, indisciplinadas y groseras muchedumbres; distribuir en grupos las ciudades aisladas y hostiles; ir formando poco a poco, por vía de autoridad, un derecho común, y establecer en forma de decretos imperiales las leyes del linaje humano. No cabría dar otra significación a esas grandes creaciones políticas de la humanidad, a las cuales sucedieron los imperios de los griegos, los romanos y los francos, la Iglesia cristiana, la rebelión de Lutero y, por fin, la Revolución francesa.

La federación no podía llenar esa necesidad de educar a los pueblos, primero porque es la libertad, porque excluye la idea de violencia, descansa en la noción de un contrato sinalagmático, conmutativo y limitado, y tiene por objeto garantizar la soberanía y la autonomía a los pueblos que une, y por tanto, a los que en un principio se trataba de tener subyugados hasta que fuesen capaces de obedecer a la razón y gobernarse por sí mismos. Siendo, en una palabra, progresiva la civilización, sería contradictorio suponer que la federación hubiese podido realizarse en los primeros tiempos.

Otra causa excluía provisionalmente el principio federativo, la escasa fuerza expansivo de los Estados agrupados por constituciones federales. 

Límites naturales de los Estados federativos

Hemos dicho en el capítulo II que la monarquía, por sí y en virtud de su principio, no conoce límites a su desarrollo, y que otro tanto sucede con la democracia. Esa facultad de expansión ha pasado de los gobiernos simples o a priori, a los gobiernos mixtos o de hecho, democracias y aristocracias, imperios democráticos y monarquías constitucionales, gobiernos todos que en este particular han obedecido fielmente a su idea. De aquí los sueños mesiánicos y todos los ensayos de monarquía o república universal.

Donde reinan esos sistemas, la absorción no tiene límites. Allí es donde puede decirse que la idea de fronteras naturales es una ficción, o mejor una superchería política; allí es donde los ríos, las montañas y los mares están considerados, no como límites naturales, sino como obstáculos que debe ir venciendo la libertad de la nación y la del soberano. Así lo exige la razón del principio mismo: la facultad de poseer, de acumular, de mandar y de explotar es indefinida; no tiene por límites sino el universo. El más famoso ejemplo de esa absorción de territorios y pueblos, a pesar de las montañas, los ríos, los bosques, los mares y los desiertos, ha sido el del Imperio romano, que tenía su centro y su capital en una península, en medio de un mar dilatado, y sus provincias hasta donde podían alcanzar los ejércitos y los agentes del fisco.

Todo Estado es por naturaleza anexionista. Nada le detiene en su marcha invasora, como no sea el encuentro de otro Estado, invasor como él y capaz de defenderse. Los más ardientes apóstoles del principio de las nacionalidades no vacilan en contradecirse, si lo exigen los intereses y, sobre todo, la seguridad de su patria. ¿Quién de la democracia francesa se habría atrevido a reclamar contra la anexión de Niza y Saboya? No es raro ver hasta las anexiones favorecidas por los anexionados, que hacen de su independencia y de su autonomía un vergonzoso tráfico.

No sucede así en el sistema federativo. Aunque muy capaz de defenderse si le atacan, como han demostrado más de una vez los suizos, toda confederación carece de fuerza para la conquista. Fuera del caso, rarísimo, en que un Estado vecino pidiese ser recibido en la confederación, puede decirse que por el mismo hecho de existir se ha privado de todo engrandecimiento. En virtud del principio que, limitando el pacto federal a la mutua defensa y a ciertos objetos de utilidad común, garantiza a cada Estado su territorio, su soberanía, su constitución y la libertad de sus ciudadanos, y le reserva, por otra parte, más autoridad, más iniciativa y más poder de los que cede, reduce por sí mismo tanto más el círculo de su acción cuanto más van distando unas de otras las localidades admitidas en la alianza; de tal modo que, de irse engrandeciendo, llegaría pronto a un punto en que el pacto carecería de objeto. Supongamos que uno de los Estados de la confederación abrigase proyectos particulares de conquista, desease anexionarse una ciudad vecina o una provincia contigua a su territorio, quisiera inmiscuirse en los negocios de otro Estado. No solamente no podría contar con el apoyo de la confederación, que le diría que el pacto ha sido exclusivamente celebrado para la mutua defensa y no para el engrandecimiento de ninguno de los Estados, sino que hasta se vería detenido en su empresa por la solidaridad federal, que no quiere que todos se expongan a la guerra por ambición de uno sólo. De modo que la confederación es a la vez una garantía para sus propios miembros y para sus vecinos no confederados.

Así, al revés de lo que pasa en los demás gobiernos, la idea de una confederación universal es contradictoria. En esto se revela una vez más la superioridad moral del sistema federativo sobre el unitario, sujeto a todos los inconvenientes y a todos los vicios de lo ideal, de lo indefinido, de lo ilimitado, de lo absoluto. La Europa sería demasiado grande para una sola confederación; no podría formar sino una confederación de confederaciones. Con arreglo a esta idea, indicaba en mi última publicación, como el primer paso que se había de dar en la reforma del derecho público europeo, el restablecimiento de las confederaciones italiana, griega, bátava, escandinava y danubiana, preludio de la descentralización de los grandes Estados y, por consecuencia, del desarme general. Recobrarían entonces la libertad todas las naciones, y se realizaría la idea de un equilibrio europeo, previsto por todos los publicistas y hombres de Estado, pero de realización imposible con grandes potencias sometidas a constituciones unitarias.

Condenada así a una existencia pacífica y modesta, y no representando en la escena política sino el papel más oscuro, no es de extrañar que la idea de federación haya permanecido hasta nuestros días como eclipsada por los resplandores de los grandes Estados. Hasta nuestros días, las preocupaciones y los abusos han pululado y se han cebado en los Estados federales con tanta intensidad como en las monarquías feudales o unitarias; ha habido preocupaciones de nobleza, privilegios de burguesía, autoridad de la Iglesia, y como resultado de todo, opresión del pueblo y servidumbre del espíritu; así que la libertad estaba como metida en una camisa de fuerza, y la civilización hundida en un statu quo invencible. Manteníase la idea federalista inadvertida, incomprensible e impenetrable, ya por una tradición sacramental, como en Alemania, donde la confederación, sinónima de Imperio, era una coalición de príncipes absolutos, unos legos, otros eclesiásticos, bajo la sanción de la Iglesia de Roma, ya por la fuerza de las cosas, como en Suiza, donde la confederación se componía de algunos valles, separados unos de otros y protegidos contra el extranjero por cordilleras infranqueables, cuya conquista no habría valido por cierto la pena de repetir la empresa de Aníbal. Era una especie de planta política detenida en su medro, que nada ofrecía al pensamiento del filósofo, ningún principio presentaba a los ojos del hombre de Estado, nada dejaba esperar a las masas y, lejos de ayudar a la Revolución en lo más mínimo, esperaba de ella el movimiento y la vida.

Es ya un hecho histórico inconcuso que la Revolución francesa ha puesto la mano en todas las constituciones federales existentes, las ha enmendado, les ha comunicado su propio aliento, les ha dado todo lo mejor que tienen, las ha puesto, en una palabra, en estado de desenvolverse sin haber hasta ahora recibido de ellas absolutamente nada.

Habían sido derrotados los norteamericanos en veinte encuentros y parecía ya perdida su causa, cuando llegada de los franceses cambió la faz de los negocios, y en 19 de octubre de 1781, hizo capitular al general inglés Cornwallis. Tras este golpe, Inglaterra consintió en reconocer la independencia de sus colonias, que pudieron ya entonces ocuparse en formular su constitución. Y bien, ¿cuáles eran entonces en política las ideas de los americanos? ¿Cuáles fueron los principios de su gobierno? Un verdadero barullo de privilegios; un monumento de intolerancia, de exclusión y de arbitrariedad, donde brillaba como una siniestra estrella el espíritu de aristocracia, de reglamentación, de secta y de casta; una obra que excitó la reprobación general de los publicistas franceses, y les arrancó las más humillantes observaciones para los americanos. Lo poco de verdadero liberalismo que penetró entonces en América fue, podemos decirlo, obra de la Revolución francesa, que pareció preludiar en tan lejanas playas la renovación del mundo antiguo.

La libertad en América ha sido hasta ahora más bien un efecto del individualismo anglosajón, lanzado en aquellas inmensas soledades, que el de sus instituciones y costumbres: lo ha revelado sobradamente la guerra que hoy sostiene.

La revolución es también la que ha arrancado a Suiza del poder de sus viejos prejuicios aristocráticos y burgueses, y ha refundido su confederación. La constitución de la República helvético fue ya retocada por primera vez en 1801: al año siguiente acabaron sus desórdenes, gracias a la mediación del primer cónsul, que habría concluido más tarde con su nacionalidad si hubiese entrado en sus miras reunirla al Imperio. Pero «no os quiero», les dijo. De 1814 a 1848, no ha dejado de estar agitada Suiza por sus elementos reaccionarios: tan confundida estaba allí la idea federativo con la de aristocracia y privilegio. Sólo en 1848, en la Constitución del 12 de septiembre, fueron al fin clara y terminantemente sentados los verdaderos principios del sistema federativo. Aun entonces fueron tan poco comprendidos, que se manifestó al punto una tendencia unitaria, que llegó a tener hasta en el seno de la asamblea federal sus representantes.

En cuanto a la confederación germánica, todo el mundo sabe que el edificio antiguo se vino abajo por la mediación del mismo emperador, que no fue muy afortunado en sus planes para restaurarla. En este momento el sistema de la confederación germánica es nuevamente objeto de estudio para los pueblos. ¡Ojalá pueda al fin Alemania salir libre y fuerte de esta a nación como de una saludable crisis!

En 1789 no estaba aún, por tanto, hecha la prueba del federalismo, no era una idea inconcuso, no tenía nada que deducir de ella el legislador revolucionario. Era preciso que las pocas confederaciones que palpitaban en algunos rincones del viejo y del nuevo mundo, animadas por el espíritu de nuestros tiempos, aprendiesen a andar y a determinarse; era preciso que su principio, fecundado por su propio desarrollo, ostentase la riqueza de su organismo; era al mismo tiempo preciso que bajo el nuevo régimen de la igualdad se hiciese otro nuevo experimento, el último, del sistema unitario. Sólo bajo esas condiciones podía argumentar la filosofía, concluir la revolución y, generalizándose la idea, salir al fin la república de su misticismo bajo la forma concreta de una confederación de confederaciones.

Los hechos parecen dar hoy nuevo vuelo a las ideas, y podemos, creo, sin presunción ni orgullo, por una parte, arrancar a las masas del pie de sus funestos símbolos; por otra, revelar a los hombres políticos el secreto de haberse engañado en sus previsiones y sus cálculos.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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