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Néstor García Canclini

¿De qué hablamos cuando hablamos de resistencia?
 

La noción de resistencia es una de las más gastadas y menos analizadas en la retórica crítica. Como ocurre con cualquier otro término, su sentido se constituye no en sí mismo ni manteniendo autoritariamente lo que su raíz prescribe sino articulándose con otros conceptos. En los diccionarios de la política y la cultura, resistencia no aparece o suele asociarse u oponerse a otras palabras cuyo significado está en pleno debate: aculturación, alternativa, dominación, emancipación, hegemonía, imperialismo, poscolonialismo. Estos otros conceptos de referencia reciben un tratamiento detenido y polémico, mientras resistencia es convocado de modo no razonado, casi mágico.

Entre los diccionarios sobre comunicación, cultura y arte que tengo a mano sólo elDiccionario crítico de política cultural, coordinado por Teixeira Coelho, contiene una entrada dedicada a “resistencia cultural”. La noción de resistencia no se encuentra tratada específicamente ni en el célebre Keywords de Raymond Williams (1976), ni en los clásicos Key Concepts in Communication and Cultural Studies de O’Sullivan, Hartley, Sanders, Montgomery y Fiske (1995) ni en el Diccionario básico de Comunicación de Katz, Doria y Costa Lima (1975). Tampoco en el muy vasto Diccionario de Teoría Crítica y Estudios Culturales, compilado por Michael Payne (1996), ni en obras más recientes y en muchos sentidos elogiables como Términos críticos de sociología de la cultura, dirigida por Carlos Altamirano (2002), el Diccionario de relaciones interculturales, coordinado por Barañano, García, Cátedra y Devillard (2007) y el Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos, dirigido por Szurmuk y Mckee Irwin (2009).

En algunos artículos de estas obras (y, como sabemos, en centenares de artículos y libros, manifiestos políticos y artísticos), se habla de resistencia y acciones alternativas sin problematizar lo que se quiere decir con estas palabras. Aun los textos más críticos sobre globalización, imperialismo y poscolonialismo suelen dedicarse a mostrar inconsistencias de la dominación, en tanto sobre la resistencia o la alternatividad acumulan ejemplos, casos o movimientos, cuestionando poco su eficacia. Si se ocupan de la cultura o el arte, los autores más sofisticados identifican que los procesos globalizadores crean interdependencias multidireccionales y dicen que la descentralización no permite hablar ya de una sola metrópoli del arte, las ediciones o la producción audiovisual. Pero cuesta repensar lo que esto significa para la recomposición de las acciones opositoras o críticas.

Llama la atención que la concepción del poder se haya modificado mucho más que la de resistencia. A partir de Michel Foucault, pero no sólo de él, surge la idea de que el poder está distribuido multidireccionalmente. Ya no lo pensamos como una pirámide que opera de arriba hacia abajo, sino como algo diseminado. Pero también hemos salido de la noción simplificada de Foucault al darnos cuenta de que sigue habiendo concentraciones monopólicas de fuerzas.

En el campo de las artes visuales se quebró la secuencia París -Londres- Nueva York. No hay una sola capital del arte. Tampoco parece que Beijing vaya a sustituir a Nueva York. Varias ciudades concentran el poder y lo movilizan en distintas direcciones. Esto no se debe necesariamente a resistencias, sino a recomposiciones y alianzas. Así, las concepciones del poder y de sus movimientos se han complejizado en tanto las nociones de resistencia exhiben inercias asombrosas. Hacia cualquier lado que miremos, sea la economía, el arte o la política, no encontramos bipolaridad ni unipolaridad sino una distribución compleja e inestable de focos en los que se ejerce el poder. Esa dispersión genera el primer problema para construir resistencias, oposiciones o alternativas. Más aún si se quiere insistir en modos de organización de fuerzas populares propias de otra etapa del capitalismo. Lo que se observa en los últimos años son muchas formas de resistencia -a veces sesgadas: sólo ven la ecología o la etnicidad o el género-, pero casi nunca postulan un frente solidario y eficaz para transformar estructuras. Quizás sea una de las causas por las que gran parte de lo que hoy presenciamos se sale de la oposición inclusión / exclusión o hegemónico / subalterno, como se decía en otro tiempo. La palabra resistencia me resulta escasa, pobre, en relación con la multiplicidad de comportamientos que surgen buscando alternativas.

Voy a proponer tres ejercicios para reubicar el análisis de la resistencia: a) ante todo, respecto de algunos estudios actuales sobre recepción y disenso en el arte; b) luego, veremos cómo reconsiderar la resistencia y el disenso en un tiempo de espectacularización del arte y la cultura; c) por último, nos preguntaremos qué puede entenderse hoy por resistencia o alternatividad en medio del cambio de escala del ejercicio del poder y de su opacidad en la globalización.

Del marketing a la resistencia de los públicos

Una cuestión clave para quitar vaguedad a la noción de resistencia es identificar a susactores. No es lo mismo si se trata de artistas, intermediarios o movimientos sociales. Aquí voy a ocuparme, ante todo, de los públicos. Desde los años sesenta del siglo pasado, comenzaron a aplicarse a los museos de arte métodos de indagación estadística que venían usándose en el mundo anglosajón para conocer las preferencias de los consumidores según nacionalidad, sexo, nivel educativo y socioeconómico. La intención era mejorar la comunicación y adaptar los planes de exposición a las expectativas de los receptores.

Los sondeos de marketing y los estudios sobre consumo, aplicados a procesos culturales, dieron evidencias de los muchos sentidos que las obras pueden adquirir. En cuanto hacemos algo más que contar entradas a museos o el número de libros vendidos, se advierte que no existe “el público”. Los visitantes de exposiciones y los lectores modifican o recrean el significado en distintas direcciones, imprevistas por los autores y curadores. En un sentido laxo, muchas de estas alteraciones en la recepción y apropiación podrían valorarse como resistencias.

Un aporte de los estudios sociológicos y antropológicos sobre la recepción del arte ha sido hacer visibles las múltiples mediaciones que intervienen entre las obras y los espectadores.

Algunos mediadores forman parte del campo artístico: museógrafos, curadores, marchands, coleccionistas, críticos y revistas. Otros intermediarios no pertenecen al campo y sus objetivos no están centrados en el arte: políticos de la cultura y simples políticos, inversores procedentes de cualquier otra actividad, periodistas y actores ocasionalmente interesados en el arte, pueden intervenir en la difusión y el reconocimiento, pero sus fidelidades se inscriben en lógicas ajenas al campo artístico.

Considerar el papel de estos actores, de la familia artística y los extraños, se vuelve decisivo en esta época en la que la producción, comunicación y recepción del arte se dispersa en muchas zonas de la vida social. Es precisamente en este tiempo cuando los públicos comienzan a ser mirados como parte efectiva del proceso artístico. Por esto, la emergencia de los espectadores ilumina la restructuración del campo y su reubicación en el conjunto social. No voy a ocuparme del espectro de problemas teóricos y metodológicos que abarca la sociología de los públicos de arte y la recepción de las obras, bien sistematizados, entre otros, por Jean Claude Passeron (1991) y Nathalie Heinich (2001).Me ceñiré a algunos puntos significativos para elaborar la cuestión de la resistencia en este tiempo de postautonomía del arte.

Una primera advertencia es que el recurso a los públicos puede ser no la apertura a lo que en la sociedad existe más allá del arte sino una táctica para reafirmar la autorreferencia y autojustificación de quienes integran el mundo artístico. Podemos ver la lógica inestable de las ferias y subastas como intentos de abarcar las más diversas tendencias del mercado.

Con mayor o menor sutileza, atendiendo a la dinámica económica de la oferta y demanda o a las variaciones de la distinción simbólica, se trata de entender la racionalidad del consumo de arte, de los comportamientos de cada sector, para que la comercialización de las obras gane eficacia.

En los escenarios donde se supone que prevalece el interés estético, como los museos, los receptores suelen ser invocados sin cuestionar los dispositivos que reproducen la inercia interna del campo y alejan a los visitantes no iniciados.

La Bienal de Venecia eligió como consigna para identificar su muestra en 2003 “La dictadura del espectador”. No fue el tema, ya que esas bienales multitudinarias y heterogéneas no tienen un eje temático o lo designan de modo tan vago que cabe casi todo: en ese año las secciones se titulaban “atraso y revolución”, “clandestinos”, “sistema individual”, “zona de urgencia”, “la estructura de la crisis”, “representación árabe contemporánea”, “cotidiano alterado”, “estación utopía”.

Pese a la declaración de su curador general, Francesco Bonami, en el sentido de buscar la pluralidad de espectadores a través de la diversas procedencias geográficas de los encargados de cada sección, muchas piezas podrían haber sido cambiadas de conjunto sin que se advirtiera porque respondían a las maneras en que los artistas y los curadores de distintas nacionalidades se plegaban a las tendencias dominantes a nivel global. La impresión que dejaba su recorrido, especialmente en la sección del Arsenale, era que ese año culminaba la dictadura de los curadores. Nada en la selección y disposición de las obras, ni en la interacción con los visitantes, modificaba el papel predominante de observadores atribuido a quienes la recorrían. Escuché de varios artistas su insatisfacción con las dispersas narrativas en las que se habían situado sus trabajos.

El giro al receptor no es sólo un cambio endógeno del arte. Resulta de la reubicación de los artistas y las instituciones en las mudanzas sociales y políticas. Fue el cuestionamiento a instituciones culturales, la crítica a la economía capitalista y el autoritarismo político, lo que llevó a dirigir la mirada a los receptores del arte y a la potencialidad estética de los movimientos sociales. Mayo del 68 en París, Berlín, Berkeley, México y otras ciudades, los movimientos urbanos, de jóvenes, étnicos, feministas y antidictatoriales en Argentina, Brasil, Chile, Uruguay y otros países, desplazaron en esos años las iniciativas culturales de los museos y salas de teatro a la interlocución con nuevos destinatarios. Además de espectadores, se buscaban creadores y participantes. Los artistas se aliaban con sindicatos y grupos políticos de izquierda para rediseñar la escena del arte y comunicarse en espacios abiertos a todos. Algunos abandonaron, junto con las instituciones del campo artístico, el arte mismo entendido como actividad diferenciada. Otros empujaron la categoría de arte hasta los bordes de la propaganda política y la acción social sin disolverse en ellas:

constituyeron lo que en Chile se llamó la “escena avanzada”, en la que se negaban a ser ilustradores del discurso político. A veces lograban, como señaló Nelly Richard, “obras” que -por su modo de marcar la disrupción radical de los deseos y los cuerpos- fueron alternativas a los estilos disciplinados de los partidos de izquierda.

Muchos de estos movimientos de resistencia sufrieron el exilio, la clandestinidad o el ahogo económico. Aún donde no hubo represión explícita fueron desmovilizados en los años ochenta y noventa por la hegemonía del neoliberalismo como pensamiento único.

Las irreverencias artísticas se diluyeron en tenues acciones postmodernas. El avance educativo de sectores medios y su incorporación al consumo con mayor sentido estético podría sintetizarse, como sugirió un sociólogo especialista en movimientos sociales, en el anuncio de IKEA que mostraba una pareja amueblando su casa bajo el eslogan: “1968 reformamos el mundo; 1986 reformamos la cocina”.

Sin embargo, entendemos poco los cambios históricos en la cultura si los reducimos a la opción entre resistencia y domesticación de la subversión estética. El desarrollo no fue unilineal. Pienso en el proceso que conozco mejor, ocurrido en los años de las dictaduras latinoamericanas y sobre todo en la democratización abierta a mediados de los ochenta. Creció entonces un pensamiento social sobre la cultura, acompañado por investigaciones antropológicas, sociológicas y comunicacionales, que revisaron la inserción de las artes en la sociedad, práctica y teóricamente. Los libros de Hugo Achugar, José Joaquín Brunner, Jesús Martín Barbero, Carlos Monsiváis y Silviano Santiago, entre otros, replantearon la práctica de investigación, la reflexión sobre los lugares sociales del arte y los vínculos o desencuentros entre campos artísticos, culturales, instituciones y movimientos sociales.

En la escena europea y estadounidense sería posible identificar desplazamientos semejantes. Menciono, como ejemplo análogo, el papel innovador desempeñado en la estética y la sociología de la cultura, en su zona habitualmente más “masculina” -la teoría- por investigadoras que muchos libros reconocen: Mieke Bal, Susan Buck-Morss y Nathalie Heinich. Junto a autores como James Clifford, Jacques Ranciére y otros dan a los estudios visuales lo que Buck-Morss llama una “elasticidad epistemológica” para pensar “la promiscuidad de la imagen”: “La fuerza de la imagen surge cuando se desprende de su contexto. No pertenece a la forma mercancía, aunque se encuentre -incidentalmente- bajo esa forma (como en la publicidad)” (Buck-Morss, 2005:157).

Entonces podemos preguntarnos, dice ella, así como se ha afirmado que la arquitectura de las catedrales y mezquitas creaban un sentimiento de comunidad a través de rituales diarios y que la lectura masiva de periódicos formaba la comunidad de ciudadanos, “¿qué tipo de comunidad podemos esperar de una diseminación global de las imágenes y cómo puede ayudar a nuestro trabajo?” (Buck-Morss, 2005:159).

Como parte de esta transformación ocurrió un giro hacia los receptores y los actores sociales manifestado en la profusión de investigaciones sobre consumo cultural y públicos en universidades, museos, organismos gubernamentales y privados. También habla de este énfasis la expansión de posgrados en gestión cultural en países europeos y latinoamericanos, en los cuales el análisis del arte y la cultura se extendió de los movimientos de artistas a las demandas, los hábitos y gustos de las audiencias (Nivón, 2006; Orozco, 2008; Rosas Mantecón, 2009). Pero esta inclusión de los públicos es más que búsqueda de eficacia en la recepción, control de la resistencia o legitimación de una empresa o un Estado mediante marketing-cultural. Implica una reflexión sobre la actividad de los destinatarios de las acciones artísticas -no siempre consumidores sino partícipes en la producción: prosumidores.

Conduce a las interacciones sociales en un tiempo en que cualquiera pueda generar y difundir imágenes en su cámara, su teléfono móvil y difundirlas en Youtube. Lleva a repensar qué entender por espacio y circuito público, cómo se forman comunidades interpretativas y creadoras, otros modos de establecer pactos no sólo de lectura, como dicen los estudios de recepción literaria, sino de comprensión, sensibilidad y acción.

Qué logra el arte cuando lo rechazan

Los estudios sobre públicos y recepción de las artes visuales suelen referirse al valor de obras históricas ya legitimadas (Panofsky, Gombrich), y acostumbran centrarse en las conductas de admiración. Ambos rasgos tienden a reafirmar lo que es valioso a priori dentro del campo artístico, su organización y estética predominantes. Se excluyen, así, otras experiencias y criterios, públicos con competencias distintas, que también se vinculan en ocasiones con las obras y, si disponen de poder económico o político, pueden incidir en la fortuna o el rechazo del arte.

La actitud prevaleciente de los públicos hacia el arte contemporáneo es la indiferencia.

Si bien unos pocos museos -la Tate, el MOMA, el Pompidou- reciben medio millón de personas o más cuando exhiben a Warhol o a Bacon y suman hasta cuatro millones al año, su mayor atractivo se concentra en exposiciones de artistas de otros siglos (Rembrandt, Van Gogh) y en espectáculos patrimoniales (Tutankamón, los Aztecas). La profusión de museos, bienales y galerías dedicados a exponer arte contemporáneo atrae a “gente del mundo del arte” el día de la inauguración y luego logran una modesta asistencia de fin de semana si disponen de recursos para anunciar en los medios, a nativos y turistas, que ofrecen algo excepcional.

Existe poca documentación para valorar la indiferencia. Se estudia a los que asisten. Las encuestas nacionales sobre hábitos culturales suelen ubicar a los museos y galerías entre los sitios menos visitados, y registran las visitas al arte contemporáneo en bloque con la oferta de otras épocas, incluidas exposiciones de artistas célebres que mejoran las estadísticas.

En los estudios de recepción en Francia, España, Estados Unidos y los países latinoamericanos los visitantes detienen su admiración en el impresionismo, en alguna versión del “realismo”, y una exigua minoría disfruta el surrealismo y las obras más difundidas del arte abstracto.

La mayoría de los asistentes dice ir por primera vez al museo, haberse enterado por la televisión o haber sido llevado como parte de una visita escolar o turística (Bourdieu - Darbel, 1996; Cimet y otros, 1987; Heinich, 1998; Verón y Levasseur, 1983).

Las respuestas obtenidas sobre la valoración de lo expuesto se mueven entre la ironía, el rechazo y la sorpresa: “¿esto es arte?” “¿qué quiere decir?”. La mayoría pasa rápido por las instalaciones y vídeos experimentales, los juzga desde los valores del mundo ordinario y trata de atenuar el desconocimiento comparándolo con algo conocido. La información especializada necesaria para situarse en las rupturas y exploraciones del arte contemporáneo no las proporciona la educación escolar, ni siquiera la universitaria. Sólo una franja de los profesionales y estudiantes de arte, y unos pocos más, están familiarizados con las tendencias innovadoras de décadas recientes.

¿Qué ha producido, entonces, la repercusión externa y a veces espectacular de algunos artistas contemporáneos? Abundan los escándalos periodísticos, las protestas, los debates sobre si ciertas obras merecen ser expuestas en un gran museo. Se discute si Christo tiene derecho a “embalar” un objeto patrimonial como el Pont-Neuf en el Sena, si León Ferrari puede exponer en un Centro Cultural público de Buenos Aires burlas a la iconografía cristiana, hasta dónde son aceptables los desnudos y la homosexualidad en las fotografías, qué sentido tiene gastar fondos públicos en construir museos privados como el Guggenheim en Bilbao o las sucursales promovidas y fracasadas en Buenos Aires y Río de Janeiro.

La resonancia de estas polémicas en la prensa y la televisión, las tomas de posición de actores ajenos al campo del arte (políticos, empresarios, obispos, sociólogos, periodistas) muestran interacciones del mundo artístico con otras zonas de la vida social mayores que en cualquier época. Ciertas prácticas artísticas movilizan agendas públicas, alientan debates sobre los modos de conocer y representar los desacuerdos sociales, hacen repensar la convivencia de estilos de vida y los criterios de valoración.

En estas polémicas se habla, a veces, de cuestiones estéticas: qué entender por belleza, armonía o gusto. Pero la mayor parte de los argumentos son morales, políticos, religiosos o cívicos. Los valores sobre los cuales se discute son la justicia, el interés nacional, hasta dónde puede transgredirse el orden social y el derecho de disidentes a manifestarse. No son los criterios de singularidad o innovación manejados por la estética los que organizan el debate, sino una visión conformista nutrida en la lógica del mundo ordinario.

El triunfo parcial del campo artístico al salir del museo e interesar en sus obras a actores alejados se reduce al ser recibido con argumentos religiosos, económicos o políticos. Raras veces los artistas logran que se incluyan sus búsquedas estéticas en agendas públicas o problematizar los moldes de la conversación social. Los acontecimientos con que irrumpen alteran momentáneamente estructuras durables. Al hacer el balance de los rechazos al arte contemporáneo, Nathalie Heinich encuentra que las sociedades (o los poderes públicos que las representan) acaban respondiendo a los artistas con razones no estéticas que reafirman sus miradas profanas y por tanto su indiferencia (Heinich, 1998).

Frente a estos juicios heterónomos, que relativizan la autonomía del arte y el poder de sus representantes, existen estrategias de autoafirmación del campo. Los expertos (curadores, directores de museos, marchantes, críticos) custodian el patrimonio artístico -material y simbólico-, justifican intelectualmente su valor y las jerarquías. Hay discrepancias: los “modernos” prefieren la pintura, la escultura y la fotografía, en tanto los “contemporáneos”, más globalizados, impulsan performances, instalaciones y vídeos. Pero al final no se excluyen. Desde el exterior al campo, escribe Nathalie Heinich, las disputas estéticas pueden verse como incoherencia o descalificaciones de los adversarios; en el interior, se cuida la coexistencia entre posiciones heterogéneas para proteger la subsistencia autónoma del “mundo del arte”.

Sabemos cuántas veces el rechazo beneficia al arte contemporáneo. El hermetismo de las obras, el vandalismo de los espectadores, la censura y su repercusión mediática, contribuyen a la fama. No faltan expertos interesados en apropiarse exclusivamente de la gestión hermenéutica de la inminencia, y arman con ese fin una retórica que amuralla el enigma.

En estas oscilaciones entre autonomía y dependencias, los intentos de los espectadores por comprender el sentido intrínseco desde posiciones extrínsecas escenifican las relaciones ambivalentes entre el campo y su exterior.

La expansión del arte fuera de su campo, la democratización de las relaciones sociales y la reutilización económica, política o mediática de los trabajos artísticos han llevado a artistas y espectadores a vivir en zonas de intersección. La innovación de los creadores interactúa con la comprensión e incomprensión de los públicos, con los rechazos institucionales o los intentos institucionales de asimilarlos. No hay fronteras claras ni durables. Lejos ya de las definiciones esencialistas del arte, el deseo de reafirmar la autonomía de los espacios de exhibición y consagración debe admitir que lo que sigue llamándose arte es resultado de conflictos y negociaciones con la mirada de los otros: “no hay definición sino estructural, relacional, contextual” (Heinich, 1998: 328). En ese contexto de interacciones hay que interrogarse por lo que puede llamarse resistencia.

Entre el arte y la política: inminencia y disenso

No sólo la posibilidad de ahondar el proceso cognitivo asigna a la comunicación del arte y a los espectadores un valor estratégico. Comunicación y recepción son núcleos del actual debate sobre artes visuales y política. En el teatro, desde comienzos del siglo XX, con Brecht, Artaud y Pirandello, los espectadores fueron incluidos como protagonistas del proceso dramático. A partir de los happenings, en los años sesenta, los artistas visuales retomaron esas lecciones teatrales para sacudir la posición contemplativa. Suprimir la lejanía entre creación y destinatario, entre mirar y actuar, fueron recursos a veces lúdicos y en otros casos dirigidos a que la experiencia estética desembocara en aprendizajes transformadores.

Algunas prácticas artísticas, en las dos últimas décadas, acortan la distancia con los espectadores y comparten los poderes creativos. Pinturas y esculturas ofrecen ser modificadas, los vídeos se prestan a la interactividad, los objetos se reconfiguran en shows multimedia.

Al hibridarse en las performances las prácticas visuales, se intercambian roles entre emisores y destinatarios.

La abolición de barreras trasciende lo artístico y quiere ser, a menudo, una reflexión sobre el estado del mundo. Los fotomontajes de Martha Rossler, al juntar un bote de basura, la imagen de un niño muerto y botellas abandonadas por manifestantes, revuelven residuos del consumo, de la acción política y del sufrimiento cotidiano, evocan esos elementos heterogéneos como parte de una misma realidad.

Los papeles y cobijas manchados con sangre y los vapores de la morgue exhibidos por Teresa Margolles en las ferias de Miami y Madrid o en el señorial y decadente palacio Rota Invancich, próximo a la Plaza San Marco, durante la Bienal de Venecia de 2009, llevan lo íntimo u ocultado a las ceremonias de consagración del arte. Luego de experimentar varios años con materiales e imágenes tomados de la morgue para producir vídeos y objetos escultóricos que aludían a la “modernidad gótica” mexicana, hecha de asesinatos políticos y catástrofes, Margolles los exporta, los cuelga en las paredes del palacio y lava cada día el piso con una mezcla de agua y sangre de personas ejecutadas en México. “La idea partió de la pregunta ¿quién limpia las calles de la sangre que deja una persona asesinada? Cuando es una persona, podría ser la familia o algún vecino, pero cuando son miles ¿quién limpia la sangre de la ciudad?” (Margolles, 2009: 89). Cuando México supera a Irak en asesinatos debido a los enfrentamientos entre narcotraficantes y fuerzas militares

(más de 15.000 de 2007 a 2009), cuando la infiltración de narcos en el poder político y policial vuelve lo clandestino inocultable, mientras el gobierno manotea para cuidar “la imagen del país en el exterior”, Margolles lleva las evidencias de lo siniestro a escenas públicas internacionales y las joyas retenidas a los narcos luego de enfrentamientos a lugares donde los altos precios del arte hacen sospechar del dinero.

“¿De qué otra cosa podemos hablar?” tituló Margolles su intervención en Venecia: perseguía al visitante, le impedía huir del malestar. Su fuerza reside, en parte, en que no reprodujo la escena originaria -la balacera, los cuerpos asesinados-, sino su inminencia en los olores, los paños que absorbieron el rojo, bocinas con voces de los testigos. En la inauguración de la muestra veneciana, Margolles repartió una tarjeta semejante a las de bancos: de un lado tiene la foto de una cabeza calcinada y golpeada y del otro el logo de la Bienal con la leyenda “Persona asesinada por vínculos con el crimen organizado. Tarjeta para picar cocaína”.

Detengámonos a ver cómo involucra al espectador. Sugiere, insinúa, trabaja con la inminencia más que con representaciones literales. “El referente de la violencia no es aquí un contexto, dice el curadorCuauhtemoc Medina, pues es traído a cuentas como un índice casi desmaterializadola sangre y el lodo que impregnan las telas, fragmentos de vidrio incrustrados en joyas, frases dejadas en las ejecuciones que se tatúan en los muros o sebordan en oro durante la Bienal, sobre la tela ensangrentada. El hecho estético acontece trabajando sobre “lo que queda” para mostrar “lo que no aparece” (Medina, 2009: 24).

La simple espectacularización del dolor para que el visitante no pase rápido ante una obra, para que no la espíe como una más entre las mil de la bienal o la feria, suele producir rechazo. Así como las que quieren obligar a la reacción militante fracasan en su objetivo político tanto como en el estético. También las que llevan fines pedagógicos y pretenden mostrar al espectador lo que no sabe.

Elegir el camino de la sugerencia no implica olvidar que la desintegración social y económica nacional, como es bien sabido en las redes del narcotráfico, prolonga estructuras geopolíticas descompuestas. Margolles las insinuó en Venecia, pero quizá su obra más elocuente fue la que realizó en 2006 al ser invitada a la Bienal de Liverpool, ese puerto de donde partían mercancías hacia América. “¿Qué le devolvería México?” se preguntó ella. Decidió pavimentar una calle peatonal con los cristales rotos de parabrisas provenientes de ejecuciones en el norte mexicano:

Una vez, estando en la morgue, vi a una chica que había sido asesinada de carro a carro. El cuerpo estaba cubierto con vidrios procedentes de las ventanillas del coche. Se los intenté quitar con unas pinzas para depilar, tarea casi imposible en la que trabajé por horas. Eso me llevó a reflexionar el resto: pedazos de vidrio que fueron sacados de un cuerpo muerto y depositados en una bolsa de plástico. Vidrios que tocaron y se introdujeron dentro del cuerpo y que al salir de él llevan sangre o grasa. Después que sucede una ejecución, de carro a carro, en la vía pública, el cuerpo y el coche son retirados del lugar de los hechos para posteriores peritajes, pero los vidrios producto de las ventanillas destrozadas no, van quedando en las calles, acumulándose en las rendijas del asfalto, en las fisuras, integrándose al paisaje urbano. Puntos de brillos, zonas que brillan en la noche por la cantidad de vidrios triturados. Brillan por los asesinatos. Esos vidrios olvidados, ignorados, van formando el resto.” (Margolles, 2009: 85 – 86).

¿Puede ser la inminencia o la sugerencia el recurso para que el visitante de un museo o una bienal no se apure como quien hojea una revista fashion, o como el lector ansioso por dar vuelta a la página ante la crueldad en la información policial? Estoy hablando de inminencia como núcleo del hecho estético en el sentido en que lo postularon, entre otros, Borges y Merleau-Ponty. “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce, es, quizá, el hecho estético” (Borges, 1994: 13).

Ser escritor o artista, por tanto, no sería aprender un oficio codificado, cumplir con requisitos fijados por un canon y así pertenecer a un campo donde se logran efectos que se justifican por sí mismos. Tampoco pactar desde ese campo con otras prácticas –políticas, publicitarias, institucionales- que darían repercusión a los juegos estéticos. La literatura y el arte dan resonancia a voces que proceden de lugares diversos de la sociedad y las escuchan de modos diferentes que otros, hacen con ellas algo distinto que los discursos políticos, sociológicos o religiosos. ¿Qué deben hacer para convertirlas en literatura o en arte? Nadie lo sabe de antemano. Dice Ricardo Piglia: “un escritor escribe para saber qué es la literatura” (Piglia, 2001: 11). Quizá su especificidad reside en este modo de decir que no llega a pronunciarse plenamente, esa inminencia de una revelación. No cualquier tipo de inminencia. Según Rancière, el postmodernismo light o la desmaterialización conceptualista frívola, simulan ser críticos pero toman de Marx apenas su fórmula “todo lo que es sólido se desvanece en el aire”. Se entusiasman con lo líquido y lo gaseoso. Son ventrílocuos de Marx, leemos en Le spectateur emancipé, empecinados en hacer de la realidad ilusión y de la ilusión realidad. “Esta sabiduría postmarxista y postsituacionista no se contenta con dar una pintura fantasmagórica de una humanidad enteramente amortajada bajo los desechos de su consumo frenético. Pinta también la ley de la dominación como una fuerza que se apodera de todo lo que pretende cuestionarla” (Rancière, 2008: 39).

Hay que averiguar, entonces, qué tipo de trabajo crítico con la inminencia podría sacarnos del melancólico desencanto sobre el sistema-mundo en el que la interpretación crítica se vuelve un elemento del propio sistema. Es necesario, por una parte, desfatalizar el secreto que parece ocultar los mecanismos por los cuales la realidad se transforma en imagen o es configurada desde lo imaginario.

Fue un error, dice el crítico José Manuel Springer, no mostrar en la Bienal de Venecia las joyas que hizo manufacturar Teresa Margolles con restos de cristales de autos acribillados, sino guardarlas en una caja fuerte empotrada en el edificio. En esos fragmentos de vidrio, convertidos en collares y brazaletes, se insinúan, como en la tarjeta pseudobancaria para cortar coca, reflejos generados por los juegos complacientes entre consumo y delito, la deriva hacia el fetiche. Revelar las evidencias no convencionalizadas por los medios sobre las alianzas entre crimen, dinero, lujo y poder puede mostrar que la complicidad entre economía y narcotráfico produce muerte.

Una segunda aclaración sobre la inminencia que postulamos es que no es un estado sino una disposición dinámica y crítica. Ante el desorden del mundo sin relato unificador surge la tentación, como en los fundamentalismos (y de otro modo en la estética relacional), de retroceder a comunidades armoniosas donde cada uno ocupe su lugar, en su etnia o su clase, o en un campo artístico idealizado. La sublimación de espacios protegidos suele venir asociada al deseo de resolver en los sentimientos lo que la competencia económica “corrompió”.

La emancipación individual moderna ha partido, dice Rancière, de la ruptura de los acuerdos entre ocupaciones y capacidades. Agrego que las tecnologías y la movilidad transnacional de migrantes desestabilizaron las relaciones entre los lugares de origen, los destinos vocacionales y las prácticas por las que vamos desplazándonos. No es posible escapar de esta inseguridad, o resistirla, desde comunidades cuya integración la modernidad fue diluyendo.

Resistir (en medio de) la espectacularización

Veamos lo que esto implica para la comunicación artística, la concepción del espectáculo y del espectador. Una tarea del arte crítico es deconstruir la ilusión de que existen mecanismos fatales que transforman la realidad en imagen, en un cierto tipo de imagen expresiva de una única verdad. El riesgo de olvidar el pasaje de los hechos a los imaginarios, como suelen hacer los medios en los reality shows y en noticieros que informan ficcionalizando, puede ser evitado por un arte que concibe de otro modo el pacto de verosimilitud y el trabajo crítico.

La espectacularización ofrecida por los medios (y por exhibiciones artísticas obedientes a las reglas del espectáculo) se dedica a neutralizar el disenso social o a convencernos de que algún poder mágico (político, de un héroe o una comunidad sobreviviente) puede evitarlo ¿Quién les encarga a los medios y a las artes proporcionar una organización de lo sensible en la que se diluyan las discrepancias de lo percibible y lo pensable? Sólo interesa esta confusión a quienes beneficia un sentido común apaciguado donde se acepta la distribución de capacidades e incapacidades, de ocupaciones y desempleos.

Las acciones artísticas ensayan salidas de este hechizo. Una es el modelo pedagógico: mostrar fotos de las víctimas de una dictadura o una “limpieza étnica” para volver visible lo ocultado y provocar indignación. Cuando comprobamos que estas denuncias tienen pobres efectos descubrimos que no hay una continuidad automática entre la revelación de lo escondido, las imágenes y procedimientos con que los comunicamos, las percepciones y las respuestas de los espectadores. Estos fracasos se deben a que en zonas del arte contemporáneo subsiste una estética de la mímesis. El arte no nos vuelve rebeldes por arrojarnos a la cara lo despreciable, ni nos moviliza por el hecho de buscarnos fuera del museo. Quizá pueda contagiarnos su crítica, no sólo su indignación, si él mismo se desprende de los lenguajes cómplices del orden social.

Es necesario otro modelo en el que el arte evite convertirse en forma de vida generalizada, o crear obras totales, como en ciertas fusiones acríticas con asambleas o movimientos de masas. Tampoco se trata de convertir a espectadores en actores, como en el activismo de los años sesentas. La eficacia practicable del arte es, según Rancière, una “eficacia paradojal”: no surge de la suspensión de la distancia estética, sino de “la suspensión de toda relación determinable entre la intención de un artista, una forma sensible presentada en un lugar de arte, la mirada de un espectador y un estado de la comunidad” (Rancière, 2008: 73).

El rodeo sutil de Rancière para postular la eficacia paradojal restaura, a primera vista, la autonomía del arte. Dice que la eficacia estética se logra cuando una virgen florentina, una escena de cabaret holandesa, una copa de frutas o un ready-made se presentan separados de las formas de vida que originaron su producción. Esas obras ya no significan como expresión de dominación monárquica, religiosa o aristocrática, sino en el marco de visibilidad que les da el espacio común del museo. La eficacia del arte procede de una desconexión entre el sentido artístico y los fines sociales a los que habían sido destinados los objetos. Rancière hace un giro y llama a esa desconexión disenso. No entiende por disenso el conflicto entre ideas o sentimientos. “Es el conflicto de muchos regímenes de sensorialidad” (Rancière, 2008: 66).

En este punto hace el vínculo del arte con la política. Puesto que concibe a la política como “la actividad que reconfigura los cuadros sensibles en el seno de los cuales se definen los objetos comunes”, lo que rompe el orden sensible que naturaliza una estructura social, el arte tiene que ver con la política por actuar en “una instancia de enunciación colectiva que rediseña el espacio de las cosas comunes”. La experiencia estética, como experiencia de disenso, se opone a la adaptación mimética o ética del arte con fines sociales. Sin funcionalidad, las producciones artísticas hacen posible, fuera de la red de conexiones que fijaban un sentido preestablecido, que los espectadores vuelquen su percepción, su cuerpo y sus pasiones a algo distinto que la dominación.

Las experiencias estéticas apuntan, así, a crear un paisaje inédito de lo visible, nuevas subjetividades y conexiones, ritmos diferentes de aprehensión de lo dado. Pero no lo hacen al modo de la actividad que crea un nosotros con recursos de emancipación colectiva. El artista y el escritor tienen que resistirse a todos lo que quieren subordinar a la Historia sus muchas y ambiguas historias. Pienso en lo que escribe Juan Villoro a propósito de los elogios antropológicos a Pedro Páramo, que valoran en esa novela el haber “captado” el lenguaje de los Altos de Jalisco. Es ceguera considerar “un hábil taquígrafo del lenguaje coloquial” al narrador de espectros que con ruidos, voces y rumores, en vez de representar la Historia, quiso crear una alegoría sobre quienes son expulsados de ella (Villoro, 2000: 22).

El arte forma un tejido disensual en el que habitan recortes de objetos y débiles ocasiones de enunciación subjetiva, algunas anónimas, dispersas, que no se prestan a ningún cálculo determinable. Esta indeterminación, esta indecidibilidad de los efectos, en la perspectiva que propongo, corresponde al estatus de inminencia de las obras o la acción artística no agrupables en metarrelatos políticos o programas colectivos. Buscamos una relación abierta, imprevisible, entre la lógica de re-descripción de lo sensible por los artistas, la lógica de comunicación de las obras y las varias lógicas de apropiación de los espectadores: se trata de evitar una correlación fija entre las micropolíticas de los creadores y la constitución de colectivos políticos. Los artistas contribuyen a modificar el mapa de lo perceptible y lo pensable, pueden suscitar nuevas experiencias, pero no hay razón para que modos heterogéneos de sensorialidad desemboquen en una comprensión del sentido capaz de movilizar decisiones transformadoras. No hay pasaje mecánico de la visión del espectáculo a la comprensión de la sociedad y de allí a políticas de cambio. En esta zona de incertidumbre, el arte es apto, más que para acciones directas, para sugerir la potencia de lo que está en suspenso. O suspendido.

Eran más verosímiles los proyectos artísticos con fines sociales cuando los relatos nacionales lograban apariencia de continuidad entre la presentación sensible de datos comunes y la interpretación de los significados en la política. La globalización comunicacional y económica multiplica los repertorios sensibles y sus representaciones mientras las narrativas son incapaces de contener e interpretar conjuntamente esa diversidad. El disenso entre regímenes de lo sensible carece de regímenes de comprensión que abarquen a la vez las mercancías desorganizadas por la especulación financiera, los sistemas políticos nacionales erosionados por tendencias globales sin estructura ni gobierno. Existen estrategias de homogenización publicitaria o de iconografías mediáticas y globalizadas más exitosas -Disney, el manga-, pero son incapaces de crear gobernabilidad o un sentido social que construya consensos de amplia escala. ¿Por qué vamos a pedírselo al arte?

Esta última reflexión me lleva a hacer una objeción al trabajo de Rancière. Estoy de acuerdo en que no tiene futuro ver al arte como mediador entre la renovación de las percepciones sensoriales y la transformación social. La incapacidad del arte para cumplir esta tarea quedó comprobada en el periodo en el que la autonomización del campo artístico coexistía con los voluntarismos políticos: desde el constructivismo o el surrealismo hasta la militancia de los años sesentas. ¿Qué sucede cuando el arte se desautonomiza al participar en dinámicas económicas, mediáticas, de la moda o del pensamiento social? Las acciones estéticas que se proponen cambiar las referencias de lo que es visible y enunciable, hacer ver lo escondido o hacerlo ver de otro modo, no se presentan sólo en las artes. Acontecen en los medios, en las renovaciones urbanas, en la publicidad y en políticas alternativas: esta es una de las claves de la fascinación de publicidades innovadoras, de la televisión que parodia a personajes de la política o las narrativas esclerosadas de lo social. Los “creativos” de estos campos, como su nombre dice, también crean, en ocasiones, disenso sensorial. Se ha constatado en los estudios comunicacionales cómo contribuyen la moda y sus mensajes a la emancipación de las mujeres. La investigación sobre el consumo demuestra que puede ser tanto una escena de disciplinamiento mercantil de los hábitos y la distinción como un lugar de innovación creadora y discernimiento intelectual: el consumo sirve para pensar.

Alguna vez Rancière se deja interrogar por esta nueva condición de las artes. Recuerda, como ejemplo de artistas que se infiltran en las redes de dominación, las performances de Yes Men cuando, con falsas identidades, se insertó en un congreso de hombres de negocios, en los convites de campaña de Bush o en emisiones televisivas. Su acción más elocuente ocurrió en relación con la catástrofe de Bhopal en India. Uno de sus actores logró hacerse pasar ante la BBC como responsable de la compañía Dow Chemical que había comprado acciones en la sociedad Union Corbide. Anunció en un horario de amplia audiencia que la compañía reconocía su responsabilidad y se comprometía a indemnizar a las víctimas. Dos horas más tarde la compañía reaccionaba y declaraba que no tenía responsabilidad más que hacia sus accionistas. Era el efecto buscado.

Rancière tiene razón al decir que “estas acciones directas en el corazón de lo real de la dominación” nos dejan con la pregunta de si potencian o no la acción colectiva y durable contra la dominación. También, afirma, propician distinciones entre realidad y ficción. “No hay mundo real que sería el exterior del arte. Hay pliegues y repliegues del tejido sensible común”… “No hay lo real en sí, sino configuraciones de lo que es dado como nuestro real, como el objeto de nuestras percepciones, de nuestros pensamientos y nuestras intervenciones. Lo real es siempre el objeto de una ficción, es decir de una construcción del espacio donde se anudan lo visible, lo decible y lo realizable” (Rancière, 2008: 82-84)

De acuerdo. Pero queda pendiente cómo pensar las acciones “políticas”, en el sentido que Rancière les da -actividades que reconfiguran los cuadros sensibles en el seno de los cuales se definen los objetos comunes- cuando quienes las hacen no son los reconocidos como artistas sino los arquitectos que modernizan ciudades, los creativos publicitarios o de la moda, los diseñadores de propaganda política más que los políticos: quienes suelen ser vistos como reproductores del sentido común y de las ficciones dominantes.

- ¿Así que estás diciendo que los agentes revolucionarios son los publicistas?

- No. Estoy tratando de pensar qué es lo político, desde dónde se producen los cambios culturales y sociales. Trato de entender qué significa que la agencia social y política esté más repartida que lo que acostumbramos reconocer.

Globalización y opacidad

El antropólogo Marc Abélès escribe que en su generación, nacida “en un mundo que se dividió en bloques después de una inmensa matanza”, donde aun “después de los campos de la muerte, después de Hiroshima”, se creía en alguna forma de progreso y de equilibrio dentro del terror (Abélès, 2008: 9). A principios del siglo XXI, observa, hemos cambiado nuestra relación con la política al pasar de “una tradición que considera la convivencia, el estar juntos”, como el objetivo prioritario a una etapa en la que la preocupación por la supervivencia orienta las elecciones en el espacio público.

Destaca dos causas de esta mutación. Una es el cambio de escala que trajo la globalización: tanto en las expectativas, en la capacidad de identificar los orígenes de los problemas como “en las maneras de reunirse” (Abélès, 2008: 15). La crisis petrolera de 1973 (comienzo de la representación colectiva de que el potencial energético del planeta podría agotarse), los accidentes tecnológicos como la catástrofe de Chernobil en 1986, los desastres de las megaciudades y la “violenta intrusión de la alteridad” registrada el 11 de septiembre de 2001 son algunos de los acontecimientos que nos hacen vivir en la incertidumbre y la precaución, en “un mundo sin promesas”. ¿En qué quedaron las proyecciones racionales que animaron los estudios sobre prospectiva y el voluntarismo político en los años 60 del siglo pasado? Se fueron disipando por la impotencia de los Estados-nación frente a las turbulencias de los conflictos étnicos, del consumo, “la proliferación de armas nucleares y los tráficos orquestados por las mafias”. Estos otros actores parecen adaptarse mejor a la mundialización que los Estados y las organizaciones internacionales.

También cambió nuestra visión del futuro y de la política el ejercicio opaco y anónimo de las instancias donde se condensa el poder. En la actual remodelación global del sentido, los ciudadanos experimentamos una extrañeza radical ante las decisiones que influyen en nuestra cotidianidad. ¿Dónde se sitúan los poderosos? Claramente, pocas acciones son identificables con territorios. ¿Cuánto nos sirve conocer el nombre de los gobernantes y legisladores de nuestro país, y dedicar tiempo a informarnos sobre sus programas y desacuerdos, si los resortes están mucho más lejos? ¿En el FMI o el Banco Mundial, en las cumbres secretas de unos pocos jefes de estado o de gerentes de empresas inhallables?

Sus declaraciones, que invocan como última fuente de racionalidad al enigmático mercado, no ayudan a localizar causas ni explicaciones. Tampoco las construcciones conceptuales que nombran ese insondable como “régimen cosmopolítico” (Beck) o “Imperio” (Hard y Negri).

Aumenta la opacidad del poder, pero los ciudadanos-consumidores somos cada vez más transparentes porque los sistemas de vigilancia social saben qué comemos, dónde compramos, nuestras preferencias sexuales y las reacciones al malestar político. Twittear o subir escenas personales a Facebook era visto en una primera etapa como juego para intercambiar fotos, ocurrencias y músicas. También para comunicar la creatividad artística personal que no cabe en galerías o museos, o ni nos interesa que se vea en esos salones. De pronto, nos enteramos que no sólo conocen nuestra intimidad 570 “amigos”. También visitan el acervo los servicios de inteligencia política, empresas que buscan informarse de lo que sus empleados no dicen en el trabajo y los competidores que quieren sacar de carrera a un político, un artista o un candidato al mismo puesto al que se postulan. Facebook dispone de más de 300 millones de perfiles, casi 5% de la población mundial: “Es normal que, para analizar el rendimiento laboral y las capacidades de los trabajadores, los jefes y responsables utilicen no ya buscadores como Google, sino también las nuevas redes sociales. Según un reciente estudio de la página web de información laboral CareerBuilder, participada, en parte, por Microsoft, un 29% de los empleadores usa Facebook para comprobar si un candidato a un puesto de trabajo es el adecuado o no. Un 21% prefiere MySpace y un 26% la red profesional LinkedIn.” (Alandete, 2009: 27).

El carácter misterioso de la actual estructura de poder es, quizá, el principal motivo de la impotencia ciudadana y el desinterés por la política. Al sumarse el carácter abstracto de lo global, la suma de fracasos que –aun distantes- nos afectan y la opacidad de los grandes actores políticos, acabamos instalados en un registro incierto de lo social. Antes, la inseguridad se pensaba dentro de la óptica de la convivencia y se atribuía al Estado la tarea de controlarla. El aumento de la precariedad e incertidumbre han hecho de la supervivencia la preocupación central. Así cambia también nuestra relación con el porvenir: pasamos de la prevención, que implica actuar en relación con contextos conocidos, a la precaución. No es casual, anota Abélès, que en este mundo caiga la confianza en las grandes instituciones políticas y la ganen las ONGs, organismos dedicados a la supervivencia económica o ecológica, con acciones de resistencia visibles en lugares concretos.

Este argumento puede explicar el aire de familia que sentimos al comparar las performances espectaculares de Greenpeace o Amnistía Internacional con las de artistas y movimientos culturales. Decenas de activistas de Greenpeace escalan edificios de Expal, una empresa española que vende bombas de racimo, preguntan en el quinto piso si los trabajadores tienen armamento en las oficinas, entregan un vídeo de niños de Camboya mutilados, llenan el suelo con siluetas de las víctimas y distribuyen piernas sueltas amputadas.

Militantes y artistas trabajan tomando fragmentos del mundo, dando cierta visibilidad a lo inminente y mostrando cómo puede actuarse aún desde visiones incompletas. Así como algunas ONGs (ATTAC, por ejemplo) rechazan a la Organización Mundial de Comercio y otras buscan contribuir a establecer procesos estatales e internacionales de regulación, varios movimientos artísticos deciden prescindir de las instituciones y otros interactúan a la vez con ellas y con los movimientos sociales. La pregunta que ambos confrontan, ante los retos de la eficacia, es cómo transitar del acontecimiento efímero a los cambios estructurales.

No es una cuestión menor que en la redefinición actual de la resistencia social y política las acciones significativas se asemejen a lo que venimos llamando prácticas artísticas. En vez de situar la resistencia y lo alternativo en relatos políticos globales, los acotamos a horizontes abarcables. Aun quienes se preocupan por las megaestructuras y las concentraciones monopólicas de poder -más vigentes que nunca-, tienen que hacerse cargo de dilemas habituales del arte: trabajar en las borrosas fronteras entre lo real y lo ilusorio, entre la transgresión y la formación de nuevos sentidos. No tengo espacio para desarrollarlo aquí, pero quizá una de las claves de que el arte se esté convirtiendo en laboratorio intelectual de las ciencias sociales y las acciones de resistencia sea su experiencia para elaborar pactos no catastróficos con las memorias, las utopías y la ficción.


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© Helios Buira

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