La
noción
de
resistencia
es
una
de
las
más
gastadas
y
menos
analizadas
en
la
retórica
crítica.
Como
ocurre
con
cualquier
otro
término,
su
sentido
se
constituye
no
en
sí
mismo
ni
manteniendo
autoritariamente
lo
que
su
raíz
prescribe
sino
articulándose
con
otros
conceptos.
En
los
diccionarios
de
la
política
y la
cultura, resistencia no
aparece
o
suele
asociarse
u
oponerse
a
otras
palabras
cuyo
significado
está
en
pleno
debate:
aculturación,
alternativa,
dominación,
emancipación,
hegemonía,
imperialismo,
poscolonialismo.
Estos
otros
conceptos
de
referencia
reciben
un
tratamiento
detenido
y
polémico,
mientras
resistencia
es
convocado
de
modo
no
razonado,
casi
mágico.
Entre
los
diccionarios
sobre
comunicación,
cultura
y
arte
que
tengo
a
mano
sólo
elDiccionario
crítico
de
política
cultural,
coordinado
por
Teixeira
Coelho,
contiene
una
entrada
dedicada
a
“resistencia
cultural”.
La
noción
de
resistencia
no
se
encuentra
tratada
específicamente
ni
en
el
célebre Keywords de
Raymond
Williams
(1976),
ni
en
los
clásicos Key
Concepts
in
Communication
and
Cultural
Studies de
O’Sullivan,
Hartley,
Sanders,
Montgomery
y
Fiske
(1995)
ni
en
el Diccionario
básico
de
Comunicación de
Katz,
Doria
y
Costa
Lima
(1975).
Tampoco
en
el
muy
vasto Diccionario
de
Teoría
Crítica
y
Estudios
Culturales,
compilado
por
Michael
Payne
(1996),
ni
en
obras
más
recientes
y en
muchos
sentidos
elogiables
como Términos
críticos
de
sociología
de
la
cultura,
dirigida
por
Carlos
Altamirano
(2002),
el Diccionario
de
relaciones
interculturales,
coordinado
por
Barañano,
García,
Cátedra
y
Devillard
(2007)
y
el Diccionario
de
Estudios
Culturales
Latinoamericanos,
dirigido
por
Szurmuk
y
Mckee
Irwin
(2009).
En
algunos
artículos
de
estas
obras
(y,
como
sabemos,
en
centenares
de
artículos
y
libros,
manifiestos
políticos
y
artísticos),
se
habla
de
resistencia
y
acciones
alternativas
sin
problematizar
lo
que
se
quiere
decir
con
estas
palabras.
Aun
los
textos
más
críticos
sobre
globalización,
imperialismo
y
poscolonialismo
suelen
dedicarse
a
mostrar
inconsistencias
de
la
dominación,
en
tanto
sobre
la
resistencia
o la
alternatividad
acumulan
ejemplos,
casos
o
movimientos,
cuestionando
poco
su
eficacia.
Si
se
ocupan
de
la
cultura
o el
arte,
los
autores
más
sofisticados
identifican
que
los
procesos
globalizadores
crean
interdependencias
multidireccionales
y
dicen
que
la
descentralización
no
permite
hablar
ya
de
una
sola
metrópoli
del
arte,
las
ediciones
o la
producción
audiovisual.
Pero
cuesta
repensar
lo
que
esto
significa
para
la
recomposición
de
las
acciones
opositoras
o
críticas.
Llama
la
atención
que
la
concepción
del
poder
se
haya
modificado
mucho
más
que
la
de
resistencia.
A
partir
de
Michel
Foucault,
pero
no
sólo
de
él,
surge
la
idea
de
que
el
poder
está
distribuido
multidireccionalmente.
Ya
no
lo
pensamos
como
una
pirámide
que
opera
de
arriba
hacia
abajo,
sino
como
algo
diseminado.
Pero
también
hemos
salido
de
la
noción
simplificada
de
Foucault
al
darnos
cuenta
de
que
sigue
habiendo
concentraciones
monopólicas
de
fuerzas.
En
el
campo
de
las
artes
visuales
se
quebró
la
secuencia
París
-Londres-
Nueva
York.
No
hay
una
sola
capital
del
arte.
Tampoco
parece
que
Beijing
vaya
a
sustituir
a
Nueva
York.
Varias
ciudades
concentran
el
poder
y lo
movilizan
en
distintas
direcciones.
Esto
no
se
debe
necesariamente
a
resistencias,
sino
a
recomposiciones
y
alianzas.
Así,
las
concepciones
del
poder
y de
sus
movimientos
se
han
complejizado
en
tanto
las
nociones
de
resistencia
exhiben
inercias
asombrosas.
Hacia
cualquier
lado
que
miremos,
sea
la
economía,
el
arte
o la
política,
no
encontramos
bipolaridad
ni
unipolaridad
sino
una
distribución
compleja
e
inestable
de
focos
en
los
que
se
ejerce
el
poder.
Esa
dispersión
genera
el
primer
problema
para
construir
resistencias,
oposiciones
o
alternativas.
Más
aún
si
se
quiere
insistir
en
modos
de
organización
de
fuerzas
populares
propias
de
otra
etapa
del
capitalismo.
Lo
que
se
observa
en
los
últimos
años
son
muchas
formas
de
resistencia
-a
veces
sesgadas:
sólo
ven
la
ecología
o la
etnicidad
o el
género-,
pero
casi
nunca
postulan
un
frente
solidario
y
eficaz
para
transformar
estructuras.
Quizás
sea
una
de
las
causas
por
las
que
gran
parte
de
lo
que
hoy
presenciamos
se
sale
de
la
oposición
inclusión
/
exclusión
o
hegemónico
/
subalterno,
como
se
decía
en
otro
tiempo.
La
palabra
resistencia
me
resulta
escasa,
pobre,
en
relación
con
la
multiplicidad
de
comportamientos
que
surgen
buscando
alternativas.
Voy
a
proponer
tres
ejercicios
para
reubicar
el
análisis
de
la
resistencia:
a)
ante
todo,
respecto
de
algunos
estudios
actuales
sobre
recepción
y
disenso
en
el
arte;
b)
luego,
veremos
cómo
reconsiderar
la
resistencia
y el
disenso
en
un
tiempo
de
espectacularización
del
arte
y la
cultura;
c)
por
último,
nos
preguntaremos
qué
puede
entenderse
hoy
por
resistencia
o
alternatividad
en
medio
del
cambio
de
escala
del
ejercicio
del
poder
y de
su
opacidad
en
la
globalización.
Del
marketing
a la
resistencia
de
los
públicos
Una
cuestión
clave
para
quitar
vaguedad
a la
noción
de
resistencia
es
identificar
a
susactores.
No
es
lo
mismo
si
se
trata
de
artistas,
intermediarios
o
movimientos
sociales.
Aquí
voy
a
ocuparme,
ante
todo,
de
los
públicos.
Desde
los
años
sesenta
del
siglo
pasado,
comenzaron
a
aplicarse
a
los
museos
de
arte
métodos
de
indagación
estadística
que
venían
usándose
en
el
mundo
anglosajón
para
conocer
las
preferencias
de
los
consumidores
según
nacionalidad,
sexo,
nivel
educativo
y
socioeconómico.
La
intención
era
mejorar
la
comunicación
y
adaptar
los
planes
de
exposición
a
las
expectativas
de
los
receptores.
Los
sondeos
de
marketing
y
los
estudios
sobre
consumo,
aplicados
a
procesos
culturales,
dieron
evidencias
de
los
muchos
sentidos
que
las
obras
pueden
adquirir.
En
cuanto
hacemos
algo
más
que
contar
entradas
a
museos
o el
número
de
libros
vendidos,
se
advierte
que
no
existe
“el
público”.
Los
visitantes
de
exposiciones
y
los
lectores
modifican
o
recrean
el
significado
en
distintas
direcciones,
imprevistas
por
los
autores
y
curadores.
En
un
sentido
laxo,
muchas
de
estas
alteraciones
en
la
recepción
y
apropiación
podrían
valorarse
como
resistencias.
Un
aporte
de
los
estudios
sociológicos
y
antropológicos
sobre
la
recepción
del
arte
ha
sido
hacer
visibles
las
múltiples mediaciones que
intervienen
entre
las
obras
y
los
espectadores.
Algunos
mediadores
forman
parte
del
campo
artístico:
museógrafos,
curadores,
marchands,
coleccionistas,
críticos
y
revistas.
Otros
intermediarios
no
pertenecen
al
campo
y
sus
objetivos
no
están
centrados
en
el
arte:
políticos
de
la
cultura
y
simples
políticos,
inversores
procedentes
de
cualquier
otra
actividad,
periodistas
y
actores
ocasionalmente
interesados
en
el
arte,
pueden
intervenir
en
la
difusión
y el
reconocimiento,
pero
sus
fidelidades
se
inscriben
en
lógicas
ajenas
al
campo
artístico.
Considerar
el
papel
de
estos
actores,
de
la
familia
artística
y
los
extraños,
se
vuelve
decisivo
en
esta
época
en
la
que
la
producción,
comunicación
y
recepción
del
arte
se
dispersa
en
muchas
zonas
de
la
vida
social.
Es
precisamente
en
este
tiempo
cuando
los
públicos
comienzan
a
ser
mirados
como
parte
efectiva
del
proceso
artístico.
Por
esto,
la
emergencia
de
los
espectadores
ilumina
la
restructuración
del
campo
y su
reubicación
en
el
conjunto
social.
No
voy
a
ocuparme
del
espectro
de
problemas
teóricos
y
metodológicos
que
abarca
la
sociología
de
los
públicos
de
arte
y la
recepción
de
las
obras,
bien
sistematizados,
entre
otros,
por
Jean
Claude
Passeron
(1991)
y
Nathalie
Heinich
(2001).Me
ceñiré
a
algunos
puntos
significativos
para
elaborar
la
cuestión
de
la
resistencia
en
este
tiempo
de
postautonomía
del
arte.
Una
primera
advertencia
es
que
el
recurso
a
los
públicos
puede
ser
no
la
apertura
a lo
que
en
la
sociedad
existe
más
allá
del
arte
sino
una
táctica
para
reafirmar
la
autorreferencia
y
autojustificación
de
quienes
integran
el
mundo
artístico.
Podemos
ver
la
lógica
inestable
de
las
ferias
y
subastas
como
intentos
de
abarcar
las
más
diversas
tendencias
del
mercado.
Con
mayor
o
menor
sutileza,
atendiendo
a la
dinámica
económica
de
la
oferta
y
demanda
o a
las
variaciones
de
la
distinción
simbólica,
se
trata
de
entender
la
racionalidad
del
consumo
de
arte,
de
los
comportamientos
de
cada
sector,
para
que
la
comercialización
de
las
obras
gane
eficacia.
En
los
escenarios
donde
se
supone
que
prevalece
el
interés
estético,
como
los
museos,
los
receptores
suelen
ser
invocados
sin
cuestionar
los
dispositivos
que
reproducen
la
inercia
interna
del
campo
y
alejan
a
los
visitantes
no
iniciados.
La
Bienal
de
Venecia
eligió
como
consigna
para
identificar
su
muestra
en
2003
“La
dictadura
del
espectador”.
No
fue
el
tema,
ya
que
esas
bienales
multitudinarias
y
heterogéneas
no
tienen
un
eje
temático
o lo
designan
de
modo
tan
vago
que
cabe
casi
todo:
en
ese
año
las
secciones
se
titulaban
“atraso
y
revolución”,
“clandestinos”,
“sistema
individual”,
“zona
de
urgencia”,
“la
estructura
de
la
crisis”,
“representación
árabe
contemporánea”,
“cotidiano
alterado”,
“estación
utopía”.
Pese
a la
declaración
de
su
curador
general,
Francesco
Bonami,
en
el
sentido
de
buscar
la
pluralidad
de
espectadores
a
través
de
la
diversas
procedencias
geográficas
de
los
encargados
de
cada
sección,
muchas
piezas
podrían
haber
sido
cambiadas
de
conjunto
sin
que
se
advirtiera
porque
respondían
a
las
maneras
en
que
los
artistas
y
los
curadores
de
distintas
nacionalidades
se
plegaban
a
las
tendencias
dominantes
a
nivel
global.
La
impresión
que
dejaba
su
recorrido,
especialmente
en
la
sección
del
Arsenale,
era
que
ese
año
culminaba
la
dictadura
de
los
curadores.
Nada
en
la
selección
y
disposición
de
las
obras,
ni
en
la
interacción
con
los
visitantes,
modificaba
el
papel
predominante
de
observadores
atribuido
a
quienes
la
recorrían.
Escuché
de
varios
artistas
su
insatisfacción
con
las
dispersas
narrativas
en
las
que
se
habían
situado
sus
trabajos.
El
giro
al
receptor
no
es
sólo
un
cambio
endógeno
del
arte.
Resulta
de
la
reubicación
de
los
artistas
y
las
instituciones
en
las
mudanzas
sociales
y
políticas.
Fue
el
cuestionamiento
a
instituciones
culturales,
la
crítica
a la
economía
capitalista
y el
autoritarismo
político,
lo
que
llevó
a
dirigir
la
mirada
a
los
receptores
del
arte
y a
la
potencialidad
estética
de
los
movimientos
sociales.
Mayo
del
68
en
París,
Berlín,
Berkeley,
México
y
otras
ciudades,
los
movimientos
urbanos,
de
jóvenes,
étnicos,
feministas
y
antidictatoriales
en
Argentina,
Brasil,
Chile,
Uruguay
y
otros
países,
desplazaron
en
esos
años
las
iniciativas
culturales
de
los
museos
y
salas
de
teatro
a la
interlocución
con
nuevos
destinatarios.
Además
de
espectadores,
se
buscaban
creadores
y
participantes.
Los
artistas
se
aliaban
con
sindicatos
y
grupos
políticos
de
izquierda
para
rediseñar
la
escena
del
arte
y
comunicarse
en
espacios
abiertos
a
todos.
Algunos
abandonaron,
junto
con
las
instituciones
del
campo
artístico,
el
arte
mismo
entendido
como
actividad
diferenciada.
Otros
empujaron
la
categoría
de
arte
hasta
los
bordes
de
la
propaganda
política
y la
acción
social
sin
disolverse
en
ellas:
constituyeron
lo
que
en
Chile
se
llamó
la
“escena
avanzada”,
en
la
que
se
negaban
a
ser
ilustradores
del
discurso
político.
A
veces
lograban,
como
señaló
Nelly
Richard,
“obras”
que
-por
su
modo
de
marcar
la
disrupción
radical
de
los
deseos
y
los
cuerpos-
fueron
alternativas
a
los
estilos
disciplinados
de
los
partidos
de
izquierda.
Muchos
de
estos
movimientos
de
resistencia
sufrieron
el
exilio,
la
clandestinidad
o el
ahogo
económico.
Aún
donde
no
hubo
represión
explícita
fueron
desmovilizados
en
los
años
ochenta
y
noventa
por
la
hegemonía
del
neoliberalismo
como
pensamiento
único.
Las
irreverencias
artísticas
se
diluyeron
en
tenues
acciones
postmodernas.
El
avance
educativo
de
sectores
medios
y su
incorporación
al
consumo
con
mayor
sentido
estético
podría
sintetizarse,
como
sugirió
un
sociólogo
especialista
en
movimientos
sociales,
en
el
anuncio
de
IKEA
que
mostraba
una
pareja
amueblando
su
casa
bajo
el
eslogan:
“1968
reformamos
el
mundo;
1986
reformamos
la
cocina”.
Sin
embargo,
entendemos
poco
los
cambios
históricos
en
la
cultura
si
los
reducimos
a la
opción
entre
resistencia
y
domesticación
de
la
subversión
estética.
El
desarrollo
no
fue
unilineal.
Pienso
en
el
proceso
que
conozco
mejor,
ocurrido
en
los
años
de
las
dictaduras
latinoamericanas
y
sobre
todo
en
la
democratización
abierta
a
mediados
de
los
ochenta.
Creció
entonces
un
pensamiento
social
sobre
la
cultura,
acompañado
por
investigaciones
antropológicas,
sociológicas
y
comunicacionales,
que
revisaron
la
inserción
de
las
artes
en
la
sociedad,
práctica
y
teóricamente.
Los
libros
de
Hugo
Achugar,
José
Joaquín
Brunner,
Jesús
Martín
Barbero,
Carlos
Monsiváis
y
Silviano
Santiago,
entre
otros,
replantearon
la
práctica
de
investigación,
la
reflexión
sobre
los
lugares
sociales
del
arte
y
los
vínculos
o
desencuentros
entre
campos
artísticos,
culturales,
instituciones
y
movimientos
sociales.
En
la
escena
europea
y
estadounidense
sería
posible
identificar
desplazamientos
semejantes.
Menciono,
como
ejemplo
análogo,
el
papel
innovador
desempeñado
en
la
estética
y la
sociología
de
la
cultura,
en
su
zona
habitualmente
más
“masculina”
-la
teoría-
por
investigadoras
que
muchos
libros
reconocen:
Mieke
Bal,
Susan
Buck-Morss
y
Nathalie
Heinich.
Junto
a
autores
como
James
Clifford,
Jacques
Ranciére
y
otros
dan
a
los
estudios
visuales
lo
que
Buck-Morss
llama
una
“elasticidad
epistemológica”
para
pensar
“la
promiscuidad
de
la
imagen”: “La
fuerza
de
la
imagen
surge
cuando
se
desprende
de
su
contexto.
No
pertenece
a la
forma
mercancía,
aunque
se
encuentre
-incidentalmente-
bajo
esa
forma
(como
en
la
publicidad)” (Buck-Morss,
2005:157).
Entonces
podemos
preguntarnos,
dice
ella,
así
como
se
ha
afirmado
que
la
arquitectura
de
las
catedrales
y
mezquitas
creaban
un
sentimiento
de
comunidad
a
través
de
rituales
diarios
y
que
la
lectura
masiva
de
periódicos
formaba
la
comunidad
de
ciudadanos, “¿qué
tipo
de
comunidad
podemos
esperar
de
una
diseminación
global
de
las
imágenes
y
cómo
puede
ayudar
a
nuestro
trabajo?” (Buck-Morss,
2005:159).
Como
parte
de
esta
transformación
ocurrió
un
giro
hacia
los
receptores
y
los
actores
sociales
manifestado
en
la
profusión
de
investigaciones
sobre
consumo
cultural
y
públicos
en
universidades,
museos,
organismos
gubernamentales
y
privados.
También
habla
de
este
énfasis
la
expansión
de
posgrados
en
gestión
cultural
en
países
europeos
y
latinoamericanos,
en
los
cuales
el
análisis
del
arte
y la
cultura
se
extendió
de
los
movimientos
de
artistas
a
las
demandas,
los
hábitos
y
gustos
de
las
audiencias
(Nivón,
2006;
Orozco,
2008;
Rosas
Mantecón,
2009).
Pero
esta
inclusión
de
los
públicos
es
más
que
búsqueda
de
eficacia
en
la
recepción,
control
de
la
resistencia
o
legitimación
de
una
empresa
o un
Estado
mediante
marketing-cultural.
Implica
una
reflexión
sobre
la
actividad
de
los
destinatarios
de
las
acciones
artísticas
-no
siempre
consumidores
sino
partícipes
en
la
producción: prosumidores.
Conduce
a
las
interacciones
sociales
en
un
tiempo
en
que
cualquiera
pueda
generar
y
difundir
imágenes
en
su
cámara,
su
teléfono
móvil
y
difundirlas
en Youtube.
Lleva
a
repensar
qué
entender
por
espacio
y
circuito
público,
cómo
se
forman
comunidades
interpretativas
y
creadoras,
otros
modos
de
establecer
pactos
no
sólo
de
lectura,
como
dicen
los
estudios
de
recepción
literaria,
sino
de
comprensión,
sensibilidad
y
acción.
Qué
logra
el
arte
cuando
lo
rechazan
Los
estudios
sobre
públicos
y
recepción
de
las
artes
visuales
suelen
referirse
al
valor
de
obras
históricas
ya
legitimadas
(Panofsky,
Gombrich),
y
acostumbran
centrarse
en
las
conductas
de
admiración.
Ambos
rasgos
tienden
a
reafirmar
lo
que
es
valioso
a
priori
dentro
del
campo
artístico,
su
organización
y
estética
predominantes.
Se
excluyen,
así,
otras
experiencias
y
criterios,
públicos
con
competencias
distintas,
que
también
se
vinculan
en
ocasiones
con
las
obras
y,
si
disponen
de
poder
económico
o
político,
pueden
incidir
en
la
fortuna
o el
rechazo
del
arte.
La
actitud
prevaleciente
de
los
públicos
hacia
el
arte
contemporáneo
es la
indiferencia.
Si
bien
unos
pocos
museos
-la
Tate,
el
MOMA,
el
Pompidou-
reciben
medio
millón
de
personas
o
más
cuando
exhiben
a
Warhol
o a
Bacon
y
suman
hasta
cuatro
millones
al
año,
su
mayor
atractivo
se
concentra
en
exposiciones
de
artistas
de
otros
siglos
(Rembrandt,
Van
Gogh)
y en
espectáculos
patrimoniales
(Tutankamón,
los
Aztecas).
La
profusión
de
museos,
bienales
y
galerías
dedicados
a
exponer
arte
contemporáneo
atrae
a
“gente
del
mundo
del
arte”
el
día
de
la
inauguración
y
luego
logran
una
modesta
asistencia
de
fin
de
semana
si
disponen
de
recursos
para
anunciar
en
los
medios,
a
nativos
y
turistas,
que
ofrecen
algo
excepcional.
Existe
poca
documentación
para
valorar
la
indiferencia.
Se
estudia
a
los
que
asisten.
Las
encuestas
nacionales
sobre
hábitos
culturales
suelen
ubicar
a
los
museos
y
galerías
entre
los
sitios
menos
visitados,
y
registran
las
visitas
al
arte
contemporáneo
en
bloque
con
la
oferta
de
otras
épocas,
incluidas
exposiciones
de
artistas
célebres
que
mejoran
las
estadísticas.
En
los
estudios
de
recepción
en
Francia,
España,
Estados
Unidos
y
los
países
latinoamericanos
los
visitantes
detienen
su
admiración
en
el
impresionismo,
en
alguna
versión
del
“realismo”,
y
una
exigua
minoría
disfruta
el
surrealismo
y
las
obras
más
difundidas
del
arte
abstracto.
La
mayoría
de
los
asistentes
dice
ir
por
primera
vez
al
museo,
haberse
enterado
por
la
televisión
o
haber
sido
llevado
como
parte
de
una
visita
escolar
o
turística
(Bourdieu
-
Darbel,
1996;
Cimet
y
otros,
1987;
Heinich,
1998;
Verón
y
Levasseur,
1983).
Las
respuestas
obtenidas
sobre
la
valoración
de
lo
expuesto
se
mueven
entre
la
ironía,
el
rechazo
y la
sorpresa:
“¿esto
es
arte?”
“¿qué
quiere
decir?”.
La
mayoría
pasa
rápido
por
las
instalaciones
y
vídeos
experimentales,
los
juzga
desde
los
valores
del
mundo
ordinario
y
trata
de
atenuar
el
desconocimiento
comparándolo
con
algo
conocido.
La
información
especializada
necesaria
para
situarse
en
las
rupturas
y
exploraciones
del
arte
contemporáneo
no
las
proporciona
la
educación
escolar,
ni
siquiera
la
universitaria.
Sólo
una
franja
de
los
profesionales
y
estudiantes
de
arte,
y
unos
pocos
más,
están
familiarizados
con
las
tendencias
innovadoras
de
décadas
recientes.
¿Qué
ha
producido,
entonces,
la
repercusión
externa
y a
veces
espectacular
de
algunos
artistas
contemporáneos?
Abundan
los
escándalos
periodísticos,
las
protestas,
los
debates
sobre
si
ciertas
obras
merecen
ser
expuestas
en
un
gran
museo.
Se
discute
si
Christo
tiene
derecho
a
“embalar”
un
objeto
patrimonial
como
el
Pont-Neuf
en
el
Sena,
si
León
Ferrari
puede
exponer
en
un
Centro
Cultural
público
de
Buenos
Aires
burlas
a la
iconografía
cristiana,
hasta
dónde
son
aceptables
los
desnudos
y la
homosexualidad
en
las
fotografías,
qué
sentido
tiene
gastar
fondos
públicos
en
construir
museos
privados
como
el
Guggenheim
en
Bilbao
o
las
sucursales
promovidas
y
fracasadas
en
Buenos
Aires
y
Río
de
Janeiro.
La
resonancia
de
estas
polémicas
en
la
prensa
y la
televisión,
las
tomas
de
posición
de
actores
ajenos
al
campo
del
arte
(políticos,
empresarios,
obispos,
sociólogos,
periodistas)
muestran
interacciones
del
mundo
artístico
con
otras
zonas
de
la
vida
social
mayores
que
en
cualquier
época.
Ciertas
prácticas
artísticas
movilizan
agendas
públicas,
alientan
debates
sobre
los
modos
de
conocer
y
representar
los
desacuerdos
sociales,
hacen
repensar
la
convivencia
de
estilos
de
vida
y
los
criterios
de
valoración.
En
estas
polémicas
se
habla,
a
veces,
de
cuestiones
estéticas:
qué
entender
por
belleza,
armonía
o
gusto.
Pero
la
mayor
parte
de
los
argumentos
son
morales,
políticos,
religiosos
o
cívicos.
Los
valores
sobre
los
cuales
se
discute
son
la
justicia,
el
interés
nacional,
hasta
dónde
puede
transgredirse
el
orden
social
y el
derecho
de
disidentes
a
manifestarse.
No
son
los
criterios
de
singularidad
o
innovación
manejados
por
la
estética
los
que
organizan
el
debate,
sino
una
visión
conformista
nutrida
en
la
lógica
del
mundo
ordinario.
El
triunfo
parcial
del
campo
artístico
al
salir
del
museo
e
interesar
en
sus
obras
a
actores
alejados
se
reduce
al
ser
recibido
con
argumentos
religiosos,
económicos
o
políticos.
Raras
veces
los
artistas
logran
que
se
incluyan
sus
búsquedas
estéticas
en
agendas
públicas
o
problematizar
los
moldes
de
la
conversación
social.
Los
acontecimientos
con
que
irrumpen
alteran
momentáneamente
estructuras
durables.
Al
hacer
el
balance
de
los
rechazos
al
arte
contemporáneo,
Nathalie
Heinich
encuentra
que
las
sociedades
(o
los
poderes
públicos
que
las
representan)
acaban
respondiendo
a
los
artistas
con
razones
no
estéticas
que
reafirman
sus
miradas
profanas
y
por
tanto
su
indiferencia
(Heinich,
1998).
Frente
a
estos
juicios
heterónomos,
que
relativizan
la
autonomía
del
arte
y el
poder
de
sus
representantes,
existen
estrategias
de
autoafirmación
del
campo.
Los
expertos
(curadores,
directores
de
museos,
marchantes,
críticos)
custodian
el
patrimonio
artístico
-material
y
simbólico-,
justifican
intelectualmente
su
valor
y
las
jerarquías.
Hay
discrepancias:
los
“modernos”
prefieren
la
pintura,
la
escultura
y la
fotografía,
en
tanto
los
“contemporáneos”,
más
globalizados,
impulsan
performances,
instalaciones
y
vídeos.
Pero
al
final
no
se
excluyen.
Desde
el
exterior
al
campo,
escribe
Nathalie
Heinich,
las
disputas
estéticas
pueden
verse
como
incoherencia
o
descalificaciones
de
los
adversarios;
en
el
interior,
se
cuida
la
coexistencia
entre
posiciones
heterogéneas
para
proteger
la
subsistencia
autónoma
del
“mundo
del
arte”.
Sabemos
cuántas
veces
el
rechazo
beneficia
al
arte
contemporáneo.
El
hermetismo
de
las
obras,
el
vandalismo
de
los
espectadores,
la
censura
y su
repercusión
mediática,
contribuyen
a la
fama.
No
faltan
expertos
interesados
en
apropiarse
exclusivamente
de
la
gestión
hermenéutica
de
la
inminencia,
y
arman
con
ese
fin
una
retórica
que
amuralla
el
enigma.
En
estas
oscilaciones
entre
autonomía
y
dependencias,
los
intentos
de
los
espectadores
por
comprender
el
sentido
intrínseco
desde
posiciones
extrínsecas
escenifican
las
relaciones
ambivalentes
entre
el
campo
y su
exterior.
La
expansión
del
arte
fuera
de
su
campo,
la
democratización
de
las
relaciones
sociales
y la
reutilización
económica,
política
o
mediática
de
los
trabajos
artísticos
han
llevado
a
artistas
y
espectadores
a
vivir
en
zonas
de
intersección.
La
innovación
de
los
creadores
interactúa
con
la
comprensión
e
incomprensión
de
los
públicos,
con
los
rechazos
institucionales
o
los
intentos
institucionales
de
asimilarlos.
No
hay
fronteras
claras
ni
durables.
Lejos
ya
de
las
definiciones
esencialistas
del
arte,
el
deseo
de
reafirmar
la
autonomía
de
los
espacios
de
exhibición
y
consagración
debe
admitir
que
lo
que
sigue
llamándose
arte
es
resultado
de
conflictos
y
negociaciones
con
la
mirada
de
los
otros:
“no
hay
definición
sino
estructural,
relacional,
contextual” (Heinich,
1998:
328).
En
ese
contexto
de
interacciones
hay
que
interrogarse
por
lo
que
puede
llamarse
resistencia.
Entre
el
arte
y la
política:
inminencia
y
disenso
No
sólo
la
posibilidad
de
ahondar
el
proceso
cognitivo
asigna
a la
comunicación
del
arte
y a
los
espectadores
un
valor
estratégico.
Comunicación
y
recepción
son
núcleos
del
actual
debate
sobre
artes
visuales
y
política.
En
el
teatro,
desde
comienzos
del
siglo
XX,
con
Brecht,
Artaud
y
Pirandello,
los
espectadores
fueron
incluidos
como
protagonistas
del
proceso
dramático.
A
partir
de
los
happenings,
en
los
años
sesenta,
los
artistas
visuales
retomaron
esas
lecciones
teatrales
para
sacudir
la
posición
contemplativa.
Suprimir
la
lejanía
entre
creación
y
destinatario,
entre
mirar
y
actuar,
fueron
recursos
a
veces
lúdicos
y en
otros
casos
dirigidos
a
que
la
experiencia
estética
desembocara
en
aprendizajes
transformadores.
Algunas
prácticas
artísticas,
en
las
dos
últimas
décadas,
acortan
la
distancia
con
los
espectadores
y
comparten
los
poderes
creativos.
Pinturas
y
esculturas
ofrecen
ser
modificadas,
los
vídeos
se
prestan
a la
interactividad,
los
objetos
se
reconfiguran
en
shows
multimedia.
Al
hibridarse
en
las
performances
las
prácticas
visuales,
se
intercambian
roles
entre
emisores
y
destinatarios.
La
abolición
de
barreras
trasciende
lo
artístico
y
quiere
ser,
a
menudo,
una
reflexión
sobre
el
estado
del
mundo.
Los
fotomontajes
de
Martha
Rossler,
al
juntar
un
bote
de
basura,
la
imagen
de
un
niño
muerto
y
botellas
abandonadas
por
manifestantes,
revuelven
residuos
del
consumo,
de
la
acción
política
y
del
sufrimiento
cotidiano,
evocan
esos
elementos
heterogéneos
como
parte
de
una
misma
realidad.
Los
papeles
y
cobijas
manchados
con
sangre
y
los
vapores
de
la
morgue
exhibidos
por
Teresa
Margolles
en
las
ferias
de
Miami
y
Madrid
o en
el
señorial
y
decadente
palacio
Rota
Invancich,
próximo
a la
Plaza
San
Marco,
durante
la
Bienal
de
Venecia
de
2009,
llevan
lo
íntimo
u
ocultado
a
las
ceremonias
de
consagración
del
arte.
Luego
de
experimentar
varios
años
con
materiales
e
imágenes
tomados
de
la
morgue
para
producir
vídeos
y
objetos
escultóricos
que
aludían
a la
“modernidad
gótica”
mexicana,
hecha
de
asesinatos
políticos
y
catástrofes,
Margolles
los
exporta,
los
cuelga
en
las
paredes
del
palacio
y
lava
cada
día
el
piso
con
una
mezcla
de
agua
y
sangre
de
personas
ejecutadas
en
México.
“La
idea
partió
de
la
pregunta
¿quién
limpia
las
calles
de
la
sangre
que
deja
una
persona
asesinada?
Cuando
es
una
persona,
podría
ser
la
familia
o
algún
vecino,
pero
cuando
son
miles
¿quién
limpia
la
sangre
de
la
ciudad?” (Margolles,
2009:
89).
Cuando
México
supera
a
Irak
en
asesinatos
debido
a
los
enfrentamientos
entre
narcotraficantes
y
fuerzas
militares
(más
de
15.000
de
2007
a
2009),
cuando
la
infiltración
de
narcos
en
el
poder
político
y
policial
vuelve
lo
clandestino
inocultable,
mientras
el
gobierno
manotea
para
cuidar
“la
imagen
del
país
en
el
exterior”,
Margolles
lleva
las
evidencias
de
lo
siniestro
a
escenas
públicas
internacionales
y
las
joyas
retenidas
a
los
narcos
luego
de
enfrentamientos
a
lugares
donde
los
altos
precios
del
arte
hacen
sospechar
del
dinero.
“¿De
qué
otra
cosa
podemos
hablar?”
tituló
Margolles
su
intervención
en
Venecia:
perseguía
al
visitante,
le
impedía
huir
del
malestar.
Su
fuerza
reside,
en
parte,
en
que
no
reprodujo
la
escena
originaria
-la
balacera,
los
cuerpos
asesinados-,
sino
su
inminencia
en
los
olores,
los
paños
que
absorbieron
el
rojo,
bocinas
con
voces
de
los
testigos.
En
la
inauguración
de
la
muestra
veneciana,
Margolles
repartió
una
tarjeta
semejante
a
las
de
bancos:
de
un
lado
tiene
la
foto
de
una
cabeza
calcinada
y
golpeada
y
del
otro
el
logo
de
la
Bienal
con
la
leyenda
“Persona
asesinada
por
vínculos
con
el
crimen
organizado.
Tarjeta
para
picar
cocaína”.
Detengámonos
a
ver
cómo
involucra
al
espectador.
Sugiere,
insinúa,
trabaja
con
la
inminencia
más
que
con
representaciones
literales.
“El
referente
de
la
violencia
no
es
aquí
un
contexto, dice
el
curador, Cuauhtemoc
Medina, pues
es
traído
a
cuentas
como
un
índice
casi
desmaterializado: la
sangre
y el
lodo
que
impregnan
las
telas,
fragmentos
de
vidrio
incrustrados
en
joyas,
frases
dejadas
en
las
ejecuciones
que
se
tatúan
en
los
muros
o
sebordan
en
oro
durante
la
Bienal,
sobre
la
tela
ensangrentada.
El
hecho
estético
acontece
trabajando
sobre
“lo
que
queda”
para
mostrar
“lo
que
no
aparece” (Medina,
2009:
24).
La
simple
espectacularización
del
dolor
para
que
el
visitante
no
pase
rápido
ante
una
obra,
para
que
no
la
espíe
como
una
más
entre
las
mil
de
la
bienal
o la
feria,
suele
producir
rechazo.
Así
como
las
que
quieren
obligar
a la
reacción
militante
fracasan
en
su
objetivo
político
tanto
como
en
el
estético.
También
las
que
llevan
fines
pedagógicos
y
pretenden
mostrar
al
espectador
lo
que
no
sabe.
Elegir
el
camino
de
la
sugerencia
no
implica
olvidar
que
la
desintegración
social
y
económica
nacional,
como
es
bien
sabido
en
las
redes
del
narcotráfico,
prolonga
estructuras
geopolíticas
descompuestas.
Margolles
las
insinuó
en
Venecia,
pero
quizá
su
obra
más
elocuente
fue
la
que
realizó
en
2006
al
ser
invitada
a la
Bienal
de
Liverpool,
ese
puerto
de
donde
partían
mercancías
hacia
América.
“¿Qué
le
devolvería
México?”
se
preguntó
ella.
Decidió
pavimentar
una
calle
peatonal
con
los
cristales
rotos
de
parabrisas
provenientes
de
ejecuciones
en
el
norte
mexicano:
“Una
vez,
estando
en
la
morgue,
vi a
una
chica
que
había
sido
asesinada
de
carro
a
carro.
El
cuerpo
estaba
cubierto
con
vidrios
procedentes
de
las
ventanillas
del
coche.
Se
los
intenté
quitar
con
unas
pinzas
para
depilar,
tarea
casi
imposible
en
la
que
trabajé
por
horas.
Eso
me
llevó
a
reflexionar
el
resto:
pedazos
de
vidrio
que
fueron
sacados
de
un
cuerpo
muerto
y
depositados
en
una
bolsa
de
plástico.
Vidrios
que
tocaron
y se
introdujeron
dentro
del
cuerpo
y
que
al
salir
de
él
llevan
sangre
o
grasa.
Después
que
sucede
una
ejecución,
de
carro
a
carro,
en
la
vía
pública,
el
cuerpo
y el
coche
son
retirados
del
lugar
de
los
hechos
para
posteriores
peritajes,
pero
los
vidrios
producto
de
las
ventanillas
destrozadas
no,
van
quedando
en
las
calles,
acumulándose
en
las
rendijas
del
asfalto,
en
las
fisuras,
integrándose
al
paisaje
urbano.
Puntos
de
brillos,
zonas
que
brillan
en
la
noche
por
la
cantidad
de
vidrios
triturados.
Brillan
por
los
asesinatos.
Esos
vidrios
olvidados,
ignorados,
van
formando
el
resto.” (Margolles,
2009:
85 –
86).
¿Puede
ser
la
inminencia
o la
sugerencia
el
recurso
para
que
el
visitante
de
un
museo
o
una
bienal
no
se
apure
como
quien
hojea
una
revista fashion,
o
como
el
lector
ansioso
por
dar
vuelta
a la
página
ante
la
crueldad
en
la
información
policial?
Estoy
hablando
de
inminencia
como
núcleo
del
hecho
estético
en
el
sentido
en
que
lo
postularon,
entre
otros,
Borges
y
Merleau-Ponty. “La
música,
los
estados
de
felicidad,
la
mitología,
las
caras
trabajadas
por
el
tiempo,
ciertos
crepúsculos
y
ciertos
lugares,
quieren
decirnos
algo,
o
algo
dijeron
que
no
hubiéramos
debido
perder,
o
están
por
decir
algo;
esta
inminencia
de
una
revelación
que
no
se
produce,
es,
quizá,
el
hecho
estético” (Borges,
1994:
13).
Ser
escritor
o
artista,
por
tanto,
no
sería
aprender
un
oficio
codificado,
cumplir
con
requisitos
fijados
por
un
canon
y
así
pertenecer
a un
campo
donde
se
logran
efectos
que
se
justifican
por
sí
mismos.
Tampoco
pactar
desde
ese
campo
con
otras
prácticas
–políticas,
publicitarias,
institucionales-
que
darían
repercusión
a
los
juegos
estéticos.
La
literatura
y el
arte
dan
resonancia
a
voces
que
proceden
de
lugares
diversos
de
la
sociedad
y
las
escuchan
de
modos
diferentes
que
otros,
hacen
con
ellas
algo
distinto
que
los
discursos
políticos,
sociológicos
o
religiosos.
¿Qué
deben
hacer
para
convertirlas
en
literatura
o en
arte?
Nadie
lo
sabe
de
antemano.
Dice
Ricardo
Piglia: “un
escritor
escribe
para
saber
qué
es
la
literatura” (Piglia,
2001:
11).
Quizá
su
especificidad
reside
en
este
modo
de
decir
que
no
llega
a
pronunciarse
plenamente,
esa
inminencia
de
una
revelación.
No
cualquier
tipo
de
inminencia.
Según
Rancière,
el
postmodernismo light o
la
desmaterialización
conceptualista
frívola,
simulan
ser
críticos
pero
toman
de
Marx
apenas
su
fórmula
“todo
lo
que
es
sólido
se
desvanece
en
el
aire”.
Se
entusiasman
con
lo
líquido
y lo
gaseoso.
Son
ventrílocuos
de
Marx,
leemos
en Le
spectateur
emancipé,
empecinados
en
hacer
de
la
realidad
ilusión
y de
la
ilusión
realidad. “Esta
sabiduría
postmarxista
y
postsituacionista
no
se
contenta
con
dar
una
pintura
fantasmagórica
de
una
humanidad
enteramente
amortajada
bajo
los
desechos
de
su
consumo
frenético.
Pinta
también
la
ley
de
la
dominación
como
una
fuerza
que
se
apodera
de
todo
lo
que
pretende
cuestionarla” (Rancière,
2008:
39).
Hay
que
averiguar,
entonces,
qué
tipo
de
trabajo
crítico
con
la
inminencia
podría
sacarnos
del
melancólico
desencanto
sobre
el
sistema-mundo
en
el
que
la
interpretación
crítica
se
vuelve
un
elemento
del
propio
sistema.
Es
necesario,
por
una
parte, desfatalizar
el
secreto que
parece
ocultar
los
mecanismos
por
los
cuales
la
realidad
se
transforma
en
imagen
o es
configurada
desde
lo
imaginario.
Fue
un
error,
dice
el
crítico
José
Manuel
Springer,
no
mostrar
en
la
Bienal
de
Venecia
las
joyas
que
hizo
manufacturar
Teresa
Margolles
con
restos
de
cristales
de
autos
acribillados,
sino
guardarlas
en
una
caja
fuerte
empotrada
en
el
edificio.
En
esos
fragmentos
de
vidrio,
convertidos
en
collares
y
brazaletes,
se
insinúan,
como
en
la
tarjeta
pseudobancaria
para
cortar
coca,
reflejos
generados
por
los
juegos
complacientes
entre
consumo
y
delito,
la
deriva
hacia
el
fetiche.
Revelar
las
evidencias
no
convencionalizadas
por
los
medios
sobre
las
alianzas
entre
crimen,
dinero,
lujo
y
poder
puede
mostrar
que
la
complicidad
entre
economía
y
narcotráfico
produce
muerte.
Una
segunda
aclaración
sobre la
inminencia que
postulamos
es
que no
es
un
estado
sino
una
disposición
dinámica
y
crítica. Ante
el
desorden
del
mundo
sin
relato
unificador
surge
la
tentación,
como
en
los
fundamentalismos
(y
de
otro
modo
en
la
estética
relacional),
de
retroceder
a
comunidades
armoniosas
donde
cada
uno
ocupe
su
lugar,
en
su
etnia
o su
clase,
o en
un
campo
artístico
idealizado.
La
sublimación
de
espacios
protegidos
suele
venir
asociada
al
deseo
de
resolver
en
los
sentimientos
lo
que
la
competencia
económica
“corrompió”.
La
emancipación
individual
moderna
ha
partido,
dice
Rancière,
de
la
ruptura
de
los
acuerdos
entre ocupaciones
y
capacidades.
Agrego
que
las
tecnologías
y la
movilidad
transnacional
de
migrantes
desestabilizaron
las
relaciones
entre
los
lugares
de
origen,
los
destinos
vocacionales
y
las
prácticas
por
las
que
vamos
desplazándonos.
No
es
posible
escapar
de
esta
inseguridad,
o
resistirla,
desde
comunidades
cuya
integración
la
modernidad
fue
diluyendo.
Resistir
(en
medio
de)
la
espectacularización
Veamos
lo
que
esto
implica
para
la
comunicación
artística,
la
concepción
del
espectáculo
y
del
espectador.
Una
tarea
del
arte
crítico
es
deconstruir
la
ilusión
de
que
existen
mecanismos
fatales
que
transforman
la
realidad
en
imagen,
en
un
cierto
tipo
de
imagen
expresiva
de
una
única
verdad.
El
riesgo
de
olvidar
el
pasaje
de
los
hechos
a
los
imaginarios,
como
suelen
hacer
los
medios
en
los reality
shows y
en
noticieros
que
informan
ficcionalizando,
puede
ser
evitado
por
un
arte
que
concibe
de
otro
modo
el
pacto
de
verosimilitud
y el
trabajo
crítico.
La
espectacularización
ofrecida
por
los
medios
(y
por
exhibiciones
artísticas
obedientes
a
las
reglas
del
espectáculo)
se
dedica
a
neutralizar
el
disenso
social
o a
convencernos
de
que
algún
poder
mágico
(político,
de
un
héroe
o
una
comunidad
sobreviviente)
puede
evitarlo
¿Quién
les
encarga
a
los
medios
y a
las
artes
proporcionar
una
organización
de
lo
sensible
en
la
que
se
diluyan
las
discrepancias
de
lo
percibible
y lo
pensable?
Sólo
interesa
esta
confusión
a
quienes
beneficia
un
sentido
común
apaciguado
donde
se
acepta
la
distribución
de
capacidades
e
incapacidades,
de
ocupaciones
y
desempleos.
Las
acciones
artísticas
ensayan
salidas
de
este
hechizo.
Una
es
el
modelo
pedagógico:
mostrar
fotos
de
las
víctimas
de
una
dictadura
o
una
“limpieza
étnica”
para
volver
visible
lo
ocultado
y
provocar
indignación.
Cuando
comprobamos
que
estas
denuncias
tienen
pobres
efectos
descubrimos
que
no
hay
una
continuidad
automática
entre
la
revelación
de
lo
escondido,
las
imágenes
y
procedimientos
con
que
los
comunicamos,
las
percepciones
y
las
respuestas
de
los
espectadores.
Estos
fracasos
se
deben
a
que
en
zonas
del
arte
contemporáneo
subsiste
una
estética
de
la
mímesis.
El
arte
no
nos
vuelve
rebeldes
por
arrojarnos
a la
cara
lo
despreciable,
ni
nos
moviliza
por
el
hecho
de
buscarnos
fuera
del
museo.
Quizá
pueda
contagiarnos
su
crítica,
no
sólo
su
indignación,
si
él
mismo
se
desprende
de
los
lenguajes
cómplices
del
orden
social.
Es
necesario
otro
modelo
en
el
que
el
arte
evite
convertirse
en
forma
de
vida
generalizada,
o
crear
obras
totales,
como
en
ciertas
fusiones
acríticas
con
asambleas
o
movimientos
de
masas.
Tampoco
se
trata
de
convertir
a
espectadores
en
actores,
como
en
el
activismo
de
los
años
sesentas.
La
eficacia
practicable
del
arte
es,
según
Rancière,
una
“eficacia
paradojal”:
no
surge
de
la
suspensión
de
la
distancia
estética,
sino
de “la
suspensión
de
toda
relación
determinable
entre
la
intención
de
un
artista,
una
forma
sensible
presentada
en
un
lugar
de
arte,
la
mirada
de
un
espectador
y un
estado
de
la
comunidad” (Rancière,
2008:
73).
El
rodeo
sutil
de
Rancière
para
postular
la
eficacia
paradojal
restaura,
a
primera
vista,
la
autonomía
del
arte.
Dice
que
la
eficacia
estética
se
logra
cuando
una
virgen
florentina,
una
escena
de
cabaret
holandesa,
una
copa
de
frutas
o un
ready-made
se
presentan
separados
de
las
formas
de
vida
que
originaron
su
producción.
Esas
obras
ya
no
significan
como
expresión
de
dominación
monárquica,
religiosa
o
aristocrática,
sino
en
el
marco
de
visibilidad
que
les
da
el
espacio
común
del
museo.
La
eficacia
del
arte
procede
de
una
desconexión
entre
el
sentido
artístico
y
los
fines
sociales
a
los
que
habían
sido
destinados
los
objetos.
Rancière
hace
un
giro
y
llama
a
esa
desconexión disenso.
No
entiende
por
disenso
el
conflicto
entre
ideas
o
sentimientos. “Es
el
conflicto
de
muchos
regímenes
de
sensorialidad” (Rancière,
2008:
66).
En
este
punto
hace
el
vínculo
del
arte
con
la
política.
Puesto
que
concibe
a la
política
como
“la
actividad
que
reconfigura
los
cuadros
sensibles
en
el
seno
de
los
cuales
se
definen
los
objetos
comunes”,
lo
que
rompe
el
orden
sensible
que
naturaliza
una
estructura
social,
el
arte
tiene
que
ver
con
la
política
por
actuar
en
“una
instancia
de
enunciación
colectiva
que
rediseña
el
espacio
de
las
cosas
comunes”.
La
experiencia
estética,
como
experiencia
de
disenso,
se
opone
a la
adaptación
mimética
o
ética
del
arte
con
fines
sociales.
Sin
funcionalidad,
las
producciones
artísticas
hacen
posible,
fuera
de
la
red
de
conexiones
que
fijaban
un
sentido
preestablecido,
que
los
espectadores
vuelquen
su
percepción,
su
cuerpo
y
sus
pasiones
a
algo
distinto
que
la
dominación.
Las
experiencias
estéticas
apuntan,
así,
a
crear
un
paisaje
inédito
de
lo
visible,
nuevas
subjetividades
y
conexiones,
ritmos
diferentes
de
aprehensión
de
lo
dado.
Pero
no
lo
hacen
al
modo
de
la
actividad
que
crea
un nosotros con
recursos
de
emancipación
colectiva.
El
artista
y el
escritor
tienen
que
resistirse
a
todos
lo
que
quieren
subordinar
a la
Historia
sus
muchas
y
ambiguas
historias.
Pienso
en
lo
que
escribe
Juan
Villoro
a
propósito
de
los
elogios
antropológicos
a
Pedro
Páramo,
que
valoran
en
esa
novela
el
haber
“captado”
el
lenguaje
de
los
Altos
de
Jalisco.
Es
ceguera
considerar
“un
hábil
taquígrafo
del
lenguaje
coloquial”
al
narrador
de
espectros
que
con
ruidos,
voces
y
rumores,
en
vez
de
representar
la
Historia,
quiso
crear
una
alegoría
sobre
quienes
son
expulsados
de
ella
(Villoro,
2000:
22).
El
arte
forma
un
tejido
disensual
en
el
que
habitan
recortes
de
objetos
y
débiles
ocasiones
de
enunciación
subjetiva,
algunas
anónimas,
dispersas,
que
no
se
prestan
a
ningún
cálculo
determinable.
Esta
indeterminación,
esta
indecidibilidad
de
los
efectos,
en
la
perspectiva
que
propongo,
corresponde
al
estatus
de
inminencia
de
las
obras
o la
acción
artística
no
agrupables
en
metarrelatos
políticos
o
programas
colectivos.
Buscamos
una
relación
abierta,
imprevisible,
entre
la
lógica
de
re-descripción
de
lo
sensible
por
los
artistas,
la
lógica
de
comunicación
de
las
obras
y
las
varias
lógicas
de
apropiación
de
los
espectadores:
se
trata
de
evitar
una
correlación
fija
entre
las
micropolíticas
de
los
creadores
y la
constitución
de
colectivos
políticos.
Los
artistas
contribuyen
a
modificar
el
mapa
de
lo
perceptible
y lo
pensable,
pueden
suscitar
nuevas
experiencias,
pero
no
hay
razón
para
que
modos
heterogéneos
de
sensorialidad
desemboquen
en
una
comprensión
del
sentido
capaz
de
movilizar
decisiones
transformadoras.
No
hay
pasaje
mecánico
de
la
visión
del
espectáculo
a la
comprensión
de
la
sociedad
y de
allí
a
políticas
de
cambio.
En
esta
zona
de
incertidumbre,
el
arte
es
apto,
más
que
para
acciones
directas,
para
sugerir
la
potencia
de
lo
que
está
en
suspenso.
O
suspendido.
Eran
más
verosímiles
los
proyectos
artísticos
con
fines
sociales
cuando
los
relatos
nacionales
lograban
apariencia
de
continuidad
entre
la
presentación
sensible
de
datos
comunes
y la
interpretación
de
los
significados
en
la
política.
La
globalización
comunicacional
y
económica
multiplica
los
repertorios
sensibles
y
sus
representaciones
mientras
las
narrativas
son
incapaces
de
contener
e
interpretar
conjuntamente
esa
diversidad.
El
disenso
entre
regímenes
de
lo
sensible
carece
de
regímenes
de
comprensión
que
abarquen
a la
vez
las
mercancías
desorganizadas
por
la
especulación
financiera,
los
sistemas
políticos
nacionales
erosionados
por
tendencias
globales
sin
estructura
ni
gobierno.
Existen
estrategias
de
homogenización
publicitaria
o de
iconografías
mediáticas
y
globalizadas
más
exitosas
-Disney,
el
manga-,
pero
son
incapaces
de
crear
gobernabilidad
o un
sentido
social
que
construya
consensos
de
amplia
escala.
¿Por
qué
vamos
a
pedírselo
al
arte?
Esta
última
reflexión
me
lleva
a
hacer
una
objeción
al
trabajo
de
Rancière.
Estoy
de
acuerdo
en
que
no
tiene
futuro
ver
al
arte
como
mediador
entre
la
renovación
de
las
percepciones
sensoriales
y la
transformación
social.
La
incapacidad
del
arte
para
cumplir
esta
tarea
quedó
comprobada
en
el
periodo
en
el
que
la
autonomización
del
campo
artístico
coexistía
con
los
voluntarismos
políticos:
desde
el
constructivismo
o el
surrealismo
hasta
la
militancia
de
los
años
sesentas.
¿Qué
sucede
cuando
el
arte
se
desautonomiza
al
participar
en
dinámicas
económicas,
mediáticas,
de
la
moda
o
del
pensamiento
social?
Las
acciones
estéticas
que
se
proponen
cambiar
las
referencias
de
lo
que
es
visible
y
enunciable,
hacer
ver
lo
escondido
o
hacerlo
ver
de
otro
modo,
no
se
presentan
sólo
en
las
artes.
Acontecen
en
los
medios,
en
las
renovaciones
urbanas,
en
la
publicidad
y en
políticas
alternativas:
esta
es
una
de
las
claves
de
la
fascinación
de
publicidades
innovadoras,
de
la
televisión
que
parodia
a
personajes
de
la
política
o
las
narrativas
esclerosadas
de
lo
social.
Los
“creativos”
de
estos
campos,
como
su
nombre
dice,
también
crean,
en
ocasiones,
disenso
sensorial.
Se
ha
constatado
en
los
estudios
comunicacionales
cómo
contribuyen
la
moda
y
sus
mensajes
a la
emancipación
de
las
mujeres.
La
investigación
sobre
el
consumo
demuestra
que
puede
ser
tanto
una
escena
de
disciplinamiento
mercantil
de
los
hábitos
y la
distinción
como
un
lugar
de
innovación
creadora
y
discernimiento
intelectual:
el
consumo
sirve
para
pensar.
Alguna
vez
Rancière
se
deja
interrogar
por
esta
nueva
condición
de
las
artes.
Recuerda,
como
ejemplo
de
artistas
que
se
infiltran
en
las
redes
de
dominación,
las
performances
de
Yes
Men
cuando,
con
falsas
identidades,
se
insertó
en
un
congreso
de
hombres
de
negocios,
en
los
convites
de
campaña
de
Bush
o en
emisiones
televisivas.
Su
acción
más
elocuente
ocurrió
en
relación
con
la
catástrofe
de
Bhopal
en
India.
Uno
de
sus
actores
logró
hacerse
pasar
ante
la
BBC
como
responsable
de
la
compañía
Dow
Chemical
que
había
comprado
acciones
en
la
sociedad
Union
Corbide.
Anunció
en
un
horario
de
amplia
audiencia
que
la
compañía
reconocía
su
responsabilidad
y se
comprometía
a
indemnizar
a
las
víctimas.
Dos
horas
más
tarde
la
compañía
reaccionaba
y
declaraba
que
no
tenía
responsabilidad
más
que
hacia
sus
accionistas.
Era
el
efecto
buscado.
Rancière
tiene
razón
al
decir
que
“estas
acciones
directas
en
el
corazón
de
lo
real
de
la
dominación”
nos
dejan
con
la
pregunta
de
si
potencian
o no
la
acción
colectiva
y
durable
contra
la
dominación.
También,
afirma,
propician
distinciones
entre
realidad
y
ficción.
“No
hay
mundo
real
que
sería
el
exterior
del
arte.
Hay
pliegues
y
repliegues
del
tejido
sensible
común”… “No
hay
lo
real
en
sí,
sino
configuraciones
de
lo
que
es
dado
como
nuestro
real,
como
el
objeto
de
nuestras
percepciones,
de
nuestros
pensamientos
y
nuestras
intervenciones.
Lo
real
es
siempre
el
objeto
de
una
ficción,
es
decir
de
una
construcción
del
espacio
donde
se
anudan
lo
visible,
lo
decible
y lo
realizable” (Rancière,
2008:
82-84)
De
acuerdo.
Pero
queda
pendiente
cómo
pensar
las
acciones
“políticas”,
en
el
sentido
que
Rancière
les
da
-actividades
que
reconfiguran
los
cuadros
sensibles
en
el
seno
de
los
cuales
se
definen
los
objetos
comunes-
cuando
quienes
las
hacen
no
son
los
reconocidos
como
artistas
sino
los
arquitectos
que
modernizan
ciudades,
los
creativos
publicitarios
o de
la
moda,
los
diseñadores
de
propaganda
política
más
que
los
políticos:
quienes
suelen
ser
vistos
como
reproductores
del
sentido
común
y de
las
ficciones
dominantes.
-
¿Así
que
estás
diciendo
que
los
agentes
revolucionarios
son
los
publicistas?
-
No.
Estoy
tratando
de
pensar
qué
es
lo
político,
desde
dónde
se
producen
los
cambios
culturales
y
sociales.
Trato
de
entender
qué
significa
que
la
agencia
social
y
política
esté
más
repartida
que
lo
que
acostumbramos
reconocer.
Globalización
y
opacidad
El
antropólogo
Marc
Abélès
escribe
que
en
su
generación,
nacida
“en
un
mundo
que
se
dividió
en
bloques
después
de
una
inmensa
matanza”,
donde
aun
“después
de
los
campos
de
la
muerte,
después
de
Hiroshima”,
se
creía
en
alguna
forma
de
progreso
y de
equilibrio
dentro
del
terror
(Abélès,
2008:
9).
A
principios
del
siglo
XXI,
observa,
hemos
cambiado
nuestra
relación
con
la
política
al
pasar
de
“una
tradición
que
considera
la convivencia,
el
estar
juntos”,
como
el
objetivo
prioritario
a
una
etapa
en
la
que
la
preocupación
por
la supervivencia orienta
las
elecciones
en
el
espacio
público.
Destaca
dos
causas
de
esta
mutación.
Una
es el
cambio
de
escala
que
trajo
la
globalización: tanto
en
las
expectativas,
en
la
capacidad
de
identificar
los
orígenes
de
los
problemas
como
“en
las
maneras
de
reunirse”
(Abélès,
2008:
15).
La
crisis
petrolera
de
1973
(comienzo
de
la
representación
colectiva
de
que
el
potencial
energético
del
planeta
podría
agotarse),
los
accidentes
tecnológicos
como
la
catástrofe
de
Chernobil
en
1986,
los
desastres
de
las
megaciudades
y la
“violenta
intrusión
de
la
alteridad”
registrada
el
11
de
septiembre
de
2001
son
algunos
de
los
acontecimientos
que
nos
hacen
vivir
en
la
incertidumbre
y la
precaución,
en
“un
mundo
sin
promesas”.
¿En
qué
quedaron
las
proyecciones
racionales
que
animaron
los
estudios
sobre
prospectiva
y el
voluntarismo
político
en
los
años
60
del
siglo
pasado?
Se
fueron
disipando
por
la
impotencia
de
los
Estados-nación
frente
a
las
turbulencias
de
los
conflictos
étnicos,
del
consumo,
“la
proliferación
de
armas
nucleares
y
los
tráficos
orquestados
por
las
mafias”.
Estos
otros
actores
parecen
adaptarse
mejor
a la
mundialización
que
los
Estados
y
las
organizaciones
internacionales.
También
cambió
nuestra
visión
del
futuro
y de
la
política el
ejercicio
opaco
y
anónimo
de
las
instancias
donde
se
condensa
el
poder.
En
la
actual
remodelación
global
del
sentido,
los
ciudadanos
experimentamos
una
extrañeza
radical
ante
las
decisiones
que
influyen
en
nuestra
cotidianidad.
¿Dónde
se
sitúan
los
poderosos?
Claramente,
pocas
acciones
son
identificables
con
territorios.
¿Cuánto
nos
sirve
conocer
el
nombre
de
los
gobernantes
y
legisladores
de
nuestro
país,
y
dedicar
tiempo
a
informarnos
sobre
sus
programas
y
desacuerdos,
si
los
resortes
están
mucho
más
lejos?
¿En
el
FMI
o el
Banco
Mundial,
en
las
cumbres
secretas
de
unos
pocos
jefes
de
estado
o de
gerentes
de
empresas
inhallables?
Sus
declaraciones,
que
invocan
como
última
fuente
de
racionalidad
al
enigmático
mercado,
no
ayudan
a
localizar
causas
ni
explicaciones.
Tampoco
las
construcciones
conceptuales
que
nombran
ese
insondable
como
“régimen
cosmopolítico”
(Beck)
o
“Imperio”
(Hard
y
Negri).
Aumenta
la
opacidad
del
poder,
pero
los
ciudadanos-consumidores
somos
cada
vez
más
transparentes
porque
los
sistemas
de
vigilancia
social
saben
qué
comemos,
dónde
compramos,
nuestras
preferencias
sexuales
y
las
reacciones
al
malestar
político. Twittear o
subir
escenas
personales
a
Facebook
era
visto
en
una
primera
etapa
como
juego
para
intercambiar
fotos,
ocurrencias
y
músicas.
También
para
comunicar
la
creatividad
artística
personal
que
no
cabe
en
galerías
o
museos,
o ni
nos
interesa
que
se
vea
en
esos
salones.
De
pronto,
nos
enteramos
que
no
sólo
conocen
nuestra
intimidad
570
“amigos”.
También
visitan
el
acervo
los
servicios
de
inteligencia
política,
empresas
que
buscan
informarse
de
lo
que
sus
empleados
no
dicen
en
el
trabajo
y
los
competidores
que
quieren
sacar
de
carrera
a un
político,
un
artista
o un
candidato
al
mismo
puesto
al
que
se
postulan.
Facebook
dispone
de
más
de
300
millones
de
perfiles,
casi
5%
de
la
población
mundial: “Es
normal
que,
para
analizar
el
rendimiento
laboral
y
las
capacidades
de
los
trabajadores,
los
jefes
y
responsables
utilicen
no
ya
buscadores
como
Google,
sino
también
las
nuevas
redes
sociales.
Según
un
reciente
estudio
de
la
página
web
de
información
laboral
CareerBuilder,
participada,
en
parte,
por
Microsoft,
un
29%
de
los
empleadores
usa
Facebook
para
comprobar
si
un
candidato
a un
puesto
de
trabajo
es
el
adecuado
o
no.
Un
21%
prefiere
MySpace
y un
26%
la
red
profesional
LinkedIn.” (Alandete,
2009:
27).
El
carácter
misterioso
de
la
actual
estructura
de
poder
es,
quizá,
el
principal
motivo
de
la
impotencia
ciudadana
y el
desinterés
por
la
política.
Al
sumarse
el
carácter
abstracto
de
lo
global,
la
suma
de
fracasos
que
–aun
distantes-
nos
afectan
y la
opacidad
de
los
grandes
actores
políticos,
acabamos
instalados
en
un
registro
incierto
de
lo
social.
Antes,
la
inseguridad
se
pensaba
dentro
de
la
óptica
de
la
convivencia
y se
atribuía
al
Estado
la
tarea
de
controlarla.
El
aumento
de
la
precariedad
e
incertidumbre
han
hecho
de
la
supervivencia
la
preocupación
central.
Así
cambia
también
nuestra
relación
con
el
porvenir:
pasamos
de
la prevención,
que
implica
actuar
en
relación
con
contextos
conocidos,
a
la precaución.
No
es
casual,
anota
Abélès,
que
en
este
mundo
caiga
la
confianza
en
las
grandes
instituciones
políticas
y la
ganen
las
ONGs,
organismos
dedicados
a la
supervivencia
económica
o
ecológica,
con
acciones
de
resistencia
visibles
en
lugares
concretos.
Este
argumento
puede
explicar
el
aire
de
familia
que
sentimos
al
comparar
las
performances
espectaculares
de
Greenpeace
o
Amnistía
Internacional
con
las
de
artistas
y
movimientos
culturales.
Decenas
de
activistas
de
Greenpeace
escalan
edificios
de
Expal,
una
empresa
española
que
vende
bombas
de
racimo,
preguntan
en
el
quinto
piso
si
los
trabajadores
tienen
armamento
en
las
oficinas,
entregan
un
vídeo
de
niños
de
Camboya
mutilados,
llenan
el
suelo
con
siluetas
de
las
víctimas
y
distribuyen
piernas
sueltas
amputadas.
Militantes
y
artistas
trabajan
tomando
fragmentos
del
mundo,
dando
cierta
visibilidad
a lo
inminente
y
mostrando
cómo
puede
actuarse
aún
desde
visiones
incompletas.
Así
como
algunas
ONGs
(ATTAC,
por
ejemplo)
rechazan
a la
Organización
Mundial
de
Comercio
y
otras
buscan
contribuir
a
establecer
procesos
estatales
e
internacionales
de
regulación,
varios
movimientos
artísticos
deciden
prescindir
de
las
instituciones
y
otros
interactúan
a la
vez
con
ellas
y
con
los
movimientos
sociales.
La
pregunta
que
ambos
confrontan,
ante
los
retos
de
la
eficacia,
es
cómo
transitar
del
acontecimiento
efímero
a
los
cambios
estructurales.
No
es
una
cuestión
menor
que
en
la
redefinición
actual
de
la
resistencia
social
y
política
las
acciones
significativas
se
asemejen
a lo
que
venimos
llamando
prácticas
artísticas.
En
vez
de
situar
la
resistencia
y lo
alternativo
en
relatos
políticos
globales,
los
acotamos
a
horizontes
abarcables.
Aun
quienes
se
preocupan
por
las
megaestructuras
y
las
concentraciones
monopólicas
de
poder
-más
vigentes
que
nunca-,
tienen
que
hacerse
cargo
de
dilemas
habituales
del
arte:
trabajar
en
las
borrosas
fronteras
entre
lo
real
y lo
ilusorio,
entre
la
transgresión
y la
formación
de
nuevos
sentidos.
No
tengo
espacio
para
desarrollarlo
aquí,
pero
quizá
una
de
las
claves
de
que
el
arte
se
esté
convirtiendo
en
laboratorio
intelectual
de
las
ciencias
sociales
y
las
acciones
de
resistencia
sea
su
experiencia
para
elaborar
pactos
no
catastróficos
con
las
memorias,
las
utopías
y la
ficción. |