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LUIS JUSTO

 
Lautréamont, o el escritor como voluntad del número cero
 

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Ha pasado ya el tiempo en que la figura de Isidore-Lucien Ducasse, quien en el campo de las letras optó primero por el anonimato y después por el llamativo seudónimo de "conde de Lautreamont", continúa, en cuanto a lo biográfico, una incógnita absoluta, que por cierto contribuyó al misterio que no podía sino rodear -y aún rodea- su obra principal, Los cantos de Maldoror, esa obra a cuya contraluz es indispensable leer estas Poesías. Ya nadie, como León Bloy, tras consignar de Lautreamont que "es un alienado quien habla, el más deplorable, el más desgarrante de los alienados" escribe: "El autor murió en una celda para locos furiosos, y eso es todo cuanto se sabe de él". Ya no se discrepa sobre la edad en que murió; según Luis Genonceaux, su editor, fue a los 20 años, y según Remy de Gourmont, a los 28. Ya nadie, como Rubén Darío, empieza por estipular: "Su verdadero nombre se ignora". Aún así, los documentos más ilustrativos acerca de su vida siguen siendo los que abren y cierran el paréntesis: las actas de nacimiento y defunción, y por toda iconografía restan un "retrato imaginario" ejecutado por Félix Velloton; un "segundo retrato imaginario imaginario de Lautréamont a los 19 años", "obtenido" por Salvador Dalí mediante el "método paranoico-crítico"; un tercer "retrato imaginario" dibujado por Halkim Elmekki, y un cuarto "retrato imaginario" que pintó Juan Batle Planas. Y aún así, por ejemplo, Gastón Bachelard, en virtud de que Lautreamont escribió "dicen que nací entre los brazos de la sordera", no descarta la posibilidad de que Ducasse haya sido "sordo de nacimiento", y mientras Edmond Jaloux y Philippe Soupault, sostienen por un lado, que fue una novela de Eugène Sue, titulada Lautréamont, lo que le sugirió el seudónimo. Juan Larrea, por su parte, especula en torno de l'autre, el otro, amont, parte de un curso de agua que, en relación con otra parte, está más cerca de la fuente y el transoceánico origen uruguayo de Ducasse y su posible destino como puente del surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo. Se podría estimar que un episodio relatado por Enrique Pichon-Riviere -sin duda uno de quienes más escrupulosamente rastrearon en la vida del poeta- brinda la cifra de la incertidumbre. En 1951, en un café de París, dio ante un grupo de surrealistas una larga disertación informal sobre sus indagaciones acerca de Ducasse y advirtió el asombrop que le producía el cúmulo de sus referencias al respecto, hace corto tiempo, preguntado en Buenos Aires sobre qué creían aquellos surrealistas acerca de la realidad histórica de Lautréamont, Pichon-Riviere contestó que lo reputaban "un aparecido".

De cualquier modo, lo poco que sabemos sobre Lautréamont no impediría necesariamente, por el simple hecho de ser poco, incluir Los cantos de Maldoror, así como las Poesías, en lo que podríamos llamar las letras de un país y una época, o en el confortable contexto de alguna "escuela", o de todo lo que un capítulo de una historia de la literatura permitiría transmitir a inquietos lectores que, interesados por el tema, pidiesen al respecto un mensaje adicional y satisfactorio; por ejemplo, la "tradición" a que respondió el autor, o las "influencias" que incidieron sobre él.  Y el caso es que si incluso esta modesta y profesional perspectiva es bloqueada, lo es por la propia obra de Lautréamont. Se resiste al catálogo. Y recurrir entonces a la palabra "genio" nada resuelve; el autocrático prestigio de ese vocablo logra sobre todo aislar a quien, antes que soluciones, suele descubrir y lograr nuevos y abruptos problemas a la posteridad.

Calificar a Lautréamont de "romántico" resulta vago; lleva a demasiados sitios. Como ningún enfoque nacional puede rescatarlo y a la vez explicarlo por ese carácter, un poderoso movimiento, el surrealismo, lo incorpora, a título póstumo, a sus huestes, y no sin cierta razón, en el sentido de que el surrealismo proclamó desde el principio su voluntad internacional e, incluso, en el sentido de que si bien el surrealismo no sostiene oficialmente la existencia de aparecidos, ésta no podría perturbarlo, y menos aún si la personificara Lautréamont; pero nadie puede saber si él se hubiera inscripto en una corriente, a fin de cuentas, específica. En el polo opuesto de los surrealistas, el epistemólogo Roger Caillois, de cartesiano espíritu, tras asentar su aversión por el Romanticismo, afirma que "Lautréamont adoptó sin vacilar las tesis del Romanticismo más exagerado". Sin duda se refiere a Los cantos de Maldoror, puesto que Caillois, una línea más arriba propone a los escritores ajustarse a reglas y límites y ser humildes, o sea, exactamente lo mismo que preconiza Lautréamont en sus Poesías, dictadas, según Caillois, por una especie de arrepentimiento que le hace cantar "su palinodia". Sin embargo, ningún texto de Lautréamont, permite descubrir tal arrepentimiento; ni las líneas iniciales del Canto Sexto, donde declara incompleta su tarea y promete concluirla, ni las Cartas, frías y especulativas. De un lado, pues, se yerguen Lautréamont y sus escritos, del otro, las perspectivas desde las cuales es posible abordar, a lo largo de un margen de avance que, por lo vasto, hace de él un ser singularmente quieto, intocable como un sueño y pasivo como éste, que cada cual puede tener a su manera.

Pero también podemos imaginarlo dotado de voluntad.

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Cotéjese Los cantos de Maldoror y las Poesías.

Se diría que Lautréamont escribió las Poesías con dos pilas de cuartillas a la vista.

Una, las cuartillas donde estaban impresos Los cantos, otra, las cuartillas, en blanco, donde iba escribiendo lo contrario de lo que dicen éstos, que Lautréamont conservaba a la vista para estar seguro de no equivocarse y escribir, bajo el título de Poesías -ese "prefacio de un libro futuro" que no llegó a componer- exactamente lo opuesto de aquellos. En los cantos: "He concluido un pacto con la prostitución, para sembrar el desorden en las familias"; en las Poesías (sobre A. Dumas, hijo) "... Sostengo que un buen alumno secundario de retórica sabe más que él acerca de cualquier tema, incluso sobre la sucia cuestión de las cortesanas". En los cantos: "Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh, cuán dulce es arrancar brutalmente del lecho a un niño que no tiene aún nada sobre el labio superior y, con los ojos bien abiertos, simular que se pasa suavemente la mano sobre su frente, inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, de golpe, en el momento en que él menos lo espera, hundir las largas uñas en el tierno pecho, de modo tal que no muera, pues, si muriese, nadie tendría después la vista de sus miserias. A continuación beber la sangre lamiendo las heridas, y, durante ese tiempo, que debería durar tanto como dura la eternidad, el niño llora. Nada más rico como su sangre, extraída según acabo de decirlo, y bien caliente aún, como no sean sus lágrimas amargas como la sal"; en las Poesías: "No bien la aurora aparece, las jóvenes van a cortar rosas. Una corriente de inocencia recorre los valles, las capitales, socorre las inteligencias de los poetas más entusiastas, derrama protecciones sobre las cunas, coronas sobre la juventud, creencias en la inmortalidad sobre los ancianos". El cotejo podría prolongarse, con resultados análogos, páginas y páginas, tan patente el contraste, que incluso Albert Camus, quien rechaza toda teoría de las Poesías como palinodia, termina por identificarlas como una "confesión de Stavroguin", motivadas por una "misteriosa voluntas de expiación"

Pero a diferencia de la confesión de Stavroguín, que no lo borra, ni pretende borrarlo de la novela. donde, en cambio, le da realce, y que no desconcierta al lector, las Poesías, si tampoco cancelan Los cantos, no persiguen más propósito que ése, y desconciertan al lector. Es inverosimil -o bien refleja una capacidad de simulación tan extraordinaria como la voluntad que la dirige- que las haya escrito para congraciarse, por razones financieras, con su padre y el banquero Darasse, representante parisiense de aquél en tales cuestiones. Nada sabemos de ese "libro futuro" cuyo "prefacio" fueron, salvo que debía prolongarlas y él pensaba escribirlo en cinco o seis meses: nada permite, tampoco, suponer que la muerte, que nunca se presenta muy a propósito de algo, haya visitado el Nº 7 del Faubourg-Monmartre, el 24 de noviembre de 1870, con curiosos fines de censura previa. Otra suposición debe excluirse: la de que Lautréamont no encontraba las palabras, no acertaba a decir lo que quería. Por provocativos que sean sus conceptos, se destacan por la claridad: "bello como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección".

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Señala Julien Gracq: "Maldoror se convierte en águila, cangrejo, tortuga, buitre, grillo, pulpo, tiburón; el cabello toma la palabra, la lámpara nada o vuela con alas de ángel. El carácter más constante de esos seres inestables y su significado más profundo es sin duda manifestar la posibilidad de una vida anfibia -que todo el genio de Lautréamont se aplica a legitimar- tomando sin cesar su oxígeno entre dos aguas...". Llevando esta observación más allá de esos límites, imaginamos a un escritor anfibio qué, lúcidamente, pretende abolir Los cantos mediante las Poesías, conservándose, él, como número cero, cuya deliberada impasibilidad libera las demás cifras, actor por neutralidad. En una carta donde se refiere a las Poesías, Lautréamont se golpea muy levemente el pecho: "He cantado el mal como lo han hecho Mickiewickz, Byron, Milton, Southey, A. de Musset, Baudelaire, etc. Naturalmente he exagerado un poco el diapasón, para crear algo nuevo en el sentido de esa literatura sublime que canta a la desesperación sólo para oprimir al lector y hacerle desear el bien como remedio". Esto no lo tiene en cuenta R. Caillois cuando atribuye a los románticos, y en particular presumiblemente, a Lautréamont, "una patética actitud de rechazo y rebelión qué, si fueran serios, deberían más bien invitarlos al silencio". Lautréamont se rebela mediante la rebelión y se somete mediante la sumisión, pero escribe de ellas con igual seguridad de sí mismo haciendo de una y otra instrumentos, más que fines, de su literatura, fenómeno imparcial que las envuelve. En Los cantos de Maldoror susurran vestigios de Romanticismo; pero él lo hace virar hacia lo rocambolesco, lo grotesco. Las poesías aspiran a una austeridad de tradicional moralista francés; pero no sólo la ridiculizan ciertas enumeraciones de Maldoror en absurdo apoyo de tanto grave enunciado, como la ya clásica enumeración caótica de "las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época"; además, axiomas cuyo significado resultaría insospechable en un moralista de la luces, adquieren en Lautréamont un contorno enigmático: "la poesía debe ser hecha por todos", podrían invocarlo los inventores del happening. Con las Poesías, Lautréamont no alcanza por completo su propósito, pero éste es obvio. No se puede tomar por signo de transfiguración "moral" de Ducasse el acápite de las Poesías: "Reemplazo la melancolía por el coraje, la duda por la certeza, la desesperación por la esperanza, la maldad por el bien, las quejas por el deber, el escepticismo por la fe, los sofismas por la frialdad de la calma y el orgullo por la modestia". Más bien hay que tomarlo por signo de identidad literaria.

El él quien da sus escritos a la estampa: él anuncia en Los cantos una obra futura; él, en las Pesías, se burla inconfundiblemente de sus propios Cantos.

Por otra parte, la ficción del "cero" coincide con la renuncia al sentimentalismo personal, al yo lloroso e impreciso -no al sentimiento-, que hace partir la poesía moderna de Poe y Baudelaire.

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La historia de Lautréamont admite la ficción del "cero". Vivió 24 años, 14 de ellos en Montevideo y, de estos, los cinco primeros en las enrarecidas condiciones de ciudad sitiada. Después de correerías juveniles por un medio natural propio de esos "países de ultramar donde se llevaba una vida libre y feliz" y del inolvidable viaje por el "viejo océano" (Canto primero) es en dos ciudades francesas, "durante años que son siglos" (Canto primero), alumno interno de liceo. En París, por fin, alcanza a vivir tres años. De padre y madre franceses, miembros de una nutrida colonia francesa, dentro de cuyos vínculos, apretados por el asedio, Lautréamont, puede calcularse, pasó todo el primer tercio de su vida, no es raro que Ducasse escribiera en francés, ni que, por otra parte, después sea difícil confundirlo con un joven escritor que se disponía a hacer una optimista "carrera literaria" en Francia, y fácil tomarlo por un casual aerolito caído en ese idioma, un "aparecido" cuyos chocantes textos habían de comunicarse en línea directa con los de Alfred Jarry, antes que encontrarse en la línea, más formal, que, partiendo de Baudelaire, sigue con Corbiere y Mallarmé. Pero no puede saberse si se consideraba de verdad "montevideano", como lo proclama en Los Cantos, ni si realmente entendía que "el fin del siglo diecinueve verá a su poeta (sin embargo, al principio, no deberá empezar por una obra maestra, sino seguir la ley de la naturaleza) Ha nacido en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí dos pueblos, antes rivales, se esfuerzan actualmente por sobrepasarse en progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del Sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga, a través de las argentinas aguas del gran estuario.".

Esta animosa declaración, al fin del Canto primero, dista muy pocas líneas de esta humorada que las refuta: "Tú, joven, no desesperes; pues, pese a tu opinión en contrario, tienes en el vampiro a un amigo. Cuando al acarus surcopte que produce la sarna, ¡tendrás dos!". Más que en el eclipse iconográfico, o que en los pasajes oscuros de su biografía, la ficción del "cero" está en la voluntad de Lautréamont. Su vida pertenece a dos mundos; no tiene tiempo de abandonar el americano para reunirse en el europeo, que lo enfrenta. Todo lapso es habitado por alguna peripecia -pudo ser otra- como el lapso, que venció. Acosado por una desorbitada libertad americana, que no olvida, a la vez que por el disciplinado contacto con las letras clásicas y la enseñanza media, Lautréamont se repliega, resuelve adaptarse a ambos mundos; entregar su propia duración, única, a dos peripecias.


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© Helios Buira

Barrio de San Nicolás - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

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