Prólogo
Más de seis años
demoró el francés
Alain Meilland para
crear la primera
rosa perfecta. Tallo
largo, treinta y
cinco pétalos de
seda, capullo cónico
y una vida asegurada
de quince días
felices. La rosa de
Meilland no tiene
espinas ni perfume.
La rosa de Meilland
no es una rosa.
Conozco a famosos
coleccionistas de
seres y objetos
despojados para
siempre de su razón
de ser. Mariposas
disecadas y
aprisionadas por un
vidrio, copas de
cristal que nadie
volverá a llenar de
vino, redes inútiles
para atrapar peces o
sirenas, llaves que
ya no sirven para
abrir ninguna
puerta. A veces
pienso incluso que
nosotros,
circunstanciales
pasajeros de un
siglo agonizante,
somos los últimos
sobrevivientes de
una edad ya
sepultada. Los
últimos que vimos el
mar una mañana, los
últimos que sentimos
el olor de la tierra
mojada por la
lluvia. Y acaso por
eso, como lo pidió
Rilke en sus
plegarias, debamos
dedicarnos a
conservar el
recuerdo de todas
las cosas vividas y
sentidas, su valor
humano, la esencia
irreductible que las
convierte en lo que
son.
Los textos que
siguen, más allá de
su carácter
fragmentario y de la
diversidad temática,
están animados por
un mismo deseo de
recuperar el mar de
una mañana, la casa
y el árbol de los
dibujos infantiles,
el olor de la tierra
mojada por una
lluvia de verdad. Me
interesan las rosas
y las pasiones que
nacen porque sí,
aunque duren un día.
Las rosas con
cirrosis, las rosas
con espinas, las
rosas con pétalos y
tallos incompletos.
Con no poca
frecuencia el ideal
de belleza termina
matando a la
belleza. Y la divina
proporción puede
ahogarnos. Por
suerte los malos
poetas de los que
hablo aquí no
alcanzan nunca ese
estado de nirvana.
Buscan y no
encuentran. Se
equivocan. Se
cansan. Fracasan.
Insisten. Y es
precisamente esa
obstinación casi
demencial la que los
vuelve hermosos y
los convierte en
ejemplares únicos.
Recuerdo que hace
años, asistiendo por
primera vez a un
taller de arte, el
maestro intuyó mis
miedos de
principiante y me
dijo que no existe
nada más inexpresivo
y frío que la hoja
blanca. "Tenés que
calentar el papel",
me dijo. Y fue así,
con trazos
inicialmente
balbuceantes, que
empecé a hacer mi
primer dibujo. Una
noche creí que por
fin la obra estaba
terminada. Pero no
sé si fue una
pincelada de más, el
roce de mi propia
mano o un rayón
involuntario lo que
conspiró para que en
un segundo se
malograra el trabajo
de varios meses.
Para mi asombro,
cuando desconsolado
le mostré al maestro
lo que había pasado,
él me miró casi
maravillado. "Aprovechá
esa mancha
plásticamente --me
dijo--. No la
borres, incorporala
a tu obra". Tuvo que
pasar bastante
tiempo para que yo
entendiera lo que
esas palabras
encerraban. Ahora
pienso que en la
mancha,
precisamente, se
oculta buena parte
del secreto de una
obra y por qué no de
una vida. No comulgo
con los que se
dedican a ahorrarnos
las fatigas y los
desgarramientos de
la existencia. No
predico la
abstinencia para
combatir los
peligros del amor.
No quiero ver en mi
jardín a la rosa
pura y casta de
Meilland. Pero aún
así debo admitir que
en ciertas noches
--maldita
contradicción-- no
puedo dejar ni por
un instante de soñar
con ella.
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El resto es agua
Roguemos por el
hombre que confundió
un botón con una
pastilla contra la
acidez
y murió atragantado
en un hotel.
John Cheever
El cuerpo humano,
urbano y
contemporáneo se
compone básicamente
de pastillas. El
resto es agua, y se
administra en vasos
al solo efecto de
facilitar un llenado
veloz de los
espacios
conflictivos o
vacíos.
Afortunadamente la
farmacología
universal nos ha
provisto con todos
los estímulos
necesarios para
seguir viviendo a
pleno. A la mañana
nos saludamos con
lexotanil y la
sensación de placer
es inmediata.
Algunas horas más
tarde el efecto de
la droga se
amortigua y entonces
sobreviene como
siempre la tristeza.
Para los que a veces
padecemos esa
sensación
improductiva, una
buena dosis de
antidepresivos es la
solución ideal. La
alegría se convierte
en puro impulso. Y
la vida adquiere el
color claro e
indeleble de las
rosas sin perfume. A
la tarde ya no
recordamos ni cómo
se llamaba nuestra
primera novia. Y a
la noche sólo
pensamos en hacer el
amor con la carne
trémula y una bien
dosificada mezcla de
olvido y
desesperación.
Tampoco aquí hay por
qué preocuparse.
Previendo la
posibilidad de que
algo no esté a la
altura de las
circunstancias, un
cóctel de sustancias
duras y modernas
hará que los
estandartes no
decaigan. Las drogas
nuevas y viejas, las
legales y las
prohibidas, están al
alcance de todos.
Para amar, para
odiar, para reír,
para bailar, para
dormir con el
enemigo y despertar
sin vomitar. Ahora
existe una pastilla
para cada necesidad.
Dejamos de buscar
adentro lo que
afuera se nos brinda
procurando el
bienestar. Y si aún
así quedaran
espacios sin cubrir,
podemos leer el
diario al
levantarnos, y hacer
zapping antes de
dormir.
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Tres deseos
El cohete acaba
de estallar. Tres
astronautas quedan
flotando a la deriva
con plena conciencia
de su situación.
Mientras se disparan
sin control como
flechas mudas, dos
de ellos se trenzan
en una absurda
discusión parecida a
la que a veces
sostienen los
matrimonios en la
cama o los taxistas
que se rozan en la
calle. Sereno y
pensativo, en
cambio, el tercero
cae lentamente sobre
la atmósfera
terrestre. Mientras
sus últimos
instantes se
consumen como llamas
en el agua, el
hombre comprende que
su vida no ha tenido
sentido. Fue
egoísta, mezquino,
indiferente. Recibió
mucho y no dio nada.
Pensó que el amor es
un deporte donde lo
que se usa se tira o
se regala.
Repentinamente su
cuerpo se inflama,
se enciende, se
consume. Allá abajo,
en un pequeño jardín
del inmenso planeta,
una niña mira el
cielo tratando de
adivinar a qué se
parecen las nubes
que pasan. Su mamá
cuelga sábanas en la
soga. Algo brilla y
se apaga en el
infinito. Emocionada
y feliz por el
hallazgo, la niña
corre con la noticia
de que ha visto una
estrella fugaz. "Pensá
tres deseos", le
dice la madre.
También nosotros
somos, en algún
sentido, ese
astronauta que se
precipita como un
meteoro sobre la
tierra. Por más
inútil y absurda que
haya sido hasta
ahora nuestra
existencia, aún
estamos a tiempo de
cambiar. Tenemos a
mano la posibilidad,
y acaso el deber, de
dejar al menos un
sueño o una
esperanza en los que
nos rodean. Una
frase inconclusa,
una canción, tres
deseos como esos que
se encienden en un
chico cuando apaga
las velitas. Contra
toda indiferencia,
contra toda
frialdad, las
señales de vida
llegan siempre
adonde tienen que
llegar.
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El extraño fútbol
de los mayas
Cuando los antiguos
mayas eran libres,
honraban a sus
dioses jugando al
fútbol hasta morir.
A Chichén Itzá,
Tulum y otras
ciudades llegaban
los equipos
seleccionados entre
los mejores
representantes de la
raza. Cuerpos bien
formados y
lujosamente
ataviados se medían
en certámenes que a
veces duraban
semanas enteras. El
juego de pelota,
como lo llamaban,
tenía poco que ver
en realidad con el
fútbol actual. El
balón, confeccionado
con hule macizo, era
extraordinariamente
pesado. Los
jugadores --que la
multitud alentaba
con murmullos tan
suaves como la brisa
de Cancún-corrían
por el campo
haciendo gala de una
extrema precisión y
rapidez. Las
estrictas reglas
fijadas por los
sacerdotes les
impedían tocar la
pelota con las
manos; sólo podían
impulsarla con
golpes de cadera,
piernas y brazos.
Pero lo más extraño
de todo era el
trágico desenlace de
los partidos. Porque
debido a que el
juego era
considerado una
ceremonia
esencialmente
religiosa, el equipo
ganador era premiado
con la decapitación
inmediata de todos
sus integrantes. La
sangre derramada de
estos inigualables
deportistas servía
entre otras cosas
para aplacar el
enojo de los dioses
y fertilizar la
tierra, un
privilegio que
ninguno de los
elegidos osaba
despreciar. Los
perdedores, en
cambio, compensaban
esa terrible
humillación con la
posibilidad de
retornar a sus
aldeas junto a sus
hijos y mujeres,
cantando alabanzas
al maíz y a las
doradas manzanas del
sol. Cambiaban el
sacrificio heroico y
triunfal por una
vida sin gloria. Hoy
resulta demasiado
fácil deducir que, a
veces, perder es
casi la única manera
de ganar.
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Volver a empezar
Hokusai, el fabuloso
artista japonés,
eligió setenta
nombres diferentes
para señalar sus
setenta
renacimientos. No
todos tenemos ese
talento y mucho
menos la audacia
necesaria para
volver a empezar
tantas veces. Poco a
poco la piel
encallece y el alma
se resuelve en una
bien dosificada
mezcla de peso y
herrumbre. La
extraña fuerza de
esa pesadumbre
impone finalmente
sus fueros al poder
subversivo del
deseo. La
conveniencia nos
torna conservadores;
calculamos mejor
cada nuevo paso,
cada gesto, cada
palabra que
pronunciamos ya sin
el fervor de la
primera vez. Y
mientras quemamos
amablemente viejas
cartas, fotos y
banderas
clandestinas,
sabemos, sin
embargo, que una
sola gota de lluvia
podría bastarnos
para despertar de
nuevo antes de
dormir. Acaso una
voz, un viento
repentino o una
canción escuchada al
azar podrían, si
quisiéramos,
desarmar de un soplo
todo el andamiaje.
Pero nuestra piel no
muda tan fácil como
la de ciertos
animales. Y ya se
sabe que no a
cualquier gusano le
crecen alas porque
sí. Nos aferramos
entonces al nombre,
al título, al cargo
laboral y a las
cargas de familia.
Nos colocamos una
máscara adecuada y
una armadura de
ocasión. Dejamos ya
de contestar el
teléfono qué de eso
se encarga el
contestador-
caminamos
cuidadosamente por
la calle y, al
llegar a casa, le
ponemos siete
cerrojos a la
condenada puerta.
Pero a la larga
ninguna precaución
es suficiente.
Alguien llama,
alguien se acerca. Y
por alguna ventanita
que olvidamos cerrar
en el desván,
vuelven siempre a
importunarnos las
setenta vidas
posibles de Hokusai,
el deslumbrante
artista japonés.
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Náufragos del
Chat
Por breves e
inútiles instantes
un hombre y una
mujer dialogan como
pueden y a los
gritos desde sus
respectivos
automóviles. Los dos
alcanzan a cambiar
apenas unas pocas y
entrecortadas
palabras mientras el
semáforo en rojo
frena por algunos
segundos la loca
carrera de sus autos
y sus vidas. Después
el ritmo ululante y
febril de la ciudad
vuelve a
convertirlos en los
eternos náufragos de
un cuento
inconcluso. Esta
historia de almas en
fuga recuerda
demasiado al
desesperado diálogo
que sostienen los
cibernautas en las
salas de chat. Quién
lo ha probado sabe
ya de qué se trata.
Uno adopta un nombre
que puede no ser el
verdadero, una
personalidad y una
edad que también
pueden ser
modificadas sin
límite, y así
establece un
contacto virtual y
flotante con alguien
que muy
probablemente haya
hecho lo mismo en el
otro extremo de la
red. Una forma de
empezar de una vez
esta charla entre
fantasmas puede ser
formular la pregunta
de práctica: ¿hay
alguien ahí? Las
voces convertidas de
pronto en grafismos
imperfectos y
apurados acuden al
llamado como un
montón de abejas
africanas. El
espacio empieza a
llenarse de
onomatopeyas,
signos, bromas,
llamados, ruegos y
todo tipo de
atrevimientos que el
anonimato convierte
con frecuencia en
actos de amor
doblemente
frustrados. La
conversación suele
terminar de pronto y
a veces en el mejor
momento por causas
ajenas a la voluntad
de los que dialogan.
La pantalla se
oscurece, el zumbido
de abejas se
amortigua hasta
desaparecer, y los
virtuales amantes
unidos por el chat
vuelven a
preguntarse si de
veras hay alguien
ahí, y si acaso no
sería mejor volver
al olvidado reino de
las palabras y las
cosas.
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Beneficios del
amor
Se habla mucho,
acaso demasiado,
sobre el lado oscuro
del amor. La
abundancia de
crímenes pasionales,
para colmo, parece
dar razón a los
enemigos del factor
sentimental. Pero a
lo sumo ese fenómeno
confirma que el
enamorado puede
sucumbir a los
efluvios de un
fervor extraño, y
que a veces,
incluso, termina
sumido en graves
dolencias. El
desastroso final de
Romeo y Julieta
representa un
permanente llamado
de atención para los
amantes de todos los
tiempos. Y dado que
raramente nos
enamoramos de la
persona que nos
conviene, el aspecto
antieconómico e
irracional del
romance prende
finalmente, como una
llama helada, en el
corazón de la época.
Ya es hora, por lo
tanto, de rescatar
el poder altamente
productivo de este
sentimiento. Los
pueblos primitivos
lo conocían de
sobra. Y hasta era
habitual que las
parejas hicieran el
amor junto a los
sembrados, en la
creencia de que el
coito infundiría
nueva fuerza a las
semillas. Pero aún
al margen de los
mitos, nadie puede
negar el carácter
transformador de la
pasión amorosa. La
férrea voluntad de
los protagonistas no
tiene igual. Su buen
humor los torna
siempre dispuestos a
prodigar actos
amistosos cuyos
efectos llegan más
allá del ser amado.
La rara armonía
conseguida, además,
entra en conflicto
con la desarmonía
esencial del mundo,
y esto redunda a la
larga en cambios
existenciales
difíciles de
mensurar. En este
sentido, claro está,
no faltarán los que
acusen a los amantes
de ser los
subversivos de
nuestro tiempo. Es
muy posible que así
sea. Porque los
enamorados, al igual
que los guerrilleros
de alma, están
siempre dispuestos a
inmolarse por la
causa.
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La vida bonsái
Hay un árbol que no
da sombra ni leña
para el hogar. Hay
un bosque rodeando a
una casa de muñecas.
Hay un incendio
invisible sobre la
cabeza de un
fósforo. La vida en
escala, aves de
colección y hojas
levemente agitadas
por un viento
embalsamado. La
palabra bonsai no
admite plural, un
dato que ya dice
algo del singular
tamaño del objeto.
Quiere decir árbol
en maceta, una
noción fácilmente
comparable a mares
envasados o amores
en rodajas. La
diferencia es que
los bonsai realmente
existen y ya se
cuentan por
millones. Al igual
que ellos, a casi
todo el mundo le
faltan cielo y
tierra para crecer.
Los que viajan en
subte o trabajan en
oficinas no pueden
estirar las ramas. A
algunos incluso
tuvieron que
cortarles un poco la
raíz como para que
no siguieran
creciendo tanto en
un territorio
habitado únicamente
por pigmeos. Otros
sobreviven como
pueden en bonitos
acuarios divididos
por paredes
transparentes, como
les ocurre a los
fantásticos beta,
peces irascibles de
la India. Separados
entonces por un
vidrio nos miramos
unos a otros sin
tocarnos.
Los árboles en
miniatura fueron
descubiertos por los
monjes de la antigua
China. En sus
caminatas de varios
días por las
montañas observaron
ejemplares
asombrosamente
enanos de árboles
gigantes: crecían
asfixiados entre las
rocas
sobreponiéndose como
podían a terribles
condiciones. El arte
de cultivar los
bonsái acaso una
muestra acabada de
la obsesión oriental
por reducirlo todo--
fue luego
introducido en Japón
por el budismo zen.
Y no sería raro que
tras ese empeño se
ocultara una
metáfora perfecta
del sometimiento. La
poda constante y la
reducción deliberada
del espacio
constituyen las
condiciones básicas
para que un bonsai
crezca sin crecer y
se convierta en lo
que somos.
El mundo fue al
comienzo hermoso y
de tamaño natural.
Resultábamos
pequeños al caminar
entre los grandes
helechos del
génesis, pero
descomunales al
compararnos con la
materia insensible
de los elementos. De
día cazábamos y
pescábamos; de noche
dibujábamos a ciegas
y sin luz en la
caverna. Ahora la
vida bonsái impone
sus reglas y la gran
aventura cotidiana
transcurre en
pequeñas pantallas
donde el universo
queda reducido a un
cuadrado miserable.
El castigo divino,
para colmo, nos
expulsó para siempre
del tiempo y el
lugar en donde
andábamos desnudos y
ajenos a la idea de
pecado. Cuando los
árboles eran árboles
tomábamos sol a
orillas del mar y no
como ahora entre las
rejas de un jardín
sin horizonte. Ahora
no corremos por el
bosque sino por la
vereda. Y nuestros
cuerpos se ejercitan
entre los rígidos
brazos de aparatos
perfectos. En sólo
un metro cuadrado
las máquinas
pretenden reemplazar
las insustituibles
acciones de remar en
canoa por el río,
subir la cuesta de
una montaña o
abrazar cuarenta
veces a una mujer.
Aunque los enemigos
del bonsai vean en
su propagación algo
así como la sombra
de Frankestein, hay
que admitir que no
se trata de árboles
manipulados
genéticamente. A tal
punto es así, que si
se arrojaran sus
semillas a campo
abierto los árboles
crecerían
normalmente. No
ocurriría lo mismo,
en cambio, si lo que
se planta es un
bonsai liberado de
la maceta que lo
contenía. En ese
caso el tronco
ganará altura pero
de una manera
extraña, deforme,
incomprensible, como
lo hacen por aquí
hombres y mujeres de
formas raras y
carácter taciturno.
Los niños, cuando
eran niños, jugaban
y peleaban con sus
iguales en la calle.
Ahora se divierten y
combaten contra
hologramas en los
videos. Conducen
autos y motos que
circulan a gran
velocidad por rutas
cuidadosamente
dibujadas. Y hasta
bombardean aldeas
por error mediante
el simple recurso de
oprimir un botón
luego de insertar un
coin. Las mil y una
noches de amor y
encantamiento
quedaron reducidas a
un bonsai, al igual
que las grandes
distancias, los
desiertos, las
utopías y otras
variantes del
pasado.
No es poco, sin
embargo. Porque aún
desde la absurda
condición de árboles
enanos seguimos
necesitando aire,
tierra, fuego y agua
para sobrevivir.
Todavía nos crecen
en el alma pequeñas
hojas que tienen
derecho a existir y
desarrollarse
también en este
reino de Liliput al
que fuimos
confinados. Y quién
sabe mañana, o en un
futuro acaso más
lejano, podamos ser
capaces de volver a
gozar de una vida
sin orillas. El peso
de esa esperanza no
nos deja dormir.
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Mirando barcos
Pienso
en
los
buques
enormes
que
esperan
turno
para
entrar
al
puerto.
Nunca
subí
a
ninguno.
Pero
ahora
pienso
en
los
tripulantes
de
esos
buques
enormes.
Pienso
en
las
horas
muertas
de
los
hombres
que
miran
el
mar
con
gesto
de
hastío.
Yo
que
ni
siquiera
puedo
imaginar
cómo
será
mirar
el
mar
con
gesto
de
hastío.
Y
pienso
en
mi.
Un
enorme
y
oscuro
buque
esperando
turno
para
entrar
al
puerto.
EL
PUERTO.
Llegar
a
los
muelles
en
una
tarde
tibia
y
ventosa.
Avanzar
guiado
por
un
pequeño
remolcador
que
saluda
mi
arribo
con
tres
profundos
toques
de
sirena.
Le
respondo
ahora
con
una
emoción
desconocida.
Sobre
la
escollera
una
multitud
agita
pañuelos
blancos.
Y
empiezo
a
llorar
sin
saber
por
qué.
Y
miro
el
mar
sin
entender.
Pero
yo
estaba
pensando
en
los
buques
enormes
que
esperan
durante
años
una
única
señal.
Conozco
esa
situación.
Sé
muy
bien
lo
que
es
una
larga
nostalgia
de
algo
o de
alguien.
Anduve
solo
muchas
veces
buscando
un
barco
o
una
mujer.
Confieso
que
nunca
había
navegado
a la
deriva.
Jamás
me
había
hundido
en
otro
cuerpo
como
se
hunden
las
piedras
en
el
cielo.
Pero
yo
estaba
pensando
en
los
barcos
sin
puerto
que
se
iluminan
de
noche
como
árboles
de
Navidad.
Afuera
el
viento
provoca
el
roce
de
una
cortina
y un
vidrio
como
prueba
de
existencia.
También
yo
tengo
que
hacer
cosas
así
para
que
me
crean.
Pero
de
pronto
la
mujer
del
barco
me
preguntó
si
yo
quería
que
se
quitara
la
ropa.
Y le
dije
que
sí
porque
nunca
había
visto
a
una
mujer
desnuda.
Nunca
había
mirado
el
mar
por
un
ojo
de
pescado.
Después
pisé
otra
vez
la
arena
fría.
Sobre
el
océano
dormían
cuatro
o
cinco
grandes
buques
de
esos
que
esperan
turno
para
entrar
al
puerto.
Y
ahora
pienso
en
ellos
con
un
dolor
muy
especial.
Y
pienso
en
mi.
Y en
los
hombres
que
matan
sus
horas
con
la
vaga
idea
de
escapar.
Y no
sé
qué
es
mejor.
Muchos
viajaron
y
están
muertos.
Muchos
se
quedaron
y
están
igualmente
muertos.
Pero
ahora
miro
fijamente
esos
buques
enormes
que
esperan
turno
para
entrar
al
puerto.
Y
pienso
en
el
mar.
Y
pienso
en
la
tierra.
Y no
sé
qué
es
mejor.
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Nicole
Dame más, pide
Nicole, desafiando
al hombre con los
ojos. El tipo no se
mueve y la mira con
dureza. Su figura
apenas se dibuja
contra un fondo de
niebla.
Repentinamente la
envuelve en un
abrazo de lana y
acero. La atrae, la
somete, la oprime.
Pero esta vez la
noche tiene espinas.
Nicole se deshace
del abrazo con
fastidio. Ahora no
quiero que me
toques. El se
asombra, se irrita,
quiere irse. Pero
algo lo detiene. Los
dos bailan envueltos
por la nada. La
mujer por fin cede,
cae, se levanta,
corre hacia el
hombre en un
impulso. Una ola se
rompe contra el muro
y lo cubre de
espuma. Los cuerpos
se refriegan, se
funden, se anulan.
Nicole se enrosca al
varón por debajo de
la cintura. Muerde,
aúlla, olfatea con
animal
desesperación. Y
ruega. Y ordena.
Dame más.
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Vivir en la luna
Las sacerdotisas
romanas eran
hermosas porque se
bañaban desnudas
bajo la luna
creciente. Johannes
Kepler, el astrónomo
de los sueños y las
fugas, sostenía que
la vida en nuestro
satélite natural es
más fértil que en la
tierra. Y pensaba
que si bien allí
todo es de menor
tamaño, al mismo
tiempo resulta mucho
más equilibrado.
Hasta el cineasta
Fritz Lang imaginó
en 1929 a una mujer
que camina sin miedo
ni escafandra por
una luna dulce y
tierna. Por qué
negarnos, entonces,
a vivir allí.
Durante años creímos
que el escapismo es
un vicio de
diletantes,
drogadictos y
hombres sin fe.
Fuimos educados en
una conciencia
extrema de lo real.
Debíamos leer cinco
diarios por día,
escuchar la radio
como posesos, hablar
solamente de las
cosas que se pueden
tocar cuando muchas
veces resulta más
placentero tocarlas
directamente y sin
hablar- y no
dilapidar nuestro
precioso tiempo en
inventar raras
burbujas nuevas en
el desierto de los
ruidos. Pero ahora
que la historia
terminó, ahora que
el mundo se ha
transformado en un
pequeño y
maravilloso
infierno, la idea de
vivir en la luna
puede ser la
salvación que
estábamos buscando.
Derivar sin prisa
por el mar de la
tranquilidad, beber
agua pura de los
volcanes azules o
hacer el amor a
cualquier hora
--aprovechando la
complicidad del lado
oscuro-- son sólo
algunas de las
actividades
posibles. Allá no
hay penas ni
puñales. No hay
órdenes que cumplir
ni preguntas que
contestar. Y encima
no es preciso llevar
nada. Corazón,
deseo, alegría y
besos es todo lo que
hace falta en la
luna para vivir. |