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Jorge Carnevale

 

Un gordo de mal carácter y un flaco todo inocencia.

En ese Palermo bravo, enfebrecido por el tango, Ollie se sintió ajeno y ridículo. Otro ignoto jovencito actuaría a pasos de la calle corrientes.

El gordo apenas balbuceaba unas pocas palabras en español para darse a entender en esas barriadas donde precisamente lo que campea es el lunfardo. Al promediar 1914, en vísperas de la Gran Guerra, Oliver Ardí, natural de Atlanta, Georgia, desembarcaba en el puerto de Buenos Aires con una desvencijada valija cargada de sueños. Esos mismos sueños que lo habían llevado a Australia, el año anterior y más atrás, en breves giras que remontaban el Mississipi. Allí el muchacho había aprendido que la obesidad ajena tiende a ser cómica. Ya por ese entonces sabía que su bien timbrada voz de tenor nunca lo llevaría al estrellato. Sin embargo, canta, baila y bambolea sus 140 kilos con guiños picarones que despiertan un sinfín de carcajadas.

Viéndolo ahí, en el Pabellón de las Rosas de aquel Palermo de cuchilleros, prodigando pantomimas en el ya célebre escenario frente a una multitud que ha venido a escuchar el bandoneón de Juan Maglio “Pacho”, nadie imagina que aquel gordito se recibió de abogado, intentó la carrera militar y tuvo una severa educación en el lejano hogar de Georgia. Oveja negra de una familia presidida por un respetable político de la zona, Ollie o Babe –como lo llamaban sus amigos- utilizará el dinero que le ofrece su padre para instalar el flamante estudio jurídico comprando primero una fiambrería y luego un cine. De ahí en adelante comenzará a peregrinar. Conoce los tablados de pueblo, los viajes baratos y el hambre. En 1913 filma su primera película Outntting dad, que pasa inadvertida. Después el ansia de aventura con pasaje de tercera en barcos averiados.

En ese Palermo viejo enfebrecido con el tango, Ollie se siente ajeno y ridículo. “Ya por ese entonces pesaba unos 140 kilos y el tranvía me dejaba a unas ocho cuadras del Pabellón. No pude aguantar mucho tiempo aquella rutina” le confesaba muchos años después, en Los Ángeles, a un periodista argentino. Habrá todavía unas pocas –y tristes- actuaciones en el mítico Parque Japonés, repitiendo mohines y piruetas para un público no precisamente piadoso, hasta juntar la plata para el pasaje de regreso.

Al año siguiente otro ignoto jovencito, flacuchón y de origen británico, arriba a la Argentina como integrante de la Troupe Flynn para actuar como payaso una breve temporada desde el escenario del Teatro Casino en la calle Maipú, a un paso de la burbujeante Corrientes angosta. Para Arthur Stanley Jefferson, como para el robusto Ollie, el paso por Buenos Aires será apenas un accidente,  una anécdota atesorada por cinéfilos, biógrafos y memoriosos.

Uno y otro deberían esperar todavía algo más de una década hasta que el éxito decidiera mostrarles su cara amable. La ruta de Stan no fue menos accidentada que la de su futuro compinche. Nacido en Ulverston, Lancashire, en Inglaterra, hijo de un hombre de teatro, a los pocos años se incorpora al circo de Manchester. Allí lo descubre Fred Karno, famoso productor de espectáculos de varieté, quien lo une a u troupe junto a otro inquieto jovencito: Charles Spencer Chaplin. En 1910, Karno y su equipo realizan su primera gira por Estados Unidos. El suceso fue tan grande que antes de dos años regresan a Nueva Cork. Esta vez, habrá dos deserciones: Laurel y Chaplin lo abandonan para siempre. En pocos meses, Charlie arañaba el éxito. Para Stan, en cambio, las cosas fueron bastante más duras. Durante cinco años fatigó todo tipo de escenarios. Pasó del cabaret al teatro y de allí al music-hall. Es en el Hipódromo de Los Ángeles donde un audaz productor de películas de un rollo le ofrece 75 dólares a la semana para su debut en cine. “Créame, amigo, usted es más cómico que Chaplin” le dice Romish, palmeándolo entusiasta. Stan duda, sonríe y acepta.

Se inicia en la Universal pero al poco tiempo firma para Vitagraph. Después vendrá un tentador contrato con Pathé de la mano de Hal Roach, figura decisiva en su carrera.

En 1926, Stan ya ha pasado los 30, se lo considera un excelente comediante y no tiene demasiados apremios económicos, pero la fama todavía está lejos. No se conforma con actuar, quiere escribir guiones y dirigir. Roach decide un día hacerle el gusto. Lo enfrenta con Oliver Ardí sin imaginar que ese encuentro sería providencial y memorable para los tres. Oliver y Stan ya se conocían por haber trabajado juntos en Lucky Dog, unos siete años antes. Después de ese fallido intento, cada uno siguió por su lado hasta la feliz ocurrencia de Roach.

El día de su debut, Stan, nerviosísimo con su flamante tarea de director, transfirió su desasosiego a Ollie, protagonista del corto. La escena se desarrollaba en una cocina: luego de repetir seis veces una misma toma, perdida la paciencia, el gordó acabó por quemarse escandalosamente con una sartén, arrastrando en su estrepitosa caída todo lo que encuentra a mano. En unos segundos, el estudio estaba a la miseria. Stán hacía pucheros tironeándose el pelo y el equipo de rodaje reía hasta las lágrimas. Cuando Hal Roach abandonó su silla, también entre carcajadas, había nacido un inefable binomio: El Gordo y el Flaco.

A partir de Slipping wives, Laurel y Ardí filman 13 cortos para Pathé, configurando un estilo, un lenguaje de comicidad, hasta entonces inédito. Stan –eminencia gris del dúo- elabora cuidadosamente los gags, otorgándole la suficiente autonomía como para que cada situación jocosa valga por sí misma, desprendida del cuerpo de la trama.

Desde entonces y a lo largo de casi tres décadas, el Flaco será el proveedor de torpezas y desastres para desesperación del gordo, que no atinará a otra cosa que encasquetarse su gastada galerita. En los momentos calmos o románticos, Ollie enredará sus robustos dedos en la corbata cortona, mientras Stan sonríe candorosamente, listo para cometer nuevos desatinos. Una y otra vez el Gordo intentará llevarse bien con las normas de su tiempo, pero las imprudencias del Flaco acabarán por convertir a la pateja en un peligro público.

1927 será el año de su primer gran suceso: Ojo por ojo. Contratados por la Metro, filman un corto de dos rollos por mes. El público acude a verlos como a una fiesta, pero para los ejecutivos del famoso sello del león, los ataques a la autoridad están yendo demasiado lejos. Con el arribo del cine sonoro, sus películas se tornan más sofisticadas, perdiendo algo de la frescura inicial. Filman medios y largometrajes con hermosas mujeres, suntuosos decorados y un severo control sobre el guión. Hasta 1940, viven acumulando aciertos.

Los principales estudios se los disputan, y as{i saltan de la Metro a la RKO, de ahí a Artistas Unidos, para finalmente recalar en la Fox. Toreros será su primer gran fracaso comercial: se los ve fatigados, casi a punto de parodiarse a sí mismos.

En 1947 se separan para reunirse brevemente al cabo de un lustro. En ese lapso, Stan se casa por octava vez, acumula deudas y realiza una que otra gira por Inglaterra. En 1949 Ollie aparece tristemente en un filme protagonizado por John Wayne (The Fighting Kentuckian) Es el encargado de la cuota de humor, cuado los fieros vaqueros dejan de trompearse. Un voluminoso espectro que sólo aporta una imagen patética y melancólica a los ojos de sus fieles adictos.

En 1952, Stan convence a Ollie para que juntos recorran tablados europeos con la ilusión de reverdecer pasadas glorias. De esas giras queda apenas una película lastimosa rodada en Francia (A toll K), los retaceados aplausos del público de su generación y el rotundo fracaso económico.

De regreso a los Estados Unidos, el hijo de Hal Roach les propone rodar una nueva serie de cortos para televisión, en el estilo de los viejos éxitos. Proyecto que jamás se concretará. En 1955, Stan sufre un ataque cerebral. Cuando comienza a restablecerse, Ollie queda semiparalítico a cauda de una hemiplejía. Morirá dos años más tarde, el 7 de agosto de 1957, después de perder 60 kilos.

En 1955, la televisión norteamericana repone casi todos sus filmes, revitalizando la popularidad de la célebre dupla. Sin embargo, no verán un solo dólar porque los derechos pertenecen a la Metro Goldwyn Mayer.

Stan envejece mirando sus llantos y piruetas en la pantalla chica, desde la habitación de un modesto hotel de Santa Mónica. Allí recibe de vez en cuando la visita de Dick Van Dyke y de Jerry Lewis. El primero paga un ignoto escriba para que elabore una edulcorada biografía en la que Stan jamás llegó a reconocerse. Lewys le rendirá un modesto homenaje en El botones, además de brindarle cierta ayuda económica.

En 1961, la Academia de Artes y Ciencias le otorga un “Oscar al recuerdo” que ni siquiera se molesta en ir a retirar.

Stan muere el 23 de febrero de 1965, y es enterrado por unos pocos amigos en el cementerio de Florest Lawn, en ese mismo Hollywood donde un Gordo de mal carácter y un Flaco que era toda inocencia jugaron a encantar a la platea con sus maravillosos e irrepetibles desatinos.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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