Reflexiones sobre
arte
Una persona
verdaderamente libre
no puede ser libre
en un sentido
egoísta. La libertad
del individuo
tampoco puede ser el
resultado de un
esfuerzo social.
Nuestro futuro
depende de nosotros
mismos y de nadie
más. Y nos hemos
acostumbrado a
compensar todo con
el esfuerzo y el
sufrimiento ajenos,
ignorando el
sencillo hecho de
que en este mundo
todo está
relacionado y que no
existe la
casualidad, aunque
sólo sea porque
tenemos una voluntad
libre y el derecho a
decidirnos entre el
bien y el mal.
Por supuesto que las
posibilidades de la
propia libertad se
ven limitadas por la
libertad de los
demás. Pero me
parece importante
indicar que la falta
de libertad siempre
es consecuencia de
la cobardía y la
pasividad
interiores, el
resultado de la
falta de decisión en
pro de la expresión
de la propia
voluntad, acorde con
la voz de la
conciencia.
En Rusia es usual
citar al escritor
Korolenko, según el
cual, «el hombre ha
nacido para la
felicidad como el
pájaro para volar».
En mi opinión, no
puede haber nada más
lejano a la
naturaleza de la
vida humana que esta
frase.
En realidad, no
tengo idea alguna de
lo que puede
significar el
concepto de
felicidad.
¿Contento? ¿Armonía?
¡Pero si el hombre
siempre está
descontento y no
tiende a solucionar
cosas concretas,
factibles, sino
hacia el
infinito...! Y ni
siquiera la Iglesia
consigue calmar esas
ansias de absoluto,
porque
desgraciadamente no
parece sino una
fachada hueca, una
caricatura de las
instituciones
sociales, que se
dedican a organizar
la vida práctica. La
Iglesia de hoy ha
resultado ser
incapaz de compensar
el sobrepeso
materialista y
técnico con una
llamada a la vida
del espíritu.
En el contexto de
esta situación, la
función del arte
reside -para mí- en
expresar la idea de
la libertad absoluta
de las posibilidades
interiores y
espirituales del
hombre. En mi
opinión, el arte
siempre ha sido un
arma en la lucha del
hombre contra la
materia, que amenaza
con devorar su
espíritu. No es
casualidad que el
arte, en los
milenios de historia
del cristianismo,
siempre se haya
desarrollado en las
cercanías de las
ideas y los
principios de la
religión. Ya por su
mera existencia está
promoviendo dentro
del hombre, un ser
disarmónico, la idea
de armonía.
El arte ha dado
figura a lo ideal y
ha aportado así un
ejemplo del
equilibrio entre lo
ético y lo material.
Ha demostrado que
ese equilibrio no es
ni mito ni
ideología, sino que
puede ser una
realidad también en
nuestras
dimensiones. El arte
ha expresado el
ansia de armonía de
la persona y su
disposición a luchar
consigo mismo, para
establecer en el
interior de su
persona el ansiado
equilibrio entre lo
material y lo
espiritual.
Si el arte expresa
lo ideal y el ansia
de lo infinito, no
puede servir a fines
pragmáticos sin
arriesgarse a perder
su autonomía. Lo
ideal lo actualizan
objetos que no
existen en la
realidad cotidiana,
pero que a la vez
son imprescindibles
para la esfera de lo
espiritual.
Una obra de arte
manifiesta ese ideal
que en el futuro
será propio de toda
la humanidad, pero
que de momento es
accesible para unos
pocos, sobre todo
para los genios que
se toman la libertad
de contrastar lo
normal con aquella
conciencia ideal que
toma forma en su
arte.
De esta manera, el
arte es por esencia
aristocrático y
establece —a causa
de su mera
existencia— la
diferencia entre dos
potenciales, que
aseguran el
movimiento
ascendente de la
energía interior,
desde lo más bajo
hacia lo más alto,
con el fin de
conseguir un
perfeccionamiento
interior,
espiritual, de la
personalidad.
Al hablar aquí del
carácter
aristocrático del
arte, me estoy
refiriendo —claro
está— al ansia del
alma humana de
buscar la
justificación moral,
el sentido de su
existencia, que de
este modo consigue
una mayor
perfección. En este
sentido, todos, en
último término,
estamos en la misma
situación y tenemos
las mismas
posibilidades de
adherirnos a una
elite aristocrática.
Pero el núcleo del
problema reside
precisamente en el
hecho de que no
todos hacen uso de
esa posibilidad.
Ahora bien, el arte
va haciendo ofertas
siempre nuevas a la
persona para que
ésta se examine a sí
misma en el marco
del ideal que el
arte le ofrece. Pero
volvamos a Korolenko,
que definía el
sentido de la
existencia humana
como el derecho a la
felicidad. Esto me
recuerda el libro de
Job, en que a Elifaz
dice: «Ninguna cosa
sucede en el mundo
sin motivo: que no
brotan del suelo los
trabajos. Porque el
hombre nace para
trabajar, como el
ave para volar» (Job
V, 6).
El sufrimiento nace
de la
insatisfacción, del
conflicto entre el
ideal y la situación
en la que uno se
encuentra en ese
momento. Mucho más
importante que el
sentimiento de
«felicidad» es el
fortalecer el alma
en la lucha por
aquella libertad
verdaderamente
divina. El arte
refuerza lo mejor de
lo que es capaz el
hombre: la
esperanza, la fe, el
amor, la belleza, la
devoción o lo que
uno sueña y espera.
Si alguien que no
sabe nadar se lanza
al agua, su cuerpo
—no él mismo—
comienza a hacer
movimientos
instintivos para no
hundirse. También el
arte es algo así
como un cuerpo
humano echado al
agua: existe como un
instinto, que no
permitirá que la
humanidad se hunda
en el campo
espiritual. En el
artista se expresa
el instinto interior
de la humanidad.
Pero, ¿qué es el
arte? ¿Lo bueno o lo
malo? ¿Procede de
Dios o del diablo?
¿De la fuerza del
hombre o de su
debilidad? ¿Es quizá
una prenda de la
comunidad humana y
una imagen de
armonía social? ¿Es
ésa su función?
Es algo así como una
declaración de amor.
Un reconocimiento de
la propia
dependencia de otros
hombres. Es una
confesión. Un acto
inconsciente, que
refleja el verdadero
sentido de la vida:
el amor y el
sacrificio. Pero si
dirigimos la mirada
hacia atrás,
reconocemos que el
camino de la
humanidad está lleno
de cataclismos y de
catástrofes.
Descubrimos las
ruinas de
civilizaciones
destruidas. ¿Qué ha
sucedido con ellas?
¿Por qué se agotó su
aliento, su voluntad
de vivir y sus
fuerzas morales?
Supongo que nadie
creerá que todo eso
tiene una causa
material. Una idea
así me parecería
salvaje. Y al mismo
tiempo estoy
convencido de que
hoy volvemos a estar
al borde de la
destrucción de una
civilización porque
ignoramos plenamente
el lado interior y
espiritual del
proceso histórico.
Porque no queremos
reconocer que
nuestro imperdonable
y pecaminoso
materialismo, un
materialismo que no
conoce la esperanza,
ha traído infinitas
desgracias sobre la
humanidad. Es decir,
creemos que somos
científicos y
dividimos, para
conseguir una mayor
fuerza de convicción
en nuestras
cavilaciones
científicas, el
indivisible proceso
de la humanidad en
dos partes, haciendo
luego de una sola de
sus motivaciones la
causa de todo.
De esta manera
intentamos no sólo
justificar los
fallos del pasado,
sino también
proyectar nuestro
futuro. Quizá se
demuestre en tales
errores la paciencia
de la historia, que
espera que el hombre
alguna vez consiga
escoger bien, sin
tener que terminar
en un callejón sin
salida en el que la
historia, una vez
más, corrija el
fallido intento por
medio de otro paso,
esta vez más
exitoso. En ese
sentido, es verdad
lo que afirman
tantos: de la
historia nadie
aprende y la
humanidad suele,
simplemente, ignorar
la experiencia
histórica.
Dicho en otros
términos, toda
catástrofe de una
civilización
descubre sus fallos.
Y si el hombre tiene
que reemprender su
camino desde el
principio, se
demuestra así que su
andadura hasta
entonces no estaba
marcada por el
perfeccionamiento
espiritual. Con
cuánto gusto querría
uno abandonarse,
entregarse de vez en
cuando a otra
concepción del
sentido de la vida
humana.
Oriente siempre ha
estado más cerca que
Occidente de la
verdad eterna, pero
Occidente ha
devorado a Oriente
con sus exigencias
materiales en la
vida. Basta con
comparar la música
occidental con la
oriental. El mundo
occidental grita:
¡Éste, éste soy yo!
¡Miradme! ¡Escuchad
cómo sufro y cómo
amo! ¡Qué infeliz y
qué feliz puedo ser!
¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! El
mundo oriental no
dice una sola
palabra de sí mismo.
Se pierde
absolutamente en
Dios, en la
naturaleza, en el
tiempo, y se
encuentra a sí mismo
en todo. Es capaz de
descubrir todo en sí
mismo.
La música del Tao:
China, seiscientos
años antes de
Cristo. Pero, ¿por
qué no triunfó esa
idea soberana? Es
más: ¿por qué se
hundió? ¿Y por qué
la civilización que
había desarrollado
no llegó hasta
nosotros en forma de
un proceso histórico
determinado y
perfecto? Es patente
que esas ideas
entraron en colisión
con el mundo
material que las
rodeaba. Lo mismo
que el individuo con
la sociedad, también
esa civilización
entró en colisión
con otra. Pero
sucumbió no sólo por
esto, sino también a
causa de su
confrontación con el
mundo material, con
el «progreso» y la
tecnología.
Las ideas de la
civilización
oriental son un
resultado, la sal de
la tierra; de ellas
fluye verdadera
sabiduría. Pero
según esa lógica
oriental, la lucha
es un pecado. El
núcleo de la
cuestión reside en
que vivimos en un
mundo de ideas que
nosotros mismos
creamos. Dependemos
de sus
imperfecciones, pero
también podríamos
depender de sus
ventajas y valores.
Y ya llegando al
final, y en
confianza: aparte de
la imagen artística,
la humanidad no ha
inventado nada de
manera
desinteresada. Y por
eso quizá realmente
consista el sentido
de la existencia
humana en la
creación de obras de
arte, en el acto
artístico, ya que
éste no posee una
meta y es
desinteresado. Quizá
se demuestre
precisamente en ello
que hemos sido
creados a imagen y
semejanza de Dios.
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