Si
las
puertas
de
la
percepción
quedaran
depuradas,
todo
se
habría
de
mostrar
al
hombre
tal
cual
es:
infinito.
William
Blake
Fue
en
1886
cuando
el
farmacólogo
alemán
Ludwig
Lewin
publicó
el
primer
estudio
sistemático
del
cacto,
al
que
se
dio
luego
el
nombre,
del
propio
investigador,
Anhalonium
Lewinii,
nuevo
para
la
ciencia.
Para
la
religión
primitiva
y
los
indios
de
México
y
del
Sudoeste
de
los
Estados
Unidos,
era
un
amigo
de
tiempo
inmemorial.
Era,
en
realidad,
mucho
mas
que
un
amigo.
Según
uno
de
los
primeros
visitantes
españoles
del
Nuevo
Mundo,
esos
indios
"comen
una
raíz
que
llaman
Peyotl
y a
la
que
veneran
como
a
una
deidad".
La
razón
de
que
la
veneraran
como
a
una
deidad
quedó
de
manifiesto
cuando
psicólogos
tan
eminentes
como
Jaensch,
Havelock
Ellis
y
Weir
Mitchell
iniciaron
sus
experimentos
con
la
mescalina,
el
principio
activo
del
peyotl.
Cierto
es
que
se
detuvieron
mucho
antes
de
llegar
a la
idolatría,
pero
todos
ellos
coincidieron
en
asignar
a la
mescalina
un
puesto
entre
las
drogas
más
distinguidas.
Administrada
en
dosis
adecuadas,
cambiaba
la
cualidad
de
la
conciencia
más
profundamente
-siendo
al
mismo
tiempo
menos
tóxica-
que
cualquier
otra
sustancia
del
repertorio
de
la
farmacología.
La
investigación
sobre
la
mescalina
ha
continuado
de
modo
intermitente
desde
los
días
de
Lewin
y
Havelock
Ellis.
Los
químicos
no.
se
han
limitado
a
aislar
el
alcaloide;
han
aprendido
también
a
sintetizarlo,
en
forma
que
las
existencias
no
dependan
ya
de
las
dispersas
e
intermitentes
entregas
de
un
cacto
del
desierto.
Los
alienistas
se
han
dosificado
a si
mismos
con
mescalina,
movidos
por
la
esperanza
de
llegar
así
a
una
comprensión
mejor,
una
comprensión
directa,
de
los
procesos
mentales
de
sus
pacientes.
Aunque
trabajando
por
desgracia
con
muy
pocos
sujetos
y en
una
muy
limitada
variedad
de
circunstancias,
los
psicólogos
han
observado
y
catalogado
algunos
de
los
más
notables
efectos
de
la
droga.
Neurólogos
y
fisiólogos
han
averiguado
algo
acerca
de
cómo
actúa
sobre
el
sistema
nervioso
central.
Y un
filósofo
profesional
por
lo
menos
ha
tomado
mescalina
para
ver
qué
luz
arroja
sobre
ciertos
viejos
enigmas
no
resueltos,
como
el
lugar
de
la
inteligencia
en
la
naturaleza
y la
relación
entre
el
cerebro
y la
conciencia.
Las
cosas
quedaron
así
hasta
que,
hace
dos
o
tres
años,
se
observó
un
hecho
nuevo
y
tal
vez
muy
significativo.
En
realidad,
era
un
hecho
que
había
estado
a la
vista
de
todos
desde
hacía
varias
décadas;
sin
embargo,
fuera
como
fuere,
nadie
lo
advirtió
hasta
que
un
joven
psiquiatra
inglés,
que
actualmente
trabaja
en
el
Canadá,
se
fijó
en
la
estrecha
semejanza
que
existe,
en
composición
química,
entre
la
mescalina
y la
adrenalina.
Ulteriores
investigaciones
revelaron
que
el
ácido
lisérgico,
un
alucinógeno
muy
poderoso
que
se
obtiene
del
cornezuelo
del
centeno,
tiene
con
ambas
una
relación
bioquímica
estructural.
Luego
vino
el
descubrimiento
de
que
el
adrenocromo,
que
es
un
producto
de
la
descomposición
de
la
adrenalina,
puede
producir
muchos
de
los
síntomas
observados
en
la
intoxicación
con
mescalina.
Pero
el
adrenocromo
se
produce
probablemente
de
modo
espontáneo
en
el
cuerpo
humano.
En
otros
términos,
cada
uno
de
nosotros
es
capaz
de
producir
una
sustancia
química
de
la
que
se
sabe
que,
aun
administrada
en
dosis
diminutas,
causa
profundos
cambios
en
la
conciencia.
Algunos
de
estos
cambios
son
análogos
a
los
que
se
manifiestan
en
la
plaga
más
característica
del
siglo
XX,
la
esquizofrenia.
¿Es
que
el
desorden
mental
tiene
por
causa
un
desorden
químico?
Y
¿el
desorden
químico
se
debe
a su
vez
a
angustias
psicológicas
que
afectan
a
las
suprarrenales?
Sería
imprudente
y
prematuro
afirmarlo.
Lo
más
que
podemos
decir
es
que
se
ha
llegado
a
algo
parecido
a un
caso
prima
facie.
El
indicio
está
siendo
tratando
sistemáticamente
y
los
sabuesos
bioquímicos,
psiquiatras,
psicólogos,
siguen
la
pista.
Por
una
serie
de
circunstancias,
yo
me
vi
de
lleno
en
esta
pista
en
la
primavera
de
1953.
Uno
de
los
sabuesos
había
venido
por
asuntos
suyos
a
California.
A
pesar
de
los
setenta
años
de
investigación
sobre
la
mescalina,
el
material
psicológico
a su
disposición
era
todavía
absurdamente
insuficiente
y el
hombre
deseaba
mucho
aumentarlo.
Yo
estaba
allí
y
dispuesto
-deseándolo
muy
de
veras-
a
actuar
de
conejillo
de
Indias.
Es
así
como
en
una
luminosa
mañana
de
mayo
ingerí
cuatro
décimas
de
gramo
de
mescalina
a
esperar
los
resultados.
Vivimos
juntos
y
actuamos
y
reaccionamos
los
unos
sobre
los
otros,
pero
siempre,
en
todas
las
circunstancias,
estamos
solos.
Los
mártires
entran
en
el
circo
tomados
de
la
mano,
pero
son
crucificados
aisladamente.
Abrazados,
los
amantes
tratan
desesperadamente
de
fusionar
sus
aislados
éxtasis
en
una
sola
autotrascendencia,
pero
es
en
vano.
Por
su
misma
naturaleza,
cada
espíritu
con
una
encarnación
está
condenado
a
padecer
y
gozar
en
la
soledad.
Las
sensaciones,
los
sentimientos,
las
intuiciones,
imaginaciones
y
fantasías
son
siempre
cosas
privadas
y,
salvo
por
medio
de
símbolos
y de
segunda
mano,
incomunicables.
Podemos
formar
un
fondo
común
de
información
sobre
experiencias,
pero
no
de
las
experiencias
mismas.
De
la
familia
de
la
nación,
cada
grupo
humano
es
una
sociedad
de
universos
islas.
La
mayoría
de
los
universos
islas
tienen
las
suficientes
semejanzas
entre
sí
para
permitir
la
comprensión
por
inferencia
y
hasta
la
empatía
o
"dentro
del
sentimiento".
Así,
recordando
nuestras
propias
aflicciones
y
humillaciones,
podemos
condolernos
de
otros
en
análogas
circunstancias,
podemos
ponernos
-siempre,
desde
luego,
un
poco
al
estilo
Pickwick-
en
su
lugar.
Pero,
en
ciertos
casos,
la
comunicación
entre
universos
es
incompleta
o
hasta
inexistente.
La
inteligencia
es
su
propio
lugar
y
los
lugares
habitados
por
los
insanos
y
los
excepcionalmente
dotados
son
tan
diferentes
de
aquellos
en
que
viven
los
hombres
y
mujeres
corrientes,
que
hay
poco
o
ningún
terreno
común
de
memoria
que
pueda
servir
de
base
para
la
comprensión
o la
comunidad
de
sentimientos.
Se
pronuncian
palabras,
pero
son
las
palabras
que
no
ilustran.
Las
cosas
y
acontecimientos
a
que
los
símbolos
hacen
referencia
pertenecen
a
campos
de
experiencia
que
se
excluyen
mutuamente.
Vernos
a
nosotros
mismos
como
los
demás
nos
ven
es
un
don
en
extremo
conveniente.
Apenas
es
menos
importante
la
capacidad
de
ver
a
los
demás
como
ellos
mismos
se
ven.
Pero
¿que
pasa
si
los
demás
pertenecen
a
una
especie
distinta
y
habitan
en
un
universo
radicalmente
extraño?
Por
ejemplo,
¿como
puede
el
cuerdo
llegar
a
saber
lo
que
realmente
se
siente
cuando
se
está
loco?
0, a
menos
que
también
se
haya
nacido
visionario,
médium
o
genio
musical,
¿cómo
podemos
visitar
los
mundos
en
los
que
Blake,
Swedenborg
o
Johann
Sebastián
Bach
se
sentían
en
su
casa?
Y
¿cómo
puede
un
hombre
que
se
halla
en
los
límites
extremos
de
la
ectomorfia
y
cerebrotonía
ponerse
en
el
lugar
de
otro
situado
en
los
límites
de
la
endomorfia
o
viscerectonía
o,
salvo
en
ciertas
zonas
muy
circunscriptas,
compartir
los
sentimientos
de
quien
se
encuentra
en
los
límites
de
la
mesomorfia
o
somatotonía?
Supongo
que
estas
preguntas
carecen
de
sentido
para
el
behaviourista
sin
paliativos,
atento
únicamente
a
los
comportamientos.
Pero,
para
quienes
teóricamente
creen
lo
que
en
la
práctica
saben
que
es
verdad
-concretamente,
que
hay
un
interior
para
la
experiencia,
lo
mismo
que
un
exterior-,
los
problemas
planteados
son
problemas
reales,
tanto
más
graves
cuanto
que
algunos
son
completamente
insolubles
y
otros
solubles
tan
sólo
en
circunstancias
excepcionales
y
por
métodos
que
no
están
al
alcance
de
cualquiera.
Así,
parece
virtualmente
indudable
que
nunca
sabré
qué
se
siente
cuando
se
es
un
Sir
John
Falstaff
o un
Joe
Louis.
En
cambio,
siempre
me a
parecido
que,
por
ejemplo,
mediante
la
hipnosis
o la
autohipnosis,
por
medio
de
una
meditación
sistemática
o
también
tomando
la
droga
adecuada,
es
posible
cambiar
mi
modo
ordinario
de
conciencia
hasta
el
punto
de
quedar
en
condiciones
de
saber,
desde
dentro,
de
qué
hablan
el
visionario,
el
médium
y
hasta
el
místico.
Por
lo
que
había
leído
sobre
las
experiencias
con
la
mescalina,
estaba
convencido
por
adelantado
de
que
la
droga
me
haría
entrar,
al
menos
por
unas
cuantas
horas,
en
la
clase
de
mundo
interior
descrito
por
Blake
y A.
E.
Pero
no
sucedió
lo
que
yo
había
esperado.
Yo
había
esperado
quedar
tendido
con
los
ojos
cerrados,
en
contemplación
de
visiones
de
geometrías
multicolores,
de
animadas
arquitecturas
llenas
de
gemas
y
fabulosamente
bellas,
de
paisajes
con
figuras
heroicas,
de
dramas
simbólicos,
perpetuamente
trémulos
en
los
lindes
de
la
revelación
final.
Pero
no
había
tenido
en
cuenta,
era
manifiesto,
las
idiosincrasias
de
m¡
formación
mental,
los
hechos
de
mi
temperamento,
mi
preparación
y
mis
hábitos.
Soy
y,
en
cuanto
puedo
recordar,
he
sido
siempre
poco
imaginativo.
Las
palabras,
aunque
sean
las
preñadas
palabras
de
los
poetas,
no
evocan
imágenes
en
mí.
No
tengo
visiones
en
los
lindes
del
sueño.
Cuando
recuerdo
algo,
la
memoria
no
se
me
presenta
como
un
objeto
o un
acontecimiento
que
estoy
volviendo
a
ver.
Por
un
esfuerzo
de
la
voluntad
puedo
evocar
una
imagen
no
muy
clara
de
lo
que
sucedió
ayer
por
la
tarde,
del
aspecto
que
tenía
Lungarno,
de
como
era
Bayswater
Road
cuando
los
únicos
ómnibus
eran
verdes
y
pequeños
y
avanzaban,
tirados
por
unos
viejos
caballos,
a
tres
millas
y
media
por
hora.
Pero
estas
imágenes
tenían
poca
sustancia
y
carecen
en
absoluto
de
vida
autónoma
propia.
Guardan
con
los
objetos
reales
y
percibidos
la
misma
relación
que
los
espectros
de
Homero
guardaban
con
los
hombres
de
carne
y
hueso
que
iban
a
visitarlo
a
las
sombras.
Sólo
cuando
tengo
mucha
fiebre
adquieren
mis
imágenes
mentales
una
vida
independiente.
A
quienes
posean
una
imaginación
más
viva
mi
mundo
interior
tiene
que
parecerles
necesariamente
gris,
limitado
y
poco
interesante.
Este
era
el
mundo
-poca
cosa,
pero
cosa
mía-
que
esperaba
ver
transformado
en
algo
completamente
diferente
de
sí
mismo.
El
cambio
que
efectivamente
se
produjo
en
él
no
fue
en
modo
alguno
revolucionario.
Media
hora
después
de
tomada
la
droga
advertí
una
lenta
danza
de
luces
doradas.
Poco
después
hubo
suntuosas
superficies
rojas
que
se
hinchaban
y
expandían
desde
vibrantes
nódulos
de
energía,
unos
nódulos
vibrantes,
con
una
vida
ordenada,
continuamente
cambiante.
En
otro
momento,
cuando
cerré
los
ojos,
se
me
reveló
un
complejo
de
estructuras
grises,
dentro
del
que
surgían
esferas
azuladas
que
iban
adquiriendo
intensa
solidez
y,
una
vez
completamente
surgidas,
ascendían
sin
ruido
hasta
perderse
de
vista.
Pero
en
ningún
momento
hubo
rostros
o
formas
de
hombres
o
animales.
No
vi
paisajes,
ni
espacios
enormes,
ni
aparición
y
metamorfosis
mágicas
de
edificios,
ni
nada
que
se
pareciera
ni
remotamente
a un
drama
o
una
parábola.
El
otro
mundo
al
que
la
mescalina
me
daba
entrada
no
era
el
mundo
de
las
visiones;
existía
allí
mismo,
en
lo
que
podía
ver
con
los
ojos
abiertos.
El
gran
cambio
se
producía
en
el
campo
objetivo.
Lo
que
sucedió
a mi
universo
subjetivo
carecía
de
importancia.
Tomé
la
píldora
a
las
once.
Hora
y
media
después
estaba
sentado
en
mi
estudio,
con
la
mirada
fija
en
un
florerito
de
cristal.
Este
florero
contenía
únicamente
tres
flores:
una
rosa
Bella
de
Portugal
completamente
abierta,
de
un
rosado
de
concha,
pero
mostrando
en
la
base
de
cada
pétalo
un
matiz
más
cálido
y
crema;
y,
pálida
púrpura
en
el
extremo
de
su
tallo
roto,
la
audaz
floración
heráldica
de
un
iris.
Fortuito
y
provisional,
el
ramillete
infringía
todas
las
normas
del
buen
gusto
tradicional.
Aquella
misma
mañana,
a la
hora
del
desayuno,
me
había
llamado
la
atención
la
viva
disonancia
de
los
colores.
Pero
no
se
trataba
ya
de
esto.
No
contemplaba
ahora
unas
flores
dispuestas
del
modo
desusado.
Estaba
contemplando
lo
que
Adán
había
contemplado
a la
mañana
de
su
creación:
el
milagro,
momento
por
momento,
de
la
existencia
desnuda.
-¿Es
agradable?-
preguntó
alguien.
Durante
esta
parte
del
experimento
se
registraban
todas
las
conversaciones
en
un
dictáfono
y
esto
me
ha
permitido
refrescar
mi
memoria.
-Ni
agradable
ni
desagradable
-contesté.
Simplemente,
es.
Istigkeit...
¿no
era
esta
la
palabra
que
agradaba
a
Meister
Eckhart?
"Ser-encia".
El
ser
de
la
filosofía
platónica,
salvo
que
Platón
parece
haber
cometido
el
error
y
absurdo
error
de
separamos
del
devenir
e
identificarlo
con
la
abstracción
matemática
de
la
Idea.
El
pobre
hombre
no
hubiera
podido
ver
nunca
un
ramillete
de
flores
brillando
con
su
propia
luz
interior
y
punto
menos
que
estremeciéndose
bajo
la
presión
del
significado
que
estaba
cargado;
nunca
hubiera
podido
percibir
que
lo
que
la
rosa,
el
iris
y el
clavel
significaban
tan
intensamente
era
nada
más,
y
nada
menos,
que
lo
que
eran,
una
transitoriedad
que
era
sin
embargo
vida
eterna,
un
perpetuo
perecimiento
que
era
al
mismo
tiempo
puro
Ser,
un
puñado
de
particularidades
insignificantes
y
únicas
en
las
que
cabía
ver,
por
una
indecible
y
sin
embargo
evidente
paradoja,
la
divina
fuente
de
toda
existencia.
Continué
en
contemplación
de
las
flores
y,
en
su
luz
viva,
creí
advertir
el
equivalente
cualitativo
de
la
respiración,
pero
de
una
respiración
sin
retomo
al
punto
de
partida,
sin
reflujos
recurrentes,
con
sólo
un
reiterado
discurrir
de
una
belleza
a
una
belleza
mayor,
de
un
hondo
significado
a
otro
todavía
más
hondo.
Me
vinieron
a la
mente
palabras
como
Gracia
y
Transfiguración
y
esto
era,
desde
luego,
lo
que
las
flores,
entre
otras
cosas,
sostenían.
Mi
vista
pasó
de
la
rosa
al
clavel
y de
esta
plúmea
incandescencia
a
las
suaves
volutas
de
amatista
sentimental
que
era
el
iris.
La
Visión
Beatífica,
Sat
Chit
Anada,
Ser-Conocimiento-Bienaventuranza...
Por
primera
vez
comprendí,
no
al
nivel
de
las
palabras,
no
por
indicaciones
incoadas
o a
lo
lejos,
sino
precisa
y
completamente,
a
qué
hacían
referencia
estas
prodigiosas
sílabas.
Y
luego
recordé
un
pasaje
que
había
leído
en
uno
de
los
ensayos
de
Suzuki:
"¿Qué
es
el
Dharma-Cuerpo
del
Buda?"
(El
Dharma-Cuerpo
del
Buda
es
otro
modo
de
decir
Inteligencia,
Identidad,
el
Vacío,
la
Divinidad).
Quien
formula
la
pregunta
es
un
fervoroso
y
perplejo
novicio
en
un
monasterio
Zen.
Y
con
la
rápida
incoherencia
de
uno
de
los
Hermanos
Marx,
el
Maestro
contesta:
"El
seto
al
fondo
del
jardín."
El
novicio,
en
su
incertidumbre,
indaga:
"Y
el
hombre
que
comprende
esta
verdad
¿qué
es,
puede
decírmelo?"
Groucho
le
da
un
golpecito
en
el
hombro
con
el
báculo
y
contesta:
"Un
león
de
dorado
pelaje."
Cuando
lo
leí,
no
fue
para
mí
más
que
desatino
con
algo
dentro,
vagamente
presentido.
Ahora,
todo
era
claro
como
el
día,
evidente
como
Euclides.
Desde
luego,
el
Dharma-Cuerpo
del
Buda
era
el
seto
al
fondo
del
jardín.
Al
mismo
tiempo
y de
modo
no
menos
evidente,
era
estas
flores
y
cualquier
otra
cosa
en
que
Yo
-o,
mejor
dicho.
el
bienaventurado
No-Yo,
liberado
por
un
momento
de
mi
asfixiante
abrazo-
quisiera
fijar
mi
vista.
Los
libros,
por
ejemplo,
que
cubrían
las
paredes
de
mi
estudio.
Como
las
flores,
brillaban,
cuando
los
miraba,
con
colores
más
vivos,
con
un
significado
más
profundo.
Había
allí
libros
rojos
como
rubíes,
libros
esmeralda,
libros
encuadernados
en
blanco
jade;
libros
de
ágata,
de
aguamarina,
de
amarillo
topacio;
libros
de
lapislázuli
de
color
tan
intenso,
tan
intrínsecamente
significativos,
que
parecían
estar
a
punto
de
abandonar
los
anaqueles
para
lanzarse
más
insistentemente
a mi
atención.
-¿Qué
me
dice
de
las
relaciones
espaciales?
indagó
el
investigador,
mientras
yo
miraba
a
los
libros.
Era
difícil
la
contestación.
Verdad
era
que
la
perspectiva
parecía
rara
y
que
se
hubiera
dicho
que
las
paredes
de
la
habitación
no
se
encontraban
ya
en
ángulos
rectos.
Pero
esto
no
era
lo
importante.
Lo
verdaderamente
importante
era
que
las
relaciones
espaciales
habían
dejado
de
importar
mucho
y
que
mi
mente
estaba
percibiendo
el
mundo
en
términos
que
no
eran
los
de
las
categorías
espaciales.
En
tiempos
ordinarios,
el
ojo
se
dedica
a
problemas
como
¿Dónde?,
¿A
qué
distancia?
¿Cuál
es
la
situación
respecto
a
tal
o
cual
cosa?
En
la
experiencia
de
la
mescalina,
las
preguntas
implícitas
a
las
que
el
ojo
responde
son
de
otro
orden.
El
lugar
y la
distancia
dejan
de
tener
mucho
interés.
La
mente
obtiene
su
percepción
en
función
de
intensidad
de
existencia,
de
profundidad
de
significado,
de
relaciones
dentro
de
un
sistema.
Veía
los
libros,
pero
no
estaba
interesado
en
las
posiciones
que
ocupaban
en
el
espacio.
Lo
que
advertía,
lo
que
se
grababa
en
mi
mente,
era
que
todos
ellos
brillaban
con
una
luz
viva
y
que
la
gloria
era
en
algunos
de
ellos
más
manifiesta
que
en
otros.
En
relación
con
esto
la
posición
y
las
tres
dimensiones
quedaban
al
margen.
Ello
no
significaba,
desde
luego,
la
abolición
de
la
categoría
del
espacio.
Cuando
me
levanté
y
caminé
pude
hacerlo
con
absoluta
normalidad,
sin
equivocarme
en
cuanto
al
paradero
de
los
objetos.
El
espacio
seguía
allí.
Pero
había
perdido
su
predominio.
La
mente
se
interesaba
primordialmente
no
en
las
medidas
y
las
colocaciones,
sino
en
el
ser
y el
significado.
Y
junto
a la
indiferencia
por
el
espacio,
había
una
indiferencia
igualmente
completa
por
el
tiempo.
-Se
diría
que
hay
tiempo
de
sobra.
-Era
todo
lo
que
contestaba
cuando
el
investigador
me
pedía
que
le
dijera
lo
que
yo
sentía
a
cerca
del
tiempo.
Había
mucho
tiempo,
pero
no
importaba
saber
exactamente
cuanto.
Hubiera
podido,
desde
luego,
recurrir
a mi
reloj,
pero
mi
reloj,
yo
lo
sabía,
estaba
en
otro
universo.
Mi
experiencia
real
había
sido,
y
era
todavía,
la
de
una
duración
indefinida
o,
alternativamente,
de
un
perpetuo
presente
formado
por
un
apocalipsis
en
continuo
cambio.
El
investigador
hizo
que
mi
atención
pasara
de
los
libros
a
los
muebles.
Había
en
el
centro
de
la
habitación
una
mesita
de
máquina
de
escribir;
más
allá,
desde
mi
punto
de
vista,
había
una
silla
de
mimbre
y,
más
allá
todavía,
una
mesa.
Los
tres
muebles
formaban
un
complicado
dibujo
de
horizontales,
verticales
y
diagonales,
un
dibujo
que
resultaba
más
interesante
por
el
hecho
mismo
de
que
no
era
interpretado
en
función
de
relaciones
espaciales.
Mesita,
silla
y
mesa
se
unían
en
una
composición
que
parecía
alguna
pintura
de
Braque
o
Juan
Gris,
una
naturaleza
muerta
que,
según
se
advertía
se
relacionaba
con
el
mundo
objetivo,
pero
expresándolo
sin
profundidad,
sin
ningún
afán
de
realismo
fotográfico.
Yo
miraba
mis
muebles,
no
como
el
utilitario
que
ha
de
sentarse
en
sillas
y
escribir
o
trabajar
en
mesas,
no
como
el
operador
cinematográfico
o el
observador
científico,
sino
como
el
puro
esteta
que
solo
se
interesaba
en
las
formas
y en
sus
relaciones
con
el
campo
de
visión
o el
espacio
del
cuadrado.
Pero,
mientras
miraba,
esta
vista
puramente
estética
de
cubista
fue
reemplazada
por
lo
que
solo
se
puede
describir
como
“la
visión
sacramental
de
la
realidad”.
Estaba
de
regreso
donde
había
estado
al
mirar
las
flores,
de
regreso
en
el
mundo
donde
todo
brillaba
con
la
luz
interior
y
que
era
infinito
en
su
significado.
Las
patas
de
la
silla,
por
ejemplo,
¡Que
maravillosamente
tubulares
eran,
que
sobrenaturalmente
pulidas!.
Pasé
varios
minutos
-¿o
fueron
siglos?-,
no
en
mera
contemplación
de
estas
patas
de
bambú,
sino
realmente
siendo
ellas
o,
mejor
dicho,
siendo
yo
mismo
en
ellas
o,
todavía
con
más
precisión
-pues
"yo"
no
intervenía
en
el
asunto,
como
tampoco
en
cierto
modo,
"ellas"-,
siendo
mi
No-mismo
en
él
No-misma
que
era
la
silla.
Al
reflexionar
sobre
mi
experiencia,
me
sentí
de
acuerdo
con
el
eminente
filósofo
de
Cambridge
Dr.
C.
D.
Broad
en
que
"haríamos
bien
en
considerar
más
seriamente
de
lo
que
hemos
estado
inclinados
a
hacerlo,
el
tipo
de
teoría
que
Bergson
presentó
en
relación
con
la
memoria
y la
percepción
de
los
sentidos".
Según
estas
ideas
la
función
del
cerebro,
el
sistema
nervioso
y
los
órganos
sensoriales
es
principalmente
eliminativa,
no
productiva.
Cada
persona,
en
cada
momento,
es
capaz
de
recordar
cuanto
le
ha
sucedido
y de
percibir
cuanto
está
sucediendo
en
cualquier
parte
del
universo.
La
función
del
cerebro
y
del
sistema
nervioso
es
protegernos,
impedir
que
quedemos
abrumados
y
confundidos,
por
esta
masa
de
conocimiento
en
gran
parte
inútiles
y
sin
importancia,
dejando
fuera
la
mayor
parte
de
lo
que
de
otro
modo
percibiríamos
o
recordaríamos
en
cualquier
momento
y
admitiendo
únicamente
la
muy
reducida
y
especial
selección
que
tiene
probabilidades
de
sernos
prácticamente
útil.
Conforme
a
esta
teoría,
cada
uno
de
nosotros
es
potencialmente
Inteligencia
Libre.
Pero,
en
la
medida
en
que
somos
animales,
lo
que
nos
importa
es
sobrevivir
a
toda
costa.
Para
que
la
supervivencia
biológica
sea
posible,
la
Inteligencia
Libre
tiene
que
ser
regulada
mediante
la
válvula
reducidora
del
cerebro
y
del
sistema
nervioso.
Lo
que
sale
por
el
otro
extremo
del
conducto
es
un
insignificante
hilillo
de
esa
clase
de
conciencia
que
nos
ayudara
a
seguir
con
vida
en
la
superficie
de
este
planeta.
Para
formular
y
expresar
el
contenido
de
este
reducido
conocimiento,
el
hombre
ha
inventado
e
incesantemente
elaborado
esos
sistemas
de
símbolos
y
Filosofía
implícitas
que
denominamos
lenguajes.
Cada
individuo
se
convierte
enseguida
en
el
beneficiario
y la
víctima
de
la
tradición
lingüística
en
la
que
ha
nacido.
Lo
que
en
el
lenguaje
de
la
religión
se
llama
"este
mundo"
es
el
universo
del
conocimiento
reducido,
petrificado
por
el
lenguaje.
Los
diversos
"otros
mundos"
con
los
que
los
seres
humanos
entran
de
modo
errátil
en
contacto,
son
otros
tantos
elementos
de
la
totalidad
del
conocimiento
pertenecientes
a la
Inteligencia
Libre.
La
mayoría
de
las
personas
sólo
llegan
a
conocer,
la
mayor
parte
del
tiempo,
lo
que
pasa
por
la
válvula
reductora
y
está
consagrado
como
genuinamente
real
por
el
lenguaje
del
lugar.
Sin
embargo,
ciertas
personas
parecen
nacidas
con
una
especie
de
válvula
adicional
que
permite
trampear
a la
reductora.
Hay
otras
personas
que
adquieren
transitoriamente
el
mismo
poder,
sea
espontáneamente
sea
como
resultado
de
"ejercicios
espirituales",
de
la
hipnosis
o de
las
drogas.
Gracias
a
estas
válvulas
auxiliares
permanentes
o
transitorias
discurre,
no,
desde
luego,
la
percepción
de
"cuando
está
sucediendo
en
todas
las
partes
del
universo
-pues
la
válvula
auxiliar
no
suprime
a la
reductora
que
sigue
excluyendo
el
contenido
total
de
la
Inteligencia
Libre-,
sino
algo
más
-y
sobre
todo
algo
diferente
del
material
utilitario-,
cuidadosamente
seleccionado,
que
nuestras
estrechas
inteligencias
individuales
consideran
como
un
cuadro
completo,
o
por
lo
menos
suficiente,
de
la
realidad.
El
cerebro
cuenta
con
una
serie
de
sistemas
de
enzimas
que
sirven
para
coordinar
sus
operaciones.
Algunas
de
estas
enzimas
regulan
el
suministro
de
glucosa
a
las
células
cerebrales.
La
mescalina
impide
la
producción
de
estas
enzimas
determinadas
y
disminuye
así
la
cantidad
de
glucosa
a
disposición
de
un
órgano
que
tiene
una
constante
necesidad
de
azúcar.
¿Que
sucede
cuando
la
mescalina
reduce
la
normal
ración
de
azúcar
en
el
cerebro?.
Son
muy
pocos
lo
casos
que
han
sido
observados
y
esto
impide
que
se
pueda
dar
una
contestación
concluyente.
Pues
lo
que
sucede
a la
mayoría
de
los
pocos
que
han
tomado
mescalina
bajo
fiscalización
como
sigue:
1o.
La
capacidad
de
recordar
y de
"pensar
bien"
queda
poco
o
nada
disminuida.
Cuando
escucho
las
grabaciones
de
mi
conversación
bajo
la
influencia
de
la
droga
no
advierto
que
haya
sido
más
estúpido
que
en
el
tiempo
ordinario.
2o.
Las
impresiones
visuales
se
intensifican
mucho
y el
ojo
recobra
parte
de
esa
inocencia
perceptiva
de
la
infancia,
cuando
el
sentido
no
está
inmediata
y
automáticamente
subordinado
al
concepto.
El
interés
por
el
espacio
disminuye
y el
interés
por
el
tiempo
casi
se
reduce
a
cero.
3o.
Y
Aunque
el
intelecto
no
padece
y
aunque
la
percepción
mejora
muchísimo,
la
voluntad
experimenta
un
cambio
profundo
y no
paranormal.
Quien
toma
mescalina
no
ve
razón
alguna
para
hacer
nada
determinado
y
juzga
carentes
de
todo
interés
la
mayoría
de
las
causas
por
las
que
en
tiempos
ordinarios
estaría
dispuesto
a
actuar
y
sufrir.
No
puede
molestarse
por
ellas,
por
la
sencilla
razón
de
que
tiene
cosas
mejores
en
que
pensar.
4o.
Estas
cosas
mejores
pueden
ser
experimentadas
-como
yo
las
experimenté-
"ahí
afuera"
o
"aquí
adentro",
o en
ambos
mundos,
el
interior
y el
exterior,
simultánea
o
sucesivamente.
Que
son
cosas
mejores
resulta
evidente
para
todo
tomador
de
mescalina
que
acuda
a la
droga
con
un
hígado
sano
y un
ánimo
sereno.
Estos
efectos
de
la
mescalina
son
de
la
clase
de
los
que
cabría
esperar
que
siguieran
a la
administración
de
una
droga
capaz
de
menoscabar
la
eficiencia
de
la
válvula
reducidora
del
cerebro.
Cuando
el
cerebro
se
queda
sin
azúcar,
el
desnutrido
ego
se
siente
débil,
se
resiste
a
emprender
los
necesarios
quehaceres
y
pierde
todo
su
interés
en
las
relaciones
espaciales
y
temporales
que
tanto
significan
para
un
organismo
deseoso
de
ir
tirando
en
este
mundo.
Cuando
la
Inteligencia
Libre
se
cuela
por
la
válvula
que
ya
no
es
hermética,
comienzan
a
suceder
toda
clase
de
cosas
biológicamente
inútiles.
En
algunos
casos,
se
puede
tener
percepciones
extrasensoriales.
Otras
personas
descubren
un
mundo
de
belleza
visionaria.
A
otras
más
se
les
revelan
la
gloria,
el
infinito
valor
y la
plenitud
de
sentido
de
la
existencia
desnuda,
del
acontecimiento
tal
cual,
al
margen
del
concepto.
En
la
fase
final
de
la
desaparición
del
ego
-y
no
puedo
decir
si
la
ha
alcanzado
alguna
vez
algún
tomador
de
mescalina-,
hay
un
"oscuro
conocimiento"
de
que
Todo
está
en
todo,
de
que
Todo
es
realmente
cada
cosa.
Yo
supongo
que
esto
es
lo
más
que
una
inteligencia
finita
puede
acercarse
a
"percibir
cuanto
esté
sucediendo
en
todas
las
partes
del
universo".
En
relación
con
esto,
¡qué
significativo
es
el
enorme
mejoramiento
que
tiene
bajo
la
influencia
de
la
mescalina
la
percepción
del
color!
Para
ciertos
animales,
es
biológicamente
muy
importante
la
capacidad
de
distinguir
ciertos
matices.
Pero,
más
allá
de
los
límites
de
su
espectro
utilitario,
la
mayoría
de
los
seres
son
completamente
ciegos
para
los
colores.
Las
abejas,
por
ejemplo,
pasan
la
mayor
parte
de
su
tiempo
"desflorando
a
las
lozanas
vírgenes
de
la
primavera",
pero,
como
von
Frisch
lo
ha
mostrado,
sólo
pueden
reconocer
unos
cuantos
colores.
El
muy
desarrollado
sentido
del
color
que
tiene
el
hombre
es
un
lujo
biológico,
precioso
para
él
como
ser
intelectual
y
espiritual,
pero
innecesario
para
su
supervivencia
como
animal.
A
juzgar
por
los
adjetivos
que
Homero
pone
en
sus
labios,
los
héroes
de
la
Guerra
de
Troya
apenas
superaban
a
las
abejas
en
la
capacidad
para
distinguir
los
colores.
En
este
aspecto
por
lo
menos,
el
avance
de
la
humanidad
ha
sido
prodigioso.
La
mescalina
procura
a
todos
los
colores
un
mayor
poder
y
hace
que
el
perceptor
advierta
innumerables
finos
matices
para
los
que
en
tiempo
ordinario
es
completamente
ciego.
Se
diría
que,
para
la
Inteligencia
Libre,
son
primarios
los
llamados
caracteres
secundarios
de
las
cosas.
Al
contrario
de
Locke,
entiende
de
modo
manifiesto
que
los
colores
son
más
importantes
y
dignos
de
atención
que
las
masas,
posiciones
y
dimensiones.
Como
los
que
toman
mescalina,
muchos
místicos
perciben
colores
de
un
brillo
sobrenatural,
no
solamente
con
la
vista
interior,
sino
hasta
en
el
mundo
objetivo
que
los
rodea.
Testimonios
análogos
formulan
los
psíquicos
y
los
impresionables.
Hay
ciertos
médiums
para
quienes
la
breve
relación
del
tomador
de
mescalina
es,
durante
largos
períodos,
una
experiencia
cotidiana
y
hasta
horaria.
Ahora
podemos
poner
fin
a
esta
larga
pero
indispensable
excursión
por
los
campos
de
la
teoría
y
volver
a
los
hechos
milagrosos:
cuatro
patas
de
una
silla
de
mimbre
en
el
centro
de
una
habitación.
Como
los
narcisos
de
Wordsworth,
estas
cuatro
patas
procuran
toda
clase
de
riqueza:
el
don,
superior
a
todo
precio,
de
un
nuevo
conocimiento
directo
de
la
verdadera
Naturaleza
de
las
Cosas,
junto
a un
más
modesto
tesoro
de
comprensión,
especialmente
en
el
campo
de
las
artes.
Una
rosa,
si
es
una
rosa,
es
una
rosa.
Pero
estas
patas
de
silla
eran
patas
de
silla
y
eran
San
Miguel
y
todos
los
ángeles.
Cuatro
o
cinco
horas
después
del
suceso,
cuando
se
estaban
desvaneciendo
los
efectos
de
una
escasez
cerebral
de
azúcar,
fui
llevando
a
una
pequeña
vuelta
por
la
cuidad
y
esto
incluía,
hacia
el
anochecer,
una
vista
a lo
que
modestamente
se
llama
Mayor
Droguería
del
Mundo.
Al
fondo
de
la
M.
D.
del
M.,
entre
juguetes,
tarjetas
postales
e
historietas,
había
de
modo
sorprendente
una
ringlera
de
libros
de
arte.
Tomé
el
volumen
que
más
a
mano.
Era
sobre
Van
Gogh
y el
cuadro
en
el
que
el
libro
se
abrió
era
La
Silla,
ese
asombroso
retrato
de
una
Ding
an
Sich,
que
el
pintor
loco
vio,
pon
una
especie
de
terror
de
adoración,
y
trató
de
trasladar
a la
tela.
Pero
fue
un
empeño
para
que
hasta
el
poder
del
genio
fue
una
insuficiencia
vital.
La
silla
que
Van
Gogh
había
visto
era
evidentemente
la
misma
en
esencia
que
yo
había
visto.
Pero
incomparablemente
más
real
que
la
silla
de
la
percepción
ordinaria,
la
silla
de
su
cuadro
no
pasaba
de
ser
un
símbolo
desusadamente
expresivo
del
hecho.
El
hecho
había
sido
Identidad
manifestada;
esto,
en
cambio,
era
únicamente
un
emblema.
Emblemas
así
son
las
fuentes
del
verdadero
conocimiento
acerca
de
la
Naturaleza
de
las
Cosas
y
este
verdadero
conocimiento
puede
preparar
a la
inteligencia
que
lo
acepta
para
intuiciones
inmediatas
por
propia
cuenta.
Pero
esto
es
todo.
Por
expresivo
que
sean,
los
símbolos
no
pueden
ser
las
cosas
que
representan.
Sería
interesante
a
este
respecto
hacer
un
estudio
de
las
obras
de
arte
que
tuvieron
a su
disposición
los
grandes
conocedores
de
Identidad.
¿Qué
clase
de
cuadros
contempló
Eckhart?
¿Qué
esculturas
y
pinturas
representaron
un
papel
en
la
experiencia
religiosa
de
San
Juan
de
la
Cruz,
de
Alcuino,
de
Hui-Neng,
de
William
Law?
Son
preguntas
a
las
que
no
puedo
contestar,
pero
mucho
me
sospecho
que
la
mayoría
de
los
grandes
conocedores
de
Identidad
dedicaron
muy
poca
atención
al
arte,
negándose
algunos
a
tener
nada
que
ver
con
él y
contentándose
otros
con
lo
que
un
ojo
crítico
consideraría
obras
de
segunda
clase
y
hasta
de
décima.
(Para
una
persona
cuya
inteligencia
transfigurada
y
transfigurante
puede
ver
el
Todo
en
cada
Esto,
el
que
una
pintura,
inclusive
religiosa,
sea
de
primera
o de
décima
clase
tiene
que
ser
asunto
que
lo
deje
en
la
más
soberana
indiferencia.)
Yo
supongo
que
el
Arte
es
únicamente
para
principiantes
o,
en
otro
caso,
para
quienes
van
con
resolución
hasta
el
fin,
para
quienes
han
decidido
contentarse
con
el
ersatz
de
Identidad,
con
símbolos
y no
con
lo
que
significan,
con
la
minuta
elegantemente
presentada
en
lugar
de
la
comida
real.
Devolví
el
Van
Gogh
a su
sitio
y
tomé
el
volumen
que
estaba
a su
lado.
Era
un
libro
sobre
Botticelli.
Lo
hojeé.
El
Nacimiento
de
Venus,
que
nunca
fue
uno
de
mis
favoritos...
Venus
y
Marte,
ese
hechizo
tan
apasionadamente
denunciado
por
el
pobre
Ruskin
en
la
culminación
de
su
prolongada
tragedia
sexual.
La
maravillosamente
rica
e
intrincada
Calumnia
de
Apeles.
Y
luego
un
cuadro
algo
menos
conocido
y no
muy
bueno:
Judit.
Mi
atención
se
sintió
atraída
y
miré
con
fascinación,
no a
la
pálida,
y
neurótica
heroína
o a
su
asistenta,
no a
la
hirsuta
cabeza
de
la
víctima
o al
primaveral
paisaje
del
fondo,
sino
a la
purpúrea
seda
del
corpiño
y de
las
largas
faldas,
agitadas
por
el
viento,
de
la
figura
principal.
Aquellos
pliegues
eran
algo
que
yo
había
visto
antes.
Lo
había
visto
esta
misma
mañana,
entre
las
flores
y
los
muebles,
cuando
bajé
la
vista
por
casualidad
y
miré
luego
apasionadamente
por
opción
mis
propias
piernas
entrecruzadas.
¡Qué
laberinto
de
complejidad
infinitamente
significativa
eran
aquellos
pliegues
de
talones!
Y
¡qué
rica,
qué
profunda
y
misteriosamente
suntuosa
era
la
contextura
de
la
franela
gris!
Y
todo
esto
se
hallaba
de
nuevo
aquí,
en
el
cuadro
de
Botticelli.
Los
seres
humanos
civilizados
llevan
ropas
y,
por
tanto,
no
puede
haber
retratos
ni
reseñas
mitológicas
o
históricas
sin
representaciones
de
plegados
tejidos.
Pero,
si
puede
explicar
los
orígenes,
la
mera
sastrería
nunca
será
explicación
suficiente
para
el
lozano
desarrollo
del
ropaje
como
tema
de
primer
orden
en
todas
las
artes
plásticas.
Es
evidente
que
los
artistas
siempre
han
tenido
afición
al
ropaje
por
el
ropaje
o,
mejor
dicho,
al
ropaje
por
ellos
mismos.
Cuando
se
pintan
o
tallan
ropajes,
se
pintan
o
tallan
formas
que,
a
todos
los
efectos
prácticos,
son
no
representativas,
es
decir,
esa
clase
de
formas
no
condicionadas
a
las
que
los
artistas,
incluidos
los
fieles
a la
tradición
más
naturalista,
se
dedican
muy
a
gusto.
En
la
Virgen
o el
Apóstol
medios,
el
elemento
estrictamente
humano,
plenamente
representativo,
supone
aproximadamente
el
diez
por
ciento
del
total.
Todo
lo
demás
consiste
en
variaciones
multicolores
del
inagotable
tema
de
la
lana
o el
lino
arrugados.
Y
estos
no
representativos
nueve
décimos
de
una
Virgen
o un
Apóstol
pueden
tener
cualitativamente
tanta
importancia
como
cuantitativamente.
Es
muy
frecuente
que
establezcan
la
tónica
de
todas
las
obras
de
arte,
que
fijen
la
clave
en
la
que
el
tema
va a
interpretarse,
que
expresen
el
animo,
el
temperamento
y la
actitud
frente
a la
vida
del
artista.
Se
manifiesta
una
serenidad
estoica
en
las
suaves
superficies
y
amplios
pliegues
sin
torturas
de
Piero.
Desgarrado
entre
el
hecho
y el
deseo,
entre
el
cinismo
y el
idealismo,
Bernini
modera
la
casi
caricaturesca
verosimilitud
de
sus
rostro
con
enormes
abstracciones
de
vestuario,
que
son
la
encarnación,
en
piedra
o
bronce,
de
los
eternos
tópicos
de
la
retórica:
el
heroísmo,
la
santidad,
la
sublimidad,
a
los
que
la
humanidad
perpetuamente
aspira,
en
su
mayoría
en
vano.
Y
aquí
están
los
inquietantes
mantos
y
túnicas
viscerales
del
Greco
y
los
duros,
retorcidos
y
como
llameantes
pliegues
en
los
que
Cosimo
Tura
envuelve
sus
figuras:
en
el
primero,
la
espiritualidad
tradicional
se
quiebra
y
transforma
en
una
indescriptible
ansia
fisiológica;
en
el
segundo
se
agita
y
contorsiona
un
angustioso
sentido
de
la
extrañeza
y
hostilidad
esenciales
del
mundo.
0
consideremos
a
Watteau:
sus
hombres
y
mujeres
tocan
laúdes,
se
preparan
para
bailes
y
pantomimas,
se
embarcan,
pisando
aterciopelados
céspedes,
bajo
nobles
árboles,
para
la
Citera
con
que
sueñan
todos
los
amantes.
La
enorme
melancolía
de
estos
personajes
y la
atormentada
sensibilidad,
en
carne
viva,
de
su
creador
hallan
expresión,
no
en
las
acciones
que
registran,
no
en
los
ademanes
y
los
rostros
que
se
retratan,
sino
en
el
relieve
y la
contextura
de
las
faldas
de
tafetán,
de
las
capas
y
los
jubones
de
satén.
No
hay
aquí
ni
una
sola
pulgada
de
superficie
lisa,
ni
un
momento
de
paz
o
confianza;
todo
es
un
sedoso
yermo
de
innúmeros
pliegues
y
arrugas
diminutos,
con
una
incesante
modulación
-incertidumbre
interior
expresada
con
la
perfecta
seguridad
de
un
mano
de
maestro-
de
tono
sobre
tono,
de
un
indeterminado
color
sobre
otro.
En
la
vida,
el
hombre
propone
y
Dios
dispone.
En
las
artes
plásticas,
la
proposición
corresponde
al
asunto
que
va a
ser
tratado
y
quien
dispone
es
en
ultima
instancia
el
temperamento
del
artista,
aproximadamente
-por
lo
menos,
en
retratos,
historia
y
género-,
el
reportaje
tallado
o
pintado.
Entre
ellas,
estas
dos
cosas
pueden
decidir
que
una
fete
galante
llene
los
ojos
de
lágrimas,
que
una
crucifixión
parezca
tan
serena
que
resulte
casi
alegre,
que
unos
estigmas
sean
casi
intolerablemente
sexuales,
que
el
parecido
de
un
prodigio
de
necedad
femenina
-estoy
pensando
ahora
en
la
incomparable
Mme.
Moitessier
de
Ingres-
exprese
la
más
austera
e
inflexible
intelectualidad.
Pero
esto
no
es
todo.
Los
ropajes
como
lo
he
descubierto
ahora,
son
mucho
más
que
recursos
para
la
introducción
de
formas
no
representativas
en
la
pintura
y
esculturas
naturalistas.
El
artista
está
congénitamente
equipado
para
ver
todo
el
tiempo
lo
que
los
demás
vemos
únicamente
bajo
la
influencia
de
la
mescalina.
La
percepción
del
artista
no
esta
limitada
a lo
que
es
biológica
o
socialmente
útil....Para
el
artista
y
para
el
que
toma
mescalina,
los
ropajes
son
jeroglíficos
vivos
que
representa,
de
un
modo
peculiarmente
expresivo,
el
insondable
misterio
del
puro
ser.
Más
inclusive
que
la
carne,
aunque
menos
tal
vez
que
aquella
flores
totalmente
sobrenaturales,
los
pliegues
de
mis
pantalones
grises
de
franela
estaban
cargados
de
"ser-encia".
No
puedo
decir
a
qué
debían
esta
privilegiada
condición.
¿Se
debe
acaso
a
que
las
formas
del
ropaje
plegado
son
tan
extrañas
y
dramáticas
que
atraen
al
ojo
y,
de
este
modo,
imponen
a la
atención
el
hecho
milagroso
de
la
pura
existencia?
¿Quién
sabe?
La
razón
de
la
experiencia
importa
menos
que
la
experiencia
misma.
Al
fijarme
en
la
falda
de
Judit,
allí
en
la
Droguería
Mayor
del
Mundo,
comprendí
que
Botticelli,
y no
solamente
Botticelli,
sino
también
muchos
otros,
habían
contemplado
los
ropajes
con
los
mismos
ojos
transfigurados
y
transfigurantes
que
yo
había
tenido
aquella
mañana.
Habían
visto
la
Istigkeit,
la
Totalidad
e
Infinitud
de
la
ropa
plegada,
y
habían
hecho
todo
lo
posible
para
expresar
esto
en
pintura
o
piedra.
Necesariamente,
desde
luego,
sin
lograrlo.
Porque
la
gloria
y la
maravilla
de
la
pura
existencia
pertenecen
a
otro
orden,
más
allá
del
poder
de
expresión
que
tiene
el
arte
más
alto.
Pero
yo
pude
ver
claramente
en
las
faldas
de
Judit
lo
que
hubiera
podido
hacer
con
mis
viejos
pantalones
grises
si
hubiese
sido
un
pintor
de
genio.
No
gran
cosa,
Dios
lo
sabe,
en
comparación
con
la
realidad,
pero
lo
bastante
para
deleitar
a
generación
tras
generación
de
espectadores,
lo
bastante
para
hacerles
comprender
un
poco
por
lo
menos
del
verdadero
significado
de
lo
que,
en
nuestra
patética
imbecilidad,
llamamos
"meras
cosas"
y
desdeñamos
en
favor
de
la
televisión.
"Es
así
como
deberíamos
ver",
decía
una
y
otra
vez,
mientras
miraba
mis
pantalones,
los
enjoyados
libros
de
los
anaqueles
o
las
patas
de
mi
silla.
"Así
es
como
deberíamos
ver;
así
son
realmente
las
cosas."
Y,
sin
embargo,
había
reparos.
Porque
si
viera
siempre
así,
nunca
se
querría
hacer
otra
cosa.
Bastaría
con
mirar,
con
ser
el
divino
No-mismo
de
la
flor,
del
libro,
de
la
silla,
del
pantalón.
Esto
sería
suficiente.
Pero
en
este
caso,
¿qué
sería
los
demás?
¿Qué
de
las
relaciones
humanas?
En
la
grabación
de
las
conversaciones
de
aquella
mañana,
hallo
constantemente
repetida
esta
pregunta:
"¿Qué
hay
acerca
de
la
relaciones
humanas?"
¿Cómo
se
podrían
conciliar
esta
bienaventuranza
sin
tiempo
de
ver
como
se
debería
ver
con
los
deberes
temporales
de
hacer
lo
que
se
debería
sentir?
"Deberíamos
ser
capaces
de
ver
estos
pantalones
como
infinitamente
importantes",
dije.
Deberíamos...
Pero,
en
la
práctica,
esto
parecía
imposible.
Esta
participación
en
la
gloria
manifiesta
de
las
cosas
no
dejaba
sitio,
por
decirlo
así,
a lo
ordinario,
a
los
asuntos
necesarios
de
la
existencia
humana,
y,
ante
todo,
a
los
asuntos
relacionados
con
las
personas.
Porque
las
personas
son
ellas
mismas
y,
en
un
aspecto
por
lo
menos,
yo
era
ahora
un
No-mismo,
que
simultáneamente
percibía
y
era
el
No-mismo
de
las
cosas
que
me
rodeaban.
Para
este
No-mismo
recién
nacido,
el
comportamiento,
la
apariencia
y la
misma
idea
de
sí
mismo
habían
dejado
momentáneamente
de
existir
y,
en
cuanto
a
los
otros
Sí-mismos,
sus
antes
semejantes,
no
parecían
realmente
desagradables
-el
desagrado
no
era
una
de
las
categorías
en
función
de
la
que
estaba
pensando-,
sino
enormemente
ajenos.
Obligado
por
el
investigador
a
analizar
y
decir
lo
que
estaba
haciendo
-¡cómo
ansiaba
estar
a
solas
con
la
Eternidad
en
una
flor,
con
la
Infinitud
en
las
cuatro
patas
de
una
silla
y
con
lo
Absoluto
en
los
pliegues
de
unos
pantalones
de
franela!-,
advertí
que
estaba
eludiendo
deliberadamente
las
miradas
de
quienes
estaban
conmigo
en
la
habitación,
tratando
deliberadamente
de
no
darme
cuenta
de
sus
presencias.
Una
de
aquellas
personas
era
mi
mujer
y
otra
un
hombre
al
que
respetaba
y
tenía
mucha
simpatía
pero
ambos
pertenecían
al
mundo
del
que,
por
el
momento
la
mescalina
me
había
liberado,
al
mundo
de
los
Sí-mismos,
del
tiempo,
de
los
juicios
morales
y
las
consideraciones
utilitarias
al
mundo
-y
era
este
aspecto
de
la
vida
humana
el
que
quería
ante
todo
olvidar-
de
la
afirmación
de
sí
mismo,
de
la
presunción
de
las
palabras
excesivamente
valoradas
y de
las
nociones
adoradas
idolátricamente.
En
esta
fase
de
la
experiencia
se
me
entregó
una
reproducción
en
gran
tamaño
del
conocido
autorretrato
de
Cézanne:
la
cabeza
y
los
hombros
de
un
hombre
con
sombrero
de
paja,
de
mejillas
coloradas
y
labios
muy
rojos,
con
unas
pobladas
patillas
negras
y
unos
ojos
oscuros
de
pocos
amigos.
Es
una
pintura
magnífica
pero
yo
no
la
veía
ahora
como
pintura.
Porque
la
cabeza
adquirió
muy
pronto
una
tercera
dimensión
y
surgió
a la
vida
como
un
duendecillo
que
se
asomara
a la
ventana
en
la
página
que
yo
tenía
delante.
Me
eché
a
reír
y,
cuando
me
preguntaron
por
qué
me
reía
dije
una
y
otra
vez:
"¡Que
pretensiones!
pero
¿quién
se
cree
que
es?"
La
pregunta
no
estaba
dirigida
a
Cézanne
en
particular,
sino
a la
especie
humana
en
general.
¿Quiénes
se
creían
que
eran?
“Es
como
Arnold
Bennett
en
los
Dolomíticos”,
dije,
recordando
de
pronto
una
escena,
felizmente
inmortalizada
en
una
fotografía
del
propio
A.
B.,
cuatro
o
cinco
años
antes
de
su
muerte,
haciendo
pinitos
por
un
camino
invernal
en
Cortina
d'Ampezzo.
A su
alrededor
había
nieve
virgen;
al
fondo,
rojos
despeñaderos.
Y
allí
estaba
el
bueno
e
infeliz
de
A.
B.
exagerando
conscientemente
el
papel
de
su
personaje
favorito
en
la
novela,
él
mismo,
la
Tarjeta
en
persona.
Allí
iba,
haciendo
pinitos,
lentamente,
disfrutando
del
brillo
del
sol
de
los
Alpes,
con
los
pulgares
en
las
sobaqueras
de
su
chaleco
amarillo,
que
se
combaba
un
poco
hacia
abajo,
con
la
graciosa
curva
de
un
mirador
Regencia
en
Brighton;
y
con
la
cabeza
algo
echada
hacia
atrás,
como
dirigiendo
alguna
tartamudeada
aserción,
cual
un
howitzer,
a la
azul
cúpula
del
cielo.
Me
he
olvidado
de
lo
que
efectivamente
dijo,
pero
toda
su
expresión
y
todo
su
ademán
estaban
gritando:
"Valgo
tanto
como
estas
estúpidas
montañas."
Y en
ciertos
modos,
desde
luego,
valía
infinitamente
más,
pero
no,
como
él
lo
sabía
muy
bien,
en
el
modo
que
su
personaje
favorito
en
la
novela
quería
imaginarse.
Con
éxito
-signifique
esto
lo
que
significare-
o
sin
él,
todos
exageramos
el
papel
de
nuestro
personaje
favorito
en
la
novela.
Y el
hecho,
el
hecho
casi
infinitamente
improbable
de
ser
realmente
un
Cézanne
no
supone
diferencia
alguna.
Porque
el
consumado
pintor,
con
su
pequeño
conducto
a la
Inteligencia
Libre,
que
le
permitía
eludir
la
válvula
del
cerebro
y el
filtro
del
ego,
era
también,
con
la
misma
autenticidad,
este
patilludo
duende
con
ojos
de
pocos
amigos.
En
busca
de
alivio
volví
a
los
pliegues
de
mis
pantalones.
"Estas
son
las
cosas
que
deberíamos
mirar.
Cosas
sin
pretensiones,
satisfechas
de
ser
meramente
ellas
mismas,
contentas
de
su
identidad,
no
dedicadas
a
representar
un
papel,
no
empeñadas
a
representar
un
papel,
no
empeñadas
locamente
en
andar
solas,
aisladas
del
Dharma-Cuerpo,
en
luciferino
desafío
a la
gracia
de
Dios."
-Lo
que
más
se
acercaría
a
esto
sería
un
Vermeer
-declaré.
Sí,
un
Vermeer.
Porque
este
misterioso
artista
estaba
triplemente
dotado:
con
la
visión
que
percibe
el
Dharma-Cuerpo
como
el
seto
al
fondo
del
jardín,
con
el
talento
de
expresar
esta
visión
en
toda
la
capacidad
humana
y
con
la
prudencia
de
atenerse
en
sus
pinturas
a
los
aspectos
mas
manejables
de
la
realidad,
porque,
aunque
representó
a
seres
humanos,
Vermeer
fue
siempre
un
pintor
de
naturaleza
muerta.
Cézanne,
que
dijo
a
las
mujeres
que
le
servían
de
modelos
que
hicieran
todo
lo
posible
para
parecer
manzanas,
trató
de
pintar
sus
retratos
con
el
mismo
espíritu.
Pero
sus
mujeres
parecidas
a
camuesas
están
más
próximas
a
las
Ideas,
de
Platón
que
al
Dharma-Cuerpo.
Son
Eternidad
e
Infinitud
vistas,
no
en
arena
o
flor,
sino
en
las
abstracciones
de
una
rama
muy
superior
de
geometría.
Vermeer
nunca
pidió
a
sus
muchachas
que
fueran
manzanas.
Al
contrario,
insistió
en
que
fueran
muchachas
hasta
el
limite,
pero
siempre
con
la
advertencia
de
que
se
abstuvieran
de
comportarse
como
tales.
Podían
sentarse
o
estar
tranquilamente
de
pie,
pero
no
reírse,
ni
sentirse
azoradas,
ni
rezar
o
languidecer
por
novios
ausentes,
ni
charlar,
ni
mirar
con
envidia
a
las
criaturas
de
otras
mujeres,
ni
coquetear,
ni
amar,
odiar
o
trabajar.
Al
hacer
cualquiera
de
estas
cosas,
serían
sin
duda
más
intensamente
ellas
mismas,
pero
dejarían,
por
esta
misma
razón,
de
manifestar,
su
divino
No-mismo
esencial.
Según
la
frase
de
Blake,
las
puertas
de
la
percepción
estaban
entonces
solo
parcialmente
purificadas.
Un
sólo
panel
se
había
hecho
casi
perfectamente
transparente:
el
resto
de
la
puerta
seguía
lleno
de
barro.
El
No-mismo
esencial
podía
ser
percibido
muy
claramente
en
las
cosas
y en
los
seres
vivos
a
este
lado
del
bien
y
del
mal.
En
los
seres
humanos,
solo
era
visible
cuando
estaban
en
reposo,
con
el
animo
sereno,
con
los
cuerpo
inmóviles.
En
estas
circunstancias,
Vermeer
podía
ver
la
Identidad
en
toda
su
celestial
belleza:
podía
verla
y,
en
cierta
modesta
medida,
expresarla
en
sutil
y
suntuosa
naturaleza
muerta.
Pero
ha
habido
otros;
por
ejemplo,
los
contemporáneos
franceses
de
Vermeer,
los
hermanos
Le
Nain.
Supongo
que
se
lanzaron
a
ser
pintores
de
genre,
pero
lo
que
produjeron
en
realidad
fue
una
serie
de
naturalezas
muertas
humanas,
en
las
que
su
purificada
percepción
del
significado
infinito
de
todas
las
cosas
queda
expresada,
no,
como
Vermeer,
por
un
sutil
enriquecimiento
del
color
y la
contextura,
sino
por
una
claridad
realzada,
por
una
obsesiva
rotundidad
de
formas,
dentro
de
una
tonalidad
austera,
casi
monocromática.
En
nuestros
propios
días,
hemos
tenido
a
Vuillard,
el
pintor,
en
sus
mejores
momentos,
de
cuadros
inolvidablemente
espléndidos
del
Dharma-Cuerpo
manifestado
en
un
dormitorio
burgués,
de
lo
Absoluto
resplandeciendo
en
medio
de
una
familia
de
agentes
de
bolsa
tomando
el
té
en
un
jardín
suburbano.
Ce
qui
fait
que
l'ancien
bandagiste
renie
Le
comptoir
dont
le
faste
allechait
les
passants
C’est
son
jardin
d'Auteuil,
oú,
veufs
de
tout
encens,
Les
Zinnias
ont
l'air
d'etre
en
tole
vernie.
Para
Laurent
Taillade,
el
espectáculo
era
meramente
obsceno.
Pero,
si
el
retirado
comerciante
en
artículos
de
goma
permanecía
en
su
asiento
lo
bastante
quieto,
Vuillard
veía
en
él
únicamente
el
Dharma-Cuerpo
y
hubiera
pintado,
en
las
zinnias,
en
el
estanque
de
las
carpas,
en
la
torre
morisca
y
los
faroles
chinos
de
la
villa,
un
rincón
del
Edén
antes
de
la
Caída.
Pero,
entretanto,
mi
pregunta
quedaba
sin
contestar.
¿Como
esta
percepción
purificada
podía
conciliarse
con
el
debido
interés
por
las
relaciones
humanas,
con
los
necesarios
quehaceres,
para
no
hablar
de
la
caridad
y la
compasión
práctica?
Se
renovaba
el
muy
viejo
debate
entre
los
activos
y
los
contemplativos;
se
renovaba,
en
lo
que
a mi
se
refería,
con
una
acerbidad
nunca
sentida.
Por
que
hasta
esta
mañana,
había
conocido
la
contemplación
únicamente
en
sus
formas
más
humildes
y
ordinarias,
como
un
pensar
discursivo;
como
el
trance
creador
en
poesía,
pintura
o
música;
como
una
paciente
espera
de
esa
inspiración
sin
la
que
ni
el
más
prosaico
escritor
puede
aspirar
a
realizar
nada;
como
ocasionales
vislumbres
al
estilo
de
ese
"algo
mucho
más
profundamente
interpuesto"
de
Wordsworth;
como
un
sistemático
silencio
que
lleva
a
veces
al
atisbo
de
un
"oscuro
conocimiento".
Pero
ahora
conocía
la
contemplación
en
sus
cumbres.
En
sus
cumbres,
pero
no
en
su
plenitud.
Porque,
en
su
plenitud,
el
camino
de
María
incluya
el
camino
de
Marta
y lo
eleva,
por
decirlo
así,
a su
propio
poder
superior.
La
mescalina
abre
el
camino
de
María,
pero
cierra
la
puerta
del
camino
de
Marta.
Procura
acceso
a la
contemplación,
pero
a
una
contemplación
que
es
compatible
con
la
acción
y
hasta
con
la
voluntad
de
actuar,
con
la
misma
idea
de
actuar.
En
los
intervalos
entre
sus
revelaciones,
el
tomador
de
mescalina
se
inclina
a la
impresión
de
que,
si
bien
en
cierto
aspecto
todo
es
supremamente
como
debe
ser,
en
otro
hay
algo
que
anda
mal.
Su
problema
es
esencialmente
el
mismo
que
afrontan
el
quietismo,
el
arhat
y,
en
otro
nivel,
el
paisajista
y,
en
otro
nivel,
el
pintor
de
naturaleza
muerta
humana.
La
mescalina
no
puede
resolver
nunca
este
problema;
solo
puede
plantearlo,
de
modo
apocalíptico,
a
aquellos
que
nunca
se
habían
visto
ante
él.
La
solución
completa
y
final
solo
puede
ser
hallada
por
quienes
están
dispuestos
a
aplicar
la
buena
clase
de
Weltanschauung
mediante
la
buena
clase
de
comportamiento
y la
buena
clase
de
vigilancia
constante
y
espontánea.
Por
encima
del
quietista
está
el
contemplativo-activo,
el
santo,
el
hombre
que,
según
la
frase
de
Eckhart,
está
dispuesto
a
bajar
de
séptimo
cielo
para
llevar
un
vaso
de
agua
a su
hermano
enfermo.
Por
encima
del
arhat,
que
se
retira
de
las
apariencias
a un
Nirvana
totalmente
trascendental,
ésta
el
Bodhisattva,
para
quien
la
Identidad
y el
mundo
de
las
contingencias
son
una
cosa,
y
para
cuya
compasión
sin
límites
cada
una
de
estas
contingencias
es
una
ocasión,
no
solamente
de
contemplación
transfiguradora,
sino
también
de
la
caridad
más
practica.
Y en
el
universo
del
arte,
por
encima
de
Vermeer
y
los
otros
pintores
de
naturalezas
muertas
humanas,
por
encima
de
los
maestros
paisajistas
chinos
y
japoneses,
por
encima
de
Constable
y
Turner,
de
Sisley
y
Seurat
y
Cézanne,
está
el
arte
que
todo
lo
incluye
de
Rembrandt.
Son
nombres
enormes,
eminencias
inaccesibles.
En
cuanto
a
mi,
en
esta
memorable
mañana
de
mayo,
no
podía
menos
que
estar
agradecido
a
una
experiencia
que
me
había
mostrado,
más
claramente
que
nunca
antes,
la
naturaleza
última
del
problema
y su
solución
completamente
liberadora.
Permítaseme
añadir,
antes
de
dejar
este
tema,
que
no
hay
forma
de
contemplación,
incluida
la
más
quietista,
que
no
posea
valores
éticos.
La
mitad
por
lo
menos
de
toda
moral
es
negativa
y
consiste
en
no
hacer
nada
malo.
El
padrenuestro
apenas
tiene
cincuenta
palabras
y
seis
de
ellas
están
dedicadas
a
pedir
a
Dios
que
no
nos
deje
caer
en
la
tentación.
El
contemplativo
unilateral
deja
sin
hacer
muchas
cosas
que
debería
hacer,
pero
compensa
esto
absteniéndose
de
multitud
de
cosas
que
estarían
mal
hechas.
Pascal
observó
que
la
suma
del
mal
disminuiría
mucho
si
los
hombres
aprendieran
a
quedarse
sentados
en
sus
habitaciones.
El
contemplativo
cuya
percepción
ha
sido
purificada
no
necesita
quedarse
en
su
habitación.
Puede
dedicarse
a
sus
cosas,
tan
completamente
satisfecho
de
ver
el
divino
Orden
de
Cosas
y de
participar.
en
él
que
no
sentirá
en
ningún
momento
la
tentación
de
aceptar
lo
que
Traherne
llamó
"las
sucias
Dádivas
del
mundo".
Cuando
nos
sentimos
los
únicos
herederos
del
universo,
cuando
"por
nuestras
venas
el
mar
discurre...y
nuestras
joyas
son
las
estrellas",
cuando
cuanto
percibimos
es
infinito
y
santo,
¿que
razones
podemos
tener
para
la
codicia
o la
ambición,
para
buscar
el
poder
o
formas
de
placer
más
funestas?
No
es
probable
que
los
contemplativos
se
conviertan
en
fulleros,
alcahuetes
o
borrachos;
por
regla
general,
no
predican
la
intolerancia
ni
hacen
la
guerra;
no
juzgan
necesario
robar,
estafar
o
explotar
a
los
pobres.
Y a
estas
enormes
virtudes
negativas
podemos
añadir
otra
que,
aunque
de
definición
difícil,
es
positiva
e
importante.
Cabe
que
el
arhat
y el
quietista
no
practiquen
la
contemplación
en
su
plenitud,
pero,
si
la
practican
de
algún
modo,
pueden
traer
informes
esclarecedores
de
otro
y
trascendente
campo
del
espíritu
y,
si
la
practican
en
la
cumbre,
se
convertirán
en
conductos
por
los
que
puede
llegar
desde
ese
campo
cierta
benéfica
influencia
a un
mundo
de
ofuscados
Sí-mismos,
que
se
están
crónicamente
muriendo
por
falta
de
ella.
Entretanto,
yo
había
pasado,
a
pedido
del
investigador,
del
retrato
de
Cézanne
a lo
que
estaba
ocurriendo,
dentro
de
mi
cabeza,
cuando
cerraba
los
ojos.
Esta
vez
el
paisaje
interior
fue,
de
manera
curiosa,
muy
poco
remunerador.
El
campo
visual
estaba
lleno
de
estructuras,
como
de
material
plástico
o de
estaño
esmaltado,
de
brillantes
colores
y en
cambio
constante.
-Barato
-comenté-.
Trivial.
Como
lo
de
un
comercio
de
baratijas.
Y
todas
estas
cosas
charras
existían
en
un
universo
cerrado
y
apretado.
-Es
como
si
se
estuviera
bajo
los
puentes
en
barco
-dije-.
En
un
barco
infinito.
Y
mientras
miraba,
advertí
claramente
que
este
barco
infinito
estaba
en
cierto
modo
relacionando
con
las
pretensiones
humanas.
Este
sofocante
interior
de
un
barco
infinito
era
mi
propio
personal
Sí-mismo;
estos
charros
móviles
de
hojalata
y
plástico
eran
mis
contribuciones
personales
al
universo.
Juzgué
la
lección
saludable,
pero
lamenté,
ello
no
obstante,
que
hubiera
sido
administrada
en
este
momento
y en
esta
forma.
Por
regla
general,
el
tomador
de
mescalina
descubre
un
mundo
interior
tan
manifiestamente
una
premisa,
tan
evidentemente
infinito
y
santo,
como
ese
transfigurado
mundo
exterior
que
yo
había
visto
con
mis
ojos,
abiertos.
Desde
el
principio,
mi
propio
caso
había
sido
diferente.
La
mescalina
me
había
procurado
temporalmente
la
facultad
de
ver
cosas
con
los
ojos
cerrados,
pero
no
pudo
-por
lo
menos,
no
lo
hizo
en
esta
ocasión-
revelar
un
paisaje
interior
que
fuera
ni
remotamente
comparable
a
mis
flores,
mi
silla
o
mis
pantalones
de
"allí
afuera".
Lo
que
me
había
permitido
percibir
dentro
no
era
el
Dharma-Cuerpo
en
imágenes,
sino
mi
propia
mente;
no
la
Arquetípica
Identidad
sino
una
serie
de
símbolos.
En
otros
términos,
un
sustitutivo
de
fabricación
casera
para
la
Identidad.
La
mayoría
de
los
imaginativos
se
transforman
con
la
mescalina
en
visionarios.
Algunos
de
ellos
-y
son
tal
vez
más
numerosos
de
lo
que
generalmente
se
supone-
no
necesitan
transformación:
son
visionarios
todo
el
tiempo.
La
especie
mental
a la
que
Blake
pertenecía
está
muy
difundida
hasta
en
las
sociedades
urbanas-industriales
de
nuestros
días.
El
carácter
único
del
poeta-artista
no
consiste
en
el
hecho
-para
citar
sus
Catálogos
Descriptivos-
de
que
veía
realmente
"estos
maravillosos
originales
llamados
el
Querubín
en
las
Sagradas
Escrituras".
No
consiste
en
el
hecho
de
que
"estos
maravillosos
originales
percibidos
en
mis
visiones
eran
a
veces
de
cien
pies
de
estatura...
todos
con
un
significado
mitológico
y
recóndito".
Consiste
únicamente
en
la
capacidad
de
este
hombre
para
expresar,
en
palabras,
o de
manera
algo
menos
lograda,
en
línea
y
color,
alguna
indicación
por
lo
menos
de
una
experiencia
no
extraordinariamente
desusada.
El
visionario
sin
talento
puede
percibir
una
realidad
interior
no
menos
tremenda,
hermosa
y
significativa
que
el
mundo
contemplado
por
Blake,
pero
carece
totalmente
de
la
capacidad
de
expresar,
en
símbolos
literarios
o
plásticos,
lo
que
ha
visto.
Resulta
manifiesto
de
las
constancias
religiosas
y de
los
monumentos
sobrevivientes
de
la
poesía
y
las
artes
plásticas
que,
en
la
mayoría
de
los
tiempo
y
lugares,
los
hombres
han
atribuido
más
importancia
al
paisaje
interior
que
a
las
experiencias
objetivas
y
han
atribuido
a lo
que
veían
con
los
ojos
cerrados
una
significación
espiritualmente
más
alta
que
a lo
que
veían
con
los
ojos
abiertos.
¿La
razón?
La
familiaridad
engendra
el
desdén
y el
cómo
sobrevivir
es
un
problema
cuya
urgencia
va
de
lo
crónicamente
tedioso
al
auténtico
tormento.
El
mundo
exterior
es
aquello
a lo
que
nos
despertamos
cada
mañana
de
nuestras
vidas,
es
el
lugar
donde,
nos
guste
o
no,
tenemos
que
esforzamos
por
vivir.
En
el
mundo
interior
no
hay
en
cambio
ni
trabajo
ni
monotonía.
Lo
visitamos
únicamente
en
sueños
o en
la
meditación,
y su
maravilla
es
tal
que
nunca
encontramos
el
mismo
mundo
en
dos
sucesivas
ocasiones.
¿Cómo
puede
extrañar
entonces
que
los
seres
humanos,
en
su
busca
de
lo
divino,
hayan
preferido
generalmente
mirar
hacia
adentro?
Generalmente
pero
no
siempre.
En
su
arte
del
mismo
modo
que
en
su
religión,
los
taoístas
y
los
budistas
Zen
miraban,
más
allá
de
las
visiones,
al
Vacío
y, a
través
del
Vacío,
a
las
diez
mil
cosas
de
la
realidad
objetiva.
A
causa
de
su
doctrina
del
Verbo
hecho
carne,
los
cristianos
hubieran
debido
ser
capaces,
desde
el
principio,
de
adoptar
una
actitud
análoga
frente
al
universo
que
los
rodeaba.
Pero,
como
consecuencia
de
la
doctrina
del
Pecado,
les
resultaba
ortodoxa
y
comprensible
una
expresión
de
total
negación
del
mundo
y
hasta
de
su
condenación.
"Nada
nos
debe
asombrar
en
la
Naturaleza,
con
la
sola
excepción
de
la
Encamación
de
Cristo."
En
el
siglo
XVII,
la
frase
de
Lallemant
parecía
tener
sentido.
Hoy,
suena
a
locura.
La
elevación
de
la
pintura
de
paisajes
al
rango
de
forma
de
arte
mayor
se
produjo
en
China
hace
unos
mil
años,
en
Japón
hace
un
seiscientos
años
y en
Europa
hace
unos
trescientos.
La
ecuación
del
Dharma-Cuerpo
con
el
seto
fue
formada
por
esos
Maestros
Zen
que
unieron
el
naturalismo
taoísta
con
el
trascendentalismo
budista.
Fue,
por
tanto,
únicamente
en
el
Lejano
Oriente
donde
los
paisajistas
consideraron
conscientemente
su
arte
cono
religioso.
En
Occidente,
la
pintura
religiosa
consistía
en
retratar
a
santos
personajes,
en
ilustrar
textos
sagrados.
Los
paisajistas
se
consideraban
a sí
mismos
artistas
seculares.
Hoy
reconocemos
en
Seurat
a
uno
de
los
supremos
maestros
de
lo
que
podría
ser
llamada
pintura
mística
de
paisajes.
Y
sin
embargo,
este
hombre
que
fue
capaz,
más
efectivamente
que
cualquier
otro,
de
expresar
lo
Uno
en
los
muchos,
se
indignaba
cuando
alguien
le
alababa
por
la
"poesía"
de
su
trabajo.
"Yo
me
limito
a
aplicar
el
Sistema",
protestaba.
En
otros
términos,
era
meramente
un
pointilliste
y, a
sus
propios
ojos,
nada
más.
Se
cuenta
una
anécdota
análoga
de
John
Constable.
Hacia
el
fin
de
su
vida,
Blake
conoció
a
Constable
en
Hampstead
y
contempló
uno
de
los
boceto
del
joven
artista.
A
pesar
de
su
desdén
por
el
arte
naturista,
el
anciano
visionario
advertía
algo
bueno
cuando
lo
veía.
"Esto
no
es
dibujo;
esto
es
inspiración",
exclamó.
"Yo
he
tratado
de
que
sea
dibujo",
fue
la
característica
respuesta
de
Constable.
Los
dos
hombres
tenían
razón.
Era
dibujo,
preciso,
veraz,
y
era
al
mismo
tiempo
inspiración,
inspiración
de
un
orden
tan
alto
por
lo
menos
como
la
de
Blake.
Los
pinos
del
Heath
habían
sido
vistos
verdaderamente
como
identificados
con
el
Dharma-Cuerpo.
El
boceto
era
una
expresión,
necesariamente
impresionante
de
lo
que
una
percepción
purificada
había
revelado
a
los
ojos
abiertos
de
un
gran
pintor.
De
una
contemplación
según
la
tradición
de
Wordsworth
y
Whitman,
del
Dharma-Cuerpo
como
seto
y de
visiones,
como
las
de
Blake,
"de
los
originales
maravillosos"
dentro
del
espíritu,
los
poetas
contemporáneos
se
han
retirado
a
una
investigación
de
lo
subconsciente
personal
y a
una
expresión
en
términos
sumamente
abstractos
no
del
hecho
dado
objetivo,
sino
de
meras
nociones
científicas
y
teológicas.
Y
algo
parecido
ha
sucedido
en
el
campo
de
la
pintura.
Aquí
hemos
experimentado
un
abandono
general
del
paisaje,
la
forma
artística
predominante
en
el
siglo
XIX.
Este
abandono
del
paisaje
no
ha
sido
para
pasar
a
eso
otro,
al
Dato
divino
interior
a
que
se
han
dedicado
la
mayoría
de
las
escuelas
tradicionales
del
pasado,
al
Mundo
Arquetípico
donde
los
hombres
han
hallado
siempre
las
materias
primeras
del
mito
y de
la
religión.
No,
ha
sido
un
paso
del
Dato
exterior
a lo
subconsciente
personal,
a un
mundo
mental
más
escuálido
y
más
herméticamente
cerrado
que
inclusive
el
mundo
de
la
personalidad
consciente.
¿Donde
había
visto
yo
antes
estas
chucherías
de
hojalata
y
materias
plásticas?
En
cualquiera
de
las
galerías
que
exponen
lo
último
en
arte
no
representativo.
Y
ahora
alguien
trajo
un
fonógrafo
y
puso
un
disco
en
la
placa
giratoria.
Escuché
con
placer,
pero
no
experimenté
nada
comparable
a
las
apocalipsis
de
flores
y
franela
que
había
visto.
¿Podrá
oír
un
músico
naturalmente
dotado
las
revelaciones
que
fueron
para
mí
exclusivamente
visuales?
Sería
interesante
hacer
el
experimento.
Pero,
aunque
no
transfigurado,
aunque
reteniendo
su
cualidad
y su
intensidad
normales,
la
música
contribuyó
no
poco
a mi
comprensión
de
lo
que
me
había
sucedido
y de
los
grandes
problemas
que
los
sucesos
habían
planteado.
De
modo
curioso,
la
música
instrumental
me
dejaba
frío.
El
Concierto
para
Piano
en
Do
Menor
de
Mozart
fue
interrumpido
después
del
primer
movimiento
y
reemplazado
por
los
discos
de
unos
madrigales
de
Gesualdo.
-
Esas
voces...
-comenté
con
agrado-.
Esas
voces...
Son
una
especie
de
puente
que
devuelve
al
mundo
humano.
Y
continuaron
siendo
un
puente
hasta
cantando
la
más
alarmantemente
cromática
de
las
composiciones
del
príncipe
loco.
A lo
largo
de
las
desiguales
frases
de
los
madrigales,
la
música
siguió
su
curso,
sin
atenerse
a la
misma
clave
en
dos
compases
seguidos.
En
Gesualdo,
ese
fantástico
personaje
de
un
melodrama
de
Webster,
la
desintegración
psicológica
había
exagerado
y
llevado
al
extremo
una
tendencia
inherente
a la
música
modal,
como
opuesta
a la
plenamente
tónica:
Las
obras
resultantes
sonaban
como
si
hubieran
sido
escritas
por
el
posterior
Schoenberg.
- Y
sin
embargo...
-me
sentí
obligado
a
decir,
mientras
escuchaba
estos
extraños
productos
de
una
psicosis
de
la
Contrarreforma
trabajando
sobre
una
tardía
forma
artística
medieval-
sin
embargo,
no
importa
que
esté
totalmente
en
pedazos.
Todo
está
desorganizado.
Pero
cada
fragmento
individual
está
en
orden,
es
un
representante
de
un
Orden
Superior.
El
Orden
Superior
prevalece
hasta
en
la
desintegración.
La
totalidad
está
presente
hasta
en
los
pedazos
rotos.
Más
claramente
presente
tal
vez
que
en
una
obra
completamente
coherente.
Por
lo
menos,
no
se
nos
crea
una
sensación
de
falsa
seguridad
con
un
orden
meramente
humano,
meramente
fabricado.
Por
ello,
en
cierto
sentido,
la
desintegración
puede
tener
sus
ventajas.
Aunque,
desde
luego,
es
peligroso,
terriblemente
peligroso...
De
los
madrigales
de
Gesualdo
pasamos,
en
un
salto
de
tres
siglos,
a
Alban
Berg
y la
Serie
Lírica.
-Esto
va a
ser
un
infierno-
anuncié.
Pero,
según
se
vio,
me
equivoqué.
En
realidad,
la
música
parecía
casi
cómica.
Sacada
del
fondo
del
subconsciente
personal,
la
angustia
sucedió
a la
angustia
de
doce
tonos;
pero
lo
que
me
impresionaba
era
únicamente
la
esencial
incongruencia
entre
una
desintegración
psicológica
todavía
más
completa
que
la
de
Gesualdo
y
los
prodigiosos
recursos,
en
talento
y
técnica,
empleados
para
su
expresión.
-!Qué
pena
se
está
dando
a sí
mismo!
comenté,
con
una
burlona
falta
de
simpatía-,
Katzenmusik,
una
Katzenmusik
erudita.
-Y
finalmente,
después
de
unos
cuantos
minutos
más
de
zozobra:
-¿A
quién
le
importa
lo
que
se
siente?
¿Por
qué
no
se
dedica
a
otra
cosa?
Como
crítica
de
lo
que
indudablemente
era
una
obra
muy
notable,
mis
palabras
resultaban
injustas
e
impropias,
pero
no,
a mi
juicio,
ajenas
al
asunto.
Las
cito
en
lo
que
valen
y
porque
es
así
como
reaccione,
en
un
estado
de
pura
contemplación,
ante
la
Serie
Lírica.
Cuando
terminó
la
música,
el
investigador
propuso
un
paseo
por
el
jardín.
Acepté
y,
aunque
mi
cuerpo
parecía
haberse
disociado
casi
completamente
de
mi
mente
-o,
para
ser
más
exacto,
aunque
mi
conciencia
del
transfigurado
mundo
exterior
no
estaba
ya
acompañada
por
una
conciencia
de
mi
organismo
físico-,
conseguí
levantarme,
abrir
la
puerta
ventana
y
salir
con
sólo
un
mínimo
de
vacilación.
Era
curioso,
desde
luego,
-sentir
que
"Yo"
no
era
el
mismo
que
estos
brazos
y
piernas
de
"ahí
afuera",
que
todo
este
conjunto
objetivo
de
tronco,
cuello
y
hasta
cabeza.
Era
curioso,
pero
pronto
se
quedaba
acostumbrado
a
ello.
Y,
de
uno
u
otro
modo,
el
cuerpo
parecía
perfectamente
capaz
de
mirar
por
sí
mismo.
Claro
está
que,
en
realidad,
siempre
sabe
cuidarse.
Todo
lo
que
el
ego
consciente
puede
hacer
es
formular
deseos,
realizados
luego
por
fuerzas
a
las
que
apenas
gobierna
y a
las
que
no
comprende
en
absoluto.
Cuando
hace
algo
más
-cuando,
por
ejemplo,
se
empeña
en
algo,
se
preocupa,
siente
aprensión
por
lo
futuro-,
disminuye
la
efectividad
de
estas
fuerzas
y
hasta
puede
ser
causa
de
que
el
desvitalizado
cuerpo
caiga
enfermo.
En
mi
estado
presente,
la
conciencia
no
se
refería
a un
ego;
estaba,
por
decirlo
así,
en
sí
misma.
Esto
significaba
que
la
inteligencia
fisiológica
que
gobierna
el
organismo
también
se
sentía
autónoma.
Por
el
momento,
el
neurótico
entremetido
que,
en
las
horas
de
vigilia,
trata
de
dirigir
el
espectáculo
quedaba,
por
suerte,
al
margen.
Desde
la
puerta
ventana
me
dirigí
a
una
especie
de
pérgola
cubierta
en
parte
por
un
rosal
trepador
y en
parte
por
listones
de
una
pulgada
de
ancho,
con
media
pulgada
de
espacio
entre
ellos.
Brillaba
el
sol
y
las
sombras
de
los
listones
formaban
un
dibujo
de
cebra
en
el
piso
y en
el
asiento
y el
respaldo
de
la
silla
de
jardín
que
se
hallaba
al
fondo
de
la
pérgola.
Esta,
silla...
¿La
olvidaré
alguna
vez?
Allí
donde
las
sombras
caían
sobre
la
lona
de
la
tapicería,
las
franjas
de
un
añil
a la
vez
profundo
y
brillante
alternaban
con
otras
de
una
incandescencia
tan
intensa
que
era
difícil
creer
que
no
estuvieran
hechas
de
fuego
azul.
Durante
un
lapso
que
pareció
inmensamente
largo,
miré
sin
saber,
inclusive
sin
desear
saber,
lo
que
tenía
delante.
En
cualquier
otro
momento
hubiera
visto
una
silla
con
alternadas
franjas
de
luz
y de
sombra.
Hoy,
el
precepto
se
había
tragado
al
concepto.
Yo
estaba
tan
completamente
absorbido
por
el
mirar,
tan
fulminado
por
lo
que
realmente
veía,
que
no
podía
darme
cuenta
de
ninguna
otra
cosa.
Muebles
de
jardín,
listones,
luz
de
sol,
sombras...
Todas
estas
cosas
no
eran
mas
que
nombres
y
nociones,
meras
verbalizaciones,
para
propósitos
utilitarios
y
científicos,
después
del
suceso.
El
suceso
era
esta
sucesión
de
bocas
de
azulados
hornos,
separadas
por
golfos
de
insondable
genciana.
Era
algo
indescriptiblemente
maravilloso,
hasta
el
punto
de
ser
casi
aterrador.
Y de
pronto
tuve
un
vislumbre
de
lo
que
se
debe
sentir
cuando
se
está
loco.
La
esquizofrenia
tiene
sus
paraísos,
del
mismo
modo
que
sus
infiernos
y
sus
purgatorios,
y
recuerdo
lo
que
un
viejo
amigo,
muerto
años
ha,
me
dijo
acerca
de
su
mujer
loca.
Un
día,
en
las
primeras
fases
de
la
enfermedad,
cuando
la
desgraciada
tenía
todavía
intervalos
lúcidos,
mi
amigo
había
ido
al
hospital
para
hablarle
de
los
hijos.
Ella
lo
escuchó
un
rato,
pero
lo
interrumpió
de
golpe.
¿Cómo
podía
perder
el
tiempo
hablando
de
un
par
de
chiquillos
ausentes
cuando
todo
lo
que
realmente
importaba,
aquí
y
ahora,
era
la
indescriptible
belleza
de
los
dibujos
que
formaba,
en
su
chaqueta
de
mezclilla
de
color
castaño,
cada
vez
que
movía
los
brazos?
Pero,
ay,
no
iba
a
durar
este
paraíso
de
percepción
purificada,
de
contemplación
unilateral
sin
mácula.
Las
bienaventuradas
treguas
se
hicieron
cada
vez
más
raras
y
breves,
hasta
que
finalmente
desaparecieron
y
sólo
quedó
el
horror.
La
mayoría
de
los
tomadores
de
mescalina
experimentan
únicamente
la
parte
celestial
de
la
esquizofrenia.
La
droga
sólo
procura
infierno
y
purgatorio
a
quienes
han
padecido
recientemente
una
ictericia
o
son
víctimas
de
depresiones
periódicas
o
ansiedad
crónica.
Sí,
como
las
otras
drogas
de
poder
remotamente
comparable,
la
mescalina
fuera
notoriamente
tóxica,
tomarla
sería
suficiente,
por
sí
mismo,
para
causar
ansiedad.
Pero
la
persona
razonablemente
sana
sabe
por
adelantado
que,
en
lo
que
a
ella
se
refiere,
la
mescalina
es
completamente
inocua,
que
sus
efectos
pasan
al
cabo
de
ocho
o
diez
horas,
sin
dejar
rastros
y,
por
consiguiente,
deseos
de
renovar
la
dosis.
Fortificado
por
este
conocimiento,
se
embarca
en
el
experimento
sin
miedo,
es
decir,
sin
ninguna
predisposición
a
convertir
una
experiencia
excepcionalmente
extraña
y
poco
humana
en
algo
espantoso,
en
algo
verdaderamente
diabólico.
Ante
una
silla
que
parecía
el
Juicio
Final
o,
-para
ser
más
exactos,
ante
un
Juicio
Final
que,
al
cabo
de
mucho
tiempo
y
con
seria
dificultad,
reconocí
como
una
silla,
me
vi
de
pronto
en
los
lindes
del
pánico.
Tuve
bruscamente
la
impresión
de
que
el
asunto
estaba
yendo
demasiado
lejos.
Demasiado
lejos,
aunque
fuera
una
ida
hacia
una
belleza
más
intensa,
hacia
un
significado
más
profundo:
El
miedo,
según
lo
advierto
al
analizarlo
en
retrospectiva,
era
a
quedar
aplastado,
a
desintegrarme
bajo
la
presión
de
una
realidad
más
poderosa
de
la
que
una
inteligencia,
hecha
a
vivir
la
mayor
parte
del
tiempo
en
el
cómodo
mundo
de
los
símbolos,
podía
soportar.
La
literatura
de
la
experiencia
religiosa
abunda
en
referencias
a
aflicciones
y
terrores
que
abruman
a
quienes
se
han
visto,
demasiado
bruscamente,
ante
alguna
manifestación
del
Mysterium
tremendum.
En
lenguaje
teológico,
este
miedo
es
debido
a la
incompatibilidad
entre
el
egotismo
del
hombre
y la
divina
pureza,
entre
el
apartamiento
autogravado
del
hombre
y la
infinitud
de
Dios.
Con
Boehme
y
William
Law,
podríamos
decir
que,
para
las
almas
no
regeneradas,
la
divina
Luz
en
todo
su
esplendor
sólo
puede
ser
sentida
como
un
fuego
quemante,
de
purgatorio.
Se
halla
una
doctrina
casi
idéntica
en
El
Libro
Tibetano
de
los
Muertos,
donde
se
describe
el
alma
del
difunto
como
huyendo
angustiada
de
la
Clara
Luz
del
Vacío
y
hasta
de
Luces
menores
y
mitigadas,
para
lanzarse
de
cabeza
a la
confortadora
oscuridad
del
sí
mismo,
como
ser
humano
renacido
o
hasta
como
animal,
infeliz
espectro
o
habitante
del
infierno.
Cualquier
cosa
antes
que
el
brillo
abrasador
de
la
Realidad
sin
mitigaciones
¡Cualquier
cosa!.
El
esquizofrénico
es
un
alma,
no
solamente
no
regenerada,
sino
además
desesperadamente
enferma.
Su
enfermedad
consiste
en
su
incapacidad
para
escapar
de
la
realidad
interior
y
exterior
y
refugiarse
-como
lo
hace
habitualmente
la
persona
sana-
en
el
universo
de
fabricación
casera
del
sentido
común,
en
el
mundo
estrictamente
humano
de
las
nociones
útiles,
los
símbolos
compartidos
y
las
convenciones
socialmente
aceptables.
El
esquizofrénico
es
como
un
hombre
que
está
permanentemente
bajo
la
influencia
de
la
mescalina
y
que,
por
tanto,
no
puede
rechazar
la
experiencia
de
una
realidad
con
la
que
no
puede
convivir
porque
no
es
lo
bastante
santo,
que
no
puede
explicar
porque
se
trata
del
más
innegable
y
porfiado
de
los
hechos
primarios
y
que,
al
no
permitirle
nunca
mirar
al
mundo
con
ojos
meramente
humanos,
le
asusta
hasta
el
punto
de
hacerle
interpretar
su
inflexible
esquivez,
su
abrasadora
intensidad
de
significado,
como
manifestaciones
de
malevolencia
humana
o
hasta
cósmica,
de
malevolencia
que
reclama
las
más
desesperadas
reacciones,
desde
la
violencia
asesina,
en
un
extremo
de
la
escala,
hasta
la
catatonía,
o
suicidio
psicológico,
en
el
otro.
Y
una
vez
que
nos
lanzamos
por
la
infernal
cuesta
abajo,
ya
no
hay
modo
de
que
nos
detengamos.
Esto
resultaba
ahora
evidentísimo.
-Si
se
emprendiera
la
marcha
por
el
mal
camino
-dije,
contestando
a
las
preguntas
del
investigador-,
cuanto
sucediera
sería
una
prueba
de
la
conspiración
de
que
se
es
víctima.
Todo
se
justificaría
a si
mismo.
No
se
podría
suspirar
sin
saberlo
parte
de
la
conspiración.
-Entonces,
¿usted
cree
saber
dónde
se
encuentra
la
locura?
Contesté
con
un
"si"
rotundo
y
muy
sentido.
- ¿Y
no
podría
usted
dominarla?
-No,
no
podría
dominarla.
Si
se
empieza
con
el
miedo
y el
odio
como
premisa
mayor,
hay
que
ir
hasta
la
conclusión.
-
¿No
podrías
-me
preguntó
mi
mujer-
fijar
tu
atención
en
lo
que
El
Libro
Tibetano
de
los
Muertos
llama
la
Clara
Luz?
Vacilé.
¿Mantendrías
alejado
al
mal,
si
pudieras
fijarla?
¿0
es
que
no
podrías
fijarla?
Medité
un
rato
sobre
la
pregunta.
-Tal
ves
pudiera
fijarla
-contesté
finalmente-,
pero
únicamente
si
hubiera
alguien
que
me
hablara
de
la
Clara
Luz.
No
habría
modo
de
hacerlo
por
sí
mismo.
Ese
es
el
sentido,
supongo,
del
ritual
tibetano:
alguien
que
esté
ahí
sentado
todo
el
tiempo
y
diciéndonos
qué
es
qué.
Después
de
escuchar
las
grabaciones
de
ésta
parte
del
experimento,
tomé
mi
ejemplar
de
la
edición
Evans-Wentz
de
El
Libro
Tibetano
de
los
Muertos
y lo
abrí
al
azar.
"Oh,
tú,
de
alta
cuna,
no
permitas
que
tu
mente
se
perturbe!"
Ese
era
el
problema:
permanecer
sereno.
No
dejarse
perturbar
por
el
recuerdo
de
los
pecados
cometidos,
por
el
placer
imaginado,
por
el
amargo
dejo
de
antiguos
errores
y
humillaciones,
por
todos
los
miedos,
odios
y
ansias
que
ordinariamente
eclipsan
la
luz.
¿No
podría
hacer
el
moderno
psiquiatra
por
los
locos
lo
que
aquellos
monjes
budistas
hacían
por
los
moribundos
y
los
muertos?
Que
haya
una
voz
que
les
asegure,
de
día
y
hasta
cuando
estén
durmiendo,
que,
a
pesar
de
todo
el
terror,
de
todas
las
perplejidades
y
confusiones,
la
Realidad
última
sigue
siendo
inmutablemente
ella
misma
y es
de
la
misma
sustancia
que
la
luz
interior
de
la
mente
más
cruelmente
atormentada.
Por
medio
de
discos,
conmutadores
con
mecanismos
de
relojería,
sistemas
de
alocuciones
colectivas
y
discursos
de
cabecera
sería
muy
fácil
mantener
constantemente
al
tanto
de
este
hecho
primordial
a
los
enfermos
de
inclusive
una
institución
con
escaso
personal.
Cabe
que
unas
cuantas
de
estas
almas
perdidas
pudieran
así
conquistar
cierto
dominio
sobre
el
universo
-a
un
mismo
tiempo
hermoso
y
aterrador,
pero
siempre
no
humano,
siempre
totalmente
incomprensible-
en
el
que
se
ven
condenadas
a
vivir.
No
demasiado
pronto,
desde
luego,
fui
apartado
de
los
inquietantes
esplendores
de
mi
silla
de
jardín.
En
verdes
parábolas
que
bajaban
del
seto,
las
hiedras
brillaban
con
una
especie
de
radiación
cristalina,
parecida
al
jade.
Un
momento
después,
un
grupo
de
Kniphofia
uvaria
rojas,
en
plena
floración,
hizo
explosión
ante
mis
ojos.
Estaban
tan
apasionadamente
vivas
que
se
hubiera
dicho
que
iban
a
hablar,
a
pronunciarse,
con
las
flores
lanzadas
derechamente
hacia
lo
azul.
Como
la
silla
bajo
los
listones
protestaban
demasiado.
Bajé
la
vista
hacia
las
hojas
y
descubrí
un
cavernoso
embrollo
de
las
más
delicadas
luces
y
sombras
verdes,
latientes
de
indescifrable
misterio.
Rosas:
Las
flores
son
fáciles
de
pintar;
Difíciles
las
hojas.
El
haiku
de
Shiki
-que
cito
con
la
traducción
de
F.
H.
Blyth-
expresa,
de
manera
indirecta,
exactamente
lo
que
yo
entonces
sentía:
la
excesiva
y
demasiado
evidente
gloria
de
las
flores,
en
contraste
con
el
milagro
más
sutil
de
su
follaje.
Salimos
a la
calle.
Se
hallaba
junto
a la
vereda
un
gran
automóvil
de
color
azul
pálido.
Al
verlo,
me
sentí
repentinamente
movido
a
risa.
¡Qué
complacencia
y
qué
absurdo
engreimiento
irradiaban
las
combadas
superficies
de
lustrosísimo
esmalte!
El
hombre
había
creado
la
cosa
a su
propia
imagen
o,
mejor
dicho,
a la
imagen
de
su
personaje
favorito
en
la
novela.
Me
reí
hasta
tener
lágrimas
por
mis
mejillas.
Volvimos
a la
casa.
Se
había
preparado
una
colación.
Alguien,
que
no
era
todavía
idéntico
conmigo,
cayó
sobre
ella
con
voraz
apetito.
Desde
lejos
y
sin
mucho
interés,
miré.
Terminada
la
colación,
subimos
al
coche
para
dar
un
paseo.
Los
efectos
de
la
mescalina
estaban
ya
en
declinación,
pero
las
flores
de
los
jardines
se
hallaban
todavía
en
los
lindes
de
lo
sobrenatural
y
los
pimenteros
y
algarrobos
de
las
calles
laterales
pertenecían
de
modo
manifiesto
a
alguna
sagrada
arboleda.
El
Edén
alternaba
con
Dodona,
Yggdrasil
con
la
Rosa
mística.
Y en
esto,
bruscamente,
nos
vimos
en
una
intersección,
a la
espera
de
cruzar
el
Sunset
Boulevard.
Delante
de
nosotros,
los
coches
desfilaban
en
una
corriente
continua;
eran
miles,
todos
brillantes
y
relucientes
como
sueño
de
anunciante
y
cada
uno
de
ellos
más
ridículo
que
el
anterior.
De
nuevo
me
desternillé
de
risa.
El
Mar
Rojo
del
tránsito
se
abrió
finalmente
y lo
cruzamos
para
pasar
a
otro
oasis
de
árboles,
céspedes
y
rosas.
A
los
pocos
minutos
estábamos
en
un
punto
ventajoso
de
las
alturas
y
teníamos
a la
ciudad
extendida
a
nuestros
pies.
Resultaba
decepcionante,
pues
se
parecía
mucho
a la
ciudad
que
había
visto
en
otras
ocasiones.
En
lo
que
a mí
se
refería,
la
transfiguración
era
proporcional
a la
distancia.
Cuanto
más
cercana
la
cosa,
más
divinamente
otra.
Este
vasto
y
confuso
panorama,
apenas
era
diferente
de
sí
mismo.
Seguimos
el
paseo
en
automóvil
y,
mientras
permanecimos
en
las
alturas,
con
una
vista
distante
sucediendo
a
otra
vista
distante,
el
significado
estuvo
al
nivel
de
todos
los
días,
muy
por
debajo
del
punto
de
transfiguración.
La
magia
comenzó
a
actuar
de
nuevo
cuando
bajamos,
entramos
en
otro
suburbio
y
desfilamos
entre
dos
hileras
de
casas.
Aquí,
a
pesar
de
la
peculiar
fealdad
de
la
arquitectura,
había
reanudaciones
de
la
alteración
trascendental,
indicios
del
paraíso
matutino.
Las
chimeneas
de
ladrillo
y
los
verdes
tejados
de
compuestas
tejas
brillaban
al
sol
como
fragmentos
de
la
Nueva
Jerusalén.
Y vi
de
pronto
lo
que
Guardi
había
visto
y
expresado
tantas
veces
-¡con
qué
incomparable
maestría!-
en
sus
cuadros:
una
pared
de
estuco
con
una
sombra
al
sesgo;
una
pared
sin
adorno
alguno,
pero
inolvidablemente
hermosa;
vacía,
pero
cargada
con
todo
el
significado
y el
misterio
de
la
existencia.
La
Revelación
alboreó
y se
fue
de
nuevo
en
la
fracción
de
un
segundo.
El
automóvil
había
continuado
su
marcha;
el
tiempo
estaba
descubriendo
otra
manifestación
de
la
eterna
Identidad.
"Dentro
de
la
igualdad
hay
diferencia.
Pero
que
la
diferencia
sea
diferente
de
la
igualdad
no
es
en
modo
alguno
la
intención
de
todos
los
Budas.
Su
intención
es
tanto
la
totalidad
como
la
diferenciación."
Este
macizo
de
geranios
rojos
y
blancos,
por
ejemplo,
era
totalmente
distinto
de
la
pared.
de
estuco
que
quedaba
cien
metros
cuesta
arriba.
Pero
la
"ser-encia"
de
las
dos
cosas
era
la
misma;
la
eterna
cualidad
de
su
transitoriedad
era
la
misma.
Una
hora
después,
con
diez
millas
más
y la
visita
a la
Droguería
Mayor
del
Mundo
a
salvo
detrás
de
nosotros,
estábamos
de
nuevo
en
casa
y yo
había
vuelto
a
ese
tranquilizador
aunque
muy
poco
satisfactorio
estado
que
conocemos
como
"estar
en
sus
cabales".
Parece
muy
improbable
que
la
humanidad,
en
libertad
pueda
alguna
vez
dispensarse
de
los
Paraísos
Artificiales.
La
mayoría
de
los
hombres
y
mujeres
llevan
vidas
tan
penosas
en
el
peor
de
los
casos
y
tan
monótonas,
pobres
y
limitadas
en
el
mejor,
que
el
afán
de
escapar,
el
ansia
de
trascender
de
sí
mismo
aunque
sólo
sea
por
breves
momentos
es y
ha
sido
siempre
uno
de
los
principales
apetitos
del
alma.
El
arte
y la
religión,
los
carnavales
y
las
saturnales,
el
baile
y el
escuchar
la
oratoria
son
cosas
que
han
servido,
para
emplear
la
frase
de
H.
G.
Wells,
de
Puertas
en
el
Muro.
Y
para
el
uso
privado
y
cotidiano,
siempre
han
habido
los
tóxicos
químicos.
Los
sedantes
y
narcóticos
vegetales,
los
eufóricos
que
crecen
en
los
árboles
y
los
alucinógenos
que
maduran
en
las
bayas
o
pueden
ser
exprimidos
de
las
raíces
han
sido
conocidos
y
utilizados
sistemáticamente,
todos
sin
excepción,
por
los
seres
humanos
desde
tiempo
inmemorial.
Y a
estos
modificadores
naturales
de
la
conciencia,
la
ciencia
moderna
ha
añadido
su
cuota
de
sintéticos:
por
ejemplo,
el
cloral,
la
bencedrina,
los
bromuros
y
los
barbitúricos.
La
mayoría
de
estos
modificadores
de
conciencia
no
pueden
ser
tomados
actualmente
si
no
es
por
orden
del
médico
o
ilegalmente
y
con
grave
riesgo.
Occidente
sólo
permite
el
uso
sin
trabas
del
alcohol
y
del
tabaco.
Las
demás
Puertas
químicas
en
el
Muro
se
califican
de
tóxicos
y
quienes
las
toman
sin
autorización
son
Viciosos.
Gastamos
actualmente
en
bebidas
y
tabaco
más
de
lo
que
gastamos
en
educación.
Esto,
desde
luego,
no
es
sorprendente.
El
afán
de
escapar
de
sí
mismo
y
del
ambiente
se
halla
en
la
mayoría
de
nosotros
casi
todo
el
tiempo.
El
deseo
de
hacer
algo
por
los
niños
es
fuerte
únicamente
en
los
padres
y
sólo
durante
los
pocos
años
en
que
sus
hijos
van
a la
escuela.
Tampoco
puede
sorprender
la
actitud
corriente
frente
al
alcohol
y el
tabaco.
A
pesar
del
creciente
ejército
de
los
alcohólicos
sin
remedio,
a
pesar
de
los
cientos
de
miles
de
personas
muertas
o
incapacitadas
cada
año
por
conductores
borrachos,
los
comediantes
siguen
haciéndonos
reír
con
sus
bromas
acerca
de
los
aficionados
a
empinar
el
codo.
Y a
pesar
de
las
pruebas
que
relacionan
el
cigarrillo
con
el
cáncer
del
pulmón,
prácticamente
apenas
hay
personas
que
no
consideren
que
el
fumar
es
casi
tan
normal
como
el
comer.
Desde
el
punto
de
vista
del
racionalista
utilitario
esto
puede
parecer
extraño.
Para
el
historiador
es
exactamente
lo
que
cabía
esperar.
La
firme
convicción
de
la
realidad
material
del
Infierno
nunca
impidió
a
los
cristianos
medievales
hacer
lo
que
su
ambición,
su
lujuria
o su
codicia
les
reclamaba.
El
cáncer
del
pulmón,
los
accidentes
del
tránsito
y
los
millones
de
alcohólicos
miserables
y
transmisores
de
miseria
son
hechos
todavía
más
ciertos
de
lo
que
era
en
tiempos
de
Dante
el
hecho
del
infierno.
Pero
todos
ellos
son
hechos
remotos
e
insustanciales
al
lado
del
hecho
próximo
y
muy
sentido
del
ansia,
aquí,
ahora,
de
un
alivio,
de
un
sedante,
de
un
trago
o un
cigarrillo.
Nuestra
edad
es
la
edad,
entre
otras
cosas
del
automóvil
y de
la
población
en
impresionante
aumento.
El
alcohol
es
incompatible
con
la
seguridad
en
las
carreteras
y su
producción,
como
la
del
tabaco,
condena
a
virtual
esterilidad
a
millones
de
hectáreas
del
suelo
más
fértil.
Los
problemas
planteados
por
el
alcohol
y el
tabaco
no
pueden
ser
resueltos,
sobra
decirlo,
por
la
prohibición.
El
afán
universal
y
permanente
de
autotrascendencia
no
puede
ser
abolido
cerrando
de
golpe
las
más
populares
Puertas
del
Muro.
La
única
acción
razonables
es
abrir
puertas
Mejores,
con
la
esperanza
de
que
hombres
y
mujeres
cambien
sus
viejas
malas
costumbres
por
hábitos
nuevos
y
menos
dañosos.
Algunas
de
estas
puertas
mejores
podrán
ser
de
naturaleza
social
y
tecnológica,
otras
religiosas
o
psicológicas,
y
otras
más
dietéticas,
educativas
o
atléticas.
Pero
subsistirá
indudablemente
la
necesidad
de
tomarse
frecuentes
vacaciones
químicas
del
intolerable
Sí-mismo
y
del
repulsivo
ambiente.
Lo
que
hace
falta
es
una
nueva
droga
que
alivie
y
consuele
a
nuestra
doliente
especie
sin
hacer
a la
larga
más
daño
del
bien
que
hace
a la
corta.
Una
droga
así
tiene
que
ser
poderosa
en
muy
pequeñas
dosis
y
sintetizable.
Si
no
posee
estas
cualidades,
su
producción,
como
la
del
vino,
la
cerveza,
los
licores
y el
tabaco,
dificultará
el
cultivo
de
los
alimentos
y
fibras
indispensables.
Debe
ser
menos
tóxica
que
el
opio
o la
cocaína,
tener
menos
probabilidades
que
el
alcohol
o
los
barbitúricos
de
producir
consecuencias
sociales
desagradables
y
hacer
menos
daño
al
corazón
y
los
pulmones
que
los
alquitranes
y la
nicotina
del
tabaco.
Y en
el
lado
positivo,
debe
producir
cambios
en
la
conciencia
que
sean
más
interesantes
e
intrínsecamente
valiosos
que
el
mero
alivio
o la
mera
ensoñación,
que
ilusiones
de
omnipotencia
o
escapes
a la
inhibición.
Para
la
mayoría,
la
mescalina
es
casi
completamente
inocua.
En
contraste
con
el
alcohol,
no
lleva
a
quien
la
toma
a
esa
especie
de
acción
sin
trabas
que
se
traduce
en
riñas,
crímenes
de
violencia
y
accidentes
de
tránsito.
Un
hombre
bajo
la
influencia
de
la
mescalina
se
dedica
tranquilamente
a
sus
propios
asuntos.
Además,
los
asuntos
que
le
interesan,
constituyen
una
experiencia
de
lo
más
instructiva,
que
no
debe
ser
pagada
luego
-esto
es
muy
importante-
por
secuelas
compensadoras.
De
las
consecuencias
a la
larga
para
quien
toma
regularmente
mescalina,
sabemos
muy
poco.
Los
indios
que
consumen
capullos
de
peyotl
no
parecen
física
o
moralmente
degradados
por
el
hábito.
Sin
embargo,
las
pruebas
de
que
disponemos
son
escasas
e
incompletas.
Aunque
evidentemente
superior
a la
cocaína,
el
opio,
el
alcohol
y el
tabaco,
la
mescalina
no
es
todavía
la
droga
ideal.
Junto
a la
felizmente
transfigurada
mayoría
de
tomadores
de
mescalina,
hay
una
minoría
para
la
que
la
droga
representa
únicamente
un
infierno
o un
purgatorio.
Además,
como
droga
que,
del
mismo
modo
que
el
alcohol,
debe
ser
de
consumo
general,
sus
efectos
duran
demasiado
tiempo.
Pero
la
química
y la
fisiología
son
prácticamente
en
nuestros
días
capaces
de
cualquier
cosa.
Si
los
psicólogos
y
sociólogos
definen
el
ideal,
tengamos
la
seguridad
de
que
neurólogos
y
farmacólogos
descubrirán
el
modo
de
que
alcancemos
este
ideal
o,
por
lo
menos
-porque
es
posible
que
este
ideal,
por
su
misma
naturaleza,
no
pueda
ser
nunca
plenamente
realizado-,
nos
acerquemos
a él
más
que
con
beber
vino
como
en
tiempos
pasados
y
beber
whisky,
fumar
marihuana
o
tomar
barbitúricos
como
ahora.
El
afán
de
trascender
del
autoconsciente
Sí-mismo,
es,
como
he
dicho,
un
principal
apetito
del
alma.
Cuando,
por
una
razón
cualquiera,
los
hombres
y
las
mujeres
no
logran
trascender
de
sí
mismos
por
medio
del
culto,
las
buenas
obras
y
los
ejercicios
espirituales,
se
sienten
inclinados
a
recurrir
a
los
sustitutivos
químicos
de
la
religión:
el
alcohol
y
las
"píldora"
en
el
moderno
Occidente,
el
alcohol
y el
opio
en
el
Este,
el
hachís
en
el
mundo
mahometano,
el
alcohol
y la
marihuana
en
América
Central,
el
alcohol
y la
coca
en
los
Andes
y el
alcohol
y
los
barbitúricos
en
las
regiones
más
al
día
de
la
América
del
Sur.
En
Poisons
Sacrés,
Ivresses
Divines
Philippe
de
Felice
ha
escrito
con
detenimiento
y
mucha
documentación
acerca
de
la
inmemorial
relación
entre
la
religión
y la
toma
de
drogas.
He
aquí,
resumidas
o en
cita
directa,
sus
conclusiones.
El
empleo
para
fines
religiosos
de
sustancias
tóxicas
está
"extraordinariamente
difundido".
"Las
prácticas
estudiadas
en
este
volumen
pueden
ser
observadas
en
todas
las
regiones
del
mundo,
lo
mismo
entre
los
primitivos
que
entre
los
que
han
alcanzado
un
alto
grado
de
civilización.
Estamos,
por
tanto,
no
ante
hechos
excepcionales,
que
podrían
con
justificación
ser
pasados
por
alto,
sino
ante
un
fenómeno
general
y,
en
el
más
amplio
sentido
de
la
palabra,
un
fenómeno
humano,
la
clase
de
fenómeno
que
no
puede
ser
desdeñada
por
nadie
que
trate
de
descubrir
lo
que
es
la
religión
y
las
hondas
necesidades
que
la
religión
debe
satisfacer."
Idealmente,
todos
deberían
ser
capaces
de
hallar
la
autotrascendencia
en
alguna
forma
de
religión
pura
o
aplicada.
En
la
práctica,
parece
muy
improbable
que
esta
esperada
consumación
pueda
ser
realizada
alguna
vez.
Hay,
y
siempre
indudablemente
habrá,
buenos
hombres
y
buenas
mujeres
de
iglesia
para
quienes,
por
desgracia,
la
piedad
no
es
bastante.
El
extinto
G.
K.
Chesterton,
que
escribía
del
beber
tan
líricamente
por
lo
menos
como
de
la
devoción,
puede
servirles
de
muy
elocuente
vocero.
Las
Iglesias
modernas,
con
algunas
excepciones
entre
las
sectas
protestantes,
toleran
el
alcohol,
pero
ni
la
más
tolerante
ha
intentado
nunca
convertir
el
estimulante
al
Cristianismo
o
sacramentar
su
uso.
El
bebedor
piadoso
se
ve
obligado
a
poner
su
religión
en
un
compartimiento
y su
sustitutivo
de
la
religión
en
otro.
Y
tal
vez
sea
esto
inevitable.
El
beber
no
puede
ser
sacramentado,
salvo
en
religiones
que
no
dan
valor
al
decoro.
El
culto
de
Dionisos
o
del
dios
celta
de
la
cerveza
era
cosa
grosera
y
desordenada.
Los
ritos
del
Cristianismo
son
incompatibles
hasta
con
la
embriaguez
religiosa.
Esto
no
daña
a
los
viñateros
y
licoristas,
pero
es
muy
malo
para
el
Cristianismo.
Son
innumerables
las
personas
que
desean
la
autotrascendencia
y
que
se
alegrarían
de
encontrarla
en
la
Iglesia.
Pero,
ay,
"las
hambrientas
ovejas
levantan
la
vista
y no
son
alimentadas".
Participan
en
los
ritos,
escuchan
los
sermones
y
repiten
las
oraciones,
pero
su
sed
queda
sin
satisfacer.
Decepcionadas,
se
vuelven
hacia
la
botella.
Durante
un
tiempo
por
lo
menos,
y en
cierto
modo,
esto
les
da
resultado.
Cabe
todavía
asistir
a la
iglesia,
pero
esto
no
es
más
que
el
Banco
Musical
de
Erewhon
de
Butler.
Cabe
todavía
reconocer
a
Dios,
pero
es
un
Dios
meramente
verbal,
un
Dios
estrictamente
al
estilo
Pickwick.
El
objeto
efectivo
del
culto
es
la
botella
y la
única
experiencia
religiosa
es
ese
estado
de
euforia
sin
trabas
y
beligerante
que
sigue
a la
ingestión
del
tercer
cóctel.
Vemos,
pues,
que
el
Cristianismo
y el
alcohol
no
se
mezclan
ni
pueden
mezclarse.
El
Cristianismo
y la
mescalina
parecen
mucho
más
compatibles.
Esto
ha
sido
demostrado
por
muchas
tribus
de
indios,
desde
Texas
hasta
tan
al
norte
como
Wisconsin.
Entre
estas
tribus,
hay
grupos
afiliados
a la
Iglesia
Norteamericana
Indígena,
una
secta
cuyo
rito
principal
es
una
especie
de
Ágape
o
Fiesta
de
Amor
al
estilo
de
los
primeros
cristianos,
donde
las
rodajas
de
peyotl
ocupan
el
lugar
del
pan
y el
vino
sacramentales.
Estos
indígenas
norteamericanos
consideran
al
cacto
un
don
especial
de
Dios
a
los
indios
y a
sus
efectos
una
equivalencia
de
la
obra
del
divino
Espíritu.
El
profesor
J.
S.
Slotkin
-uno
de
los
pocos
blancos
que
han
participado
en
los
ritos
de
una
congregación
peyotlista
dice
al
hablar
de
sus
compañeros
de
secta:
"Desde
luego,
no
quedan
pasmados
o
borrachos...
Nunca
pierden
el
compás
o
farfullan
al
hablar,
como
lo
haría
un
hombre
bebido
o
pasmado...
Todos
se
muestran
serenos,
corteses
y
considerados
con
los
demás.
Yo
no
he
visto
un
templo
de
blancos
donde
haya
tanta
religiosidad
y
tanto
decoro"
.¿Y
podemos
preguntar
qué
experimentan
estos
devotos
y
corteses
peyotlistas?
No
esa
muy
mitigada
sensación
de
virtud
que
sostiene
por
lo
general
al
que
va a
la
iglesia
los
domingos
durante
noventa
minutos
de
aburrimiento.
Tampoco
esos
altos
sentimientos,
inspirados
por
la
meditación
sobre
el
Creador
y
Redentor,
sobre
el
Juez
y
Confortador,
que
animan
a la
persona
realmente
piadosa.
Para
estos,
indígenas
norteamericanos,
la
experiencia
religiosa
es
algo
más
directo
e
inspirador,
más
espontáneo,
menos
el
producto
casero
de
una
mente
superficial
y
falta
de
naturalidad.
A
veces
-según
los
datos
reunidos
por
el
doctor
Slotkin-
tienen
visiones,
que
pueden
ser
el
mismo
Cristo.
A
veces
oyen
la
voz
del
Gran
Espíritu.
A
veces
tienen
conciencia
de
la
presencia
de
Dios
y de
esos
defectos
personales
que
deber
ser
corregidos,
si
ha
de
hacerse
la
divina
voluntad.
Las
consecuencias
prácticas
de
estas
puertas
químicas
que
se
abren
al
Otro
Mundo
parecen
ser
totalmente
buenas.
El
doctor
Slotkin
dice
que
los
peyotlistas
habituales
son
por
lo
general
más
despiertos
más
moderados
-algunos
de
ellos
se
abstienen
por
completo
del
alcohol-
y
más
pacíficos
que
los
no-peyotlistas.
Un
árbol
con
frutos
tan
satisfactorios
no
puede
ser
condenado
a la
ligera.
Al
sacramentar
el
uso
del
peyotl,
los
indios
de
la
Iglesia
Norteamericana
Indígena
han
hecho
una
cosa
que
es
psicológicamente
acertada
e
históricamente
respetable.
En
los
primeros
siglos
del
Cristianismo
fueron
bautizados
muchos
ritos
y
fiestas
paganos,
es
decir,
se
los
puso
al
servicio
de
la
Iglesia.
Estos
jolgorios
no
resultaban
muy
edificantes,
pero
calmaban
una
especie
de
hambre
psicológica
y,
en
lugar
de
empeñarse
en
suprimirlos,
los
primeros
misioneros
tuvieron
el
buen
acuerdo
de
aceptarlos
como
lo
que
eran
-expresiones
gratas
al
alma
de
impulsos
fundamentales-,
y de
incorporarlos
a la
contextura
de
la
nueva
religión.
Lo
que
han
hecho
los
indígenas
norteamericanos
es
esencialmente
análogo.
Han
tomado
una
costumbre
pagana
-una
costumbre
dicho
sea
de
paso,
mucho
más
noble
e
inspiradora
que
la
mayoría
de
las
brutales
francachelas
y
mojigangas
que
fueron
tomadas
del
paganismo
europeo-,
y le
dieron
una
significación
cristiana.
Aunque
introducidos
muy
recientemente
en
los
Estados
Unidos
septentrionales,
el
hábito
de
tomar
peyotl
y la
religión
basada
en
él
se
han
convertido
en
importantes
símbolos
del
derecho
del
Piel
Roja
a la
independencia
espiritual.
Algunos
indios
han
reaccionado
ante
la,
supremacía
blanca
norteamericanizándose
y
otros
retirándose
a un
indigenismo
tradicional.
Pero
otros
más
han
intentado
sacar
el
mejor
partido
posible
de
los
dos
mundos
o,
en
realidad
de
todos
los
mundos:
del
Indigenismo,
del
Cristianismo
y de
esos
Otros
Mundos
de
experiencia
trascendental,
donde
el
alma
se
advierte
a sí
misma
no
condicionada
y
del
mismo
natural
que
lo
divino.
De
esto
ha
surgido
la
Iglesia
Norteamericana
Indígena.
En
ella,
dos
grandes
apetitos
del
alma
-el
afán
de
independencia
y
autodeterminación
y el
afán
de
autotrascendencia-
se
fusionaron
con
un
tercero,
a
cuya
luz
fueron
interpretados:
el
afán
de
adoración,
de
justificar
los
modos
de
Dios
con
el
hombre,
de
explicar
el
universo
por
medio
de
una
teología
coherente.
Ved
al
indio
mísero,
cuya
alma
sin
tutela
por
delante
tan
solo
le
cubre
con
su
tela.
Pero,
en
realidad,
somos
nosotros,
los
ricos
y
muy
educados
blancos,
los
que
andamos
con
el
trasero
al
aire.
Nos
cubrimos
por
delante
con
alguna
filosofía
-cristiana,
marxista,
freudiana
física-,
pero
por
detrás
andamos
al
aire,
a
merced
de
los
vientos
de
las
circunstancias.
El
mísero
indio,
en
cambio,
ha
tenido
el
ingenio
de
proteger
su
trasero
complementando
la
hoja
de
parra
de
una
teología
con
el
taparrabos
de
la
experiencia
trascendental.
No
soy
tan
insensato
que
equipare
lo
que
sucede
bajo
la
influencia
de
la
mescalina
o de
cualquier
otra
droga,
preparada
ya o
que
se
prepare
en
lo
futuro,
con
la
realización
del
fin
último
y
definitivo
de
la
vida
humana:
el
Esclarecimiento,
la
Visión
Beatífica.
Yo
me
limito
a
decir
que
la
experiencia
con
la
mescalina
es
lo
que
los
teólogos
católicos
llaman
una
"gracia
gratuita",
no
necesaria
para
la
salvación,
pero
que
puede
ayudar
a
ella
y
debe
ser
aceptada
con
agradecimiento,
si
es
que
llegarnos
a
recibirla.
Ser
arrancados
de
raíz
de
la
percepción
ordinaria
y
ver
durante
unas
horas
sin
tiempo
el
mundo
exterior
e
interior,
no
como
aparece
a un
animal
obsesionado
por
la
supervivencia
o a
un
ser
humano
obsesionado
por
palabras
y
nociones,
sino
como
es
percibido,
directa
e
incondicionalmente,
por
la
Inteligencia
Libre,
es
una
experiencia
de
inestimable
valor
para
cualquiera
y
especialmente
para
el
intelectual.
Porque
el
intelectual
es
por
definición
el
hombre
para
el
que,
según
la
frase
de
Goethe,
"la
palabra
es
esencialmente
fecunda".
Es
el
hombre
que
entiende
que
"lo
que
percibimos
con
los
ojos
nos
es
extraño
como
tal
y no
debe
impresionamos
mucho".
Y
sin
embargo,
aunque
él
mismo
es
un
intelectual
y
uno
de
los
supremos
maestros
del
lenguaje,
Goethe
no
se
muestra
siempre
de
acuerdo
con
sus
propias
valoración
de
la
palabra.
En
la
madurez
de
su
vida,
escribió:
"Hablamos
demasiado.
Deberíamos
hablar
menos
y
dibujar
más.
A
mi,
personalmente,
me
gustaría
renunciar
totalmente
a la
palabra
y,
como
la
Naturaleza
orgánica,
comunicar
cuanto
tenga
que
decir
por
medio
de
dibujos.
Esa
higuera,
esa
lombriz,
ese
capullo
en
el
alféizar
de
mi
ventana
a la
serena
espera
de
su
futuro,
son
firmas
trascendentales.
Una
persona
capaz
de
descifrar
bien
su
significado
podría
dispensarse
totalmente
de
la
palabra
escrita
o
hablada.
Cuanto
más
pienso
en
ello,
más
me
convenzo
de
que
hay
algo
inútil,
mediocre
y
hasta
-siento
la
tentación
de
decirlo-
afectado
en
la
palabra.
En
cambio,
¡cómo
impresiona
la
gravedad
y el
silencio
de
la
Naturaleza,
cuando
se
está
cara
a
cara
con
ella,
sin
nada
que
nos
distraiga,
ante
unas
desnudas
alturas
o la
desolación
de
unos
viejos
montes!"
No
podremos
nunca
eximirnos
del
lenguaje
o de
los
otros
sistemas
de
símbolos;
porque
es
gracias
a
ellos,
solamente
a
ellos,
como
hemos
podido
elevamos
por
encima
de
los
brutos,
al
nivel
de
los
seres
humanos.
Pero,
así
como
somos
sus
beneficiarios,
podemos
también
muy
fácilmente
convertirnos
en
sus
víctimas.
Debemos
aprender
a
manejar
con
eficacia
las
palabras,
pero,
al
mismo
tiempo,
debemos
preservar
y,
en
caso
necesario,
intensificar
nuestra
capacidad
para
mirar
al
mundo
directamente
y no
a
través
del
medio
semiopaco
de
los
conceptos,
que
deforman
cualquier
hecho
determinado
dentro
de
la
semejanza
familiar
de
alguna
etiqueta
genérica
o
alguna
abstracción
explicativa.
Literaria
o
científica,
liberal
o
especializada,
toda
nuestra
educación
es
predominantemente
verbal
y,
en
consecuencia,
no
cumple
la
función
que
teóricamente
se
le
asigna.
En
lugar
de
transformar
a
los
niños
en
adultos
plenamente
desarrollados,
produce
estudiantes
de
ciencias
naturales
que
nada
saben
de
la
Naturaleza
como
hecho
primordial
de
la
experiencia
e
impone
al
mundo
estudiantes
de
Humanidades
que
nada
saben
de
humanidad,
ni
de
la
suya
ni
de
la
ajena.
Psicólogos
gestaltistas,
como
Samuel
Renshaw,
han
ideado
métodos
para
ampliar
el
campo
de
la
percepciones
humanas
y
aumentar
su
agudeza.
Pero
¿los
aplican
nuestros
educadores?
La
respuesta
es
un
No.
Los
maestros
en
todos
los
campos
de
la
psicofísica,
desde
la
visión
hasta
el
tenis,
desde
los
volatines
hasta
la
oración,
han
descubierto,
por
eliminación,
las
condiciones
de
funcionamiento
óptimo
dentro
de
sus
respectivos
campos,
Pero
¿se
sabe
que
alguna
de
las
grandes
Fundaciones
haya
asignado
fondos
a
cualquier
proyecto
de
coordinación
de
estas
comprobaciones
empíricas
en
una
teoría
y
una
práctica
generales
de
más
altas
posibilidades
creadoras?
De
nuevo,
que
yo
sepa,
la
contestación
no
es
otra
que
un
No.
Toda
clase
de
sectadores
y
personajes
raros
enseñan
las
técnicas
más
diversas
para
alcanzar
la
salud,
el
contentamiento
y la
paz
del
alma.
Y,
para
muchos
de
sus
seguidores,
muchas
de
estas
técnicas
resultan
manifiestamente
efectivas.
Pero,
¿vemos
a
psicólogos,
filósofos
o
sacerdotes
respetables
bajar
valientemente
a
estos
extraños
y a
veces
malolientes
pozos,
en
cuyo
fondo
se
ve
obligada
a
sentarse
con
demasiada
frecuencia
la
pobre
Verdad?
Una
vez
más
la
respuesta
es
un
No.
Y
veamos
ahora
la
historia
de
la
investigación
de
la
mescalina.
Hace
setenta
años,
hombres
extraordinariamente
capaces
descubrieron
las
trascendentales
experiencias
de
quienes,
con
buena
salud,
en
las
debidas
condiciones
y
con
el
espíritu
adecuado,
toman
la
droga.
¿Cuántos
filósofos,
cuántos
teólogos
y
cuántos
educadores
profesionales
han
tenido
desde
entonces
la
curiosidad
de
abrir
esta
Puerta
en
el
Muro?
La
respuesta,
a
todos
los
efectos
prácticos,
es
Ninguno.
En
un
mundo
donde
la
educación
es
predominantemente
verbal,
las
personas
muy
cultas
encuentran
casi
imposible
dedicar
una
seria
atención
a lo
que
no
sea
palabras
y
nociones.
Siempre
hay
dinero
y
doctorados
para
la
culta
necedad
de
lo
que
constituye
entre
los
eruditos
el
problema
más
importante:
¿Quién
influyó
en
quien
para
decir
tal
o
cual
cosa
en
tal
o
cual
ocasión?
Hasta
en
estos
tiempos
de
tecnología
se
rinde
pleitesía
a
las
Humanidades.
En
cambio,
apenas
se
hace
el
menor
caso
a
las
humanidades
no
verbales,
a
las
artes
de
percibir
directamente
los
hechos
concretos
de
nuestra
existencia.
Es
completamente
seguro
que
hallarán
aprobación
y
ayuda
financiera
un
catálogo,
una
bibliografía,
una
edición
definitiva
de
un
versificador
de
tercera
clase,
un
estupendo
índice
que
pone
fin
a
todos
los
índices.
Pero
si
se
trata
de
averiguar
cómo
usted
y
yo,
nuestros
hijos
y
nuestros
nietos
podemos
hacernos
más
perceptivos,
más
intensamente
conscientes
de
la
realidad
interior
y
exterior,
más
abiertos
al
Espíritu,
menos
propenso
a
caer,
por
nuestros
vicios
psicológicos,
físicamente
enfermos
y
más
capaces
de
regular
nuestro
propio
sistema
nervioso;
si
se
trata
de
cualquier
forma
de
educación
verbal
que
sea
más
fundamental
que
la
Gimnasia
Sueca,
ninguna
persona
respetable
ni
ninguna
universidad
o
religión
que
se
respete
hará
absolutamente
nada.
Los
verbalistas
temen
a
los
no
verbales;
los
racionalistas
temen
al
hecho
concreto
no
racional;
los
intelectuales
entienden
que
"lo
que
percibimos
con
el
ojo
(o
de
cualquier
otro
modo)
nos
es
extraño
como
tal
y no
debe
impresionarnos
mucho".
Además,
este
asunto
de
la
educación
en
las
Humanidades
no
verbales
no
encaja
en
ninguno
de
los
casilleros
establecidos.
No
es
religión,
ni
es
neurología,
ni
es
gimnasia,
ni
es
moral,
ni
es
civismo,
ni
es
psicología
experimental.
Siendo
esto
así,
el
tema,
a
los
efectos
académicos
y
eclesiásticos
no
existe
y
puede
ser
tranquilamente
pasado
por
alto
o
dejado,
con
una
sonrisa
de
superioridad,
a
quienes
son
llamados
farsantes,
curanderos,
charlatanes
y
aficionados
ineptos
por
los
fariseos
de
la
ortodoxia
verbal.
Blake
escribió
con
mucha
amargura:
"Siempre
he
advertido
que
los
Ángeles
tienen
la
vanidad
de
hablar
de
sí
mismos
como
de
los
únicos
sabios.
Hacen
esto
con
una
confiada
insolencia
que
brota
del
razonamiento
sistemático."
El
razonamiento
sistemático
es
algo
de
lo
que
tal
vez
no
podamos
prescindir
ni
como
especie
ni
como
individuos.
Pero
tampoco
podemos
prescindir,
si
hemos
de
permanecer
sanos,
de
la
percepción
directa
de
los
mundos
interior
y
exterior
en
los
que
hemos
nacido.
Esta
realidad
es
un
infinito
que
está
más
allá
de
toda
comprensión
y,
sin
embargo,
puede
ser
percibida
directamente,
y
desde
cierto
punto
de
vista,
de
modo
total.
Es
una
trascendencia
que
pertenece
a un
orden
distinto
del
humano
y
que,
sin
embargo,
puede
estar
presente
en
nosotros
como
una
inmanencia
sentida,
corno
una
participación
experimentada.
Saber
es
darse
cuenta,
siempre,
de
la
realidad
total
en
su
diferenciación
inmanente;
darse
cuenta
de
ello
y,
aun
así,
permanecer
en
condiciones
de
sobrevivir
como
animal,
de
pensar
y
sentir
como
ser
humano,
de
recurrir
cuando
convenga
al
razonamiento
sistemático.
Nuestra
finalidad
es
descubrir
que
siempre
hemos
estado
donde
deberíamos
estar.
Por
desdicha,
nos
hacemos
muy
difícil
esta
tarea.
Bajo
un
sistema
de
educación
más
realista
y
menos
exclusivamente
verbal
que
el
nuestro,
todo
Ángel
-en
el
sentido
que
Blake
le
da a
la
palabra-
tendría
autorización
para
un
banquete
sabático,
sería
inducido
y
hasta,
en
caso
necesario,
obligado
a
hacer
de
cuando
en
cuando,
por
medio
de
alguna
Puerta
Química
en
el
Muro,
un
viaje
al
mundo
de
la
experiencia
trascendental.
Si
esto
le
aterrara,
sería
una
desdicha,
sin
duda,
pero
probablemente
saludable.
Si
le
procurara
una
iluminación
breve,
pero
sin
tiempo,
tanto
mejor.
En
cualquiera
de
los
casos,
el
Ángel
perdería
algo
de
la
confiada
insolencia
que
brota
del
razonamiento
sistemático
y de
la
conciencia
de
haber
leído
todos
los
libros.
Cerca
ya
del
fin
de
su
vida,
Aquino
experimentó
la
Contemplación
Infusa.
Después
de
esto,
se
negó
a
trabajar
de
nuevo
en
su
libro
no
terminado.
Comparado
con
esto,
cuanto
había
leído,
discutido
y
escrito
-Aristóteles
y
las
Sentencias,
las
Cuestiones,
las
Proporciones,
las
majestuosas
Summas-
no
era
más
que
broza
o
paja.
Para
la
mayoría
de
los
intelectuales,
una
huelga
de
brazos
cruzados
así
sería
una
equivocación
y
algo
moralmente
censurable.
Pero
el
Doctor
Angélico
había
hecho
más
razonamiento
sistemático
que
doce
Ángeles
ordinarios
juntos
y
estaba
ya
maduro
para
la
muerte.
Había
conquistado
el
derecho,
en
esos
últimos
meses
de
su
mortalidad,
a
pasar
de
la
broza
o
paja
meramente
simbólica
al
plan
del
Hecho
real
y
sustancial.
Para
Ángeles
de
un
orden
menor
y
con
mejores
perspectivas
de
longevidad,
conviene
que
haya
un
retorno
a la
broza.
Pero
el
hombre
que
regresa
por
la
Puerta
en
el
Muro
ya
no
será
nunca
el
mismo
que
salió
por
ella.
Será
más
instruido
y
menos
engreído,
estará
menos
satisfecho
de
sí
mismo,
reconocerá
su
ignorancia
humildemente,
pero,
al
mismo
tiempo,
equipado
para
comprender
la
relación
de
las
palabras
con
las
cosas,
del
razonamiento
sistemático
con
el
insondable
Misterio
que
trata,
por
siempre
jamás,
vanamente,
de
comprender. |