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Esther Díaz | |
La inmunidad perdida. El embarazo adolescente | |
Publicado con autorización de la autora, a quien agradezco enormemente.¨ | |
Para leer más de sus textos, www.estherdiaz.com.ar | |
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El cuerpo no es una identidad dada de una vez y para siempre. Existe obviamente una base biológica que, a grandes rasgos, parece constante a través del tiempo. Fisiológica y anatómicamente se repiten funciones y formas que permiten identificar el cuerpo de los representantes de la especie humana y, a la vez, diferenciarlos del resto de las especies vivas. Aunque actualmente se registra un plus de transformación en el proceso evolutivo, ya que no sólo se producen interacciones con otras especies y el medio, sino también con un mundo artificial y tecnológico. A tal punto que se podría decir que se asiste a una verdadera interrupción de la evolución por medio de la selección natural y se asiste a un estadio de modificaciones a partir de intervenciones técnicas intrusivas, tales como chips corporales, implantes dentales, marcapasos, cinturones gástricos, botox, fármacos, transplantes, vientres alquilados, embarazos de ingeniería, lipoesculturas, abortos químicos y erecciones de droguería, entre otras metamorfosis inducidas. Pero si nuestra base biológica es capaz de soportar la invasión tecnológica y transmutarse a partir de ella, es porque el ser vivo se constituye interactuando con la otredad. Diferentes tipos de intervenciones inciden en las transformaciones de lo humano. Por una parte, las técnicas que invaden el cuerpo “desde adentro” -aunque su inclusión se produzca desde afuera- como las citadas anteriormente y, por otra, las que permanecen en el exterior cumpliendo la función de extensión o modificación del cuerpo. Computadoras, filmadoras, miembros artificiales, automóviles, aviones y teléfonos son algunas de las “prótesis” que extienden nuestras potencialidades sensitivas, motrices y mentales. Si bien no solo con técnicas se construyen identidades, también los discursos, las imágenes y las prácticas sociales generan imaginarios colectivos. Su adhesión alivia las diferencias que suelen ser portadoras de discriminación. Los más jóvenes atisban las conductas de aquellos con los que aspiran a identificarse y van adquiriendo no sólo costumbres, sino también disposiciones anatómicas similares. Aunque quien no logra el estereotipo suele quedar insatisfecho y quien parece lograrlo no lo disfruta. La obesidad y la anorexia son dolorosas metáforas epocales. La intervención en la vida de las poblaciones forma parte de políticas de Estado que se fueron instaurando con el ascenso al poder de la burguesía. Esta clase social se plegó a un dispositivo de salud y excelencia sexual en vistas a garantizarse una descendencia fecunda y, más tarde, extendió ese dominio al control de la vida de los gobernados, con la finalidad de conseguir mano de obra domesticada para las incipientes líneas de montaje. Pero con anterioridad a ese marasmo biopolítico, también los cuerpos se construían, las edades humanas se delimitaban, y las subjetividades se edificaban socialmente. Por ejemplo, hasta la modernidad tardía los niños eran considerados una especie de adultos en miniatura. Desde el nacimiento hasta su entrada en la mayoría de edad no constituían una entidad político-cultural demasiado importante en sí misma. La política, la ciencia, el derecho, la arquitectura, la religión, la pedagogía, el mercado, los medios masivos y el entretenimiento fueron creando entrecruzamientos simbólicos de los que surgió una sensibilidad especial respecto de los niños. Antes de la modernidad se mataban niños –sobre todo niñas- con mayor impunidad que ahora. Había cierta desaprensión impensable en el imaginario actual. Una prueba del “desapego” hacia lo hijos pequeños es que los lactantes de los adinerados, en el siglo XVIII, solían ser entregados a un ama de leche para que los criara. Esos niños no se reencontraban con sus progenitores hasta el destete, que por entonces era tardío. No existían disciplinas cognoscitivas orientadas específicamente al niño y menos aun al adolescente. Ni siquiera se los diferenciaba por la vestimenta, hasta la modernidad madura se vestía a los niños y a los muy jóvenes siguiendo la moda de los mayores (obviamente adecuando las dimensiones). La noción de niñez se fue construyendo. Fue desapareciendo la idea de “adulto en pequeño”. Actualmente el niño es considerado una persona que tiene más derechos que obligaciones. Desde el punto de vista legal deja de ser niño recién cuando sus derechos se igualan con sus obligaciones. Se considera –o se proclama- que merece un trato preferencial y diferencial en todos los órdenes de la existencia. Este concepto de niñez se consolidó a mediados del siglo XX. Momento histórico en el que estaba tomando consistencia otra categoría sociocultural: la adolescencia. En el dispositivo de niñez, se desplegaron prácticas y discursos que crearon imaginario respecto de una etapa de la vida que comenzó a adquirir una importancia inédita. Los diseños de las casas se atrevieron a la novedad de disponer habitaciones privadas para los niños. Se sistematizó la pedagogía. La justicia desarrolló recaudos en función de este nuevo concepto legal. La niñez devino preocupación estatal. Se prohibió el trabajo infantil y se impuso la escolarización. Se creó la pediatría como rama independiente de la medicina. Personajes importantes de la Iglesia -como Don Bosco- construyeron fuertes instituciones en función de la niñez. Otro tanto hicieron múltiples organizaciones laicas y, desde el naciente psicoanálisis, se les dio estatus sexual a esos pequeños humanos que la historia había registrado como asexuados. Por otra parte, se promulgaron derechos de la niñez de vigencia internacional. El mercado a su vez tomó nota del potencial económico escondido en el consumo infantil. Los medios masivos, la industria y el comercio produjeron ofertas que van desde los dibujos animados hasta “ciudades” al servicio de la niñez, como Disney World, pasando por marcas registradas para infantes, ropa divertida, cosmética infantil, decoraciones coloridas, hospitales pediátricos, guarderías, jardines de infantes, negocios especializados y farmacología para niños. Todo en función de alguien que no había sido considerado objeto privilegiado de atención comunitaria, hasta que el exhaustivo control moderno consideró que para formar ciudadanos competentes (y obedientes) había que comenzar temprano. El emprendimiento montado en torno de la niñez, como todo dispositivo social, produjo efectos buscados por quienes lo pusieron en marcha, pero también acontecimientos inesperados. Se logran seres supuestamente previsibles, pero también se estimula el deseo y la ansiedad, así como nuevas conductas y anatomías. Se alcanza un mayor bienestar para la niñez en ciertas clases sociales, si bien no se detiene la pauperización y la mortandad infantil en otras, se consume diversión para los niños privilegiados, pero hay explotación laboral entre los carenciados, y existen abusos sexuales indiscriminados. Por su parte, quienes impulsaron el dispositivo de la adolescencia también quisieron delimitarla como edad humana. Entre lo romanos se denominaba “adolescentes” a los varones de alrededor de treinta años, es decir en tránsito a la madurez. Pero no existía, como en nuestro tiempo, una conflictiva propia de ese período de la vida, ni se tenía en cuenta la condición femenina. Hubo que esperar hasta la modernidad tardía para asistir al invento social de una adolescencia mucho más temprana que la latina. De manera similar a lo que ocurrió con la categoría de niñez –aunque unos decenios después- se pusieron en marcha múltiples procesos de construcción de una franja etaria con connotaciones propias que abarca aproximadamente desde los doce hasta los diecinueve años (con tendencia a extenderse algo más en el tiempo). En la época de la revolución industrial se habían montado maquinarias discursivas y modelos de administración para prevenir el “mal de la masturbación” entre los hoy denominados “adolescentes”. Pues como la droga en nuestro tiempo, se consideraba que el autoerotismo era una predisposición perniciosa propia de esa época de la vida. Y prácticamente no quedaron sectores sociales, económicos, religiosos, ni políticos que no tuvieran algo que decir o que ofrecer para prevenir el placer solitario. La medicina, la psicología y la pedagogía, entre otras disciplinas, desarrollaron líneas de investigación específicas sin darse cuenta de que estaban aportando a la constitución de una nueva figura histórica. En cuanto a la actitud ante el embarazo adolescente, los estándares varían en los diferentes estamentos sociales. Una chica de clase baja abriga pocas expectativas de proyectos de vida que no estén directamente relacionados con su posibilidad biológica de fecundar. En cierto modo su circunstancia la “lleva” a ser madre. Por lo general su madre también ha concebido muy joven y nadie, ni siquiera ella, espera un futuro demasiado diferente al de su progenitora. Quedar embarazada entonces es adquirir un estado que -superado el primer momento de rechazo y reproches- la posiciona en un lugar de cierto respeto y consideración. La adolescente pobre con un hijo en su vientre adquiere un cuestionable “poder” del que nunca había gozado. Tiene algo propio, demuestra que es capaz de producir (nada menos que vida) y se enfrenta a cierta responsabilidad. En cambio, una chica de clase media (o alta) cuenta con un proyecto de vida múltiple e indeterminado. Esa adolescente no está reducida a priori a la maternidad temprana. De ella se espera que estudie, que se realice profesional y laboralmente, que viaje, que se divierta, que se independice económicamente y, eventualmente, que con el tiempo forme una familia. Pero resulta que en esos sectores sociales también las adolescentes se quedan embarazadas. Y lo que representa una especie de discutible rédito (o fatalidad) entre las clases populares, se convierte en inconveniente serio en las más altas. Pero la abundancia de recursos coadyuva para que todo sea más llevadero. Sus progenitores suelen asumir el rol de “abuelos-padres”, las adolescentes embarazadas, en general, sigue estudiando y, aunque su vida se altera respeto del proyecto originario pensado por ellas y para ellas, la maternidad se reparte con otras personas, esto último también se da en las clases bajas. De todos modos teniendo en cuenta los parámetros actuales parecería que, en los dos casos, continúan siendo adolescentes; unas porque gozan de cierta holgura económica que, a pesar del embarazo, le permite adherir a un estilo de vida acorde con el que siguen sus congéneres; otras porque la pobreza no las exime de su inmersión en un mundo mediatizado que las inunda con imágenes y discurso de cómo se debe vivir cuando se es extremadamente joven. Además, el modelo del cuerpo adolescente está preformateado por las marcas de ropa, los desfiles de moda, la propaganda y los medios en general. Esas imágenes hoy llegan a todas partes independientemente del estrato social al que se pertenezca y, por supuesto, influyen en los modos de sujeción. En esos paradigmas de identidad no se prevé que sus cuerpos sean inflamados con la introducción de otro cuerpo del que tendrán que dar cuenta durante su gestación y después del nacimiento. En la Argentina nacen cien mil bebés por año de madres adolescentes. Unos tres mil son de menores de quince años. Ahora bien, una de las condiciones de posibilidad de la vida comunitaria es el despliegue de mecanismos de resistencia a lo extraño, a lo otro, a cualquier tipo de invasión. La vida en comunidad requiere ponerse a salvo de las “contaminaciones” producidas por el intercambio constante con el afuera. Esa función la cumple el sistema inmunitario que acciona según instancias que al proteger modifican y al cuidar rechazan lo extraño. Pero el organismo puede llegar a asimilar la otredad. El ejemplo más extraordinario de semejante fenómeno lo constituye justamente la gravidez. ¿Cómo se puede producir un embarazo?, ¿cómo el feto –al que se podría considerar como lo otro sobre la base de los criterios inmunológicos normales- puede ser tolerado por los anticuerpos de la madre?, ¿cuál es el mecanismo de protección que, salvo casos infrecuentes, permite o favorece el desarrollo del embrión en detrimento del principio de rechazo natural de cualquier “transplante”? El interrogante es válido para cualquier mujer encinta independientemente de su edad. Pero como la inmunidad no es sólo biológica sino también social, el imaginario (operando como sistema inmunológico) recusa el hecho de que un cuerpo al que todavía se considera inmaduro -como el de una adolescente- incube y soporte la carga de otra vida dentro de su vida. La conformación actual de nuestras sociedades ha producido una difracción entre el orden biológico y el social. Pues según la biología una adolescente tiene las posibilidades orgánicas necesarias para embarazarse, pero según el actual imaginario colectivo aún se encuentra en condiciones de seguir siendo hija, antes que madre. No puede dejar de vivirse como un destiempo el que la irrupción de un embarazo golpee en el ciclo vital de una casi niña. En el conurbano bonaerense uno de cuatro bebés que nacen son hijos de madres adolescentes. La pediatría, que es un invento reciente, considera que una quinceañera está todavía bajo su tutela. Aunque en la actualidad se la disputan los especialistas en adolescencia (cuya disciplina es aún más reciente). Siempre y cuando no haya preñez, en cuyo caso se debatirá si la atiende un ginecólogo experto en el aparato reproductor de niñas, de adolescentes o de adultas. En función de lo dicho se imponen interrogantes que seguramente asediará a más de una muy joven embarazada, independientemente de su condición social. La embarazada de corta edad no tiene modelos simbólicos claros de identificación (en un mundo que exige definirse); las consideraciones médicas la confunden, los sermones moralizantes la abruman, el sexo la reclama, los ositos de peluche la distraen, pero nada la inmuniza contra la indefinición respecto de ella misma, de las transformaciones de su cuerpo y del crecimiento de ese otro cuerpo desconocido que lleva en su vientre. Si a esto se le suman las demás consecuencias del embarazo, se puede concluir que no es menor la carga que debe sobrellevar. Que asuma o no su rol de madre es otra historia. El cuerpo de una adolescente está listo para parir, pero difícilmente su disposición existencial esté lista para asumir la maternidad. Esta variable no debería dejar de ser considerada a la hora de instrumentar planes biopolíticos orientados a las niñas, en su tránsito a la plenitud como mujer. |
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