Comenzaré admitiendo lo siguiente: sin tener en
cuenta las teorías políticas y económicas que tratan de las
diferencias fundamentales entre las varias agrupaciones humanas; sin
miramiento alguno para las distinciones de raza o de clase, sin
parar mientes en la artificial línea divisoria entre los derechos
del hombre y de la mujer, sostengo que puede haber un punto en cuya
diferenciación misma se ha de coincidir, encontrarse y unirse en
perfecto acuerdo.
Con esto no quiero proponer un pacto de paz. El general antagonismo
social que se posesionó de la vida contemporánea, originado, por
fuerzas de opuestos y contradictorios intereses, ha de derrumbarse
cuando la reorganización de la vida societaria, al basarse sobre
principios económicos justicieros, sea un hecho y una realidad.
La paz y la armonía entre ambos sexos y entre los individuos, no ha
de depender necesariamente de la igualdad superficial de los seres,
ni tampoco traerá la eliminación de los rasgos y de las
peculiaridades de cada individuo. El problema planteado actualmente,
pudiendo ser resuelto en un futuro cercano, consiste en preciarse de
ser uno mismo, dentro de la comunión de la masa de otros seres y de
sentir hondamente esa unión con los demás, sin avenirse por ello a
perder las características más salientes de sí mismo. Esto me parece
a mí que deberá ser la base en que descansa la masa y el individuo,
el verdadero demócrata y el verdadero individualista, o donde el
hombre y la mujer han de poderse encontrar sin antagonismo alguno.
El lema no será: perdonaos unos a otros, sino: comprendeos unos a
otros. La sentencia de Mme. Stael citada frecuentemente:
Comprenderlo todo es perdonarlo todo, nunca me fue simpática; huele
un poco a sacristía; la idea de perdonar a otro ser demuestra una
superioridad farisaica.
Comprenderse mutuamente es para mí suficiente. Admitida en parte
esta premisa, ella presenta el aspecto fundamental de mi punto de
vista acerca de la emancipación de la mujer y de la entera
repercusión en todas las de su sexo.
Su completa emancipación hará de ella un ser humano, en el verdadero
sentido. Todas sus fibras más íntimas ansían llegar a la máxima
expresión del juego interno de todo su ser, y barrido todo
artificial convencionalismo, tendiendo a la más completa libertad,
ella irá luego borrando los rezagos de centenares de años de
sumisión y de esclavitud.
Este fue el motivo principal y el que originó y guió el movimiento
de la emancipación de la mujer. Más los resultados hasta ahora
obtenidos, la aislaron despojándola de la fuente primaveral de los
sentidos y cuya dicha es esencial para ella. La tendencia
emancipadora, afectándole sólo en su parte externa, la convirtió en
una criatura artificial, que tiene mucho parecido con los productos
de la jardinería francesa con sus jeroglíficos y geometrías en forma
de pirámide, de conos, de redondeles, de cubos, etc.; cualquier
cosa, menos esas formas sumergidas por cualidades interiores. En la
llamada vida intelectual, son numerosas esas plantas artificiales en
el sexo femenino.
¡Libertad e igualdad para las mujeres! Cuántas esperanzas y cuántas
ilusiones despertaron en el seno de ellas, cuando por primera vez
estas palabras fueron lanzadas por los más valerosos y nobles
espíritus de estos tiempos. Un sol, en todo el esplendor de su
gloria emergía para iluminar un nuevo mundo; ese mundo, donde las
mujeres se hallaban libres para dirigir sus propios destinos; un
ideal que fue merecedor por cierto de mucho entusiasmo, de valor y
perseverancia, y de incesantes esfuerzos por parte de un ejército de
mujeres, que combatieron todo lo posible contra la ignorancia y los
prejuicios.
Mi esperanza también iba hacia esa finalidad, pero opino que la
emancipación como es interpretada y aplicada actualmente, fracasó en
su cometido fundamental. Ahora la mujer se ve en la necesidad de
emanciparse del movimiento emancipacionista si desea hallarse
verdaderamente libre. Puede esto parecer paradójico, sin embargo es
la pura verdad.
¿Qué consiguió ella, al ser emancipada? Libertad de sufragio, de
votar. ¿Logró depurar nuestra vida política, como algunos de sus más
ardientes defensores predecían? No, por cierto. De paso hay que
advertir, ya llegó la hora de que la gente sensata no hable más de
corruptelas políticas en tono campanudo. La corrupción en la
política nada tiene que ver con la moral o las morales, ya provenga
de las mismas personalidades políticas.
Sus causas proceden de un punto solo. La política es el reflejo del
mundo industrial, cuya máxima es: bendito sea el que más toma y
menos da; compra lo más barato y vende lo más caro posible, la
mancha en una mano, lava la otra. No hay esperanza alguna de que la
mujer, aun con la libertad de votar, purifique la política.
El movimiento de emancipación trajo la nivelación económica entre la
mujer y el hombre; pero como su educación física en el pasado y en
el presente no le suministró la necesaria fuerza para competir con
el hombre, a menudo se ve obligada a un desgaste de energías
enormes, a poner en máxima tensión su vitalidad, sus nervios a fin
de ser evaluada en el mercado de la mano de obra. Raras son las que
tienen éxito, ya que las mujeres profesoras, médicas, abogadas,
arquitectos e ingenieros, no merecen la misma confianza que sus
colegas los hombres, y tampoco la remuneración para ellas es
paritaria. Y las que alcanzan a distinguirse en sus profesiones, lo
hacen siempre a expensas de la salud de sus organismos. La gran masa
de muchachas y mujeres trabajadoras, ¿qué independencia habrían
ganado al cambiar la estrechez y la falta de libertad del hogar, por
la carencia total de libertad de la fábrica, de la confitería, de
las tiendas o de las oficinas? Además está el peso con el que
cargarán muchas mujeres al tener que cuidar el hogar doméstico, el
dulce hogar, donde solo hallarán frío, desorden, aridez, después de
una extenuante jornada de trabajo. ¡Gloriosa independencia esta! No
hay pues que asombrarse que centenares de muchachas acepten la
primer oferta de matrimonio, enfermas, fatigadas de su
independencia, detrás del mostrador, o detrás de la máquina de coser
o escribir. Se hallan tan dispuestas a casarse como sus compañeras
de la clase media, quienes ansían substraerse de la tutela paternal.
Esa sediciente independencia, con la cual apenas se gana para vivir,
no es muy atrayente, ni es un ideal; al cual no se puede esperar que
se le sacrifiquen todas las cosas. La tan ponderada independencia no
es después de todo más que un lento proceso para embotar, atrofiar
la naturaleza de la mujer en sus instintos amorosos y maternales.
Sin embargo la posición de la muchacha obrera es más natural y
humana que la de su hermana de las profesiones liberales, quien al
parecer es más afortunada, profesoras, médicas, abogadas,
ingenieras, las que deberán asumir una apariencia de más dignidad,
de decencia en el vestir, mientras que interiormente todo es vacío y
muerte.
La mezquindad de la actual concepción de la independencia y de la
emancipación de la mujer; el temor de no merecer el amor del hombre
que no es de su rango social; el miedo que el amor del esposo le
robe su libertad; el horror a ese amor o a la alegría de la
maternidad, la inducirá a engolfarse cada vez más en el ejercicio de
su profesión, de modo que todo esto convierte a la mujer emancipada
en una obligada vestal, ante quien la vida, con sus grandes dolores
purificadores y sus profundos regocijos, pasa sin tocarla ni
conmover su alma.
La idea de la emancipación, tal como la comprende la mayoría de sus
adherentes y expositores, resulta un objetivo limitadísimo que no
permite se expanda ni haga eclosión; esta es: el amor sin trabas, el
que contiene la honda emoción de la verdadera mujer, la querida, la
madre capaz de concebir en plena libertad.
La tragedia que significa resolver su problema económico y
mantenerse por sus propios medios, que hubo de afrontar la mujer
libre, no reside en muchas y variadas experiencias, sino en unas
cuantas, las que más la aleccionaron. La verdad, ella sobrepasa a su
hermana de las generaciones pretéritas, en el agudo conocimiento de
la vida y de la naturaleza humana; es por eso que siente con más
intensidad la falta de todo lo más esencial en la vida -lo único
apropiado para enriquecer el alma humana, -y que sin ello, la
mayoría de las mujeres emancipadas se convierten a un automatismo
profesional.
Semejante estado de cosas fue previsto por quienes supieron
comprender que en los dominios de la ética quedaban aún en pie
muchas ruinas de los tiempos, en que la superioridad del hombre fue
indisputada; y que esas ruinas eran todavía utilizadas por las
numerosas mujeres emancipadas que no podían hacer a menos de ellas.
Es que cada movimiento de tinte revolucionario que persigue la
destrucción de las instituciones existentes con el fin de
reemplazarlas por otra estructura social mejor, logra atraerse
innumerables adeptos que en teoría abogan por las ideas más
radicales y en la práctica diaria, se conducen como todo el mundo,
como los inconscientes y los filisteos (burgueses), fingiendo una
exagerada respetabilidad en sus sentimientos e ideas y demostrando
el deseo de que sus adversarios se formen la más favorable de las
opiniones acerca de ellos. Aquí, por ejemplo, tenemos los
socialistas y aun los anarquistas, quienes pregonan que la propiedad
es un robo, y asimismo se indignarán contra quien les adeude por el
valor de media docena de alfileres.
La misma clase de filisteísmo se encuentra en el movimiento de
emancipación de la mujer. Periodistas amarillos y una literatura
ñoña y color de rosa trataron de pintar a las mujeres emancipadas de
un modo como para que se les erizaran los cabellos a los buenos
ciudadanos y a sus prosaicas compañeras. De cada miembro
perteneciente a las tendencias emancipacionistas, se trazaba un
retrato parecido al de Jorge Sand, respecto a su despreocupación por
la moral. Nada era sagrado para la mujer emancipada, según esa
gente. No tenía ningún respeto por los lazos ideales de una mujer y
un hombre. En una palabra, la emancipación abogaba solo por una vida
de atolondramiento, de lujuria y de pecado; sin miramiento por la
moral, la sociedad y la religión. Las propagandistas de los derechos
de la mujer se pusieron furiosas contra esa falsa versión, y exentas
de ironía y humor, emplearon a fondo todas sus energías para probar
que no eran tan malas como se les había pintado, sino completamente
al reverso. Naturalmente -decían- hasta tanto la mujer siga siendo
esclava del hombre, no podrá ser buena ni pura; pero ahora que al
fin se ha libertado demostrará cuan buena será y cómo su influencia
deberá ejercer efectos purificadores en todas las instituciones de
la sociedad. Cierto, el movimiento en defensa de los derechos de la
mujer dio en tierra con más de una vieja traba o prejuicio, pero se
olvidó de los nuevos.
El gran movimiento de la verdadera emancipación no se encontró con
una gran raza de mujeres, capaces y con el valor de mirar en la cara
a la libertad. Su estrecha y puritana visión, desterró al hombre,
como a un elemento perturbador de su vida emocional, y de dudosa
moralidad. El hombre no debía ser tolerado, a excepción del padre y
del hijo, ya que un niño no vendrá a la vida sin el padre.
Afortunadamente, el más rígido puritanismo no será nunca tan fuerte
que mate el instinto de la maternidad. Pero la libertad de la mujer,
hallándose estrechamente ligada con la del hombre, y las llamadas
así hermanas emancipadas pasan por alto el hecho que un niño al
nacer ilegalmente necesita más que otro el amor y cuidado de todos
los seres que están a su alrededor, mujeres y hombres.
Desgraciadamente esta limitada concepción de las relaciones humanas
hubo de engendrar la gran tragedia existente en la vida del hombre y
de la mujer moderna.
Hace unos quince años que apareció una obra cuyo autor era la
brillante escritora noruega Laura Marholom. Se titulaba La mujer,
estudio de caracteres. Fue una de las primeras en llamar la atención
sobre la estrechez y la vaciedad del concepto de la emancipación de
la mujer, y de los trágicos efectos ejercidos en su vida interior.
En su trabajo, Laura Marholom traza las figuras de varias mujeres
extraordinariamente dotadas y talentosas de fama internacional;
habla del genio de Eleonora Duse; de la gran matemática y escritora
Sonya Kovalevskaia; de la pintora y poetisa innata que fue María
Bashkirtzeff, quien murió muy joven. A través de la descripción de
las existencias de esos personajes femeninos y a través de sus
extraordinarias mentalidades, corre la trama deslumbrante de los
anhelos insatisfechos, que claman por un vivir más pleno, más
armonioso y más bello y al no alcanzarlo, de ahí su inquietud y su
soledad. Y a través de esos bocetos psicológicos, magistralmente
realizados, no se puede menos de notar que cuanto más alto es el
desarrollo de la mentalidad de una mujer, son más escasas las
probabilidades de hallar el ser, el compañero de ruta que le sea
completamente afín; el que no verá en ella, no solamente la parte
sexual, sino la criatura humana, el amigo, el camarada de fuerte
individualidad, quien no tiene por qué perder un solo rasgo de su
carácter.
La mayoría de los hombres, pagados por su suficiencia, con su aire
ridículo de tutelaje hacia el sexo débil, resultarían entes algo
absurdos, imposibles para una mujer como las descritas en el libro
de Laura Marholom. Igualmente imposible sería que no se quisiese ver
en ellas más que sus mentalidades y su genio, y no se supiese
despertar su naturaleza femenina.
Un poderoso intelecto y la fineza de sensibilidad y sentimiento son
dos facultades que se consideran como los necesarios atributos que
integrarán una bella personalidad. En el caso de la mujer moderna,
ya no es lo mismo. Durante algunos centenares de años el matrimonio
basado en la Biblia, hasta la muerte de una de las partes, se reveló
como una institución que se apuntaba en la soberanía del hombre en
perjuicio de la mujer, exige su completa sumisión a su voluntad y a
sus caprichos, dependiendo de él por su nombre y por su manutención.
Repetidas veces se ha hecho comprobar que las antiguas relaciones
matrimoniales se reducían a hacer de la mujer una sierva y una
incubadora de hijos. Y no obstante, son muchas las mujeres
amancipadas que prefieren el matrimonio a las estrecheces de la
soltería, estrecheces convertidas en insoportables por causa de las
cadenas de la moral y de los prejuicios sociales, que cohíben y
coartan su naturaleza.
La explicación de esa inconsistencia de juicio por parte del
elemento femenino avanzado, se halla en que no se comprendió lo que
verdaderamente significaba el movimiento emancipacionista. Se pensó
que todo lo que se necesitaba era la independencia contra las
tiranías exteriores; y las tiranías internas, mucho más dañinas a la
vida y a sus progresos -las convenciones éticas y sociales- se las
dejó estar, para que se cuidaran a sí mismas, y ahora están muy bien
cuidadas. Y éstas parece que se anidan con tanta fuerza y arraigo en
las mentes y en los corazones de las más activas propagandistas de
la emancipación, como los que tuvieron en las cabezas y en los
corazones de sus abuelas.
¿Esos tiranos internos acaso no se encarnan en la forma de la
pública opinión, o lo que dirá mamá, papá, tía, y otros parientes;
lo que dirá Mrs. Grundy, Mr. Comstock, el patrón, y el Consejo de
Educación? Todos esos organismos tan activos, pesquisas morales,
carceleros del espíritu humano, ¿qué han de decir? Hasta que la
mujer no haya aprendido a desafiar a todas las instituciones,
resistir firmemente en su sitio, insistiendo que no se la despoje de
la menor libertad; escuchando la voz de su naturaleza, ya la llame
para gozar de los grandes tesoros de la vida, el amor por un hombre,
o para cumplir con su más gloriosa misión, el derecho de dar
libremente la vida a una criatura humana, no se puede llamar
emancipada. Cuántas mujeres emancipadas han sido lo bastante
valerosas para confesarse que la voz del amor lanzaba sus ardorosos
llamados, golpeaba salvajemente su seno, pidiendo ser escuchado, ser
satisfecho.
El escritor francés Jean Reibrach, en una de sus novelas, New Beauty
-La Nueva Belleza- intenta describir el ideal de la mujer bella y
emancipada. Este ideal está personificado en una joven, doctorada en
medicina. Habla con mucha inteligencia y cordura de cómo debe
alimentarse un bebé; es muy bondadosa, suministra gratuitamente sus
servicios profesionales y las medicinas para las madres pobres.
Conversa con un joven, una de sus amistades, acerca de las
condiciones sanitarias del porvenir y cómo los bacilos y los
gérmenes serán exterminados una vez que se adopten paredes y pisos
de mármol, piedra o baldosas, haciendo a menos de las alfombras y de
los cortinados. Ella naturalmente, viste sencillamente y casi
siempre de negro. El joven, quien en el primer encuentro se sintió
intimidado ante la sabiduría de su emancipada amiga, gradualmente la
va conociendo y comprendiendo cada vez más, hasta que un buen día se
da cuenta que la ama. Los dos son jóvenes, ella es buena y bella y,
aunque un tanto severa en su continencia, su apariencia se suaviza
con el inmaculado cuello y puños. Uno esperaría que le confesara su
amor, pero él no está por cometer ningún gesto romántico y absurdo.
La poesía y el entusiasmo del amor le hacen ruborizar, ante la
pureza de la novia. Silencia el naciente amor, y permanece correcto.
También, ella es muy medida, muy razonable, muy decente. Temo que de
haberse unido esa pareja, el jovencito hubiera corrido el riesgo de
helarse hasta morirse. Debo confesar que nada veo de hermoso en esta
nueva belleza, que es tan fría como las paredes y los pisos que ella
sueña implantar en el porvenir. Prefiero más bien los cantos de amor
de la época romántica, don Juan y Venus, más bien el mocetón que
rapta a su amada en una noche de luna, con las escaleras de cuerda,
perseguido por la maldición del padre y los gruñidos de la madre, y
el chismorreo moral del vecindario, que la corrección y la decencia
medida por el metro del tendero. Si el amor no sabe darse sin
restricciones, no es amor, sino solamente una transacción, que
acabará en desastre por el más o el menos.
La gran limitación de miras del movimiento emancipacionista de la
actualidad, reside en su artificial estiramiento y en la mezquina
respetabilidad con que se reviste, lo que produce un vacío en el
alma de la mujer, no permitiéndole satisfacer sus más naturales
ansias. Una vez hice notar que parecía existir una más estrecha
relación entre la madre de corte antiguo, el ama de casa siempre
alerta, velando por la felicidad de sus pequeños y el bienestar de
los suyos, y la verdadera mujer moderna, que con la mayoría de las
emancipadas. Estas discípulas de la emancipación depurada, clamaron
contra mi heterodoxia y me declararon buena para la hoguera. Su
ciego celo no les dejó ver que mi comparación entre lo viejo y lo
nuevo tendía solamente a probar que un buen número de nuestras
abuelas tenían más sangre en las venas, mucho más humor e ingenio, y
algunas poseían en alto grado naturalidad, sentimientos bondadosos y
sencillez, más que la mayoría de nuestras profesionales emancipadas
que llenan las aulas de los colegios, las universidades y las
oficinas. Esto después de todo no significa el deseo de retornar al
pasado, ni relegar a la mujer a su antigua esfera, la cocina y al
amamantamiento de las crías.
La salvación estriba en una enérgica marcha hacia un futuro cada vez
más radiante. Necesitamos que cada vez sea más intenso el desdén, el
desprecio, la indiferencia contra las antiguas tradiciones y los
viejos hábitos. El movimiento emancipacionista ha dado apenas el
primer paso en este sentido. Es de esperar que reúna sus fuerzas
para dar otro. El derecho del voto, de la igualdad de los derechos
civiles, pueden ser conquistas valiosas; pero la verdadera
emancipación no empieza en los parlamentos, ni en las urnas. Empieza
en el alma de la mujer. La historia nos cuenta que las clases
oprimidas conquistaron su verdadera libertad, arrancándosela a sus
amos en una serie de esfuerzos. Es necesario que la mujer se grabe
en la memoria esa enseñanza y que comprenda que tendrá toda la
libertad que sus mismos esfuerzos alcancen a obtener. Es por eso
mucho más importante que comience con su regeneración interna,
cortando el lazo del peso de los prejuicios, tradiciones y
costumbres rutinarias. La demanda para poseer iguales derechos en
todas las profesiones de la vida contemporánea es justa; pero,
después de todo, el derecho más vital es el de poder amar y ser
amada.
Verdaderamente, si de una emancipación apenas parcial se llega a la
completa emancipación de la mujer, habrá que barrer de una vez con
la ridícula noción que ser amada, ser querida y madre, es sinónimo
de esclava o de completa subordinación. Deberá hacer desaparecer la
absurda noción del dualismo del sexo, o que el hombre y la mujer
representan dos mundos antagónicos.
La pequeñez separa; la amplitud une. Dejen que seamos grandes y
generosos. Déjenos hacer de lado un cúmulo de complicadas
mezquindades para quedarnos con las cosas vitales. Una sensata
concepción acerca de las relaciones de los sexos no ha de admitir el
conquistado y el conquistador; no conoce más que esto: prodigarse,
entregarse sin tasa para encontrarse a sí mismo más rico, más
profundo, mejor. Ello sólo podrá colmar la vaciedad interior, y
transformar la tragedia de la emancipación de la mujer, en gozosa
alegría, en dicha ilimitada. |