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DIVULGACIÓN CULTURAL | |||||
CUENTOS | |||||
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LA AUTORA CUENTA A MODO DE PRÓLOGO Escribí mi primer cuento sólo por amor propio. Un viernes a la noche, un desconocido de los que caían en las reuniones de El grillo de papel en el Café de los Angelitos leyó de prepo un texto mío y, sin que yo le hubiese pedido opinión, me dijo: “Sí, está bien, pero no es un cuento: en los cuentos la gente fuma, tiene tos, usa sombrero”. Quedé fulminada: la adolescencia me venía otorgando un aura de protección en las reuniones de Grillo y, además, yo nunca había pretendido que ese texto fuera un cuento. Supe que mi único método para no quedar maltrecha era demostrame a mí misma que, si quería, podía escribir un cuento, de lo que se desprendería que el hombre había hablado de puro comedido. Fue así que al día siguiente, sin más recurso que mi determinación, me senté ante una Royal prestada por el novio de mi hermana y, apenas inquieta por lo que vendría después, anoté “A veces me da una risa”. Aún ignoraba que no hay tos ni sombreros que valgan si se desconoce la cualidad de ciertos sucesos que hablan por sí mismos, y que el secreto reside en encontrar esos sucesos que en dar con el modo de volverlos elocuentes. También ignoraba que la ficción no es una continuidad en el camino de la escritura: es un salto, que por aquel desconocido del Café de los Angelitos -después supe que le decían El Gorrión y que estaba un poco loco; no sé siquiera si vive pero igual le doy las gracias- yo estaba dando ese salto que, en buena medida, marcó mi vida. Revuerdo el placer de estar hablando por primera vez desde una voz que no era la mía y el vértigo de teclear como suponía que teclean los escritores. También recuerdo el desconcierto cuando, de golpe, me detuve y pensé: ¿Y ahora cómo sigo? Leí la última frase que había escrito y ahí ocurrió algo en lo que hoy puedo vislumbrar cierto futuro futuro literario: me di cuenta de que ese, y ningún otro era el final. Nunca volví a toparme de ese modo con un final; suelo buscarlos -o saberlos- antes de sentarme a escribir. Tampoco volví a escribir otra ficción con ese grado de inocencia, o de ignorancia. Y nuca, desde entonces, dejé de convivir con el proyecto de uno o de varios cuentos. Luego de ese, que se llamó “Los juegos”, escrito y publicado cuando yo tenía diecisiete años (en el Grillo de papel Nº 4, junio-julio de 1960) vino un período de cuatro años en el que escribí más cuentos que en ninguna otra etapa de mi vida. Algunos no tenían salvación y fueron descartados para siempre; otros esperan una escritura o han sido rehechos años después. Once fueron corregidos hasta donde yo podía corregir en ese tiempo e integraron mi primer libro, Los que vieron la zarza, publicado en julio de 1966. En la versión de Los que vieron la zarza que se publica en este volumen omití uno de los cuentos, “Dios”, porque no me convence. De alguna manera hablo de ese Dios en La crueldad de la vida y es probable que vuelva sobre Él. De los otros cuentos del libro sólo “Retrato de un genio” permanece sin ninguna modificación. “Ahora” fue reescrito en 1972 para un volumen que publicó el Centro Editor; sólo conservo intactos el conflicto del protagonista, algunos de sus razonamientos y los párrafos finales. Los demás cuentos tuvieron sólo enmiendas menores. No es fácil corregir textos compuestos tanto tiempo atrás sin traicionar a la que entonces los escribió. Sospecho que hoy encararía de otro modo “Trayectoria de un Ángel y “Casi un melodrama, pero tal vez serían otros cuentos. A “Los juegos” le restituí el título con que fue publicado en El grillo de papel. En el libro original figura como “Los panes dorados”: por ese tiempo yo había empezado algo que -sospechaba- iba a ser una novela y se llamaría Los juegos. Muchos años después la novela se llamó Zona de clivaje; no hay motivo, entonces, para no volver al primer nombre del cuento, menos azaroso que el que lo reemplazó; fuera de esta restitución, no le cambié nada, no porque me conforme su escritura: porque no sé cómo entrar en ella sin desbaratarla. “Las monedas e Irene”, el último en ser escrito de los cuentos de mi primer libro, es un desprendimiento prematuro de esa novela que estaba empezando. Algo de Los que vieron la zarza que cambié para este volumen es el orden de los cuentos. Ahora me molestaba, sobre todo, que estuviera separado en partes, cosa que me parecía extraordinaria cuando publiqué el libro por primera vez. Respecto del cuento que le da título, como ya lo expliqué una vez, lo escribí a los veinte años y, en mi historia personal, significó un mojón o variación cuántica: mientras lo estaba escribiendo, tenía el pálpito de que me había metido en una empresa por encima de mis posibilidades. Y tuve un sueño: en el sueño yo debía boxear con Raúl Parini, un excelente actor de esa época que me doblaba en tamaño. Estábamos en el Luna Park, a punto de subir al ring; yo usaba unos pantaloncitos negros de satén, muy ortodoxos, y una púdica musculosa. Mis amigos de El escarabajo de oro -Abelardo Castillo, Vicente Battista, Raúl Escari- me instruían acerca de la mejor manera de aplicar un cross de derecha o un uppercut. Yo pensaba: “Me alientan, quieren que gane, pero ¿a ninguno de estos hijos de puta se le cruzará por la cabeza que Parini me va a matar?” En el sueño yo sabía que por amor propio, lo mismo iba a subir al ring e iba a pelear. A ese sueño le debo el apellido del protagonista del cuento y también, tal vez, la manifestación de algo que sería (o ya estaba siendo) recurrente en mi narrativa. Mi segundo libro, Un resplandor que se apagó en el mundo, publicado en noviembre de 1977, no iba a llamarse así y debió estar constituido por única nouvelle: Don Juan de la Casa Blanca. Empecé a escribir esa nouvelle en noviembre de 1975 y su escritura atravesó el golpe militar, prosiguió en medio del horror y, junto con El Ornitorrinco (El primer número de esa revista, que fundamos con Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre, salió en noviembre de 1977), constituyó para mí el mejor modo de aferrarme a la vida, o a lo que hasta entonces había sido mi vida: dentro de las paredes de mi pieza, buscando con una pasión que no había conocido hasta ese momento las palabras exactas para contar el mundo opresivo de mis personajes, yo era libre. En noviembre del 76 le llevé a Enrique Pezzoni, en Sudamericana, la versión casi definitiva. Lo leyó y me dijo que publicaría el libro, sólo que, por un criterio editorial, tenía que agregarle algunos cuentos; según ese criterio, la gente no gastaba dinero en libros cortos. Yo no quería saber nada con eso; Mi Don Juan había sido concebido para estar solo; no podía colgarle unos textos porque sí. Fue Castillo quien vio cierta conexión entre Don Juan... y “Georgina Requeni o la elegida” y me sugirió que escribiera otros cuentos vinculados. Yo había terminado “Georgina Requeni” unos años atrás, después de un trabajo arduo y accidentado; lo entendía como uno de los cuentos que mejor representaban el mundo narrativo. Pero conexión con Don Juan de la Casa Blanca no le veía por ningún lado. Sin muchas ganas empecé a inventar una trama que relacionara los dos textos; la trama era posible pero yo no sentía la más mínima necesidad de trabajar en ella. Así andaba, casi resignada a que Don Juan... no se publicase, cuando la luna se metió en la historia, le dio un sentido a la nueva trama y lo amalgamó todo. Entonces sí ci el cuento, y vi el libro, completos. Escribí “Un resplandor que se apagó en el mundo” casi de un tirón y con un estado de alegría que no me abandonó hasta el final, ahí estaba, además, el título del libro. Las tres partes que lo forman pueden ser leídas como historias independientes, pero también admiten, para el que quiera verla, una cuarta historia que se arma entre las tres. Los cuentos de Las peras del mal, publicado en febrero de 1982, fueron escritos entre 1967 y 1981. El que da el título al libro lo hice a pedido en 1968. A comienzos de ese año vino a verme Alberto Manguel – un desconocido para mí, que con los años iba a ser el excepcional traductor de mis cuentos al inglés y un amigo entrañable- Me contó que iba a fundar una editorial -Galerna- y que la iniciaría con una antología: Variaciones sobre un tema de Durero. Me tentó con los antologados: Borges, los hermanos Grimm, Ambroce Bierce, Haroldo Conti, Oski, Juan José Hernández; también me tentó con el nombre del cuadro de Durero:El caballero, la muerte y el diablo. Yo había leído el Fausto de Marlowe y el de Goethe, había sido marcada para siempre por el Doktor Fautus, de Thomas Mann, y hasta conocía al doctor Urba, ese avatar cordobés del diablo que ya me había deslumbrado en los primeros borradores de Crónica de un iniciado, de Castillo. Qué diablo personal podía aportar esa serie espléndida. De ese interrogante, y de cierta concepción de la vida, salió la idea del cuento. Por esa época escribí una versión lastimosa de “Georgina Requeni”, varios cuentos que todavía esperan una escritura aceptable, “Un secreto para vos” y “La llave”, que según sentí en esa época, marcaba otro salto en mi escritura. La prosa y la estructura de “De lo real” corresponden a 1981, el conflicto y la locura del personaje vienen, intactos, de cuando escribí la primera versión, a los dieciocho años. Supongo que con lo ocurrido con ese cuento no constituye del todo un hecho aislado. En el texto de contratapa de Las peras del mal escribí: “No es mi locura la que creció (a los cuatro años ya sabía convivir amablemente con el desorden); el que parece haber crecido es mi lenguaje. Poco a poco voy familiarizándome con las palabras, aprendo a gobernarlas (o a desbarrancarme con ellas), a disponerlas de modo que no sólo el orden aparente, también ciertos desarreglos empiecen a resultarme posibilidades narrables de lo real”. Pasaron casi veinte años y dos novelas hasta que volví a publicar un libro de cuentos. Tal vez fue necesario que perdiera cierta confianza en mi escritura que, según parece desprenderse de la cita anterior, yo había adquirido en el momento de publicar Las peras del mal: la confianza no es buena para hacer literatura. Varios de los cuentos de La crueldad de la vida vienen de una búsqueda larga y a veces trabada. Dos cuentos que salieron fácil debo agradecérselos a Guillermo Saavedra: “Contestador”, que no pretendió ser un cuento sino una especie de nota-relato que él me pidió para el diario Clarín, y “La música de los domingos”, cuya escritura me propuso con el argumento irresistible de que yo no podía faltar en una antología de cuentos sobre futbol. Le debo otro cuento de escritura fluida, “La noche del cometa”, a Sylvia Iparraguirre: ella me había pedido un texto de humor para una antología y yo, que cargo en mi memoria un registro de “situaciones con las que alguna vez voy a escribir un cuento”, acudí a una en la que, me acordaba, Ernesto yo yo y varios amigos reímos hasta perder el aliento. La voz del narrador me sopló de entrada en la oreja y empecé a escribir compulsivamente, cosa que pocas veces me ocurre. Lo curioso es que, a medida que avanzaba, iba notando que lo predominante no era el humor sino otra cosa que debía estar ahí, en suspenso, y en la que yo no había pensado hasta que me senté a escribir. Debo la idea de “Antes de la boda” a un cuento de Raúl Escari. Durante años traté infructuosamente de darle forma: los primeros intentos, escritos a máquina en hojas amarillas, son apenas legibles; una versión posterior, también a máquina, está en el reverso de un listado de computadora de los que yo usaba cuando era programadora en la Caja de Industria y Comercio (de donde la echaron por subversiva en 1976) En el 2001, ya con fecha para entregar el libro, seguía sin dar con la escritura definitiva. Debo al Word haberla encontrado. El cuento tenía muchos diálogos breves. Cada vez que yo escribía dos diálogos seguidos, el Word, de motu propio, ponía una sangría y un guión en los renglones siguientes. Yo estaba al borde de la locura: retardaba una eternidad, cada vez, en enmendar la diligencia del Word. Y perdía totalmente el ritmo. A punto de tirar la computadora por el balcón, decidí empezar todo otra vez, de corrido y a lo que salga. A la media página me di cuenta de que ahí estaba el tono que había buscado y, por fin, pude terminar el cuento. También en la composición de “Maniobras contra el sueño”, de Una mañana para ser feliz y de La única vez se verificaron ciertas dificultades (en realidad cada uno de mis cuentos carga con su singular historia de escritura; de algún modo, el conjunto de todas ellas urde una versión de mi propia historia). En cuanto a “La crueldad de la vida”, busqué durante años ese texto, que unas veces concebí como cuento y otras como novela, y que terminó a caballo entre los dos géneros. Como me pasa cuando estoy componiendo una novela, anotaba fragmentos, comienzos fallidos y escenas sin destino, pero no podía dar con la estructura que las contuviese. Encontré su forma definitiva en el 2001; la escritura de ese texto, que quiero de una manera especial, me salvó en un año catastrófico. Sin necesidad de hilar muy fino puede advertirse que se vincula con “Retrato de un genio” con “Berkeley...” y, sobre todo, con “Los primeros principios o arte poética”. Puede que este volumen, que abarca casi toda mi historia literaria, permita el descubrimiento de otros recorridos, de algunas recurrencias, de ciertos cambios en mi escritura o en mis temas. O que simplemente le depare a alguien un encuentro personal y azaroso con cuentos aislados, desprovistos de mí y del contexto. De mí puedo decir que me sorprende un poco estar armando este libro. Y que la tarea no me disgusta. |
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© Helios Buira
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