"RETRATO DE UN GENIO"
Si una consigue no pensar mientras
golpea exactamente cien veces la pared
con la ventana, el tiempo pasa rápido,
muy rápido, y puede ser que
cuando menos se lo espere Lucía se
despierte y adiós problemas. Así como
está Mariana, acostada en la cama, hay
que mantener el brazo muy estirado hacia
arriba para alcanzar el marco de la
ventana, pero no se lo debe soltar por
nada del mundo a pesar de que es
cansador mover el brazo así, contando
siete ocho nueve, y, al mismo tiempo,
haciendo fuerza para no pensar en nada.
Esto último es muy importante: porque si
una pasa todo el tiempo deseando que se
despierte Lucía y vigila cada uno de sus
movimientos para ver si al fin abre los
ojos, Lucía no se despierta nunca; en
cambio si olvidamos por completo que ya
no se puede soportar un segundo más sin
otra compañía que una hermana dormida es
muy posible que la hermana nos sorprenda
en algún momento preguntando qué hora es
o algo por el estilo. Es una ley
insondable y por más que una se propone
alterarla y, por ejemplo, pasa ratos
completamente ajenos a la voz de la
maestra para no perderse el instante
preciso en que sonará la campana, basta
que una se distraiga un segundo, uno de
esos segundos que ni se sabe cómo
ocurren, para que justo entonces suene.
Por eso lo mejor es inventar un juego
que permita dejar de pensar ya que la
otra alternativa —despertar a Lucía— es
desde todo punto de vista irrealizable.
Se ha visto de sobra que el mundo no es
tan sensato como una necesita. ¿Qué es
lo más lógico cuando una quiere que
Lucía ya esté despierta? Lo más lógico
es que una vaya y la despierte, total el
gran inconveniente que tiene dormir es
que una se da cuenta de lo hermoso que
es eso sólo en el tiempo en que no está
dormida, por lo cual da lo mismo que una
despabile a la gente ahora o dentro de
mil años. Pero la vida nunca es así.
Lucía no se quedará lo más contenta. No.
Habrá que explicarle por qué se la ha
despertado y eso es arruinarlo todo. Una
no puede hacerle entender a su furiosa
hermana mayor que la había despertado
para que pudieran divertirse juntas; se
sabe que una persona enojada jamás
entiende que en el mundo sea posible la
diversión, de ahí que, para ella, una
estará mintiendo. Yo no estoy mintiendo,
Lucía, le dirá una. Y ella dirá: sí que
mentís; lo que pasa es que tenés miedo
de estar sola. ¡No!, dirá una, pero ella
no lo creerá, proseguirá calumniando y
nada resultará divertido; por lo tanto:
¿quién va a dar testimonio de que
Mariana no ha mentido? La vida ha de ser
triste y no se entenderá para qué se la
despertó a Lucía si al menos antes se
estaba tranquila y una, sola, sabe jugar
lo más bien. Siempre lo mismo: cuando
Lucía no está con una parece que,
juntas, lo pasan a las mil maravillas;
pero después, todas las veces sucede
alguna cosa, algo que no se debió decir
o hacer pero que ya está hecho y Lucía
de mal humor y la vida es un pozo negro.
Hay que cuidar, pues, todos los detalles
para que los acontecimientos no
fracasen: no se la debe despertar a
Lucía y lo mejor, si se quiere que
alguna vez dé señales de vida, es no
seguir dando vueltas sobre el asunto.
Cien golpes contra la pared, con la
ventana, no pensando sino en los números
que para seguir pensando en Lucía no
hace falta tener el brazo levantado,
sosteniendo el marco y haciendo top top
cuando de nada vale tanto top top si
hemos perdido la cuenta y es necesario
empezar otra vez, eso por estúpida: si
se hubiera estado contando todo este
tiempo ya se andaría como por ochenta.
Sin embargo resulta imposible dar por
contados esos ochenta; lo que sí,
ochenta contando mal vienen a ser como
treinta contando bien. Eso. De treinta
hasta cien con la ventana contra la
pared. O de uno hasta setenta.
No; eso jamás.
Los dos tienen setenta.
Pero no es lo mismo: eso es aminorar el
sacrificio; es no llegar nunca a la
meta. Se es tramposo y cobarde.
¡Qué viva! Entonces una empieza desde
cualquier número, dice setenta y seis,
por ejemplo, setenta y seis setenta y
siete setenta y ocho, va hasta
cien, y llega a la meta lo mismo.
No, porque ¿quién establece que una se
merecía esos setenta y seis?
Claro; una puede estar segura de que
merece treinta porque le duele el brazo
de tanto tenerlo para arriba y, además,
entretanto ha sufrido mucho por no poder
dejar de pensar pero, considerando que
si en todo este tiempo se hubiera
seguido contando se estarían mereciendo
ochenta, entonces, de ninguna manera,
cuando se han hecho las cosas mal y una
no ha cumplido con el sacrificio
estipulado, pueden merecerse setenta y
seis. Hay que empezar desde treinta y no
pensar en nada. En nada, en nada, Dios
mío se ha olvidado aquello. Qué qué, es
preciso no recordar qué, es preciso es
preciso pero ahora que ya se sabe que
hay algo que fue olvidado la cabeza se
va caminando para allá para el-pen-sa-mien-to-que-no
hay-que-pen-sar y es necesario hacer
algo para que no llegue pronto ayventana
cincoseis siete no es eso sí por favor
no importa el orden ahora ay
feboasomayasusrayos
iluminanelhistóricoconvento
traslosmurosordoruido ruido. Ruido. No.
Sí, ruido. En la cama de Lucía. Lucía se
ha movido. No pienses en eso, maldita.
No pienses, no pienses que el
pensamiento anda por allá. Es que se me
va la cabeza, se me va, se me va. Todo
está perdido. Lo que no había que
recordar es que queremos que Lucía se
despierte. Estamos nuevamente en el
principio. No gran Dios; en el principio
no: Lucía se ha movido, y ésa es una
buena señal porque si la gente, cuando
duerme, está como muerta (respirando,
claro, pero eso es lo de menos), esto
significa que en el momento en que se
mueve, en ese exacto segundo, puesto que
no está muerta, está despierta; sólo que
el segundo pasa tan rápido que es muy
probable que, distraídas, las personas
ni reparen en que se habían despertado,
y, al concluir el movimiento, vuelvan a
dormir. La clave del despertar
definitivo reside en que suceda algo que
llame la atención mientras transcurre el
movimiento. Pero esta vez, por más que a
una la ventana se le escapa con fuerza
contra la pared, se da un violento
suspiro, se tose y, al querer agarrar el
cepillo que estaba sobre la mesita, éste
se va al suelo con estrépito, Lucía no
se da por aludida. ¿Y si no se despierta
nunca? Al fin, dejar de dormir es una
casualidad como cualquier otra: un
ruido, justo cuando una se mueve, pero,
¿cuánto ruido? Recién con el ruido no
había pasado nada y en cambio otras
veces la gente se despierta sin ruido.
Eso no es cierto: hay ruidos que no se
escuchan pero igual están. Ahora una
puede decir que sólo existen los golpes
contra la pared y que, si se deja de
golpear, no hay nada; pero si se hace un
esfuerzo se escucha el tic tac del
reloj, y si se presta mucha atención se
oye el tic tac del reloj pulsera de
Lucía, y la calle, y más lejos todavía.
Y el ruido general. Porque hay un ruido
general que son todos los ruidos juntos
y que se escucha bien cuando una se tapa
y se destapa los oídos bua bua bua.
Algunas veces basta con el ruido general
y otras hace falta un ruido muy grande.
Pero, ¿grande hasta dónde? He aquí el
problema. ¿Existe acaso el ruido más
grande de todos, ése que si una lo
escucha no puede dejar de despertarse?
Porque si no existe, ¿qué seguridad
tenemos de que Lucía no ha de seguir
durmiendo toda la vida, y la gente
piense que está muerta, y la vayan a
enterrar? ¡Quién sabe a cuántos habrán
enterrado así!; pero a la gente ni se le
ocurre pensar en estas cosas y vaya a
saber si es una ventaja estar sabiéndolo
siempre todo; así se vive preocupada por
asuntos que, para colmo, resulta
imposible explicarle a los otros y una
¡pobrecita!, tan chica como es, tiene
que soportarlo sola. Cómo harán los
demás para no darse cuenta, en este
momento, de que no sólo Lucía puede no
despertarse en el resto de su vida sino
que, perfectamente, a papá y
a mamá puede haberles ocurrido un
accidente espantoso y una se ha quedado
sola sobre la tierra, desamparada y
harapienta, pidiendo limosna por estas
calles de Dios. ¡Oh, qué triste, Señor!
¡Qué triste es esta vida de pordiosera!
Una limosnita, caballero, ¿no ve que me
muero de frío? No, qué va a ver; cómo se
nota que él tiene un sobretodo y un
hogar alegre y abrigado con una cariñosa
familia. ¡Qué egoísmo el de los
mortales! Otra noche acá, en el
quicio de esta puerta, helándome la
sangre. ¿Por qué lloras de ese modo,
pequeña niñita? Lloro porque estoy
solita, y justo ahora, seguro que a
Lucía se le va a ocurrir despertarse
porque estas desgracias siempre han de
pasarnos, basta que una llore un poco
para que la muy idiota esté preguntando
por qué llorás, pero no te da vergüenza
tan grande y tan sonsa, ¿de qué tenés
miedo? No es miedo, dice una; yo no sé
por qué lloraba, te lo juro. Una siempre
sabe por qué llora dice ella, la sabia.
Pero yo no sé, dice una. Entonces estás
loca, dice ella; únicamente los locos no
saben por qué lloran. Dejáme tranquila,
por favor, ruega una; ya se me va a
pasar; si vos no me preguntás nada yo me
voy a calmar enseguidita y vamos a hacer
como que yo no había llorado nunca, ¿querés?;
¡por favor, Lucía!, ¿qué te cuesta? Pero
Lucía nunca entiende de favores. Maldita
Lucía. No se sabe para qué, al fin y al
cabo, una tiene tantas ganas de que se
despierte. Siempre es así: una anda
queriendo que sucedan cosas pero después
suceden y eso es terrible porque ya pasó
y no era para tanto. Lo lindo, pues, no
es que las cosas pasen sino querer que
pasen. Ah, sí, cualquier día. Lo que se
quiere ahora no es querer que Lucía se
despierte sino que Lucía se despierte.
Entonces, ¿cuál es la verdad? Santo
Cielo ¡qué complicado! Es una desgracia
pensar tanto. Así Lucía jamás se va a
despertar. Es preciso dar cien golpes
contra la pared. Pero, ¿acaso los
números no se piensan? Claro que se
piensan, si no saldrían todos salteados
dosochocuatro pero se piensan muy
poquito y además no se piensa en Lucía.
Como contar ovejas que también se
piensan pero no en Lucía. Eso, sin
embargo, tiene sus inconvenientes: las
veces que, para dormir, se
ha tratado de contar ovejas, algunas se
retrasaban y otras se apuraban, así que
se producía un amontonamiento y se
perdía la cuenta; además siempre hubo
alguna que, al saltar, se cayó, de modo
que fue necesario esperar a que se
levantase y se corrió el riesgo de que
no se levantara nunca; y estaban esas
otras que saltaron como en cámara lenta,
cada vez más lenta y eso no era contar
ovejas sino contar una sola oveja; y
contar una sola oveja es lo mismo que
mirar una oveja, una oveja que está por
saltar pero nunca salta, cosa que pone
los nervios de punta por lo que una
trata de pensar en otra cosa pero no
puede porque la oveja no desaparece más
y hay que quedarse largo tiempo
esperando que se le ocurra saltar.
¡Maldita oveja! Lo que faltaba. ¿Es que
las ovejas se le aparecerán a una hasta
cuando no quiere contarlas? ¿Es que
tendremos que seguir mirando a esta
estúpida oveja? ¡Te vas! ¡Te vas,
maldita! Un dos tres cuatro cinco, ¿qué
habrá qué hacer para que desaparezca?
Olvidar. Contar. Un dos tres cuatro
cinco seis Dios mío, cómo la odio; por
eso es mejor la ventana, que no es como
los pensamientos que se mueven solos,
sino que la mueve una misma por más que
Lucía se lo pasa protestando todas las
mañanas que el ruido no la deja dormir,
pues ya se ha visto de qué modo no la
deja dormir cuando desde hace dos horas
se está dale toptop y la otra durmiendo
como una santa. ¿Como una santa? ¿Quién
ha visto nunca una santa durmiendo? Es
raro: hay cosas que una ha dicho siempre
y un buen día se pone a pensar por qué
diablos las dice. O palabras. Palabras
que, de pronto, suenan como por primera
vez. Mariana. Mariana Barkán. Yo.
Mariana de María, como francesa
de Francia. Un país que se llama María.
—¿Nacionalidad?
—Argentina.
—¿Nacionalidad?
—Mariana.
María Ana. Ana María. Ya es otra cosa.
Mariana y Mariano. También es otra cosa.
Mariano Balcarce, el esposo de
Merceditas; las palabras se ven:
si Mariana soy yo, Mariana es como yo.
Las personas no deberían tener nombres
iguales; José de San Martín en cambio no
tiene problemas porque
es uno solo. Lucía. ¿Qué Lucía? Lucía un
vestido de encaje. ¿Qué Lucía? Lucía
Barkán, mi hermana mayor. Si una no la
conoce y le dicen Lucía Barkán no piensa
en nada y sin embargo es tan inteligente
y todo lo demás que tiene. Hay que
conocer a la gente y puede ser que todos
sean muy inteligentes cuando uno los
trata de cerca. No, no, a veces dicen
estupideces. ¿Y una?; ¿acaso una no dice
estupideces también? Sí, y a veces no
habla nada y a lo mejor los otros la
están tomando a una por estúpida. Y una
a los otros, y así todo. Nunca se sabe
cómo es, de verdad, la gente. ¿La gente
es lo que piensa o lo que dice? Si es lo
que piensa la más inteligente soy yo.
Pero, ¿quién lo sabe?
Yo .
Eso no tiene ninguna importancia. ¿Qué
piensan los otros? ¿Piensan los otros? A
lo mejor no. ¿Cómo se sabrá si el
pensamiento no es algo que le pasa
solamente a una, y cuando los otros
hablan de pensar se están refiriendo a
otra cosa? Cada uno a una cosa distinta.
Es difícil de concebir eso
de vivir sin pensar. Algo así como estar
durmiendo siempre. ¡Puf! Sí, puf pero
qué lindo sería dormirse un ratito,
ahora, si se pudiera intentarlo. Como si
alguien en el mundo pudiera intentar una
cosa así. “Apoyá la cabeza en la
almohada y dormite, tontita”, dice mamá
cuando una le explica que no ha podido
dormir en toda la noche. “Pero, mamá”,
dice una, “cuando yo pongo la cabeza en
la almohada se me empiezan a ocurrir
cosas”. “Y qué cosas se te tienen que
ocurrir, Mariana”, dice mamá; “¿acaso no
estás contenta? ¿tenés miedo de algo?”.
“No, mamá”, dice una; “no tengo miedo;
no son cosas malas: lo que pasa es que a
mí me gusta pensar”. “Hay que pensar de
día”, dice mamá, “la noche se hizo para
dormir”. Pero sucede que de día está la
escuela, y la gente, y los deberes, y no
hay mucho tiempo; además, una se puede
haber pasado todo el día pensando y, a
la noche, igual se le siguen ocurriendo
cosas porque el pensamiento no se
termina nunca. Entonces no hay por qué
querer que Lucía se despierte: una
prueba comenzar sus pensamientos ahora,
y seguir y seguir y seguir y seguir.
Hasta la muerte. Ay, no. Borremos esta
idea. Hagamos algo, urgente, para que
Lucía se despierte. Una promesa. Eso
siempre da resultado, como el otro día
con el chocolate.
“Quiero chocolate”,
había dicho y dicho Lucía. “Si hacés un
verso que trate de eso antes que papá llegue”,
le dijo Mariana a las ocho y media,
justo a la hora en que tiene que venir papá,
“si hacés el verso antes de que llegue,
seguro que trae chocolate”.
“Ahí viene mi papárubio...”,
dijo Lucía y fue terrible porque si
justo entonces aparecía todo estaba
irremisiblemente perdido. “Ahí viene mi papá rubio...”,
y tuvieron las dos los nervios de
punta.
"Ahí viene mi papá rubio
con su regalo marrón
el regalo es chocolate
y mi papá es
un amor."
¡Qué maravilla! Nunca nadie pudo haberlo
hecho mejor, aunque no es muy
comprensible el modo en que se mide la
hermosura de los versos, así como de los
cuadros y de las músicas. Parece que hay
cosas en que tiene que estar todo el
mundo de acuerdo porque si no una es una
burra, pero ¿quién es el que decreta?
"Son obras de arte", dice Lucía cuando
una le pregunta, pero ¿cómo ha de saber
una cuándo está ante una obra de arte?
"Hijita", dice Lucía, "No hay más que
verlo", pero de cualquier modo las dos
están de acuerdo en que el verso del chocolate,
sea o no una obra de arte, es muy
hermoso y las dos lo dicen a gritos
cuando llega papá quien
no trae chocolate pero
en cambio pregunta por qué tanto grito.
"Porque queremos chocolate",
gritan las dos, y papá la
manda a Mariana a que vaya al almacén
¡de noche! a comprar una barra. El
problema reside en si el sacrificio dio
o no resultado.
- ¿Comieron chocolate?
- Sí.
- ¿Fue papá el
que trajo la solución?
- Sí.
- ¿Se hubiera logrado lo mismo sin el
poema?
Seguramente no porque no habría habido
tanto alboroto y nadie hubiera podido
enterarse que ésas eran unas ganas
especiales de comer chocolate ya
que, después de todo, una siempre anda
con ganas de comer chocolate y
ésa no es razón para que su padre la
mande -en plena noche- a buscarlo.
Entonces el sacrificio ha dado
resultado.
Hay, pues, que inventar un verso. Si
Lucía se despierta, alegría he de tener,
si Lucía se despierta, alegría he de
tener, si Lucía se despierta, alegría he
de tener.
"Si Lucía se despierta,
alegría he de tener
y con ella muy contenta
enseguida me pondré."
Feísimo. Ah, se lo supo distinguir sola
esta vez. Bien; por ese camino,
seguramente, se ha de descubrir el arte.
Pero, Santo Cielo, ahora que lo piensa,
es muy posible que llegue el castigo de
Dios por haber cambiado el sacrificio, y
que Lucía no se despierte jamás en la
vida. Esto es espantoso. Hay que empezar
otra vez, rápido. Pero es probable que
el castigo ya no se pueda evitar porque
lo hecho hecho está y el hecho es que se
ha cambiado el sacrificio. Perdón, Dios
mío. Estoy dispuesta a todo para lavar
mi pecado. Contar hasta cien y si me
detengo o me equivoco que me ocurran
cinco desgracias este mes.
Unodostrescuatrocincoseissieteochonopensarnada
diezoncenadaidiotatrece o catorce ay, no
importa, sí importa, eran catorce sí, me
lo dice el corazón y ahora diecisiete
pero ya nunca, dieciocho, nunca ya nunca
sabremos nuestra suerte, y a lo mejor ya
está todo perdido, veintiuno, veintidós,
qué sé yo, cuarenta mil, esto es
espantoso.
- Si no dejás de golpear la ventana te
tiro con algo -dice Lucía.
- ¿Qué ventana?
- ¿Cómo que qué ventana? -dice Lucía-.
¿Te creés que soy estúpida yo?
- ¿Vos? -dice Mariana.
- ¿Qué? -dice Lucía.
- Qué sé yo.
De todos modos, razona Mariana, desde la
otra cama no se puede ver el brazo en
alto porque lo tapa el escritorio. Lo
conveniente en esos casos es no largar
con brusquedad la ventana, lo que
traería dos consecuencias nefastas:
primero, se notaría el movimiento;
segundo, se oiría el estruendo que, con
toda seguridad, haría la ventana al
chocar contra la pared. Lo que debe
hacerse es ir moviendo el brazo poco a
poco, para que apenas se note el cambio
de posición, y, al cabo de unos diez
minutos durante los cuales se ha
conversado amigablemente con Lucía, una
vez que se ha conseguido dejar la
ventana contra la pared, bajar con
suavidad el brazo.
- ¿Y entonces -dice Lucía-; me querés
decir qué estás haciendo con el brazo
levantado?
- Si yo no tengo el brazo levantado
-dice Mariana mientras suelta la
ventana, baja el brazo y oye un
formidable ruido de ventana contra
pared.
- ¡Ah! -dice Lucía-; eso que suena son
margaritas.
- Si las margaritas no suenan -dice
Mariana.
- ¡Y a mí qué cuernos me importan las
margaritas! -dice Lucía.
- ¿Y para qué dijiste? -dice Mariana-
¿ves cómo sos?
Pero ya son inútiles las palabras: Lucía
está de mal humor. Ahora se levantará y
se encerrará en el baño como siempre que
quiere estar sola, y se quedará horas
allí. Pero mejor es no llamarla así se
quede adentro toda la eternidad. Porque
si se la llama ella va a empezar conque
una la ha despertado, y si una es
miedosa o qué. Y se pondrá de peor
humor. Y si Lucía está así nunca en la
vida se le podrá decir que a una le
gusta que estén juntas puesto que de ese
modo se divierten tanto. ¡Qué va a
entender esa perra de diversiones! Y sin
embargo, Dios mío, lo bien que se pueden
divertir mejor, ahora, será tratar de
leer algo, y concentrarse, y concetrarse,
y concentrarse, así, cuando menos se lo
espera, Lucía sale del baño, y está de
buen humor, y todo comienza a andar
bien. |