-Yo podría contar
-terció el gordo
atropelladamente-
que hace tres años
en Guatemala un
viejito organista de
una iglesia de
barrio me refirió
que por 1929 cuando
le encargaron
clasificar los
papeles de música de
La Merced se
encontró de pronto
unas hojas raras que
intrigado se puso a
estudiar con el
cariño de siempre y
que como las
acotaciones
estuvieran escritas
en alemán le costó
bastante darse
cuenta de que se
trataba de los dos
movimientos finales
de la Sinfonía
inconclusa así
que ya podía yo
imaginar su emoción
al ver bien clara la
firma de Schubert y
que cuando muy
agitado salió
corriendo a la calle
a comunicar a los
demás su
descubrimiento todos
dijeron riéndose que
se había vuelto loco
y que si quería
tomarles el pelo
pero que como él
dominaba su arte y
sabía con certeza
que los dos
movimientos eran tan
excelentes como los
primeros no se
arredró y antes bien
juró consagrar el
resto de su vida a
obligarlos a
confesar la validez
del hallazgo por lo
que de ahí en
adelante se dedicó a
ver metódicamente a
cuanto músico
existía en Guatemala
con tan mal
resultado que
después de pelearse
con la mayoría de
ellos sin decir nada
a nadie y mucho
menos a su mujer
vendió su casa para
trasladarse a Europa
y que una vez en
Viena pues peor
porque no iba a ir
decían un
Leiermann*
guatemalteco a
enseñarles a
localizar obras
perdidas y mucho
menos de Schubert
cuyos especialistas
llenaban la ciudad y
que qué tenían que
haber ido a hacer
esos papeles tan
lejos hasta que
estando ya casi
desesperado y sólo
con el dinero del
pasaje de regreso
conoció a una
familia de viejitos
judíos que habían
vivido en Buenos
Aires y hablaban
español los que lo
atendieron muy bien
y se pusieron
nerviosísimos cuando
tocaron como Dios
les dio a entender
en su piano en su
viola y en su violín
los dos movimientos
y quienes finalmente
cansados de examinar
los papeles por
todos lados y de
olerlos y de
mirarlos al trasluz
por una ventana se
vieron obligados a
admitir primero en
voz baja y después a
gritos ¡son de
Schubert son de
Schubert! y se
echaron a llorar con
desconsuelo cada uno
sobre el hombro del
otro como si en
lugar de haberlos
recuperado los
papeles se hubieran
perdido en ese
momento y que yo me
asombrara de que
todavía llorando si
bien ya más calmados
y luego de hablar
aparte entre sí y en
su idioma trataron
de convencerlo
frotándose las manos
de que los
movimientos a pesar
de ser tan buenos no
añadían nada al
mérito de la
sinfonía tal como
ésta se hallaba y
por el contrario
podía decirse que se
lo quitaban pues la
gente se había
acostumbrado a la
leyenda de que
Schubert los rompió
o no los intentó
siquiera seguro de
que jamás lograría
superar o igualar la
calidad de los dos
primeros y que la
gracia consistía en
pensar si así son el
allegro y el
andantecómo
serán el scherzo
y el allegro ma
non troppo y que
si él respetaba y
amaba de veras la
memoria de Schubert
lo más inteligente
era que les
permitiera guardar
aquella música
porque además de que
se iba a entablar
una polémica
interminable el
único que saldría
perdiendo sería
Schubert y que
entonces convencido
de que nunca
conseguiría nada
entre los filisteos
ni menos aún con los
admiradores de
Schubert que eran
peores se embarcó de
vuelta a Guatemala y
que durante la
travesía una noche
en tanto la luz de
la luna daba de
lleno sobre el
espumoso costado del
barco con la más
profunda melancolía
y harto de luchar
con los malos y con
los buenos tomó los
manuscritos y los
desgarró uno a uno y
tiró los pedazos por
la borda hasta no
estar bien cierto de
que ya nunca nadie
los encontraría de
nuevo al mismo
tiempo -finalizó el
gordo con cierto
tono de afectada
tristeza- que
gruesas lágrimas
quemaban sus
mejillas y mientras
pensaba con amargura
que ni él ni su
patria podrían
reclamar la gloria
de haber devuelto al
mundo unas páginas
que el mundo hubiera
recibido con tanta
alegría pero que el
mundo con tanto
sentido común
rechazaba.
* Organillero |