-…Lo que me recuerda
dije yo la
historia del
malogrado sueco
Orest Hanson, el
hombre más alto del
mundo (en sus días.
Hoy la marca que
impuso se ve abatida
con frecuencia).
En 1892 realizó una
meritoria gira por
Europa exhibiendo su
estatura de dos
metros cuarenta y
siete centímetros.
Los periodistas, con
la imaginación que
los distingue, lo
llamaban el hombre
jirafa.
Imaginen. Como la
debilidad de sus
articulaciones no le
permitía hacer casi
ningún esfuerzo,
para alimentarlo era
preciso que algún
familiar suyo se
encaramara en las
ramas de un árbol a
ponerle en la boca
bolitas especiales
de carne molida, y
pequeños trozos de
azúcar de remolacha,
como postre. Otros
parientes le ataban
las cintas de los
zapatos. Otro más
vivía siempre atento
a la hora en que
Orest necesitaba
recoger del suelo
algún objeto que por
descuido, o por su
peculiar torpeza, se
le escapara de las
manos. Orest
atisbaba las nubes y
se dejaba servir. En
verdad, su reino no
era de este mundo, y
se podía adivinar en
sus ojos tristes y
lejanos una
persistente
nostalgia por las
cosas terrenales. En
el fondo de su
corazón sentía
especial envidia por
los enanos, y se
soñaba siempre
tratando, sin éxito,
de alcanzar los
aldabones de las
puertas y echando a
correr, como en las
tardes de su niñez.
Su fragilidad
llegaba a extremos
increíbles. Mientras
iba de paseo por las
calles cada paso
suyo hacía temer,
aun a los
transeúntes
escandinavos, un
aparatoso desplome.
Con el tiempo sus
padres dieron
muestras de ávido
pragmatismo (que
mereció más de una
crítica) al decidir
que Orest saliera
únicamente los
domingos, precedido
de su tío carnal,
Erick, y seguido de
Olaf, sirviente,
quien recibía en un
sombrero las monedas
que las almas
sentimentales se
creían en la
obligación de pagar
por aquel
espectáculo lleno de
gravitante peligro.
Su fama creció.
Pero es cierto que
no hay dicha
completa. Poco a
poco en el alma
infantil de Orest
empezó a filtrarse
una irresistible
afición por aquellas
monedas. Finalmente,
esta legítima
atracción por el
metal acuñado vino a
determinar su
derrumbe y la razón
de su extraño fin,
que se verá en el
lugar oportuno.
Barnum lo convirtió
en profesional. Pero
Orest no sentía el
llamado del arte, y
el circo sólo le
interesó como fuente
de dinero. Por otra
parte, su espíritu
aristocrático no
resistía ni el olor
de los leones ni que
la gente le tuviera
lástima. Dijo adiós
a Barnum.
A la edad de
diecinueve años
medía dos metros
cuarenta y cinco.
Después vino un
receso
tranquilizador, y
sólo a los
veinticinco
descubrió su
estatura normal de
dos cuarenta y
siete, que ya no lo
abandonó hasta la
hora de la muerte.
El descubrimiento se
produjo así.
Invitado a visitar
Londres por un
gracioso capricho de
Sus Majestades
Británicas, se
dirigió al consulado
de Inglaterra en
Estocolmo para
obtener la visa. El
cónsul inglés, como
tal, lo recibió sin
mayores muestras de
asombro, y aun se
atrevió a
preguntarle por sus
señas particulares,
y a dudar de que
midiera dos metros
cuarenta y cinco a
la hora de hacer la
filiación. Cuando el
cartabón reveló que
eran dos cuarenta y
siete, el cónsul
hizo el tranquilo
gesto que significa
“Ya lo decía yo”.
Orest no dijo nada.
Se acercó en
silencio a la
ventana y desde
allí, resentido,
contempló durante
largos minutos el
mar agitado y el
cielo azul en calma.
En adelante la
curiosidad de los
reyes europeos elevó
sus ingresos. En
poco tiempo llegó a
ser uno de los
gigantes más ricos
del Continente, y su
fama se extendió
incluso entre los
patagones, los
yaquis y los
etíopes. En aquella
revista que Rubén
Darío dirigía en
París pueden verse
dos o tres
fotografías de Orest,
sonriente al lado de
las más encumbradas
personalidades de
entonces; documentos
gráficos que el alto
poeta publicó en el
décimo aniversario
de su muerte, a
manera de homenaje
tan merecido como
póstumo.
De pronto su nombre
descendió de los
periódicos.
Pero a pesar de
todas las maniobras
que se han fraguado
para mantener en
secreto las causas
que concurrieron a
su inesperado ocaso,
hoy se sabe que
murió trágicamente
en México durante
las Fiestas del
Centenario, a las
que asistió invitado
de manera oficial.
Las causas fueron
veinticinco
fracturas que sufrió
por agacharse a
recoger una moneda
de oro (precisamente
un “centenario”‘)
que en medio de su
rastrero entusiasmo
patriótico le arrojó
el chihuahueño y
oscuro Silvestre
Martín, esbirro de
don Porfirio Díaz. |