La tarde del 8
de agosto, que
fue el tercer
día de combates
callejeros en
Croydon, un
suburbio de
Londres, los
jóvenes
manifestantes le
prendieron fuego
a algunos
edificios,
incluida una
tienda de
muebles que
estuvo ahí por
muchas
generaciones. A
partir de las
imágenes
aparecidas en la
pantalla de
televisión pensé
que me era
conocida. A
finales de los
años 30, mi
madre solía ir a
Croydon de
compras una vez
a la semana, y
con frecuencia
yo la
acompañaba. Le
ayudaba a cargar
las cosas y, ya
que éramos dos,
lo volvíamos una
salida, lo que
significaba
irnos al cine a
la función de la
tarde.
Primero nos
íbamos al
mercado de la
calle Surrey,
luego a unos
almacenes
grandes, y
finalmente
salíamos
triunfales al
Cinema Odeon,
que quedaba casi
que en la puerta
de junto. En
estas ocasiones
mirábamos
siempre estrenos
de Hollywood, y
después los
comentábamos.
Gracias a mi
madre y a estas
películas, desde
la edad de 10 u
11 años comencé
a aprender un
poco de lo que
era narrar
historias.
(¡Ah!, Howard
Hawks, Capra,
Dieterle, Archie
Mayo...)
El 8 de agosto
los jóvenes se
amotinaron
porque no tienen
futuro, no
tienen palabras
y no tienen
sitio alguno
donde ir. Uno de
ellos, arrestado
por saqueo,
tenía 11 años.
Al mirar las
escenas del
levantamiento de
Croydon quería
yo compartir mis
reacciones con
mi mamá, muerta
hace ya mucho
tiempo, pero no
estaba a la
mano, y supe que
esto ocurría
porque no podía
acordarme de los
almacenes a los
que íbamos antes
de apresurarnos
al cine. Busqué
persistente el
nombre y no pude
invocarlo. De
repente vino a
mí: Kennards. ¡Kennards!
Y de improviso
mi madre estaba
ahí, mirando
conmigo la
pedacería de
imágenes de los
motines en
Croydon. El
saqueo es
consumismo que
se trepa a la
cabeza y tiene
los bolsillos
vacíos.
Es extraño cómo
pueden asociarse
tanto los
nombres a una
presencia física
personal, aun
ese nombre tan
distante como
Kennards. Tales
nombres operan
cual
contraseñas.
* * *
El lago en medio
de las montañas
es muy profundo
y tiene como 70
kilómetros de
largo. El Ródano
fluye
atravesándolo.
Entre los peces
que se crían
aquí está el
salvelino, o
trucha
salmonada, muy
aclamado por los
gourmets. El
salvelino
pertenece
entonces a la
familia del
salmón. Cuando
es pequeño es un
pez casi
transparente,
como un pañuelo
de seda azuloso;
cuando es grande
llega a pesar 15
kilos. Al
acercarse la
temporada de
desove, los
costados
ventrales y las
aletas
pectorales de
los machos
adultos se
tornan de un
naranja rojizo.
En el lado sur
del lago hay un
poblado en una
colina, y entre
la colina y la
orilla del lago
hay espacio para
un pequeño
puerto, un
maleconcito con
cafés, una
piscina, una
angosta playa de
guijarros,
juegos para
niños, prados y
palmeras, y en
los días de
verano, como en
agosto, todo
esto se conjunta
para volverlo un
modesto destino
turístico en
miniatura, a la
orilla del agua.
Quienes se
reúnen ahí están
de vacaciones.
Han dejado
atrás, en alguna
parte, sus vidas
cotidianas. Tal
vez a pocos
kilómetros, tal
vez a cientos,
pero se vaciaron
a sí mismos. La
raíz etimológica
de la palabra
vacación
proviene del
latín vacare,
vaciarse,
liberarse.
Si uno camina
ahí, tiene que
buscar el paso
–pues el espacio
es angosto y muy
pequeño entre
tantas
reclinadas
libertades.
La mayoría de
las mujeres y
los hombres que
vacacionan aquí
está entre los
30 y los 50
años. Descalzos,
con las piernas
desnudas, se
tiran en toallas
al sol o a la
sombra de los
árboles; otras
personas nadan
con sus niños, o
se recuestan en
sillas. No hacen
grandes
proyectos,
porque el lugar
es diminuto y su
tiempo aquí muy
breve. (Es por
eso que las
horas se
alargan.) No hay
fechas límite.
Hay pocas
palabras. El
mundo y su
vocabulario, los
cuales
normalmente
repiten aunque
no crean en
ellos, se
quedaron atrás.
Aquí están
vacíos. No hacen
nada.
Y sin embargo,
no es tan así.
Llegan a ellos
pequeñas
bendiciones y
ellos las
colectan. En
gran parte estas
bendiciones son
recuerdos –pero
confunde
llamarles así
porque al mismo
tiempo son
promesas. Así
pueden acumular
los placeres que
recuerdan y las
promesas que tal
vez no apliquen
en el futuro del
que con tanto
gusto se
vaciaron, sino
que de algún
modo se pueden
aplicar al breve
presente vacío
que disfrutan.
Tales promesas
son físicas, sin
palabras.
Algunas pueden
verse, algunas
pueden tocarse,
algunas oírse,
algunas
degustarse.
Algunas no son
sino mensajes en
el pulso.
El sabor del
chocolate. La
longitud del
cabello empapado
de la hija. La
forma en que él
se sonrió
temprano esta
mañana. Las
gaviotas encima
de la lancha.
Las patas de
gallo en las
comisuras de los
ojos de ella. El
tatuaje que lo
hizo molestarse
tanto. El perro
con su lengua
que le cuelga
por el calor.
Las promesas de
tales cosas
funcionan como
contraseñas:
contraseñas
hacia
expectativas
previas acerca
de lo que es la
vida. Y los que
celebran a la
orilla de lago
van acumulando
estas
contraseñas, las
reconocen, las
susurran y todo
les recuerda sin
palabras esas
expectativas,
que viven de
nuevo
subrepticiamente,
todo el tiempo.
* * *
Muy poco o nada
en las vidas que
llevan vividas
hasta ahora los
muchachos de
Croydon les ha
confirmado o le
da aliento a
expectativas de
esta índole. Y
así, viven
aislados pero
juntos, en el
presente,
violento al
punto de la
desesperación.
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