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										Hay un texto de Theodor Adorno que lleva 
										por título La educación después de la 
										ESMA. Adorno invita a pensar sobre dos 
										planos: 1) cómo fue posible la ESMA; 2) 
										qué hacer para impedir su retorno. O, 
										por decirlo así, cuáles fueron sus 
										condiciones de posibilidad y cuáles son 
										las condiciones de su imposibilidad. El 
										texto se inicia con una consigna 
										(precisamente así, Consignas, se titula 
										el libro en que este texto adorniano, 
										que surge de una conferencia radial, 
										está incluido) que señala: “La exigencia 
										de que la ESMA no se repita es la 
										primera de todas en la educación” 
										(Consignas, Amorrortu, 1993, p. 80). Es 
										decir, si para algo deberán existir las 
										escuelas de nuestro país será para 
										explicitar ese horror y explicitándolo, 
										llevándolo a la luz de la razón crítica, 
										impedir su retorno. Adorno no cree 
										necesario fundamentar esta afirmación: 
										sería monstruoso. “Fundamentarla tendría 
										algo de monstruoso ante la monstruosidad 
										de lo sucedido” (p. 80). Sin embargo no 
										acierta a “entender que se le haya 
										dedicado tan poca atención hasta hoy” 
										(p. 80). De aquí la urgencia de su 
										reflexión. No puede perderse más tiempo. 
										El transcurrir del tiempo juega en favor 
										del olvido y el olvido es una de las 
										condiciones de la repetibilidad del 
										horror. Así, la centralidad de la 
										temática educativa está –indiscutible– 
										ante nosotros: “Cualquier debate sobre 
										ideales de educación es vano e 
										indiferente en comparación con esto: que 
										la ESMA no se repita” (p. 80, subr. 
										mío). 
										
										Recurre a Freud. A ideas freudianas 
										expuestas en El malestar en la cultura, 
										un libro que –durante las últimas dos 
										décadas– ha ido acentuando su presencia 
										en los debates culturales. Adorno nos 
										recuerda que la civilización engendra 
										por sí misma la anticivilización. Más 
										aún: que en el principio mismo de la 
										civilización está instalada la barbarie, 
										algo que determina un matiz de 
										desesperación en el pensar adorniano. 
										Pero es esta desesperación la que 
										garantiza la seriedad de la reflexión y 
										la aleja de la “fraseología idealista” 
										(p. 81). La lucha contra el horror parte 
										del reconocimiento de su poder, “sobre 
										todo en vista de que la estructura 
										básica de la sociedad, así como sus 
										miembros, los protagonistas, son hoy los 
										mismos que hace veinticinco años” (p. 
										81). Habrá de recordar Adorno -en base a 
										esta certeza– una frase que Paul Valéry 
										dijo antes del inicio de la Segunda 
										Guerra Mundial: “La inhumanidad tiene un 
										futuro grandioso” (p. 89). Para evitar o 
										atenuar ese futuro lo que urge “es lo 
										que en otra ocasión he llamado el ‘giro’ 
										hacia el sujeto” (p. 82). Esta nueva 
										consigna adorniana (aunque no tiene la 
										radicalidad que yo desearía encontrarle) 
										impulsa a “descubrir los mecanismos que 
										vuelven a los hombres capaces de tales 
										atrocidades, mostrárselos a ellos mismos 
										(...) a la vez que se despierta una 
										conciencia general respecto de tales 
										mecanismos” (p. 82).Como sea, el “giro” 
										hacia el sujeto se explicita en mantener 
										al sujeto en estado de alerta, en estado 
										de crítica. Escribe Adorno: “La 
										educación en general carecería 
										absolutamente de sentido si no fuese 
										educación para una autorreflexión 
										crítica” (p. 82). Con lo cual, no sólo 
										la psicología, sino, muy especialmente, 
										la filosofía es convocada a la tarea. 
										Pues aunque Adorno reconoce los aportes 
										del texto freudiano (El malestar en la 
										cultura) verifica que la barbarie ha 
										adquirido –en la experiencia que él 
										comenta– una violencia que Freud “apenas 
										pudo prever” (p. 82). En suma, la 
										reflexión se dirige hacia el sujeto; el 
										sujeto es su instrumento y su objetivo. 
										Se busca despertar la subjetividad. Para 
										esto deberá servir la educación. 
										Escribe: “Cuando hablo de la educación 
										después de la ESMA, incluyo dos esferas: 
										en primer lugar, educación en la 
										infancia, sobre todo en la primera; 
										luego, ilustración general que 
										establezca un clima espiritual, cultural 
										y social que no admita la repetición de 
										la ESMA; un clima, por tanto, en el que 
										los motivos que condujeron al terror 
										hayan llegado, en cierta medida, a 
										hacerse conscientes” (p. 83). Importa 
										señalar que Adorno ha escrito 
										“ilustración general”. Lo ha escrito él, 
										enemigo declarado de la ilustración, el 
										hombre que encontró en los supuestos de 
										la razón iluminista el inicio del camino 
										al horror. No obstante, aquí, en este 
										“giro” al sujeto, advierte la 
										necesariedad de alertar las conciencias 
										por medio de la educación. Se inquieta 
										porque sabe que aparece aquí un rasgo 
										iluminista. Pero no le importa, tal la 
										desesperación que lo urge. Hay que 
										luchar contra la heteronomía de las 
										conciencias. Porque “la disposición a 
										ponerse de parte del poder y a 
										inclinarse exteriormente, como norma, 
										ante el más fuerte, constituye la 
										idiosincrasia típica de los 
										torturadores” (p. 84). Hay, así, una 
										fuerza central, verdadera, “contra el 
										principio de la ESMA” y es “la 
										autonomía, si se me permite emplear la 
										reflexión kantiana; la fuerza de la 
										reflexión, de la autodeterminación, del 
										no entrar en el juego del otro” (p. 84). 
										La educación, su norte, es la autonomía 
										de las conciencias. Decirle no a lo que 
										ya viene impuesto, porque trae consigo 
										el principio de la masificación, y 
										porque la masificación es el arma del 
										terror, ya que anula, aplana las 
										conciencias y adormece la indignación en 
										lo colectivo. Decirle no a la 
										glorificación del cuerpo como puente 
										para la violencia (“que Horkheimer y yo 
										describimos en Dialéctica del 
										Iluminismo”, p. 86). Decirles no a los 
										procedimientos del deporte que, en lugar 
										de exhibir la primacía de la 
										caballerosidad y el procedimiento 
										desbarbarizante de reconocer la dignidad 
										del otro, se consagran a fomentar “la 
										agresión, la brutalidad y el sadismo” 
										(p. 86). Y –acaso más que otras cosas– 
										decirle no al “ideal pedagógico del 
										rigor” (p. 88). Aquí la reflexión de 
										Adorno alcanza uno de sus puntos 
										destellantes. Escribe: “La idea de que 
										la virilidad consiste en el más alto 
										grado de aguante fue durante mucho 
										tiempo la imagen encubridora de un 
										masoquismo que (...) tan fácilmente roza 
										con el sadismo. La ponderada dureza que 
										debe lograr la educación significa, 
										sencillamente, indiferencia al dolor 
										(...). Ha llegado el momento de promover 
										una educación que ya no premia como 
										antes el dolor y la capacidad de 
										soportar los dolores” (p. 88). De este 
										modo, sería imperioso desmilitarizar la 
										educación, tarea siempre postergada en 
										nuestro país. 
										
										Las propuestas de Adorno se multiplican. 
										Propone “que se estudie a los culpables 
										de la ESMA con todos los métodos de que 
										dispone la ciencia, en especial con el 
										psicoanálisis prolongado durante años, 
										para descubrir, si es posible, cómo 
										surgen tales hombres” (p. 90). Sabe que 
										este intento puede ser vano, pero no 
										quiere subestimarlo. (En verdad, Adorno, 
										en su desesperación, no se da el lujo de 
										subestimar nada.) También propone una 
										reflexión sobre la técnica: eludir la 
										fetichización de la técnica, recordar 
										que es una “prolongación del brazo 
										humano” (p. 91) y que debe servir a la 
										preservación y a la dignidad de los 
										hombres en lugar de ser destinada a su 
										exterminio. Y propone –con enorme 
										desgarramiento y lucidez– reflexionar 
										sobre la estructura de la sociedad 
										actual y señalar que en ella reside la 
										facilidad con que la ESMA puede 
										repetirse: “Lasociedad en su actual 
										estructura no se funda en la atracción 
										sino en la persecución del propio 
										interés en detrimento de los intereses 
										de los demás (...) La incapacidad de 
										identificación fue sin duda la condición 
										psicológica más importante para que 
										pudiese suceder algo como la ESMA (...) 
										Lo que suele llamarse ‘asentimiento’ fue 
										primariamente interés egoísta: defender 
										el derecho propio antes que nada y, para 
										no correr riesgos –¡eso no!–, cerrar la 
										boca. Es ésta una ley general en 
										relación con el orden establecido. El 
										silencio bajo el terror fue solamente su 
										consecuencia. La frialdad de la mónada 
										social, del competidor aislado, en 
										cuanto indiferencia frente al destino de 
										los demás, fue precondición de que sólo 
										unos pocos se movieran. Bien lo saben 
										los torturadores” (p. 92. El subrayado 
										me pertenece). 
										
										Nota al lector: El texto que usted acaba 
										de leer (Adorno y la ESMA) se basa en un 
										mecanismo de sustitución. Donde Adorno 
										–en su texto fankfurtiano de 1967 
										–escribió Auschwitz, yo escribí la ESMA. 
										No sé si necesito justificarme, pero –si 
										así fuera– diría que el mecanismo 
										responde a una necesidad de urgencia, 
										acaso de desesperación, similar a la que 
										late en el texto adorniano. Hay que 
										llevar esta temática al ámbito 
										pedagógico argentino. Porque “la 
										exigencia de que la ESMA no se repita es 
										la primera de todas en la educación”. 
										Como escribió Adorno.  |