Las
corrientes espirituales
pueden alcanzar una
pendiente
suficientemente
agudizada para que el
crítico edifique en
ellas su central de
fuerza. Esa pendiente es
la que produce en cuanto
al surrealismo la
diferencia de nivel
entre Francia y
Alemania. Lo que surgió
en Francia en el año
1919 en el círculo de
algunos literatos
(nombraremos en seguida
los nombres más
importantes: André
Breton, Louis Aragon,
Philippe Soupault,
Robert Desnos, Paul
Eluard), puede que no
sea más que un delgado
arroyuelo alimentado por
el húmedo aburrimiento
de la Europa de la
postguerra y por los
últimos canales de la
decadencia francesa. Los
sabelotodo, que todavía
hoy no han ido más allá
de los "auténticos
orígenes" del movimiento
y que nada saben decir
de él sino que una vez
más se trata de una
camarilla de literatos
mixtificadores de la
honorable vida pública,
son algo así como una
reunión de expertos que,
junto a la fuente,
llegan, tras reflexionar
maduramente, a la
convicción de que el
pequeño arroyuelo jamás
impulsará turbinas.
El
meditador alemán no está
junto a la fuente. Y ésa
es su suerte. Está en el
valle. Y puede calcular
las energías del
movimiento. En cuanto
alemán, está hace ya
tiempo familiarizado con
la crisis de la
inteligencia, o dicho
más exactamente, con la
del concepto humanista
de la libertad. Sabe
además qué libertad
frenética se ha
despertado por salir del
estadio de las eternas
discusiones y llegar a
cualquier precio a una
decisión. Ha tenido
también que experimentar
en su propia carne una
posición sumamente
expuesta entre la fronda
anarquista y la
disciplina
revolucionaria. Por todo
ello no merece excusa,
si tuviera al
movimiento, en una
primera apariencia
superficialísima, por
"artístico", "poético".
Si lo fue en los
comienzos, también
Breton explicó entonces
su voluntad de romper
con una praxis que
expone al público las
sedimentaciones
literarias de una
determinada forma de
existencia, ocultándole
en cambio esa forma de
existencia. Lo cual
significa, formulado más
breve y dialécticamente:
se ha hecho saltar desde
dentro el ámbito de la
creación literaria en
cuanto que un círculo de
hombres en estrecha
unión ha empujado la
"vida literaria" hasta
los límites extremos de
lo posible. Y se les
puede creer
literalmente, cuando
afirman que la Saison en
enfer de Rimbaud no
tiene ya para ellos
ningún misterio. Puesto
que de hecho es ese
libro el primer
documento del
movimiento. (De los
últimos tiempos. En
cuanto a predecesores
más antiguos hablaremos
luego.) ¿Se puede
expresar el caso de que
se trata más
definitivamente, con
mayor brillantez que la
de Rimbaud en el
ejemplar que manejaba
del libro citado? Donde
dice: "sobre la seda de
los mares y de las
flores árticas", escribe
más tarde en el margen:
"No existen."
En un
tiempo, 1924, en que la
evolución no se preveía
todavía, ha mostrado
Aragon en su Vague de
rêves la sustancia
imperceptible, marginal,
en la que originalmente
se enfundaba el embrión
dialéctico que se ha
desarrollado en el
surrealismo. Porque no
cabe duda de que el
estadio heroico, del que
Aragon nos ha legado el
catálogo de personajes,
se ha terminado. En
tales movimientos hay
siempre un instante en
que la tensión original
de la sociedad secreta
tiene que explotar en la
lucha objetiva, profana
por el poder y el
dominio, o de lo
contrario se
transformará y se
desmoronará como
manifestación pública.
En esta fase de
transformación está
ahora el surrealismo.
Pero entonces, cuando
irrumpió sobre sus
fundadores en figura de
ola que inspira sueños,
parecía lo más integral,
lo más concluyente, lo
más absoluto. Todo
aquello con lo que
entraba en contacto se
integraba. La vida
parecía que sólo merecía
la pena de vivirse,
cuando el umbral entre
la vigilia y el sueño
quedaba desbordado como
por el paso de imágenes
que se agitan en masa;
el lenguaje era sólo
lenguaje, si el sonido y
la imagen, la imagen y
el sonido, se
interpenetraban con una
exactitud automática,
tan felizmente que ya no
quedaba ningún resquicio
para el grosor del
"sentido". Imagen y
lenguaje tienen
precedencia. Saint-Paul
Roux fija en su puerta,
cuando por la mañana se
retira a dormir, un
letrero: "Le poète
travaille". Breton
advierte: "Calma. Quiero
adentrarme a donde nadie
se ha adentrado. Calma.
Tras de ti, lenguaje
amadísimo." El lenguaje
tiene la precedencia.
Y no
sólo antes que el
sentido. En el andamiaje
del mundo el sueño
afloja la individualidad
como si fuese un diente
cariado. Y este
relajamiento del yo por
medio de la ebriedad es
además la fértil, viva
experiencia que permite
a esos hombres salir de
su fascinación ebria.
Pero no es éste el lugar
de acotar la experiencia
surrealista en toda su
determinación. Quien
perciba que en los
escritos de este círculo
no se trata de
literatura, sino de otra
cosa: de manifestación,
de consigna, de
documento, de "bluff",
de falsificación si se
quiere, pero, sobre
todo, no de literatura;
ése sabrá también que de
lo que se habla
literalmente es de
experiencias, no de
teorías o mucho menos de
fantasmas. Y esas
experiencias de ningún
modo reducen al sueño, a
las horas de fumar opio
o mascar haschisch. Es
un gran error pensar que
sólo conocemos de las
"experiencias
surrealistas" los
éxtasis religiosos o los
éxtasis de las drogas.
Opio del pueblo ha
llamado Lenin a la
religión, aproximando
estas dos cosas más de
lo que les gustaría a
los surrealistas.
Hablaremos de la
rebelión amarga,
apasionada, en contra
del catolicismo, que así
es como Rimbaud,
Lautréamont, Apollinaire
trajeron al mundo el
surrealismo. Pero la
verdadera superación
creadora de la
iluminación religiosa no
está, desde luego, en
los estupefacientes.
Está en una iluminación
profana de inspiración
materialista,
antropológica, de la que
el haschisch, el opio u
otra droga no son más
que escuela primaria.
(Pero peligrosa. Y la de
las religiones es más
estricta todavía.)
Esa
iluminación profana no
siempre ha encontrado al
surrealismo a su altura,
a la suya y a la de él
mismo. Escritos como el
incomparable Paysan de
Paris, de Aragon, y la
Nadja, de Breton, que
son los que la denotan
con más fuerza, muestran
en este punto claras
deficiencias. Así hay en
Nadja un pasaje
excelente sobre los
"arrebatadores días de
saqueo parisiense en el
signo de Sacco y
Vanzetti"; Breton
concluye con toda
seguridad que el
boulevard Bonne-Nouvelle
ha cumplido en esos días
la promesa estratégica
de revuelta que siempre
ha dado su nombre. Pero
también aparece una tal
Sacco, que no es la
mujer de la víctima de
Fuller, sino una "voyante",
una adivina, que vive en
el 3 de la rue des
Usines y que sabe
contarle a Paul Eluard
que nada bueno tiene que
esperar de Nadja.
Confesemos entonces que
los caminos del
surrealismo van por
tejados, pararrayos,
goteras, barandas,
veletas, artesonados
(todos los ornamentos le
sirven al que escala
fachadas); confesemos
que además llegan hasta
el húmedo cuarto trasero
del espiritismo. Pero no
le oímos de buen grado
golpear tímidamente los
vidrios de las ventanas
para preguntar por su
futuro. ¿Quién no
quisiera saber a estos
hijos adoptivos de la
revolución
exactísimamente
separados de todo lo que
se ventila en los
conventículos de
trasnochadas damas
pensionistas, de
oficiales retirados, de
especuladores emigrados?
Por
lo demás, el libro de
Breton está hecho para
ilustrar algunos rasgos
fundamentales de esa
"iluminación profana".
El mismo llama a Nadja
un "livre à la porte
battante". (En Moscú
vivía yo en un hotel,
cuyas habitaciones
estaban casi todas
ocupadas por lamas
tibetanos, que habían
venido a la ciudad para
un congreso de todas las
iglesias budistas. Me
llamó la atención la
cantidad de puertas
constantemente
entornadas en los
pasillos. Lo que al
comienzo parecía
casualidad terminó por
resultarme misterioso.
Supe entonces que en
esas habitaciones se
alojaban los miembros de
una secta que habían
prometido no morar nunca
en espacios cerrados. El
susto que experimenté es
el que debe percibir el
lector de Nadja) Vivir
en una casa de cristal
es la virtud
revolucionaria par
excellence. Es una
ebriedad, un
exhibicionismo moral que
necesitamos mucho. La
discreción en los
asuntos de la propia
existencia ha pasado de
virtud aristocrática a
ser cada vez más
cuestión de pequeños
burgueses arribistas.
Nadja ha encontrado la
verdadera síntesis
creadora entre novela
artística y novela en
clave.
Basta
sólo con tomar al amor
en serio —y a ello lleva
Nadja— para reconocer en
él una "iluminación
profana". Así cuenta el
autor: "Entonces (es
decir: en el tiempo de
su trato con Nadja) me
ocupé mucho de la época
de Luis VII, porque era
la época de las "cortes
de amor", y procuré
representarme con gran
intensidad cómo era
aquella vida." Sobre el
amor cortesano provenzal
sabemos, por medio de un
autor nuevo, cosas más
exactas y
sorprendentemente
próximas a la concepción
surrealista del amor.
"Todos los poetas de
"estilo nuevo" poseen
—dice Erich Auerbach en
su excelente obra acerca
de Dante como poeta del
mundo terreno— una amada
mística y a todos les
suceden las mismas
especiales aventuras
amorosas, ya que a todos
les otorga o les niega
Amore dones que más se
asemejan a una
iluminación que a un
goce sensual; todos
pertenecen a una especie
de unión secreta que
determina su vida
interior y tal vez
también la exterior." Se
trata de suyo de la
dialéctica de la
ebriedad. ¿No es quizá
todo éxtasis en un mundo
sobriedad que avergüenza
en el complementario?
¿Acaso quiere otra cosa
el amor cortesano (que
es el que une a Breton,
y no el amor, con la
muchacha telepática) que
identificar la castidad
con el arrobamiento?
Arrobamiento a un mundo
que no sólo limita con
criptas del Sagrado
Corazón de Jesús o con
altares marianos, sino
que cada mañana está
ante una batalla o tras
una victoria.
La
dama es lo más
insignificante en el
amor esotérico. Y así
también en Breton. Está
más cerca de las cosas
de las que está cerca
Nadja que de ella misma.
¿Cuáles son, pues, esas
cosas de las que está
cerca? Su canon resulta
en cuanto al surrealismo
enormemente ilustrativo.
¿Por dónde empezar?
Puede pagarse de haber
hecho un descubrimiento
sorprendente. Tropezó
por de pronto con las
energías revolucionarias
que se manifiestan en lo
"anticuado", en las
primeras construcciones
de hierro, en los
primeros edificios de
fábricas, en las fotos
antiguas, en los objetos
que comienzan a caer en
desuso, en los pianos de
cola de los salones, en
las ropas de hace más de
cinco años, en los
locales de reuniones
mundanas que empiezan a
no estar ya en boga.
Nadie mejor que estos
autores puede dar una
idea tan exacta de cómo
están estas cosas
respecto de la
revolución. Antes que
estos visionarios e
intérpretes de signos
nadie se había percatado
de cómo la miseria (y no
sólo lo social, sino la
arquitectónica, la
miseria del interior,
las cosas esclavizadas y
que esclavizan) se
transpone en nihilismo
revolucionario. Para no
hablar de Passage de
l'Opéra, de Aragon:
Breton y Nadja son la
pareja amorosa que
cumple, si no en acción,
sí en experiencia
revolucionaria, todo lo
que hemos experimentado
en tristes viajes en
tren (los trenes
comienzan a envejecer),
en tardes de domingo
dejadas de la mano de
Dios en los barrios
proletarios de las
grandes ciudades, en la
primera mirada a través
de una ventana mojada
por la lluvia en una
casa nueva. Hacen que
exploten las poderosas
fuerzas de la "Stimmung"
escondidas en esas
cosas. ¿Cómo creemos que
se configuraría una vida
que en el instante
decisivo se dejara
determinar por la última
copla callejera que está
de moda?
La
treta que domina este
mundo de cosas (es más
honesto hablar aquí de
treta que de método)
consiste en permutar la
mirada histórica sobre
lo que ya ha sido por la
política. "Abríos
tumbas, vosotros,
muertos de las
pinacotecas, cadáveres
de detrás de los
biombos, en los
palacios, en los
castillos y en los
monasterios; aquí está
el fabuloso portero, que
tiene en las manos un
manojo de llaves de
todos los tiempos, que
sabe cómo hay que
escaparse de los más
encubiertos castillos y
que os invita a avanzar
en medio del mundo
actual, a mezclaros
entre los cargadores,
los mecánicos, a los que
el dinero ennoblece, a
poneros cómodos en sus
automóviles, que son
hermosos como armaduras
del tiempo de
caballerías, a tomar
sitio en los
coches-camas
internacionales, y a
transpirar junto con
todas las gentes que
todavía hoy están
orgullosas de sus
privilegios. Pero la
civilización acabará con
ellos en breve." Su
amigo Henri Hertz pone
este discurso en boca de
Apollinaire. Y de
Apollinaire es la
técnica. En su volumen
de novelas cortas,
L'Hérésiarque la utiliza
con cálculo maquiavélico
para desinflar al
catolicismo (al que se
apegaba interiormente).
En el
centro de este mundo de
cosas está el más soñado
de sus objetos, la misma
ciudad de París. Pero
sólo la revuelta extrae
por completo su rostro
surrealista. (Calles
vacías de gente, en las
que los silbidos y los
disparos dictan la
decisión.) Y ningún
rostro es surrealista en
el grado en que lo es el
verdadero rostro de una
ciudad. Ningún cuadro.
de Chirico o de Max
Ernst puede medirse con
los vigorosos perfiles
de sus fortines
interiores, que primero
han de ser conquistados
y ocupados para llegar a
dominar su suerte,
dominar lo que es suyo
en su suerte, en la
suerte de sus masas.
Nadja es un exponente de
esas masas y de lo que
las inspira
revolucionariarnente:
"La grande inconscience
vive et sonore qui
m'inspire mes seuls
actes probants dans le
sens ou totijours je
veux prouver qu'elle
dispose à tout jamais de
tout ce qui est à moi."
Aquí encontramos por
tanto la consignación de
esas fortificaciones,
comenzando por esa Place
Maubert, en la que como
en ningún otro sitio ha
conservado la suciedad
su entero poderío
simbólico, hasta aquel
"Théâtre Moderne", que
no haber conocido me
llena de desconsuelo. La
descripción de Breton
del bar en el piso alto
("está muy oscuro, con
vestíbulos a modo de
túneles en los que uno
no es capaz de
encontrarse; un salón en
el fondo del mar") es
algo que me recuerda a
un incomprendido ámbito
de un antiguo café. Era
el cuarto de atrás en el
piso primero, con sus
parejas en una luz azul.
Le llamábamos "la
anatomía". Era el último
local para el amor. En
tales pasajes interviene
en Breton de manera muy
curiosa la fotografía.
De las calles, las
puertas, las plazas de
la ciudad, hace
ilustraciones de una
novela por entregas;
vacía esas
arquitecturas, viejas de
siglos, de su trivial
evidencia para
enfrentarlas, con
intensidad sumamente
original, al suceso
representado, al cual,
como en los antiguos
libros para criadas de
servicio, remiten citas
literales con indicación
del número de la página.
Y todos los lugares de
París que surgen aquí
son pasajes en los que
lo que hay entre esos
hombres se mueve como
una puerta giratoria.
También el París de los
surrealistas es un
"pequeño mundo". Esto es
que tampoco en el
grande, en el cosmos,
hay otra cosa. En él hay
carrefours en los que
centellean espectrales
las señales de tráfico y
están a la orden del día
analogías inimaginables
e imbricaciones de
sucesos. Es el espacio
del que da noticia la
lírica del surrealismo.
Cosa que hay que
advertir, aunque no sea
más que para salir al
paso del obligado
malentendido del "arte
por el arte". Porque el
arte por el arte casi
nunca lo ha sido para
que lo tomemos
literalmente, casi
siempre ha sido un
pabellón bajo el cual
navega una mercancía que
no se puede declarar
porque le falta el
nombre. Sería éste el
momento de ir a una obra
que ilustraría como
ninguna otra la crisis
del arte de la que somos
testigos: una historia
de la creación literaria
esotérica. Tampoco es
casualidad que falte.
Puesto que escribirla
como reclama ser escrita
(esto es no como una
obra colectiva en la que
cada "especialista"
aporte lo más digno de
ser sabido en su
terreno, sino como un
escrito fundado por
quien, por necesidad
interna, expone menos la
historia de un
desarrollo que el
resurgimiento original,
renovado siempre, de la
creación literaria
esotérica), haría de
ella uno de esos textos
de confesión erudita con
los que hay que contar
en cada siglo. En su
última hoja tendríamos
que encontrar la placa
de rayos X del
surrealismo. En la
Introduction au discours
sur le peu de réalité
sugiere Breton que el
realismo filosófico de
la Edad Media está a la
base de la experiencia
poética. Pero ese
realismo, su fe, por
tanto, en una existencia
aparte de los conceptos
ya fuera, ya dentro de
las cosas, ha encontrado
siempre muy rápidamente
el tránsito del reino
conceptual lógico al
reino mágico de las
palabras. Y son
experimentos mágicos con
las palabras, no
jugueteos artísticos,
los apasionados juegos
de transformación
fonética y gráfica que
desde hace quince años
campean por toda
literatura de
vanguardia, llámese ésta
futurismo, dadaísmo o
surrealismo. Cómo se
interpenetran la
consigna, la fórmula
mágica y el concepto, lo
muestran las siguientes
frases de Apollinaire en
su último manifiesto:
L'esprit nouveau et les
poètes. Dice, pues, en
1918: "No hay nada
moderno en la poesía que
corresponda a la rapidez
y simplicidad con que
todos nos hemos
acostumbrado a designar
por medio de una sola
palabra entidades tan
complejas como una
multitud, un pueblo, el
universo. Pero los
poetas actuales llenan
esta laguna; sus
creaciones sintéticas
producen nuevas
realidades cuya
manifestación plástica
es tan compleja como la
de las palabras para lo
colectivo." Claro que
tanto Apollinaire como
Breton avanzan aún más
enérgicamente en la
misma dirección y llevan
a cabo la anexión del
surrealismo al mundo
entorno, cuando
declaran: "Las
conquistas de la ciencia
consisten mucho más que
en un pensamiento lógico
en un pensamiento
surrealista." Y cuando,
con otras palabras,
hacen de la
mixtificación, cuya
cúspide ve Breton en la
poesía (opinión muy
defendible), el
fundamento del
desarrollo científico y
técnico, la integración
es más que tormentosa.
Resulta muy instructivo
considerar la apresurada
anexión de este
movimiento al
incomprendido milagro de
la máquina, comparar las
ardientes fantasías de
uno con las utopías bien
ventiladas del otro. Así
dice Apollinaire: "En
gran parte se han
realizado las antiguas
fábulas. Les toca ahora
a los poetas imaginar
otras nuevas, que a su
vez quieran realizar los
inventores."
"Pensar en cualquier
actividad humana me hace
reír." Esta opinión de
Aragon designa con toda
claridad el camino que
ha tenido que recorrer
el surrealismo desde sus
orígenes hasta su
politización. En su
escrito La révolution et
les intellectuels,
Pierre Naville, que
perteneció a este grupo
en sus comienzos, dice
que esta evolución es
dialéctica. La enemistad
de la burguesía respecto
de cualquier
demostración radical de
libertad de espíritu
desempeña un papel
capital, importante, en
esta transformación de
una actitud
contemplativa extrema en
una oposición
revolucionaria. Dicha
enemistad ha empujado al
surrealismo hacia la
izquierda.
Acontecimientos
políticos, sobre todo la
guerra de Marruecos,
aceleraron esta
evolución. Con el
manifiesto "Los
intelectuales contra la
guerra de Marruecos",
aparecido en L'Humanité,
se ganó una plataforma
fundamentalmente
distinta a la que
caracteriza, por
ejemplo, el famoso
escándalo en el banquete
de Saint-Pol Roux.
Entonces, poco después
de la guerra, los
surrealistas, viendo
comprometida, por la
presencia de elementos
nacionalistas, la
celebración de uno de
sus adorados poetas,
rompieron en gritos de
"¡Viva Alemania!". Se
quedaron en los límites
del escándalo, contra el
cual la burguesía, como
se sabe, es tan
insensible como sensible
contra toda acción. Los
capítulos "Persecución"
y "Asesinato", de
Apollinaire, contienen
una descripción famosa
de un "progrom" de
poetas. Las editoriales
son asaltadas, los
libros de poemas
arrojados al fuego, los
poetas muertos a golpes.
Y las mismas escenas
tienen lugar al mismo
tiempo en la Tierra
entera. En Aragon, la "imagination",
en el presentimiento de
tales horrores, incita a
sus tropas a una última
cruzada.
Para
entender estas
profecías, así como la
línea que ha alcanzado
el surrealismo, es
preciso medir
estratégicamente y
preguntarse por la
índole de pensamiento
que se extiende en la
llamada inteligencia
bien pensante de
izquierda burguesa. La
cual se manifiesta con
suficiente claridad en
la orientación actual
respecto de Rusia de
esos círculos.
Naturalmente que no
hablamos de Béraud, que
ha abierto vía a la
mentira sobre Rusia, ni
tampoco de Fabre-Luce,
que le sigue, como buen
asno, trotando por
dichas vías, bien
cargado con todos los
resentimientos
burgueses. Pero ¡qué
problemático es incluso
el típico libro de
mediación de Duhamel!
Difícilmente se soporta
el lenguaje de teólogo
que le cruza, lenguaje
forzadamente riguroso,
forzadamente esforzado y
cordial. ¡Qué manido el
método, dictado por el
desconocimiento del
lenguaje y por el
apocamiento, de empujar
las cosas hacia
cualquier iluminación
simbólica! ¡Qué traidor
su resumen: "La
verdadera, profunda
revolución que, en
cierto sentido, podría
transformar la sustancia
del alma eslava, no ha
ocurrido todavía." Esto
es lo típico de esta
inteligencia francesa de
izquierdas (exactamente
igual que de la rusa):
su función positiva
proviene por entero de
un sentimiento de
obligación, no respecto
de la revolución, sino
de la cultura heredada.
Su ejecutoria colectiva
se acerca, en lo que
tiene de positiva, a la
de los conservadores.
Pero política y
económicamente habrá que
contar siempre con el
peligro de que hagan
sabotaje.
Lo
característico de esta
posición burguesa de
izquierdas es el
maridaje incurable de
moral idealista con
praxis política. Ciertos
elementos medulares del
surrealismo, incluso de
la tradición
surrealista, sólo se
entenderán en contraste
con los compromisos
desvalidos de la "Gesinnung".
Aunque en orden a ese
entendimiento no es que
hayan pasado muchas
cosas. Demasiado
seductor ha sido captar,
en un inventario del
snobismo, el satanismo
de un Rimbaud o de un
Lautréamont como
contrapeso del arte por
el arte. Pero si uno se
resuelve a abrir ese
romántico cajón secreto,
encontrará en él algo
útil. Encontrará el
culto del mal como un
aparato romántico de
desinfección y
aislamiento contra todo
dilettantismo
moralizante. En esta
convicción tropezaremos
en Breton con el
escenario de una pieza
tremenda, en cuyo centro
está, en retrospectiva
quizá de un par de
décadas, una violación
infantil. Entre los años
1865 y 1875 algunos
grandes anarquistas, sin
saber los unos de los
otros, trabajaron en sus
máquinas infernales. Y
lo que resulta
sorprendente:
independientemente unos
de otros, pusieron su
reloj a la misma hora, y
cuarenta años más tarde
explotaron en Europa
occidental a tiempo
simultáneo los escritos
de Dostoyevski, de
Rimbaud y de Lautréamont.
Para ser más exactos
podríamos destacar en la
obra completa de
Dostoyevski el pasaje
publicado por primera
vez en 1915: "La
confesión de Stavrogin"
en Los endemoniados.
Este capítulo, que está
en estrecho contacto con
el tercer canto de los
Chants de Maldorar,
contiene una
justificación del mal,
que expresa ciertos
motivos del surrealismo
con mayor fuerza que la
que logra cualquiera de
sus actuales portavoces.
Porque Stavrogin es un
surrealista "avant la
lettre". Nadie como él
ha captado la falta de
vislumbre con la que el
cursi opina que el bien,
con todas las virtudes
de quien lo ejerza, está
inspirado por Dios; pero
que el mal procede
enteramente de nuestra
espontaneidad y por eso
somos en él
independientes, somos en
él seres instalados en
nosotros mismos. Nadie
como él ha visto en la
acción más indigna, y
precisamente en ella, la
inspiración. Igual que
el burgués idealista
hace con la virtud,
percibe él la infamia
como algo preformado en
el curso del mundo, en
nosotros mismos, como
algo que nos acercan, si
es que no nos lo
imponen. El Dios de
Dostoyevski no sólo ha
creado el cielo y la
tierra, el hombre y el
animal, sino además la
indignidad, la venganza,
la crueldad. Tampoco en
esta obra le ha dejado
entrometerse al diablo.
Por eso aparece el mal
en él con entera
originalidad, quizá no
"espléndido", pero sí
siempre nuevo, "como en
el primer día", a miles
de kilómetros de los
clichés en que a los
filisteos se les aparece
el pecado.
La
gran tensión, que
capacita a los poetas
aludidos para su
sorprendente efecto a
distancia, queda
documentada, si bien de
manera ridícula, por la
carta que Isidore
Ducasse dirige el 23 de
octubre de 1869 a su
editor para hacer
plausible su poesía. Se
coloca en una línea con
Mickiewicz, Milton,
Southey, Alfred de
Musset, Baudelaire, y
dice: "Claro que he
adoptado un tono más
lleno, para introducir
algo nuevo en esta
literatura, que sólo
canta la desesperación
para que el deprimido
lector añore con más
fuerza el bien como
medio de salvación. Esto
es que a la postre sólo
se canta al bien, aunque
el método sea más
filosófico y menos
ingenuo que el de la
antigua escuela, de la
que todavía viven Víctor
Hugo y algunos otros."
Pero si el errático
libro de Lautréamont
está en algún contexto,
permite que se le
instale en uno, será
éste el de la
insurrección. Por ello
era comprensible, y de
suyo no carecía de
intuición, intentar,
como hizo Soupault en
1927 para la edición de
sus obras completas
escribir una vita
politica de Isidore
Ducasse. Por desgracia
no hay documentos al
respecto y los que
aportó Soupault
consistían en una
confusión. En cambio el
ensayo correspondiente
se logró por suerte con
Rimbaud y es mérito de
Marcel Coulon haber
defendido su verdadera
imagen contra la
usurpación católica de
Claudel y Berrichon.
Rimbaud es católico,
desde luego; pero lo es,
según el mismo lo
expone, en su parte más
miserable, ésa que nunca
se cansa de denunciar,
de entregar a su odio y
al de cualquiera, a su
desprecio y al de los
otros: la parte que le
fuerza a confesar que no
entiende la revuelta.
Pero ésta es la
confesión de un hombre
de la Comuna que no
llegó a hacer su
cometido. Y cuando dio
la espalda a la poesía,
se había ya despedido en
sus creaciones más
tempranas de la
religión. "A ti, odio,
he confiado mi tesoro",
escribe en la Saison en
enfer. Y en estas
palabras podría
encaramarse una poética
del surrealismo. Sus
raíces alcanzarían más
hondo en los
pensamientos de Poe que
la teoría de la "surprise",
del poetizar
sorprendido, que procede
de Apollinaire.
Un
concepto radical de
libertad no lo ha habido
en Europa desde Bakunin.
Los surrealistas lo
tienen. Ellos son los
primeros en liquidar el
esclerótico ideal
moralista, humanista y
liberal de libertad, ya
que les consta que "la
libertad en esta tierra
sólo se compra con miles
de durísimos sacrificios
y que por tanto ha de
disfrutarse, mientras
dure, ilimitadamente, en
su plenitud y sin ningún
cálculo pragmático". Lo
cual les prueba que "la
lucha por la liberación
de la humanidad en su
más simple figura
revolucionaria (que es
la liberación en todos
los aspectos) es la
única cosa que queda a
la que merezca la pena
servir". ¿Pero consiguen
soldar esta experiencia
de libertad con la otra
experiencia
revolucionaria, la que
tenemos que reconocer,
puesto que la teníamos
ya: la de lo
constructivo,
dictatorial de la
revolución? ¿Cómo nos
representaríamos una
existencia, que se
cumpliese por entero en
el boulevard
Bonne-Nouvelle, en
espacios de Le Corbusier
y de Oud?
Ganar
las fuerzas de la
ebriedad para la
revolución. En torno a
ello gira el surrealismo
en todos sus libros y
empresas. De esta tarea
puede decir que es la
más suya. Nada se hace
por ella por el hecho de
que, como muy bien
sabemos, en todo acto
revolucionario esté viva
una componente de
ebriedad. Esta
componente se identifica
con la anárquica. Pero
poner exclusivamente el
acento sobre ella
significaría posponer
por completo la
preparación metódica y
disciplinaria de la
revolución en favor de
una praxis que oscila
entre el ejercicio y la
víspera. A lo cual se
añade una visión corta y
nada dialéctica de la
naturaleza de la
ebriedad. La estética
del pintor, del poeta
"en état de surprise",
del arte como reacción
sorprendida, está presa
en algunos prejuicios
románticos
catastróficos. Toda
fundamentación de los
dones y fenómenos
ocultos, surrealistas,
fantasmagóricos, tiene
como presupuesto una
implicación dialéctica
que jamás llegará a
apropiarse una cabeza
romántica. Subrayar
patética o fanáticamente
el lado enigmático de lo
enigmático, no nos hace
avanzar. Más bien
penetramos el misterio
sólo en el grado en que
lo reencontramos en lo
cotidiano por virtud de
una óptica dialéctica
que percibe lo cotidiano
como impenetrable y lo
impenetrable como
cotidiano. La
investigación apasionada
por ejemplo de fenómenos
telepáticos no nos
enseña sobre la lectura
(proceso eminentemente
telepático) ni la mitad
de lo que aprendemos
sobre dichos fenómenos
por medio de una
iluminación profana,
esto es, leyendo. 0
también: la
investigación apasionada
acerca del fumar
haschisch no nos enseña
sobre el pensamiento
(que es un narcótico
eminente) ni la mitad de
lo que aprendemos sobre
el haschisch por medio
de una iluminación
profana, esto es,
pensando. El lector, el
pensativo, el que
espera, el que callejea
son tipos de iluminados
igual que el consumidor
de opio, el soñador, el
ebrio. Y, sin embargo,
son profanos. Para no
hablar de esa droga
terrible, nosotros
mismos, que tomamos en
la soledad.
Ganar
las fuerzas de la
ebriedad para la
revolución. Con otras
palabras: ¿política
poética? "Nous en avons
soupé. Todo antes que
eso." Nos interesará por
tanto aún más un excurso
en la poemática de las
cosas. Puesto que: ¿cuál
es el programa de los
partidos burgueses? Un
mal poema de primavera,
lleno hasta reventar de
comparaciones. El
socialista ve ese
"futuro más bello de
nuestros hijos y nietos"
en que todos se porten
"como, si fuesen
ángeles" y en que cada
uno tenga tanto "como si
fuese rico" y en que
cada uno viva "como si
fuese libre". Pero de
ángeles, riqueza,
libertad, ni rastro.
Todo son solamente
imágenes. ¿Y cuál es el
tesoro imaginero de esos
poetas de los centros
socialdemócratas? ¿Cuál
es su "Gradus ad
Parnassum"? El
optimismo. Qué otro es
en cambio el aire que se
respira en el escrito de
Naville, que hace de la
"organización del
pesimismo" la exigencia
del día. En nombre de
sus amigos literarios
plantea un ultimatum
para que infaliblemente
tenga que confesar su
color ese optimismo
diletante y sin
conciencia: ¿cuáles son
los presupuestos de la
revolución? ¿La
modificación de la
actitud interna o la de
las circunstancias
exteriores? Esta es la
pregunta cardinal que
determina la relación de
política y moral y que
no tolera paliativo
alguno. El surrealismo
se ha aproximado más y
más a la respuesta
comunista. Lo cual
significa: pesimismo en
toda la línea. Así es y
plenamente.
Desconfianza en la
suerte de la literatura,
desconfianza en la
suerte de la libertad,
desconfianza en la
suerte de la humanidad
europea, pero sobre todo
desconfianza,
desconfianza,
desconfianza en todo
entendimiento: entre las
clases, entre los
pueblos, entre éste y
aquél. Y sólo una
confianza ilimitada en
la I.G. Farben y en el
perfeccionamiento
pacífico de las fuerzas
aéreas. ¿Y entonces,
entonces qué?
Adquiere aquí su derecho
la intuición que, en el
Traité du style, último
libro de Aragon, reclama
la distinción entre
comparación e imagen.
Una intuición afortunada
en cuestiones de estilo
que debe ser prolongada.
Prolongación: nunca se
encuentran ambas
—comparación e imagen—
tan drástica, tan
irreconciliablemente
como en la política.
Organizar el pesimismo
no es otra cosa que
transportar fuera de la
política a la metáfora
moral y descubrir en el
ámbito de la acción
política el ámbito de
las imágenes de pura
cepa. Ambito de imágenes
que no se puede ya medir
contemplativamente. Si
la tarea de la
inteligencia
revolucionaria es doble:
derribar el predominio
intelectual de la
burguesía y ganar
contacto con las masas
proletarias, en cuanto a
la segunda parte de esa
tarea ha fracasado por
completo, puesto que no
resulta ya posible
hacerse con ella
contemplativamente. Y
este, sin embargo, ha
estorbado a los menos
para plantearla una y
otra vez como
contemplativa,
invocando, eso sí, a
poetas, pensadores y
artistas proletarios. En
contra de ello tuvo
Trotski, en Literatura y
revolución, que señalar
que sólo puede resultar
de una revolución
victoriosa. En realidad
se trata mucho menos de
hacer al artista de
procedencia burguesa
maestro del "arte
proletario", que de
ponerlo en función, aun
a costa de su
efectividad artística,
en los lugares
importantes de ese
ámbito de imágenes. ¿No
debiera incluso ser tal
vez la interrupción de
su "carrera artística"
una parte esencial de
esa función?
Tanto mejores serán los
chistes que cuente. Y
tanto mejor los contará.
Porque también en el
chiste, en el insulto,
en el malentendido, allí
donde una acción sea
ella misma la imagen, la
establezca de por sí, la
arrebate y la devore,
donde la cercanía se
pierda de vista, es
donde se abrirá el
ámbito de imágenes
buscado, el mundo de
actualidad integral y
polifacética en el que
no hay "aposento noble",
en una palabra, el
ámbito en el cual el
materialismo político y
la criatura física
comparten al hombre
interior, la psique, el
individuo (o lo que nos
dé más rabia) según una
justicia dialéctica
(esto es, que ni un solo
miembro queda sin
partir). Pero tras esa
destrucción dialéctica
el ámbito se hace más
concreto, se hace ámbito
de imágenes: ámbito
corporal. De nada sirve;
es tiempo de confesar
que el materialismo
metafísico de la
observancia de Vogt y de
Bujarin no se deja
transponer sin rupturas
al materialismo
antropológico tal y como
lo documenta la
experiencia de los
surrealistas y ya antes
la de un Hebel, un Georg
Büchner, un Nietzsche,
un Rimbaud. Queda un
residuo. También lo
colectivo es corpóreo. Y
la physis, que se
organiza en la técnica,
sólo se genera según su
realidad política y
objetiva en el ámbito de
imágenes del que la
iluminación profana hace
nuestra casa. Cuando
cuerpo e imagen se
interpenetran tan
hondamente, que toda
tensión revolucionaria
se hace excitación
corporal colectiva y
todas las excitaciones
corporales de lo
colectivo se hacen
descarga revolucionaria,
entonces, y sólo
entonces, se habrá
superado la realidad
tanto como el Manifiesto
Comunista exige. Por el
momento los surrealistas
son los únicos que han
comprendido sus órdenes
actuales. Uno por uno
dan su mímica a cambio
del horario de un
despertador que a cada
minuto anuncia sesenta
segundos.
*Madrid, Taurus, 1980.
Traducción de Jesús
Aguirre. |