Habíamos alcanzado
la cumbre del
despeñadero más
elevado. Durante
algunos minutos, el
anciano pareció
demasiado fatigado
para hablar.
-Hasta no hace mucho
tiempo -dijo, por
fin- podría haberlo
guiado en este
ascenso tan bien
como el más joven de
mis hijos. Pero,
hace unos tres años,
me ocurrió algo que
jamás le ha ocurrido
a otro mortal... o,
por lo menos, a
alguien que haya
alcanzado a
sobrevivir para
contarlo; y las seis
horas de terror
mortal que soporté
me han destrozado el
cuerpo y el alma.
Usted ha de creerme
muy viejo, pero no
lo soy. Bastó algo
menos de un día para
que estos cabellos,
negros como el
azabache, se
volvieran blancos;
debilitáronse mis
miembros, y tan
frágiles quedaron
mis nervios, que
tiemblo al menor
esfuerzo y me asusto
de una sombra.
¿Creerá usted que
apenas puedo mirar
desde este pequeño
acantilado sin
sentir vértigo?
El «pequeño
acantilado», a cuyo
borde se había
tendido a descansar
con tanta
negligencia que la
parte más pesada de
su cuerpo sobresalía
del mismo, mientras
se cuidaba de una
caída apoyando el
codo en la resbalosa
arista del borde; el
«pequeño
acantilado», digo,
alzábase formando un
precipicio de negra
roca reluciente, de
mil quinientos o mil
seiscientos pies,
sobre la multitud de
despeñaderos
situados más abajo.
Nada hubiera podido
inducirme a tomar
posición a menos de
seis yardas de aquel
borde. A decir
verdad, tanto me
impresionó la
peligrosa postura de
mi compañero que caí
en tierra cuan largo
era, me aferré a los
arbustos que me
rodeaban y no me
atreví siquiera a
mirar hacia el
cielo, mientras
luchaba por rechazar
la idea de que la
furia de los vientos
amenazaba sacudir
los cimientos de
aquella montaña.
Pasó largo rato
antes de que pudiera
reunir coraje
suficiente para
sentarme y mirar a
la distancia.
-Debe usted curarse
de esas fantasías
-dijo el guía-, ya
que lo he traído
para que tenga desde
aquí la mejor vista
del lugar donde
ocurrió el episodio
que mencioné
antes... y para
contarle toda la
historia con su
escenario presente.
"Nos hallamos
-agregó, con la
manera minuciosa que
lo distinguía-, nos
hallamos muy cerca
de la costa de
Noruega, a los
sesenta y ocho
grados de latitud,
en la gran provincia
de Nordland, y en el
distrito de Lodofen.
La montaña cuya cima
acabamos de escalar
es Helseggen, la
Nebulosa. Enderécese
usted un poco...
sujetándose a matas
si se siente
mareado... ¡Así!
Mire ahora, más allá
de la cintura de
vapor que hay debajo
de nosotros, hacia
el mar."
Miré, lleno de
vértigo, y descubrí
una vasta extensión
oceánica, cuyas
aguas tenían un
color tan parecido a
la tinta que me
recordaron la
descripción que hace
el geógrafo nubio
del Mare Tenebrarum.
Ninguna imaginación
humana podría
concebir panorama
más lamentablemente
desolado. A derecha
e izquierda, y hasta
donde podía alcanzar
la mirada, se
tendían, como
murallas del mundo,
cadenas de
acantilados
horriblemente negros
y colgantes, cuyo
lúgubre aspecto
veíase reforzado por
la resaca, que
rompía contra ellos
su blanca y lívida
cresta, aullando y
rugiendo
eternamente. Opuesta
al promontorio sobre
cuya cima nos
hallábamos, y a unas
cinco o seis millas
dentro del mar,
advertíase una
pequeña isla de
aspecto desértico;
quizá sea más
adecuado decir que
su posición se
adivinaba gracias a
las salvajes
rompientes que la
envolvían. Unas dos
millas más cerca
alzábase otra isla
más pequeña,
horriblemente
escarpada y estéril,
rodeada en varias
partes por
amontonamientos de
oscuras rocas.
En el espacio
comprendido entre la
mayor de las islas y
la costa, el océano
presentaba un
aspecto
completamente fuera
de lo común. En
aquel momento
soplaba un viento
tan fuerte en
dirección a tierra,
que un bergantín que
navegaba mar afuera
se mantenía a la
capa con dos rizos,
en la vela mayor,
mientras la quilla
se hundía a cada
momento hasta
perderse de vista;
no obstante, el
espacio a que he
aludido no mostraba
nada que semejara un
oleaje embravecido,
sino tan sólo un
breve, rápido y
furioso embate del
agua en todas
direcciones, tanto
frente al viento
como hacia otros
lados. Tampoco se
advertía espuma,
salvo en la
proximidad inmediata
de las rocas.
-La isla más alejada
-continuó el
anciano- es la que
los noruegos llaman
Vurrgh. La que se
halla a mitad de
camino es Moskoe. A
una milla al norte
verá la de Ambaaren.
Más allá se
encuentran Islesen,
Hotholm, Keildhelm,
Suarven y Buckholm.
Aún más allá -entre
Moskoe y Vurrgh-
están Otterholm,
Flimen, Sandflesen y
Stockholm. Tales son
los verdaderos
nombres de estos
sitios; pero... ¿qué
necesidad había de
darles nombres? No
lo sé, y supongo que
usted tampoco...
¿Oye alguna cosa?
¿Nota algún cambio
en el agua?
Llevábamos ya unos
diez minutos en lo
alto del Helseggen,
al cual habíamos
ascendido viniendo
desde el interior de
Lofoden, de modo que
no habíamos visto ni
una sola vez el mar
hasta que se
presentó de golpe al
arribar a la cima.
Mientras el anciano
me hablaba, percibí
un sonido potente y
que crecía por
momentos, algo como
el mugir de un
enorme rebaño de
búfalos en una
pradera
norteamericana; y en
el mismo momento
reparé en que el
estado del océano a
nuestros pies, que
correspondía a lo
que los marinos
llaman picado, se
estaba transformando
rápidamente en una
corriente orientada
hacía el este.
Mientras la seguía
mirando, aquella
corriente adquirió
una velocidad
monstruosa. A cada
instante su rapidez
y su desatada
impetuosidad iban en
aumento. Cinco
minutos después,
todo el mar hasta
Vurrgh hervía de
cólera
incontrolable, pero
donde esa rabia
alcanzaba su ápice
era entre Moskoe y
la costa. Allí , la
vasta superficie del
agua se abría y
trazaba en mil
canales antagónicos,
reventaba
bruscamente en una
convulsión frenética
-encrespándose,
hirviendo, silbando-
y giraba en
gigantescos e
innumerables
vórtices, y todo
aquello se
atorbellinaba y
corría hacia el este
con una rapidez que
el agua no adquiere
en ninguna otra
parte, como no sea
el caer en un
precipicio.
En pocos minutos
más, una nueva y
radical alteración
apareció en escena.
La superficie del
agua se fue
nivelando un tanto y
los remolinos
desaparecieron uno
tras otro, mientras
prodigiosas fajas de
espuma surgían allí
donde antes no había
nada. A la larga, y
luego de dispersarse
a una gran
distancia, aquellas
fajas se combinaron
unas con otras y
adquirieron el
movimiento giratorio
de los desaparecidos
remolinos, como si
constituyeran el
germen de otro más
vasto. De pronto,
instantáneamente,
todo asumió una
realidad clara y
definida, formando
un círculo cuyo
diámetro pasaba de
una milla. El borde
del remolino estaba
representado por una
ancha faja de
resplandeciente
espuma; pero ni la
menor partícula de
ésta resbalaba al
interior del
espantoso embudo,
cuyo tubo, hasta
donde la mirada
alcanzaba a medirlo,
era una pulida,
brillante y
tenebrosa pared de
agua, inclinada en
un ángulo de
cuarenta y cinco
grados con relación
al horizonte, y que
giraba y giraba
vertiginosamente,
con un movimiento
oscilante y
tumultuoso,
produciendo un
fragor horrible,
entre rugido y
clamoreo, que ni
siquiera la enorme
catarata del Niágara
lanza al espacio en
su tremenda caída.
La montaña temblaba
desde sus cimientos
y oscilaban las
rocas. Me dejé caer
boca abajo,
aferrándome a los
ralos matorrales en
el paroxismo de mi
agitación nerviosa.
Por fin, pude decir
a mi compañero:
-¡Esto no puede ser
más que el enorme
remolino del
Maelstrón!
-Así suelen llamarlo
-repuso el viejo-.
Nosotros los
noruegos le llamamos
el Moskoe-ström, a
causa de la isla
Moskoe.
Las descripciones
ordinarias de aquel
vórtice no me habían
preparado en
absoluto para lo que
acababa de ver. La
de Jo nas Ramus ,
quizá la más
detallada, no puede
dar la menor noción
de la magnificencia
o el horror de
aquella escena, ni
tampoco la
perturbadora
sensación de novedad
que confunde al
espectador. No sé
bien en qué punto de
vista estuvo situado
el escritor aludido,
ni en qué momento;
pero no pudo ser en
la cima del
Helseggen, ni
durante una
tormenta. He aquí
algunos pasajes de
su descripción que
merecen, sin
embargo, citarse por
los detalles que
contienen, aunque
resulten sumamente
débiles para
comunicar una
impresión de aquel
espectáculo:
«Entre Lofoden y
Moskoe -dice-, la
profundidad del agua
varía entre treinta
y seis y cuarenta
brazas; pero del
otro lado, en
dirección a Ver (Vurrgh),
la profundidad
disminuye al punto
de no permitir el
paso de un navío sin
el riesgo de que
encalle en las
rocas, cosa posible
aun en plena
bonanza. Durante la
pleamar, las
corrientes se mueven
entre Lofoden y
Moskoe con
turbulenta rapidez,
al punto de que el
rugido de su
impetuoso reflujo
hacia el mar apenas
podría ser igualado
por el de las más
sonoras y espantosas
cataratas. El sonido
se escucha a muchas
leguas, y los
vórtices o abismos
son de tal tamaño y
profundidad que si
un navío es atraído
por ellos se ve
tragado
irremisiblemente y
arrastrado a la
profundidad, donde
se hace pedazos
contra las rocas;
cuando el agua se
sosiega, los pedazos
del buque asoman a
la superficie. Pero
los intervalos de
tranquilidad se
producen solamente
en los momentos del
cambio de la marea y
con buen tiempo;
apenas duran un
cuarto de hora antes
de que recomience
gradualmente su
violencia. Cuando la
corriente es más
turbulenta y una
tempestad acrecienta
su furia resulta
peligroso acercarse
a menos de una milla
noruega. Botes,
yates y navíos han
sido tragados por no
tomar esa precaución
contra su fuerza
atractiva. Ocurre
asimismo con
frecuencia que las
ballenas se
aproximan demasiado
a la corriente y son
dominadas por su
violencia; imposible
resulta entonces
describir sus
clamores y mugidos
mientras luchan
inútilmente por
escapar. Cierta vez,
un oso que trataba
de nadar de Lofoden
a Moskoe fue
atrapado por la
corriente y
arrastrado a la
profundidad,
mientras rugía tan
terriblemente que se
le escuchaba desde
la costa. Grandes
cantidades de
troncos de abetos y
pinos, absorbidos
por la corriente,
vuelven a la
superficie rotos y
retorcidos a un
punto tal que no
pasan de ser un
montón de astillas.
Esto muestra
claramente que el
fondo consiste en
rocas aguzadas
contra las cuales
son arrastrados y
frotados los
troncos. Dicha
corriente se regula
por el flujo y
reflujo marino, que
se suceden
constantemente cada
seis horas. En el
año 1645, en la
mañana del domingo
de sexagésima, la
furia de la
corriente fue tan
espantosa que las
piedras de las casas
de la costa se
desplomaban.»
Por lo que se
refiere a la
profundidad del
agua, no me explico
cómo pudo ser
verificada en la
vecindad inmediata
del vórtice. Las
«cuarenta brazas»
tienen que
referirse,
indudablemente, a
las porciones del
canal linderas con
la costa, sea de
Moskoe o de Lofoden.
La profundidad en el
centro del Moskoe-ström
debe ser
inconmensurablemente
grande, y la mejor
prueba de ello la da
la más ligera mirada
que se proyecte al
abismo del remolino
desde la cima del
Helseggen. Mientras
encaramado en esta
cumbre contemplaba
el rugiente Flegetón
allá abajo, no pude
impedirme sonreír de
la simplicidad con
que el honrado Jo
nas Ramus consigna
-como algo difícil
de creer- las
anécdotas sobre
ballenas y osos,
cuando resulta
evidente que los más
grandes buques
actuales, sometidos
a la influencia de
aquella mortal
atracción, serían el
equivalente de una
pluma frente al
huracán y
desaparecerían
instantáneamente.
Las tentativas de
explicar el fenómeno
-que, en parte,
según recuerda, me
habían parecido
suficientemente
plausibles a la
lectura- presentaban
ahora un carácter
muy distinto e
insatisfactorio. La
idea predominante
consistía en que el
vórtice, al igual
que otros tres más
pequeños situados
entre las islas
Ferroe, «no tiene
otra causa que la
colisión de las
olas, que se alzan y
rompen, en el flujo
y reflujo, contra un
arrecife de rocas y
bancos de arena, el
cual encierra las
aguas al punto que
éstas se precipitan
como una catarata;
así, cuanto más alta
sea la marea, más
profunda será la
caída, y el
resultado es un
remolino o vórtice,
cuyo prodigioso
poder de succión es
suficientemente
conocido por
experimentos hechos
en menor escala».
Tales son los
términos con que se
expresa la
Encyclopedia
Britannica. Kircher
y otros imaginan que
en el centro del
canal del Maelstrón
hay un abismo que
penetra en el globo
terrestre y que
vuelve a salir en
alguna región remota
(una de las
hipótesis nombra
concretamente el
golfo de Botnial).
Esta opinión,
bastante gratuita en
sí misma, fue la que
mi imaginación
aceptó con mayor
prontitud una vez
que hube contemplado
la escena. Pero al
mencionarla a mi
guía me sorprendió
oírle decir que, si
bien casi todos los
noruegos compartían
ese punto de vista,
él no lo aceptaba.
En cuanto a la
hipótesis
precedente, confesó
su incapacidad para
comprenderla, y yo
le di la razón,
pues, aunque sobre
el papel pareciera
concluyente,
resultaba por
completo
ininteligible e
incluso absurda
frente al tronar de
aquel abismo.
-Ya ha podido ver
muy bien el remolino
-dijo el anciano-, y
si nos colocamos
ahora detrás de esa
roca al socaire,
para que no nos
moleste el ruido del
agua, le contaré un
relato que lo
convencerá de que
conozco alguna cosa
sobre el Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo
deseaba y comenzó:
-Mis dos hermanos y
yo éramos dueños de
un queche aparejado
como una goleta, de
unas setenta
toneladas, con el
cual pescábamos
entre las islas
situadas más allá de
Moskoe y casi hasta
Vurrgh. Aprovechando
las oportunidades,
siempre hay buena
pesca en el mar
durante las mareas
bravas, si se tiene
el coraje de
enfrentarlas; de
todos los habitantes
de la costa de
Lofoden, nosotros
tres éramos los
únicos que
navegábamos
regularmente en la
región de las islas.
Las zonas usuales de
pesca se hallan
mucho más al sur.
Allí se puede pescar
a cualquier hora,
sin demasiado
riesgo, y por eso
son lugares
preferidos. Pero los
sitios escogidos que
pueden encontrarse
aquí, entre las
rocas no sólo
ofrecen la variedad
más grande, sino una
abundancia mucho
mayor, de modo que
con frecuencia
pescábamos en un
solo día lo que
otros más tímidos
conseguían apenas en
una semana. La
verdad es que
hacíamos de esto un
lance temerario,
cambiando el exceso
de trabajo por el
riesgo de la vida, y
sustituyendo capital
por coraje.
«Fondeábamos el
queche en una
caleta, a unas cinco
millas al norte de
esta costa, y cuando
el tiempo estaba
bueno,
acostumbrábamos
aprovechar los
quince minutos de
tranquilidad de las
aguas para atravesar
el canal principal
de Moskoe-ström,
mucho más arriba del
remolino, y anclar
luego en cualquier
parte cerca de
Otterham o
Sandflesen, donde
las mareas no son
tan violentas. Nos
quedábamos allí
hasta que faltaba
poco para un nuevo
intervalo de calma,
en que poníamos proa
en dirección a
nuestro puerto.
Jamás iniciábamos
una expedición de
este género sin
tener un buen viento
de lado tanto para
la ida como para el
retorno -un viento
del que estuviéramos
seguros que no nos
abandonaría a la
vuelta-, y era raro
que nuestros
cálculos erraran.
Dos veces, en seis
años, nos vimos
precisados a pasar
la noche al ancla a
causa de una calma
chicha, lo cual es
cosa muy rara en
estos parajes; y una
vez tuvimos que
quedarnos cerca de
una semana donde
estábamos,
muriéndonos de
inanición, por culpa
de una borrasca que
se desató poco
después de nuestro
arribo, y que
embraveció el canal
en tal forma que era
imposible pensar en
cruzarlo. En esta
ocasión hubiéramos
podido ser llevados
mar afuera a pesar
de nuestros
esfuerzos (pues los
remolinos nos hacían
girar tan
violentamente que,
al final, largamos
el ancla y la
dejamos que
arrastrara), si no
hubiera sido que
terminamos entrando
en una de esas
innumerables
corrientes
antagónicas que hoy
están allí y mañana
desaparecen, la cual
nos arrastró hasta
el refugio de Flimen,
donde, por suerte,
pudimos detenernos.
»No podría contarle
ni la vigésima parte
de las dificultades
que encontrábamos en
nuestro campo de
pesca -que es mal
sitio para navegar
aun con buen
tiempo-, pero
siempre nos
arreglamos para
burlar el desafío
del Moskoe-ström sin
accidentes, aunque
muchas veces tuve el
corazón en la boca
cuando nos
atrasábamos o nos
adelantábamos en un
minuto al momento de
calma. En ocasiones,
el viento no era tan
fuerte como habíamos
pensado al zarpar y
el queche recorría
una distancia menor
de lo que
deseábamos, sin que
pudiéramos
gobernarlo a causa
de la correntada. Mi
hermano mayor tenía
un hijo de dieciocho
años y yo dos
robustos mozalbetes.
Todos ellos nos
hubieran sido de
gran ayuda en esas
ocasiones, ya fuera
apoyando la marcha
con los remos, o
pescando; pero,
aunque estábamos
personalmente
dispuestos a correr
el riesgo, no nos
sentíamos con ánimo
de exponer a los
jóvenes, pues
verdaderamente había
un peligro horrible,
ésa es la pura
verdad.
»Pronto se cumplirán
tres años desde que
ocurrió lo que voy a
contarle. Era el 10
de julio de 18...,
día que las gentes
de esta región no
olvidarán jamás,
porque en él se
levantó uno de los
huracanes más
terribles que hayan
caído jamás del
cielo. Y, sin
embargo, durante
toda la mañana, y
hasta bien entrada
la tarde, había
soplado una suave
brisa del sudoeste,
mientras brillaba el
sol, y los más
avezados marinos no
hubieran podido
prever lo que iba a
pasar.
»Los tres -mis dos
hermanos y yo-
cruzamos hacia las
islas a las dos de
la tarde y no
tardamos en llenar
el queche con una
excelente pesca que,
como pudimos
observar, era más
abundante ese día
que en ninguna
ocasión anterior. A
las siete -por mi
reloj- levamos
anclas y zarpamos, a
fin de atravesar lo
peor del Ström en el
momento de la calma,
que según sabíamos
iba a producirse a
las ocho.
»Partimos con una
buena brisa de
estribor y al
principio navegamos
velozmente y sin
pensar en el
peligro, pues no
teníamos el menor
motivo para
sospechar que
existiera. Pero, de
pronto, sentimos que
se nos oponía un
viento procedente de
Helseggen. Esto era
muy insólito; jamás
nos había ocurrido
antes, y yo empecé a
sentirme
intranquilo, sin
saber exactamente
por qué. Enfilamos
la barca contra el
viento, pero los
remansos no nos
dejaban avanzar, e
iba a proponer que
volviéramos al punto
donde habíamos
estado anclados
cuando, al mirar
hacia popa vimos que
todo el horizonte
estaba cubierto por
una extraña nube del
color del cobre que
se levantaba con la
más asombrosa
rapidez.
»Entretanto, la
brisa que nos había
impulsado acababa de
amainar por completo
y estábamos en una
calma total,
derivando hacia
todos los rumbos.
Pero esto no duró
bastante como para
darnos tiempo a
reflexionar. En
menos de un minuto
nos cayó encima la
tormenta, y en menos
de dos el cielo
quedó cubierto por
completo; con esto,
y con la espuma de
las olas que nos
envolvía, todo se
puso tan oscuro que
no podíamos vernos
unos a otros en la
cubierta.
»Sería una locura
tratar de describir
el huracán que
siguió. Los más
viejos marinos de
Noruega jamás
conocieron nada
parecido. Habíamos
soltado todo el
trapo antes de que
el viento nos
alcanzara; pero, a
su primer embate,
los dos mástiles
volaron por la borda
como si los hubiesen
aserrado..., y uno
de los palos se
llevó consigo a mi
hermano mayor, que
se había atado para
mayor seguridad.
»Nuestra embarcación
se convirtió en la
más liviana pluma
que jamás flotó en
el agua. El queche
tenía un puente
totalmente cerrado,
con sólo una pequeña
escotilla cerca de
proa, que
acostumbrábamos
cerrar y asegurar
cuando íbamos a
cruzar el Ström, por
precaución contra el
mar picado. De no
haber sido por esta
circunstancia,
hubiéramos zozobrado
instantáneamente,
pues durante un
momento quedamos
sumergidos por
completo. Cómo
escapó a la muerte
mi hermano mayor no
puedo decirlo, pues
jamás se me presentó
la oportunidad de
averiguarlo. Por mi
parte, tan pronto
hube soltado el
trinquete, me tiré
boca abajo en el
puente, con los pies
contra la estrecha
borda de proa y las
manos aferrando una
armella próxima al
pie del palo mayor.
El instinto me
indujo a obrar así,
y fue,
indudablemente, lo
mejor que podía
haber hecho; la
verdad es que estaba
demasiado aturdido
para pensar.
»Durante algunos
momentos, como he
dicho, quedamos
completamente
inundados, mientras
yo contenía la
respiración y me
aferraba a la
armella. Cuando no
pude resistir más,
me enderecé sobre
las rodillas,
sosteniéndome
siempre con las
manos, y pude así
asomar la cabeza.
Pronto nuestra
pequeña embarcación
dio una sacudida,
como hace un perro
al salir del agua, y
con eso se libró en
cierta medida de las
olas que la tapaban.
Por entonces estaba
tratando yo de
sobreponerme al
aturdimiento que me
dominaba, recobrar
los sentidos para
decidir lo que tenía
que hacer, cuando
sentí que alguien me
aferraba del brazo.
Era mi hermano
mayor, y mi corazón
saltó de júbilo,
pues estaba seguro
de que el mar lo
había arrebatado.
Mas esa alegría no
tardó en
transformarse en
horror, pues mi
hermano acercó la
boca a mi oreja,
mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!
»Nadie puede
imaginar mis
sentimientos en
aquel instante. Me
estremecí de la
cabeza a los pies,
como si sufriera un
violento ataque de
calentura. Demasiado
bien sabía lo que mi
hermano me estaba
diciendo con esa
simple palabra y lo
que quería darme a
entender: Con el
viento que nos
arrastraba, nuestra
proa apuntaba hacia
el remolino del
Ström... ¡y nada
podía salvarnos!
»Se imaginará usted
que, al cruzar el
canal del Ström, lo
hacíamos siempre
mucho más arriba del
remolino, incluso
con tiempo
bonancible, y
debíamos esperar y
observar
cuidadosamente el
momento de calma.
Pero ahora estábamos
navegando
directamente hacia
el vórtice,
envueltos en el más
terrible huracán.
'Probablemente
-pensé- llegaremos
allí en un momento
de la calma... y eso
nos da una
esperanza.' Pero, un
segundo después, me
maldije por ser tan
loco como para
pensar en esperanza
alguna. Sabía muy
bien que estábamos
condenados y que lo
estaríamos igual
aunque nos
halláramos en un
navío cien veces más
grande.
»A esta altura la
primera furia de la
tempestad se había
agotado, o quizá no
la sentíamos tanto
por estar corriendo
delante de ella.
Pero el mar, que el
viento había
mantenido aplacado y
espumoso al
comienzo, se alzaba
ahora en gigantescas
montañas. Un extraño
cambio se había
producido en el
cielo. Alrededor de
nosotros, y en todas
direcciones, seguía
tan negro como la
pez, pero en lo
alto, casi encima de
donde estábamos, se
abrió repentinamente
un círculo de cielo
despejado -tan
despejado como jamás
he vuelto a ver-,
brillantemente azul,
y a través del cual
resplandecía la luna
llena con un brillo
que no le había
conocido antes.
Iluminaba con sus
rayos todo lo que
nos rodeaba, con la
más grande claridad;
pero... ¡Dios mío,
qué escena nos
mostraba!
»Hice una o dos
tentativas para
hacerme oír de mi
hermano, pero, por
razones que no pude
comprender, el
estruendo había
aumentado de manera
tal que no alcancé a
hacerle entender una
sola palabra, pese a
que gritaba con
todas mis fuerzas en
su oreja. Pronto
sacudió la cabeza,
mortalmente pálido,
y levantó un dedo
como para decirme:
'¡Escucha!'
»Al principio no me
di cuenta de lo que
quería significar,
pero un horrible
pensamiento cruzó
por mi mente.
Extraje mi reloj de
la faltriquera.
Estaba detenido.
Contemplé el
cuadrante a la luz
de la luna y me eché
a llorar, mientras
lanzaba el reloj al
océano. ¡Se había
detenido a las
siete! ¡Ya había
pasado el momento de
calma y el remolino
del Ström estaba en
plena furia!
»Cuando un barco es
de buena
construcción, está
bien equipado y no
lleva mucha carga,
al correr con el
viento durante una
borrasca las olas
dan la impresión de
resbalar por debajo
del casco, lo cual
siempre resulta
extraño para un
hombre de tierra
firme; a eso se le
llama cabalgar en
lenguaje marino.
»Hasta ese momento
habíamos cabalgado
sin dificultad sobre
las olas; pero de
pronto una
gigantesca masa de
agua nos alcanzó por
la bovedilla y nos
alzó con ella...
arriba... más
arriba... como si
ascendiéramos al
cielo. Jamás hubiera
creído que una ola
podía alcanzar
semejante altura. Y
entonces empezamos a
caer, con una
carrera, un
deslizamiento y una
zambullida que me
produjeron náuseas y
mareo, como si
estuviera
desplomándome en
sueños desde lo alto
de una montaña. Pero
en el momento en que
alcanzamos la
cresta, pude lanzar
una ojeada
alrededor, y lo que
vi fue más que
suficiente. En un
instante comprobé
nuestra exacta
posición. El vórtice
de Moskoe-ström se
hallaba a un cuarto
de milla adelante;
pero ese vórtice se
parecía tanto al de
todos los días como
el que está viendo
usted a un remolino
en una charca. Si no
hubiera sabido dónde
estábamos y lo que
teníamos que
esperar, no hubiese
reconocido en
absoluto aquel
sitio. Tal como lo
vi, me obligó a
cerrar
involuntariamente
los ojos de espanto.
Mis párpados se
apretaron como en un
espasmo.
»Apenas habrían
pasado otros dos
minutos, cuando
sentimos que las
olas decrecían y nos
vimos envueltos por
la espuma. La
embarcación dio una
brusca media vuelta
a babor y se
precipitó en su
nueva dirección como
una centella. Al
mismo tiempo, el
rugido del agua
quedó completamente
apagado por algo así
como un estridente
alarido... un sonido
que podría usted
imaginar formado por
miles de barcos de
vapor que dejaran
escapar al mismo
tiempo la presión de
sus calderas. Nos
hallábamos ahora en
el cinturón de la
resaca que rodea
siempre el remolino,
y pensé que un
segundo más tarde
nos precipitaríamos
al abismo, cuyo
interior veíamos
borrosamente a causa
de la asombrosa
velocidad con la
cual nos movíamos.
El queche no daba la
impresión de flotar
en el agua, sino de
flotar como una
burbuja sobre la
superficie de la
resaca. Su banda de
estribor daba al
remolino, y por
babor surgía la
inmensidad oceánica
de la que acabábamos
de salir, y que se
alzaba como una
enorme pared
oscilando entre
nosotros y el
horizonte.
»Puede parecer
extraño, pero ahora,
cuando estábamos
sumidos en las
fauces del abismo,
me sentí más
tranquilo que cuando
veníamos
acercándonos a él.
Decidido a no
abrigar ya ninguna
esperanza, me libré
de una buena parte
del terror que al
principio me había
privado de mis
fuerzas. Creo que
fue la desesperación
lo que templó mis
nervios.
»Tal vez piense
usted que me jacto,
pero lo que le digo
es la verdad: Empecé
a reflexionar sobre
lo magnífico que era
morir de esa manera
y lo insensato de
preocuparme por algo
tan insignificante
como mi propia vida
frente a una
manifestación tan
maravillosa del
poder de Dios. Creo
que enrojecí de
vergüenza cuando la
idea cruzó por mi
mente. Y al cabo de
un momento se
apoderó de mí la más
viva curiosidad
acerca del remolino.
Sentí el deseo de
explorar sus
profundidades, aun
al precio del
sacrificio que iba a
costarme, y la pena
más grande que sentí
fue que nunca podría
contar a mis viejos
camaradas de la
costa todos los
misterios que vería.
No hay duda que eran
éstas extrañas
fantasías en un
hombre colocado en
semejante situación,
y con frecuencia he
pensado que la
rotación del barco
alrededor del
vórtice pudo
trastornarme un
tanto la cabeza.
»Otra circunstancia
contribuyó a
devolverme la calma,
y fue la cesación
del viento, que ya
no podía llegar
hasta nosotros en el
lugar donde
estábamos, puesto
que, como usted
mismo ha visto, el
cinturón de resaca
está sensiblemente
más bajo que el
nivel general del
océano, al que
veíamos descollar
sobre nosotros como
un alto borde
montañoso y negro.
Si nunca le ha
tocado pasar una
borrasca en plena
mar, no puede
hacerse una idea de
la confusión mental
que produce la
combinación del
viento y la espuma
de las olas. Ambos
ciegan, ensordecen y
ahogan, suprimiendo
toda posibilidad de
acción o de
reflexión. Pero
ahora nos veíamos en
gran medida libres
de aquellas
molestias... así
como los criminales
condenados a muerte
se ven favorecidos
con ciertas
liberalidades que se
les negaban antes de
que se pronunciara
la sentencia.
»Imposible es decir
cuántas veces dimos
la vuelta al
circuito. Corrimos y
corrimos, una hora
quizá, volando más
que flotando, y
entrando cada vez
más hacia el centro
de la resaca, lo que
nos acercaba
progresivamente a su
horrible borde
interior. Durante
todo este tiempo no
había soltado la
armella que me
sostenía. Mi hermano
estaba en la popa,
sujetándose a un
pequeño barril
vacío, sólidamente
atado bajo el
compartimiento de la
bovedilla, y que era
la única cosa a
bordo que la
borrasca no había
precipitado al mar.
Cuando ya nos
acercábamos al borde
del pozo, soltó su
asidero y se
precipitó hacia la
armella de la cual,
en la agonía de su
terror, trató de
desprender mis
manos, ya que no era
bastante grande para
proporcionar a ambos
un sostén seguro.
Jamás he sentido
pena más grande que
cuando lo vi hacer
eso, aunque
comprendí que su
proceder era el de
un insano, a quien
el terror ha vuelto
loco furioso. De
todos modos, no hice
ningún esfuerzo para
oponerme. Sabía que
ya no importaba
quién de los dos se
aferrara de la
armella, de modo que
se la cedí y pasé a
popa, donde estaba
el barril. No me
costó mucho hacerlo,
porque el queche
corría en círculo
con bastante
estabilidad, sólo
balanceándose bajo
las inmensas
oscilaciones y
conmociones del
remolino. Apenas me
había afirmado en mi
nueva posición,
cuando dimos un
brusco bandazo a
estribor y nos
precipitamos de proa
en el abismo.
Murmuré
presurosamente una
plegaria a Dios y
pensé que todo había
terminado.
»Mientras sentía la
náusea del
vertiginoso
descenso,
instintivamente me
aferré con más
fuerza al barril y
cerré los ojos.
Durante algunos
segundos no me
atreví a abrirlos,
esperando mi
aniquilación
inmediata y me
maravillé de no
estar sufriendo ya
las agonías de la
lucha final con el
agua. Pero el tiempo
seguía pasando. Y yo
estaba vivo. La
sensación de caída
había cesado y el
movimiento de la
embarcación se
parecía al de antes,
cuando estábamos en
el cinturón de
espuma, salvo que
ahora se hallaba más
inclinada. Junté
coraje y otra vez
miré lo que me
rodeaba.
»Nunca olvidaré la
sensación de pavor,
espanto y admiración
que sentí al
contemplar aquella
escena. El queche
parecía estar
colgando, como por
arte de magia, a
mitad de camino en
el interior de un
embudo de vasta
circunferencia y
prodigiosa
profundidad, cuyas
paredes,
perfectamente lisas,
hubieran podido
creerse de ébano, a
no ser por la
asombrosa velocidad
con que giraban, y
el lívido resplandor
que despedían bajo
los rayos de la
luna, que, en el
centro de aquella
abertura circular
entre las nubes a
que he aludido
antes, se derramaban
en un diluvio
gloriosamente áureo
a lo largo de las
negras paredes y se
perdían en las
remotas
profundidades del
abismo.
»Al principio me
sentí demasiado
confundido para
poder observar nada
con precisión. Todo
lo que alcanzaba era
ese estallido
general de espantosa
grandeza. Pero, al
recobrarme un tanto,
mis ojos miraron
instintivamente
hacía abajo. Tenía
una vista completa
en esa dirección,
dada la forma en que
el queche colgaba de
la superficie
inclinada del
vórtice. Su quilla
estaba perfectamente
nivelada, vale decir
que el puente se
hallaba en un plano
paralelo al del
agua, pero esta
última se tendía
formando un ángulo
de más de cuarenta y
cinco grados, de
modo que parecía
como si estuviésemos
ladeados. No pude
dejar de observar,
sin embargo, que, a
pesar de esta
situación, no me era
mucho más difícil
mantenerme aferrado
a mi puesto que si
el barco hubiese
estado a nivel;
presumo que se debía
a la velocidad con
que girábamos.
»Los rayos de la
luna parecían querer
alcanzar el fondo
mismo del profundo
abismo, pero aún así
no pude ver nada con
suficiente claridad
a causa de la espesa
niebla que lo
envolvía todo y
sobre la cual se
cernía un magnífico
arco iris semejante
al angosto y
bamboleante puente
que, según los
musulmanes, es el
solo paso entre el
Tiempo y la
Eternidad. Aquella
niebla, o rocío, se
producía sin duda
por el choque de las
enormes paredes del
embudo cuando se
encontraba en el
fondo; pero no
trataré de describir
el aullido que
brotaba del abismo
para subir hasta el
cielo.
»Nuestro primer
deslizamiento en el
pozo, a partir del
cinturón de espumas
de la parte
superior, nos había
hecho descender a
gran distancia por
la pendiente; sin
embargo, la
continuación del
descenso no guardaba
relación con el
anterior. Una y otra
vez dimos la vuelta,
no con un movimiento
uniforme sino entre
vertiginosos
balanceos y
sacudidas, que nos
lanzaban a veces a
unos cuantos
centenares de
yardas, mientras
otras nos hacían
completar casi el
circuito del
remolino. A cada
vuelta, y aunque
lento, nuestro
descenso resultaba
perceptible.
»Mirando en torno a
la inmensa extensión
de ébano líquido
sobre la cual éramos
así llevados,
advertí que nuestra
embarcación no era
el único objeto
comprendido en el
abrazo del remolino.
Tanto por encima
como por debajo de
nosotros se veían
fragmentos de
embarcaciones,
grandes pedazos de
maderamen de
construcción y
troncos de árboles,
así como otras cosas
más pequeñas, tales
como muebles,
cajones rotos,
barriles y duelas.
He aludido ya a la
curiosidad anormal
que había
reemplazado en mí el
terror del comienzo.
A medida que me iba
acercando a mi
horrible destino
parecía como si esa
curiosidad fuera en
aumento. Comencé a
observar con extraño
interés los
numerosos objetos
que flotaban cerca
de nosotros. Debo de
haber estado bajo
los efectos del
delirio, porque
hasta busqué
diversión en el
hecho de calcular
sus respectivas
velocidades en el
descenso hacia la
espuma del fondo.
'Ese abeto -me oí
decir en un momento
dado- será el que
ahora se precipite
hacia abajo y
desaparezca'; y un
momento después me
quedé decepcionado
al ver que los
restos de un navío
mercante holandés se
le adelantaban y
caían antes. Al
final, después de
haber hecho
numerosas conjeturas
de esta naturaleza,
y haber errado
todas, ocurrió que
el hecho mismo de
equivocarme
invariablemente me
indujo a una nueva
reflexión, y
entonces me eché a
temblar como antes,
y una vez más latió
pesadamente mi
corazón.
»No era el espanto
el que así me
afectaba, sino el
nacimiento de una
nueva y emocionante
esperanza. Surgía en
parte de la memoria
y, en parte, de las
observaciones que
acababa de hacer.
Recordé la gran
cantidad de restos
flotantes que
aparecían en la
costa de Lofoden y
que habían sido
tragados y devueltos
luego por el Moskoe-ström.
La gran mayoría de
estos restos
aparecía destrozada
de la manera más
extraordinaria;
estaban como
frotados,
desgarrados, al
punto que daban la
impresión de un
montón de astillas y
esquirlas. Pero al
mismo tiempo recordé
que algunos de esos
objetos no estaban
desfigurados en
absoluto. Me era
imposible explicar
la razón de esa
diferencia, salvo
que supusiera que
los objetos
destrozados eran los
que habían sido
completamente
absorbidos, mientras
que los otros habían
penetrado en el
remolino en un
período más
adelantado de la
marea, o bien, por
alguna razón, habían
descendido tan
lentamente luego de
ser absorbidos, que
no habían alcanzado
a tocar el fondo del
vórtice antes del
cambio del flujo o
del reflujo, según
fuera el momento. Me
pareció posible, en
ambos casos, que
dichos restos
hubieran sido
devueltos otra vez
al nivel del océano,
sin correr el
destino de los que
habían penetrado
antes en el remolino
o habían sido
tragados más
rápidamente.
»Al mismo tiempo
hice tres
observaciones
importantes. La
primera fue que, por
regla general, los
objetos de mayor
tamaño descendían
más rápidamente. La
segunda, que entre
dos masas de igual
tamaño, una esférica
y otra de cualquier
forma, la mayor
velocidad de
descenso
correspondía a la
esfera. La tercera,
que entre dos masas
de igual tamaño, una
de ellas cilíndrica
y la otra de
cualquier forma, la
primera era
absorbida con mayor
lentitud. Desde que
escapé de mi destino
he podido hablar
muchas veces sobre
estos temas con un
viejo preceptor del
distrito, y gracias
a él conozco el uso
de las palabras
`cilindro' y
`esfera'. Me explicó
-aunque me he
olvidado de la
explicación- que lo
que yo había
observado entonces
era la consecuencia
natural de las
formas de los
objetos flotantes, y
me mostró cómo un
cilindro, flotando
en un remolino,
ofrecía mayor
resistencia a su
succión y era
arrastrado con mucha
mayor dificultad que
cualquier otro
objeto del mismo
tamaño, cualquiera
fuese su forma .
»Había además un
detalle
sorprendente, que
contribuía en gran
medida a reformar
estas observaciones
y me llenaba de
deseos de
verificarlas: a cada
revolución de
nuestra barca
sobrepasábamos algún
objeto, como serían
un barril, una verga
o un mástil. Ahora
bien, muchos de
aquellos restos, que
al abrir yo por
primera vez los ojos
para contemplar la
maravilla del
remolino se
encontraban a
nuestro nivel,
estaban ahora mucho
más arriba y daban
la impresión de
haberse movido muy
poco de su posición
inicial.
»No vacilé entonces
en lo que debía
hacer: resolví
asegurarme
fuertemente al
barril del cual me
tenía, soltarlo de
la bovedilla y
precipitarme con él
al agua. Llamé la
atención de mi
hermano mediante
signos, mostrándole
los barriles
flotantes que
pasaban cerca de
nosotros, e hice
todo lo que estaba
en mi poder para que
comprendiera lo que
me disponía a hacer.
Me pareció que al
fin entendía mis
intenciones, pero
fuera así o no,
sacudió la cabeza
con desesperación,
negándose a
abandonar su asidero
en la armella. Me
era imposible llegar
hasta él y la
situación no admitía
pérdida de tiempo.
Así fue como, lleno
de amargura, lo
abandoné a su
destino, me até al
barril mediante las
cuerdas que lo
habían sujetado a la
bovedilla y me lancé
con él al mar sin un
segundo de
vacilación.
»El resultado fue
exactamente el que
esperaba. Puesto que
yo mismo le estoy
haciendo este
relato, por lo cual
ya sabe usted que
escapé sano y salvo,
y además está
enterado de cómo me
las arreglé para
escapar, abreviaré
el fin de la
historia. Habría
transcurrido una
hora o cosa así
desde que hiciera
abandono del queche,
cuando lo vi, a gran
profundidad, girar
terriblemente tres o
cuatro veces en
rápida sucesión y
precipitarse en
línea recta en el
caos de espuma del
abismo, llevándose
consigo a mi querido
hermano. El barril
al cual me había
atado descendió
apenas algo más de
la mitad de la
distancia entre el
fondo del remolino y
el lugar desde donde
me había tirado al
agua, y entonces
empezó a producirse
un gran cambio en el
aspecto del vórtice.
La pendiente de los
lados del enorme
embudo se fue
haciendo menos y
menos escarpada. Las
revoluciones del
vórtice disminuyeron
gradualmente su
violencia. Poco a
poco fue
desapareciendo la
espuma y el arco
iris, y pareció como
si el fondo del
abismo empezara a
levantarse
suavemente. El cielo
estaba despejado, no
había viento y la
luna llena
resplandecía en el
oeste, cuando me
encontré en la
superficie del
océano, a plena
vista de las costas
de Lofoden y en el
lugar donde había
estado el remolino
de Moskoe-ström. Era
la hora de la calma,
pero el mar se
encrespaba todavía
en gigantescas olas
por efectos del
huracán. Fui
impulsado
violentamente al
canal del Ström, y
pocos minutos más
tarde llegaba a la
costa, en la zona de
los pescadores. Un
bote me recogió,
exhausto de fatiga,
y, ahora que el
peligro había
pasado, incapaz de
hablar a causa del
recuerdo de aquellos
horrores. Quienes me
subieron a bordo
eran mis viejos
camaradas y
compañeros
cotidianos, pero no
me reconocieron,
como si yo fuese un
viajero que
retornaba del mundo
de los espíritus. Mi
cabello, negro como
ala de cuervo la
víspera, estaba tan
blanco como lo ve
usted ahora. También
se dice que la
expresión de mi
rostro ha cambiado.
Les conté mi
historia... y no me
creyeron. Se la
cuento ahora a
usted, sin mayor
esperanza de que le
dé más crédito del
que le concedieron
los alegres
pescadores de
Lofoden.»
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