La desdicha es
diversa. La
desgracia cunde
multiforme sobre la
tierra. Desplegada
sobre el ancho
horizonte como el
arco iris, sus
colores son tan
variados como los de
éste y también tan
distintos y tan
íntimamente unidos.
¡Desplegada sobre el
ancho horizonte como
el arco iris! ¿Cómo
es que de la belleza
he derivado un tipo
de fealdad; de la
alianza y la paz, un
símil del dolor?
Pero así como en la
ética el mal es una
consecuencia del
bien, así, en
realidad, de la
alegría nace la
pena. O la memoria
de la pasada
beatitud es la
angustia de hoy, o
las agonías que son
se originan en los
éxtasis que pudieron
haber sido.
Mi nombre de pila es
Egaeus; no
mencionaré mi
apellido. Sin
embargo, no hay en
mi país torres más
venerables que mi
melancólica y gris
heredad. Nuestro
linaje ha sido
llamado raza de
visionarios, y en
muchos detalles
sorprendentes, en el
carácter de la
mansión familiar en
los frescos del
salón principal, en
las colgaduras de
los dormitorios, en
los relieves de
algunos pilares de
la sala de armas,
pero especialmente
en la galería de
cuadros antiguos, en
el estilo de la
biblioteca y, por
último, en la
peculiarísima
naturaleza de sus
libros, hay
elementos más que
suficientes para
justificar esta
creencia.
Los recuerdos de mis
primeros años se
relacionan con este
aposento y con sus
volúmenes, de los
cuales no volveré a
hablar. Allí murió
mi madre. Allí nací
yo. Pero es
simplemente ocioso
decir que no había
vivido antes, que el
alma no tiene una
existencia previa.
¿Lo negáis? No
discutiremos el
punto. Yo estoy
convencido, pero no
trato de convencer.
Hay, sin embargo, un
recuerdo de formas
aéreas, de ojos
espirituales y
expresivos, de
sonidos musicales,
aunque tristes, un
recuerdo que no será
excluido, una
memoria como una
sombra, vaga,
variable,
indefinida,
insegura, y como una
sombra también en la
imposibilidad de
librarme de ella
mientras brille el
sol de mi razón.
En ese aposento
nací. Al despertar
de improviso de la
larga noche de eso
que parecía, sin
serlo, la
no-existencia, a
regiones de hadas, a
un palacio de
imaginación, a los
extraños dominios
del pensamiento y la
erudición
monásticos, no es
raro que mirara a mi
alrededor con ojos
asombrados y
ardientes, que
malgastara mi
infancia entre
libros y disipara mi
juventud en
ensoñaciones; pero
sí es raro que
transcurrieran los
años y el cenit de
la virilidad me
encontrara aún en la
mansión de mis
padres; sí, es
asombrosa la
paralización que
subyugó las fuentes
de mi vida,
asombrosa la
inversión total que
se produjo en el
carácter de mis
pensamientos más
comunes. Las
realidades
terrenales me
afectaban como
visiones, y sólo
como visiones,
mientras las
extrañas ideas del
mundo de los sueños
se tornaron, en
cambio, no en pasto
de mi existencia
cotidiana, sino
realmente en mi sola
y entera existencia.
Berenice y yo éramos
primos y crecimos
juntos en la heredad
paterna. Pero
crecimos de distinta
manera: yo,
enfermizo, envuelto
en melancolía; ella,
ágil, graciosa,
desbordante de
fuerzas; suyos eran
los paseos por la
colina; míos, los
estudios del
claustro; yo,
viviendo encerrado
en mí mismo y
entregado en cuerpo
y alma a la intensa
y penosa meditación;
ella, vagando
despreocupadamente
por la vida, sin
pensar en las
sombras del camino o
en la huida
silenciosa de las
horas de alas
negras. ¡Berenice!
Invoco su nombre...
¡Berenice! Y de las
grises ruinas de la
memoria mil
tumultuosos
recuerdos se
conmueven a este
sonido. ¡Ah, vívida
acude ahora su
imagen ante mí, como
en los primeros días
de su alegría y de
su dicha! ¡Ah,
espléndida y, sin
embargo, fantástica
belleza! ¡Oh sílfide
entre los arbustos
de Arnheim! ¡Oh
náyade entre sus
fuentes! Y entonces,
entonces todo es
misterio y terror, y
una historia que no
debe ser relatada.
La enfermedad -una
enfermedad fatal-
cayó sobre ella como
el simún, y mientras
yo la observaba, el
espíritu de la
transformación la
arrasó, penetrando
en su mente, en sus
hábitos y en su
carácter, y de la
manera más sutil y
terrible llegó a
perturbar su
identidad. ¡Ay! El
destructor iba y
venía, y la víctima,
¿dónde estaba? Yo no
la conocía o, por lo
menos, ya no la
reconocía como
Berenice.
Entre la numerosa
serie de
enfermedades
provocadas por la
primera y fatal, que
ocasionó una
revolución tan
horrible en el ser
moral y físico de mi
prima, debe
mencionarse como la
más afligente y
obstinada una
especie de epilepsia
que terminaba no
rara vez en
catalepsia, estado
muy semejante a la
disolución efectiva
y de la cual su
manera de recobrarse
era, en muchos
casos, brusca y
repentina.
Entretanto, mi
propia enfermedad
-pues me han dicho
que no debo darle
otro nombre-, mi
propia enfermedad,
digo, crecía
rápidamente,
asumiendo, por
último, un carácter
monomaniaco de una
especie nueva y
extraordinaria, que
ganaba cada vez más
vigor y, al fin,
obtuvo sobre mí un
incomprensible
ascendiente. Esta
monomanía, si así
debo llamarla,
consistía en una
irritabilidad
morbosa de esas
propiedades de la
mente que la ciencia
psicológica designa
con la palabra
atención. Es más que
probable que no se
me entienda; pero
temo, en verdad, que
no haya manera
posible de
proporcionar a la
inteligencia del
lector corriente una
idea adecuada de esa
nerviosa intensidad
del interés con que
en mi caso las
facultades de
meditación (por no
emplear términos
técnicos) actuaban y
se sumían en la
contemplación de los
objetos del
universo, aun de los
más comunes.
Reflexionar largas
horas, infatigable,
con la atención
clavada en alguna
nota trivial, al
margen de un libro o
en su tipografía;
pasar la mayor parte
de un día de verano
absorto en una
sombra extraña que
caía oblicuamente
sobre el tapiz o
sobre la puerta;
perderme durante
toda una noche en la
observación de la
tranquila llama de
una lámpara o los
rescoldos del fuego;
soñar días enteros
con el perfume de
una flor; repetir
monótonamente alguna
palabra común hasta
que el sonido, por
obra de la frecuente
repetición, dejaba
de suscitar idea
alguna en la mente;
perder todo sentido
de movimiento o de
existencia física
gracias a una
absoluta y obstinada
quietud, largo
tiempo prolongada;
tales eran algunas
de las
extravagancias más
comunes y menos
perniciosas
provocadas por un
estado de las
facultades mentales,
no único, por
cierto, pero sí
capaz de desafiar
todo análisis o
explicación.
Mas no se me
entienda mal. La
excesiva, intensa y
mórbida atención así
excitada por objetos
triviales en sí
mismos no debe
confundirse con la
tendencia a la
meditación, común a
todos los hombres, y
que se da
especialmente en las
personas de
imaginación
ardiente. Tampoco
era, como pudo
suponerse al
principio, un estado
agudo o una
exageración de esa
tendencia, sino
primaria y
esencialmente
distinta, diferente.
En un caso, el
soñador o el
fanático, interesado
en un objeto
habitualmente no
trivial, lo pierde
de vista poco a poco
en una multitud de
deducciones y
sugerencias que de
él proceden, hasta
que, al final de un
ensueño colmado a
menudo de
voluptuosidad, el
incitamentum o
primera causa de sus
meditaciones
desaparece en un
completo olvido. En
mi caso, el objeto
primario era
invariablemente
trivial, aunque
asumiera, a través
del intermedio de mi
visión perturbada,
una importancia
refleja, irreal.
Pocas deducciones,
si es que aparecía
alguna, surgían, y
esas pocas
retornaban
tercamente al objeto
original como a su
centro. Las
meditaciones nunca
eran placenteras, y
al cabo del ensueño,
la primera causa,
lejos de estar fuera
de vista, había
alcanzado ese
interés
sobrenaturalmente
exagerado que
constituía el rasgo
dominante del mal.
En una palabra: las
facultades mentales
más ejercidas en mi
caso eran, como ya
lo he dicho, las de
la atención,
mientras en el
soñador son las de
la especulación.
Mis libros, en esa
época, si no servían
en realidad para
irritar el
trastorno,
participaban
ampliamente, como se
comprenderá, por su
naturaleza
imaginativa e
inconexa, de las
características
peculiares del
trastorno mismo.
Puedo recordar,
entre otros, el
tratado del noble
italiano Coelius
Secundus Curio De
Amplitudine Beati
Regni dei, la gran
obra de San Agustín
La ciudad de Dios, y
la de Tertuliano, De
Carne Christi, cuya
paradójica
sentencia: Mortuus
est Dei filius;
credibili est quia
ineptum est: et
sepultus resurrexit;
certum est quia
impossibili est,
ocupó mi tiempo
íntegro durante
muchas semanas de
laboriosa e inútil
investigación.
Se verá, pues, que,
arrancada de su
equilibrio sólo por
cosas triviales, mi
razón semejaba a ese
risco marino del
cual habla Ptolomeo
Hefestión, que
resistía firme los
ataques de la
violencia humana y
la feroz furia de
las aguas y los
vientos, pero
temblaba al contacto
de la flor llamada
asfódelo. Y aunque
para un observador
descuidado pueda
parecer fuera de
duda que la
alteración producida
en la condición
moral de Berenice
por su desventurada
enfermedad me
brindaría muchos
objetos para el
ejercicio de esa
intensa y anormal
meditación, cuya
naturaleza me ha
costado cierto
trabajo explicar, en
modo alguno era éste
el caso. En los
intervalos lúcidos
de mi mal, su
calamidad me daba
pena, y, muy
conmovido por la
ruina total de su
hermosa y dulce
vida, no dejaba de
meditar con
frecuencia,
amargamente, en los
prodigiosos medios
por los cuales había
llegado a producirse
una revolución tan
súbita y extraña.
Pero estas
reflexiones no
participaban de la
idiosincrasia de mi
enfermedad, y eran
semejantes a las
que, en similares
circunstancias,
podían presentarse
en el común de los
hombres. Fiel a su
propio carácter, mi
trastorno se gozaba
en los cambios menos
importantes, pero
más llamativos,
operados en la
constitución física
de Berenice, en la
singular y espantosa
distorsión de su
identidad personal.
En los días más
brillantes de su
belleza
incomparable,
seguramente no la
amé. En la extraña
anomalía de mi
existencia, los
sentimientos en mí
nunca venían del
corazón, y las
pasiones siempre
venían de la
inteligencia. A
través del alba
gris, en las sombras
entrelazadas del
bosque a mediodía y
en el silencio de mi
biblioteca por la
noche, su imagen
había flotado ante
mis ojos y yo la
había visto, no como
una Berenice viva,
palpitante, sino
como la Berenice de
un sueño; no como
una moradora de la
tierra, terrenal,
sino como su
abstracción; no como
una cosa para
admirar, sino para
analizar; no como un
objeto de amor, sino
como el tema de una
especulación tan
abstrusa cuanto
inconexa. Y ahora,
ahora temblaba en su
presencia y
palidecía cuando se
acercaba; sin
embargo, lamentando
amargamente su
decadencia y su
ruina, recordé que
me había amado largo
tiempo, y, en un mal
momento, le hablé de
matrimonio.
Y al fin se acercaba
la fecha de nuestras
nupcias cuando, una
tarde de invierno
-en uno de estos
días
intempestivamente
cálidos, serenos y
brumosos que son la
nodriza de la
hermosa Alción-, me
senté, creyéndome
solo, en el gabinete
interior de la
biblioteca. Pero
alzando los ojos vi,
ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación
excitada, la
influencia de la
atmósfera brumosa,
la luz incierta,
crepuscular del
aposento, o los
grises vestidos que
envolvían su figura,
los que le dieron un
contorno tan
vacilante e
indefinido? No
sabría decirlo. No
profirió una palabra
y yo por nada del
mundo hubiera sido
capaz de pronunciar
una sílaba. Un
escalofrío helado
recorrió mi cuerpo;
me oprimió una
sensación de
intolerable
ansiedad; una
curiosidad
devoradora invadió
mi alma y,
reclinándome en el
asiento, permanecí
un instante sin
respirar, inmóvil,
con los ojos
clavados en su
persona. ¡Ay! Su
delgadez era
excesiva, y ni un
vestigio del ser
primitivo asomaba en
una sola línea del
contorno. Mis
ardorosas miradas
cayeron, por fin, en
su rostro.
La frente era alta,
muy pálida,
singularmente
plácida; y el que en
un tiempo fuera
cabello de azabache
caía parcialmente
sobre ella
sombreando las
hundidas sienes con
innumerables rizos,
ahora de un rubio
reluciente, que por
su matiz fantástico
discordaban por
completo con la
melancolía dominante
de su rostro. Sus
ojos no tenían vida
ni brillo y parecían
sin pupilas, y
esquivé
involuntariamente su
mirada vidriosa para
contemplar los
labios, finos y
contraídos. Se
entreabrieron, y en
una sonrisa de
expresión peculiar
los dientes de la
cambiada Berenice se
revelaron lentamente
a mis ojos. ¡Ojalá
nunca los hubiera
visto o, después de
verlos, hubiese
muerto!
El golpe de una
puerta al cerrarse
me distrajo y,
alzando la vista, vi
que mi prima había
salido del aposento.
Pero del desordenado
aposento de mi
mente, ¡ay!, no
había salido ni se
apartaría el blanco
y horrible espectro
de los dientes. Ni
un punto en su
superficie, ni una
sombra en el
esmalte, ni una
melladura en el
borde hubo en esa
pasajera sonrisa que
no se grabara a
fuego en mi memoria.
Los vi. entonces con
más claridad que un
momento antes. ¡Los
dientes! ¡Los
dientes! Estaban
aquí y allí y en
todas partes,
visibles y
palpables, ante mí;
largos, estrechos,
blanquísimos, con
los pálidos labios
contrayéndose a su
alrededor, como en
el momento mismo en
que habían empezado
a distenderse.
Entonces sobrevino
toda la furia de mi
monomanía y luché en
vano contra su
extraña e
irresistible
influencia. Entre
los múltiples
objetos del mundo
exterior no tenía
pensamientos sino
para los dientes.
Los ansiaba con un
deseo frenético.
Todos los otros
asuntos y todos los
diferentes intereses
se absorbieron en
una sola
contemplación.
Ellos, ellos eran
los únicos presentes
a mi mirada mental,
y en su
insustituible
individualidad
llegaron a ser la
esencia de mi vida
intelectual. Los
observé a todas las
luces. Les hice
adoptar todas las
actitudes. Examiné
sus características.
Estudié sus
peculiaridades.
Medité sobre su
conformación.
Reflexioné sobre el
cambio de su
naturaleza. Me
estremecía al
asignarles en
imaginación un poder
sensible y
consciente, y aun,
sin la ayuda de los
labios, una
capacidad de
expresión moral. Se
ha dicho bien de
mademoiselle Sallé
que tous ses pas
étaient des
sentiments, y de
Berenice yo creía
con la mayor
seriedad que toutes
ses dents étaient
des idées. Des idées!
¡Ah, éste fue el
insensato
pensamiento que me
destruyó! Des idées!
¡Ah, por eso era que
los codiciaba tan
locamente! Sentí que
sólo su posesión
podía devolverme la
paz, restituyéndome
a la razón.
Y la tarde cayó
sobre mí, y vino la
oscuridad, duró y se
fue, y amaneció el
nuevo día, y las
brumas de una
segunda noche se
acumularon y yo
seguía inmóvil,
sentado en aquel
aposento solitario;
y seguí sumido en la
meditación, y el
fantasma de los
dientes mantenía su
terrible ascendiente
como si, con la
claridad más viva y
más espantosa,
flotara entre las
cambiantes luces y
sombras del recinto.
Al fin, irrumpió en
mis sueños un grito
como de horror y
consternación, y
luego, tras una
pausa, el sonido de
turbadas voces,
mezcladas con sordos
lamentos de dolor y
pena. Me levanté de
mi asiento y,
abriendo de par en
par una de las
puertas de la
biblioteca, vi en la
antecámara a una
criada deshecha en
lágrimas, quien me
dijo que Berenice ya
no existía. Había
tenido un acceso de
epilepsia por la
mañana temprano, y
ahora, al caer la
noche, la tumba
estaba dispuesta
para su ocupante y
terminados los
preparativos del
entierro.
Me encontré sentado
en la biblioteca y
de nuevo solo. Me
parecía que acababa
de despertar de un
sueño confuso y
excitante. Sabía que
era medianoche y que
desde la puesta del
sol Berenice estaba
enterrada. Pero del
melancólico periodo
intermedio no tenía
conocimiento real o,
por lo menos,
definido. Sin
embargo, su recuerdo
estaba repleto de
horror, horror más
horrible por lo
vago, terror más
terrible por su
ambigüedad. Era una
página atroz en la
historia de mi
existencia, escrita
toda con recuerdos
oscuros, espantosos,
ininteligibles.
Luché por
descifrarlos, pero
en vano, mientras
una y otra vez, como
el espíritu de un
sonido ausente, un
agudo y penetrante
grito de mujer
parecía sonar en mis
oídos. Yo había
hecho algo. ¿Qué
era? Me lo pregunté
a mí mismo en voz
alta, y los
susurrantes ecos del
aposento me
respondieron: ¿Qué
era?
En la mesa, a mi
lado, ardía una
lámpara, y había
junto a ella una
cajita. No tenía
nada de notable, y
la había visto a
menudo, pues era
propiedad del médico
de la familia. Pero,
¿cómo había llegado
allí, a mi mesa, y
por qué me estremecí
al mirarla? Eran
cosas que no
merecían ser tenidas
en cuenta, y mis
ojos cayeron, al
fin, en las abiertas
páginas de un libro
y en una frase
subrayaba: Dicebant
mihi sodales si
sepulchrum amicae
visitarem, curas
meas aliquantulum
fore levatas. ¿Por
qué, pues, al
leerlas se me
erizaron los
cabellos y la sangre
se congeló en mis
venas?
Entonces sonó un
ligero golpe en la
puerta de la
biblioteca; pálido
como un habitante de
la tumba, entró un
criado de puntillas.
Había en sus ojos un
violento terror y me
habló con voz
trémula, ronca,
ahogada. ¿Qué dijo?
Oí algunas frases
entrecortadas.
Hablaba de un
salvaje grito que
había turbado el
silencio de la
noche, de la
servidumbre reunida
para buscar el
origen del sonido, y
su voz cobró un tono
espeluznante,
nítido, cuando me
habló, susurrando,
de una tumba
violada, de un
cadáver desfigurado,
sin mortaja y que
aún respiraba, aún
palpitaba, aún
vivía.
Señaló mis ropas:
estaban manchadas de
barro, de sangre
coagulada. No dije
nada; me tomó
suavemente la mano:
tenía manchas de
uñas humanas.
Dirigió mi atención
a un objeto que
había contra la
pared; lo miré
durante unos
minutos: era una
pala. Con un alarido
salté hasta la mesa
y me apoderé de la
caja. Pero no pude
abrirla, y en mi
temblor se me
deslizó de la mano,
y cayó pesadamente,
y se hizo añicos; y
de entre ellos,
entrechocándose,
rodaron algunos
instrumentos de
cirugía dental,
mezclados con
treinta y dos
objetos pequeños,
blancos, marfilinos,
que se desparramaron
por el piso. |