Supongo
que siempre lo supe; un día yo iba a
terminar llamando a esa puerta. Ese día
fue esta noche.
La casa es más o menos como la
imaginaba, una casa de barrio, en
Floresta, con un jardín al frente, si
es que se le puede llamar jardín a un
pequeño rectángulo enrejado en el que
apenas caben una rosa china y dos o tres
canteros, cubiertos ahora de maleza. No
sé por qué digo ahora. Pudieron haber
estado siempre así. Hay un enano de
jardín, esto sí que no me lo
imaginaba. El marido de Carolina me
contó que lo había comprado ella
misma, un año atrás. Carolina había
llegado en taxi, una noche de lluvia;
dejó el automóvil esperando en la
calle y entró en la casa como una
tromba. Tengo un auto en la puerta y me
quedé sin plata, le dijo, págale por
favor y de paso bajá el paquete con el
enano.
-Usted la conoció bastante -me dijo
él, y yo no pude notar ninguna doble
intención en sus palabras-. Ya sabe
cómo era ella.
Le contesté la verdad. Era difícil no
contestarle la verdad a ese hombre
triste y afable. Le contesté que no
estaba seguro de haberla conocido mucho.
-Eso es cierto -dijo él, pensativo-. No
creo que haya habido nadie que la
conociera realmente. -Sonrió, sin
resentimiento. -Yo, por lo menos, no la
conocí nunca.
Pero esto fue mucho más tarde, al irme;
ahora estábamos sentados en la cocina
de la casa y no haría media hora que
nos habíamos visto las caras por
primera vez. Carolina me lo había
nombrado sólo en dos o tres ocasiones,
como si esa casa con todo lo que había
dentro, incluido él, fueran su jardín
secreto, un paraíso trivial o alguna
otra cosa a la que yo no debía tener
acceso. Esta noche yo había llegado
hasta allí como mandado por una
voluntad maligna y ajena.
Desde hacía meses rondaba el barrio, y
esta noche, sencillamente, toqué el
timbre.
Él salió a abrirme en pijama, con un
sobretodo echado de cualquier modo sobre
los hombros. Le dije mi nombre. No se
sorprendió, al contrario. Hubiera
podido jurar que mi visita no era lo
peor que podía pasarle.
-Perdóneme el aspecto -dijo él-. Estoy
solo y no esperaba a nadie.
Tenía la apariencia exacta de eso que
había dicho. Un hombre solo que no
espera a nadie.
Yo había tocado el timbre sin pensar
qué venía a decirle, sin saber
siquiera si venía a decirle algo. No
tenía la menor excusa para estar en esa
casa a la diez de la noche. La
situación era incómoda y absurda, si
es que no era algo peor.
-Pase, pase -decidió de pronto-. Me
cambio en un minuto;
-No, por favor. -Pensé decirle que
mejor me iba; pero me interrumpió mi
propia voz. -No tiene por qué
cambiarse.
Sólo me faltó agregar que podía andar
vestido como quisiera, que, al fin de
cuentas, el marido de Carolina había
sido él y que ésta era su casa. De
todas maneras, yo no tenía ningún
interés en que se cambiara. Tal vez
haría bien en callarme lo que sigue,
pero sentí que, cualquier cosa que
fuera lo que yo había venido a buscar,
me favorecía estar bien vestido, frente
a ese hombre en pantuflas y con un
sobretodo encima del saco del pijama.
Eso, al llegar: ahora, las cosas habían
variado sutilmente. Él estaba de verdad
en su casa, en su cocina, junto a una
antigua estufa de hierro,
confortablemente enfundado en su pijama,
y yo me sentía como un embajador de la
Luna.
-¿Toma mate? -me preguntó con
precaución. Es increíble, pero le dije
que sí. Tomar mate era un modo de
permanecer callado, de darse tiempo.
-Carolina, con toda su suavidad y sus
maneras, a la mañana, a veces también
tomaba mate. Era muy cómica. Chupaba la
bombilla con el costado de la boca, como
si jugara a ser la protagonista de una
letra de tango. No, no era eso. Tomaba
mate con cara de pensar.
-Usted se preguntará a qué vine.
-No. Nunca me pregunto demasiadas cosas,
y siempre supe que algún día íbamos a
encontrarnos. -
Sonrió, con los ojos fijos en el mate.
-Pero, ya que lo dice: a qué vino.
Quise sentir agresión o desafío en su
voz. No pude. La pregunta era una
pregunta literal, sin nada detrás.
O con demasiadas cosas, como aquello de
la cara de pensar de Carolina, por
ejemplo. Yo conocía y amaba esa cara.
La había visto al anochecer, en alguna
confitería apartada, mientras ella
miraba su fantasma en el vidrio de la
ventana, sorbiendo una pajita. La había
visto de tarde, en mí departamento,
mientras ella mordía pensativamente un
lápiz, cuando me dibujaba uno de
aquellos mapitas o planos de lugares y
casas en los que había vivido de chica,
casas y lugares que por alguna razón
parecían estar más allá de las
palabras y de los que siempre sospeché
que jamás existieron, o no en las
historias que ella contaba. Bueno, sí,
yo también había mirado muchas veces
esa cara ausente y desprotegida, más
desnuda que su cuerpo, pero nunca la
había mirado de mañana, mientras
Carolina tomaba mate. Pensé que tal vez
debería estar agradecido por eso, sin
embargo no me resultó muy alentador. Me
iba a pasar lo mismo más tarde, con la
historia del enano.
El acababa de preguntarme a qué había
venido.
-No sé. -Hice una pausa. La palabra que
necesité agregar era deliberadamente
malévola. -Curiosidad - dije.
-Me doy cuenta -murmuró él.
No sé qué quiso decir, pero causaba
toda la impresión de que sí, de que en
efecto se daba cuenta.
Llegué a mi departamento después de la
una de mañana, lo que significa que
estuve con él cerca de tres horas, sin
embargo no recuerdo más que fragmentos
de nuestra conversación, fragmentos que
en su mayor parte carecen de sentido.
Hablamos de política, de una noticia
que traía el diario de la noche, la
noticia de un crimen. Hablamos de la
inclemencia del invierno en Buenos
Aires. Ahora tengo la sensación de que
casi no hablamos de Carolina.
En algún momento, él me preguntó si
yo quería ver unas fotos.
-Fotos -dije.
No pude dejar de sentir que esa
proposición encerraba una amenaza.
Imaginé un álbum de casamiento,
fotografías de Carolina en bikini,
fotografías de los dos riéndose o
abrazados, sabe Dios qué otro tipo de
imágenes.
-Fotos -repitió él-. Fotos de
Carolina. Hice uno de esos gestos vagos
que pueden significar cualquier cosa.
-Es un poco tarde -dije.
-No son tantas -dijo él, poniéndose de
pie-. Hace mucho que no las miro.
Salió de la cocina y me dejó solo. Yo
aproveché la tregua para observar a mi
alrededor. Intenté imaginar a Carolina
junto a esa mesada, o, en puntas de pie,
tratando de alcanzar una cacerola, un
hervidor de leche. Tal vez era algo como
eso lo que yo había venido a buscar a
esa casa. En una de las paredes vi dos
cuadritos muy pequeños. Me levanté
para mirarlos de cerca. No me dijeron
nada. Eran algo así como mínimas
naturalezas muertas. Ínfimas cocinas
dentro de otra cocina. Cómo saber si
ella los había colgado, cómo saber si
habían significado algo el día que los
eligió. Cuando él volvió a entrar,
traía un pantalón puesto de apuro
sobre el pantalón del pijama, y un
grueso pulóver, que me pareció tejido
a mano.
Traía también una caja de cartón. Se
sentó un poco lejos de mí y me
alcanzó la primera fotografía:
Carolina sola. Detrás, unos árboles,
que podían ser una plaza o un parque.
Descartó varias y me alcanzó otra.
Carolina sola, arrodillada junto a un
perro patas arriba. Miró tres o cuatro
más, una de ellas con mucho
detenimiento. Las puso debajo del resto,
en el fondo de la caja, y me alcanzó
otra. Carolina sola.
Entonces sentí algo absurdo. Sentí que
ese hombre no quería herirme.
-Ésta es linda -dijo.
Carolina, junto a un buzón, se reía.
-Sí -dije sin pensar-. Era difícil
verla reírse así. Él me miró con
algo parecido al agradecimiento.
-Nunca había vuelto a mirarlas. Solo es
distinto.
-Usted no está en ninguna de las que me
mostró -le dije.
-Bueno, yo era el fotógrafo -dijo él.
Poco más o menos, es todo lo que
recuerdo. O todo lo que sucedió esta
noche.
Le dije que tenía que irme y él me
acompañó hasta la puerta de la
entrada, no hasta la verja. Fue en ese
momento cuando me contó la historia del
enano. Después yo estaba descorriendo
el cerrojo de hierro y oí su voz a mi
espalda.
-Era muy hermosa, ¿no es cierto?
Salí, cerré la verja y le contesté
desde la vereda.
-Sí -le dije-. Era muy hermosa.
Me pidió que volviera algún día. Le
dije que sí.
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