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DIVULGACIÓN CULTURAL | |
CUENTOS | |
El marica - La madre de Ernesto - El candelabro de plata - Muchacha de otra parte - |
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Abelardo Castillo Muchacha de otra parte |
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Publicado con autorización del autor, a quien le agradezco enormemente. | |
Cuando
me contestó que no
era de acá, yo pensé,
sin demasiada
imaginación, que
estaba hablando de
Buenos Aires. Es el
destino, le dije, yo
tampoco soy de acá,
y agregué que era
un buen modo de
empezar una historia
de amor. Ella me miró
con una expresión
que sólo puedo
describir como de
desagrado, como
suelen mirar las
mujeres muy jóvenes
cuando el tipo que
está con ellas y al
que acaban de
conocer dice alguna
estupidez. La edad,
más tarde, les enseña
a disimular estos
pequeños gestos
helados, estas
barreras de desdén,
de ahí que
asienten, consienten
y a la larga hasta
nos estiman, cuando
lo que de veras
sucede es que han
crecido y ya no
esperan demasiado
del varón. Lo que
estoy contando
sucedió hace quince
años, en otoño. Sé
que era otoño
porque la encontré
en Parque Lezica y
una de las primeras
cosas que dijo fue
que el camino del
puente siempre está
cubierto de hojas,
como este sendero de
la plaza. Le pregunté
que puente, y ella
me lo describió. Al
bajar del tren,
tomando a la
derecha, hay un
camino con una doble
hilera de plátanos,
en seguida está el
puente de madera.
Después habló de
los medanos. Yo no
le presté mucha
atención. Estaba
considerando
seriamente si esa
chica me gustaba o
no, lo que sólo podía
significar que no me
gustaba, cosa que
(hoy lo sé) era
realmente la peor
manera de empezar
una historia de
amor. No hay más
que ir descubriendo
virtudes,
transparencias,
hermosuras parciales
en una mujer, para
que esa mujer se
transforme en una
fatalidad. Ya he
cumplido cincuenta años;
ella, hoy, no tendría
más de treinta. Con
esto quiero decir
que la noche del
parque andaría por
los dieciséis,
aunque no sé por
que escribo que hoy
no "tendría".
Tal vez porque sólo
la concibo como era
entonces, una
adolescente un poco
demasiado intensa
para mi gusto, más
bien sombría, alta,
de pelo muy negro y
piernas delgadas. No
había nada en su
rostro, salvo quizá
la nariz, que
llamara mucho la
atención. Tenía
eso que suele
describirse como una
nariz imperiosa. Sus
ojos, vistos de
frente, no eran
grandes ni de uno de
esos colores hipnóticos
e inhallables como
el malva, por
ejemplo, ni siquiera
verdes. Vivió a mi
alrededor durante
dos años y no tengo
ningún recuerdo
sobre el color de
sus ojos. Tal vez
fueran pardos,
aunque podían virar
a un tono más
oscuro que los volvía
casi negros. O acaso
esta impresión la
daban sus pestañas,
y por eso he dicho
que sus ojos, vistos
de frente, no tenían
nada de particular.
Vistos de perfil, en
cambio, eran
asombrosos. Y esta
fue la primera
belleza parcial que
descubrí en ella.
La segunda, fue el
pie. No hay en todo
el arte gótico un
modelo adecuado para
un pie desnudo como
el que se me reveló
esa misma noche en
uno de los hoteles
de las cercanías
del parque. Imagino
que alguien estará
pensando que, si
ella tenía dieciséis
años, su aspecto no
debía ser muy
infantil, o no la
hubieran dejado
entrar en un hotel
conmigo. Lo cierto
es que nunca supe su
edad real, parecía
de dieciséis. Y
nunca dejó de
parecerlo. Claro que
a esa edad crecer
uno o dos años es
lo mismo que crecer
un día, así que no
tenía por que
cambiar demasiado,
aunque ya hace mucho
tiempo que empecé a
preguntarme si su
primera confesión
de esa noche (no soy
de acá) no
significaba algo
distinto de lo que
yo imaginé. Hay
otros mundos, es
cierto. Son tan
reales como este; y
no diré ninguna
novedad si aseguro
que están en este. |
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© Helios Buira
San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017
Mi correo: yo@heliosbuira.com
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